Veintisiete

No se me escapa que están ustedes en su derecho de pensar que mi relato es tan sólo la versión elaborada de mi propia… insania. Parece bastante razonable. Ya soy un anciano y debo reconocer que la realidad se disloca, como los engranajes de una rueda… Los nombres, los rostros, aun los de los íntimos, se vuelven extraños, bellos por extraños, y la escena más corriente, la calle donde uno vive, en una mañana soleada, se presenta como la intención monumental de unos hombres que ya no son accesibles para explicarla… Hasta las palabras tienen un sonido diferente y lo que uno sabía, vuelve a aprenderlo maravillado, hasta darse cuenta de que alguna vez le fue tan familiar que no le prestaba atención. Cuando somos jóvenes, no adivinamos que lo más prosaico que nos ofrece la vida es, justamente, aquello por cuya conservación nos debatimos cuando nos hacemos viejos… Y el tiempo nos aleja, por igual a piadosos y a blasfemos, del credo común que se nos legó: que hemos nacido para vivir, ya en el placer como en la pena, ya en la dicha como en la desesperación, pero siempre con exaltada consecuencia moral.

A pesar de todo esto, he conservado el mismo apartamento en Gramercy Park durante muchos años y el vecindario me conoce como un ciudadano cuerdo y responsable, aunque a veces difícil o gruñón. No soy dado a la falsa modestia… por cierto que no, puesto que he vivido, la mayor parte de mi vida, satisfecho de los resultados obtenidos del precario oficio de periodista. Si estuviese loco, ¿acaso no querría algo? Tengo a la locura por una porfía, un sablazo. Pongo seriamente en duda que este relato sea imputable a mi locura, si la hubiere, ya que no exijo nada de quien lo escuche. No necesito nada ni pido nada. Mi única zozobra… mi única zozobra… es que me he entregado de manera tan absoluta a la narración que poco o nada ha quedado de mi vida para cualquier otro objetivo que pudiese proponerme… y que… y es sobrecogedor este sentimiento… cuando el relato llegue a su fin, habrá llegado mi hora.

Y ahora, cambiando de tercio, diré que cuando Sartorius fue confinado de por vida al Asilo de Criminales Insanos, sentí que se había cometido alguna clase de injusticia extraordinaria… que el hombre merecía un juicio. Claro que, en parte, mi razonamiento era interesado: si se hacía público, habría tenido la corroboración de mi exclusiva… aunque por entonces pensaba en términos aún más ambiciosos: no ya en la mera revelación de la noticia, sino en contar la historia entera en las páginas de un libro. A la prensa la cobertura del juicio y a mí su amplificación con todo lo que sabía, en cada uno de sus detalles, desde el mismo principio. Los periódicos serían mi preámbulo. Pero, de mayor transcendencia que esto era… la celebración del rito por el cual podríamos… aceptarnos a nosotros mismos… por lo que éramos. Lo admitiré ante ustedes, acaso no sea sino sentimentalismo el pensar que una sociedad es capaz de mortificación espiritual… de penitencia edificante… de escalar por sí misma aunque más no fuera… un peldaño… hacia el esclarecimiento moral… Que caeríamos de rodillas, como si fuésemos una congregación municipal, y uniríamos nuestro destino al de nuestros hijos. En realidad, lo que acontece es que eludimos nuestra iniquidad, encarnada en… nuestros reos y le volvemos la espalda. Y sin embargo, sentía cosas indecorosas… hasta el punto de preguntarme si yo mismo no había caído en una disposición de ánimo, que Dios me perdone, favorable a Sartorius, un eco de la simpatía de Martin Pemberton.

