Capítulo 1
—Estas son las normas que debes respetar —empezó diciendo Marissa con los brazos en jarras y una expresión seria pintada en el rostro. Había pasado a recogerla a la hora indicada y las maletas ya estaban en el coche, pero antes de dejar el apartamento se vio en la obligación de instruirlo—. Nunca hables con mis padres de sexo. Nunca. Ellos no son tus colegas.
Ben evitó esbozar una sonrisa, puesto que la chica parecía no bromear. ¿Con qué clase de tipejos solía relacionarse? No era su intención comenzar la relación con sus padres con mal pie. Tenía suficiente experiencia en el tema y sabía cómo desenvolverse. Ella no tenía por qué preocuparse. Todo iría como la seda.
—Entendido —la tranquilizó, aunque ella no pareció escucharlo.
—En algunas ocasiones se te permitirá tomarme de la cintura; es más, te aliento a hacerlo. Si quiero que se lo crean, es un mal necesario. Pero te lo advierto: no intentes meterme mano o te arrepentirás.
Él puso los ojos en blanco ante tal amenaza. Ese pensamiento no se le había cruzado por la mente. Solo se le ocurriría meterle mano si fuera la única mujer del planeta. Miró sus vaqueros y la sudadera verde dos tallas más ancha que llevaba. Al menos había tenido el detalle de combinar colores, ya que sus zapatillas también eran verdes. Se preguntó si aquella vestimenta era la más adecuada para presentarse en casa de sus padres. Supuso que para ella sí, pues ahora empezaba a vislumbrar un poco de su personalidad.
Podría decirse que Marissa era bonita, incluso con la coleta, aunque uno debía obviar el hecho de sus ropas y su postura un tanto masculina. Con el rostro cubierto, parecería un adolescente cualquiera.
Si no fuese porque tenía que cumplir con lo pactado, ni se le acercaría. Por lo menos, no de un modo romántico, que es lo que pretendían. ¿Una cita? Ni en broma. No era el tipo de mujer que buscaba. Como mucho para tomar algunas cervezas o lanzar unas canastas.
«Eso me pasa por subestimarla», se dijo. Incluso después de las advertencias de sus amigos. Aunque, mirando el asunto desde cierta distancia, podría haberle salido mucho más caro. Ahora solo tenía que viajar hasta el sur y fingir durante cuatro días ser el novio de Marissa Mills delante de su familia.
«Pan comido».
—Recuerda ceñirte a la verdad todo lo posible, así será más difícil desenmascararnos. Todo comenzó cuando nos conocimos…
—A través de unos amigos comunes y coincidimos varias veces —terminó por ella. Quería que supiera que se había aprendido el guion. Después de repetir la misma cantaleta un trillón de veces, se lo sabía de memoria. Para ser una mujer con nulo interés por su vestimenta, era muy organizada y meticulosa. No dejaba nada al azar y no confiaba en sus dotes para la improvisación. Para todo parecía tener una respuesta preparada. Volvió a repetirlo, para que supiera que se lo había aprendido—: Pasadas unas semanas, me atreví a pedirte una cita. Muy romántico —ironizó.
—Si lo fuera, no se lo creería nadie —puntualizó—. Así que no me cuestiones.
—¿Es así como va a ser? ¿Tú siempre dando órdenes? No pensaba que fueras tan mandona.
—No era mi intención, pero es muy importante para mí que todo salga bien.
—¿Por qué? —se interesó él—. ¿Por qué lo es? Quiero decir, eres muy joven. ¿Cuánta importancia puede tener presentarte con o sin novio?
—Tú no conoces a mi madre —contestó. Luego trató de explicárselo—. ¿En tu familia hay alguna ancianita encantadora que no deja de preguntarte cuándo vas a sentar cabeza?
Él asintió. Conocía unas cuantas así.
—Pues mi madre es más exagerada y eso que solo tiene sesenta años.
En ese tema, la relación con su madre siempre había sido tirante.
Marissa había salido con chicos. Con algunos había durado más y con otros había compartido una experiencia tan breve que apenas era destacable, pero nunca había tenido una relación tan seria y profunda como para presentársela a sus padres. Simplemente no había llegado hasta ese punto. Por eso sentía presión cada vez que regresaba a casa sin pareja. Compartir soltería con su hermana ya no le bastaba, por lo menos esta vez. Por eso, cuando a Regina se le había ocurrido aquella idea sobre novios postizos, nunca la había abandonado del todo.
