Tal y cómo me había indicado la noche
…anterior, Rubén se puso en contacto conmigo. Lo había hecho incluso antes de lo que yo esperaba que lo hiciera.
— ¡Dios mío, ¿este tío no debería de estar todavía de resaca?! — Pensé yo al ver en mi bandeja de correo, uno de sus emails sin leer, con fecha de aquel mismo día a primera hora de la mañana.
Por suerte, el asunto del email auguraba buenas noticias:
«De: Rubén Fernández
Para: Alex Collbató
Asunto: Segunda transferencia despedida de soltero Javier
Alexandra,
Te escribo para comentarte que te he realizado puntual, la transferencia por el importe pendiente, acordado para el segundo pago por la despedida de Javi.
Comentarte, si me lo permites, que nos lo pasamos fenomenal pese a que hubiera ciertos detalles con los que no quedé satisfecho del todo. Imagino que sabrás a lo que me refiero. El tema de haber contratado las actividades deportivas en medio de la montaña sin ningún tipo de seguro de riesgo vinculado… no me invita a querer volver a contar con tus servicios para futuras celebraciones. Además, el grado de importancia que ello tiene para mí, hace que el hecho de que tuvieras que presentarte a última hora en el hotel como si acabaras de levantarte de dormir la siesta, quede como algo anecdótico para recordar y compartir con mis amigos.
Espero que te sirva mi recomendación y que, por el bien de Congrats, en el futuro cuides un poco más los detalles.
Un saludo cordial.
Rubén Fernandez
Project Manager IT
Help&consulting»
¡Gilipollas, gilipollas, gilipollas! Mil veces gilipollas. —Espeté en voz alta al acabar de leer el email desde mi Iphone, y todavía dentro de mi cama, sin que me hubiera dado tiempo siquiera a poner un pie en el suelo para empezar la mañana.
— ¡Rafaeeeeeeeeeel! — grité desde mi habitación. — ¡Rafaaaaaaaaaaaaa! —Volví a llamarle gritando.
— ¡Ya voy! ¡Ya voy! ¿Qué pasa?
— Rafael, ven—. Le pedí al verle asomar la cabeza por la puerta de mi habitación. —Siéntate aquí y mira esto.
Y le pasé mi Iphone con el email abierto en pantalla.
—Nooooooooo
—Siiiiiiiiiiiiiiii
—Noooooooooo
—Es un gilipollas.
—Ven aquí, nena… —Me dijo con compasión y se sentó en mi colchón para abrazarme y hacer que yo me tranquilizase.
—No es verdad, ¿a qué no? No soy un desastre.
—Claro que no. Este tío es gilipollas.
— ¿Verdad que sí?
—Un gilipollas y un malfollado. —Repitió.
—Este tío es maricón y no ha salido del armario. ¿Verdad que hasta que no sales del armario estás muy amargado?
—No lo sé, mi amor. Yo siempre he estado fuera del armario. Mis plumas no cabían adentro. —Bromeó—. Pero este tío no es gay, cariño. Gilipollas sí y amargado también, pero no gay. ¿Acaso no viste como te miraba?
—Claro que lo vi. Como a una vagabunda. Como si no hubiera visto en su vida a una chica vestida como yo.
—Ibas tan desaliñada, cari. Tan casual, tan morbosa, que incluso yo me ponía cachondo al mirarte.
—No digas tonterías, pero si en su email me dice que por mis pintas parecía que me acabara de despertar. Que soy una impresentable.
—Eso le gustaría a él, cari. Que te despertases a su lado.
—Tonto. —Le devolví cariñosa—. Entonces ¿respondo o mejor paso de él? —Le pregunté—. Creo que es mejor que pase. Total, ya me ha ingresado la pasta
—Pues vístete y vámonos a desayunar. Tú invitas, que acabas de cobrar. —Alegó, estirándome de las manos y obligándome a levantarme.
Y eso fue lo que hicimos, pero antes eliminé los emails del gilipollas y me olvidé de Rubén.
Al menos… durante un par de días.
El lunes siguiente a aquel movidito fin de semana, a primera hora de la mañana, recibí una llamada de mi padre que obviamente yo no contesté. En cuanto dejó de sonar la melodía de mi teléfono móvil, empezó a sonar la del teléfono del salón y cuando corrí a por él para impedir que Rafael descolgase, éste ya lo había hecho y estaba saludando a alguien que se encontraba al otro lado del auricular.
—Dile que no estoy. —Le susurré, sin poder evitar que el acabara la frase y le dijera: «ahora mismo te la paso»
—No, mierda, no.
