3
Este cosaco es maricón
Para mantener siempre limpia y jugosa la herida de la puñalada en el corazón, Genaro Medina Jones iba a todas partes con una antigua petaca para el licor llena de agua oxigenada y una pitillera de plata con alhucema, semilla que tenía la virtud de sahumar la llaga como el picón de los braseros e instalarle en el pecho un aroma caldeado y plácido que conseguía distraerle de aquel dolor incurable. A veces, aquel aroma no sólo lo percibía él, y entonces resultaba muy graciosa la cara de estupor que ponía alguien de pronto, al tropezarse con un olor suave y tibio que no tenía ninguna explicación. Eso fue lo que él mismo le contó a Elsa el sábado 9 de octubre de 1999, a las cuatro de la tarde, en el gabinete del piso alto de La Desembocadura.
Elsa golpeó tres veces con los nudillos y con mucha consideración la puerta del cuarto, y enseguida preguntó:
—¿Puedo pasar? Te prometo no poner a prueba tus dotes de seductor.
Pero cuando el hombre que estaba de espaldas e inclinado sobre un secreter, escudriñando con perceptible ansiedad uno de los cajones superiores del mueble, se dio la vuelta, Elsa descubrió —con el asombro risueño de quien encuentra por pura casualidad un viejo y querido obsequio de un amor perdido, que creía extraviado para siempre— que no era quien ella había imaginado.
—Vaya —dijo—, creí que eras Leo, el marido de mi hermana Magdalena.
—Sé perfectamente quién es Leo, y daré por supuesto que no has tratado de ofenderme —dijo el hombre de mediana edad y rostro demacrado, pero expresión burlona, que ahora la miraba sin que, al parecer, sintiera la menor curiosidad por saber qué demonios estaba ella haciendo allí—. Soy Genaro Medina Jones.
—Sé perfectamente quién eres, Genaro Medina Jones. Te habría reconocido hasta en medio del gentío que llena Harrod’s el primer día de rebajas. Lo que no entiendo es por qué te permites sospechar que trataba de ofenderte.
—Con las comparaciones, aunque sean tan vaporosas como la que acabas de adjudicarme, hay que tener siempre un cuidado exquisito, querida.
Elsa pensó un instante en lo que Genaro acababa de decir, e inmediatamente entendió a lo que se refería.
—No veo qué puede tener de ofensivo que te confunda con Leo. —Elsa entró en el gabinete y cerró la puerta, como si diera por sentado que ya no habría quien la privase de mantener una larga conversación—. Leo fue un hombre guapísimo.
—Tú lo has dicho: fue.
Genaro puso entonces en movimiento toda su languidez, y acabó tomando asiento, con la provocativa elegancia que siempre le caracterizó, en el mismo butacón, ya innumerables veces tapizado, en el que Carmen Osorio estuvo esperando de madrugada a que Herminio López terminase de ponerle los calzoncillos a Vladimir. Mientras, fue diciendo:
—Leo es la prueba más sobrecogedora que conozco de que mantenerse vivo, a partir de cierta edad, estropea horrores. La verdad es que tengo que estarle agradecido al canalla de Diego Cortés por haberme dado aquella puñalada que resultó fatídica y derramó el escándalo por toda la ciudad, como escribió el cursi de Fali Baena en el periódico.
—Puedo sentarme, ¿verdad? —y Elsa pensó enseguida: «Qué barbaridad. Esto es el colmo. ¿Quién se habrá creído este perfumado gladiolo que es, para que yo tenga que pedirle permiso para sentarme?». Claro que también tuvo que admitir a continuación que, en realidad, él no la había obligado a nada.
Genaro se echó a reír de un modo tan refinado que Elsa se sintió halagada como si acabase de ser objeto de un anticuado, pero encantador cumplido.
—Faltaría más —dijo Genaro—. Estás en tu casa. ¿O no? Porque, de verdad, ¿de quién es la casa, a estas alturas?
—De Magdalena y mía. Pero eso carece ya de la menor importancia, al menos por lo que a mí respecta, ¿no crees? Te imagino enterado de que estoy agonizando.