Llegó a la conclusión de que ninguno de sus amigos valía para la tarea. Regina los conocía a todos y sabía que era imposible que surgiera alguna chispa. Ellos veían a Marissa como a uno más de la pandilla y a Marissa le ocurría lo mismo en el sentido inverso. Por eso tuvo que hacerse con una opción mucho más viable.
Había coincidido con Ben un par de veces. Lo justo para darse cuenta de que él era lo que necesitaba. Y se las había apañado para convencerlo. Bueno, en realidad las cosas no habían sido así del todo. El azar y la suerte habían sido factores decisivos, pero ahora era suyo por cuatro días.
Había tres puntos claves que convertían a Ben en una buena opción.
El primero era el que más llamaría la atención en Constance Mills: Ben trabajaba desarrollando proyectos en una empresa de energía solar y eólica. Ser ingeniero era una profesión cotizada y su madre no lo pasaría por alto.
Era alto y bien proporcionado, sin ninguna tara evidente, e incluso podía calificársele como guapo. A Marissa no le llamaba especialmente la atención, pero en su casa gustaría. Sus hermanas lo puntuarían con un siete o un ocho.
Además, tenía su propio piso en la ciudad. Que no lo compartiera con nadie era un hecho destacable.
Marissa había estado allí la tarde anterior para echar un vistazo. Así, si por casualidad alguien le hacía alguna pregunta, los dos coincidirían. En cambio, Ben pensó que era un comportamiento un tanto exagerado, ya que nadie iba a preguntar por sus muebles o su ubicación, pero ella prefería no exponerse a los caprichosos designios del destino. Sería muy extraño que no supiera cómo era la casa de su supuesto novio.
—Quizás no confías en mí porque apenas nos conocemos, pero te prometo que voy a poner todo mi empeño para que todo salga adelante según lo has planeado.
No sabía si eso era un consuelo, pero ella misma se había metido en aquel lío. Ahora no podía quejarse. Actuaría frente a su familia como una mujer madura y enamorada —aunque no fuera a llevarse el Óscar— y, para cuando todo terminara, se sentirían tan apesadumbrados por la ruptura que tardarían en volver a querer meterla en una relación.
Esperaba que no se encariñasen demasiado con él.
«¿Con cuatro días?», se dijo. Imposible. Era muy poco tiempo.
—Pero no es necesario que trates de hacerte el encantador o algo así. Con que seas natural bastará —le aconsejó.
—¿Ni siquiera con tu madre?
—¡No! —pareció horrorizada—. Con ella menos, o se olerá el embuste.
La imagen que Marissa proyectaba de su madre no era muy halagüeña y, por primera vez desde que Ben se había enterado de cómo habría de pagar su deuda con la joven, se preguntó con qué clase de familia iba encontrarse.
Se temía que los Mills fueran unos excéntricos.
—Tomo nota de tus consejos, pero siempre caigo bien a la gente —hizo un gesto de silencio con el dedo índice cuando se dio cuenta de que ella iba a protestar—. Se nos hace tarde.
Era el momento de ponerse en ruta. Con tanta cháchara ya se habían demorado, por lo menos, media hora.
El Chrysler negro adelantó sin dificultad a los vehículos más lentos que se desplazaban sin grandes agobios por la carretera. El jeep no emitía sonido alguno y Ben lo manejaba con la soltura propia de quienes habían nacido con un gran coche entre las manos. A diferencia de su Ford blanco, pequeño, coqueto, viejo, algo maltrecho y lleno de posibles averías, este mostraba un aspecto impoluto y brillante, tan cómodo y suave que le provocaban ganas de dormir como un bebé. Era una pena que ella estuviera apegada a su coche. Solo la amenaza de desintegración podía obligarla a cambiarlo por otro.
Habían abandonado Toronto en dirección al sur hacía poco menos de una hora. A los pocos minutos ya se observaron las diferencias entre ella y Ben respecto a la música que preferían escuchar durante el trayecto. Cuando iba de visita a su casa o debía cubrir distancias largas, disfrutaba poniendo música pop que la animara y le permitiera seguir la letra a voz en grito. No tenía una voz perfecta, pero se defendía. Su acompañante para esos días había preferido escoger entre una variada selección de discos compactos que guardaba en un compartimento entre los asientos del conductor y del copiloto. Le había dicho que eso lo ayudaba a relajarse y evitar dormirse. En ella, en cambio, obraba el efecto contrario; estaba a un tris de dormirse.
