Estoy mirando a través de la ventana
… de este tren, que recorre la costa y me lleva hasta casa.
— ¡Hasta casa! ¿Hasta qué casa? —Me pregunto.
A diferencia de ayer, cuando hacía el camino a la inversa, el mar hoy se percibe mucho más tranquilo y ejerce un efecto apaciguador sobre mí que me conviene. Aunque el viaje durará poco más de una hora, no me importaría que tardáramos una eternidad en llegar. No me apetece enfrentarme a lo que me espera.
Antes de dejar la habitación del hotel, me he asegurado de que el móvil estuviera cargado de batería. Cuando he bajado a desayunar, les he pedido prestado un cargador compatible con el modelo de mi teléfono, y una vez más, me han vuelto a sorprender, al dejarme uno de uso personal de los empleados.
Pese a lo anterior, me he reiterado en no encender el aparato durante todo el día. Creo que a través de toda esa tecnología inofensiva, se deben de haber tratado de comunicar conmigo, con intenciones mucho menos inofensivas de lo normal. Y pienso sobretodo en Sergio ¡Estaba tan decepcionado!
Mi madre también debe de haberme llamado. Sergio y yo habíamos quedado con ella para ir a comer y celebrar mi cumpleaños en familia, hace aproximadamente… seis horas. ¡Sí! son casi las ocho de la tarde cuando llego a Sants Estació. He estirado todo lo posible mi escapada a la costa, yendo a comerme un buen helado después de tener que dejar la habitación.
Es domingo, y con el día tan primaveral que hace, la heladería estaba a reventar. Niños marraneándose con sus helados, padres tomando café, los abuelos con sus horchatas, y yo glotoneando un coulant de chocolate caliente con una bola gigante de helado de vainilla y un batido de fresa. Cualquiera diría que estoy deprimida.
Aunque me hubiera salido todo eso por un ojo de la cara, el camarero que me ha atendido y me ha dado un poco de conversación, ha resultado ser muy amable y me ha invitado a merendar cuando le he dicho que era mi cumpleaños.
— No te veo muy animada para serlo. —Me ha reprochado.
— Los treinta a las mujeres nos duelen especialmente. —Justifico, sin que sea verdad. A mí la edad no me importa nada, pero ahora me vale como explicación a mi penosa apariencia.
— ¡Venga yaaaa! ¿Tienes 30? Pero si pareces una cría…
— Claro que sí. Acabados de cumplir. —Y sonrío por su piropo.
— ¡No te creo! Así que sí me enseñas tu carnet de identidad, la merienda te sale gratis.
¡Dicho y hecho! Agradezco nuevamente a mi mala memoria por haber recordado no olvidarme de coger el DNI.
Después me he sentado a disfrutar del sol y del festín, (a mí el disgusto me va a costar varios kilos de más) leyendo una revista del corazón que he comprado en el quiosco de la esquina.
No soy asidua a este tipo de prensa, pero cierto es que las penurias de la gente que en ella aparecen, hace que me olvide momentáneamente de mi situación.
«Una famosa cantante que sale hasta las tantas de la mañana y se pone finita de alcohol».
— ¡Mira, como yo! —Pienso.
«Un actor que pone los cuernos a su mujer con una actriz mucho más joven que él». — ¡Mira, ese también, como yo! —Continúo.
«Un futbolista y su novia, se casan en secreto en una ceremonia muy íntima, y en un escenario poco tradicional. » — ¡Mira… como quería hacer yo!
La verdad es que los titulares no han invitado a seguir leyendo, así que en cuanto me he acabado el último bocado, me he puesto rumbo a la estación.
He dormitado en el tren, he disfrutado de las vistas, he charlado con el pasajero del asiento de delante, y he sentido como me quedaba sin respiración, cuando la voz que anuncia las próximas paradas, ha avisado de la llegada a la estación en la que tengo que bajarme yo.
Y ahora estoy aquí, a las ocho de la tarde, sentada en un banquito de la estación, y apretando prolongadamente el botón que enciende el puñetero cacharro éste. Mi móvil.
