CAPÍTULO V
OCEAN CAMP
A pesar de la nieve húmeda y profunda y de las paradas ocasionadas por tener que abrirnos paso a través de los cordones de presión, logramos marchar casi kilómetro y medio hacia nuestra meta, aunque los relevos y las desviaciones hicieron que la distancia real recorrida fuera casi de diez kilómetros. Como yo veía que todos los hombres estaban exhaustos, di la orden de montar las tiendas al socaire de los dos botes, lo cual brindaba cierta protección de la húmeda nieve que ahora amenazaba con cubrirlo todo. Mientras estaban embarcados en esta empresa, uno de los marineros descubrió un pequeño charco de agua, formado por la nieve que se había derretido sobre una vela que estaba en uno de los botes. No era mucha: apenas un sorbo para cada uno; pero como alguno escribió en su diario:
«Hemos visto y bebido agua más limpia aunque pocas veces la hemos hallado en forma tan oportuna».
El día siguiente amaneció frío y calmo con la misma nieve húmeda, y en la luz que aclaraba pude ver que, con la superficie suelta y teniendo en cuenta el pequeño resultado que habíamos logrado a pesar de todos nuestros extenuantes esfuerzos de los últimos cuatro días, sería imposible avanzar una gran distancia. Tomando también en cuenta la posibilidad de que hubiera canales que se abrieran cerca de nosotros y, por lo tanto, de que pudiéramos remar hacia el noroeste en donde podríamos encontrar tierra, decidí buscar una placa más sólida y allí acampar hasta que las condiciones fueran más favorables para un segundo intento de escapar de nuestra helada prisión. Con este objetivo trasladamos nuestras tiendas y todo nuestro equipo hasta una gruesa placa vieja y pesada a alrededor de dos kilómetros y medio del naufragio y allí instalamos nuestro campamento. Lo llamamos Ocean Camp. Con suma dificultad movimos nuestros dos botes. La superficie era terrible, como nada que ninguno de nosotros hubiera visto jamás a nuestro alrededor. Por momentos, nos hundíamos hasta las caderas, y por doquier la nieve tenía sesenta centímetros de profundidad.
Decidí conservar nuestras valiosas raciones de los trineos (que serían tan necesarias para el inevitable viaje en bote) lo más posible, y subsistir casi por completo con focas y pingüinos.
Un grupo fue enviado hasta Dump Camp, cerca del barco, para recoger toda la ropa, el tabaco y otros elementos que se pudieran encontrar. La pesada nieve que había caído en los últimos días, combinada con el deshielo y el consiguiente hundimiento de la superficie, causó la total desaparición de muchas de las cosas que habíamos dejado en este vertedero. Los demás hombres se pusieron lo más cómodos posible dadas las circunstancias en Ocean Camp. Este bloque de hielo flotante, que al principio era de unos dos kilómetros y medio cuadrados, pero que más tarde se fue dividiendo en fragmentos cada vez más pequeños, sería nuestro hogar durante casi dos meses. Durante estos dos meses, hicimos visitas frecuentes a los alrededores del barco y recuperamos mucha vestimenta y alimentos valiosos y algunos artículos de valor personal que, en nuestro alegre optimismo habíamos pensado dejar kilómetros atrás en nuestro embate a través del hielo movedizo, hacia la seguridad.
La recuperación del alimento ahora era una consideración de suma importancia. Como debíamos subsistir casi por completo con focas y pingüinos, que proporcionarían combustible y también alimento, una especie de cocina de grasa era necesaria. Al final, esto fue ideado muy ingeniosamente con la tubería de acero de la válvula de descarga de cenizas del barco, puesto que nuestro primer intento con un gran tambor de hierro para combustible no resultó exitoso. En esta cocina solo podíamos preparar hoosh o guisos de foca o pingüino, y su funcionamiento era tan incierto que la comida se quemaba o solo se cocía apenas, y aunque estábamos hambrientos, la carne de foca medio cruda no era muy apetecible. En una ocasión, un maravilloso guiso hecho con carne de foca y dos o tres latas de guiso irlandés que se habían rescatado del barco, se cayó al fuego a través del fondo del tambor de combustible que usábamos como olla y se quemó a causa de un repentino e intenso calor del fuego de abajo. Ese día almorzamos cada uno una galleta y un cuarto de lata de carne vacuna en conserva congelada.
