Tres
1
Si hasta entonces el cuerpo de Ivonne tenía un dueño —André Seguin— ahora su corazón tenía otro: Carlos Gardel. Nada había cambiado en su aspecto ni en su rutina nocturna. De hecho, nadie tenía motivos para sospechar que un cataclismo acababa de hacer eclosión en el espíritu de Ivonne. Ni el gerente del cabaret, ni cada uno de los cuatro o cinco clientes con los que salía cada noche hubiesen podido percibir que aquella muchacha no era la misma que habían conocido. Como todas las madrugadas, Ivonne vaciaba su pequeño tesoro sobre el escritorio del despacho de André y volvía a la pensión cercana al mercado Spinetto. Pero ahora, lejos del Royal Pigalle, los días eran otra cosa. Las tardes empezaron a cobrar existencia. Ya no dormía desde las siete de la mañana hasta las siete de la tarde. La dueña de la pensión no salía de su asombro al verla bajar al mediodía, vestida «como una señorita», y almorzar junto a los demás huéspedes, muchos de los cuales hasta entonces desconocían su existencia. Apenas si comía, pero al menos probaba algún bocado antes de salir a la calle. Todas las tardes, a la hora de la siesta, caminaba las largas cuadras que la separaban del bulín del francés. Nunca hacía el mismo camino, a veces bajaba por la avenida Rivadavia, bordeaba el Congreso, tomaba Avenida de Mayo y desde Suipacha caminaba hasta Corrientes. Otras veces se desviaba unas cuadras y se llegaba hasta el Palacio de Tribunales; en un banco de plaza Lavalle se sentaba a contemplar el teatro Colón, miraba el reloj y luego apuraba el paso por Diagonal Norte y retomaba el camino. A las cuatro en punto era la cita de cada tarde. Entraba al edificio con la copia de la llave que él le había hecho, subía en el ascensor jaula, bajaba en el segundo piso, golpeaba tímidamente la puerta y ahí estaba él. Ella se conformaba con el calor del abrazo, con la sonrisa hecha con la mitad de la boca, solo para ella. Le alcanzaba con la caricia de su voz, con su perfume hecho de gomina y tabaco inglés. Con el regalo de su mirada, con sus ojos negros ya era suficiente. Todo lo que venía después era mucho más de lo que podía pedir. Y estaba agradecida. Jamás tuvo un reproche, nunca una palabra agria. Ivonne temía dar un paso en falso, hacer un gesto grandilocuente que lo ahuyentara como a un pájaro. Con verlo, nada más que verlo, le bastaba. Que se dignara encontrarse con ella cada tarde le parecía mentira. Tenía miedo de decir una palabra de más. Nunca se atrevió siquiera a sugerirle que estaba perdidamente enamorada. Pero ahora es feliz. Discretamente feliz. En la soledad de su cuarto, mientras hace girar la manija de la vitrola para volver escuchar su voz, con la misma melodía que antes le cantaba a ese Gardel cuyo rostro trataba de imaginar, aquel que le había enseñado a hablar el castellano, Ivonne ahora entona:
Gira que te gira mi alma
igual que aquella vitrola;
si ayer lloré triste y sola
hoy la dicha me ilumina,
quién diría que esta mina,
papirusa de burdel que rodaba
como dado de escolazo,
iba a terminar en los brazos
del mismísimo Gardel.
Vos me enseñaste el lenguaje,
este lunfardo porteño
bravo como el malevaje
y cálido como un leño.
Quiero que vueles, paloma,
y vayas donde está él;
que le contés de mi amor,
y que me traigas su aroma,
su voz que me da calor
como cuando digo su nombre: Gardel.
Gira que gira la pasta
del disco en el gramófono
si ayer me ganó el hastío
hoy al fin le digo: basta,
y canto desde el balcón,
junando abajo el vacío,
sin sentir la tentación;
ya no quisiera caer,
porque sé que has de volver,
como reza tu canción,
a este cuerpo que hoy no es mío.
Gira que gira, vitrola
como un loco carrusel;
quiero marearme en tu púa,
en tu bocina de orquídea.
Hoy que pasó la garúa,
respiro esta cosa nívea
y no me siento tan sola,
sé que voy a estar con él;
y mi dicha se acentúa
cuando escucho tu voz tibia
y digo su nombre: Gardel.
A Ivonne le costaba creer que todo aquello fuese cierto. Cada vez que escuchaba el disco de Gardel, temía que su romance fuese tan etéreo e intangible como la voz que salía de la bocina del fonógrafo para perderse quien sabe dónde.
Gardel no hablaba de sus asuntos privados con nadie. Ni siquiera con sus más íntimos. Su vida sentimental fue un misterio que jamás reveló. Pero quienes más lo conocían sabían que una mujer era lo único que podía perturbar su espíritu. Se le conoció solo una, Isabel del Valle. Apenas si se mostraba en público con ella. Fueron diez años tormentosos que, sin embargo, no perturbaron su carrera. Se ha dicho que el celo que guardaba Gardel para preservar su vida privada era una estratagema dirigida al público femenino con el propósito de mantener un halo de misterio, de modo que no hubiese una sola mujer que no conservara la ilusión de que todo su amor podía estar destinado a ella. Pero quien diga esto no ha conocido a Gardel. Era un código de hombres guardar las cuitas y las victorias. Sobre eso no se hablaba. Sobre eso se cantaba.
El breve episodio de Gardel con Ivonne estaba destinado al fracaso. No por desamor; al contrario. Aunque jamás se atrevieron a confesarlo, estaban completamente enamorados. Pero el Zorzal se resistía a dejarse caer en las redes del amor. Por otra parte, Ivonne no tenía la habilidad ni la disposición de la araña. Así eran las cosas. Primero estaba la lealtad a los amigos, el café, el cabaret, la noche. Las mujeres eran objeto de culto, estaban ahí, pérfidas e ingratas, para cantarles, para sufrir sus traiciones o para lamentar su malquerencia en la letra de un tango. Ahí estaban para recordarles que ellos las habían sacado del fangal y terminaban yéndose con otro, con un bacán. Con la misma tenacidad del salmón nadando contra la corriente, Gardel se resistía a dejarse arrastrar por el torrentoso cauce de las pasiones. Por otra parte, existía una idea carcelaria del noviazgo y del matrimonio. Después de los amigos estaba la libertad. La mujer y los hijos eran algo que le sucedía a la gilada. Si alguno de los muchachos del café era descubierto en la flagrante intención de abandonarlos por una mujer, era inmediatamente aleccionado por los más experimentados, por aquellos que habían vuelto del infierno del matrimonio o se habían salvado providencialmente en el último minuto. Así, el pobre desgraciado que había sucumbido al amor se convertía en el centro del círculo formado por los amigos dispuestos a cantarle los más sabios consejos:
No hay excepción a la regla
tan sabia como tan vieja,
buey solo bien se la arregla
y aunque parezca de otario
atendé la moraleja,
es mejor el solitario
que andar jugando en pareja.
Entonces tomaba la palabra el siguiente que, con la voz inflamada por la experiencia, cantaba:
La mina es como el absento:
está bien para una noche
no para toda la vida;
por eso hay que andar atento
no sea cuestión que te abroche
y te arrastre a la caída.
