10
HARLAN murió en el acto. La tribuna de acero protegió a Tom de los efectos de la bomba.
Cuando contó lo que había sucedido, los guardias de seguridad y los policías se dirigieron a la granja, donde detuvieron a la señorita Ashmeade. La información obtenida al interrogarla permitió llevar a cabo una serie de acciones que acabaron con DEMON.
Dianne se repuso por completo y sus compañeros de clase fueron invitados a una excursión por el río, en un barco de vapor, propiedad de las Industrias Dorchester. Un caluroso viernes por la tarde llegaron en autobús al muelle y subieron al barco por una pasarela de madera.
Tom y Dietmar se habían detenido en el puente cuando dos fuertes manos los sujetaron.
—Sólo un minuto, chicos —dijo el señor Stones—. Antes de seguir adelante, dejadme que os cuente la historia de los barcos de vapor.
—¡No, por favor! —protestó Tom—. ¡No estamos en clase!
—Este barco es una reproducción de aquellos primeros, de ruedas, que abrieron las puertas del oeste a los pioneros. Fijaos que…
—¡Aguarde, señor Stones! —Dietmar sacó un paquete de chicles del bolsillo—. Antes de seguir, tómese uno.
—Bueno, en realidad no debería hacerlo, pero hoy es un día especial.
El señor Stones se metió el chicle en la boca y continuó su explicación.
—La gran rueda de paletas es… ¿Qué demonios es esto?
El señor Stones escupió el chicle en su mano, lo miró con asco y lo arrojó lejos. Hizo ademán de hablar, pero se dio la vuelta y se marchó.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Tom.
—El señor Stones cogió el chicle de pega que compré en una tienda de artículos de broma. Ahora tiene la boca muy seca, pero estará bien después de veinticuatro vasos de agua.
Riendo, Tom subió unos escalones que llevaban al puente superior del barco. Se detuvo ante él puente de mando para admirar los adornos de bronce, y luego se reclinó sobre la barandilla para observar las fangosas aguas del río Assiniboine, antes de dirigirse a popa.
Dianne le hizo señas desde una de las mesas que habían colocado en la cubierta y Tom acudió sonriente a sentarse a su lado.
—¿Cómo está tu hermanastro?
—Mucho mejor, gracias, pero espantado por el plan de la señorita Ashmeade para matar a papá y al primer ministro.
—Es una auténtica vergüenza la forma en que se aprovechó de gente bien intencionada que sólo querían hacer un servicio a la sociedad.
—¿Pero cómo pudo ocultarles lo que de verdad estaba planeando?
Tom dio un respingo al sonar la sirena del barco.
—Aún tengo los nervios de punta —dijo riendo—. Bien, creo que encomendaba una tarea a cada uno, pero no les decía nada sobre las actividades de DEMON. A Annie «Cielo que habla» le encargó del apartamento, pero no sabía nada de tu secuestro.
—Es una pena que vayan a la cárcel los que actuaron engañados.
El barco comenzó a moverse de repente. Se fue separando del muelle, casi en silencio, y enseguida se escuchó el rítmico golpeteo de la rueda de paletas, situada a popa, que impulsaba el barco hacia adelante. Una brisa fresca acarició a Tom y a Dianne, mientras contemplaban los árboles y casas que desfilaban ante ellos.
Se acercó entonces el señor Stones, que sostenía un gran vaso de agua.
—¿Sabéis dónde se ha metido Dietmar?
Tom negó con la cabeza, haciendo esfuerzos por no reírse.
El señor Stones se sentó dando un suspiro.
—A veces pienso que es más fácil tratar con cocodrilos que con ciertos muchachos. Puede que le encargue a Dietmar que escriba un trabajo sobre la historia de los barcos de ruedas.