Esta nueva cocina, que usaríamos durante nuestra estancia en Ocean Camp, fue un gran éxito. Se le hicieron dos grandes agujeros con mucho esfuerzo y pocas herramientas, enfrentados en el extremo más ancho o superior del vertedero de cenizas. En uno de ellos se fijó un tambor de combustible para ser usado como hogar; el otro agujero servía para sostener nuestra olla. Junto a este se hizo otro agujero para permitir usar dos ollas a la vez; y más allá, una chimenea hecha de latas de galletas completaba una cocina muy eficiente aunque no muy elegante. Más tarde, el cocinero descubrió que podía cocinar una especie de pan bannock o scone en ella, pero le resultaba seriamente difícil por la falta de levadura o polvo para hornear.
Luego se hizo un intento para erigir una especie de cocina para proteger al cocinero contra las inclemencias del tiempo. El grupo que yo había enviado bajo las órdenes de Wild al barco regresó, entre otras cosas, con la caseta del timón prácticamente completa. Esto, además de algunas velas y lonas alquitranadas extendidas sobre palos, conformaron un almacén y un fogón muy cómodos. Partes de las tracas de la cubierta fueron atadas en forma transversal a algunos palos clavados en la nieve y esto, con la bitácora del barco, formó un excelente mirador desde donde buscar focas y pingüinos. En esta plataforma, además, se erigió un mástil del que flameaba la bandera del Rey y el banderín del Royal Clyde Yatch Club.
Hice un estricto inventario de la comida que poseíamos; el peso aproximado se determinó con una sencilla balanza hecha con un trozo de madera y una cuerda, cuyo contrapeso era una caja de provisiones de veintisiete kilogramos.
Los grupos de perros salían temprano cada mañana al barco naufragado bajo las órdenes de Wild, y los hombres se esforzaban por rescatar todo lo posible del barco. Esta era una tarea sumamente difícil puesto que toda la cubierta de proa estaba bajo treinta centímetros de agua de la banda de babor, y casi un metro de la banda de estribor. Sin embargo, lograron reunir grandes cantidades de madera y cabos y algunas cajas de provisiones. Si bien la cocina estaba bajo agua, Bakewell logró rescatar tres o cuatro ollas, que más tarde demostraron ser adquisiciones inapreciables. En una cabina en la bodega, se habían almacenado varias cajas de harina y otros productos que no habíamos podido sacar antes de abandonar el barco. Por lo tanto, una vez que determinamos con la mayor precisión posible cuál era la parte de la cubierta inmediatamente superior a estas cajas, procedimos a hacer un agujero con grandes cinceles para hielo, a través de las tracas de ocho centímetros con las que estaba hecha la cubierta. Como en este sitio el barco estaba bajo un metro y medio de agua y hielo, no fue una tarea fácil. Sin embargo, logramos hacer un agujero lo bastante grande para permitir que algunas cajas salieran flotando. Estas fueron recibidas con suma satisfacción y más tarde, cuando trabajábamos entusiasmados, otras cajas, cuya salida estaba asistida con un gancho, fueron recibidas con gritos de alegría o gruñidos, según se tratara de alimentos farináceos o simplemente lujos como gelatinas. Para entonces, cada hombre tenía una buena idea del valor calórico y nutritivo y de las cualidades alimenticias de los diversos alimentos. Despertaba un interés personal para todos nosotros. De esta manera, agregamos a nuestras escasas reservas entre dos y tres toneladas de provisiones, cerca de la mitad de las cuales eran alimentos farináceos, tales como harina y guisantes, de los que teníamos tan pocos. Esto parece mucho, pero a medio kilogramo por día, alcanzaría a solo tres meses para veintiocho hombres. Antes de esto, yo había reducido las raciones de alimentos a doscientos setenta gramos por hombre y día. Ahora, sin embargo, podría aumentarse, y «esa tarde, por primera vez en diez días, supimos lo que era estar realmente satisfechos».
Hice empaquetar en los trineos raciones especiales de viaje para el caso de tener que salir repentinamente, y con la otra comida, previendo también futuras focas y pingüinos, calculé un régimen alimenticio que brindara la mayor variedad posible y, a la vez, que usara nuestra preciosa reserva de harina del modo más económico. Todas las focas y los pingüinos que aparecieron cerca del campamento fueron cazados para que proporcionaran alimento y combustible. También agregamos a nuestra despensa el alimento de los perros a base de pemmican y alimentábamos a los perros con las ocas que atrapábamos, después de retirarles las partes necesarias para nosotros. Teníamos muy poca vajilla, pero pequeños trozos de madera de contrachapado sirvieron en forma admirable como platos para los filetes de foca; los guisos y los líquidos de toda clase eran servidos en los tazones de aluminio de los trineos, de los que había uno para cada hombre. Más tarde, las latas de jalea y las tapas de las latas de galletas también sirvieron para ello.