Por si no fuese suficiente, otro de los que regresaron de la muerte civil le explicaba la importancia de mantenerse aferrado a la vida:
Figurate el panorama
de tu vida de casado,
olvidate del estaño,
la milonga, el Politeama;
serán cosas del pasado
amigos de tantos años
del viejo bar de Lezama,
habrán de quedar de lado
como si fuesen extraños.
Pasándole una mano sobre el hombro al pobre infeliz, palmeándolo y dándole el pésame por anticipado, finalmente todos cantaban a coro:
Te fuiste solo a encañar
ciego atrás de una criatura
creyendo que todo es rosa;
hoy no para de morfar postres,
merengue y fatura
y a aquella delgada moza
que tanto supiste amar
le ha quedado la cintura
como al Chacho Peñaloza.
Mirá como son las cosas,
no ha de ser de puro azar
que para atarte de manos
te coloquen las «esposas».
Por todas esas razones, cuando Gardel descubrió que estaba enamorado tuvo el impulso de huir. Pero estaba enamorado. Quiso hacer las valijas y escapar a Barcelona. Pero estaba enamorado. Encendió un cigarrillo e intentó pensar con calma, examinar la situación, ser razonable. Pero había perdido la razón. Nada había que no le recordara aquellos ojos azules y tristes, aquellos pezones adolescentes. Había caído en las manos de la araña que jamás tejió una red. Había caído solo, sin que nadie lo empujara. Pensaba en los rascacielos de Nueva York, en el barrio latino de París, en las fondas portuarias de la Barceloneta, pero nada le producía tanta fascinación como aquellas piernas largas y delgadas que cada día, a las cuatro de la tarde, lo recibían con cálida hospitalidad. De no haber sostenido aquella voluntad contraria al amor, Gardel e Ivonne hubiesen mantenido, quizá, un romance apasionado y a la vez armonioso, si ambos términos no fuesen contradictorios.
Ivonne soportaba con estoicismo y callada resignación las tormentas que sacudían el ánimo del Zorzal. Toleraba con entereza los violentos cambios en su humor: un día era un amante dulce y apasionado, y al siguiente, un témpano flotando en un océano de indiferencia. Por momentos era un mar de locuacidad y efusión, y al rato se convertía en una suerte de animal huraño dentro de una caparazón de silencio pensativo. Una tarde la recibía con un ramo de crisantemos enlazados por un collar de perlas y la otra la esperaba con los puños crispados, como apretando un rencor. A veces le escribía cartas arrebatadas, plagadas de anhelos y siempre a punto de revelar la esperada confesión y, otras, cabizbajo, envuelto en una nube de melancolía, le decía:
—Esto no va más.
Pero nunca era terminante. Ivonne ignoraba que era ajena a los vaivenes sentimentales de Gardel; no tenía forma de saber que él estaba librando una batalla íntima y silenciosa. Ella recibía con recatada alegría los días amenos, y soportaba con callado estoicismo aquellos otros en los que todo parecía negro y tormentoso. Pero, tal vez sin que ella misma lo advirtiera, aquella larga incertidumbre iba horadando su espíritu como las olas que, en su vaivén, van dejando surcos en la roca. Y fue justamente en uno de aquellos intersticios donde iban a anidar las ilusiones de otro hombre. Fue por aquellos días cuando Ivonne conoció a Juan Molina.
2
Cuando terminaba su número bochornoso, Juan Molina veía desde las sombras cómo, de a poco, se iba renovando el público. Los tempraneros asistentes de la sección vermut, que se extendía desde las siete hasta las nueve, iban dejando sus lugares a la fauna de la noche. Conforme las parejas jóvenes y los matrimonios añosos iban abandonando la sala, las mesas empezaban a poblarse de habitués con aires de gigolós, dandis frusleros y play boys copiados de las revistas. Después de la media noche llegaban los bacanes en serio. Entonces, sí, empezaba a correr champán del bueno y tabaco inglés. La orquesta circense daba paso a los músicos de verdad, aquellos que alternaban París con Buenos Aires. Y llegaban las mujeres. Las francesas de Francia y de las otras. Emperifolladas con alhajas dignas de princesas, dueñas de una perfidia cuidadosamente estudiada según la ocasión, las faldas por encima de las rodillas y las ínfulas más altas que las plumas que coronaban sus sombreros.
En la media luz del alegre desenfreno, los reunió la desdicha. Tal vez no fuera la primera vez que Ivonne y Molina se veían en el Royal Pigalle, pero se hubiese dicho que acababan de descubrirse, como si de pronto hubieran acordado, sin advertirlo, que sus destinos ya se habían cruzado en dos oportunidades. Por primera vez Ivonne conjeturó en Molina algo más que un luchador. Por primera vez Molina vio en Ivonne algo diferente de una prostituta. Como dos almas extraviadas que se adivinan solitarias en la penumbra y se reconocen de solo verse cual si se enfrentaran a un espejo, ni bien se descubrieron supieron que sus destinos estaban señalados por un mismo y misterioso índice. No se hablaron. Primero se sorprendieron viéndose a través del fondo de las copas. Después cambiaron unas miradas fugitivas; finalmente sus ojos se encontraron con franqueza y no se separaron durante un tiempo incalculable. Como si de pronto todo hubiese desaparecido en torno a ellos, como dos náufragos que se hallaran en medio del océano y, aun sabiendo que no habrían de salvarse, se abrazaran para no zozobrar en soledad, así, con la misma alegre desesperanza, se miraron durante una eternidad. Y lo supieron todo. Molina supo que detrás de aquellos ojos hechos con el azul turquesa del Mediterráneo, debajo del rouge bordó que dibujaba un corazón partido, había un dolor tan extenso como la distancia que la separaba de su tierra. Sin quitarle la mirada de encima, sin pronunciar una sola palabra, con un silencio lleno de música, sentado a su mesa, Juan Molina le canta con los ojos una canción que solo ella puede escuchar:
Como un ciego te adivino en la penumbra
escondiendo una pena mayor que tu edad
detrás de la copa clara, efervescente,
de un champán frapé.
Tu pelo de cobre mi tristeza alumbra
y se hace menos honda mi honda soledad;
como un ciego te adivino entre la gente
y me vuelve la fe.
Igual que tus ansias las mías se herrumbran,
nos une una estrella sin luz ni piedad,
nos juntó un destino cruel, indiferente,
y nos dejó fané.
Nadie diría que ese hombre solitario que fuma en silencio, en realidad está cantando. Salvo Ivonne. Ivonne le devuelve una mirada cargada de gratitud y con ese mismo lenguaje que solamente ellos saben hablar, sin mover un solo músculo de la cara, ella le contesta con la misma silente melodía:
Como a tientas te adivino entre las sombras
ocultando en el humo tu herido pudor
y tras la cortina de tu cigarrillo
descubro un espejo,
un cristal quebrado que asusta, que asombra,
al ver en tu imagen mi propio dolor.
Yo sé que en tus ojos despuntan dos brillos
y en ese reflejo
tus lágrimas mudas me llaman, me nombran
y me dan un poco de fraterno amor.
Nos une el albur de los conventillos
donde los anhelos han quedado lejos.
Y entonces, aquella sorda confesión se convierte en un pacto. Ambos silencios se suman y, formando un dúo de mutismo, cantan a voz en cuello sin emitir un solo sonido:
No quiero que me hables,
dejame que sueñe
que tengo un hermano
en tus ojos amables;
por más que me empeñe
en tenderte la mano
quedate en tu mesa
junando en la sombra,
umbrío y silente
fumá tu tristeza,
y gastando la alfombra
que baile la gente.