—Demasiado tarde, cari. —Y me lo alcanzó.
— ¿Sí? —Pregunté de forma seca y escueta.
—Alexandra, ¿se puede saber por qué no contestas a mis llamadas?
—No lo he escuchado, papá. ¿Qué quieres?
— ¿Qué quiero? — preguntó indignado. —Quiero que me hagas caso de una vez. Soy tu padre, Alexandra.
—Eso ya lo sé. Lo que no sé todavía es para qué me llamas.
— ¿Me estás evitando?
— ¿Nos vamos a pasar todo el rato haciéndonos preguntas sin contestación? Papá, ¿qué quieres?
—No seas impertinente, Alexandra. Tengo que hablar contigo. Tengo una reunión importante a la hora de comer, pero antes, quiero que hablemos. Pásate por mi despacho. Es importante.
—Tengo trabajo, papá. —le mentí—. No creo que vaya a darme tiempo de pasar antes del mediodía.
—Hazlo. Repito: Es importante.
Y antes de que pudiera volver a replicar, escuché como su secretaria le decía aquello de «Sr. Armengol, tiene una llamada por la otra línea» y simplemente me colgó. Como hacía siempre.
Cuando eran las dos menos cuarto y yo tenía cero intenciones de pasar por el despacho de mi padre, — ¿si él no me dedicaba ni siquiera unos minutos para hablar por teléfono sin que le interrumpieran, para qué se los iba a dedicar yo a él? — recibí nuevamente una llamada. Esa vez era mi madre.
— ¿Hoy es el día internacional de las llamadas de padres e hijos? —Le pregunté al descolgar.
—Alex, tienes que ir a ver a tu padre.
— ¿Tú también con lo mismo? Hoy no puedo mamá. —Volví a mentir por segunda vez en lo que llevaba de día. Decir que no podía no era más que eso, una mentira, ya que precisamente en ese momento lo único que estaba haciendo era mantener mi postura relajada en el sofá: estaba tumbada a la bartola.
— ¿Hija, qué tienes que hacer que sea más importante que ir a ver a tu padre?
— ¿Qué tiene que hacer él que sea más importante que dedicarme a mí unos minutos de su tiempo? —Respondí con ironía. — ¡Ah, sí, ya lo sé! Todo. Cualquier cosa. —Volví a ironizar. —Todo es más importante que yo. Cualquier cosa pasa por delante de mí. Como siempre.
—Alexandra eso no es así y lo sabes.
—Mamá, no me llames así tú también. Sabes que lo odio.
—Alex mi vida, hoy tu padre se va y quiere confesarte por qué ha estado tan distante de nosotras estos días.
— ¿Estos días? —Pregunté—. ¿De verdad? ¿Resumes con la palabra «días» los años en los que nos ha mantenido al margen de todo?
—Hija, él siempre ha trabajado muy duro para que lo tuviéramos todo en esta vida.
—No me vale, mamá. No me vale. —Dije con rabia. —No me vale de nada su dinero. Nunca he querido nada más de él que un simple abrazo.
—Él te quiere.
—Igual que a ti. ¿No?
—Él nos quiere, Alex. Pero tiene otra manera de expresarlo, nada más. Ves a verlo mi amor, o con el paso de los años te arrepentirás.
—El único que se tiene que arrepentir de algo es…
Y entonces me colgó. Lo hizo de la misma forma que lo había hecho antes mi padre: sin dejarme replicar. Sin poder contestarle y dejándome con la palabra en la boca, con las lágrimas en los ojos y con pinchazos en el corazón.
Parece que lo ha aprendido de él. —Me dije.
Lancé mi teléfono con furia hacia la esquina del sofá y ahogué un chillido de mi garganta contra el cojín en el que tenía la cabeza apoyada.
Volví a mirar mi reloj entonces y, cuando eran ya las dos de la tarde, me puse en pié de un salto y agarré el casco y las llaves de la Vespa para hacer lo que me habían pedido. Salí propulsada por la última advertencia que me había lanzado mi madre y me dirigí hacia el edificio en el que se encontraba el bufete del Sr. Alejandro Armengol. Mi padre.
—Hola Sofía, buenos días. —Saludé a la secretaria de mi padre que, para mi sorpresa, seguía siendo la misma de la última vez. Las secretarias no le duraban demasiado. Nunca había sabido el «por qué», aunque imaginaba que eran ellas quienes lo abandonaban porque les amargaba la vida tanto como a mí.
Sofía era tan guapa como las anteriores que le había conocido a lo largo de mi vida, pero sorprendentemente, aunque él se estuviera haciendo cada vez más mayor, sus asistentes eran cada día más jóvenes.