También me encontré en una alianza inverosímil con el doctor Grimshaw, quien iba por ahí tratando de conseguir el apoyo de las fuerzas vivas para un procedimiento judicial. Él no se interesaba en rituales edificantes. Lo quería colgado. La dificultad residía en que… ahora, Sartorius era un interno condenado al asilo de dementes. Ésa era su identidad, a eso se reducía su ser… y la consecuencia aparente era la aniquilación de cualquier otra cosa que le concerniera. Gente así carece de pasado, tan… categóricas son sus circunstancias presentes. Todo había concluido en el mayor de los sigilos… para el bien común. Los médicos y los municipales y la fiscalía, todos habían acordado, aunque cada cual guiado por sus propios motivos, que el desenlace sería este… desenlace del todo inconstitucional. Y la historia parecía desconectada de los fuegos de artificio de la política, aún para quienes que la habían oído en todo o en parte: el fiscal de tasas de Tweed, Connolly, se había ofrecido a cooperar con la investigación. Otros miembros del Ring habían abandonado el país. Y se habían elegido los jurados que examinarían las pruebas y ordenarían los procesamientos.

Diré aquí que, a este respecto, el estimado capitán Donne fue una decepción para mí. Estaba otra vez en su despacho de la comisaría de Mulberry Street, y recibía a los suplicantes con las manos cruzadas sobre el escritorio, su cara longilínea sepultada entre los altos picos de sus hombros. Me uní a nuestro amigo Grimshaw en solicitar su apoyo para una petición de hábeas corpus… que habría sido el principio de un proceso en toda ley. Se negó.

—Creo que se ha hecho justicia —fue su comentario.

—Pero, señor —protestó Grimshaw—, si el hombre está en vida para perpetrar más iniquidades homicidas.

—¿Alguna vez ha visitado la isla de Blackwell, reverendo?

—No, por cierto.

—Puede que lo actuado sea inconstitucional… no hubo proceso en regla… pero ésta es toda la justicia que podemos esperar.

—Olvida que se han escamoteado los derechos de la sociedad —dije.

—Si hay juicio —replicó Donne— él ha de ser escuchado. Cualquier abogado se daría cuenta de que la única vía de defensa sería su propio testimonio. Podría argüir, en su perversidad, que nuestra interrupción de su trabajo costó las vidas de sus pacientes. Y nuestras pruebas, usted lo sabe… son bastante circunstanciales. Aun en el mejor de los casos, sus ideas tendrían publicidad… su genio… quedaría en evidencia. No veo en ello ningún beneficio para una sociedad cristiana —concluyó, con la mirada clavada en Grimshaw.

No seré yo quien diga que Edmund Donne tenía sus limitaciones. Acaso sintiera, con sinceridad, que se había honrado a la sociedad de derecho… que desde la falaz representatividad que nuestras débiles existencias se arrogan, por las buenas o por las malas, habíamos conseguido que nuestra ciudad se librara de semejante… horror. Era nuestro logro. Había cierto grado de satisfacción para el disfrute. Se había salvado la vida de un joven. Se había resarcido a una familia. Y en el curso de los acontecimientos, Donne había encontrado un rostro en el que embobarse, al que había amado antes… o que era un descubrimiento nuevo… pero al que, en cualquiera de los casos, esperaba ver cada día y cada noche del resto de su vida.

Entonces, no diré que Donne no comprendiera la gravedad de la conjura: que no se trataba sólo del concierto del esplendor, el gobierno y la ciencia sino de una profunda… inversión en el ordenamiento natural de padres e hijos. Algo más que la cristiandad corría peligro bajo aquella amenaza insondable… que me dejó los ojos secos para cualquier mirada ulterior.

Me embarqué con destino a la isla de Blackwell en el muelle de la calle Cincuenta y nueve. El ferry era tan sólo una barcaza abierta a la que se le habían agregado dos ruedas hidráulicas propulsadas por un motorcito de vapor alimentado a carbón, que iba en cubierta. Apenas si mantenía el rumbo contra la corriente agitada del East River. El tiempo era crudo… estábamos en noviembre, cuando los vientos helados obligan a arrebujarse en el abrigo y dan un claro y gélido indicio de la edad de nuestros huesos. También debería decirles… ya que aborrezco mantenerlos en… suspenso, que si bien no fui el único en hacerle una visita a Sartorius… ahora pienso que, en cambio, sí fui el… último, poco antes de su muerte, unos días más tarde, a manos de uno de sus pares en insania criminal.