—Algo he oído, sí —reconoció Genaro—. Y encuentro adorable que seas una agonizante tan dicharachera.
—Y yo tengo que admitir que, para estar muerto desde 1928, te conservas divinamente. Seguro que el pobre Leo daría un ojo de la cara por conservarse la mitad de bien de lo que te conservas tú. Me perdonas, ¿verdad?, por haberte confundido antes con semejante adefesio.
—Y con semejante mujeriego, no lo olvides —dijo Genaro, y se encogió un poco, como si acabara de sufrir un escalofrío—. En el fondo, eso es lo peor. No te lo tomes a mal, pero la sola idea de que tú hayas imaginado durante un solo segundo que yo podía seducirte hace que se me indisponga la herida.
—¿Qué herida?
—La de la puñalada.
Y entonces Genaro Medina Jones le contó a su sobrina lejana Elsa Sheenan, en el gabinete bañado por la luz de pálido color caramelo de una tarde de otoño de 1999, la historia de la puñalada en el corazón: cómo seguía abierta la herida desde aquel día de 1928, y cómo él la limpiaba constantemente con agua oxigenada y la perfumaba con espliego, para que no cogiera infecciones ni mal olor. Y añadió:
—El que estés muerto no significa que tengas que ir por ahí oliendo a muerto.
Pero Elsa no necesitaba aquella aclaración. Comprendía muy bien que un muerto —o un agonizante, que para el caso venía a ser lo mismo— también tiene sus obligaciones, y que, si el difunto sale inquieto y dispuesto a no anquilosarse, evitar apestarlo todo es el mínimo de consideración que el prójimo puede exigir. Ella misma se lo había dejado claro a Irene, cuando no tuvo más remedio que aceptar que no podía valerse por sus propios medios para asearse: «Sobre todo, mucha higiene, prométemelo. Ocúpate tú si es necesario. Estas enfermeras son encantadoras, pero me parece que tienden a pensar que cuando estás en las últimas no necesitas lavarte demasiado». Y la verdad es que Irene había atendido la petición con un celo y un cuidado que nadie, y mucho menos su madre, le habría podido suponer.
Sonaron los cuartos en el hermoso reloj de pared que siempre había estado en el descansillo de la escalera, y el breve aviso musical se filtró por los tabiques del gabinete como el trino momentáneo y lleno de coraje terminal de un jilguero emparedado.
—No tendrás queja de mí —dijo Elsa—. Huelo a relimpia.
—Todavía no estás muerta del todo, que yo sepa —replicó Genaro—. ¿O eso que acaba de oírse era tu último suspiro?
—No seas ganso, Genaro Medina Jones. Sabes perfectamente que era el reloj del descansillo de la escalera.
—Imposible, querida. Ese reloj lo vendió tu guapísimo cuñado Leonel Antunes de Almeida, sin que Magdalena se enterara hasta que descubrió que la pared estaba vacía, en 1984, para que Papá Noel le trajera una raqueta de tenis.
Elsa recordaba muy bien la carta en la que Magdalena le daba la noticia, con la escueta desgana de un parte médico habitual: «Hemos vendido el reloj de pared del descansillo de la escalera. Hacían falta algunos arreglos de fontanería». Pero no pensaba darle a Genaro el gusto de escandalizarse por la mentira de su hermana —que, por otro lado, a lo mejor no era una mentira exactamente, pues comparar a Leo con un grifo tampoco se le antojaba descabellado—, así que dijo:
—Veo que lo sabes todo sobre esta casa. Has estado viniendo mucho por aquí, ¿verdad?
—Bastante —admitió Genaro, y no le dio tiempo a Elsa a acordarse por su cuenta de que, en boca de muchos andaluces, «bastante» significa la mayoría de las veces «muchísimo»—. Vengo todos los días, excepto los fines de semana, y a estas horas, cuando todo el mundo, incluida María Buena, duerme la siesta.