Intento NO recordar el pin, pero mis dedos me traicionan y lo pulsan automáticamente.
Empiezo a tiritar. Juro por Dios que aunque tenga frío, esa no es la única razón de mi tembleque.
Hoy cumplo treinta años, y paradójicamente, tengo treinta llamadas perdidas y treinta mensajes nuevos. Vacío el listado de llamadas sin mirar. Me sé de memoria qué botón apretar para hacerlo, así que cierro los ojos y pulso varias veces y me aseguro de hacerlo bien. Yo soy de las de «Ojos que no ven, corazón que no siente».
Con los mensajes es otro tema.
— ¿Qué los leo de arriba abajo o de abajo arriba? —Me cuestiono.
Hay mucha diferencia entre hacerlo de uno u otro modo.
Si empiezo por leer el último que he recibido, quizá me puedo ahorrar tener que leer los anteriores.
Por ejemplo:
Veo que tengo varios de Sergio.
Si en el último ya me dice que me odia y que no quiere volver a saber de mí nunca más en su «puta» vida, (recuerdo que en sus últimas palabras hacia mí, utilizó este taco en repetidas veces), igual no merece la pena hacerme más daño leyendo todos los que me haya enviado antes.
También he visto que tengo un par de mensajes de Laura. A ella ha sido a la única persona a la que le he explicado lo ocurrido, por lo tanto si en el último ya me dice que ha visto a Sergio y que ha corroborado su versión, ¿Para qué necesito saber más?
De mi madre otros tantos. Seguro que en el primero me ha felicitado el día y en los demás, me habrá preguntado intrigada porqué no hemos ido Sergio y yo a comer. Y creo que estos tampoco me apetece leerlos.
Varias personas de mi trabajo también se han acordado de mí. Podría abrir estos mensajes y contestarles mintiendo sobre lo bien que me lo estoy pasando, agradeciéndoles que un año más, en este día, hayan pensado en mí.
No me apetece tampoco.
¡Y de Aitor!
— ¿Por qué me escribe? —Me mosqueo. ¡Y tres veces! ¿Es que no le ha quedado claro que no quiero saber nada de él? Que le pedí que se fuera. Que no le quiero. ¡Joder!
Estos sí voy a leerlo, y después le voy a contestar que… me enfurruño — ¡Éste se va a enterar! —Vocifero.
Abro su último sms. Los demás no me importan. Y descubro sorprendida lo que me dice en él: «Lola ¿Dónde coño estás? Deja de hacer la niñata y ven. Nos tienes muy preocupados joder.»
— ¿Cómo se ha enterado que me he ido? ¿Qué significa «nos»? ¿A quién más tengo preocupado? ¿Y lo de ven? ¿A dónde?
Demasiadas preguntas sin respuestas. Me veo obligada a abrir también los demás. Empiezo por el primero de Aitor.
«Lolita, ¿Qué está pasando? ¿Dónde estás? Voy para tu casa. Llámame en cuanto escuches mi mensaje, por favor.»
— ¿A mi casa? ¿Por qué? —Sigo aturdida, y abro el siguiente de Aitor.
«¡Lola joder! Estoy en tu casa, con Sergio. Él ya te ha perdonado. Sólo quiere que vuelvas. Prometo dejaros tranquilos. Hazme el favor de volver. Me tienes muy preocupado.»
— Pero ¿Quién se cree que es para decirme lo que tengo que hacer? —Mi enfado se incrementa conforme voy releyendo el mensaje. — ¡¿Que va a dejarnos tranquilos?! ¿De qué coño va? —No contengo las lágrimas al pensarlo.
Aitor y Sergio. ¡Juntos!
Leo también los mensajes de Sergio, y lo hago por orden de llegada. El primero que me envió fue ayer a las seis de la mañana:
«No sé si podré perdonarte, Lola. Yo te quiero pero estoy tan dolido que no creo que pueda convivir con ello. Vamos a hablarlo. Necesito que aclaremos esto.»