Llevaba una de esas batas sueltas de color gris con las que suelen vestirlos. Los ojos eran vivos y negros y nítidos detrás de los disonantes impertinentes calzados en el puente de la nariz… pero tenía la cabeza rapada, ya no llevaba barba… y, en aquellas catacumbas ateridas, tenía las piernas desnudas… todo lo cual me hizo pensar en alguna… criatura pululante… algo imberbe… puros ojos. Lo vi a través de una tela de malla adherida, del suelo al techo, a los barrotes de hierro. Se sentaba en absoluta quietud en su banco, en medio de una población de maníacos en movimiento constante, en murmuración, en gemido, en ira; algunos en sus camisas de fuerza, otros aherrojados. No los tenían en habitaciones sino en lo que parecía una sucesión de cuadras, con ventanas altas que recordaban un triforio y techos abovedados de ladrillo enalmagrado. En aquel enorme volumen de espacio vacío que se cernía sobre los internos, los chillidos, los gritos, los lamentos desesperados se mezclaban y componían una sonora catedral de súplicas. Pero era una institución, ¿entienden?, y por eso él parecía bastante a gusto… este doctor que había manejado hospitales de campaña y salas de operaciones e institutos de su propia creación. Estaba sentado y observaba… Aunque no hubiese sabido quién era, me habría fijado en él porque era el único que no se movía… ni se revolvía, ni recorría su celda imaginaria, ni elevaba sus ojos al cielo, ni se crispaba, ni se contraía, ni se escarnecía, ni babeaba, ni se tiraba al suelo en espasmos, ni hacía girar sus brazos como aspas… ni reía de espanto… ni lloraba a perpetuidad.

Fijada al muro del estrecho corredor donde yo estaba, había una manguera contra incendios. El olor del asilo era acre debido a los baños de amoníaco que, periódicamente, recibían los suelos y los muros. Para llamar la atención de Sartorius, el celador que me había servido de guía dio un golpe seco en las rejas con su garrote. El talante inquebrantable del médico fue lo más perturbador del encuentro. Me preguntó por qué había ido. Me sentí ridículo porque me halagó que me reconociera.

—Me gustaría, si fuese posible, darle su oportunidad ante la justicia —contesté.

—No sería más que hipocresía. Respeto la parcialidad de este recurso —dijo, y señaló las cuadras—. Se ajusta más al carácter de la sociedad. Además, no pretendo segregarme de esta gente. Pretendo, tan pronto los entienda, compartir sus ritos… así pues, si regresa por aquí dentro de un mes, será incapaz de distinguirme del resto.

—¿Cuál es su propósito?

—No me quedan otros medios de experimentación que mi propia persona.

—¿Qué clase de experimentación?

No contestó. La rejilla de la malla arrojaba sobre él unas sombras de trama cruzada, como las de un grabado a punta seca. Cruzó los brazos y me volvió la espalda, de manera que ambos quedamos mirando a todos los locos que había allí: él, desde dentro; yo, desde el corredor.

—¿Percibe la prodigalidad? La naturaleza que rebalsa por doquier, en permanente arraigo, entregada a sí misma por encima de sus propias necesidades… libertina, soberbia en su disipación y, por supuesto, habituada a las agonías de sus… especímenes. Siempre ávida de transformación, de experimento, de regalo… bajo nuevas formas, en nuevas categorías de existencia, en una mente nueva.

—Mi pretensión es escribir sobre la… experimentación que ya ha concluido —dije.

—Como quiera. Pero no será posible por largo tiempo.

—¿Por qué?

—Hasta que no encuentre la voz para contarlo. Y eso sólo ocurrirá cuando su ciudad esté dispuesta a escucharlo.

—Me alegra haber contribuido a la interrupción de su trabajo, aunque mi contribución fuese pequeña. ¿Tiene algo que decir?

Hizo una mueca de desdén.

—Lo pasado, pasado.

—No creo que sepa mi nombre.

—De nada me serviría.

—¿Sabía que encontramos el cuerpo de Augustus Pemberton?

—No habría sobrevivido por mucho tiempo.

—¿Cómo se enteraba la gente de lo que usted hacía? Se guardaba en secreto. ¿Cómo llegó a saberlo el enfermo y moribundo Augustus Pemberton?