Sin pronunciar palabra, Juan Molina se incorpora, sale de su madriguera de vergüenza, camina resuelto y, cuando está a dos pasos, sin dejar de clavarle una mirada filosa como un puñal, le hace un cabeceo conminatorio. Con el mentón en alto y sin bajar la vista, como una fiera a medio amansar, un poco en contra de su voluntad, la mujer obedece. Por primera vez obedece. Desde el palco de la orquesta bajan los acordes de «La copa del olvido». Ivonne se pone de pie revelando su figura de espiga, las piernas largas, interminables, que se desnudan por momentos bajo el tajo de la falda. Cuando están frente a frente, Molina la toma por la cintura y aprieta la mano de ella contra su pecho. Por primera vez Ivonne acepta bailar. Se abrazan como quien se aferra a un anhelo. Ninguno de los dos dice una sola palabra. Al principio ella parece ofrecer una resistencia sutil y estudiada. Lo está probando. Entonces Juan Molina la atrae hacia él y la va dominando con la diestra, ordenándole cada quiebre, cada giro. Se miran desafiantes. Se miden. Pero Molina hace su voluntad, obligándola a los caprichos de sus cortes y quebradas.
Bailaron durante un tiempo que pareció eterno. Hasta que el hombre decidió que era suficiente. Cuando terminó la pieza la separó de su cuerpo, hizo un gesto con la cabeza que pudo ser un «gracias» o una expresión de triunfo. Luego se alejó hacia su refugio de sombras con la convicción de que la tenía en la palma de su mano. No sabía cuánto se equivocaba.
La mujer volvió a su mesa y Molina pudo ver que tras ella fue el gerente, André Seguin. Sin pedir permiso se sentó junto a la mujer, encendió un cigarrillo y la increpó con indignación, visiblemente ofuscado. Ella miraba hacia otro lado, hacia ninguna parte, provocando en su patrón una furia creciente. Cuando dio por finalizado el sermón, que Molina no llegó a escuchar, se levantó de la mesa y miró al luchador con unos ojos hechos de veneno. Era una advertencia. Al rato el gerente volvió acompañado de un hombre que vestía como un magnate. Con una sonrisa artificial, André Seguin le presentó ampulosamente a la mujer, cambiaron unas palabras; luego los dejó solos y, por fin, subrepticiamente, «Su Excelencia» le tendió la mano, invitándola a que se incorporara. Con expeditiva amabilidad, el hombre la ayudó a ponerse el abrigo y se retiraron rápidamente. Antes de salir, Ivonne le dedicó la última mirada a Molina.
A partir de aquel primer baile, la escena se repitió durante las noches siguientes. Molina esperaba en su mesa la llegada de Ivonne. A las doce, ni un minuto más ni un minuto menos, ella aparecía, siempre deslumbrante, desde la escalera. Contoneaba su figura espigada desfilando sobre el alfombrado rojo y ocupaba su mesa, la misma de siempre. Sentados frente a frente, iniciaban el ritual de las miradas. Jamás se dedicaron una sonrisa. Nunca un gesto amable ni mucho menos un saludo. Cuando la orquesta empezaba a tocar, Molina torcía la cabeza y, como respondiendo a la orden del amo, Ivonne se levantaba de su silla, caminaba hasta la pista y esperaba a que él llegara para abrazarla. Y así, sin hablar, Molina cantaba sus confesiones y recitaba sus anhelos:
No quiero saber tu nombre,
no quiero escuchar tu voz;
por qué romper con chamuyo,
melena de cobre,
el ronco murmullo
de aquel bandoneón.
Aferrao a tu talle de espiga
no hace falta que me digas
lo que bate tu mirada,
lo que grita el corazón
cuando lo siento en mi pecho.
No quiero que digas nada
que me quite la ilusión,
con que bailes estoy hecho;
una vuelta, una sentada
dicen más que el más bocón
y tus tacos al acecho
listos para la quebrada
hablan como una canción.
Y otra vez, formando un coro que sólo ellos dos podían escuchar, cantaban:
Yo sé que andamos maltrechos
entre la paré y la espada
pero ha de haber salvación
pa’ no colgarnos del techo
si es que el destino se apiada
y nos junta en el salón
pa’ bailar sin decir nada.
Bailaban tres o cuatro piezas, se separaban y cada cual volvía a su mesa. Entonces llegaba algún bacán ataviado de smoking, invitaba a la mujer con una copa de champán y luego se iban juntos rápida y discretamente.
Y así, todos los días, Juan Molina hacía su número de catch mientras cantaba sus anhelos trenzado en lucha con los sucesivos integrantes de la troupe. Más tarde diluía su vergüenza con unas copas de whisky barato, esperaba que llegara su silenciosa compañera y bailaban sus mudas confesiones. Temían que una palabra rompiera de pronto el ensalmo que los unía noche tras noche, que una conversación franca deshiciera el idilio construido a fuerza de un callado esmero. Querían conservar aquella entrañable amistad nacida de ese mudo lenguaje que nadie más que ellos podía entender. Como si la pista de baile fuese un islote en medio del océano tormentoso de sus existencias, sus cuerpos se aferraban desesperados y se separaban dolidos por el deseo largamente contenido. Pero sabían que el torrente de las pasiones algún día habría de salirse de su cauce. Y ese día llegó.
3
Una noche entre tantas sucedió lo que tenía que suceder y el silencio llegó a su fin. Podía decirse que Molina e Ivonne se conocían mejor que nadie. Hablaron. Hablaron como dos viejos amigos. En el rincón más oscuro del cabaret, hablaban hasta que la boca se les secaba y entonces tenían que humedecerla con el siguiente trago. Juan Molina escuchó lo que ya sospechaba: el corazón de Ivonne tenía un dueño. Un dueño que la tenía a maltraer pero al que no podía olvidar. Para evitar desavenencias con el gerente del Royal Pigalle, que no veía con buenos ojos la forma en que el luchador espantaba potenciales clientes de Ivonne, Molina, como un parroquiano más, arregló con André Seguin que habría de pagar de su sueldo las copas que consumiera Ivonne durante el tiempo que estuviese con él.
Y así, mientras conversaban, Molina se perdía en el azul profundo de los ojos de Ivonne, miraba cómo se movían sus labios encarnados y entonces las palabras empezaban a perder sentido, a diluirse en la perfumada brisa de su aliento. Tenía que hacer esfuerzos para no besarla, para no bajar la vista y extraviarse en el ensueño de su escote. Deseaba que el tiempo se congelara en ese instante, en aquella hora única y no tener que escuchar las palabras que daban comienzo al suplicio cotidiano:
—Tengo que trabajar.
La relación de Molina con Ivonne fue tortuosa, escarpada y, por lo general, cuesta arriba. Hasta entonces Molina ni siquiera sospechaba quién era aquel que la tenía a maltraer. Aquella mujer que por momentos abría su corazón y hablaba con franqueza, la misma que ofrecía su amistad sin poner condiciones, de pronto se cerraba como la flor de la dama de noche cuando despuntan las primeras luces del alba. Exactamente así era ella; durante la noche se la veía esplendorosa, sus ojos azules brillaban en la oscuridad con el pérfido fulgor de los felinos. Bailaba el tango, garbosa y sensual; centelleaba como las burbujas de champán y reía. Durante la única y esperada hora que compartía con Molina, reía con una felicidad que se diría infantil. Conversaban como dos viejos amigos, hasta que llegaba el momento fatídico en que Ivonne miraba el reloj y le decía:
—Tengo que trabajar.