Genaro no paraba de frotarse, unos contra otros, los dedos de la mano derecha, y Elsa recordó lo ansioso que parecía, rebuscando en el cajón del secreter, cuando ella entró en el gabinete.
—¿Qué buscabas?
—¿Perdón?
—Digo que qué buscabas en el secreter cuando yo entré. No irás a decirme que eres un muerto que se dedica al hurto menor, como si fueras el hijo adolescente de una familia desestructurada afroamericana del Bronx…
Genaro suspiró con el patetismo de quien va a confesar una espantosa tragedia personal. Aquel suspiro sonó, curiosamente, igual que el carillón del añorado reloj de pared.
—Cigarrillos —dijo—. Es una debacle. Desde que tengo que ir a todas partes con la petaca del agua oxigenada y la pitillera con alhucema, no puedo llevar también una pitillera con cigarrillos. Me echaría a perder la figura.
Elena compuso esa expresión de arrobo que se les pone a quienes descubren de pronto que están con uno de los suyos. Era algo que había aprendido a hacer muchos años atrás, para evitar que alguien advirtiese que la guasa estaba apoderándose de su interlocutora y parase de decir entretenidos desatinos.
—No sabes cómo te comprendo, Genaro Medina Jones… —dijo Elsa—. Te mueres, te dejas llevar por la depresión, te descuidas, y en un santiamén te encuentras hecho literalmente polvo, o algo peor, en una fosa común. Sólo de pensarlo se me pone carne de gallina. Además —y en aquel momento no pudo evitar un pícaro guiño de ojos—, Vladimir dejaría de hacerte caso, ¿no es cierto?
Pero Genaro se puso muy digno y dijo:
—Ni me lo mientes.
Se levantó. Durante unos segundos hizo el paripé de que estaba mareado por el cambio de postura, y enseguida se dirigió al secreter, procurando mantener un leve contoneo que sin duda pretendía que se entendiese como consecuencia de una lastimosa desorientación. En cualquier caso, a Elsa le pareció admirable que hubiera sido capaz de aparentar aquella dejadez irónica y refinada durante toda la conversación, cuando era evidente que había estado todo el tiempo al acecho de la menor oportunidad para correr en busca de los cigarrillos. Ahora volvía a verlo de espaldas, y desde luego se fijó en su figura depuradísima. Era un modelo de esbeltez, con el terno de buen paño, y de un gris ceremonioso, ceñido con temeridad, pero sin agobios, y Elsa entendió lo que había querido decirle: el traje estaba cortado para soportar sin deformaciones a la altura del pecho una petaca y una pitillera, transportadas en los bolsillos altos e interiores de la chaqueta alevitada, pero otra pitillera más, aunque fuera en los bolsillos bajos de la chaqueta, o en los del chaleco, o en los del pantalón, habría arruinado no sólo la pureza de la línea conseguida por un sastre sin duda muy experto, sino también la rara armonía entre lo corporal y lo textil que permitía que aquel hombre, vestido allí de aquella manera, resultara sólo vagamente inhabitual.
Menos mal que Genaro había encontrado por fin una tabaquera de mesa con cigarrillos rubios y perfumados, y ya había encendido uno y se concentraba en el placer del humo embadurnado de nicotina, que le envolvía como una niebla calmante el corazón malherido, de forma que Elsa consideró que no era impertinente abordar de nuevo el asunto de Vladimir.
—Vladimir tuvo la culpa de todo. Lo sé.
Genaro se volvió hacia ella, y sostenía el cigarrillo entre los dedos a la altura de las cejas, como si fuera un exquisito frasco de suero de inimaginable calidad.
—¿Lo sabes? —Sin duda lo consideraba encantador—. Qué raro. Todo el mundo le echaba la culpa de lo mío a mamá.
—Todo el mundo menos Carmen Osorio, Genaro Medina Jones —dijo Elsa, procurando no excederse en la solemnidad de la frase, aunque la solemnidad, en una revelación así, era imposible evitarla del todo.