—No soy yo quien puede darle la respuesta. Están todos en comunicación, estos señores de la ciudad. Se corría la voz. El señor Simmons está bien conectado. Habrá oído algo, supongo.

—Simmons también murió, ¿lo sabía?

—Creo que sí. Era un hombre capaz. Se me acercó de parte del señor Pemberton. Me causó una impresión favorable. Y en aquel momento necesitaba ayuda administrativa. Los síndicos municipales sugirieron que él era la persona adecuada.

—¿Lamenta su muerte? ¿Lamenta las muertes de sus colaboradores? La de Wrangel, por ejemplo, que estuvo a su servicio durante la guerra.

—No haré comentarios sobre este tema.

—¿Me equivoco si supongo que, para usted, la moral es algo… atávico?

Guardó silencio por un largo minuto. Mientras tanto, yo oía aquella Sinfonía de la Pajarera de la isla de Blackwell, en la que se mezclaban chillidos, maullidos, trinos y carcajadas. Y entonces, soltó la siguiente parrafada:

—Tengo la convicción de que toda la vida es contingente, desde las primeras apariciones autónomas de lo orgánico, hasta los accidentes de sus formas cambiantes. Esto es lo que sabemos de nuestra historia biológica: que es accidental… que surge de una circunstancia arbitraria. Por tanto, hemos de desembarazarnos de nuestras poéticas… invenciones. Ahora tenemos la tabla periódica de los elementos, a la que no debemos considerar sino como la manifestación más cruda del inicio de nuestra comprensión de lo que es invisible en las formas de vida compuestas. Tenemos el resultado del trabajo descriptivo de los naturalistas, que siempre buscan principios organizadores… que tal criatura es igual a tal otra y que existen en grupos o en familias… con lo que se empieza ya a simplificar la aparente diversidad infinita de la vida sobre la tierra. Pero esto se corresponde, meramente, con una descripción de las limitaciones de nuestra propia percepción. Es factible que la morfología unificadora de todas las cosas vivas no sea nada más conspicuo que la célula, algo que estamos identificando en estos días y que sólo puede verse en el microscopio. Y cuando nos apoderemos de su estructura y su función, todavía quedará un largo camino hasta la verdad. La verdad cala tan hondo, es tan interior, que opera… aunque no sé si éste es el verbo adecuado… en absoluta ceguera, en absoluta omisión de un mundo sensible que habría de darnos algún consuelo, o en el que habríamos de encontrar la belleza o la mano de Dios… un punto donde la vida se arquea en sus primeros temblores conscientes… a causa del choque de cosas inanimadas, demasiado pequeñas como para ser siquiera cosas… pero donde la entidad es muy caliente o muy fría, gaseosa, ígnea, insensible y sin vida y totalmente… privada de inteligencia… como lo es el negro espacio exterior. La Filosofía hace las buenas preguntas. Pero carece de la enunciación necesaria a las respuestas. Sólo la Ciencia puede encontrar esa enunciación.

—¿Todo se reduce a la enunciación?

—En último análisis, sí. Daremos con el lenguaje, con las fórmulas o, acaso, con la numeración… que nos igualará a Dios.

—¿Y Dios? ¿Ni siquiera él es digno de confianza para esas respuestas?

—No, no en la composición actual de Dios.

No en la composición actual de Dios. Debería decirles que… por aquellos tiempos, la entrevista no era un género periodístico definido… No lo sería hasta algunos años más tarde… hasta que la aparición de los teléfonos hizo que los reporteros tuvieran mejor acceso a la gente y pudieran tomar nota de las declaraciones sin atravesar toda la ciudad cada vez. Por eso, dudo de que se me haya ocurrido, mientras interrogaba a Sartorius y él me respondía, que aquello era una manera de practicar el periodismo… aunque sí fui lo bastante listo como para escribir cuanto recordaba de… esta entrevista, tan pronto como hube salido de allí. Todo cuanto había logrado oír en medio de aquella algarabía, en cualquier caso.