La monotonía de las comidas, aún teniendo en cuenta las circunstancias en que nos encontrábamos, era algo que me esforzaba por evitar, de modo que nuestra pequeña reserva de lujos, tales como pasta de pescado, arenques en lata y otros, era cuidadosamente administrada para que durara lo más posible. Mis esfuerzos no fueron en vano, puesto que un hombre declara en su diario:
«Debe admitirse que no hay duda de que nos estamos alimentando muy bien, considerando nuestra posición. Cada comida consta de un plato y de una bebida. Los vegetales desecados, si los hay, van a parar a la misma olla que la carne, y cada plato es una especie de picadillo o guiso, ya sea con jamón o carne de foca o mitad y mitad. El hecho de que solo tengamos dos ollas restringe el número de alimentos que pueden cocinarse a la vez, pero a pesar de la limitación de las instalaciones, siempre logramos tener lo suficiente. La leche en polvo y el azúcar necesariamente se hierven con el té o el cacao.
»Por supuesto, estamos escasos de productos farináceos en nuestra dieta y, por consiguiente, sentimos deseo de ellos. El pan está fuera de toda cuestión, y como estamos administrando las cajas restantes de nuestras galletas para nuestro futuro viaje en bote, escatimamos la provisión de harina haciendo bannocks, de los que recibimos entre tres y cuatro cada día. Estos panecillos están hechos de harina, grasa, agua, sal y un poco de polvo de hornear. A la masa se le da la forma de bollos chatos y se cocinan en unos diez minutos en una plancha de hierro caliente sobre el fuego. Cada panecillo pesa entre cincuenta y sesenta gramos, y realmente somos afortunados de poder producirlos».
En una comida se distribuyeron algunas cajas de galletas marineras empapadas en agua de mar. Estaban en un estado tal que, en circunstancias normales, nadie las habría mirado dos veces, pero para nosotros, que estábamos flotando en un bloque de hielo, a unos quinientos kilómetros de la costa (y eso era una gran hipótesis) y con el insondable mar debajo de nosotros, sin duda eran un lujo. En la tienda de Wild hicieron un budín con algo de grasa.
Si bien tenía en cuenta la necesidad de una estricta economía con respecto a nuestra escasa provisión de alimentos, yo sabía lo importante que era mantener alegres a los hombres y que la depresión ocasionada por nuestro intransitable entorno y por nuestra precaria situación en cierta medida podía ser aliviada mediante un aumento de las raciones, por lo menos hasta que estuviéramos más acostumbrados a nuestro nuevo modo de vida. En sus diarios queda demostrado que esto tuvo éxito.
«Cada día que pasa es parecido al otro. Trabajamos, hablamos, comemos. ¡Ah! ¡Cómo comemos! Aunque ya no tenemos raciones escasas, somos un poco más rigurosos que cuando iniciamos nuestra “vida sencilla”, pero en comparación con los estándares de nuestros hogares, sencillamente somos bárbaros, y nuestra rapacidad gastronómica no conoce límites.
»Se come todo lo que llega a cada tienda, y todo se divide con sumo cuidado y precisión en tantas porciones iguales como hombres haya en la tienda. Luego un miembro cierra los ojos o gira la cabeza y llama a cada uno al azar, al tiempo que el cocinero de ese día señala cada porción, diciendo al mismo tiempo, “¿de quién?”.
»De este modo, la parcialidad, por poco intencionada que pueda ser, es obviada por completo y cada uno se siente satisfecho porque todo es justo, aunque alguno pueda mirar con cierta envidia el plato del vecino, que difiere del propio en algún detalle especialmente apreciado, según el gusto de cada uno. Violamos el décimo mandamiento con toda energía, pero como estamos todos en el mismo bote en este aspecto, nadie dice una palabra. Entendemos los sentimientos de cada uno con total compasión.
»Es como la época del colegio una y otra vez, ¡y resulta muy divertido por el momento!».
Más tarde, a medida que la perspectiva de pasar el invierno en la banquisa se volvió más clara, las raciones debieron ser reducidas en forma considerable. Para entonces, sin embargo, todos se habían acostumbrado a la idea y se lo tomaron como algo normal.
Nuestras comidas ahora, en general, consistían en una porción bastante generosa de foca o de pingüino, hervida o frita. Como escribió uno de los hombres:
«Ahora estamos comiendo lo suficiente, pero de ninguna manera demasiado, y todos están siempre lo bastante hambrientos para comer hasta la última miga posible. Las comidas invariablemente se toman con total seriedad, y se habla poco hasta que se acaba el hoosh».
Nuestras tiendas se transformaron en sitios algo atestados, en especial a la hora de las comidas.