Me apresuro a leer también el segundo que me ha enviado, tan sólo un par de horas más tarde:
«No sé qué pensar con tu silencio. No quiero imaginarme que te hayas ido con ese… ¡Lola, llámame! Estoy empezando a preocuparme. »
— Sergio, no me quiero ir con ese… —Me digo, antes de abrir el último:
«Mi niña, vamos a arreglarlo. Yo quiero estar contigo. Vuelve por favor. Te juro que estoy a punto de volverme loco. ¿Qué hago? Pídeme lo que quieras, pero ven»
Y con ésta última súplica me apresuro a coger un taxi. Necesito estar en casa cuanto antes.
Abrazarle, tranquilizarle y decirle que yo también quiero estar con él.
De camino, también he leído los de Laura, y en sus mensajes me confiesa que ella es la artificiera de que ambos estén juntos. Me dice que dada la preocupación de Sergio, se ha visto obligada a ir a buscar a mi amigo, para saber si yo me había fugado con él. Aitor también la ha presionado. La ha interrogado hasta obtener que ella le explicara mi situación, y además no ha cesado hasta que ha conseguido que lo llevara ante quién esperaba que le expusiera con detalle, qué había pasado.
A las nueve de la noche, encuentro entreabierta la puerta de casa y entro. Yo ya no tenía las llaves. Sergio me había largado de su casa así que no me las llevé. Cuando al fin entro, lo que encuentro allí me produce verdadero pavor:
¡Están los dos! ¡Juntos!
Sergio se encuentra junto a la ventana, y Laura y Aitor discuten bajito en el salón.
— ¿Qué estás haciendo tú en mí casa? —Le grito.
— ¡Lola! —Exclama Aitor, y los demás se dan la vuelta y me miran.
— ¿Qué haces en mi casa? —Le vuelvo a repetir ahora mirándole a los ojos.
Todos permanecen inmóviles menos Aitor, quien se dirige hacia mí, y me agarra de las manos.
— No me toques. —Hago un amago de aspaviento y doy un paso hacia atrás. — Te he hecho una pregunta. —Insisto.
— ¿No podrías haber contestado ni un solo mensaje? ¿Ni una llamada? A mí, o a él, o a Laura ¡Joder! —Me grita ahora él, y lo hace desesperado. — ¿Sabes el día que nos has hecho pasar? Hostia, Lola. Temíamos que te hubiera pasado algo.
Se lleva las manos a la cabeza, se coge de los mechones, da media vuelta, otra media más y se queda mirándome a los ojos.
— ¡Que me contestes! —Le exijo.
— ¿Que qué hago aquí? ¿Quieres saber qué hago aquí? ¡El gilipollas hago! Un gilipollas que se preocupa por ti. —Me clava el índice en el pecho, y lo oigo añadir: — Pero ¿Sabes qué, Lolita? Él ya te ha perdonado. Y yo ya paso de vosotros. Yo ya paso de ti, porque estás loca ¡Niñata!
Se le caen dos lagrimones que agujerean directamente mi corazón.
— ¡Eso! ¡Vete! —Le pido mientras contengo el llanto. — Pero vete de verdad… ¡Idiota!
—Le humillo.
Noto como una mano se posa en mi espalda con timidez, y veo que se trata de Laura. No suelta ni una sola palabra por su boca, pero dice tanto con su mirada…
Sale corriendo detrás de él, y lo hace llamándole por su nombre: — ¡Aitor! —Le oigo. Yo entonces, busco con mis ojos a Sergio. Y le observo mirarme con desesperación. Permanece todavía junto a la ventana, pero ahora está estirando sus brazos para pedirme que me acerque.
Y corro junto a él.
— Sergio. —Susurro.
— ¡Shhhhh! —Me tranquiliza él y me abraza. — No vuelvas a hacérmelo nunca, mi vida.
No vuelvas a desaparecer así, porque me muero.
— ¡Perdóname!. —Le imploro, sin saber bien porqué lo hago: si le ruego su perdón por haber desaparecido, o si lo hago por el terremoto que he provocado en nuestras vidas. Un movimiento sísmico de más de siete grados en la escala de Richter, que además viene con nombre de chico: «Aitor».