Y, entonces, Elsa Sheenan le contó a su tío lejano Genaro Medina Jones lo que su madre le había contado a ella el día del asesinato, cuando ambas recibieron juntas la noticia y Carmen Osorio palideció y murmuró, casi sin darse cuenta, que lo sabía, que llevaba más de tres años presintiéndolo, que el verdadero culpable era el beso del cosaco; y después, ante las insistentes preguntas de su hija, le fue desvelando la larga cadena de desdichas enlazadas por la marca de nacimiento que algunos miembros de la familia Medina tenían en la base del cuello, junto a la clavícula izquierda. Y en aquel momento Elsa comprendió que la leyenda del beso no era una de aquellas patrañas que las criadas les contaban a los niños al anochecer —todos alrededor de la mesa de la cocina en invierno; en el porche chico en verano—, sino una fuente de calamidades muy románticas y de pasiones arrebatadoras que ella también quería probar. Aquella misma noche, con un lápiz de labios de su madre de color sangre, Elsa volvió a pintarse después de mucho tiempo, a escondidas, en la base del cuello, junto a la clavícula izquierda, una marca con la forma de la huella de los labios de un hombre.
—Un poco exagerado —dijo Genaro—. Tu madre se pasaba horas leyendo novelas, si no recuerdo mal.
—Mi madre era la única que sabía la verdad —protestó Elsa.
—Te equivocas, pequeña. Mi madre siempre la supo. Y creo que se habría llevado un disgusto horroroso de haber descubierto que no era la única.
Elsa pensó que resultaba grotesco, e incluso irrespetuoso, que aquel figurín démodé y acaramelado llamase «pequeña» a una señora de su edad, que encima estaba agonizando. Pero también recordó que ochenta años antes, cuando ella era de veras pequeña, tío Genaro Medina Jones siempre la trataba así: «Hola, pequeña»; «La próxima vez quiero ver que has crecido por lo menos dos centímetros, pequeña»; «Hazle un insignificante favor al tío Genaro, pequeña», y entonces le pedía que le hiciera algún recado molestísimo, mientras él se sentaba hasta las tantas con su adorable prima Carmen en el gabinete, o en el porche grande cuando llegaba el buen tiempo, a comentar con ánimo constructivo la actualidad, como él decía. Antes de que la actualidad —que casi siempre quedaba reducida, por falta de tiempo, a los ajetreos sentimentales de la gente conocida, y al vestuario de reciente lucimiento por parte de la misma gente— sucumbiera al ánimo constructivo de Genaro Medina Jones, su adorable prima Carmen siempre le preguntaba cariñosamente por la tía Vivien.
Por supuesto, la tía Vivien estaba amargada. Su hijo Genaro lo admitía con adorable sinceridad: «Está amargada. Pero no le faltan motivos. Mi padre sólo le hizo faenas, una detrás de otra, todas imperdonables».
Y es que Vivien Jones no había tenido suerte en la vida, según reconocía todo el mundo, a pesar de que la pálida y desconfiada inglesa que se había casado jovencísima con Valentín Medina Ríos, quince años mayor que ella, nunca había sido santo de la devoción de nadie. La gente comprendía que era una desgraciada, pero también una antipática y una resentida que no estaba dispuesta a pedir un poco de compañía y de consuelo, así que consideraba que sus desgracias se las tenía merecidas con creces, aunque fuera, como solía decir el cursi de Fali Baena, con carácter retroactivo. Y Valentín Medina, su marido, enseguida sucumbió a un confortable complejo de culpabilidad por el que asumía, con moderadas e infatigables muestras de pesadumbre, que era el único responsable de que Vivien fuese una mujer desventurada, y que, teniendo en cuenta su probada incapacidad para remediarlo, lo mejor era dejar que fuera infeliz como mejor le pareciese. Valentín, pues, había decidido, a las pocas semanas de instalarse en la ciudad con su flamante esposa, no inmiscuirse en los asuntos de su mujer más que para lo estrictamente necesario. Es decir, para dejarla embarazada dos veces: una en 1882, y otra, malograda, en 1885, cuando Genaro acababa de cumplir tres años.