Cuando le había exigido que la ayudara, fue porque tenía una imagen mental de él que no se estaba ajustando a lo que veía en esos momentos. Parecía más serio de lo que había aparentado en las veces que habían coincidido, quizás porque lo habían hecho siempre en un ambiente mucho más informal y relajado. Ahora iba vestido como en un anuncio de colonia, con un pantalón oscuro normal y con un cálido jersey azul claro con parches marrones en los codos. Detrás había dejado la bufanda, a pesar de que ella no creía que fuera a necesitarla. Parecía más bien un complemento más.
Por un instante entró en pánico. ¿Se tragaría su familia que estuviera saliendo con alguien así o había errado en su elección?
Ya no podía echarse atrás.
—¿Estás cómoda? —Ben la miró de reojo cuando ella se movió en el confortable tapizado claro.
—Sí, es un coche estupendo.
«Aunque hubiera preferido ir en el mío».
No obstante, él se había negado a ir en el Ford. Cuando Marissa enumeró las múltiples cualidades del vehículo que ella quería como a un hijo, este se limitó a decir que todo era cuestión de opiniones. También se negó a que ella condujera.
«Los hombres y sus coches», se lamentó con fastidio. Marissa no tenía problemas en dejar el volante de su coche en manos ajenas.
Sacó un chicle del bolso que tenía a los pies, pero, cuando estaba a punto de metérselo en la boca, vio como él la miraba un instante.
—¿Te importa? —preguntó. Solo le faltaba que este no quisiera que se masticara nada en su santuario rodante.
—No —replicó con una media sonrisa, como si adivinara sus pensamientos—. Iba a preguntarte si no te importaría darme uno.
Marissa se apresuró a sacarle el envoltorio a otro y se lo alargó. Ni loca pensaba metérselo en la boca; era demasiado íntimo.
Con Ben concentrado de nuevo en la carretera y tarareando una canción que ella jamás había escuchado, se concentró en el paisaje que la acercaba a St. Thomas.
A pesar de sentirse muy a gusto en Toronto, a veces se sorprendía añorando la ciudad que la había visto nacer y crecer. Sus padres habían vivido en el centro hasta el nacimiento de su hermana Deborah. Ella se había criado en una casa de las afueras rodeada de árboles, buenos vecinos y tranquilidad.
En la actualidad, solo Deborah permanecía en la ciudad, viviendo todavía con sus padres. Su hermano mayor, Brad, responsable hombre casado y padre de dos hijos, vivía en la costa oeste de Canadá. Su hermana mayor, Regina, también se había trasladado a Toronto por motivos de trabajo.
Que los hijos estuvieran alejados del núcleo familiar era motivo de disgusto para los Mills, más concretamente para su madre. Constance Mills deseaba con fervor que todos vivieran más cerca para poder ir a visitarlos con frecuencia y juntarlos a todos al menos una vez por semana. Lo curioso del asunto era que siempre terminaba reprochando su lejanía a las mismas hijas: Regina y ella. Que Brad viviera mucho más alejado que ellas no le parecía tan trágico. Poco importaba que los trabajos de este y April, su esposa, pudieran realizarse en cualquier parte del estado: ella siempre terminaba excusándolos. Su preferida, cómo no, era Deborah, dos años mayor que la propia Marissa y directora, por derecho propio, del Elmwood Resort, un impresionante complejo hotelero de la ciudad, al lado de la reserva Dalewood, que pertenecía a la familia de su prometido. Que esta residiera todavía en la casa paterna había unido más si cabe a madre e hija.
Lo cierto es que no estaba celosa de esa relación. No saltaba de alegría, pero sí se sentía algo aliviada. Su madre era un tanto intensa en sus exigencias y deseos, lo cual la hacía sentirse presionada. Que si el vestir, el trabajo, los amigos, el lugar de residencia, la pareja o la falta de ella… En fin, le suponía demasiado estrés.
¿Que si quería a su madre? Sin duda alguna; y también a su padre, a Brad y a su prole, a Deborah… No carecía de sentimientos, pero ninguno de ellos parecía darse cuenta de que, tras unos días con todos ellos juntos, uno podía llegar a asfixiarse.
Al menos su madre no criticaba a Regina por cuestiones de trabajo. Como diseñadora de interiores en una productora de televisión, tenía el visto bueno de la matriarca. Incluso así, había intentado que la mayor de las hijas buscara algo relacionado con ello cerca de casa, tal vez como propietaria de una empresa de diseños de interiores. Por suerte o desgracia, su hermana querida no estaba por la labor de montar una empresa y había rechazado la ayuda financiera paterna.
