Capítulo 4

EL CHICO

Seguro que había oído su nombre muchas mañanas. Ese nombre, Javier Comesaña, se habría colado innumerables veces por la puerta ligeramente abierta de su estudio y habría llegado hasta mis oídos cuando me encaminaba hacia el mío. «A los mandos, como cada madrugada», decía el gurú de los fenómenos paranormales, «manejando con destreza el timón de esta nave que nos lleva por unos terrenos poco transitados por la ciencia ortodoxa, el inefable Comesaña». Su nombre quedaba aplastado por ese recurrente blablablá con el que los locutores perezosos consumen los últimos cinco minutos de programa; en este caso, la charlatanería se adornaba con la particular jerga de los que creen descubrirle al oyente insomne esos secretos que nunca están a la vista de los que no quieren ver. Era un clásico.

Marcos y yo nos mirábamos de reojo de camino a nuestro estudio, sin perder tiempo comentando la rutinaria estupidez verbal que nos asaltaba a diario, cansados ya de haberlo hecho muchas veces —porque a la hora en la que Voces del más allá acababa, nosotros empezábamos lo nuestro—. Teníamos la disciplina tácita de reservar los comentarios sarcásticos para la hora del desayuno. Ahora íbamos cargados de papeles, absortos en lo inminente, como si fuéramos los encargados de abrir puertas y ventanas y expulsar del local a todos esos inocentes que escuchaban voces de fantasmas, frecuentaban casas encantadas, miraban al cielo seguros de que algún día aparecería una nave espacial y esperaban ser los elegidos para vivir la experiencia de la abducción.

Pero esa mañana le dije a Marcos, «Espera, espera un momento». Retrocedí unos pasos y asomé la cabeza por el control de sonido. Dios mío, cómo no había reparado antes. Javier Comesaña. Allí estaba. A los mandos, efectivamente. Sentado en el control, el piloto en su nave. Le sonreí y me dijo, «Vaya, al fin te decides a entrar», como si llevara esperándome desde el primer día en que empecé a presentar mi programa, hacía ya un año, y presintiera que alguna mañana caería en la cuenta y entraría a saludarle.

—¡Jabato! Cómo iba a saber que eras tú.

—Pues yo sí que sabía que eras tú quien corría por el pasillo, Chico.

El mote me hirió a la manera tonta en la que hieren los motes que nos pusieron de niños. Ya pueden perder su capacidad de describirnos en el presente, y sin embargo tienen la cualidad de hurgar en las siempre tiernas pequeñas cicatrices de la infancia. Le sonreí ocultando cualquier rastro de enojo, sabía que cualquier muestra de enfado provocaría la repetición de aquella bobada. Es el precio que se paga con los amigos del pasado, son poseedores del catálogo de los defectos de fábrica y no van a aceptar que ni el tiempo, ni el dinero, ni tan siquiera los lógicos cambios que propician la experiencia y la educación, borren lo que fuimos. Lo gordos, lo bajos, lo maniáticos, vulnerables y risibles que fuimos.

Chico. Así me llamó mi padre un 6 de enero cuando entró al cuarto donde mis hermanos y yo veíamos una y otra vez dos escasos minutos de aquella película de Charlot, El chico, en el CinExín que me habían traído los Reyes. «Chico», dijo mi padre, apoyado en la puerta, «eres como el Chico, clavadita», y me señaló con la mano que sostenía el cigarro. Y como nada que dijera mi padre caía en el olvido o se pasaba por alto, aquél fue un triste bautismo para mí y una celebración para mis hermanos. Mi padre les acababa de conceder la potestad de llamarme así desde ese momento, y lo que para un adulto no era más que la constatación de un parecido —que yo reconozco ahora cada vez que veo imágenes de aquel niño actor, Jackie Coogan, con sus ojos melancólicos y su flequillo recto—, para mí fue un suplicio que me acompañó muchos años, cuando aún habitaba felizmente en mis maneras de niña chicazo y, más tarde, cuando no lograba encajar dentro de las fronteras agobiantes de lo femenino.

Chico: todos mis complejos infantiles quedaron resumidos en ese nombre. Qué raras son las palabras, qué distintas en su sentido según quién las pronuncie: aquel mote consigue hoy reconciliarme con toda aquella vulnerabilidad infantil cuando lo utiliza mi marido. Dos sílabas, que en sus labios transforman en bueno todo aquello de lo que yo venía huyendo, y que me escuecen, sin embargo, como pellizco de monja, si vienen de alguien que me conoció entonces.

Pero los recuerdos no me colocaban en desventaja: yo también tenía en mi memoria el historial de taras infantiles de Jabato. No era su mote lo que podía molestarle, no. Él había exhibido siempre con orgullo ese apelativo de superhéroe pobretón y castizo; era una tarjeta de presentación más que una carga. Se lo asignaba sin problemas en el colegio, nombrándose a sí mismo en tercera persona, con una soltura de héroe de tebeo, como si el nombre respondiera a una leyenda, lo que provocaba un efecto cómico porque las leyendas que perseguían a Jabato no eran en absoluto memorables.

Lo estudiaba ahora, en esos cinco minutos escasos que me quedaban para salir corriendo y saludar a mi audiencia madrugadora. Me esforzaba en verlo como si no hubiera conocido todo ese anecdotario risible que le había definido de niño. El naranja de su pelo infantil, que tantas bromas añadía a las otras bromas, se había suavizado convirtiéndose en un ocre que le enmarcaba la cara y le confería una expresión cálida, de franco optimismo. No, no estaba mal, tenía un aspecto sano, compacto, agradable. Sin ser alto, uno sesenta y ocho tal vez, tenía ese pecho levantado con el que algunos hombres bajos parecen querer añadirse algunos centímetros más y eso le confería un aire muy masculino. Fumaba Celtas. Seguía fumando Celtas, con esa fidelidad que las personas temerosas de no poseer convicciones superiores conceden a las cosas sin importancia. Los vaqueros se habían convertido en chinos, las camisetas en camisas holgadas, siguiendo los cambios de la moda de una manera discreta. Siempre más joven de barrio que progre ortodoxo.

Jabato. En la radio, Javier Comesaña. Un nombre casi irreconocible para mí. Había estado escuchándolo durante trescientos días sin relacionarlo con el bruto de Jabato, el payaso de Jabato, Jabato el monohuevo, Jabato panocha. Ah, si no lo hubiera conocido de niño. Qué mala suerte. Todo el encanto de un hombre se puede perder por haberlo conocido de niño. De no haber formado parte de mi infancia habría sido capaz de analizar de manera inocente su presencia en un primer vistazo, igual que solía hacer en aquellos años, entregada como estaba a la búsqueda de un hombre que me gustara. Habría sopesado la posibilidad de una aventura pasajera y me habría dicho, «No está mal, por qué no, tiene ángel».

El pasado no se borra. En mi sonrisa estaba contenida toda la ironía del recuerdo: la falta de piedad con la que los chavales hablaban de ese padre con dos familias que era el padre de Jabato. La suya, lo sabíamos, era la segunda en el escalafón. Jabato era hijo de una mujer apocada de pelo prematuramente blanco que parecía incapaz de encarnar el papel que le había correspondido, el de amante. El padre pasaba unas veces por viajante; otras, decían, participaba en timos abocados al desastre. Más que chulo, era chuleta; más que infiel, un mentiroso que iba lidiando torpemente con la señora oficial y con aquella otra que, poco a poco, asumió física y moralmente un papel maternal para aquel impostor. De hecho, nosotros creímos, al principio, que Blanca no era la madre de Jabato, sino la abuela, que Jabato era un huérfano al que, de vez en cuando, entre negocio y negocio y sin previo aviso, visitaba su padre. Pero aun cuando la estrecha relación con él nos deshizo el malentendido, bautizamos cruelmente a su madre como la abuelita Blanca y nunca dejamos de considerarlo del todo un chico abandonado.