Naturalmente, la primera faena imperdonable que Valentín le hizo a Vivien fue casarse con ella. Valentín contaba al principio que había conocido a la que se convertiría en su mujer durante unas breves vacaciones en Brighton —y pronunciaba el nombre de la localidad inglesa de tal manera que ni al más palurdo de sus interlocutores podía caberle la menor duda de que se trataba del sitio más elegante de Europa para pasar unos días de descanso—, y que ella era la hija predilecta de un rico matrimonio de rentistas que, desde que tuvieron ocasión de saludarse en el comedor del Gran Hotel de la ciudad, quedó rendido ante el cálido gracejo y la sana pero firme ambición del joven caballero español. Se decía, en cambio, que en realidad la muchacha, recién cumplidos los quince años, se había visto obligada a abandonar el orfanato en el que había vivido desde su melodramático nacimiento, y que, sin parientes que pudieran acogerla ni perspectivas de un trabajo honesto y suficientemente remunerado, aceptó sin vacilar la proposición de matrimonio que un español bastante piripi, y de aspecto algo lunático, le hizo en una taberna de mala muerte en la que ella había entrado para suplicar una taza de té que la librase durante unos minutos del miedo a vivir, y donde él había recalado tras buscar en otros tugurios por el estilo algún motivo poco exigente para seguir viviendo. A partir de ahí, los agravios —siempre cometidos por Valentín con un talante campechano que los convertía, a los ojos condescendientes de sus familiares y conocidos, e incluso de su propio hijo, en faenas— fueron continuos: el abandono absoluto a un ambiente inhóspito y maledicente, el descalabro económico que obligó a Valentín a vender de mala manera Villa Leonor a su hermano Santos, las consiguientes y eternas apreturas de dinero, los abruptos asaltos sexuales nocturnos que dieron fruto completo una sola vez, una viudez repentina, prematura y tan engorrosa —Valentín sólo dejó deudas invencibles— que ni siquiera pudo proporcionarle a la joven y rencorosa Vivien un poco de alivio. Claro que ella, según creencia generalizada, se había vengado con la taimada alevosía de una Battenberg: introdujo en la estirpe de los Medina el llamativo trastorno de la homofilia. Eso quedó clarísimo el mismo día en que Genaro Medina Jones empezó a andar.
Cierto que, a la muerte de Valentín, durante unas horas, se extendió por todas partes una oleada de piedad hacia la joven viuda que habría podido calmar un poco, aunque sólo fuera por un modesto cambio de actitud hacia ella por parte de la familia, su futuro desdichado. Pero en el cementerio, durante el entierro, ocurrió un estentóreo y corrosivo incidente —inexplicable para todo el mundo, menos para Vivien y su hijo Genaro— que terminó por condenar a la inglesa al más absoluto aislamiento y al más despectivo y total repudio, actitud nada caritativa en la que tomaron parte incluso los ministros de la Santa Madre Iglesia, también ellos testigos estupefactos de aquel escarnio inolvidable. Genaro tenía entonces catorce años. Era el único que conocía, además de sus propios padres, las pedregosas intimidades del número 28 de la calle Ruiz de Elvira, la casa en la que se refugiaron, sin servicio y casi sin mobiliario, después de la explosiva ruina de Valentín. Desde que tenía uso de razón, Genaro llevaba oyendo a su madre prometerle a su padre, al menos dos veces por semana —como si se lo hubiera impuesto a sí misma con el rigor de una larga penitencia—, con aquella voz apagada y crujiente que producía en quien la escuchaba un desconcertante desasosiego: «Cuando te mueras, escupiré sobre tu tumba». Vivien, por cierto, que nunca llegó a hablar castellano como está mandado, tropezaba sin remedio en todos los verbos, menos en el verbo «escupir», que pronunciaba de forma irreprochable. Y ahora Valentín se había muerto, y en el cementerio, acompañando a la viuda impávida y al huérfano alerta como un pájaro que presiente el peligro, había mucha más gente de lo que nadie hubiese podido esperar —porque la gente siempre está dispuesta a darles prestancia a los entierros, sobre todo si pueden ofrecer oportunidades de chispeante y contagiosa distracción—, y el sepulturero estaba ya rematando su faena en medio del silencio sin concesiones que corresponde a tan pavoroso trance, y ya iba encajando la lápida en la embocadura de la fosa cuando Genaro vio de pronto el cartel, y casi al mismo tiempo, sin poder permitirse ni un segundo de reflexión, le susurró a su madre —que se había negado a quedarse en casa, según la costumbre española que establecía que las mujeres no iban al cementerio—: «Mira», y le hizo un gesto con la cabeza en la dirección en la que debía mirar, y Vivien miró, y vio el cartel que decía: POR RAZONES DE HIGIENE, SE PROHÍBE ESCUPIR. A los dos les entró al mismo tiempo un atragantado, pero cada vez más escandaloso, ataque de risa, y en aquel momento Vivien Jones acabó de firmar su sentencia de réproba.