Una lancha de motor describió un círculo en el río. Llevaba tras sí una esquiadora provista de chaleco salvavidas. Saludó majestuosamente a la gente del barco y luego dio una vuelta en el aire, en un atrevido intento de dar un salto mortal. Calculó mal y, con un fuerte golpetazo, cayó al agua, formándose una maraña de brazos, piernas y esquíes.
—¡Qué tortazo! —dijo Tom, mirando a la joven, que aspiró aire con fuerza al salir a la superficie—. Espero que no sea esa la sustituía de la señorita Ashmeade.
El señor Stones tragó un sorbo de agua.
—Me fastidia recordar cómo me engañó esa mujer. Tenía un gran interés en que yo me uniera a DEMON.
—Me parece muy raro —dijo Dianne—. Después de todo, usted no es como mi hermanastro, que siempre estuvo enfrentado a mi padre.
—La razón es esta —el señor Stones acarició su insignia, que decía: Bombas de neutrones, no—. Ella creyó que, al estar en contra de las armas nucleares, tenía también que estar en contra de la industria nuclear, incluyendo la planta de agua pesada de tu padre.
—¿Así que usted está a favor de la fábrica?
—En realidad, no —el señor Stones miró a un perro que estaba sentado en un asiento de una barca—. La planta necesita aún muchos más dispositivos de seguridad.
—Eso quiere decir que usted piensa igual que los que arrojaban huevos a la fábrica de mi padre.
—La verdad es que tenía intención de unirme a los manifestantes.
—¡Ahora caigo! —dijo Tom—. Ahora ya sé para qué fue usted a Monarch.
El señor Stones asintió.
—Yo tenía previsto ir en coche con la señorita Ashmeade hasta el lugar de la manifestación, pero, evidentemente, ella no pensaba ir conmigo. La verdad es que ella creía que yo no la vería nunca más porque, según la policía, tenía intención de cambiar de nombre cuando saliera de su escondite.
—Pero cuando nos encontramos en Monarch, usted no me dijo por qué estaba allí.
El profesor sonrió.
—Todo el mundo tiene derecho a una vida privada, Tom.
El barco comenzó a reducir su velocidad y se volvieron para mirar un yate que venía en dirección contraria. Dianne se incorporó rápidamente y lo observó desde la barandilla.
—¡Ya me parecía! Es el yate de papá.
Tom se acercó a la barandilla y vio al señor Dorchester avanzando por una pasarela que habían tendido entre los dos barcos. Tras él venían varias personas que llevaban cámaras y un equipo portátil de televisión.
Seguidamente, la gran rueda de paletas comenzó de nuevo a golpear el agua y la barcaza continuó su viaje. El señor Dorchester apareció en la cubierta superior e hizo que Dianne y Tom posaran con él para los fotógrafos. Luego, cuando las cámaras de televisión estuvieron preparadas, levantó una mano pidiendo silencio.
—Me complace anunciarles que en mi fábrica de agua pesada se van a instalar todos los dispositivos de seguridad necesarios. Además, ya he dado las órdenes oportunas para transformar la planta de White River en un proceso con celdas de diafragma, de forma que no deje escapar más mercurio.
El señor Stones aplaudió con ganas y otras personas le secundaron.
—Todas mis plantas van a instalar equipos especiales para controlar la contaminación, y las personas afectadas a causa de las Industrias Dorchester recibirán la compensación debida.
Un periodista levantó la mano.
—Esto significa un cambio completo de actitud, señor Dorchester. ¿Se debe este cambio a la prueba tan dura que ha sufrido Dianne?
Él asintió.
—Eso es lo que me ha hecho recapacitar acerca de mi actitud. Si yo no hubiera sido tan intransigente y egoísta, DEMON nunca hubiera atraído a esos jóvenes idealistas.
—¿Significa eso el fin de grupos como DEMON?
—Esperemos que sí, aunque mi cambio de actitud es sólo un primer paso. Otras industrias deberán plantearse seriamente sus normas de funcionamiento y ver cómo son recibidas por el público. En caso contrario, seguiremos teniendo cada vez más gente descontenta.