—Buenos días señorita Armengol, ¿viene a ver a su padre?
—Me está esperando, ¿verdad?
—Pues lo cierto, señorita, es que ha salido a comer. Tenía una cita con un cliente, o sea, una reunión de trabajo.
— ¡Este hombre es flipante! —Espeté—. Me dice que venga a verle y me vuelve a dejar tirada. ¡No entiendo nada!
—Está cerrando varios temas antes de marcharse. Dice que quiere dejar todo bien atado aquí. ¡Quién sabe el tiempo que vaya a ausentarse!
— ¿Cómo? ¿Se ausentará mucho tiempo? ¿Dónde se supone que va?
— ¿Ah? ¿No sabe a dónde viajará su padre, señorita?— Me preguntó extrañada.
—No, a mí nunca me cuenta sus viajes de negocio. A decir verdad, nunca me cuenta nada. —Aunque esto último lo dije más para mí misma que para responderle a ella.
—No se va por trabajo. Esto es algo personal.
—Entonces ¿Por qué se va?
—Creo que debería hablar usted con él. Yo ya le he contado demasiado. —Me soltó, bajando el tono de su voz y poniéndose cada vez más colorada.
— ¿Me vas a decir al menos dónde se encuentra comiendo? Tengo que ir a hablar con él. —Farfullé, poniendo las manos sobre su mesa y cotilleando su agenda.
Apuntó entonces la dirección del restaurante en un trocito de papel y me advirtió de que no le molestara. Me pidió que me esperase a que acabara la reunión, mientras yo ponía rumbo hacia el ascensor y le dije:
—Gracias por todo. Y deja de llamarme «señorita», que tengo tu edad ¡por el amor de Dios!
Una vez estuve delante del restaurante dónde Sofía me había dicho que encontraría a mi padre, aparqué mi moto en la acera de enfrente y me quedé sentada a esperarle. Imaginé que tardaría todavía un buen rato en acabar la reunión, así que saqué mi bolsa de pipas, puse música con los auriculares del Iphone y simplemente le esperé.
Cuando apenas llevaba un minuto en esa pose, vi a mi padre salir del restaurante sólo, hablando con su teléfono móvil. Pensé que quizá habría acabado la reunión y estaría esperando a que le trajeran su coche para marcharse, así que me apresuré a acercarme a él antes de que eso pasara. De que se fuera.
Lo asalté todavía con la mano llena de cáscaras de pipas y cuando me vio, cómo no, fue lo primero de mí que llamó su atención, incluso antes de colgar su llamada.
—Perfecto, se encargará de ello mi suplente. Un saludo. —Se despidió y colgó antes de dirigirse a mí—. Alexandra, ¿qué haces tú aquí? —Preguntó sin apartar su mirada de mis pipas.
—Tú querías verme. ¿Recuerdas?
—Te esperaba antes. En mi despacho.
—He ido a verte.
— ¿Ah sí? ¿A qué hora? Creía que te había dicho que te pasaras antes del mediodía, que tenía una reunión. Pero perdona por dar por hecho que tu mediodía y mi mediodía son a la misma hora. —Me respondió sarcásticamente—. Te levantas a la hora que te viene en gana. Como siempre.
— ¿Has terminado ya? ¿Algún reproche más? ¿O era para eso para lo que querías verme tan urgentemente? Para discutir, como siempre, también.
—Ahora no podemos hablar, Alexandra. Todavía no he terminado la reunión. Mi cliente me espera dentro.
—Pensaba que habrías acabado ya.
—He salido a atender la llamada de otro cliente.
—Estoy harta de tus clientes. Muy harta. Me estoy planteando contratarte para tener un poquito de tu atención.
—Mis clientes son los que nos dan de comer. No te olvides.
—Tus clientes son los que te pagan los lujos, papá. Te pagan los coches, las casas, los viajes. Por eso siempre quieres más y más. Podrías haber trabajado un poco menos y darnos un poquito más de atención. Con eso, habríamos comido igual pero seríamos más felices.
—Yo soy quien paga tus lujos también. Mira ese teléfono que tienes. De última generación ¿verdad? ¿Y tu ordenador? ¿Qué me dices del piso donde vives con tu amiguito? ¿Y de mi inversión en Congrats? Que no se te olvide que trabajo por y para vosotras, Alexandra. Pero si hasta te he pagado tres años de carrera que no te has molestado ni en acabar.