En cambio, ahora les contaré algo que recuerdo al pie de la letra, porque tuve la oportunidad de leerlo y lo he guardado en la memoria: era demasiado sabroso para el olvido… lo he repetido durante años en las fiestas… el testimonio que prestó bajo juramento un cubano de provincias, un pescador llamado Merced… y del que tomó nota el alférez Forebaugh, de la marina norteamericana, comandante de la cañonera Daniel Webster. Buscaban a Bill Tweed en la selva cubana, ¿saben…? porque Tweed se había escapado de la cárcel y había huido a Cuba.

Esto es una traducción, por supuesto: «Lo veo vadear hacia la orilla, un hombre blanco gordinflón, barbudo y desastrado. Tira de un cabo para subir su piragua a la riba. Da manotazos contra los mosquitos y anda cojeando por ahí. No tiene remo ni provisiones, tampoco zapatos, pero de su bolsillo saca un billete verde, húmedo y arrugado, un dólar americano, y pide un trago. Le doy agua. En sus ojos se revuelven las sierpes de la desesperación. Pronuncia el nombre de Dios en vano. Qué país es éste, te dije un trago, eh, tú, negro ignorante y descastado. No tolero su falta de educación y me voy a mi casa y les digo a los niños que no salgan. Él se queda sentado en la arena todo el día y, de tanto en tanto, lo oímos gemir y mi mujer se convence de que es una pobre alma en pena. Ella tiene un espíritu más piadoso que yo y, después de santiguarse, le lleva un poco de pescado y arroz y habas y también del buen pan que había horneado. En sus pantalones raídos, encuentra otro dólar mojado y se lo da. Cada vez que lo atendemos, nos da otro dólar mojado. El hombre no es cristiano. Y además, ¿qué haría yo con semejante plata verde sin ningún valor? Dice, ¿saben quién soy yo? Se muestra interesado en nuestros pájaros. Ve la garza en la orilla, los papagayos en los árboles, los andarríos, los martinetes que pescan en el agua y los picaflores coloridos que se cuelgan de los pimpollos con sus picos para beber, y todo esto le interesa mucho porque anda arriba y abajo, los llama imitando sus gritos, aunque lo hace muy mal, tuit, tuit, dice, una y otra vez, yo soy tuit, que no quiere decir nada pero, qué importa, si está claro que al hombre se le ha secado el seso. Es pobre de palabras, pero grande de ideas. De las garzas dice que en su ciudad las mujeres elegantes las usan como sombreros. No quiero que mi mujer oiga semejante cosa y la mando adentro. Oh sí, dice, mi ciudad es la ciudad de Dios. Y estas mujeres son hermosas, las que usan los pájaros por sombreros. Y cuenta historias de chiflado. Que en esta ciudad de su dios, hacen explosiones de gas ardiente para iluminar la oscuridad de la noche así las damas con sus sombreros de pájaros pueden andar por ahí, reclamando a los hombres con sus gritos de pájaro.

Y que tienen ruedas ardientes que trabajan por los hombres, y levantan pesadísimas cargas que van por pasadizos plateados sin necesidad de bueyes ni mulas… y que otras hacen la cosecha, e hilan las telas, y cosen como sastres, todas estas ruedas ardientes. Y que las casas no son como la mía, de paja y estacas, sino de una sustancia más dura que la piedra que fabrican con fuego.

Y que con esta sustancia construyen casas altas como montañas y puentes sobre los ríos. Es un loco maravilloso, y dice que él es el dios de la ciudad sin noches donde las mujeres visten pájaros. Así habla. Mis hijos juegan a su alrededor y no me da miedo, porque los ve y ríe y les hace gracias y después llora, por eso pienso que ama a los niños. También a ellos les da un dólar arrugado. No hay duda, es un pobre loco. Dice que va a Santiago y después cruzará el mar. Antes de marcharse hace aparecer otro dólar y lo tira al agua, y nos dice adiós desde la piragua, que se va aguas abajo… que no es ése el camino de Santiago, por supuesto.

»Y lo último que recuerdo… dice que… en su ciudad de Dios han descubierto el secreto de la vida eterna… y que cuando regrese será ungido en la vida perpetua.

»Y nos saluda y otra vez dice que es el pájaro llamado tuit tuit, pero ahora el pájaro ruge como una bestia y oímos su rugido aún después de que desaparezca de nuestra vista, donde el río tuerce. Era un loco maravilloso».