Entonces Molina asentía con una sonrisa resignada, se despedía y volvía a su oscuro rincón. Al principio, el cantor se quedaba bebiendo en silencio, mientras simulaba no mirar. Ardía en su propio fuego cuando la veía conversar con alguno de aquellos figurones almidonados que se sentaban a su mesa, ocupando la misma silla que él había dejado vacante. Se quemaba a fuego lento cada vez que le dedicaba una sonrisa a algún veterano con aires de dandi, mientras le hacía pagar una copa tras otra. Intentaba apagar con whisky la hoguera del sufrimiento, al ver cómo Ivonne susurraba al oído de uno de esos carcamanes con pretensiones mundanas.
Suena la orquesta. La gente baila. Molina canta su callado dolor:
Que no parezca un reproche;
yo sé, la cosa es así.
no quiero que vos te enteres
que sufro noche tras noche
cuando te veo salir
para llenar de placeres
a un bacán con pinta ’e gil.
Juan Molina la ve trabajar a Ivonne y no puede reconocer en aquella mujer a su amiga. Con un grito sofocado, entona:
Dirás:
pa’ qué revolver la daga,
por qué aguantar el ardor.
Quizás
meter el filo en la llaga
me deshaga de este amor.
Te vas
con el primero que paga
y a mí me mata el dolor.
Acompañado por la orquesta que toca en el palco un tango desgarrado, flanqueando su dolor las parejas que bailan en la pista, Juan Molina, desde su rincón de sombras canta:
Atornillao a mi mesa,
junando desde el oscuro,
clavándome los puñales me digo:
quién será esa
que cuando está de laburo
me llena el alma de males.
Y viéndola sonreír con una alegría insólita, conversando radiante con los desconocidos que se acercan a su mesa, Molina se pregunta dónde ha quedado aquella chica que le confesaba sus pesares, quién es la que, animada y sensual, regala carcajadas hechas de alegre champán.
Te veo y no sé quién sos;
dónde ha quedado la que era
de baile mi compañera.
Por qué este destino atroz
pasa el filo de la hoz
por mi breve primavera.
Ocultando su padecimiento infinito en el rincón más oscuro del cabaret, Molina se retuerce en su propio infierno cuando, al final de cada noche, Ivonne sale acompañada por alguno de aquellos vampiros que esconden sus colmillos lascivos debajo del ala del chambergo de fieltro.
La vida de Juan Molina pronto se redujo a la única hora en la que se encontraba con Ivonne; el resto era espera y angustia.
Juan Molina no hablaba con nadie. En su breve paso por el Royal Pigalle no hizo amistades. Apenas si cambiaba alguna palabra con sus compañeros de la troupe, los saludos de rigor con el personal y el escueto «gracias» resignado cada vez que André Seguin le daba el flaco sobre que contenía su sueldo. Muchos solían confundir su mutismo con aires de superioridad. Solo Ivonne sabía que aquel silencio huraño era hijo de la más amarga de las frustraciones. A su magro salario, Molina tenía que restarle el veinte por ciento que se cobraba su representante, el tal Balbuena. Sabía que el contrato que había firmado con su «agente artístico» no tenía ningún valor legal, que bien podía negarse a pagar por un servicio que nunca había recibido y, llegado el caso, el mismo Seguin podría atestiguar que Balbuena no había hecho ninguna gestión para que su «representado» hubiese sido contratado. Pero además de la palabra empeñada, Molina se obstinaba en creer que su representante estaba ocupado en febriles negociaciones con tal o cual empresario del inaccesible mundillo artístico. En rigor, le estaba pagando por una promesa antes que por los servicios prestados. Por aquel entonces la existencia de Juan Molina estaba sostenida en unas pocas esperanzas inciertas.
—Es cuestión de paciencia, le estoy gestionando una audiencia con un empresario francés —le decía Balbuena, apretando la boquilla entre los dientes.
Por otra parte, André Seguin había descubierto que la única forma de retener a Molina dentro de las cuerdas del ring era manteniendo encendida la brasa de la ilusión.
—Tenga paciencia, Molina, usted es un hombre joven y canta como los dioses. La voz no la va perder. Ya le voy a arreglar el debut que se merece en el Armenonville o en el Palais de Glace —le decía el gerente palmeándole el hombro.
Pero la esperanza más esquiva, la que más se alejaba cuanto más cerca parecía estar, era la inasible promesa en la que se había convertido Ivonne. Juan Molina pensaba día y noche en Ivonne. Era su rostro pálido lo primero que evocaba el cantor al despertarse; durante el día esperaba la medianoche para verla. Entonces los minutos se convertían en horas y las horas en días. Apenas si se quedaba en el cuarto de la pensión, evitando la soledad que acrecentaba su ausencia. Molina salía a caminar sin rumbo intentando distraerse, se sentaba a tomar un café, encendía un cigarrillo y mientras más esfuerzos hacía para aventar la mariposa sombría de la añoranza, más pertinaz se hacía su ansioso aleteo. Nada había que no le recordara a Ivonne. En las volutas del humo y en la borra del café creía ver la suerte que el destino le habría de deparar junto a ella. En la silueta fugitiva de una mujer que pasaba al otro lado de la ventana, en un taconeo rítmico que súbitamente sacudía el silencio del bar, en las estelas de perfume francés que quedaban flotando en el aire, en el contoneo huidizo de una pollera, en todo cuanto lo circundaba, Molina encontraba el recuerdo de lo que quería olvidar. Y cuando se aproximaba la hora, mientras se cambiaba para salir a escena, todo se convertía en un trámite que apurara las agujas del reloj. Salía al escenario, daba su patética función, más concentrado en el tiempo que lo separaba de su anhelado encuentro que en el eventual contrincante que se le pusiera delante, terminaba el trámite con una brutal puesta de espaldas a su rival, se duchaba, volvía a cambiarse y se sentaba a la mesa del rincón más oscuro a esperar a que llegara. A las doce en punto, finalmente, la veía aparecer entre la bruma. Entonces la vida recobraba su sentido.
Así era la existencia cotidiana de Juan Molina. Hasta que una noche y sin que nada lo anunciara, Ivonne faltó a la cita habitual. Lo mismo sucedió el día siguiente. Y cuando se cumplió una semana de ausencia, Juan Molina creyó enloquecer de desesperación.
4
La existencia de Juan Molina es ahora una búsqueda desesperada. Sumido en el desconsuelo, sale sin rumbo a buscar a Ivonne. No sabe dónde vive; alguna vez le ha escuchado mencionar la calle Sarandí —o quizá Rincón, no está seguro—, en el barrio de San Cristóbal. Como un perro perdido, recorre Sarandí desde su nacimiento, en la avenida Rivadavia hasta el final rotundo en los paredones del Arsenal de Guerra, y luego vuelve por Rincón. Buscando un indicio, creyendo encontrar una señal en la puerta de algún inquilinato, en una prenda colgada de un balcón; de pronto se queda haciendo guardia en una esquina, fumando un cigarrillo tras otro, esperando verla entrar o salir. Y así, de pie, con una pierna flexionada contra un poste, el cigarro pegado a los labios, Juan Molina canta su amargura:
Qué profunda que es la angustia,
qué insoportable el dolor
de no saber qué te has hecho,
el bobo se escapa ’el pecho
cuando veo ese balcón,
aquel de las flores mustias,
el de los muertos capullos,
ahí en la calle Rincón
y ruego que no sea el tuyo.
