Capítulo 13

Nancy, de junio a octubre de 1699

Las estaciones desplegaron su cortejo de oropeles hasta la aparición de un sol benevolente y fiel. El hospital Saint-Charles vio cómo aumentaba constantemente el número de pacientes atendidos y el duque concedió a las monjas las rentas de uno de los molinos de la ciudad para proceder a una ampliación. Estas habían adquirido un terreno contiguo para construir un nuevo edificio. Las obras, sin embargo, se vieron interrumpidas en cuanto se iniciaron debido a una denuncia presentada por los herederos del propietario del huerto acerca del acto de compraventa. Pudieron proseguir tras una nueva intervención de Leopoldo y, el 12 de junio de 1699, los carpinteros acababan los trabajos del armazón del tejado antes de dar paso a los que se ocuparían de tejar, bajo la mirada de Nicolas, que escrutaba el cielo, inquieto ante la presencia de algunas nubes.

En el palacio ducal, la duquesa había acelerado las obras. Los apartamentos principescos habían sido renovados y la sala nueva se había convertido en un teatro donde ya se hacían representaciones: además de un grupo de actores sufragado por el soberano, los alumnos de las escuelas y la joven burguesía descubrían el mundo del espectáculo. Tras el retorno de la casa de Lorena a su ducado, una fiesta sucedía a otra.

Isabel Carlota dio instrucciones para que se limpiara la sala nueva y felicitó a los niños que el día anterior participaron en la representación de la obra Celso y Martesia. Habían acudido acompañados por su profesor jesuita para desmontar el decorado que ellos mismos habían confeccionado en honor del duque. La tragedia, en tres actos, era una oda a su grandeza.

Al descender la escalera de la Espiral, se cruzó con los actores que subían a ensayar Psiqué, escrita por los señores Molière y Corneille, y que ella deseaba ver representar en Nancy tras las funciones ofrecidas al rey de Francia. Los oyó lamentarse de la falta de luz en el escenario, de la pobreza de los decorados y de la mejor consideración que recibían los bailarines del ballet de la obra. Isabel Carlota se dijo para sí que debía ser parte del carácter natural de los artistas no disfrutar nunca del ejercicio de su arte.

En los jardines, los horticultores se afanaban en acabar los parterres. Un hombre podaba las ramas de los naranjos que habían sacado del invernadero y estaban alineados, cual soldados en un desfile, cara al sol. Se inclinó a su paso. La duquesa se detuvo para preguntarle acerca de la producción del año prevista. El año anterior se quedó frustrada al no poder ofrecérselas a sus invitados, pues ninguno de los cítricos había madurado. El hombre la tranquilizó acerca de la siguiente cosecha. El sonido de un clavecín llegó hasta ellos a través de la ventana abierta de uno de los apartamentos de la corte, seguido de la voz de un cantante tenor. Sonrió antes de entrar en el taller del escultor situado en la Orangerie. Se habían encargado unas figuras para reemplazar obras antiguas, divinidades mitológicas que el tiempo y las sucesivas olas de soldados habían destruido, y la duquesa supervisaba la realización de las mismas. El hombre interrumpió su trabajo y se presentó a ella cubierto del polvo de la piedra, adherido a su cuerpo por el sudor. Le aseguró que la entrega se llevaría a cabo antes de su marcha a Versalles, a primeros de otoño. El calor asfixiante del invernadero la hizo salir de inmediato. La música había cesado. Alzó la vista hacia la fachada y vio que su maestro de música la observaba. La saludó con la cabeza, cerró la ventana y desapareció. Amadori Guarducci era un personaje imprevisible, bromista y perfeccionista, cosa que la divertía mucho pero irritaba al duque. Ambos se evitaban tanto como era posible.

Guarducci se volvió hacia Rosa y la pequeña Marie, sentadas frente a frente en el centro de la habitación. Con la espalda erguida y las piernas separadas, tenían instrucciones de respirar sin hinchar los pulmones.

—¿Estáis listas? —preguntó con su marcado acento italiano—. Mantened la mandíbula abierta… No, tanto no, querida marquesa, dejadla descansar con naturalidad —añadió, y a continuación le mostró cómo hacerlo.

Marie se echó a reír ante la ridícula expresión adoptada por el maestro de música y Rosa la siguió, aunque tratara de contenerse.

Maria, Maria, no desaprovecháis la ocasión de distraeros —dijo mientras corregía su posición—. ¡Debéis alinear la nariz con el ombligo!

Se sentó al clavecín. La chiquilla volvió a reírse una vez más y se puso seria.

—Ahora, debéis espirare

Miró a Rosa y resopló con fuerza.

—Espirar —tradujo ella.

—¡Eso es, espirar! Espiráis lentamente y decís: «Chhh». ¡Vamos!

Las dos mujeres obedecieron, muy aplicadas. Guarducci lo hizo también y las animó.

Va bene! Cuando hacéis ese sonido, no utilizáis vuestras corde vocali. Es el sonido del aliento.

Repitió el movimiento para apoyar su explicación.

—Ahora, queridas alumnas, os pediré espirare diciendo «yo». Yooo… —repitió a la vez que se situaba alternativamente frente a una y otra para mostrarles la posición correcta—. En este caso, las cuerdas vocales trabajan. Las sentís vibrare.

Puso su mano sobre la garganta de Rosa. Ella retrocedió con brusquedad antes de disculparse.

—Aún me duele la cicatriz —explicó—, prefiero que no la toquéis.

—¿Ah? Bene. Scusi! —respondió sin comprender la reacción de la marquesa.

El bulto carnoso ya no le dolía, pero no dejaba que nadie lo viera y menos aún lo tocara, excepto Nicolas.

—Poneos la mano sobre la garganta —dijo mientras ejemplificaba el gesto—, y sopláis, una vez pronunciando «chhh» y otra vez «yooo». Capito, piccola Maria?