Alargo el abrazo todo lo que puedo porque tengo miedo a soltarlo y que se arrepienta de perdonarme. A él debe pasarle algo parecido. Tampoco me suelta.
Me coge en brazos y me lleva al dormitorio.
Sollozo con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en su hombro y le escucho decir: — No te voy a hacer daño. Lo de ayer no se va a volver a repetir jamás. Te lo prometo.
—Y siento que ya no le temo. Sé que me dice la verdad.
Se tumba junto a mí, ocupando su lado de la cama, y me pasa un brazo por encima.
Aquí todo va bien. Sus brazos son mi casa. Él es mi hogar.
Un par de horas después, todavía no he conseguido dormirme. Sergio sigue manteniendo la postura, pero lo he sentido moverse. Él tampoco duerme.
— ¡Lola! —Murmura. — ¡Tengo que hablar contigo!
Y percibo cómo con estas palabras, mi hogar se tambalea ante mí.
Después de sus palabras, continúo inmóvil durante varios segundos más, cómo si no hubiera escuchado nada de lo que ha dicho. Sé que sabe que no estoy dormida yo tampoco, porque me lo nota en la respiración. Percibe cómo mi cuerpo se está moviendo más de lo que lo suele hacer cuando estoy durmiendo, con cada inhalación y cada exhalación, con las que estoy evidenciando mi estado de intranquilidad. Él siempre dice que cuando duermo, apenas me muevo, apenas se me oye respirar, como si de repente, hubiera dejado de hacerlo. De hecho, según me ha explicado él mismo, los primeros días que durmió conmigo, tuvo que zarandearme varias veces para cerciorarse de que no había sucumbido a una muerte súbita.
Me tronchaba de la risa cuando me lo contaba.
Finalmente, los brazos de Sergio tiran leve de mí y consiguen darme un giro de ciento ochenta grados. Me quedo con mi nariz frente a la suya. Con mis ojos asustadizos frente a los no menos temerosos, ojos de él.
— ¡Mi vida! No sé por dónde empezar…
— Pues no lo hagas. No digas nada, por favor. —Le suplico, temiéndome lo peor.
— Lola verás… hoy, cuando he visto que llevaba veinticuatro horas sin saber nada de ti, me he vuelto loco. Pensaba que te habrías ido con él. Y me ha dado mucho miedo creer que te había perdido.
— Sergio yo no…
— Déjame seguir, por favor. —Musita, mientras coloca con dulzura su mano izquierda en mi boca, y continúa: —He querido darte un voto de confianza, y he pensado que estarías con tu familia, en casa de tu madre. He contactado con ella, le he preguntado por ti, y nada. ¡Nada joder! Ni siquiera le habías contestado a ella. Dice que te había llamado para felicitarte, que te había escrito también… pero tú, nada. ¡Nada de nada! Me ha notado nervioso. ¡Es que me he puesto muy nervioso! —Se vuelve a alterar al recordarlo y yo ahogo un gemido mientras mis ojos se expresan con lágrimas.
— Le he dicho que luego la llamaba. Le he colgado como he podido, para no tener que darle mayor explicación. Y de repente, he sabido lo que tenía que hacer.
Su cuerpo se mueve incómodo en el colchón, y sé que no es la postura de su cuerpo la que lo incomoda, sé que es lo que va a decirme a continuación: — ¡He sabido que tenía que ir a buscarte!
— He recordado que Laura sabía dónde vivía él, Aitor, porque ayer, cuando hablé con ella, me dijo que os encontrasteis delante de su portal. La traté fatal cuando me dijo que ella lo sabía, que te había visto con él, cuando os tropezasteis en la calle. —Hace una pausa. — Salió llorando de casa. ¡Pobre…! —Se avergüenza por cómo le había hablado.
Y yo me avergüenzo también al pensar que yo le había hecho lo mismo. La había echado de casa llorando, hacía un par de noches atrás.