Mi padre sostenía, bajando la voz, que las ausencias del padre coincidían con estancias en la cárcel, y nos hacía sentir una pena enorme por el pobre Jabato, traerlo a casa, invitarlo a comer como si pasara hambre. A veces parecía que nos lo imponía con su compasión y nos contagiaba esa rara piedad que mi padre practicaba hacia los desgraciados, mezcla a partes iguales de compasión y arrogancia, por su incapacidad de considerar un igual a quien le producía pena, el hijo de la amante vieja de un hombre absurdo y bajito, también de pecho levantado, por chulería unas veces, por ahogo vital, imagino, otras.

Sí, la leyenda precedía al nombre, pero no de la manera en que Jabato hubiera querido, sino más bien de la contraria. Era el chico que, se decía, tenía un solo huevo. El de aspecto desastroso, con la cara humedecida por el sudor del entusiasmo exagerado, el que andaba por la vida con una sonrisa de agradecimiento, como si aún fuera peor lo que pudiera haberle ocurrido.

No era fácil mirar a alguien en el presente borrando todos los prejuicios acumulados; a pesar de que los años lo habían convertido en un hombre y habían transformado la inocencia de sus ojos en ironía y el cutis del niño pelirrojo que fue en una piel recia de la que brotaba la sombra de un vello anaranjado, me resultaba imposible, más allá de la turbación de los cambios físicos, no acabar presintiendo su antigua condición de inferior, de inferior de mis hermanos en ese escalafón escolar tácito que los niños respetan como los perros de una jauría.

—Me alegro de verte —le dije, y era cierto.

El último recuerdo o el más nítido que conservaba de él no era el rigurosamente infantil de las meriendas en casa de mis padres sino el de aquellas tardes, ya en torno a los quince, en una sala de una iglesia del barrio en la que Martín Ramos, el mismo charlatán que era hoy su jefe en la radio, impartía cursos de psicofonías, aparecidos, fenómenos paranormales y avistamientos de ovnis, lo cual no dejaba de ser lógico en una parroquia en la que los curas eran tan rojos que, prácticamente, ya no creían ni en Dios.

Nos habíamos perdido la pista desde que dejamos el colegio para ir al instituto y me sorprendió verle allí, con aires de técnico profesional a sus diecisiete años. Manejaba con soltura dos casetes que hacían las veces de equipo de sonido, tratando de conferirle, con una mezcla de música pseudooriental y voces indescifrables, un fondo dramático al discurso de Martín, que estaba allí para convencernos de algo de lo que ya estábamos convencidos por el mero hecho de asistir a sus charlas, de que los muertos nos hablaban, nos hablan.

A Martín Ramos lo escuchaba yo con candor religioso cada jueves en Radio Juventud, siempre anduvo a vueltas con lo mismo, como experto en fenómenos inexplicables. Arrimaba mi cama con ruedas a la de mi hermana, poníamos la radio entre las dos y nos acercábamos al aparato, del que surgía, a un volumen casi imperceptible para no molestar a mi padre, su voz nasal y mansa en la oscuridad. El efecto que provocaba en cada una de las dos era bien distinto: a ella le relajaba, a mí me llenaba la cabeza de amenazas. Los programas sobre el exorcismo me hicieron creer que yo padecía algunos síntomas de endemoniamiento, los de contacto con los muertos me llevaron a organizar sesiones de güija y los dedicados a los fantasmas llenaron el pasillo de mi casa de muertos que paseaban a mis espaldas. Este último miedo no puedo achacárselo sólo a Martín Ramos porque en esas presencias ya me había hecho creer de niña mi tía Celia. Un año más tarde de aquellos programas de radio, cuando mi madre murió y yo ya había superado mis devaneos con los fenómenos inexplicables, era habitual que sintiera sus pasos lentos de enferma cruzando el pasillo a mis espaldas.

La presencia fantasmal de mi madre duró seis años, el tiempo comprendido entre su muerte y el nacimiento de Gabriel. Pensé entonces que al fin había sentido piedad de mí. Desapareció el sueño recurrente que me atormentó durante tanto tiempo. Podía darse sólo una vez al mes, dos como mucho, pero siempre volvía con la misma intensidad, escalofriante e idéntico, y me dejaba atemorizada durante el resto de la noche. En aquel sueño yo la visitaba en un piso vacío que se encontraba, sin ninguna duda, en el barrio frente al cual estaba la casa familiar, es decir, la que había sido suya. Ella, sentada frente a la ventana, contemplaba los bloques de pisos donde había estado su casa, y donde ahora vivíamos mi hermana y yo. Desde aquel punto disfrutaba de una amplia perspectiva y podía vigilar nuestras vidas desde el terreno silencioso de la muerte. El sueño, con pequeñas variaciones, parecía calcado del sueño anterior: yo trataba siempre de explicarle aquellos cambios que su muerte, en parte, había desencadenado, y ella asentía, distraída, como si mis noticias sobraran. Nadie puede contarle a los del más allá lo que hacen los del más acá. Lo saben todo. «Papá se ha casado», le decía. «Con una rubia», afirmaba. «Es una rubia, sí, pero teñida», le decía yo suavizando la maldad de mi padre. «Lo sabía, lo supe desde que me imaginé a mí misma muerta». El nacimiento del niño borró esa presencia, la borró de los sueños y de los pasillos.

A pesar de ganarse la vida gracias a la fabulación acerca de seres inexistentes, Martín Ramos ostentaba un poder cierto, real, material, entre las personas que le escuchaban cada noche en la radio. Su voz susurrante y muy bien modulada sobre la psicodelia musical nos hacía creer en su palabra con una fe que sentíamos fundamentada en razones científicas. En su programa se anunció el curso en la parroquia de mi barrio, ¡de mi barrio!, y corrí a apuntarme, enamorada de él antes de conocerlo en persona.

Ramos no decepcionaba, al menos al público ignorante (como yo) o demasiado tierno (como yo) al que solía atraer: tenía el físico del perfecto gurú. Había algo blando en su complexión y en sus gestos, una blandura que yo interpretaba entonces como el lenguaje corporal de un hombre ponderado, tranquilo, el nuevo hombre de maneras femeninas, como decía aquel columnista vivaz que mi padre leía en voz alta. «¡El hombre femenino!», repetía mi padre, «eso, que yo sepa, se ha llamado siempre de otra manera».

En las sesiones de la iglesia nos hacía colocar las sillas en círculo. «Esto», decía, «no es una charla, es una puesta en común. Aquí no hay maestro ni discípulos, hay una corriente que fluye entre todos nosotros y que sólo va a propiciar algo interesante si somos capaces de abandonar los prejuicios y el cinismo a los que nos sometemos a diario y estamos dispuestos a creer. Cuanto más positiva sea nuestra actitud, más seremos capaces de entender aquello que sólo se ve si se tiene una buena disposición». Sus fieles, en gran mayoría amas de casa, salvo dos o tres adolescentes, jamás nos hubiéramos atrevido a interrumpirle. Creíamos ciegamente en nuestra posición subordinada.