Trabajaban con el maestro de música desde hacía cuatro meses y ya se habían acostumbrado a su batiburrillo de lenguas. A la niña le gustaban aquellas sesiones que la apartaban de su modesta vida cotidiana. Rosa había progresado y aprendido a utilizar el aliento para dominar su voz, que había perdido parte de su ronquera, pero la chiquilla seguía emitiendo sonidos próximos a gruñidos. Nada audible salía de su boca y nadie comprendía el porqué. El maestro italiano había decidido que bajo su batuta Marie acabaría por hablar. Para él era una cuestión de honor y prestigio, pues ninguno de sus alumnos había fracasado jamás en sus clases, aunque tampoco ninguno tenía la discapacidad de aquella niña. La mayoría se dedicaba al bel canto y algunos incluso habían hecho carrera en Europa. Guarducci era una figura de renombre y para él Marie se había convertido en el último reto: lograr devolver la voz a alguien que la había perdido.

—Muy bien —declaró tras varios minutos de «chhh» y de «yooo».

Se sentó al clavecín.

—Ahora repetiremos el mismo ejercicio, pero siguiendo las notas. Un do, un re y un sol.

Amadori tocó espirando unos «yooo» al diapasón de las tres notas.

Rosa, aunque no daba con la altura apropiada, consiguió modular el aliento para obtener el efecto deseado. Marie hizo una tentativa que se saldó con un fracaso y solo hizo unos «chhh».

—Otra vez —dijo cuando se detuvieron tras una larga serie.

Las dos alumnas repitieron el ejercicio, pero la chiquilla se detuvo muy pronto.

—¡Vamos, otra vez! —animó el maestro de canto.

La niña dijo que no moviendo la cabeza y se cruzó de brazos.

—No he pedido tu opinión. ¡Otra vez! —gritó.

La chiquilla miró a Rosa.

—Dejaremos aquí la sesión, señor Guarducci —dijo mientras se ponía en pie.

—Señora, con todo mi respeto, no es la bambina quien debe decidir cuándo acaban nuestras clases. Una serie más —dijo dirigiéndose a Marie.

La niña corrió junto a Rosa y lo miró desafiante.

—Nos veremos la semana próxima, gracias, maestro.

Él también se puso en pie.

—Sabed que he enseñado en las mejores academias de música, en Roma y Firenze con los Fedi y en Milano con Brivio. Todo el mundo alaba mi método y mis alumnos siempre se han felicitado por mis enseñanzas. Pero con ella no conseguiremos nada sin disciplina y sin esfuerzo. No hay que ceder, señora.

—Reconozco vuestras habilidades y os agradezco mis progresos, sin duda —respondió ella—. Pero el caso de Marie es especial —añadió.

Alzó la vista al cielo, se acercó a ellas y se agachó frente a la niñita, que se agarró de la falda de Rosa.

—Todo te funciona bien, piccola Maria. Tus corde vocali están como un arpa que solo aguarda a ser tocada. Tu problema está ahí —añadió apoyando el índice sobre la frente de la niña—. Ahí —insistió—. Y lo sabes tan bien como yo, bambina.

***

El fuerte olor de la cera invadió la estancia. El líquido rojo cayó sobre el papel en grandes gotas que se reunieron y formaron una mancha oscura. Azlan aplicó el sello del hospital y quitó los trozos de cera fría que se habían roto. Acababa de cerrar el informe de su paciente cultrívoro. El farandulero estaba definitivamente curado, tras una convalecencia de más de un mes en el hospital, y dio las gracias calurosamente a todo el personal antes de dejarlos unos días antes y prometerles que jamás volvería a probar ningún truco con cubiertos. Quiso guardar el cuchillo como recuerdo. Este no había sufrido daños durante su estancia intragástrica y parecía nuevo.

Azlan buscó la llave del local de los archivos, pero no la halló. En ese lugar, situado en la primera planta, se guardaban también todos los remedios para los enfermos. Imaginó que Nicolas estaría aún allí preparando ungüentos, bálsamos o infusiones. Cuando vio la puerta entreabierta, la empujó suavemente.

—¡Soy el representante del gremio de boticarios! ¡Vengo a controlar la calidad de vuestras fórmulas! —gritó.

La estancia se hallaba vacía. Vio el baúl destinado a los informes de los cirujanos y suspiró. Se sentía ansioso por poder practicar su primera operación y se refrenaba cuando asistía a sus dos amigos o se ocupaba de las curas y baños. Sin embargo, consideraba que ya estaba listo.

El lugar olía a una mezcla de aromas entre los que dominaban el alcanfor, la canela y el eucalipto, pero, al aproximarse a cada uno de los botes de porcelana que los contenían, podía identificar los aceites esenciales extraídos de las flores y de las plantas que Nicolas cuidaba con celo. A Azlan le gustaba estar allí rodeado por aquel Maelstrom de perfumes. De fuera le llegó una conversación. La ventana daba al jardín, donde se había acomodado Nicolas a la sombra de una pérgola recubierta de glicinia, en compañía de Rosa y de un hombre al que reconoció. Sébastien Maroiscy había ido varias veces a Saint-Charles aquellas últimas semanas. Había obtenido todas las autorizaciones necesarias para el establecimiento de su librería y la había instalado al pie de la torre Guéraudel, en Pont-à-Mousson. Su tenacidad con Nicolas había acabado por dar frutos. El cirujano se negaba aún a publicar sus memorias de guerra, pero le había ofrecido su manuscrito sobre los remedios a base de plantas que ya había escrito en parte. «Ha debido de enseñarle su antro», pensó Azlan deambulando ante los armarios que contenían los remedios. Había pasado horas ordenándolos de manera que conviniera a todo el mundo, con una clasificación alfabética y terapéutica. Todos, Nicolas, François y las monjas que tenían acceso a los medicamentos, acabaron por encontrar su organización ideal. Le atrajo la atención un hueco en mitad de una hilera: faltaba un bote, y estaba seguro de que cuando hizo inventario la semana anterior aún estaba lleno. Guardaba un elixir compuesto de una mezcla de plantas y minerales. «Ningún paciente ha requerido un producto para la sangre espesa», dijo para sí, perplejo.

La campanilla de la cocina lo sacó de sus elucubraciones. Descendió la escalinata saltando los peldaños de dos en dos y corrió hasta la sala de curas, donde lo esperaba el Erizo Blanco.