— Entonces, he vuelto a llamarla y le he pedido furioso, que me diera su dirección. Tenía que ir a buscarte —repite— y traerte de vuelta, Lola. Estaba tan rabioso… Tan enfurecido…
Aprieto fuerte mis labios, todavía ocultos bajo su mano, y contengo cualquier palabra de consuelo, porque me ha prohibido interrumpirle. Utilizo mis manos para expresárselo y con cada caricia siento que le pido perdón.
— Laura no me ha dejado ir allí, pero ha prometido ir a buscarte ella misma. Yo, no contento con ello, he buscado entre tus cosas, en tu agenda, en tu ordenador. Lo siento muchísimo por hacerlo, pero estaba desesperado. Necesitaba alguna pista sobre él. Sobre ti.
—Se excusa.
Y yo proyecto una mirada compasiva que le transmite que comprendo y acepto su justificación.
— Entonces he encontrado su número de teléfono en los contactos de la agenda de tu portátil. Y lo he llamado.
Yo nunca le he prohibido tocar mis cosas. Ni siquiera tengo contraseña en mi ordenador personal. Sergio no es de esas personas que cotillean, y yo no soy de esas personas que guardan secretos y necesitan proteger su intimidad. Con lo que le ha bastado con encender mi ordenador, para encontrar lo que en ese momento estaba buscando: Cómo contactar con Aitor.
Me recreo con un largo parpadeo y asiento con la cabeza para demanda, de la única manera que me tiene permitido, que continúe con su versión. Y lo hace: — Mis primeras palabras hacia él… Imagínatelo. ¡O mejor no! Mejor no te lo imagines.
Pero no puedo evitar imaginármelo. Y me duele.
Sergio aparta su mirada de la mía y eleva sus ojos hacia arriba a la derecha, intentando recordar algo.
— Cuando por fin me ha dicho que no estaba contigo, Lola, y que ni siquiera te había visto ni sabía nada de ti… he sentido alivio, he sentido paz, no te habías ido con él; he sentido una tranquilidad momentánea que no ha tardado en esfumarse al pensar que no sabía dónde andarías si no estabas ni con ni tu madre, ni con él.
Parece estar reviviendo mientras lo relata, el angustioso momento que ha debido de ser para él, al menos eso intuyo por las sacudidas de su cabeza y su respiración alterada.
— En menos de media hora los tenía en casa a los dos. Laura se ha justificado por no poder evitar su presencia, pero creo que ha sido lo mejor. Al fin le ponía cara al que me había destrozado la vida.
Ahora sí estiro con fuerza de su mano y libero mis labios que quieren hablar: — Sergio, ya estoy aquí, contigo. Va todo bien. —Insisto.
Pero vuelve a sacudir su cabeza, esta vez para expresar negación.
— No Lola, no. No va todo bien. —Expresa, recuperando el tono relajado de su voz.
¿Sabes que no ha pasado nada entre nosotros? —Me cuenta. Y yo me muestro confusa.
— No ha pasado nada. No hemos discutido. Ni nos hemos peleado. No le he roto la nariz.
Sonríe, pero yo no lo hago.
— Solo hemos intercambiado un par de palabras para acordar que saldríamos a buscarte en aquellos lugares donde pudieras estar, mientras Laura se ha quedado en casa por si volvías. —Hace una breve pausa porque se le rompe la voz.
Esta vez soy yo la que pese a quererlo hacer, no puedo articular palabra. Le escucho decir: — Yo he sido el primero en volver a casa. ¿Y sabes qué? Me ha dado rabia. Me ha dado muchísima rabia pensar que él seguía en la calle porque él tenía en su lista, más lugares en los que buscarte, porque imaginase que podrías estar allí. Me ha matado pensar que él te conocía mejor que yo. Incluso después de tantos años. —Se le cae una lágrima. — Conforme pasaban las horas, mi rabia se convertía en desesperación. Sólo quería que te encontrara. Me daba igual lo que pasara después. Si querrías quedarte conmigo, si querrías marcharte con él. Me daba igual, Lola. Sólo necesitaba saber que estabas bien, estuvieras con quien estuvieses.
Pero bien.
— Mi vida… —Musito, y le acaricio la mejilla.
— Mientras él te buscaba, yo necesitaba encontrar algo que me sirviera para localizarte.