Elsa adivinó que Genaro estaba recordando aquel episodio al mismo tiempo que lo recordaba ella —aunque no se le notase afectado, ni triste ni divertido, sino solamente absorto—, y dijo:
—No se te nota nada.
Genaro abandonó de golpe el aire de distracción.
—Querida —dijo—, a mí se me nota todo desde que tenía un año. Mis primeros pasos fueron deslumbrantes.
—Soy una mujer de mundo, Genaro Medina Jones —le advirtió Elsa—, así que no te hagas conmigo la escandalosa. Me refiero a que no se te nota en absoluto lo mucho que sin duda tuviste que sufrir en tu infancia.
—Naturalmente. A la verdadera gente bien, por mucho que se arruine, nunca se le nota el sufrimiento. Es de pésimo gusto ir por ahí hecho una dolorosa.
—Lo sé —dijo Elsa, encantada—. Lo he sabido desde que aparecías por casa, cuando yo era un renacuajo, para ponerte morado de cotillear con mamá. Sé que eres capaz de cualquier cosa con tal de convertirlo todo en alta comedia.
Genaro arqueó las cejas:
—Menos de escupir sobre la tumba de papá… La higiene es lo básico. Desde luego, nadie ha tenido que decirme nunca eso tan chabacano de «alegra esa cara».
—¿Ni siquiera cuando Diego Castro te dio la puñalada en el corazón?
Nada más decirlo, Elsa temió haber ido demasiado lejos, aunque la verdad es que hizo la pregunta sin ningún ánimo de reproche, sin la menor intención ofensiva o desafiante, sino más bien con asombrada curiosidad: le parecía extraordinario que Genaro se hubiera enfrentado a su muerte, tan prematura y tan violenta, sin perder la jovialidad. Cierto que su propia agonía estaba resultando de lo más risueña, pero a fin de cuentas ella era una nonagenaria que llevaba meses esperando, en aquella habitación tan confortable y tan carísima de The Rainbow House, lo que normalmente se llama «el fatal desenlace» —aunque ella intuía que el desenlace en cuestión iba a ser la mar de entretenido—, y desde luego no es lo mismo comprender con radiante serenidad que has llegado al final del trayecto después de una vida de lo más variada y en excelentes condiciones, que encontrarte de sopetón con un navajazo en mitad del pecho, asestado por un joven amante que te tenía trastornado el sentido. Pero Genaro se echó a reír con mucho savoir faire.
—Me dejó una herida ideal —dijo—. ¿Quieres verla?
Elsa dijo con la cabeza que sí. Genaro volvió a reír, esta vez por la prontitud y la ansiedad con que Elsa había aceptado el ofrecimiento de verle el tajo abierto e incurable allí donde hombres y mujeres amarran sin remedio sus deslumbres y su desesperación. Luego, empezó a desabrocharse con la malicia irónica de un maduro imitador de strippers el chaleco de franela mullida y la camisa blanca de algodón, y de cuello largo y volandero, y dijo:
—Acércate, pequeña.