—¡Muchacho, si sigues saltando de esa manera, el próximo campanilleo sonará por ti! —dijo François, y le lanzó su chaqueta de damasco blanco—. ¿Crees que la barandilla es puramente decorativa?

—¿Adónde vamos? —preguntó Azlan, que deseaba ahorrarse la discusión.

—¡A la calle, hay una urgencia en la ciudad!

El hospital había adquirido una carreta cubierta cuya parte posterior habían dispuesto de manera que pudiera acomodarse a una persona estirada y quedara espacio junto a ella. Azlan había fijado con unas cinchas de cuero un baúl que contenía vendas, instrumental, vino y ungüentos. Para ese vehículo se habían inspirado en la ambulancia volante que utilizaron durante la campaña de Hungría, con la única diferencia de que en este caso el tiro se componía únicamente de una mula de edad provecta y con un carácter forjado por las contrariedades. El animal solo aceptaba ir al paso, no se aventuraba jamás por callejuelas estrechas tanto de día como de noche si no estaban suficientemente iluminadas y emitía unos extraños sonidos agudos si le llegaba el olor a sangre. Su antiguo propietario le había partido los ollares porque no soportaba sus bramidos y había querido reducir al animal al silencio, sin embargo la operación concluyó con un resultado inesperado y el grito equino se transformó en una suerte de silbido. El hombre se deshizo de la bestia donándola al hospital. Aparte de esas limitaciones, el animal, de unos treinta años, parecía robusto.

—¿Qué dirección? —preguntó Azlan, a quien le gustaba llevar las riendas y con quien el animal se mostraba menos caprichoso.

—¡A la rue Saint-Nicolas, al patio del Infierno!

—¿El patio del Infierno?

—Cerca de la posada de los Trois Maures. ¿No sabes dónde está?

Era uno de los lugares de peor reputación de la ciudad. Había allí unos establos que los franceses habían utilizado para sus monturas durante la ocupación. Hubo numerosos altercados entre ellos y los inquilinos vecinos, fieles al duque exiliado, que se saldaron con varios muertos.

—Los franceses ya no están ahí, pero parece que el patio desea conservar su reputación —concluyó François.

Al llegar al lugar, varios guardias a pie de una compañía de la policía que se alojaban cerca de allí habían alejado a los curiosos y cerrado el patio. Un hombre, tendido boca abajo, flotaba sobre un charco de sangre.

—Curiosa manera de aprender a nadar —dijo François al tiempo que se arremangaba la camisa.

Un testigo presencial explicó que lo habían hallado así hacía una hora y que nadie se había atrevido a tocarlo. François le dio la vuelta con la ayuda de Azlan y constató que estaba muerto. El hombre tenía una contusión en la frente y otra en el tórax, que le había provocado el hundimiento de la caja torácica. De la nariz y la boca manaba sangre seca.

—¿No te parece anormal? —preguntó Azlan sin que nadie lo oyera.

—¿Un muerto aquí? No, diría incluso que hay que tener poca imaginación para venir a matarse en este cuchitril.

—Tanta sangre… ¡Mira! ¿Cómo lo explicas? ¡No hay ni una sola herida!

—Ayúdame a llevarlo a la carreta. Y tú no deberías venir a trabajar hecho un pincel: ¡te vas a manchar tu bonito traje blanco!

Azlan dejó la chaqueta en la carreta y se arremangó a su vez. Transportaron el cuerpo sobre una plancha que les servía de camilla y lo depositaron con dificultad en la parte posterior del vehículo mientras la mula daba muestras de nerviosismo y chillaba sin cesar. Azlan calmó al animal y volvió al patio en busca de alguna pista.

—¿Una pista? —se sorprendió François—. Pero si no hay nada que comprender. El guardia me ha dicho que era uno de los guarnicioneros de los establos. Se ha acercado a un caballo que le ha soltado un par de coces. Ha conseguido salir del establo y ha caído ahí, a nuestros pies. Me apuesto a que tiene los órganos hechos trizas. Ha meado sangre por todos sus orificios. Bastará que le hagas la autopsia, ¡será un buen ejercicio para ti!

—Acepto la apuesta: si te has equivocado, me deberás una caja de tu vino.

—Eh, no corras tanto, que no tengo…

Los interrumpió el ruido de una caída procedente de la calle. Los mirones aún presentes gritaron.

La mula se había desplomado, víctima de un paro cardíaco. Su lengua azulada le colgaba de la boca. El animal, que padecía un soplo del corazón, no había soportado la tensión y el calor reinantes. El espectáculo del animal muerto causó un pésimo efecto entre los congregados, que vieron en ello un signo del Maligno. La mayoría se fue a toda prisa. Los más valientes se aproximaron con prudencia a la carreta, que se había inclinado hacia delante y cuyas ruedas traseras ya no tocaban el suelo.

Azlan se había arrodillado junto al animal y trataba de reanimarlo palmeándole el cuello.

—Es inútil —dijo François—, todo acabó para esta bestia. Avisaré a un carnicero del matadero para que venga a por ella.

—Crees que… —comenzó Azlan al ver las expresiones de incredulidad y la gente que se santiguaba a su alrededor.

—Lo único que creo, muchacho, es que tenemos un cadáver entre las manos y no disponemos de medio alguno para llevarlo a Saint-Charles, aparte de la tabla.

—Podríamos pedir…

—Nadie nos prestará ningún vehículo para ese desgraciado, pues todos piensan que hay algo diabólico.

—Quisiera…

—No le des más vueltas. Vamos a sacarlo de ahí antes de que se nos presente el clero.

El Erizo Blanco apartó la lona del toldo de la parte posterior de la carreta.

—¿Qué haces? —le preguntó cuando vio que el joven se disponía a subirse a la carreta.

—Tengo una idea para la carreta. Si consientes dejarme hablar a mí y me das tu caja de vino, no nos iremos a pie.