«Vivir en una tienda sin ningún mueble requiere que uno se acostumbre. Para nuestras comidas, debemos sentarnos en el suelo, y es sorprendente lo incómodo que es comer en esa posición; es mucho mejor arrodillarse y apoyarse sobre los talones, como hacen los japoneses».
Cada hombre se turnaba para ser el «cocinero» de la tienda por un día, y uno escribe:
«La palabra “cocinero” en este momento es más bien inapropiada, puesto que, si bien tenemos una cocina permanente, no hace falta cocinar nada en la tienda.
»En realidad, todo lo que tiene que hacer el cocinero de la tienda es llevar sus dos ollas de hoosh a la cocina y luego acercar el guiso junto con la bebida hasta la tienda; después tiene que limpiar al terminar la comida y lavar las dos ollas y los tazones. No hay cucharas ni otros utensilios que lavar, puesto que guardamos nuestra propia cuchara y nuestra navaja en el bolsillo. Los limpiamos lo más posible con la lengua y nos los volvemos a guardar en el bolsillo después de cada comida.
»Nuestras cucharas son una de nuestras posesiones indispensables aquí. Perder una cuchara sería casi tan grave como que una persona sin dientes perdiera su dentadura postiza».
Durante todo este tiempo, la provisión de focas y pingüinos, aunque no era inagotable, siempre resultó suficiente para nuestras necesidades.
La caza de focas y pingüinos era nuestra ocupación diaria, y salían grupos en diferentes direcciones para buscarlos entre los montículos y los cordones de presión. Cuando se encontraba uno, se izaba una señal, en general una bufanda o una media en un palo, y en el campamento se izaba una señal de respuesta.
Luego Wild salía con un grupo de perros para cazar y traer la presa. Para alimentarnos nosotros y los perros, por lo menos hacía falta una foca por día. Las focas eran, en general, cangrejeras, y los pingüinos, emperador. Sin embargo, el 5 de noviembre, cazamos un pingüino de Adelia, lo cual fue causa de una gran discusión, como muestra el siguiente extracto:
«El hombre que estuvo de guardia desde las 3:00 hasta las 4:00 atrapó un pingüino de Adelia. Es el primero de su especie que hemos visto desde el pasado enero, y esto tal vez signifique mucho. Quizá quiera decir que hay tierra en alguna parte cerca de nosotros, o tal vez que se están abriendo grandes canales, pero, por el momento, es imposible hacer más que conjeturas».
Durante nuestra estancia de dos meses en Ocean Camp, no vimos págalos grandes, petreles antárticos ni leopardos marinos.
Además de la caza diaria en busca de comida, pasábamos el tiempo leyendo los pocos libros que habíamos logrado rescatar del barco. El mayor tesoro de la biblioteca era una parte de la Enciclopedia Británica. La usábamos constantemente para resolver las inevitables discusiones que surgían. Una vez se halló a los marineros en medio de una discusión muy acalorada acerca del tema de dinero y el cambio. Finalmente llegaron a la conclusión de que la Enciclopedia, puesto que no coincidía con sus opiniones, debía estar equivocada.
«Para descripciones de cada ciudad estadounidense que alguna vez existió, existe o que alguna vez existirá, y para biografías completas y detalladas de cada estadista estadounidense desde la época de George Washington y mucho antes, la Enciclopedia era difícil de superar. Debido a la escasez de fósforos, fuimos obligados a usarla con otros propósitos además de los puramente literarios; un genio descubrió que el papel usado para sus hojas había sido impregnado con salitre; ahora podemos recomendarlo positivamente como un muy eficiente encendedor de pipas».
También teníamos algunos libros sobre exploración antártica, un ejemplar de Browning y otro de La balada del viejo marinero. Al leer este último, simpatizamos con este y nos preguntamos qué había hecho con el albatros; habría resultado una gran contribución a nuestra despensa.
Los dos temas de mayor interés para nosotros eran nuestra velocidad de deriva y el clima. Worsley tomaba observaciones del sol cada vez que podía, y sus resultados mostraban definitivamente que la deriva de nuestra placa dependía casi por completo de los vientos y no estaba muy afectada por las corrientes. Nuestra esperanza, por supuesto, era derivar hacia el norte hasta el extremo de la banquisa y luego, cuando el hielo estuviera bastante flojo, tomar los botes y remar hasta la tierra más cercana. Comenzamos a buena velocidad y derivamos hacia el norte unos treinta kilómetros en dos o tres días con una ululante ventisca del suroeste. Sin embargo, gradualmente fuimos disminuyendo la velocidad, como mostraron sucesivas observaciones, hasta que comenzamos a derivar nuevamente hacia el sur. Un creciente viento del noreste, que comenzó el 7 de noviembre y que duró doce días, nos desanimó durante un tiempo, hasta que descubrimos que solo habíamos derivado cinco kilómetros hacia el sur, de modo que ahora estábamos veintisiete kilómetros en buena dirección. Esto fortaleció nuestras teorías de que el hielo del mar de Weddell estaba derivando en círculos en sentido horario, y que si podíamos mantenernos en nuestro bloque el tiempo suficiente, terminaríamos siendo transportados hacia el norte, donde se extendía el mar abierto y el camino hacia una relativa seguridad.