— ¿Ves? Todo viene por eso. Ya lo sabía yo. No me lo perdonas. No me perdonas que haya dejado derecho y que no vaya a ser como tú. No me perdonas que no esté trabajando en tu bufete y que quiera ser alguien por mí misma. No quiero parecerme a ti. —Le grité. Y lo hice con tal furia que ni siquiera me di cuenta de que de detrás de él había salido alguien que le estaba cogiendo del brazo y le preguntaba si todo iba bien.
Era su cliente. Era un chico joven, trajeado y con el pelo…
— ¿Rubén?
— ¿Alexandra?
El cliente con el que mi padre estaba reunido era Rubén «el gilipollas», el que apenas cuarenta y ocho horas antes me había tratado de incompetente y poco profesional. Él era la persona que estaba comiendo con mi padre y la persona que me acababa de escuchar gritarle aquello de «¡No quiero parecerme a ti!»
Mientras tanto mi padre, haciendo caso omiso de que tanto su cliente como su hija estuvieran repitiendo sus nombres extrañados, continuó con su retahíla de frases y su palabreo de padre indignado y sentenció:
—Alexandra, deja de decir idioteces y ven a verme después a casa. Tengo que contarte algo y tengo que hacerlo hoy, porque mañana me marcho y no habrá vuelta atrás, ¿me oyes? No habrá vuelta atrás.
— Me da igual. No quiero saber nada más de ti. Vete donde quiera que sea que te marchas y pásatelo bien. No voy a estar siempre a tu disposición sólo para cuando tú quieres. ¡No señor! —Y con las mismas, di media vuelta y me marché en busca de mi moto.
— ¡Alexandra vuelve aquí! —Me ordenó— soy yo el que no va estar a tu disposición siempre. Ya no puedo... Ya no podré…
Pero yo ni siquiera me inmuté. Hice caso omiso a sus palabras sin volver la vista atrás. Lancé las pipas a la papelera, arranqué mi Vespa y aceleré sin más. Aceleré más rápido incluso de lo que corrían mis lágrimas por mi cara. Aceleré sin saber a dónde ir ni cuando parar. Y tan sólo lo hice cuando de repente me encontré parada ante un semáforo, llorando desconsoladamente y escuchando el claxon de los demás vehículos que esperaban con impaciencia que yo volviera a arrancar. Hacía un buen rato que se había puesto en rojo para los peatones.
— ¡Ya os he oído, gilipollas! —les grité. Y decidí volver a mi casa. A llorar con mi almohada, a refugiarme en mi colchón. Y a estar sola. Como siempre.
Cuando eran ya las cinco de la tarde y ya casi se me había pasado el sofocón y empezaba a quedarme dormida, escuché sonar la melodía de mi teléfono móvil y me desperté de sopetón. Ni si quiera me molesté en mirar quien me estaba llamando. Fuera quien fuera no me apetecía para nada hablar con nadie. Simplemente lo ignoré.
Lo ignoré sólo la primera vez que había estado sonando. Lo ignoré hasta que me pudo más la curiosidad de saber quién insistía tanto. A quién pertenecerían las llamadas perdidas que aparecían en la pantalla de mi Iphone. Al ver que se trataba de un teléfono desconocido, o por lo menos, que yo no tenía guardado en mi agenda, devolví la llamada y me saltó un contestador:
«Ha contactado con Help&consulting, deje su nombre y su número de teléfono y en breve le devolveremos la llamada. Gracias.»
— Help&consulting. ¿De qué me suena ese nombre?
Colgué sin hacer caso de las indicaciones del contestador automático, es decir, sin dejar mis datos, y busqué inmediatamente en el navegador de mi Smartphone, el nombre de la empresa que me acaba de llamar.
Help&consulting, consultaría especializada en la creación de aplicaciones y…
¡Rubén!
Y de repente lo recuerdé junto a mi padre. El gilipollas de Rubén. Él es quien me ha llamado. ¿Pero qué coño quiere ahora? Y además, ¿Qué estaba haciendo mi padre con él? ¿Rubén era su cliente misterioso? ¿Desde cuándo lo será? ¿Sabrá mi padre que Rubén también fue cliente de Congrats? ¿Le habrá dicho que acabó descontento con mis servicios?
Todo eso y más rondaba por mi cabeza cuando de pronto lo vi claro: ¡Lo ha debido de contratar papá para que se haga pasar por un cliente y saber cómo estoy gestionando mi negocio! ¿Para eso me querría ver con urgencia? ¡Claro que sí, Alex! —me dije a mi misma—. Todo tenía sentido: papá había contratado a Rubén para que se hiciera pasar por un cliente potencial de mi empresa. Por eso estuvo tan borde desde el principio. Desde el primer email. Y hoy Rubén le habrá dado el reporte de lo que pasó el viernes en la «supuesta» despedida de soltero: El follón de los DNI que no les pedí, las actividades deportivas sin seguro de riesgo asociado, las pintas con las que me presenté en el restaurante del hotel, etc. Y ahora mi padre quiere utilizar esa información para tratar de convencerme de que no sirvo para eso y que debo recuperar mi carrera de abogado.