***

El haiduque bostezó sin comedimiento. Desde hacía tres horas vigilaba los camellos y las mulas en una de las dependencias del bastión de Haussonville y no había visto a nadie. Su uniforme de gala, coronado con un sombrero de terciopelo verde y una pluma de faisán, lo mantenía caliente. Los animales, que habían despertado la admiración general durante el desfile del duque, estaban encerrados desde entonces en un improvisado vallado, bajo una inmensa bóveda abierta debajo de la fortificación, a la espera de próximas celebraciones en la ciudad. El lugar, aunque se hallaba abierto a los cuatro vientos, apestaba debido a los excrementos de los animales, y día y noche resonaban bramidos y gritos de los camellos allí alojados, cosa de la que no cesaban de quejarse los vecinos sin resultado: lo provisional adquiría un aire definitivo y para todos el lugar era ya la Bóveda de los Camellos. Los habitantes habían tomado por costumbre ir a admirar a los nueve representantes de la familia de los camélidos, anunciados como botín de guerra de los otomanos, y cuyo exótico aspecto no cesaba de despertarles la curiosidad y de animar sus conversaciones. Las mulas, más numerosas, sufrían la comparación y despertaban nulo interés en los visitantes. Azlan le había propuesto a François tomar prestada una para regresar al hospital, convencido de que nadie se daría cuenta antes de devolver el animal.

El soldado vio acercarse a Azlan, mirando a los animales y hablándoles en húngaro. Reconoció a uno de los miembros del equipo de los cirujanos que habían pertenecido a las tropas lorenesas del duque Leopoldo. Había olvidado su nombre, pero recordaba un episodio de la batalla de Timisoara durante el cual él mismo fue atendido en el hospital de campaña. Desde su llegada a Nancy, los ocho haiduques, que en su mayoría no hablaban francés, vivían al margen y se habían visto relegados a tareas subalternas. A veces los llamaban a la corte para que ejecutaran unas danzas húngaras en alguna fiesta, actividad a la que había quedado reducido el terror de los bravos guerreros que habían sido. Su soldada, veinte soles diarios, les permitía pocas fantasías y casi todos habían encontrado esposa entre el pueblo ducal. La falta de actividad y la añoranza de su tierra se habían apoderado de ellos y algunos pensaban ya en volver a su puszta[18] natal. El hombre, de bigote ancho y poblado, era de la región de Buda y Azlan, aunque jamás hubiera estado allí, se inventó una infancia en los barrios lujosos de la ciudad, de los que había oído hablar a Babik. El soldado, impresionado al hallar en Nancy a un compatriota cuyo aspecto y modales parecían indicar que era de la burguesía o de la nobleza húngara, olvidó toda prudencia y aceptó la invitación de compartir un vaso de vino en la taberna más cercana. Los animales estaban todos atados a unas anillas fijadas al muro y el relevo de la guardia no tendría lugar hasta la noche, así que podía concederse una pausa en una actividad que consideraba indigna de su estatuto de guerrero vencedor de los turcos. Cogió su maza, apoyada contra una de las columnas, y lo siguió.

François, oculto en un rincón del bastión, vio cómo Azlan abandonaba el lugar en compañía del haiduque y se dirigió despreocupadamente hacia la manada. No pudo evitar soltar una maldición cuando el olor acre de las boñigas y cagarrutas saturó su olfato. Nadie había limpiado aquel sitio y la paja, ya vieja, estaba sembrada de excrementos de pequeño tamaño que le era imposible evitar.

—¡Malditos animales! —exclamó cuando estuvo a punto de rodar por los suelos tras resbalar sobre uno de ellos.

Dos chiquillos, sentados en un rincón cerca de una de las columnas de base cuadrada, se echaron a reír. El Erizo Blanco se acercó a ellos con aspecto amenazador para hacerlos huir, cosa que hicieron entre gritos. Sus chillidos resonaron en eco entre los arcos de las bóvedas.

«Empezamos bien», se dijo maldiciendo para sus adentros.

François se concentró en elegir una mula que fuera vigorosa pero lo bastante dócil como para seguirlo sin refunfuñar. La idea de Azlan le había parecido ingeniosa, pero no le bastaba tomarla prestada. La necesidad de un tiro para la carreta del hospital era crucial y estaba decidido a utilizar las relaciones de Nicolas con el duque y el conde de Carlingford para que validaran un hecho consumado. Pasó revista a los animales una primera vez y luego otra, sin acabar de decidirse. Uno de los camellos se volvió a su paso y emitió un borborigmo potente que lo roció de gotas de saliva. Abrió la boca, mostrando unos dientes gastados y una lengua inmensa que dejó colgar mientras masticaba perezosamente una bola de paja.

François se encogió de hombros y retomó su búsqueda, convencido de que Dios había creado a esas criaturas con la única intención de conformar al hombre ante un destino que hubiera podido ser peor. Le echó el ojo a una de las mulas más grandes y desanudó la brida que la ataba a la anilla. El animal lo siguió dócilmente unos veinte metros y luego se detuvo en medio del camino, plantado sobre sus cascos, negándose a avanzar o retroceder. François trató de convencerla suavemente y luego con dureza, pero no hubo manera. Se subió a su lomo, se agarró a las crines y la espoleó con los talones sin que con ello lograra nada.

A la entrada del bastión resonaron unos pasos. François murmuró una sarta de insultos al oído de la mula y eso lo alivió en cierta medida, pero no causó reacción alguna en el animal, y luego se escondió entre los camellos. Los dos chiquillos regresaban acompañados por varios adultos en busca del vagabundo que los había agredido.

«¿Un vagabundo? ¿Agredidos? —murmuró para sí—. ¡Menudos zarrapastrosos, esos chiquillos!».

Se pegó contra el cuello de uno de los camélidos, que tuvo la ocurrencia de robarle su gorro. François no se atrevió a moverse, pero no fue ese el caso de la mula. Los chiquillos avisaron a gritos a los adultos cuando el animal se dirigió al trote hacia la salida. Todos corrieron tras ella y se dirigieron hacia la explanada a la que había huido, y eso permitió al cirujano recuperar su gorro, babeado y arrugado, y llevar a cabo la decisión que acababa de tomar. No tenía intención de rendirse ni de volver andando.