En hielo no se estaba moviendo lo bastante rápido para que se notara. De hecho, la única forma en que podíamos demostrar que nos estábamos moviendo era observar el cambio de las posiciones relativas de los témpanos a nuestro alrededor y, más definitivamente, fijando la latitud y la longitud absolutas mediante observaciones del sol. De otro modo, en lo que concernía a la deriva real visible, podríamos haber estado en tierra firme.
Durante los días siguientes avanzamos bastante y derivamos once kilómetros al norte el 24 de noviembre y otros once kilómetros en las siguientes cuarenta y ocho horas. Estábamos todos muy complacidos de saber que, si bien el viento sopló principalmente del suroeste todo este tiempo, nos habíamos desplazado muy poco hacia el este. La tierra estaba al oeste, de modo que si hubiéramos derivado hacia el este, habríamos sido llevados enseguida al centro de la entrada del mar de Weddell, y nuestras posibilidades de, finalmente, llegar a tierra habrían disminuido en forma considerable.
Nuestra velocidad promedio de deriva era lenta, y eran muchos y variados los cálculos acerca de si debíamos llegar al extremo de la banquisa. El 12 de diciembre de 1915, un hombre escribió:
«Una vez que crucemos el círculo Antártico, parecerá que prácticamente estamos a mitad de camino de casa; y es posible que con vientos favorables podamos cruzar el círculo antes de Año Nuevo. Una deriva de solo cinco kilómetros por día nos ayudaría a lograrlo, y con frecuencia hemos hecho eso y más durante tres o cuatro semanas aproximadamente.
»Ahora estamos a solo cuatrocientos kilómetros de la isla Paulet, pero demasiado al este de ella. Nos estamos acercando a las latitudes en donde estábamos en esta época el año pasado camino al sur. El barco zarpó de Georgia del Sur justamente hace un año y una semana, y alcanzó estas latitudes, seis u ocho kilómetros hacia el este de nuestra posición actual, el 3 de enero de 1915, y cruzamos el círculo la víspera de Año Nuevo».
Por lo tanto, después de un año de incesante lucha con el hielo, habíamos regresado, por extraños giros de la rueda de la fortuna, a casi la misma latitud de donde habíamos zarpado con tantas esperanzas y aspiraciones hacía doce meses; sin embargo, ¡qué condiciones diferentes las de ahora! Nuestro barco estaba destrozado y perdido, y nosotros estábamos a la deriva en un trozo de hielo a merced de los vientos. Sin embargo, a pesar de los ocasionales contratiempos a causa de los vientos desfavorables, nuestra deriva, en general, era muy satisfactoria, y esto contribuía bastante a mantener a los hombres alegres.
Puesto que la deriva se veía afectada en su mayor parte por los vientos, todos observábamos de cerca el clima, y Hussey, el meteorólogo, era llamado para hacer pronósticos cada cuatro horas, y algunas veces con más frecuencia. Una pantalla meteorológica, que contenía termómetros y un barógrafo, había sido erigida sobre un poste helado en el hielo, y se hacían observaciones cada cuatro horas. Cuando abandonamos el barco, el clima estaba frío y horrible y, en general, lo menos propicio para nuestro intento de marchar. Nuestros primeros días en Ocean Camp pasaron en, prácticamente, las mismas condiciones. Por las noches, la temperatura caía por debajo de cero, con nieve cegadora y nevisca. Se instituyeron guardias de una hora, y todos los hombres se turnaban. En semejante clima, esta tarea no era sinecura. El vigía tenía que estar continuamente alerta en busca de grietas en el hielo o de cualquier cambio repentino en las condiciones del hielo, y también observar a los perros, que muchas veces se volvían inquietos, irritables y peleones durante las primeras horas de la mañana. Al cabo de su hora de guardia, estaba feliz de volver al relativo calor de su congelado saco de dormir.