En cuanto a Deborah… ¿Qué decir de una hermana que parecía perfecta? Un trabajo maravilloso que la satisfacía y un novio guapo y rico, amén de un estilo exquisito a la hora de vestir. Ella, en cambio, prefería ir cómoda. Su guardarropa consistía en un desfile de pantalones y vaqueros, sudaderas, jerséis amplios y zapatillas deportivas. Con otra cosa que no fuera eso se sentía algo incómoda. Todo eso encajaba muy bien con su estilo de vida más bien desenfadado. Su trabajo en la tienda de deportes Total Sport la hacía sentir bien. Claro que allí, a pesar de los artículos que vendía, no podía ir con sudadera. Vestía pantalones negros y camisa roja, el uniforme del establecimiento.
No obstante, hacía ya más de un año que el trabajo había dejado de resultarle tan satisfactorio como antaño. No era por el trabajo en sí, sino que deseaba algo más. En sus ratos libres había empezado a desarrollar una tendencia reconfortante que la llenaba más de lo que creía posible. Ahora, como consecuencia de esa tenacidad, empezaba a recoger sus frutos. Sonrió sin poderlo evitar. Era su secreto y así seguiría siéndolo…
—¿Qué hay en la carretera que pueda parecerte tan divertido? —la pregunta de Ben la sobresaltó.
—Nada —se encogió de hombros algo incómoda—. Estaba pensando.
—¿Algo que quieras compartir?
Al menos Ben hacía un esfuerzo por entablar conversación. Lo cual no podía decirse de ella.
—No —musitó escueta.
—Si te aburres —apagó la radio como si de pronto hubiera intuido que no era del agrado de su compañera—, siempre podemos jugar al «veo veo».
Marissa lo miró, algo incrédula.
—Es un juego de niños.
—¿Tienes una idea mejor? Al final, más que un viaje de placer parecerá un funeral.
Como Ben tenía razón, pasaron el tiempo restante hasta la llegada a St. Thomas jugando a ese infantil juego, lo que la distrajo bastante. Cuando bordearon la ciudad siguiendo las indicaciones de Marissa, tuvo que reconocer que se lo había pasado bastante bien. Ben era un tipo gracioso y ocurrente.
—Sigue recto hasta la próxima intersección —le informó—. Una vez allí tuerce a la derecha y llegarás hacia la urbanización en donde viven mis padres.
Marissa sacó el móvil y envió un mensaje a su hermana, puesto que esta debía haber llegado ya.
—Avísame cuando estemos cerca —Ben había aminorado la marcha y el automóvil se deslizaba por la avenida coronada de árboles silenciosos.
—Es allí, dos casas más adelante.
Las propiedades estaban algo separadas de las demás, dando una sensación de espacio y privacidad muy apreciados por los habitantes de la larga avenida. Esa había sido una de las razones por las que sus padres se habían decidido a comprarla para acabar de criar allí a sus cuatro hijos.
—¿Es esta? —preguntó Ben, inclinándose ligeramente hacia su lado para tener así una mejor panorámica de la enorme casa.
—Sí. No hace falta que dejes el coche en la calle. Entra en el camino privado y déjalo frente la casa.
Lo que hubiera podido ser un enorme jardín era una extensión de verde césped y árboles lozanos a cada lado de una casa de dos pisos pintada en un tono gris claro, con tejado del mismo color pero más intenso. Ben puso el intermitente a la derecha y entró por un camino asfaltado. En medio se hallaba una isla circular de parterres de flores y algún arbusto. Cuando se detuvieron frente a la puerta de entrada, se estableció un silencio en el interior del coche.
—Guau, guau, y mil veces guau.
—¿Impresionado? —le preguntó con la sonrisa ladeada. Estaba acostumbrada a ese tipo de reacción, pero le sorprendió encontrarla en Ben.
—No lo dudes.
—Pensaba que, dada tu forma de vestir… —dudó Marissa— y el coche…
—¿Pensaste que había sido criado en la abundancia? —terminó por ella.
—Algo así —afirmó incómoda.
—Nada más lejos de la realidad —esbozó una sonrisa que no se reflejó en sus ojos—. Todo lo que ves es fruto de mi trabajo.
—Lo siento. No quise insinuar… —se sentía mal por haber sacado conclusiones precipitadas.
—Tranquila, no eres la única en pensarlo —miró hacia la puerta de la casa, que se abría en ese momento—. Así que ya sabes —le guiñó el ojo—, no se te ocurra decir que soy un niño rico mimado —dijo, y se apresuró a bajar.
Marissa bajó también y tomó aire dispuesta a enfrentarse al resto de su familia.