Era un milagro que aquella voz, que en la oscuridad de nuestro cuarto parecía surgir de otra dimensión, surgiera de la boca de aquel hombre de barba pulcramente recortada, nada en la onda de las barbas salvajes que se estaban dejando mis hermanos y que adornaban las caras de casi todos sus amigos. Sus palabras se deslizaban sobre la música que el ayudante, Jabato, iba poniendo y cambiando en su cometido de disc-jockey precario, alternando con delicadeza y gracia los dos casetes. Música con trinos de pájaros salvajes, música bajo la que se escuchaba, en un segundo plano, alguna voz que pronunciaba una frase indescifrable, y que generaba un ambiente de expectativa, de alientos contenidos.

La fe en Martín Ramos terminó la noche en que nos citó para un avistamiento. El acontecimiento iba a tener lugar en un campo cercano a Patones de Arriba, un pueblo de la provincia de Madrid. Lo dije en casa porque tenía que pagar el billete del autocar y un dinero extra por la experiencia. Nunca se me había pasado por la cabeza que mi padre se apuntaría, aunque su afición a los fenómenos inexplicables era tan antigua como mis recuerdos.

—¿Creéis que Dios sería tan poco práctico como para haber creado habitantes en un solo planeta? Mañana la Tierra se va a tomar por culo por el impacto de un meteorito y qué. ¿No es muy arrogante pensar que en el espacio infinito no existirá la posibilidad de otros tipos de vida? Con ojos, sin ojos, seres voladores o reptiles inteligentes. ¡Algo, algo, ahí tiene que haber algo! —y nos señalaba el cielo.

Las reflexiones visionarias de mi padre, siempre pronunciadas con gran vehemencia fuera su audiencia mucha o poca, infantil o adulta, me dejaban apesadumbrada y pesimista ya a mis seis años. La peculiaridad de la fe que mi padre parecía profesar por los misterios paranormales es que se fiaba tan poco de los gurús como de los curas. No le valían los intermediarios. Pensaba que todos escondían turbios intereses sexuales. «Escúchame lo que te digo, Julia, nunca me he quedado a solas con un cura en una habitación y nunca me quedaré, aunque sea un obispo. Un día se me sentó al lado un cura en un autocar y me cambié de sitio inmediatamente». Por supuesto yo no entendía el alcance de lo que insinuaba. Ahora, cuando recuerdo esas palabras tantas veces repetidas por un hombre de la envergadura física de mi padre, les encuentro aún un efecto cómico.

Mi padre vino al avistamiento. Era el único hombre, salvo nuestro pastor y su técnico de sonido. Yo, que ya empezaba a sentir las grietas que se iban produciendo en mi inquebrantable admiración infantil por él, soporté su incontrolada sociabilidad con una sonrisa tensa, tratando de concentrarme en la oscuridad sólida que había más allá de la ventanilla del autobús. Le sentía hablar con las mujeres del asiento de al lado, ofrecer su petaca de coñac a unas y a otras o cambiarse de asiento para fumarse un cigarrillo con Jabato, que iba en primera fila.

Es a esa edad, creo, cuando empecé a sentirme incómoda ante su incontenible necesidad de llamar la atención. Nuestros papeles estuvieron invertidos de aquella noche en adelante: mientras la hija se mantenía contenida, el padre se mostraba hiperactivo, insolente, revoltoso, haciéndome quedar en mal lugar delante de toda esa gente con la que yo había compartido tantas emociones de orden trascendental. Pero la comunión de almas terminó para mí aquella noche de esa manera abrupta en que se dan por zanjadas las lealtades juveniles. Tuve suerte de que mi recién iniciado interés por la ufología se frustrara ahí, en ese avistamiento en el que un grupo de mujeres fantasiosas, dos de ellas (mi amiga y yo) de quince años, miraban al cielo, esperando y temiendo un objeto extraño que se fuera acercando hasta posarse sigilosamente sobre la Tierra y nos hiciera vivir un acontecimiento que nos diferenciaría del resto de los seres humanos de por vida. Lo había leído, se lo había escuchado a él en la radio, era así. Vivías aquello y ya no había retorno: eras un elegido.

Pero no se vio nada. Y no es sólo que nada se viera, sino que mi padre no nos dio tregua. No paró de hablar, señalar, interrumpir al maestro, ofrecer la tortilla de patata con pimientos que le había preparado mi madre y exponer, con una convicción que delante de aquellos fieles me parecía sonrojante, las razones por las que aquella noche no era la noche adecuada para un avistamiento: «El número de probabilidades de que aparezca en Patones esta noche un objeto volador no identificado es insignificante. Que hay seres en otros planetas, desde luego, jamás lo he dudado, que lo diga mi hija, pero que se vayan a presentar aquí por capricho nuestro, eso lo calificaría yo de milagroso. Personalmente, no creo en los milagros. Yo sólo creo en la estadística».

Martín Ramos le miraba con una sonrisa que quería aparentar imperturbabilidad, pero en la que se apreciaba un fondo de gran irritación. Se veía incapaz de controlar a aquel hombre de simpatía exasperante, que estaba allí, como en un bar, para impedir que otro hombre focalizara la atención de todas aquellas mujeres. La paradoja es que el rencor que sentí hacia mi padre aquella noche no era sólo por su comportamiento sino por hacerme ver y juzgar con sus ojos al hombre al que hasta ese momento yo había concedido total credibilidad. Me daba coraje saberme a merced de ese sarcasmo tan suyo, que desautorizaba, a veces con razón, otras sin ella, a cualquiera que compitiera con él por cautivar al público. Mi furia era contra mí por no tener un criterio sólido propio.

Jabato observaba la situación y compartía mi misma ansiedad, pero mientras yo miraba a un punto indefinido, deseando que la experiencia acabara pronto, él movía la cabeza de manera involuntaria a un lado y a otro, hacia su jefe y hacia ese hombre, mi padre, que de alguna manera había sido como un padrino hacía unos años.

Pero la época dorada de Jabato en mi familia fue mucho antes, en el verano de la pizarra. A dos de mis hermanos les catearon las matemáticas y mi padre compró una pizarra de tamaño escolar, la puso en el hall de entrada y decidió darnos a todos, fuera cual fuera nuestro nivel, ecuaciones de primer y segundo grado, logaritmos, raíces cuadradas, ¡todo! Para un genio del cálculo como él resultaba humillante que sus hijos, los chicos, fueran no ya torpes sino desapasionados con las ciencias numéricas. Mi torpeza la toleraba, por mi condición de niña, aunque en una ocasión me lanzó una tiza a la cabeza por dormirme. Daba la clase en pijama. Llegaba a casa con su traje impecable y la corbata ya colgada del hombro. Cruzaba el pasillo a grandes zancadas sonoras con sus zapatos de tafilete y se liberaba de toda una mañana de tensiones numéricas tirándose unos pedos tremendos, como truenos, y si oía que se nos escapaba alguna risa, nos mandaba callar desde el cuarto, gritando: «¡Chicos, un respeto!», frase que luego se convirtió en la manera en que nosotros, a sus espaldas, anunciábamos una descarga ventosa. El primer día en que Jabato escuchó este recital gaseoso de mi padre soltó una carcajada enorme y se quedó helado cuando vio que los demás nos callábamos. Las zancadas de mi padre se dirigieron al salón. Miró a Jabato, que estaba como solía cuando se ponía nervioso, de color naranja, y dijo: «Y éste, ¿quién es?». «Jabato», le dijo Pepe, «que su madre no tiene dinero para pagar las clases de recuperación y él nos ha dicho que si le dejas venir, viene». Mi padre le dio esa especie de tortazo en la cabeza con el que saludaba a los chicos, un amago de abrazo brusco entre de bienvenida y de advertencia.