He abierto de nuevo tu portátil y he encontrado tu blog. ¡Hace tanto tiempo que sé que escribes de noche y nunca he parado a pensar el qué y sobre qué! ¡Lola, escribes en un blog!
— Déjame que te lo explique…
— Ya no hace falta, Lola. No te reprocho que lo hagas. Lo empezaste muchos años antes de conocerme. Pero no me habías hablado nunca antes de él. Ni de Aitor. Joder, Lola…
He leído lo que escribías sobre Aitor. ¡Cinco putos años enamorada de él!
Por un segundo temo que recupere la actitud de hace dos noches. Pero no lo hace.
— ¡Era tan fuerte todo eso que sentías por él! ¡He sentido tantos celos! Tanta envidia…
Me he sentido un gilipollas ¿sabes? Como si fuera yo el que os está separando a vosotros.
Como si fuera el que me he metido en medio de una relación de casi diez años. ¡Un completo gilipollas! Como si el que tuviera derecho a recriminarme fuera él. Como si en cualquier momento fuera a acercarse y a romperme la nariz, por meterme con su chica. —Llora. Y yo también. — Como si no me pertenecieras ahora, y como si nunca me hubieras pertenecido.
— ¡Sergio! —Ahora soy yo quien le tapa la boca, aunque él enseguida se la libera: — Esa es la verdad. Nunca has sido mía.
— ¿Has leído lo que explico sobre ti? —Pregunto enérgicamente. — ¿Acaso has leído lo que me hiciste sentir? Cuando te conocí. Cuando me dijiste «Te quiero». Cuando dormimos juntos por primera vez. Cuando conocí a tus amigos. A tu familia. Y tú a la mía. Cuando me instalé en tu casa. Y aquella cena de Navidad, cuando pegaste a Robert. —Arqueo los labios para sonreír. — ¿Y cuando me pediste matrimonio? La primera vez, con el anillo de chuche.
De regaliz.
Asiente con la cabeza.
—¿Lo has leído acaso? ¿Has leído todo esto? ¡Joder Sergio! ¡Te quiero! ¿Vale?
— ¡Sí! Claro que sí. Claro que lo he leído. Y he revivido cosas que ni siquiera recordaba que hubieran sucedido, o que hubieran sido tan especiales para ti. Claro que me quieres. Y te he hecho feliz, ¿Eh? Lo sé. Y tú a mí también. Muchísimo. Pero este trocito de historia se ha colado entre la vuestra, y te diste cuenta cuando el anillo dejó de ser de regaliz.
— ¡Eso no es cierto!
— Sí que lo es. Y te entiendo. Tú misma lo dijiste. Lo escribiste, mejor dicho. Escribiste sobre tus miedos, tus dudas, tu espinita clavada…
— Tenía derecho a sentir presión. ¿No crees? —Le recrimino.
— Claro que sí. Yo también estaba acojonado. Pero tenía miedo de no hacerlo bien, de no saber hacerte feliz, de que algo saliera mal y no fuera para siempre. Pero nunca tuve dudas de que fueras tú. No tenía asuntos pendientes con otras personas. No tenía una historia sin terminar.
— Yo tampoco.
— Sí la tienes, Lola.
Pone su mano sobre mi cara y coloca varias veces, un mechón de pelo detrás de mi oreja. — Y tienes que decidir qué hacer: si continuarla o terminarla. —Expone.
— Estoy aquí. Ya la he terminado, acéptalo. Me quedo contigo.
— Así no, mi vida. No lo puedo aceptar. Es como si después de saber lo que sentías por él, te obligase a quedarte conmigo.
— Pero no me obligas, lo elijo yo. Te quiero a ti. Lo nuestro funcionará.
— Lo nuestro funcionaría. Y funcionaría porque me serías fiel. Porque eres la persona con los principios más firmes que he conocido en mi vida. Y si prometieras quedarte conmigo toda la vida, lo harías, aunque siguieras enamorada de él. Y yo no quiero eso.