El 6 de noviembre, un día gris y nublado se convirtió en una ventisca ululante del suroeste, con nieve y una nevisca que soplaba a baja altura. Solo aquellos que se veían obligados a hacerlo abandonaban el refugio de su tienda. Por doquier se formaban profundas acumulaciones de nieve que sepultaban los trineos a una profundidad de más de medio metro y la nieve que se apilaba alrededor de las tiendas amenazaba con hacer estallar la delgada lona. La nieve fina se abrió paso a través del respiradero de la tienda, que, para evitarlo, fue tapado con una media.
Esto duró dos días, cuando un hombre escribió:
«La ventisca continuó toda la mañana, pero amainó hacia mediodía, y fue una tarde preciosa; sin embargo, preferiríamos haber seguido sufriendo la chirriante ventisca con la penetrante nieve que volaba y el viento frío y húmedo, puesto que habíamos derivado unos dieciocho kilómetros hacia el norte durante la noche».
Durante cuatro días continuó el buen tiempo, con un sol gloriosamente templado y brillante, pero con frío cuando uno se quedaba quieto o a la sombra. La temperatura en general caía muy por debajo de cero, pero aprovechábamos cada oportunidad durante estos maravillosos días soleados para secar en parte nuestros sacos de dormir y otros elementos que estaban empapados a causa del calor de nuestro cuerpo que había derretido la nieve amontonada sobre ellos durante la ventisca. El sol brillante parecía transmitir buen ánimo a todos.
El día siguiente trajo un viento del noreste con la muy alta temperatura de -2,7 °C, algunos grados por debajo del punto de congelación.
«Estas elevadas temperaturas no siempre representan el calor que podría suponerse a partir de las lecturas termométricas. En general, traen cielos grises y nublados, con un viento cortante, bochornoso y cargado de humedad. Los vientos del sur, aunque más fríos, casi siempre coinciden con días soleados y cielos claros y azules».
La temperatura seguía subiendo, y alcanzó 0,5 °C el 14 de noviembre. El deshielo, como consecuencia de estas altas temperaturas, estaba ejerciendo un efecto desastroso sobre la superficie de nuestro campamento.
«¡La superficie está terrible! No medio derretida, sino resbaladiza. Uno sale con cautela. Todo está bien por unos pasos, luego el pie de pronto se hunde más de medio metro hasta que alcanza una capa dura. Uno camina hundido, de esta manera, paso a paso, como un ladronzuelo en el puerto de Portsmouth, esperando volver gradualmente a la superficie. Se vuelve pronto, pero la exasperante actuación se repite hasta el hartazgo, con el acompañamiento de todos los improperios que uno pueda imaginarse. Lo que en realidad sucede es que el aire cálido derrite la superficie lo suficiente para causar que gotas de agua caigan levemente donde, al juntarse con capas más frías de nieve, vuelven a congelarse y forman un laberinto de nódulos helados en lugar de la nieve suave, en polvo y granulada a la que estamos acostumbrados».
Estas elevadas temperaturas persistieron durante algunos días y cuando, como sucedía en ocasiones, el cielo estaba claro y el sol brillaba, hacía un calor insoportable. Cinco hombres que fueron enviados a buscar algunas cosas cerca del barco con un trineo fueron solo con pantalones y una camiseta y aún así, tenían mucho calor; de hecho, temían insolarse, de modo que bajaron las alas de sus gorros para cubrirse el cuello. Tenían las camisetas arremangadas por encima de los codos y, en consecuencia, sus brazos estaban rojos y quemados por el sol. La temperatura en esta ocasión era de -3,3 °C. Durante cinco o seis días más, el sol siguió brillando, y la mayoría de nuestra ropa y nuestros sacos de dormir ahora estaban relativamente secos. El 21 de noviembre fue un horrible día en el que cayó aguanieve, pero pudimos soportar esta incomodidad puesto que el viento no soplaba del sur.
El viento viró más tarde hacia el oeste, y el sol salió a las 21:00, puesto que en esta época, cerca de finales de noviembre, teníamos el sol de medianoche. «Un viento sur tres veces bendito» pronto llegó para animarnos a todos, lo cual ocasionó las siguientes observaciones en uno de los diarios:
«Hoy es el día más hermoso que hayamos tenido en la Antártica: cielo claro, brisa suave y templada del sur y el sol más brillante. Todos aprovechamos para levantar las tiendas, limpiar y, en general, secar y airear los aislantes y los sacos de dormir».
Me levanté temprano, a las 4:00, para hacer guardia, y la vista, sin duda, era magnífica. Delante de uno había un extenso panorama de campos de hielo, interceptados aquí y allá por pequeños canales abiertos, y salpicados con numerosos témpanos nobles, en parte bañados por la luz del sol y en parte cubiertos por las sombras grises de un cielo nublado.