Lo que Elsa vio fue un corazón cárdeno y tembloroso, abierto por la mitad casi por completo, como consecuencia de aquella puñalada que parecía tan reciente como su propia mirada. De hecho, sintió como si ella estuviese acuchillando con los ojos un corazón tan imprudente y tan desabrigado. Era, sin duda, un corazón lleno de apegos y abandonos, y Elsa comprendió que fuese blanco fácil para cualquier navajazo inclemente. Le entraron ganas de acariciarlo, pero Genaro le adivinó la intención.
—Cuidado, pequeña —y apenas consiguió disimular que aquello era una súplica—. Me temo que hace por lo menos una hora que no te has lavado las manos. Tengo un corazón insoportable, lo coge todo.
—Está impecable —dijo Elsa, aunque de verdad lo que quería de pronto era hundir los dedos en aquel músculo palpitante como un hermoso perro maltratado y dócil, y arrancar para siempre las raíces que en él hubiese dejado enterradas el dolor—. Y huele de maravilla.
—Lo limpio constantemente con agua oxigenada. Y le echo alhucema. Claro que eso procuro hacerlo en privado, para no andar por ahí soltando humo por el pecho como si fuese una cafetera.
Genaro consiguió que ella le mirase a los ojos, y la obsequió con una sonrisa lo bastante frívola como para recordarle que no era el momento de hacer un serial. Elsa, en medio de todas sus frescuras, siempre había tenido a gala el saber respetar el pudor ajeno, así que dijo:
—Cuando eche ese humo tranquilo y oloroso que le ponga la alhucema, lo que seguro que parece es un brasero. De diseño, of course.
—Yo diría que más bien un pebetero —propuso alegremente Genaro—. Es mucho más fino, reconócelo.
—Tienes razón —convino Elsa—. Tener un corazón como un pebetero es finísimo. Y, anda, tápatelo, que puede coger cualquier microbio, o…
Elsa hizo una pausa de actriz nada eximia, pero dueña de todos los trucos del oficio, y añadió:
—O poner nervioso a Vladimir, claro.
Genaro hizo con la mano con la que sostenía el cigarrillo un afiligranado gesto de protesta. Luego, cerró teatralmente los ojos y suspiró: estaba claro que, según él, nadie podía dudar de que sólo oír el nombre de Vladimir le agotaba. Y la voz le salió tan quejumbrosa que hasta el más rudo de los estibadores se daría cuenta de que estaba siendo víctima de una sofisticadísima mortificación.
—Ya te he dicho, querida —se lamentó—, que no me interesa lo más mínimo ese espantapájaros. Y eso que lleva más de un siglo tirándome los tejos. Por cierto, ¿qué hora es?
—Probablemente, cerca de las seis —contestó Elsa—. Dentro de nada se levantarán todos de la siesta.
—Uy, tardísimo… Y no diré, desde luego, que he perdido la tarde por tu culpa, pero en mis circunstancias ya no se sabe qué es mejor, si hacer lo que quieres a toda costa, o dejarte llevar por la improvisación.
Aquellas palabras le resultaron a Elsa enigmáticas. Pero no tanto porque no entendiera su significado como porque, de pronto, descubrió que reflejaban un leve desconcierto que, de algún modo, ella compartía. Y le intrigaba aquella coincidencia cuando, después de todo, Genaro y ella aún estaban en orillas diferentes. Vio que Genaro, aquejado ahora de una visible pero deportiva resignación, se disponía a marcharse, y pensó: «¿Qué vendrá, de verdad, a buscar aquí?».
—Otro día te lo contaré —dijo Genaro, burlón, y entonces Elsa se dio cuenta de que había pensado en voz alta—. Claro que tú también tendrás que contarme a qué has venido.
—A dar una fiesta. —Elsa no tenía el menor interés en guardar el secreto sobre sus propósitos, sino todo lo contrario—. Y no te hagas de nuevas, seguro que lo sabías perfectamente.
—Algo había oído, en efecto. Aquí las noticias vuelan, y da igual que estés vivo, muerto o en coma. Tú estás en coma, ¿verdad? Nunca he comprendido muy bien en qué consiste eso, lo mío fue casi fulminante, pero en cualquier caso deduzco que lo que quieres dar es una fiesta de despedida.