Retira la mano de mi cara y continúa:
— Yo no me merezco eso. Yo quiero que te quedes conmigo por amor. Pero no por el amor que sé que me tienes, y que es grande. Quiero que te quedes conmigo con el amor que le tenías a él. Porque es así como yo te quiero. Es eso lo que me merezco. Mírame, yo sé lo que valgo, y yo valgo más que tu compasión. Yo no soy la limosna de nadie. Yo voy a encontrar el amor. Y si no es contigo, será con otra. —Ésto último hace que me dé un vuelco el corazón.
Recupero su mano entre las mías y la coloco nuevamente en mi pelo.
— Cállate Sergio. No dejes de tocarme. —Le pido.
Me acerco aún más a su cuerpo. Veo que quiere hablar y lo acallo con un beso. — Lola. — Susurra, y lo vuelvo a besar. Deslizo mi mano por su torso desnudo y continúo en mi labor de acallarlo.
Pego mi cuerpo al suyo y me levanto la camiseta del pijama para dejar en contacto mi piel con su piel. Muevo mis caderas y voy notando como aprieta contra mi muslo su emergente erección.
Deslizo estratégicamente, mis labios hasta su oreja y jadeo levemente pausando mi respiración. Él me imita, y me besa la clavícula, el hombro, lo muerde, lo lame. Deslizo con un movimiento sutil, el culotte que me hace de pijama, hacia mis piernas, mis rodillas, mis pantorrillas, y finalmente me los saco por los pies.
Voy en busca de una de sus manos, para colocarla sobre mi sexo. Y me muevo. Hago lo mismo con la mía. Agarro su pene erecto al cien por cien, y lo manoseo de arriba abajo. Le gusta. Se excita. Gime. Me introduzco bajo la poca sábana que todavía nos cubre nuestras partes íntimas, y voy en busca de él. De su punto débil en este momento. Sigo moviendo su miembro al mismo ritmo, y pronto sustituyo mi mano por un lametón. Y luego otro. Levanto la cabeza y lo veo gozoso.
— Sergio. —Exclamo.
Y me mira. Continúo con la maniobra e introduzco su pene en mi cavidad bucal. No dejo de mirarle. Me pone ver cómo se excita conmigo. Continúo succionando su pene. Más deprisa, más lento, apretando, soltando. Le gusta. Acaricio con mi mano sus genitales, y vuelvo a escucharle Gemir.
— Oh, Lola. —Me dice. — ¡No pares! —Y no lo hago.
Bajo la mirada y me concentro en hacerle gozar. Acelero con habilidad y siento un pequeño espasmo que lo sacude.
De pronto, coloca sus manos en mis axilas y tira de ellas hacia arriba dejándome a la misma altura que él. Se coloca sobre mí, agarra su sexo con una mano, acaricia el mío con la otra en busca del orificio de entrada, y me penetra.
— Mi niña, te quiero. —Me dice. Y me lo hace con suavidad.
Despacito, muy lento, cálido, húmedo. Se mueve y me llena con su ser. Es dulce, es tierno, es intenso, es casi irreconocible. No es el de hace dos noches, y me alegro por ello, pero tampoco es el Sergio de siempre. Esta es otra forma nueva de hacerme el amor. Sé que no me está simplemente follando. Como le gusta decir a él. Sus manos acarician mis mejillas, mi cuello, mi pecho, mi vientre. Hace el recorrido de arriba abajo varias veces lento. Muy lento. Y
sin dejar de moverse dentro y fuera de mí. Empuja intenso pero esta vez no duele. Al menos no físicamente, esta es otra manera de doler. Duele lo que percibo como una despedida. Él sonríe, y creo que ni parpadea. Como si no quisiera perderse cada detalle de éste momento.
Yo me niego a creer que esta vaya a ser nuestra última vez. Intento zafarme y ponerme yo encima, pero no puedo, no me deja. No desea dejarme coger el control.
Trato de decirle que le quiero y me interrumpe a la mitad: — ¡Shhhhhhh! —Escucho. Y me besa. Enredo mi lengua con la suya con pasión, e incluso a esto le echa el freno.