Al observar, uno veía una clara línea de demarcación entre la luz del sol y la sombra, y esta línea gradualmente se acercaba cada vez más e iluminaba poco a poco el relieve con montículos del campo de hielo, hasta que por fin nos alcanzaba a nosotros y arrojaba sobre todo el campamento un resplandor de gloriosa luz que duraba casi todo el día.
«Esta tarde fuimos convidados con uno o dos chaparrones de nieve similar al granizo. Ayer también tuvimos una extraña forma de nieve o, más bien, una precipitación de agujas de hielo, exactamente como pequeños pelos, de alrededor de un centímetro de extensión.
»El calor en las tiendas a la hora del almuerzo era tan intenso que teníamos todas las alas laterales levantadas para que se ventilaran, pero es un lujo tener calor en ocasiones, y uno puede soportar una atmósfera algo encerrada de vez en cuando solo porque sí. El viento esta tarde ha virado a la dirección sureste más favorable, y es refrescante».
En estos días buenos, claros y soleados, podían observarse maravillosos espejismos, igual que ocurre en el desierto. Enormes témpanos parecían estar en el aire, con una clara brecha entre sus bases y el horizonte; otros estaban curiosamente distorsionados y adoptaban toda clase de formas extrañas y fantásticas, y parecían multiplicar muchas veces su altura real. Además, el blanco resplandor mismo de la nieve y el hielo conformaba un cuadro que es imposible describir de forma adecuada.
Más tarde, el refrescante viento del suroeste trajo un tiempo benigno y nublado, probablemente debido a la apertura de la banquisa en esa dirección.
Ya había hecho arreglos para una salida rápida en caso de un repentino rompimiento del hielo. Se dieron órdenes de emergencia; cada hombre tenía asignado su puesto y sus deberes estaban detallados; todo estaba organizado para que en menos de cinco minutos de hacer sonar la alarma con mi silbato, las tiendas fueran levantadas, los equipos y las provisiones empacados y todo el grupo estuviera listo para irse. Hice una última inspección de los hombres para ver su estado, tanto físico como mental, puesto que nuestra estancia en Ocean Camp no había sido pura dicha. La pérdida del barco significó más para nosotros de lo que jamás podríamos expresar con palabras. Una vez que estuvimos instalados en Ocean Camp, el barco seguía atrapado por el hielo; solo se veían la popa y la proa aplastadas y sepultadas por el implacable hielo. La enmarañada masa de cabos, aparejos y mástiles convertía la escena en algo aún más desolador y deprimente.
Con una sensación casi de alivio, llegó el final.
«21 de noviembre de 1915. Esta tarde, cuando estábamos en nuestras tiendas, oímos al Jefe gritar: “¡Se está yendo, muchachos!”. Salimos en un segundo y llegamos a la estación de guardia y a otros puntos estratégicos y, efectivamente, allí estaba nuestro pobre barco a dos kilómetros y medio de distancia luchando en su agonía de muerte. Se hundió primero la proa, la popa se elevó en el aire. Luego se zambulló rápidamente y el hielo se cerró sobre él para siempre. Verlo nos dio una sensación espeluznante, puesto que, aunque no tenía mástiles y era inútil, parecía nuestro vínculo con el mundo exterior. Sin él, nuestra miseria parece mayor y nuestra desolación, más completa. La pérdida del barco cubrió el campamento con una ligera oleada de depresión. Nadie dijo demasiado, pero no se nos puede culpar por tomarlo de un modo sentimental. Parecería que hubiera llegado el momento de ruptura de muchas relaciones queridas, muchos momentos felices, incluso incidentes conmovedores, en el momento en que terminó boca arriba y encontró un último lugar de descanso debajo del hielo en el que ahora estamos parados. Cuando uno conoce cada pequeño recoveco y cada rincón de su barco como nosotros, y lo ha ayudado una y otra vez en la lucha que tan bien desempeñaba, la despedida real no carecía de patetismo, más allá de nuestra propia desolación, y dudo que hubiera uno entre nosotros que no haya sentido alguna emoción personal cuando Sir Ernest, de pie en lo alto del puesto del vigía, dijo con cierta tristeza y con voz queda: “se ha ido, muchachos”.
»Debe decirse, sin embargo, que no nos dejamos deprimir durante mucho tiempo, puesto que pronto todos estaban tan alegres como de costumbre. Se oían las carcajadas desde las tiendas, e incluso el Jefe tuvo un encontronazo con el pañolero acerca de la insuficiencia de la ración de salchichas; insistía en que debía haber dos para cada uno “porque eran muy pequeñas”, en lugar de la cantidad de una y media que aquel proponía».