Y ante la canción de Molina, los changarines del mercado Spinetto, que descansaban bajo el dosel de chapa, y las puesteras, que acababan de cerrar las tiendas, se contagian de aquella tristeza, abrazándose para bailar el tango desconsolado:
Si me hablaran las baldosas
de avenida Rivadavia,
si me dijeran qué cosas
han visto, de tu alma qué se hizo…
Te juro que me da rabia
haber estao tan otario
de no saber calle y piso
donde tu percha reposa;
A la súbita danza frente al mercado, se suman los camioneros y las mujeres que llegan con las bolsas de compras, mientras Molina canta:
si yo tuviera la labia
para apretar un rosario
y con el de arriba charlar
le daría cualquier cosa pa’
que vuelva el calendario
al día en que en el Pigalle
yo te tuve entre mis brazos.
Las últimas luces del día van cediendo la posta a los faroles. Debajo de ese tenue resplandor fantasmal, entre la bruma, la amable fauna del Spinetto acompaña bailando la pena del cantor:
Y ahora que cae el ocaso
en la calle Rivadavia,
sobre la ciudad tan triste,
lloran lágrimas de savia
los grisáceos paraísos
porque no escuchan tus pasos
taconeando contra el piso
desde el día en que te fuiste.
Cuando Juan Molina concluye su canción, las parejas se disuelven y cada quien vuelve a lo suyo.
Después de varias e infructuosas pesquisas, Molina terminaba yendo al café de Rodríguez Peña y Lavalle con la inútil esperanza de que apareciera, como solía hacerlo todos los miércoles. Por la noche, en el Royal Pigalle, indagaba cada vez con menos disimulo, preguntando a todo aquel que pudiera tener alguna información. Pero Ivonne no tenía amigos. Por toda respuesta obtenía un encogimiento de hombros. Una noche, al borde de la desesperación, se infundió coraje y decidió recurrir al único que, sin dudas, debía saber algo: André Seguin. Sin importarle nada, se plantó delante del gerente y le preguntó por Ivonne. Contrariamente a lo que esperaba, Seguin mostró un gesto compungido y afectuosamente posó su mano sobre el hombro de Molina. Con el corazón en la boca, el cantor no supo si quería escuchar la respuesta. El gerente lo condujo hacia la barra y en un tono paternal le dijo:
—Molina, yo sé lo que siente por esa mujer. Pero si me permite un consejo, le diría que se olvide.
Lo último que quería Juan Molina era escuchar una recomendación. Quería saber dónde estaba y correr a su encuentro.
—Lo único que le puedo decir es que por aquí no va a volver —resumió Seguin.
El cantor quiso que le dijera dónde podía encontrarla. El gerente sacudió la cabeza, volvió a palmear las espaldas apesadumbradas de Molina y se alejó.
Antes de perderse en la penumbra, se detuvo, giró la cabeza y repitió:
—Olvídese, hágame caso.
Molina, petrificado, creyó morir de desconsuelo.
Las noches en el cabaret se volvieron para Molina una repetida tortura. Al tormento de ver frustradas sus aspiraciones de cantor, a la ignominia de tener que exhibirse disfrazado sobre un ring circense, ahora debía agregar la ausencia de lo único que le ofrecía una ilusión. La mesa que ocupaba Ivonne quedó vacía como un triste recordatorio. Molina se había convertido en una sombra agostada de lo que fue. Sobre el escenario, aquella bestia de porte recio que cantaba su furia mientras demolía a sus contrincantes, ahora era un animal domesticado que mal podía esconder su desgano. Más flaco y desmejorado, sus compañeros de la troupe debían hacer esfuerzos ingentes para fingir que caían derrotados por el campeón. Los números de catch solían coronarse con la participación de algún espectador que se animara a desafiar al campeón. Por lo general Molina debía enfrentarse con gordos envalentonados por las burbujas del champán. Solía ser piadoso. Nunca lastimó a nadie. Con un par de llaves defensivas bastaba para dejarlos fuera de combate. Pero, cierta vez, André Seguin vio con preocupación cómo un amateur de mediana estatura, que en otro momento no hubiese durado más de treinta segundos en pie, estuvo a punto de derrumbar a Molina. Esa misma noche, el gerente citó a Juan Molina a su despacho. Mientras se duchaba, Molina no tenía demasiadas dudas sobre el motivo de la citación; trabajo no habría de faltarle, se dijo, y en última instancia, sabía que las puertas del astillero estaban todavía abiertas para él. Y quizá fuese mejor así; si el cabaret se había convertido en su muro de los lamentos, tal vez abandonar el ámbito del Pigalle habría de ayudarle a olvidar a Ivonne.
Esperando escuchar lo que imaginaba, Molina se sentó cabizbajo al escritorio frente a un inexpresivo André Seguin.
—Molina… —titubeó el gerente buscando las palabras más adecuadas—, las cosas no van bien, usted lo sabe.
El luchador asintió sin mirar a su interlocutor.
—Créame que lo lamento, pero esto así no puede seguir. No me sirve a mí ni tampoco le sirve a usted.
Molina quería que Seguin se ahorrara el prólogo.
—En este estado usted no puede seguir luchando.
Tuvo el impulso de levantarse en ese mismo instante e irse.
—Creo que lo mejor sería que se aleje del Pigalle por un tiempo…
Juan Molina sabía el significado protocolar de la frase «por un tiempo».
—Estuve pensando que tal vez sería bueno cambiar un poco de aire.
El gerente guardó un prolongado silencio y finalmente sentenció:
—Quiero que cante en el Armenonville.
El cantor tardó en comprender el significado de aquellas breves palabras.
—El sábado próximo, si está de acuerdo, podría ser la fecha del debut.
Molina levantó la cabeza y fijó su mirada en los ojos de André Seguin con una expresión desorbitada, como si acabara de recibir un cross a la mandíbula. No supo qué decir. No supo qué pensar. Sintió una dicha tan inconmensurable como ajena, como si aquello le estuviese sucediendo a otro y él no fuese más que un testigo involuntario. Entonces descubrió que no cabía en su espíritu ni un ápice de felicidad.
5
Es viernes. Juan Molina cuenta las horas que lo separan del debut en el Armenonville. Tiene la certeza de que aquel número de catch que acaba de terminar será el último. Se tiene fe. Sabe que cuando lo escuchen cantar terminarán ovacionándolo y le pedirán bises una y otra vez. Alberga la íntima certidumbre de que André Seguin habrá de convencerse, de una vez, que es mejor negocio tenerlo delante de una orquesta que detrás de las cuerdas del ring. Sin embargo, ahora que se le presenta la oportunidad que ha esperado toda su vida, si el Genio al que solía invocar cuando era un niño se le apareciera en ese momento, le pediría sin vacilar un solo deseo: encontrar a Ivonne. Molina acaba de salir de su función en el Royal Pigalle. Es temprano todavía. Piensa en su debut como cantor y ni siquiera esa idea le provoca alegría. Ahora camina por Corrientes con las manos en los bolsillos y canturrea:
Hoy que por fin llegó el día,
el momento más ansiado,
no habrá champán ni festejos
no me queda ni alegría
eso es cosa del pasado,
de un tiempo que quedó lejos.