La carreta del hospital remontaba lentamente la rue du Moulin bajo las miradas de asombro de los habitantes. A su paso cesaba toda actividad, los curiosos salían de sus casas y los niños que acompañaban al vehículo eran cada vez más numerosos.

Azlan sentía una tremenda sensación de ridículo. Había uncido al animal sin decir palabra, empuñó las riendas y conservó el mutismo a lo largo de todo el trayecto.

—Sé que no me lo perdonas —repitió François, que trataba de nuevo de calmar la ira de su amigo—, pero no he encontrado otra solución.

—Mi idea era que nadie sospechara nada, y no ofrecer un espectáculo de saltimbanquis por las calles de la ciudad —dijo el chico interrumpiendo su silencio.

Miró la cabeza del camello, que oscilaba al ritmo lento de sus pasos, que desaparecía por momentos detrás de sus jorobas o volviéndose a derecha e izquierda, con la lengua colgando y emitiendo unos bramidos roncos que asustaban a los transeúntes.

—No solo el haiduque ya habrá avisado a la policía, sino que además nos cubrimos de vergüenza paseando de esta guisa ante todo el mundo. Tengo la impresión de revivir el carnaval del año pasado —añadió Azlan, que ni siquiera miraba a François—. ¡Salvo que hoy el carnaval somos tú y yo!

—Olvida eso, tenemos un tiro de lo más robusto y fiable. Estos animales, según parece, pueden atravesar el desierto sin beber, comer ni lamentarse. ¡Todo lo contrario de los asnos! Es una buena incorporación al hospital —concluyó tratando de ser convincente.

—Y nosotros somos carne de presidio: ¡la verdad es que hemos robado un trofeo del duque!

—Basta de lamentarte, hijo, no te preocupes. Nicolas y Rosa pronto resolverán el asunto. Nosotros simplemente tratamos de que sus hospitales funcionen de la mejor manera posible —añadió el Erizo Blanco.

Un grupo de chavalines que los seguía desde hacía varias calles se mofó de ellos.

—¿Has oído? —preguntó François.

—¿Qué?

—¡Esos mocosos nos han llamado ragotins!

Hizo gestos con los brazos como si quisiera espantarlos.

—¡Vamos, largaos! ¡Fuera!

Los pocos adultos presentes manifestaron su reprobación ante la reacción de François. Este se puso en pie.

—¿No tenéis nada mejor que hacer que seguirnos? ¿Jamás habéis visto una ambulancia volante? Miraos, parecéis vacas frente a un portón nuevo —les reprochó.

Azlan tiró de la camisa de François para obligarlo a sentarse de nuevo, y lo hizo, aunque siguió mirándolos enojado.

—¡Me han hecho enfadar! —dijo para justificarse.

—Ya estamos llegando —indicó Azlan, y señaló con el dedo el edificio de Saint-Charles—. ¿Qué es un ragotin?

***

Sébastien Maroiscy hizo un besamanos a Rosa y estrechó firmemente la mano de Nicolas.

—Estoy muy contento de haber llegado a un acuerdo —declaró mientras prolongaba el apretón de manos—. Vuestro tratado de remedios vulnerarios será una obra bella y útil. Volveré a Nancy dentro de seis meses. ¿Pensáis que ya habréis acabado de escribirlo?

Nicolas no prestó atención al final de la frase: la carreta acababa de detenerse frente a la puerta de entrada, a apenas unos metros de ellos.

François descendió y ahuyentó con la mano, como si se tratara de moscas, a los últimos curiosos agolpados junto al camello, sin éxito. Desistió y abrió la lona trasera, descubriendo el cadáver ensangrentado. Los curiosos se dispersaron rápidamente. El Erizo Blanco abandonó la carreta y entró saludando a Maroiscy.

—¿Qué ha sucedido…? ¿Dónde está la mula? —preguntó Nicolas, que se había percatado de su ceño fruncido.

—Pregúntale a tu asistente, él te lo contará. Yo subo a descansar. ¡Estoy rendido!

Azlan, que lo seguía de cerca, recibió una cascada de preguntas a las que respondió cabizbajo, como un adolescente al que hubieran castigado. Dio una versión completa de los acontecimientos. Nicolas decidió dirigirse sin más dilación al palacio ducal para interceder por ellos y poder conservar al animal. Maroiscy los saludó una última vez y montó en su carroza tras acariciarle el cuello al camello, que, impasible, permanecía como una esfinge. Nicolas y Azlan descargaron el cadáver de la carreta y lo transportaron hasta la mesa que utilizaban para las autopsias.

—Espero estar pronto de regreso. Mientras, puedes empezar la autopsia sin mí. Has visto suficientes para saber qué hay que hacer y en qué orden. Si tienes cualquier duda, haz que te ayude François; no dudes en despertarlo, últimamente duerme demasiado. Tengo curiosidad por saber cómo este desgraciado ha quedado en semejante estado. ¿Alguna pregunta?

—Solo una: ¿qué es un ragotin?

—Rosa te lo explicará.

Nicolas entró en el palacio por la pequeña portería y saludó al mono esculpido sin ni siquiera mirarlo. El duque se hallaba ocupado en una sesión del Consejo de Estado, pero pudo entrevistarse con el conde de Carlingford. Este aún no había sido prevenido por la policía del robo del animal y prometió a Nicolas que intercedería en su favor para pedir al soberano que el animal se entregara al hospital Saint-Charles. Ambos sabían, dado que habían visto muchos durante la campaña de Hungría, que los camellos de los otomanos eran capaces de efectuar diversas tareas con una resistencia superior a la de los caballos más robustos.

—El pobre diablo al que habéis hallado muerto en el patio del Infierno, ¿ha sido víctima de otra riña? —preguntó el conde.

—No lo creo. Según nuestras primeras constataciones, no tenía ninguna herida intencionada. Estamos realizando la autopsia, os tendré al corriente.

—Os lo agradeceré. Detesto que la gente se mate en nuestra ciudad. Acabaré por prohibir la tenencia de todo tipo de armas.