Jabato se quedó. Su madre era cocinera en un bar, así que la mitad de los días el chaval acompañaba a mis hermanos hasta el portal y allí empezaba a remolonear sin ánimo de irse a comer solo a su casa. Mis hermanos llamaban a mi madre por el telefonillo para hacerle la pregunta casi diaria: «¿Se puede quedar a comer Jabato?».

Mi padre le diagnosticó, casi de inmediato, una incapacidad total para las matemáticas, una torpeza que jamás achacaba a su tosquedad pedagógica. El pobre chaval se atropellaba cada vez que mi padre se dirigía a él. Se levantaba como si estuviera en la escuela y no daba pie con bola. Luego, ya en la comida, mi padre le hablaba del futuro.

—Y tú, ¿qué piensas hacer en la vida?

—Yo…, pues lo que todo el mundo.

—No, todo el mundo no hace lo mismo; unos estudian una carrera y otros aprenden un oficio. Pepe, ¿tú sabes lo que vas a hacer?

—Sí, papá, yo Derecho —respondía mi hermano, falso, mecánico.

—Bien, ¿y tú, Nicolás?

—Yo, matemáticas puras —decía Nico, sin molestarse en levantar la mirada y dejar de comer.

—La niña será mi secretaria, ¿verdad, hija?

Me hubiera gustado decir que no, que ya había pasado ese tiempo en que yo quería vivir para servirle. Pero no me atrevía a traicionarle, él vivía feliz manteniéndome en la infancia. En realidad, el único que era temerariamente sincero con él era Jabato, que no estaba entrenado en el arte de la mentira fácil, que era la que nosotros practicábamos con naturalidad. Mi padre, como buen narcisista, no prestaba demasiada atención al tono y a la intención con que le contestábamos. Le bastaba que las respuestas fueran las acertadas. Era uno de esos seres autoritarios tan centrados en sí mismos que estimulan en los súbditos una habilidad extraordinaria para burlar las normas. Pero Jabato, de natural franco, iba de frente. Y eso, ante los ojos de mi padre, le hizo visible, de una visibilidad exasperante pero jamás anodina.

—No sé, pues estudiaré una carrera, entonces.

—¿Qué carrera?

—Lo quiero pensar con tiempo.

—¡Ahora ya nadie quiere ser fontanero ni electricista! ¿Qué quiere esta gente joven? —preguntaba mi padre a ese público silencioso que procuraba esquivarle la mirada por no significarse. Y volvía a Jabato—: ¿Tú sabes lo que gana un fontanero?

—Es que yo no quiero ser fontanero.

—¿Y electricista?

—Tampoco. Yo quiero estudiar una carrera, como ellos.

—Y en tu madre, ¿no piensas en tu madre?

La mía, mi madre, intentaba tímidamente introducir otro tema de conversación y le decía luego, cuando ya nos habíamos ido al colegio, que era mejor no apabullar al muchacho. Pero cuando a mi padre se le llevaba la contraria convertía la más mínima tontería en una cuestión de honor. En aquellos años, dos o tres, su voluntad de que Jabato fuera fontanero, o electricista, monopolizó muchas, o al menos así yo lo recuerdo, muchas de las comidas a las que Jabato se quedaba. En nosotros se producía una mezcla de tensión y alivio. Tensión por ver a mi padre tan empecinado en conseguir que aquel mocoso le diera la razón y a Jabato tan tozudo en no concedérsela, y el alivio mezquino porque centrándose en él nos liberaba a nosotros de su ira, sobre todo de la que le provocaba mi hermano Pepe, que acababa de descubrir su vocación política y cada día venía con inquietantes noticias: «No existe Dios», «La propiedad privada pervierte las relaciones humanas», «Los hijos no pertenecen a la familia sino a la comunidad».

—¡Pues que te pague la vidorra que te pegas la comunidad, la de vecinos, la que sea! —gritaba airado mi padre, inquieto por aquello que jamás hubiera esperado escuchar de un hijo suyo de dieciocho años—. ¿Y a ti quién coño te ha dicho que Dios no existe? ¿Eso quién lo puede saber? Las mismas probabilidades hay de que exista como de que no.

—No existe —decía mi hermano, con una temeridad hasta entonces no mostrada—, la prueba de que no existe es que nadie ha podido probar que existe.

—Muy bien, poniéndonos en lo peor: no existe. Entonces, la religión es una convención. ¿Qué de malo tienen las convenciones? Las convenciones son la esencia de la civilización, muchacho. Apunta eso.

La vida, al menos en esto, desveló incógnitas que no eran tan imprevisibles conociendo la materia de la que cada uno estábamos hechos. Mi hermano Pepe, como hijo de un hombre avasallador y autoritario, fue víctima de un espíritu diletante y poco práctico, no acabó Derecho y perdió muchos años en vaguedades ideológicas; Jabato aprendió un oficio, no por la falta de inteligencia que mi padre le suponía sino porque así lo eligió, como él mismo había expresado tozudamente. No fue electricista ni fontanero, fue técnico de sonido.

Había habido un vacío en nuestra relación de más de una década, de los quince años en los cursos de ufología hasta mis veintiséis de ahora, en los que habíamos sabido vagamente el uno del otro. En nuestro barrio era difícil perderse del todo. Pero no habíamos vuelto a vernos como ahora, a las seis y media de la mañana en un estudio de la radio, frente a frente, sopesando lo que habría ocurrido más allá de los cambios físicos.

—Te has separado.

—Bueno, ahí estoy… en ello. ¿Quién te lo dijo?

—Todo se sabe. También sabía que estabas aquí, que te vería alguna mañana.

—Podías haberte acercado al estudio.

—Cuando acabo con esto estoy loco por irme a casa.

Martín le hizo un gesto de despedida desde el otro lado de la pecera y él le correspondió. Está claro que mi viejo maestro espiritual no me reconoció. Estaba igual, terso, delicado, manso. Con menos pelo, pero igualmente peinado hacia atrás, una melena rala recogida en una coleta.

—¡Cuánto tiempo!, ¿eh? —me dijo Jabato, y los dos sonreímos, nuestra memoria se situó al instante en aquella noche en que la ausencia de ovnis o la presencia de mi padre me hicieron perder la fe.

—Ha pasado toda la vida… Tengo que irme.

—A tu padre lo he visto de vez en cuando, hemos tomado alguna cerveza en el barrio… Se casó.

—Sí, se casó.

—¿Y qué tal con tu madrastra?

—¡Ja! Ya no tengo edad para tener madrastra… Bien.

—A ti te vi un día con el niño.

—Gabriel.

—¿Y el niño, qué tal con el padre?

—Bien también.

Nos besamos. Nos quisimos dar un abrazo pero no supimos cómo hacerlo y el intento se frustró en una serie de movimientos torpes. Salí del estudio. Estaba considerando volverme para pedirle el teléfono cuando su voz sonó a mis espaldas.

—Si me dejas tu número, igual un día voy y te llamo.

Cuatro meses desde aquel reencuentro en la radio. Cuatro meses brujuleando por los bares de Malasaña y dejándonos caer cada viernes a última hora de la noche en los billares de Ventura de la Vega, Huertas, y de mi barrio, cuando ya sólo quedaban algunos macarras con ganas de lío. Como suele ocurrir, nos lo habíamos contado todo menos lo esencial: las idas y venidas de Alberto, la muerte de su madre, las melancolías del niño, el casamiento de mi padre, mis aspiraciones literarias, sus noviazgos frustrados, sus aspiraciones como realizador, algún deseo sexual antes no expresado y los torturantes complejos infantiles. Yo había comprobado que él tenía dos huevos y él que yo no tenía bigote, como decían mis hermanos. Todo eso y algo más, pero no nos habíamos confesado qué hacíamos ahí, el uno con el otro. Qué esperábamos de todo aquello.