El efecto psicológico de un pequeño aumento en las raciones pronto neutralizó cualquier tendencia al desánimo, pero con las altas temperaturas, comenzó el deshielo de la superficie, y nuestros sacos y nuestras ropas estaban empapados y chorreando. Las botas chapoteaban cuando caminábamos, y vivíamos con los pies constantemente mojados. Por las noches, antes de que cayera la temperatura, podían verse nubes de vapor que subían de nuestros sacos y botas empapadas. Durante la noche, cuando hacía más frío, todo esto se condensaba como escarcha en el interior de la tienda y se nos caía encima si alguno, sin querer, tocaba el costado. Había que tener cuidado al caminar, también, puesto que muchas veces solo una fina capa de hielo y nieve cubría un agujero en la placa, a través del que más de un miembro incauto se hundía hasta la cintura. Sin embargo, estas constantes mojaduras parecían ser de breve duración, o quizá no resultaba molesta debido al entusiasmo de la perspectiva de una liberación anticipada.
El 7 y el 8 de diciembre, un viento del noroeste retrasó un poco nuestro progreso, pero tenía razones para creer que ello ayudaría a abrir el hielo y formar canales a través de los que podríamos escapar a aguas abiertas. De modo que ordené un lanzamiento de práctica de los botes y el arrumaje de alimentos y provisiones en ellos. Esto fue muy satisfactorio. Cortamos una rampa en nuestra placa hacia el canal que corría a lo largo, y los botes se lanzaron al agua «como aves», como observó un marinero. Teníamos grandes esperanzas anticipando una pronta liberación. Se levantó una ventisca que aumentó el día siguiente y sepultó tiendas y cajones de embalaje bajo la nieve. El 12 de diciembre, se había moderado un poco y virado al sureste, y al día siguiente, la ventisca había cesado, pero seguía soplando un viento continuo del sur y del suroeste que nos empujaba hacia el norte.
«15 de diciembre de 1915. Los continuos vientos del sur exceden nuestras mayores esperanzas y, por lo tanto, nos animan. Las perspectivas no podrían ser mejores de lo que son ahora. Los alrededores de nuestra placa cambian en forma constante. Algunos días estamos casi rodeados por pequeños canales abiertos que nos impiden cruzar a las placas adyacentes».
Después de otros dos días, nuestra suerte cambió, y un fuerte viento del noreste trajo «un día espantosamente frío y ventoso» y nos hizo retroceder algo más de cinco kilómetros. Sin embargo, pronto el viento volvió a virar al sur y al suroeste. Estas altas temperaturas, combinadas con los fuertes vientos cambiantes que habíamos tenido últimamente, me hicieron llegar a la conclusión de que el hielo a nuestro alrededor se estaba pudriendo y rompiendo y de que nuestra liberación de las heladas fauces de la Antártica estaba cerca.
El 20 de diciembre, después de discutir el asunto con Wild, informé a todos los hombres que quería intentar marchar hacia el oeste para reducir la distancia entre nosotros y la isla Paulet. Un murmullo de grata anticipación recorrió el campamento, y todos estaban ansiosos por ponerse en movimiento. De modo que al día siguiente, salí con Wild, Crean y Hurley con grupos de perros hacia el oeste para inspeccionar la ruta. Después de viajar alrededor de once kilómetros, nos subimos a un pequeño témpano, y allí se extendían, hasta donde podíamos ver, una serie de inmensas placas planas de ochocientos por mil seiscientos metros de ancho, separadas entre sí por cordones de presión que parecían fáciles de franquear con picos y palas. El único lugar que parecía probablemente formidable era un área muy agrietada entre la vieja placa en donde estábamos y la primera de una serie de placas jóvenes a una distancia de alrededor de ochocientos metros.
El 22 de diciembre, por lo tanto, fue considerado el día de Navidad, y consumimos la mayor parte de nuestras restantes reservas de lujos en la fiesta de Navidad. No podíamos llevarnos todo con nosotros, de modo que por última vez durante ocho meses, tuvimos una comida realmente buena: todo lo que pudimos comer. Anchoas en aceite, alubias en salsa y liebre estofada hicieron una gloriosa combinación con la que no soñábamos desde nuestros días de estudiantes. Todos trabajaban bajo presión, empaquetando y volviendo a empaquetar trineos y almacenando las provisiones que íbamos a llevar con nosotros en las diversas bolsas y cajas. Al mirar a mi alrededor y ver los preocupados rostros de los hombres, solo pude esperar que esta vez los hados fueran más amables con nosotros que en nuestro último intento de marchar a través del hielo hacia la seguridad.