Para qué quiero la gloria,
los carteles de neón,
los aplausos y la fama,
si mi más dulce victoria
sería encontrarte, Ivonne,
y ya no pedir más nada.
Si parece que el de arriba
se burlara de mi suerte,
ahora que se cumple un sueño
la felicidad me esquiva
y esta vida que no es vida,
que es la muerte
se consume como un leño.
Qué me van hablar ahora
del grandioso Armenonville,
de sus tablas legendarias
si en verdad no veo la hora
esperando como un gil
y sufriendo como un paria.
Qué suerte fula y atroz:
cuando al fin lo tengo todo,
cierran heridas pasadas,
ahora me faltas vos…
y eso es no tener nada.
No bien termina de cantar, cree haber caído en aquellas ensoñaciones infantiles: oculta en la entrada de una tienda de ropa, cubriendo su rostro con un velo de tul, ahí estaba ella.
—Te estaba esperando —susurró—, pero no quiero que nos vean juntos.
Molina no supo qué hacer ni qué decir. Ivonne le dijo que siguiera caminando como si nada, que se alejara de ahí, que fuera hasta la confitería del Molino y la esperara. Caminó como un autómata sin atreverse a darse vuelta. El corazón se le salía del pecho. Molina apuraba el paso por Corrientes, cuando llegó a Callao tuvo un miedo inexplicable. Sintió pánico de no volver a verla, de que la pesadilla volviera a comenzar. Con las manos metidas dentro de los bolsillos y una ansiedad indecible, poco menos que corrió hasta la avenida Rivadavia. Entró en la confitería que estaba atestada de gente y buscó una mesa en algún rincón; hizo un recorrido sumario con la mirada y se encaminó hasta el fondo. Se sentó, encendió un cigarrillo y de pronto se dijo que se había ubicado muy lejos de la puerta, que quizá Ivonne no lo vería y, creyendo que nunca había llegado, se fuera. Entonces se incorporó y corrió hasta una mesa que acababa de desocuparse junto a una de las vidrieras. De pronto lo asaltó la idea de que tal vez ahí estarían demasiado expuestos, Ivonne le acababa de decir que no quería que los viesen juntos. Molina apeló a la calma e intentó quedarse quieto. No separaba la vista de la puerta. Alternativamente miraba el reloj y se preguntaba por qué no llegaba de una vez. Acaso había entendido mal y no era en el Molino sino en la Ópera. ¿O en el Ciervo? Había pasado apenas un minuto y medio; sin embargo, para Juan Molina fue una hora y media. Se dijo que era un estúpido: tenía que haber dejado que ella caminara adelante para no perderla de vista. No se perdonaba no haberla tomado del brazo sin importarle nada. La había visto asustada. ¿Y si le hubiese pasado algo en el camino? Se agitó la puerta y, cuando esperaba verla entrar, comprobó con desilusión que se trataba de un matrimonio de ancianos. Temió que aquel encuentro fugaz no hubiese sido más que una alucinación nacida de la desesperanza. Estaba por levantarse y correr hasta el café de la Ópera, cuando por fin entró ella. Molina le hizo una seña con el brazo en alto. Ya lo había visto.
Ivonne se acercó y, sin sentarse, le dijo que se mudara a una mesa más discreta. De modo que desanduvo el camino y volvió a la misma mesa sobre la cual había dejado el cigarrillo encendido. Si lo que querían era pasar inadvertidos, no lo habían conseguido; el mozo los miraba como esperando la próxima migración.
Ivonne hablaba a borbotones y miraba a izquierda y derecha por el rabillo del ojo. Molina le pidió que se serenara, que no entendía absolutamente nada de lo que estaba diciendo. Entonces intentó buscar las palabras más adecuadas. Fue sucinta pero clara. Juan Molina escuchaba con estupor. Le dijo que su repentina desaparición tenía dos motivos. El primero: había decidido huir de la protección de André Seguin. El segundo: había huido con su amante. Molina no ignoraba lo que significaba la traición. Conocía el código de honor de la organización Lombard. La noticia de que había escapado con su amante fue un puñal en medio del estómago. Ivonne se recogió el tul sobre el sombrero, miró a Molina al centro de sus pupilas, le tomó la mano y en un susurro le dijo:
—Te necesito.
Iba a decirle que le pidiera lo que quisiera, que estaba dispuesto a cualquier cosa, cuando comprendió que no le estaba pidiendo ningún favor, que lo que quería era hacerle saber de su cariño. Molina creyó no poder resistirse a confesarle su amor.
—Sos el único amigo que tengo, el único en quien puedo confiar.
Juan Molina estuvo a punto de retribuir aquella declaración. Pero calló a tiempo para no hablar de más. Después de un largo silencio, Ivonne enlazó sus dedos entre los de él y, como si fuese una súplica, le dijo:
—Quiero que vengas conmigo.
Molina escuchó claramente, pero no comprendió. Estaba decidido a seguirla adonde fuera, pero Ivonne acababa de confesarle que había escapado con su amante. Entonces la mujer le explicó que su amante era una persona muy importante, que necesitaba un chofer, alguien de confianza y que ella había pensado en él, le aseguró que no solamente le pagaría más de lo que ganaba como luchador en el cabaret, sino que, además, era un hombre muy influyente en el negocio de la música, que tal vez podía empezar trabajando como chofer y después quién sabe…, era cuestión de que lo escuchara cantar. Lo único que había entendido Molina de aquel monólogo fueron las palabras «quiero que vengas conmigo». Era una locura.
—Pensálo —le dijo—, pero no tenés mucho tiempo. Si aceptas, deberías empezar mañana mismo. Tendrías que llevarlo a Santa Fe.
Ivonne extrajo una tarjeta de su cartera, hizo una breve anotación y le dijo que si estaba de acuerdo fuese al día siguiente a las cinco de la tarde a esa dirección. Después de lo cual se echó el tul sobre la cara, se levantó de la mesa y se fue sin saludar. Acodado en el mármol de la mesa, Molina recordó que el día siguiente, ese sábado, iba a ser su debut en el Armenonville. Miró la tarjeta que le había dejado Ivonne. No había mucho que considerar: cumplir su sueño de cantor, entrar por la puerta grande del salón de tango más codiciado aun por los consagrados, o volver a sentarse frente a un volante como en los viejos tiempos cuando trabajaba de chofer en el astillero. No tuvo dudas.
Esa misma noche vuelve al Royal Pigalle, va hasta el despacho de André Seguin y resuelve el dilema con una sola palabra:
—Renuncio.
Una vez en la calle, Juan Molina, con toda la voz, canta su convicción a quien quiera escucharlo:
Ya sé, no me importa nada
con tal de estar cerca tuyo
me arrastro por el fangal,
he perdido hasta el orgullo
y abandoné la parada,
como desbancado guapo.
Mirá, si parezco un trapo,
un cascoteao animal,
un perro que ni barullo
mete pa’ no molestar.
Y ahora me desayuno
que tenías un amante,
un engrupido bacán
que afana con blanco guante,
un gil de mirar vacuno
con más vento que un sultán.
Pero miren, hay que ver
las graciosas pretensiones
que tiene su majestad:
valet, sirviente y chofer
que lo lleve a los salones
más butes de la ciudad.