¡Menuda trama han urdido! ¡Menudo gilipollas Rubén! Éste se va a enterar. ¡Como que me llamo Alexandra!
Me levanté alterada de la cama y volví a reclamar a Rafael.
— ¡Rafaeeeeeeeeeeeeeel! —le grité, como si estuviera a cuatro calles de distancia. — ¡Rafaeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeel!
—Estoy empezando a pensar en comprarte una campanita para que me llames cuando necesitas algo. Parezco tu chacha. ¿Qué te ocurre ahora?
—Rafael, ¿te acuerdas del gilipollas?
—Gilipollas hay tantos en el mundo. —Respondió.
—El de la otra noche. El de la despedida.
— ¿El guapo? ¿El tío bueno? ¿El que te penetró con la mirada y te desvirgó? Bueno, si te quedara algo de virgen.
—Sí, ese. El que no hizo nada de lo que tú dices, pero sí, es al que tú te refieres.
—Pues sí, lo recuerdo. ¿Qué pasa?
Y le conté todo el berenjenal. Toda la trama. O al menos, todo lo que yo creía que estaba pasando, fuera o no verdad.
— ¡Oh my God! ¿Y qué está planeando tu cabecita perversa, darling?
—Pues que estoy en guerra con mi padre y él ha elegido estar en el bando equivocado. Se arrepentirá.
Y lo que pasó después he de reconocer que fue un tanto… ilegal. Averigüé —no voy a desvelar cómo— su domicilio (hay que tener amigos hasta en el infierno) y me presenté en su casa sin avisar.
Llamé a la puerta con el discurso preparado y esperando verle, pero todo mi argumento se desmoronó cuando un minuto después de estar allí parada, detrás de aquella puerta apareciera una mujer. Era una chica alta y esbelta. Morena y con una kilométrica melena. Labios voluptuosos y ojos oscuros y penetrantes, tanto como los de él.
— ¿Te puedo ayudar en algo? —Me preguntó, y hasta su angelical voz me pareció inmejorable e insuperable por mí, aunque me hubiera arreglado a conciencia para venir a cantarle la caña al gilipollas.
Yo, que me había puesto tacones y que ni siquiera recordaba cómo caminar con ellos. Yo, que me había vestido para matar, con aquel vestido tan extravagante que dejaba a la vista parte de mi encanto natural. Yo, que hasta me había puesto brillo de labios y un poquito de cera en mis mechones rebeldes. Yo, ni aun así, lograba estar a la altura de aquel monumento que tenía frente a mí. Pero yo, como siempre, no me achiqué.
—Buenas tardes, venía a ver a Rubén. ¿Está en casa?
—Depende. ¿Quién lo busca?
—Depende no. Está o no está.
— ¿Quién lo busca? —Insistió, esta vez mucho más bordemente.
—Alex.
— ¿Alex qué más? —Siguió con su tonito, y me empezaba a fastidiar. A tocar las narices, vamos.
—Alex. Tú dile que le busca Alex, la chica con la que estuvo el viernes noche. Seguro que me recordará. —Y por si el comentario no era ya suficientemente malicioso, la sonrisilla con la que se lo dije, le demostraba que conmigo no se podía jugar.
— ¿El viernes? ¿En la despedida? —Preguntó. ¡Bingo, se estaba poniendo celosa!
—Exacto. En la despedida. —Le confirmé y su rostro pareció transformarse. La chica volvió la mirada hacia el interior del piso, dejándome todavía al otro lado del umbral y escuchando como musitaba un «¡Cuando lo pille…!» que me hizo sentir victoriosa.
—Rubeeeeeeén. —Gritó desde la puerta. —Espérame aquí. —Me soltó a mí.
Y escuché acercarse unos pasos masculinos, al mismo tiempo que ella se dirigía hacia él y susurraban.
—Dijiste que no habrían strippers.
—No hubieron strippers.
—Ni strippers ni putas. —Volvió a repetir.
—Tampoco hubieron putas. ¿Quién te crees que soy? ¿Un depravado?— le escuchaba justificarse a él.
¿Acaso la zorra de su novia estaba atreviéndose a llamarme puta a mí?