Le pido que acelere y no quiere. Acelero yo y me retiene con la mano en mi vientre. Insiste lento. — Se está despidiendo joder. —Me quejo para mis adentros. Trago saliva y contengo una lágrima. Jadeo.
— Muévete. —Le pido. – Hazlo, joder.
— ¿Quieres que acabe?
— Quiero que nos corramos. Como siempre. —Y matizo el «como siempre» porque eso es lo que quiero que siga pasando. Que siempre lo sigamos haciendo.
Me obedece y acelera. Aumenta el ritmo de sus empujones y también la intensidad. Sé que no le va a costar nada, pero yo tengo la mente ocupada en demasiadas preocupaciones y no voy a poder. Lo sé.
— Muévete más. Más rápido.
— Lola, me voy. Me corro. — Me advierte. Y lo hace.
Levanta la cabeza hasta lo más alto y exhala con fuerza, al mismo tiempo que lo siento rellenarme con todo su amor. Calentito, húmedo, pringoso. Ahí está él, dentro de mí. Y yo con los músculos de mi pelvis contraídos para que no se le ocurra salir. Se deja caer sobre mi pecho y me susurra:
— ¡Gracias!
— ¿Gracias? ¿Ha dicho gracias? —Me pregunto. — ¿Me está dando las gracias?
Quiero gritarle y preguntarle por qué coño me ha dicho gracias el hijo de puta. ¿De verdad va a dejarme? ¿Lo está haciendo ya? —No digo nada.
Él sale de mi interior y se coloca a un lado, con un brazo por encima de mí. Yo me giro dándole la espalda, pero sin salir de debajo de su brazo, y me encojo, subiendo las piernas, los hombros, apretando los labios y los ojos, frunciendo el ceño, y sintiéndome empequeñecer por momento.
— ¿Quieres ducharte conmigo? —Pregunta, pasados apenas cinco minutos.
— Sí.
Y me levanto yo primera y me dirijo hacia al lavabo sin hablar.
Nos duchamos en silencio. Él se empeña en estar cariñoso. Me enjabona, me enjuaga, me sonríe. Me bromea.
Yo me muestro más distante. Más fría. No puedo dejar de pensar: — ¡Me ha dado las gracias! —Me digo.
Antes de entrar nuevamente en la cama, miro mi reloj. —Son las tres de la mañana. —Dice, ha debido de mirarlo él primero. — ¡No vamos a dormir nada! —Continúa.
— Lo sé.
— Lola. Este es el plan. —No lo miro, no puedo. Pero sabe que lo oigo atenta, así que continúa: — Mañana me iré a trabajar. Pediré hacer un turno doble, por lo que no vendré a casa en un par de días. Tómate tu tiempo, vete a trabajar, vuelve, descansa, y luego vete de casa, por favor. —Me suplica. Le he oído tragar saliva. Ahora trago yo.
— No te estoy echando, ¿Lo sabes?
— Lo sé. —Respondo seca.
— No te estoy echando. Sobretodo entiende eso. No te estoy echando. Yo quiero que te quedes. Pero no así. ¿Lo entiendes?
— Lo entiendo. —Vuelvo a contestar concisa.
— Mi vida, necesito que esto se acabe. He perdido la fe en nuestra relación. Necesito que me pierdas y perderte. Que me eches de menos y quieras volver, pero no por la costumbre de tenerme, sino porque te hayas dado cuenta que soy ese tipo de amor del que tardarías en olvidarte mucho más de cinco años.
No le interrumpo ni con una palabra, ni con un gesto. Con nada. Tiene razón. Y no quiero marcharme. Pero tiene razón.
— Sé cómo debes de haberte sentido, cuando estuviste con él, y volviste a casa conmigo. Te sentías fatal ¿A que sí?
Afirmo.
— Pues aún podemos arreglarlo. Vete, aléjate de mí y aléjate de él también. Déjate llevar por lo que sientas y actúa en consecuencia. Yo estaré esperando a que vuelvas, pero convencida de ello. Sin dudas, sin miedos y sin temas pendientes. Si no lo haces, no sufras. Es que no eras para mí.