Se saludaron y, en el momento de salir, Carlingford se dirigió a él.

—Por cierto, Nicolas, tenía otra pregunta. No estáis obligado a responder, pues es personal: ¿tenéis intención de contraer matrimonio con la marquesa de Cornelli?

El cirujano no ocultó su sorpresa.

—Dios mío, os confieso que aún no he pensado en ello.

—Pensadlo, seríamos muy favorables, pero que muy favorables… —dijo Carlingford, y dejó la frase inconclusa.

—¿Mi presencia junto a la marquesa supone un problema? ¿Alguien se ha quejado?

—No, no, pero esta situación no puede prolongarse, por la honorabilidad de ambos. Y dado que parece que sentís mutuos y tiernos sentimientos, nada se opone a ello. Creo que me comprendéis.

Nicolas asintió en silencio y salió. Por supuesto, había pensado y pensaba en ello a diario. La cuestión lo atormentaba.

Al cruzar el patio interior, Leopoldo lo llamó. Salía de la galería de los Ciervos con sus consejeros y se precipitó sobre él, asiéndolo del brazo.

—Maese Déruet, querido Nicolas. ¡Hacía mucho tiempo que no os veíamos por aquí!

El cirujano le explicó el motivo de su presencia. Al duque la anécdota le pareció divertida y la idea de contar con el camello en Saint-Charles se le antojó innovadora. Recordaron la batalla de Timisoara mientras los ministros aguardaban respetuosos a unos metros de ellos a que la jornada del duque retomara su curso.

—Desearía sinceramente que reconsiderarais mi propuesta de crear una cátedra de cirugía en la facultad de Medicina de Pont-à-Mousson —dijo Leopoldo bajando la voz—. Estoy tratando de convencer al decano de que acepte vuestra candidatura.

—Os agradezco ese honor, alteza, pero tengo mucho que hacer en Saint-Charles y me siento bien allí. Hay numerosos cirujanos ilustres para ese puesto en la facultad.

—Si no os conociera tanto, querido amigo, vuestra modestia me parecería sospechosa. Tenemos buenos cirujanos en el ducado, pero necesito a alguien excepcional para hacerse cargo de la formación de los alumnos. Y para enfrentarse a los médicos que presionan para que esa cátedra no se haga realidad. Prometedme que al menos pensaréis en ello.

—Lo haré, alteza.

—Hay una última cosa que os quería decir —añadió Leopoldo, y se alejó un poco más del grupo de cortesanos—. Estoy muy contento de vuestra relación con nuestra querida marquesa de Cornelli, todos nos alegramos de ello. Pero ¿no será su presencia el motivo que os impide instalaros en Pont-à-Mousson? Sois hombre de sentimiento y pasión, pero a veces hay que saber dejar de lado el interés amoroso para privilegiar el interés colectivo. ¿Y quién sabe si allí no encontraríais a una mujer aún más notable?

—Me alegra constatar que hoy todo el mundo se preocupa por los asuntos de mi corazón. Os prometo que también pensaré en ello.

—No prestéis atención a los demás: siempre he sido buen consejero en asuntos amorosos.

Habían transcurrido dos horas cuando regresó al hospital. Azlan lo aguardaba en la cocina, con aspecto contrariado, sentado a la mesa escribiendo el informe de su autopsia. Cuando vio entrar a Nicolas, se puso en pie precipitadamente y de un salto fue a su lado, conduciéndolo hacia la sala donde estaba tendido el cadáver, con las vísceras alineadas junto al cuerpo.

—Tenemos un problema —dijo tras cerrar la puerta y dar una vuelta a la llave.

—¿De qué tipo? —preguntó el cirujano, que temía una enfermedad contagiosa.

—No murió de una coz. Creo que fue envenenado.

Azlan había observado diversos hematomas de tamaño anormal en los principales órganos.

—¿Tienes un escalpelo? —preguntó Nicolas mientras se acercaba al cuerpo.

Hizo una incisión en el hígado, del que brotó sangre líquida.

—Efectivamente, debería tener una consistencia más viscosa… Podría tratarse de una de esas enfermedades en las que los humores permanecen fluidos en caso de derrame.

—Podría ser, pero hay otro elemento —prosiguió Azlan.

Le relató la desaparición del bote que contenía el remedio anticoagulante.

—¿Supones que hay relación entre la muerte de este individuo y el hecho de que no encontremos nuestro bote? —preguntó Nicolas, y dejó el bisturí—. Tal vez alguien lo haya guardado en otro lugar sin darse cuenta. O alguien podría haberlo roto sin querer. Preguntaremos a las monjas, debe de haber alguna explicación sencilla.

—No merece la pena. Ya tengo la explicación.

Azlan cogió un trapo enrollado como una bola y lo abrió.

—Hay una última cosa que quería mostrarte.

Presentó a Nicolas un objeto en varios trozos.

—He encontrado esto en su estómago.

Azlan reconstruyó el objeto. Nicolas reconoció el cuchillo del farandulero por los dibujos grabados en la empuñadura.

—¿Y qué hacemos ahora?

***

Despertaron a François, con las dificultades inherentes al carácter del Erizo Blanco, y fueron a casa de este para aislarse y tomar una decisión. El cuchillo reconstruido presidía el centro de la mesa alrededor de la cual se hallaban sentados los tres amigos. Un largo silencio siguió a la descripción de Azlan. No había la menor duda de que el fiambre era el torturador del farandulero y que este se había vengado infligiéndole el mismo castigo.

—Con la diferencia de que no le ha dejado ninguna oportunidad al obligarlo a beber ese remedio contra la sangre espesa —dijo François mientras servía unos vasos de su vino.

De nuevo el silencio se adueñó de la pequeña estancia en la planta baja de la casa en la esquina de la rue des Maréchaux, que el Erizo Blanco alquilaba por un precio que consideraba exorbitante, más aún puesto que cada vez con más frecuencia la dejaba en provecho de su habitación en Saint-Charles. Uno de los cristales de la ventana estaba roto y ni siquiera lo había cambiado, pues tenía intención de mudarse definitivamente antes del invierno. La propia calle no tenía ningún encanto especial. Situada en el casco antiguo, no lejos de la place de la Carrière, estaba compuesta por casas modestas en la parte norte, que se hallaban frente a unas edificaciones pegadas contra el camino de ronda de las fortificaciones. Allí vivían obreros y artesanos con sus familias y los chavales lo habían convertido en su terreno de juego.