No vas a sentir piedad
al verme calzarle los leones
y hasta sus timbos lamer
pa’ que no pierdan el brillo;
sabe que este poligrillo
de todo es capaz de hacer
para no tenerte lejos;
voy a tenerle el espejo
pa’ que se mande la biaba
de gomina y de perfume
y a calentarle la pava
pa’ cebarle unos amargos;
y cuando tu bacán fume
sus cigarros importados
yo me escondo en un rincón
para llorar como un gil
la triste resignación
de no haberme presentado
en el gran Armenonville
para tenerte a mi lado.
6
A las cinco en punto de la tarde, Juan Molina estaba en la puerta de calle del bulín del Francés. Del otro lado de la reja lo estaba esperando Ivonne. Lo hizo pasar, le arregló el nudo de la corbata, le acomodó el cuello de la camisa y le quitó una pelusa del hombro.
—Estás muy buen mozo —le dijo a la vez que, en puntas de pie, le besaba la mejilla. Molina examinó el hall del edificio y se dijo que aquella no parecía, exactamente, la residencia de un magnate. Era cierto que no podía evitar una suerte de animadversión hacia todo lo que tuviese alguna relación con su rival. Mientras subían en el lento ascensor de jaula, intentaba imaginar el aspecto de su futuro patrón. Sentía una curiosidad morbosa por conocer a aquel que le había arrebatado el corazón a la mujer que amaba secretamente. Se lo veía inquieto; pero no eran los nervios propios de una entrevista de trabajo, de pronto cayó en la cuenta de que estaba por exponerse a una humillación; sabía cómo eran esos cajetillas: el tipo no se iba a ahorrar ningún desprecio frente a su amante. Todo el tiempo necesitaban demostrar poder. No quería que Ivonne lo viera agachando la cabeza, confesando que no había terminado la escuela primaria, como si hiciera falta para manejar un auto; teniendo que jurar que, siendo pobre, era, además, honrado. Pero Molina estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para estar cerca de Ivonne. Cuando entraron en el departamento, no pudo menos que sorprenderse por el mobiliario; aquello era, a todas luces, un garito. La mesa forrada en paño verde, las coloridas pantallas de las lámparas, las persianas cerradas, todo tenía el acre perfume de la clandestinidad. Ivonne se movía como si fuese la dueña de casa. Juan Molina no pudo aventar la certeza de que aquella chica extranjera que apenas si conocía la ciudad, en su candidez, había escapado de una mafia para entrar en otra quizá peor.
—Voy a preparar café —dijo Ivonne y, antes de perderse tras la puerta de la cocina, agregó:
—Los dejo solos así conversan tranquilos.
Solo entonces Molina percibió que por sobre el respaldo de un sillón que estaba de espaldas a él asomaba la nuca engominada de un hombre. Tuvo el impulso de acercarse y dar la vuelta, pero ni bien dio el primer paso, una voz proveniente del anverso del sillón dijo:
—Está bien ahí, tome asiento en la silla que está detrás de usted.
Si no fuera por el acento criollo, Molina hubiese asegurado que el tipo era el mismo Al Capone.
—Tuve la desgracia de perder a un amigo muy querido. Fue mi único chofer. Imagínese que el primer coche en el que me llevó todavía era tirado por caballos. Tenía el sueño de ser aviador, se llamaba don Antonio. Murió la semana pasada. Perdí un amigo —repitió.
Aquella voz franca y amena le sonó extrañamente familiar a Molina.
—Créame que lo lamento —contestó con sinceridad y no supo que más decir.
—Le creo. Me gusta su voz, le creo. Hábleme de usted.
Molina titubeó unas palabras y, sin saber por qué, empezó contándole de su barrio, de La Boca, de su madre. Aquello era completamente distinto de lo que imaginaba como una entrevista de trabajo. Había algo en el modo de hablar de su interlocutor, había algo en su voz que le inspiraba confianza. Pero sobre todo, respeto. Le habló del Astillero y del majestuoso International que manejaba, le habló del Dock y de la casa en la que había nacido. Le habló del tango. Pero no se atrevió a confesarle que era cantor. Le habló del Royal Pigalle, pero no de sus anhelos más profundos. Le dijo que hasta el día anterior era luchador, pero no se animó a revelarle que esa misma noche desistió de debutar como cantante en el Armenonville.
Sin verse las caras, de pronto estaban conversando como dos viejos amigos, la voz tras el sillón, aquella voz que ya se había vuelto entrañable para Molina, le hablaba de las mismas cosas, de los mismos lugares que anidaban en su alma. De pronto, ya en confianza, le dijo:
—Mirá, pibe, lo que yo necesito, más que un chofer, es alguien que me sea leal.
Juan Molina, con la cara hundida entre las manos, con la voz quebrada por la emoción, le dijo que sí.
—Sí —le dijo—, sí, maestro. Cómo no serle leal a usted si me ha enseñado todo lo que soy —le dijo, y no hizo falta que le viera la cara para reconocer al dueño de aquella voz que resumía en una el conjunto de todas las voces nacidas bajo este cielo lejano.
Si no fuese porque el pudor y la emoción se lo impiden, Juan Molina cantaría la canción que pugna por salir del pecho, pero no puede ir más allá del nudo que le cierra la garganta:
Perdón que no pueda hablar
y se me rompa la voz
con un nudo en la garganta,
el sentir se me atraganta
al ver todo cuanto sos,
más grande que todo el mar,
más luminoso que el sol.
Este silencio te canta
y mi muda reverencia,
que no parezca un quebranto,
si me tomo la licencia
de que se me escape el llanto
es porque así, llorando
es como yo te canto.
Perdón que no diga nada,
que no parezca insolencia
pero mis penas pasadas
que me han hecho sufrir tanto
se diluyen con el llanto
nacido de la emoción
y esta silente canción
quiere salir en tropel,
como el río sale ’e madre,
pueda decirte de cuánto
le diste a mi corazón;
y si he de tener un padre
su nombre es Carlos Gardel.
Entonces Gardel se puso de pie y al ver a aquella mole veinteañera llorando como un chico, le dijo:
—No será para tanto.
Sacó un manojo de llaves del bolsillo, se lo arrojó y Molina lo atajó en el aire.
—Es un bicho un poco viejo, un Graham del veinte, pero todavía anda. Y cómo —le dijo y concluyó:
—Anda revisando agua y aceite que esta noche salimos para Santa Fe.
7
No era difícil sentirse amigo de Gardel. El cariño con el que hablaba de su viejo chofer, Antonio Sumaje, hacía que Molina percibiera que su lugar frente al volante no era el de un simple empleado. Por otra parte, quiso la coincidencia que el valet que acompañara a Gardel en tantos viajes, Eduardo Marino, se enfermara gravemente; de manera que, viendo que aquel joven tímido, diligente y amable era un excelente volante y mostraba la mejor disposición, Gardel pensó que podía matar dos pájaros de un tiro. Además no era un simple detalle que el Zorzal tuviera una bala alojada cerca del corazón. Su metálica presencia se le hacía carne en los días de humedad, era un dolor punzante que a veces le dificultaba llegar a las notas más altas. Aquel balazo artero que le pegaran a quemarropa en la esquina de las tragedias había hecho de Gardel un hombre algo más cauto. El porte de luchador de Juan Molina era ciertamente capaz de intimidar a un admirador exaltado o a algún memorioso que quisiera cobrarse viejas cuentas. Gardel se sentía seguro en compañía de Juan Molina. Nunca permitía que caminara a sus espaldas, no solo porque le resultaba una mutua humillación, sino porque, frente a la mirada pública, el Morocho tenía amigos, no guardaespaldas. Cada vez que salían con el auto, Gardel viajaba adelante, junto a Molina, nunca en el asiento trasero. A menos que quisiera dormir. Y si salía a comer con los amigos o, incluso si se trataba de acontecimientos sociales, jamás dejaba que se quedara esperando en el coche; siempre lo hacía pasar y era uno más en la mesa. Y tenía la enorme delicadeza de presentarlo, cualquiera fuese la ocasión, como «Mi amigo, Juan Molina». Pese a que Gardel se dirigía a él con la mayor naturalidad, el joven colaborador no podía articular palabra en su presencia. Jamás se había atrevido a confesarle que era cantor. Para Molina, conducir el auto de quien fuera el espejo de sus ilusiones, caminar a su lado o arreglarle el moño antes de que saliera a escena, era como tocar el cielo con las manos. Y cada vez que escuchaba el «Gracias, pibe», que le dedicaba cuando se despedían, no podía evitar la misma respuesta de siempre: «Gracias a usted, maestro». Molina se debatía en un abismo cruel, doliente: por un lado la lealtad incondicional que llegó a profesarle a Gardel y, por otro, la culpa inmensa e inevitable de amar a la mujer que le pertenecía.