Y así habíamos llegado a la noche de aquel viernes, que era fresca pero prometedora ya de un verano inminente. Habíamos salido a airearnos a la puerta del bar. Él estaba sentado en la acera, apurando el último gintonic, yo hacía equilibrios en un macetero de hormigón con un cigarro en la mano.

—Te vas a caer.

—Te vas a caer —repetí riéndome—. Lo mismo me decía mi madre. Te vas a caer.

—Y te caías.

—Y me caía, así que no lo repitas.

—Lo mismo le dirás tú ahora a tu hijo.

—Para nada. Yo le digo, «Súbete, anda, súbete». Y él no se sube ni al tobogán. Es muy prudente. Tan patoso como yo pero de una prudencia que a veces me saca de quicio.

—A ver si es que va a ser más listo.

—¿Más listo que yo? Eso seguro.

—Vi a tu padre ayer. Me enseñó una foto de tu madrastra.

—Que no es mi madrastra, coño, que es su mujer.

—Te molesta que diga que es tu madrastra.

—No, no te equivoques, anormal, no me molesta. Me molestan tus ganas de molestarme.

—Me dijo que un día me la presentaría.

—¿Ah, sí?

—¡Sí! Le dije que podíamos quedar cuando quisiera. Contigo.

—Ah, mira, los cuatro. Vaya, lo pasaremos bomba.

—Le dije que nos estábamos viendo.

—Que nos estábamos viendo dónde, ¿en la radio?

—No, no, fuera de la radio. Le dije que andábamos saliendo.

—Ah, ¿y qué dijo?

—Que se alegraba mucho.

—¿Mi padre dijo que se alegraba?

—Sí, dijo que a una mujer separada con un niño le cuesta más echarse un novio.

Pegué un salto y caí en el suelo. Di un traspiés y el tobillo se me torció ligeramente, pero disimulé el dolor. No pude disimular la rabia.

—Te lo dije —murmuró, como yo esperaba.

—Mira, yo a mi padre no le suelo contar nada de mis líos, ¿entiendes? Él no me pregunta tampoco. Es así como nosotros funcionamos.

—¿No te ha preguntado? ¿Tu padre no te pregunta si sigues casada o te has separado?

—No, en mi casa no somos dados a ese tipo de confianzas.

—¿Qué quieres decir con «ese tipo de confianzas»? ¡Ja! Eso en una familia es lo básico.

—¿Y tú cómo puedes saber qué es lo básico?

—¿Por qué no lo voy a saber yo?

—Porque no tienes la costumbre de una familia… Tú… Sólo has tenido a tu madre.

—Tengo ahora dos hermanas.

—Venga, no me jodas, no son exactamente tus hermanas.

—¿Por qué no?

—Porque las conociste el día en que murió tu padre, hace cuatro años.

—Pero las veo con frecuencia, ellas quisieron tener una relación conmigo.

—Pero no las puedes llamar hermanas.

—¿Porque no somos hijos de la misma madre?

—No, porque los hermanos no se inventan a los veintitantos años. Hay que tener una historia común.

—¡Una historia común! ¿Son más hermanos tus hermanos, los de la historia común, a los que no ves nunca?

—Con los hermanos puedes no verte y eso no cambia nada. No contar lo que te pasa y que tampoco signifique nada. Cada familia tiene sus reglas.

—¿Ah, no? Tal vez yo no sepa lo que es una relación familiar, pero te diré cuál es el resultado de esas particulares reglas de tu familia —elevó como un globo la palabra «reglas», la lanzó al aire con sarcasmo—: el resultado es que estás más sola que un perro.

—Mira, tío, no me tengas pena. Si de verdad quisiera pedirles ayuda, se la pediría —se me quebró la voz—, pero no quiero. ¿Qué coño haces tú metiéndote donde no te importa? ¿Qué tienes tú que ir a contarle a mi padre de que nos vemos? ¿Por qué tiene que salir esto precisamente esta noche? Eres un bestia. ¿Quieres ponerme a prueba? Me he separado del mismo hombre tres veces en el último año. No quiero decir nada, ni puedo contar nada…

Me levanté y eché a andar hacia casa, tan deprisa que sentí que me tambaleaba. Noté su respiración en mi espalda y su mano luego agarrándome con fuerza el hombro, tomándome con las dos manos la cara, dándome un beso.

—¡Espera! Espera… Que no le dije nada. Sólo quería saber cómo reaccionarías. No le dije nada. De verdad. Era sólo una broma y… se me fue de las manos.

Como si fuera en un crudo presente que se resiste a fosilizarse en pasado, me veo saliendo de casa a las ocho de la mañana del día siguiente. Sin desayunar, como había prescrito el médico. Caminamos hacia la parada de los taxis en silencio, conscientes de que cualquier intento de conversación sería un esfuerzo vano. Pasaban algunas parejas de críos, todavía somnolientos, que iban hacia la escuela, siguiendo el mismo camino que yo recorría a los doce años.

Cruzamos la calle y pensé que uno de esos coches que pararían ante el semáforo podía ser el del padre de Gabi de camino a la guardería. No miré, pero imaginé al niño en cualquiera de esas dos actitudes tan suyas y tan contrapuestas: tumbado en el asiento de atrás, entregándose melancólicamente a la contemplación del paisaje visto del revés, o de pie, también detrás, entre los dos asientos, con la mano izquierda abrazando el cuello de su padre, hablando con ese entusiasmo a deshora que a veces tienen los niños. Tal vez ella viajara también en ese coche. Si fuera así, Gabi, generoso en sus afectos, pasaría su pequeño brazo derecho por el cuello de ella y le acariciaría el nacimiento del cabello. Pensar en eso me nublaba la vista.

El taxi tomó la calle por la que todas las tardes caminábamos de vuelta a casa. Recordé la pregunta que me hizo el niño hacía tan sólo unos días. Su mano, pequeña y mullida, dentro de la mía.

—Mami, ¿ella es tonta?

—Yo no te puedo decir que sí o que no, Gabi, tú tienes que pensar lo que quieras.

Ahí quedó mi respuesta, tramposa, dura. Le concedía demasiada libertad para enjuiciar, y él no sabía hacerlo aún sin mi respuesta, necesitaba que yo le sirviera de guía, que no le dejara solo. Con esa prudencia y sutileza con la que los niños tantean los sentimientos de su madre para no herirla me estaba pidiendo que le permitiera quererla, entre otras cosas porque, imagino, ya la quería.

—¿Y es mala?

—Yo no te lo puedo decir, ¿qué piensas tú?

—No, dilo tú. Dilo.

Cambié de conversación. Me negué, mezquinamente, a allanarle el terreno.

Llegamos a la clínica media hora antes de la cita. Me pidieron mi nombre en la entrada. Lo dije tan bajo que tuve que repetirlo dos o tres veces. Nos dijeron que esperáramos en la sala. Al entrar le dimos los buenos días a una pareja que también esperaba. Levantaron los dos los ojos a un tiempo de la revista que estaban hojeando. Reconocí al hombre. Era un chaval que trabajaba para una casa de discos, un promocionador que visitaba los programas de vez en cuando para dar cuenta de sus novedades. Nos conocíamos desde hace años, nos caíamos bien y hubo algún coqueteo, un café, charlas en los pasillos, pero es evidente que los dos fuimos perezosos para llegar a más. Era algo pelirrojo, también. Corto de estatura, también. Su estructura ósea, compacta y atractiva, agrandaba su presencia, como le ocurría a Jabato. Las coincidencias entre los dos me hicieron pensar que mi destino era estar en ese sitio esa mañana, de una manera o de otra, con uno o con otro.