Uno de los críos fue a sentarse ante la entrada, bajo la ventana, como tenía por costumbre, y sacó unos huesecillos de carnero de su bolsillo. Oyó la animada conversación entre los tres cirujanos y los escuchó mientras lanzaba las tabas que su padre le había traído del matadero. Los tres hombres no parecían estar de acuerdo, pero el chiquillo no comprendía el motivo de su discusión. Jugó varias partidas y las ganó todas a pesar de que la dificultad iba en aumento. Logró una retournette al atrapar en el dorso de la mano cuatro de las cinco tabas lanzadas y luego suspiró. Su amigo Rémy pasó con su padre. Lo invitó a jugar con él, pero el niño iba al campo a segar la hierba. Suspiró de nuevo. A su espalda, el debate era enconado y las tres voces argumentaban sus opiniones. Intentó una omelette, variante que siempre le planteaba problemas dado el tamaño de sus manitas comparado con el de los huesos utilizados en el juego. Salió airoso de los primeros lanzamientos e inició una nueva figura que consistía en tratar de capturar las dos últimas tabas a la vez que tiraba las otras tres. En el momento en que iba a atraparlas, la puerta se abrió bruscamente. Se sobresaltó y soltó todas las tabas. El adulto que salió pisó uno de los huesos y se disculpó.

—Perdona, muchacho.

El hombre se volvió y desapareció por el bastión de Haussonville. El niño recogió su juego y se alejó de la entrada en el momento en que los otros dos también salían.

—Es un secreto entre los tres. Nadie más debe saberlo. Respetará su palabra —dijo el más joven de los dos.

El niño los vio alejarse.

La velada acabó en un ambiente de estudio, como observó Rosa. Cuando Azlan le pidió, tras la cena, que le describiera un ragotin, ella se echó a reír y le puso entre las manos un ejemplar del Roman comique de Scarron[19].

—Ahí hallarás la respuesta —dijo ella.

Se puso a leerlo mientras Nicolas trabajaba en la redacción de varias monografías para su tratado. Cada uno se hallaba en un ángulo del pequeño salón en medio del cual se sentó Rosa, frente a la ventana.

—Me siento abandonada, ¿será ya a consecuencia de la edad? —bromeó mientras abría su abanico y los miraba a uno y a otro.

Nicolas le sonrió, fue hasta ella, la besó y la abanicó.

—Yo estoy instruyéndome —respondió Azlan—. No soy el amante oficial y por ello no tengo las cargas correspondientes —añadió con malicia.

—Estamos al alba de un nuevo siglo y la juventud reniega de la generosidad gratuita —dijo ella falsamente indignada—. ¿Adónde va el mundo?

—¡La culpa es de Scarron! ¿Puedo quedarme con esta novela? Ya he hallado la respuesta, pero quisiera acabar de leerla.

—Por supuesto, Azlan —respondió Rosa al tiempo que se ponía en pie—. Todos estos libros están a tu disposición —añadió mientras señalaba los ejemplares de la biblioteca—, así como todos los de las librerías de Nancy. Emborráchate de lecturas, jamás estarás saciado ni harto.

Se sentó sobre las rodillas de Nicolas y lo abrazó.

—Me gustaría disfrutar de la felicidad de una vida larga para poder leeros las obras de los grandes autores —dijo. Después se acercó a su oído y murmuró—: No conozco acto más sensual, aparte del propio amor, que acariciaros con las palabras de otros, ángel mío.

Azlan se puso en pie.

—La juventud se retira, el tacto le recomienda cierta discreción —dijo a modo de despedida.

—Contigo, el mundo está a salvo —replicó Rosa.

Ella también se puso en pie y le besó en la frente.

En el momento de salir de la habitación, Azlan se volvió hacia ellos.

—¡La verdad es que François sí tiene algo de ragotin! —dijo.

Dos días después, el entierro del guarnicionero reunió a una decena de personas, entre las que se contaban dos primos que eran su única familia, sus vecinos y los tres cirujanos de Saint-Charles. El hombre, con fama de arrogante y pendenciero, no tenía amigos conocidos y no dejó ni descendientes ni deudas, para alivio de los primos. Nadie lloró el trágico fin de aquel tipo que siempre fue rudo con los animales, y la coz fatal fue aceptada por todo el mundo como un signo del destino. Lo enterraron a las tres de la tarde en el cementerio des Soeurs Grises, el 21 de junio, día del solsticio de verano.

***

El mes de julio trajo una placentera dosis de calor que el duque aprovechó para organizar unas cuantas batidas de caza, mientras la duquesa, embarazada de su primer hijo, iniciaba el octavo mes de gestación y se preparaba para trasladarse a Bar-le-Duc para dar a luz. A Leopoldo le costó que aceptara esa antigua costumbre familiar, pero Isabel Carlota acabó por ceder. Los baúles estaban dispuestos para partir antes incluso que la duquesa. Todas las iglesias habían programado los días y horas de plegarias para acompañar las últimas semanas antes del parto.

Entre los regalos de los súbditos, el duque había recibido de parte de los notables de los Vosgos dos perlas pescadas en el Vologne. El río, que nacía en lo alto del macizo, por encima de la ciudad de Gérardmer, tenía fama de poseer en su lecho ostras de agua dulce que contenían elevadas cantidades de perlas salvajes. A Leopoldo se le había metido en la cabeza hallar suficientes para hacer un collar y obsequiárselo a su esposa tras el nacimiento de su hijo. Pidió a Carlingford que redactara un edicto por el que la pesca de perlas en el Vologne se reservaba a su uso exclusivo y aguardó a que Isabel Carlota se marchara para llevarse a la corte en busca de las más bellas gemas.