Unos camareros avanzaban por cubierta llevando unas grandes bandejas. Al cruzar frente a las cámaras hubo, en plan de broma, gritos de enfado del personal de televisión.
—¿Para quién es el banquete?
—¡Para todos! —dijo el señor Dorchester, sonriendo al grupo—. ¡Industrias Dorchester invita!
Con gritos de entusiasmo los compañeros de clase de Dianne rodearon a los camareros, cuyas bandejas se vaciaron en unos instantes. Aparecieron otros camareros con cosas exquisitas, y pronto estuvieron saboreándolas.
Estaba tomándose Tom un batido de frambuesas cuando vio a Dietmar que se acercaba con un plato rebosante de comida.
—Te apuesto lo que quieras a que como más que tú, Austen.
—Vamos a verlo.
Tom terminó el batido y cogió una salchicha. En ese momento se sentó a su lado un periodista.
—Hay una cosa que me intriga —dijo—. ¿No tenía usted la menor idea de que la señorita Ashmeade fuese el jefe de DEMON?
Tom movió la cabeza y tragó un trozo de salchicha.
—Ella me despistó, pero después de nuestra visita al zoológico debería haberla descubierto.
—¿Por qué?
—Porque solamente los dos profesores sabían que yo quería comunicar a la policía la conexión de Red con DEMON. Por tanto, uno de ellos tenía que haber sido el que ordenó a Harlan que matara a Red para impedir que hablara.
—Pero podía haber sido el señor Stones.
Tom vio que Dietmar estaba masticando y tragando a una velocidad increíble y cogió rápidamente una salchicha. Sólo después de comérsela se dirigió al periodista.
—Junto a la jaula del mandril vi a la señorita Ashmeade hablando con un hombre que tenía un mechón de pelo blanco. Poco después este disparó sobre Red, así que tuvo que ser ella la que diera la orden.
Dietmar puso comida en el plato de Tom.
—Esta salchicha es especial para policías como tú —dijo Dietmar con la boca llena.
—Habla, pero no escupas —Tom probó un poco de salchicha, pero no pareció gustarle porque la apartó enseguida. Queriendo comer algo, cogió una patata frita.
—De todos modos —dijo entre dos bocados—, yo sabía que el nombre de pila del señor Stones era John, por lo que no podía ser Lee. Y no sólo eso; yo había visto las iniciales L. A. en el marcador de libros de la señorita Ashmeade.
Por primera vez notó Tom el olor de la gasolina del motor del barco. Fue un descubrimiento desagradable, sobre todo cuando empezaba a sentir ciertas náuseas producidas por el movimiento de la cubierta. Con mano poco firme cogió un trozo de pescado.
… Finalmente —dijo haciendo esfuerzos por tragar—… finalmente… ¡uh…!, finalmente, también escuché a la señorita Ashmeade decir que tenía que ir a White River «para un asunto de negocios», y yo debería haber relacionado eso con la bomba que pusieron en aquella fábrica.
Unas gotas de sudor corrieron por la frente de Tom hasta sus mejillas. Vio que Dietmar cogía con dedos temblorosos un pastel y, haciendo un gran esfuerzo, alargó también su mano. Sintió un zumbido en sus oídos y notó, con asco, que tenía ganas de devolver. Aun así, cogió un pastel.
—Un momento, señores.
Tom y Dietmar vieron un camarero que llevaba un recipiente grande, y que hacía grandes esfuerzos por abrirse paso entre los estudiantes agrupados alrededor de la mesa.
—Seguro que querrán un poco de requesón con los pasteles…
El camarero se inclinó sobre la mesa y les sirvió en sus platos unas cucharadas de espesa crema blanca. Durante un momento se quedaron mirando sus respectivos platos, y luego, lentamente, levantaron la vista para mirarse uno a otro.
Juntos, salieron corriendo hacia la barandilla.