Nos presentamos, nos besamos con una honda sensación de ridículo, nos sentamos. Lamentaba mucho habérmelo encontrado. No sabía cómo nos saludaríamos cuando volviéramos a vernos cualquier día de ésos en el trabajo. Por alguna razón presentía que ya no volveríamos a charlar con el mismo desenfado ni a intentar ninguna aproximación sentimental. Así sería.

—Vaya sitio en el que hemos ido a coincidir… —dijo.

—Sí —le dije—, también es mala suerte.

—¿A qué hora es vuestra intervención? —preguntó.

—No —le corregí—, si yo vengo sola…

La frase cayó en medio de los cuatro como una pequeña bomba.

—Quiero decir —rectifiqué—, que él sólo ha venido a acompañarme.

El sentido estaba implícito: «No ha venido conmigo porque sea mi novio», pero la aclaración hubiera sonado demasiado mezquina, innecesaria. Jabato rompió el silencio carraspeando, se levantó, se sacó un paquete de tabaco del bolsillo y me hizo un gesto señalando la puerta. Se fue sin decir nada. Se fue y ya no volvió más. Mi amigo y su novia se marcharon tras la enfermera que la llamó a ella por su nombre de pila. Él la dejó pasar a ella primero, luego se volvió, se acercó hasta mí, que me encontraba de pie en el centro de la sala, me pasó la mano por el pelo y me dio un beso. Antes de desaparecer volvió la cabeza para mirarme, a la manera en que se despide uno de las personas a las que deja en una soledad sin consuelo. Pero aun en una situación tan propicia a la vulnerabilidad, algo en mí se rebelaba contra quien pudiera sentir un atisbo de compasión. Sólo yo deseaba rumiar mi pena. En secreto. Sola ahora, como un perro, anticipándome al dolor que iba a sentir porque había decidido someterme al aborto sin anestesia.

Pensé en el programa, presentado aquella mañana por Marcos, y me entregué a una suerte de recapitulación: hacía ya un año que me levantaba de madrugada, que trabajaba de madrugada y que tenía la sensación continua de estar dormida mientras estaba despierta y de estar medio despierta mientras dormía. Eso me provocaba a menudo un estado de extrañamiento, como si los sentidos no llegaran a interpretar de manera adecuada la información que recibían. Ahora estaba, por ejemplo, en esa sala de espera como en una nave espacial, vivía el presente como si estuviera en el pasado, despierta pero sintiéndome dentro de una burbuja. Sólo lograba percibir con nitidez la ausencia de Jabato. Él me torturaba, lo sabía, sabía que mientras él rumiaba su rencor en la calle yo estaba sola, extraña en la espera, vulnerable aunque me costara admitirlo. Pero le había despreciado y eso es algo que no se debe hacer con quien arrastra el peso de haber sido humillado de niño.

Nadie más que Jabato y Marcos estaban en el secreto. Ni mi hermana, que iría a recoger a Gabi de la guardería, ni ningún otro amigo, ni mis hermanos, nadie. Yo era como esa adolescente que se enfrenta a un aborto en solitario, tan torpe que no ha sabido ni granjearse la compañía de una amiga cómplice. Sólo contaba con un hombre que en esos momentos fumaba en la calle, incapaz de superar su despecho de la misma manera en que yo había sido incapaz de reconocerle como mi pareja. Había elegido el peor momento para marcar mi terreno y él había elegido el peor momento para sentirse humillado. Éramos asombrosamente fieles a nuestras peores inclinaciones. Previsibles.

Comimos en un italiano de la calle Ortega y Gasset donde solíamos ir Alberto y yo de novios, cuando comer fuera de mi barrio aún me parecía tocar el cielo del mundo. Me apliqué a la tarea de olvidar y bebí varios vasos de vino, a pesar de los antibióticos que debía tomar durante una semana. Jabato me ofrecía el pan, me servía la ensalada, me animaba a que comiera, con la misma insistencia cariñosa y vigilante de una madre que entiende que sólo comiendo se puede sobrevivir a cualquier catástrofe, a la pena espiritual y al dolor físico. Tratábamos en suma de superar el bache y se podría haber dicho que éramos una pareja que ha vuelto del ginecólogo de recibir la mejor de las noticias. Pero nuestra capacidad de contención duró hasta el postre.

—¿Te duele?

—Casi nada.

—¿Ha sido muy desagradable?

—Ha sido desagradable, claro, pero lo bueno que tiene el dolor físico es que una vez que desaparece no se puede recordar. Se recuerda que ha dolido pero no se siente de nuevo el dolor, así que ya está.

—Podía haber entrado contigo al médico… Pero cuando volví a la sala de espera ya te tenían en el quirófano.

—Bah, da igual. Fueron sólo dos o tres preguntas.

—¿Cuáles?

—La que me esperaba, que por qué había tomado la decisión y todo eso —sabía que no me dejaría escaparme con las respuestas a medias, así que opté por acabar cuanto antes—. Que por qué me había quedado embarazada.

—Y le dijiste…

—Le dije que no estoy pasando una buena época, que no tengo la cabeza en mi sitio.

—Ya…

—Y entonces me dijo que el hecho de haberme quedado embarazada y abortar podía agravar mi estado de ánimo. La subida y bajada de hormonas… Que aun estando inmersa en una depresión hay que ser consciente de las consecuencias de nuestros actos.

—¿Le contestaste algo?

—Pude haberle dicho que precisamente porque dicen que sufro una depresión no mido como debiera las consecuencias de mis actos, que si estuviera en mis cabales no me pasarían cosas así, pero me contuve.

—Lo dices como si estuvieras loca.

—Y creo que lo estoy. No creo que esto que yo tengo, porque algo tengo, se llame depresión. ¿Estoy deprimida? ¿Tú crees que estaba deprimida el otro día cuando cantábamos mientras jugábamos al billar? ¿Estoy deprimida cada mañana, cuando me levanto a las tres y media, me ducho, me pinto y bajo al taxi para marcharme a la radio? ¿Estoy deprimida cuando espero a Gabi en la puerta y le llevo un huevo Kinder los viernes y le digo que cierre los ojos y se lo encuentra en el bolsillo de la chupa? ¿Estoy deprimida cuando, aun estando agotada por el horario, me quedo por las terrazas del parque con los padres de otros niños tomando cañas? ¿Está deprimido alguien que presenta un programa de humor, que se pasa la vida inventando diálogos chispeantes para que la gente se ría? ¿Es compatible eso con la depresión? Alguien que esté deprimido no puede con todo ese esfuerzo. No tiene energía para ser amable ni para ser simpático, ni para follar, ni para estar impaciente porque todo cambie de una puta vez, que cambie, que algo cambie. No, no se llama depresión. Depresión fue el nombre que le dio un médico del seguro porque no tendría ni tiempo ni ganas de entrar en detalles y yo tampoco tengo tiempo ni ganas ni dinero para someterme a una terapia de años. No es depresión. Tengo la sensación de estar a merced de una ventisca, de un tipo de inconsciencia que va y viene, que no es permanente y que cuando aparece lo que busca o lo que busco con furia es hacerme daño, cuanto más mejor. Pero no le dije nada de esto al médico, claro, no era el momento de discutir eso con alguien que trataba de justificar en un informe que yo abortaba por razones psicológicas. ¿Qué más da cuál fuera la razón? Él estaba haciendo su trabajo, y yo quería acabar cuanto antes.

Su mano se deslizó por la mesa y buscó la mía. Cualquiera hubiera pensado que era una manera de dar por concluida la recapitulación de la experiencia, pero yo sabía que no. Lo conocía, me conocía. Por muy extemporáneo que pareciera en ese momento no íbamos a renunciar a hacernos daño.