El 26 de julio, el duque y su séquito de diez carrozas y treinta guardias dejó Nancy y llegó a Cheniménil, un pequeño pueblo junto al curso corto y sinuoso del Vologne, que contaba con una residencia señorial suficientemente grande para alojar al duque. Se había empeñado en llevarse a Nicolas en previsión de las heridas y contusiones que a buen seguro se producirían en el transcurso de la búsqueda en el río. Una gran tienda fue alzada en un lugar donde la orilla se había prolongado sobre un prado de hierba corta. Los gentilhombres del séquito ducal se habían descalzado e iban a torso desnudo, y se adentraron en el arroyo de agua límpida en busca de los moluscos que sobresalían del cieno. Las mujeres se habían sentado a la sombra y acompañaban sus comentarios acerca de la marcha de la búsqueda con risas a veces burlonas y a veces admirativas. Más alejado, el duque, rodeado de Carlingford y del padre Le Bègue, conversaba con el potentado local, que le explicaba cómo algunos campesinos habían resistido contra los franceses convirtiéndose en schenapans guarecidos en el bosque. Leopoldo aprovechó para informarse acerca de la calidad de la caza en el perímetro de Cheniménil y prometió volver para organizar una batida ese mismo año, cosa que halagó a su anfitrión. El príncipe Francisco, su hermano pequeño, que debido a su corta edad no había sido autorizado a bañarse, fue a buscarlo para regresar a Nancy: añoraba a sus gatitos.

Los pescadores aficionados demostraron ser torpes, a pesar de las recomendaciones de un campesino que el señor local había enviado para que los guiara. Todos estaban obsesionados por sacar del agua la perla más bella para ser el primero en depositarla en la cajita forrada de terciopelo que Leopoldo tenía junto a él. Sin embargo, la mayoría de las ostras no contenían nada. Desanimados por la dificultad, los buscadores ni siquiera se tomaban la molestia de verificar que las ostras tuvieran en su superficie la pequeña hinchazón característica de la presencia de una perla. Sacaban los moluscos del agua, arrancaban sus caparazones y los tiraban con desdén una vez habían comprobado su infortunio.

Algunas ostras contenían pequeñas perlas oscuras e irregulares, que no eran lo bastante bonitas para el collar de la duquesa pero tenían valor suficiente para ser revendidas.

El duque de Elbeuf, que formaba parte de la comitiva, se sumergió en un lugar donde el río formaba un codo y salió del agua exclamando:

—¡Aquí hay muchísimas, el suelo está negro! ¡Venid!

Todos corrieron y buscaron febrilmente en una zona de diez metros cuadrados. El agua pronto se enlodó debido a las pisadas de los pescadores y la superficie se cubrió de conchas vacías destripadas.

El granjero, al que ya nadie escuchaba, se reunió con Nicolas y Rosa, que se habían sentado sobre la hierba alejados de la agitación reinante.

—¡Tengo una! —gritó Elbeuf—. ¡Una blanca!

La mostró en derredor y salió para presentársela a Leopoldo, que le tendió la caja. La gema era de un color lechoso irregular y de pequeño tamaño, pero el descubrimiento, tras más de dos horas, supuso un nuevo impulso a la motivación de los pescadores y significó que las ostras que hasta entonces se habían salvado tenían las horas contadas.

El anciano meneó la cabeza disgustado.

—Ochenta años —murmuró para sus adentros. Se volvió hacia Nicolas y añadió—: Esos moluscos viven ochenta años, mucho más que cualquier rey o príncipe de este mundo. ¿Os dais cuenta del tiempo que necesitan para alcanzar la madurez? Vos y vuestra dama ya no estaréis aquí cuando esta parte del Vologne esté de nuevo repoblada de ostras. Mis nietos tendrán que esperar a alcanzar mi edad para volver a ver perlas aquí.

—Lo lamento —respondió Nicolas.

—¿Por qué hace eso el duque? ¿Por qué deja que su gente saquee nuestro río?

Los cortesanos habían acabado por abandonar el lugar y buscaban unos metros más arriba. El cieno removido y los restos de los moluscos pasaron ante ellos. El agua había perdido su apariencia cristalina.

—Creo que solo desea complacer a su esposa y no es consciente de lo que me habéis explicado —dijo Nicolas mientras observaba a Leopoldo, que daba la espalda a los pescadores y jugaba a boliche con el príncipe Francisco—. ¿Me acompañáis?

Ayudó al anciano a ponerse en pie y aguardó a que acabara la partida para presentarse al duque, que escuchó con gran interés. Leopoldo se disculpó e hizo que todos los hombres salieran del agua.

—Las cosas claras, anciano: no renuncio al collar de la duquesa. Estas tierras y este río me pertenecen y dispondré en todo momento de ellos como mejor me plazca. Sin embargo, vuestros argumentos son razonables. No quiero destruir este recurso tan frágil. Enviaremos soldados que patrullarán junto al Vologne, unos guardaperlas, para evitar la degradación y, con vuestra ayuda, aprenderán el arte de esta pesca.

—Las palabras de vuestra alteza son sabias, a pesar de vuestra juventud. Podéis estar seguro de que siempre seremos vuestros devotos súbditos, como vos mismo sois un devoto de la tierra de vuestros antepasados —dijo el viejo granjero, y se alejó respetuosamente.

Nadie prestó atención al breve cruce de miradas entre Leopoldo y Carlingford. El día era idílico, el viento hacía que las hojas interpretaran una agradable partitura, acompañadas por bandadas de gorriones y carboneros, el río cantaba en su lecho y las risas de los cortesanos habían dejado sus intenciones ocultas en el palacio ducal. Era uno de esos momentos en los que a Nicolas le hubieran podido entrar ganas de retomar el camino, de recobrar el aliento de la libertad, pero la presencia de Rosa, su perfume y su sonrisa hacían simplemente imposible esa idea. Ella se había convertido en su libertad. Se abrazó con más fuerza a ella. Rosa le devolvió el abrazo y tuvo un pensamiento para la duquesa, que, acompañada de la señora De Lillebonne, acababa de llegar a Bar y se disponía a dar a luz.