—Deduces bien —dijo Elsa, y se colgó del brazo de Genaro—. Y estaba pensando que quizás tú puedas ayudarme con las invitaciones. ¿Bajamos?
—Me parece adorable —dijo Genaro—. Todo me parece adorable. Que des esa fiesta de despedida, que yo pueda ayudarte a reunir a los invitados, y que estemos bajando juntos, del brazo, estas adorables escaleras. ¿A quiénes piensas invitar?
—A todos los de la familia que tenéis en el cuello el beso del cosaco —dijo Elsa.
Genaro tensó un poco el cuerpo y Elsa lo notó. Y miró a Vladimir, que allí estaba, al pie de la escalera, aparentando eternamente un desdén que Elsa sabía muy bien que a ella le había alcanzado de lleno, pero que otros Medina estaban en condiciones de desmentir con su marca en el cuello y su vida corta y atormentada. En el vestíbulo, la última luz natural iba desvaneciéndose como una gran nube gris que un viento silencioso fuese borrando con premura. Genaro se echó a reír y exclamó:
—¡Fantástico! La idea es fantástica. Vas a llenar la casa de muertos.
—Ya lo sé —admitió Elsa—. Después de todo, somos una familia marcada por la tragedia.
—Sí —dijo Genaro, muy satisfecho—. Como los Kennedy. Y date prisa porque Magdalena se acaba de levantar.
Se había oído el sonido de una puerta al cerrarse en algún lugar del piso de arriba. Genaro obligó a Elsa a cruzar el vestíbulo con todas las prisas que ambos podían permitirse, y Elsa recordó entonces las muchas veces que, cuando era niña, acompañó hasta la puerta principal a tío Genaro Medina Jones, que siempre fue divertido y generoso. Ya en el porche, antes de irse, Genaro tenía sin falta algo para ella —unas monedas, un primoroso cucurucho de almendras o de garbanzos tostados, una pulserita o un anillo que a veces hasta podían ser de plata…—, y Elsa se quedaba siempre ansiosa de volver a verle. Aquella tarde —mientras lo despedía en el porche principal casi asfixiado por las tapias de color pimienta del polideportivo que el desaprensivo de turno, a cuyo cargo estaba el consabido desbarajuste municipal, había construido al otro lado de la calle, en terrenos robados a la playa, privando con saña a los habitantes de La Desembocadura del privilegio de contemplar un paisaje en el que, desde tiempo inmemorial, se habían ido refugiando los más depurados despojos del sueño y de la memoria—, Elsa también deseó con toda su alma, ahora con tanto predicamento sobre ella, que Genaro volviese cuanto antes. Y Genaro adivinó aquel deseo y, antes de darse la vuelta y emprender un camino que le conducía sin duda a otros lugares en los que había sufrido o disfrutado, se llevó la mano derecha a la altura del corazón, como el mejor modo de expresar con delicada formalidad su compromiso de volver. Luego, Elsa regresó al vestíbulo.
Estaba ya en penumbra, aunque alguien —a buen seguro Magdalena— había encendido desde algún lugar el farol del porche, y la luz trataba perezosamente de asomarse al interior por los cristales emplomados del arco superior de la puerta. Nada había cambiado. Todo estaba igual que cuando Elsa, en aquellos días imprecisos de su infancia, con la marca del beso del cosaco pintada junto a la clavícula izquierda, aprovechando que cada cual andaba a sus cosas, corría a abrazarse a las piernas de Vladimir y permanecía con los ojos cerrados, apretándose contra ellas, con la esperanza de que por fin el cosaco la besara de verdad, aunque fuera con unos años de retraso. Pero Vladimir siempre permanecía impasible, desdeñoso, inconquistable. Y Elsa había llegado a una conclusión definitiva: «Este cosaco es maricón».
Elsa se acercó a Vladimir, le puso una mano en la irreprochable cintura, y le dijo:
—Bueno, cariño, a lo mejor no eres maricón del todo. Pero, desde luego, haces a pelo y a pluma.