—Dime, ¿en calidad de qué iba yo esta mañana acompañándote?

—Tampoco es el momento ahora para eso.

—No quisiste presentarme como tu pareja.

—Ay, no sé si somos pareja. Es algo de lo que nunca hemos hablado. Salimos, nos divertimos, nos acostamos. Si te hubiera presentado como «mi novio» hubiera sido la primera vez en referirme a ti de esa manera y nos habría sonado extraño a los dos.

—¿No será que no sabías si el hijo era mío?

—¿Hijo, qué hijo? ¿De qué coño estás hablando?

—Feto, ¿prefieres que diga feto?

—Vete a la mierda. ¿Qué pruebas querías aparte de lo que yo te dije? Te dije que sinceramente creía que era tuyo.

—Creer no significa estar segura.

—¿Y qué debería haber hecho? ¿Probártelo de alguna manera? Yo estaré loca, te lo acabo de decir, no soy dueña de mis actos, pero escúchame, tú eres un acomplejado.

—Un acomplejado.

—Sí, y por alguna razón que no acabo de entender yo aumento tus complejos. No deseo hacerlo, pero te despierto tus antiguos complejos.

—¿De qué me estás hablando?

—No sé cuál es la naturaleza de esos complejos, pero los tienes y lo sabes muy bien.

—Dímelo, ¿en qué los notas? ¿Complejo de inferioridad? ¿De hijo de chulo de barrio?

—Eso lo estás diciendo tú, no lo pongas en mi boca. No te has atrevido en todo este tiempo a decirme que querías ser mi pareja, ¿a qué viene esto ahora, hoy, precisamente, cuando deberías estar tratándome con un poco más de respeto?

—Te trato con respeto, eres tú la que no me has respetado. Te daba vergüenza presentarme como tu pareja.

—¿Te sale el orgullo herido en una sala de espera de un centro abortista? Míratelo, porque lo tuyo es serio. Guárdate el orgullo para otras ocasiones. Me voy.

Su mano me agarró el brazo con fuerza, como si no le importara hacerme daño en su desesperado deseo de retenerme.

—Suéltame, ¿quién te has creído tú que eres?

Cuando aquella tarde llegué a buscar a Gabi encontré a mi hermana en el banco del parque, vigilando los juegos de los niños. Me dijo: «Estás muy pálida». Y yo le dije: «¿Y qué color quieres que tenga?, me levanto muy temprano». Miré al frente, a Gabi, que, como siempre que yo le dejaba a dormir en casa de alguien, hacía como que no advertía mi presencia. Su pequeña venganza.

Años más tarde dejé de interpretar cualquier pregunta personal de mi familia como una censura sobre mi vida, pero en aquella época aún entendía cualquier comentario como una agresión, a la manera en la que reaccionan los adolescentes. Mi hermana me confesó que por aquel entonces soñaba con frecuencia conmigo o, para ser más exactos, que yo solía protagonizar sus pesadillas. Mi delgadez extrema y los peligros de la época la llevaron a pensar que era drogadicta. Cuando me lo dijo, me sentí avergonzada retrospectivamente. Ella, entregada a su marido y a sus hijos, era tan ajena al mundo con el que yo me enfrentaba a diario, el de la precariedad emocional y la maternidad atribulada, que sólo podía imaginar lo peor. Siempre hubo dos mundos, el de los que se acuestan temprano y el de los que se acuestan tarde. Yo vivía, exhausta, en mi condición de madre joven, manteniendo un imposible equilibrio entre los dos.

Pero podía haberlo sido, drogadicta, sí, y ella estar en lo cierto. Si indago en mi pasado, si trato de hallar las razones por las que las cosas fueron así y no acabaron fatal, tal vez encuentre que, a pesar de haber padecido la sensación de que el suelo se movía bajo mis pies y sólo podía tratar de hacer equilibrios para no caerme, había en mí una cepa de autoprotección muy resistente que me salvó de mí misma.

Unos meses antes de reencontrarme con Jabato había salido durante un mes con otro amigo del barrio, Jorge. Jorge era cinco años mayor que yo y había abandonado la militancia política en el Partido (Comunista) por la heroína. Era un heroinómano distinguido. No se pinchó jamás, esnifaba y tenía como camello a un antiguo compañero de colegio, también otro querido amigo nuestro, que moriría poco tiempo más tarde. Jorge vivía con su novia, una profesional que se ganaba la vida como correctora de estilo en una editorial. Ella era quien, fundamentalmente, llevaba el dinero a casa. Se pulían el sueldo por las noches. El amigo llamaba al telefonillo, Jorge bajaba y allí mismo en el portal hacían el intercambio. Se jactaba de no dejarlo subir a casa en los últimos tiempos por estar el amigo sucio, deteriorado, por venir del infierno. Yo apreciaba en su comentario un indisimulado desprecio de clase: el del que recibía la heroína en casa hacia el que la buscaba en los poblados. Los dos habían partido de la misma clase media acomodada, pero la droga les había separado en su particular escala social: a uno le llegaba la heroína hasta la puerta; el otro se manchaba de barro, ponía su vida en peligro y se la pinchaba en vena y a la intemperie. Uno, Jorge, se recuperó; el otro murió, para alivio de sus desesperados padres y, por una bendita casualidad, en su propia cama.

Cuando yo anduve con él estaba aún en uno de sus intentos infructuosos de desenganche. Como casi cualquier yonqui que está en proceso de desintoxicación, no hablaba más que de la droga que estaba intentando abandonar. Se diría que tuviera que rendirle un homenaje constante. Evocaba a su novia, que ahora estaba en una granja, idealizaba los atardeceres que pasaban en la cama, adormecidos pero con un espejismo permanente de lucidez. Creo que él me veía vulgar. No era nada personal, sino la tendencia natural del adicto a despreciar las emociones de una vida corriente como era para él la mía. Pero no fue esa arrogancia, difícilmente disimulada por su continuo sarcasmo, lo que me echó para atrás en nuestra relación; porque yo, aun aburriéndome, conservaba la inercia juvenil a admirar aquello que sabía que no estaba a mi alcance: la fe en una ideología, la fe, cualquier fe absoluta, aunque estuviera absurdamente puesta en una diosa como la heroína.

No fue el desprecio, el habitual desprecio de los adictos hacia los que no lo son, ni el sarcasmo que desplegaba hacia mis cosas, hacia mis libros, lo que me llevó a reaccionar y alejarme de él. «¡Ja, la literatura! La literatura es un engaño, nada puede penetrar en el corazón de la manera en que lo hace la música», decía, y yo lo sentía como la impostura de alguien que quiere olvidar que fue brillante en los estudios, que tal vez lo seguía siendo y seguramente habría leído ya el libro que yo tenía sobre la mesa; tampoco me apartó de él ese empeño suyo en demostrarme que su desintoxicación sólo le conduciría a la vulgaridad en la que los demás nos consumíamos. No fue la incomodidad que me produjo el que una noche desplegara el polvo blanco sobre la mesa de la cocina y comenzara a golpearlo con una tarjeta. «Aquí no, preferiría que aquí no sacaras eso», le dije. «No es heroína, es coca». Aquella excusa estúpida me dejó sin palabras.

Siendo, digo, cada una de esas razones más que suficiente para considerar un disparate nuestra relación, lo que me llevó a dejar de frecuentarle fue algo más simple: una tarde, yendo yo camino de la guardería, lo encontré sentado en una terraza. Me dijo, «Quédate». Le dije, «No, que llego tarde». Sin entender muy bien por qué, me siguió. Me siguió y esperó tras la verja, mirando la salida de los niños torvamente, como uno de esos novios sombríos que no quieren mostrar interés alguno por un hijo que no es suyo. Gabi salió de la mano de su maestra. Apreté su cara fresca y húmeda contra la mía. Sus manos me agarraron la cara para darme un beso en los labios, haciéndome aspirar de pronto la intensa riqueza del olor preescolar.

Le tomé de la mano y echamos a andar por el parque hacia casa. Jorge nos seguía a un metro de distancia. Yo trataba de que algún tipo de comunicación surgiera entre ellos. Le hablaba a Gabi de aquel tiempo en que ese amigo iba con los tíos y conmigo a la escuela. El niño se detuvo y, como si quisiera reconocerle la familiaridad que yo le otorgaba, le tendió la mano. Se volvió y le tendió la mano. El tipo la miró un momento, me miró luego a mí y soltó una risa estúpida que contenía su total desprecio por el mundo. Se metió las manos en los bolsillos y emprendió de nuevo el paso. El niño se quedó desconcertado. Probablemente era la primera vez que un adulto le negaba la mano.

Nos despedimos a los pocos minutos. No volví a contestar a sus llamadas ni le vi de nuevo hasta algunos años más tarde, en la sección infantil de unos grandes almacenes. Él llevaba entonces un crío pequeño de la mano. Estaba mucho más gordo, casi calvo, tenía buen color y parecía un padre corriente, sin signos de haber vivido un pasado turbio. Ante mi presencia debió de sentir una antigua vergüenza y su despreciable desprecio volvió a enfriarle el corazón por un momento porque apartó a su hijo ligeramente. El niño se resistió y le abrazó las piernas, acostumbrado sin duda como estaba a no ser rechazado.

Cuánto nos ampara de la mediocridad sentimental tener la obligación de proteger a un ser más vulnerable, a un hijo.

Gabi se me quedó dormido en el sofá, con mis muslos como almohada. Yo le acariciaba el pelo, sentía el peso de su cuerpo abandonado por completo al sueño tranquilo velado por la madre. Sonó el teléfono y me lancé a responder para que no se despertara. Era mi hermana.

—No busques más, anda —me dijo—, que lo tengo yo.

—¿El qué?

—El bolso, lo tengo yo.

—El bolso… —miré a un lado y a otro del salón.

—Ni sabías que lo habías perdido.

—No, no me había dado cuenta.

—¿Y cómo entras a tu casa?

—Las llaves las llevo en el bolsillo.

—No sabes la suerte que tienes. Te lo dejaste en la acera, en el suelo. Lo vigilaron durante un rato los comerciantes de la avenida, por si volvía la dueña, pero como nadie daba señales de vida, lo recogieron, buscaron en la agenda y dieron conmigo.

—Vaya…

—¿Cómo puedes volver a casa sin darte cuenta de que no llevas el bolso?

—Yo qué sé… —De pronto, volvió el momento concreto: el lento ascenso por la avenida. Gabi despistado, cansado, irritante. Sus cordones desatados y yo agachándome, y dejando, imagino, el bolso en el suelo.

—Tienes una bolsa de la farmacia.

—Ya, ya lo sé —dije secamente.

—¿Te pasa algo?

—No, no, son antibióticos. Tengo una pequeña infección.

—¿Una infección?

—Sí, vaginal… —le dije por si leía el prospecto—, pero nada importante.

—¿Seguro?

—Sí, claro, seguro.

—¿No te harán falta esta noche?

—No, no, ya me paso mañana a recogerlos.

Cargué con Gabi hasta mi cama. Cinco años ya, unos veinte kilos. Aunque a mitad de la noche siempre se colaba en mi habitación, hoy era yo quien no quería dormir sola. Supe que era consciente de dónde le tumbaba porque se le dibujó una sonrisa de entrega, de felicidad. No estaba del todo dormido. Me acosté con él. La persiana dibujaba rayas en las paredes de la habitación. Aquel dibujo de luces y sombras siempre me calmaba el ánimo, me ayudaba a hacer el amor, se prestaba a las confidencias o me consolaba el sentimiento de soledad. Esa noche, la dulzura de los grises y los ocres despertó en mí la conciencia del tremendo cansancio acumulado durante el día. Comencé a sentir dolor en las piernas. La consecuencia de haber tenido los músculos en tensión en aquella postura innoble en la que se tienen hijos y en la que se pierden. Una quemazón me invadió el bajo vientre con la misma intensidad con que duelen las menstruaciones a los quince años. Parecía que todo en mí hubiera empezado a despertar, incluso el recuerdo de aquel aparato que entró en mi cuerpo y aspiró violentamente lo que allí se gestaba desde hacía dos meses. No había optado por la anestesia general y no fue por una cuestión económica. Siendo yo tan temerosa del dolor físico no encuentro la razón por la que preferí someterme a la intervención con plena lucidez. Tal vez fuera una manera de infligirme un castigo. Hay razones que la memoria pierde.

Mientras dejaba que el cuerpo hablara por sí mismo, me fui quedando dormida. El cansancio venció finalmente al creciente dolor.

Una llamada al telefonillo me sacó del primer sueño, el más profundo. Aturdida, asustada también, fui hasta la puerta y me quedé de pie, apoyada en la pared, sin hacer nada. Me temblaban las piernas de inquietud y debilidad. Sonó otra vez.

—Soy yo… —dijo.

—Ya sé que eres tú. ¿Qué quieres?

—Ábreme.

Su voz sonaba pastosa. A bares, a muchas copas, a lengua gruesa, a la mezcla del trastorno etílico y sentimental.

No dije nada, me llevé la mano al corazón para desacelerarlo. El timbre volvió a sonar, una, dos veces, con ese ruido agudo y vibrante que de noche parecía estar plagado de no se sabe qué malos presagios. Puse mi oído en el auricular y lo escuché, lo escuché respirar o casi sollozar.

—Ábreme o despertaré a todo el mundo.

Le abrí. Apareció en el descansillo tratando de alisarse el pelo revuelto. Llevaba abierta y sudada la camisa que se había puesto aquella mañana para acompañarme al que podía haber sido nuestro extraño primer paso hacia un compromiso formal.

—Déjame cuidarte.

—Baja la voz y quédate ahí, si quieres —le señalé el sofá.

Yendo por el pasillo hacia el cuarto sentí que me seguía. Me volví.

—He dicho que te quedes en el sofá. El niño está en mi cama.

—He venido a dormir contigo.

Le empujé con un golpe seco en el pecho que le hizo perder el equilibrio y vencerse contra la puerta. Le sentí caer al suelo, quejarse. No me volví. Fui corriendo a la cama, me tendí y me recosté en la misma posición fetal del niño, apretándolo contra mi vientre. Cerré los ojos. Un coágulo de sangre se abrió paso en mi vagina hasta provocarme una desagradable sensación de humedad pero también de claudicación, de abandono.

Le oí entrar, respirar con la intensidad propia de los borrachos. Se sentó en el borde de la cama y empezó a acariciarme suavemente la cara, «Chico, Chico». Me volví, le miré. Su rostro estaba iluminado por la luz que entraba entre las lamas de la persiana. Parecía sereno al fin, sacado abruptamente de la confusión del alcohol. Se le había empezado a inflamar un párpado. Por la mañana el ojo estaría amoratado.

Así nos quedaríamos mucho rato, despiertos y derrotados. Él sentado a nuestro lado, murmurando, «Chico, Chico»; yo abrazada a lo único que tenía y dolorida por lo que había perdido.