Gardel nunca supo ni quiso aprender a manejar. Disfrutaba de sus permanentes reencuentros con Buenos Aires a través de la ventanilla del auto. A menudo le pedía a Molina que se desviaran del consabido camino desde el Abasto hasta el centro, le gustaba andar a la deriva, dejar librado el periplo al arbitrio de su chofer. Gardel era un buen conversador, locuaz y cauteloso. Jamás decía una palabra de más, nada que pudiese revelar un ápice de su vida privada. Pese a que Molina era quien mejor conocía sus actividades, era parte del contrato hacer de cuenta que no veía ni escuchaba nada. Jamás pronunciaba el nombre de Ivonne en las conversaciones con su chofer. Era obvio que Molina estaba al tanto de todo, de hecho fue ella quien los presentó, pero eso ni siquiera se mencionaba. Sin embargo, no era difícil percibir que Ivonne se había convertido para Gardel en un problema cada vez más irresoluble. Por una parte se resistía a dejarse arrastrar por sus sentimientos y, por otra, había dejado que aquella muchacha se instalara en su existencia de un modo, cuanto menos, avasallante.
Ivonne estaba prófuga. Había cometido la más peligrosa de las deslealtades. Gardel le había dado refugio en el bulín del Francés y, pese a que eran muy pocos los que conocían la existencia de aquel departamento oculto en medio de la ciudad, no ignoraba el riesgo que eso significaba. Por más que fuera Gardel. Con la organización Lombard no se jugaba. Por mucho menos que eso, y aun siendo Carlos Gardel, había recibido un balazo cerca del corazón.
8
Una noche como todas, después de dejar a Gardel en su casa de la calle Jean Jaurés y guardar el auto en el garaje, Juan Molina decidió caminar las cuadras que lo separaban de la pensión. Cuando dobló desde Corrientes hacia Ayacucho, en la puerta del caserón vio un tumulto que se arremolinaba en torno de un patrullero y una ambulancia estacionada en medio de la calle. Apuró el paso. Se abrió camino en medio de la multitud y pudo ver que en ese momento sacaban una camilla con un cuerpo tapado de pies a cabeza. La manta blanca que lo cubría estaba empapada en sangre. Entró en la pensión; en el sillón del hall, envuelta en un batón rosado, estaba sentada la gallega. Tenía los pies en alto, apoyados sobre un taburete, y sostenía contra su ojo derecho una bolsa repleta de hielo. Molina buscó una explicación en la cara perpleja de los inquilinos. Hizo un repaso sumario de todos y, de inmediato, notó la ausencia de su compañero de cuarto. En efecto, una voz entre el gentío se lo confirmó:
—Zaldívar —fue el nombre que empezó a repetirse de boca en boca.
Avanzó por el estrecho pasillo hasta su cuarto y, cuando abrió la puerta, se encontró con un panorama de pesadilla. La cama de Zaldívar parecía el mármol de una carnicería. Las paredes estaban salpicadas de sangre y las sábanas teñidas de rojo. Sus pocas pertenencias quedaron diseminadas por todas partes, y los trajes y las camisas hechos jirones. Levantó el pequeño portarretrato que yacía en el suelo y vio la mirada de su madre a través del vidrio roto. La guitarra era ahora un manojo de maderas unidas apenas por las cuerdas. Una náusea lo sacudió. Tuvo que salir al patio a tomar aire. En ese mismo momento se topó con la gallega, que parecía estar esperándolo. Apretando la bolsa de hielo sobre su ceja derecha, le dijo terminante:
—Esta misma noche se va.
Molina pudo ver que la mujer estaba más golpeada de lo que le pareció en el primer momento. Desde la comisura de los labios pendían hilos de sangre seca y tenía el pómulo izquierdo hecho una pelota.
—Agarre lo que le hayan dejado sano y esta misma noche se va —repitió.
Sin que Molina alcanzara a preguntarle nada, la gallega le explicó que lo de Zaldívar había sido un error.
—Vinieron a buscarlo a usted —le dijo.
Entonces, indignada, le explicó que dos tipos habían irrumpido en la pensión, le pusieron un revólver en la garganta y mientras le preguntaban por él, cuando les dijo que todavía no había llegado, la molieron a culatazos. Ante la insistencia de los golpes y las preguntas, les señaló el cuarto, la dejaron tirada debajo del mostrador y ahí, acurrucada en el piso, pudo escuchar los disparos.
—Ahora mismo agarra sus cosas y se va.
Molina corrió hasta la habitación, sacó la foto del marco hecho añicos, la guardó en un bolsillo, salió del cuarto y, sin saber cómo disculparse con la gallega, volvió a abrirse paso entre la gente y se escurrió de la pensión como un prófugo.
Otra vez no tenía adónde ir.
Caminó hasta la plaza del Congreso y, sentado en un banco frente a la fuente, encendió un cigarrillo e intentó encontrar alguna explicación. Todavía estaba mareado.
De pronto lo asaltó el pánico. Si existía alguna razón para que quisieran matarlo a él, sobraban motivos para que la mataran a Ivonne. Entonces todo empezó a cobrar sentido. Saltó del banco como impulsado por un resorte y corrió. Corría por Avenida de Mayo temiendo lo peor. Y mientras corría, podía pensar con desesperante claridad. Ivonne se había fugado de la protección de la organización Lombard. Y no era una puta cualquiera; ninguna, en toda la historia del Pigalle, les había dejado la fortuna que, cada noche, depositaba ella sobre el escritorio de André Seguin. Molina corría dando unas zancadas largas como si a cada paso quisiera, no ya ganar tiempo, sino impedir que siguiera transcurriendo, volverlo atrás, cambiar el sentido de la rotación del planeta. Y a la vez que corría, intentaba reconstruir los hechos. A la desaparición de Ivonne le había seguido su propia e inexplicable renuncia, justo el día antes de su anhelado debut en el Armenonville. Por otra parte, André Seguin había percibido que algo sucedía entre ellos, los veía bailar el tango noche tras noche, los había visto conversar en la mesa más recóndita del salón. Molina corría, ahora por Suipacha, transpirando gotas de terror y pensando. Para André Seguin estaba todo claro, no podían caber dudas, Ivonne y Molina habían escapado juntos. Y si una traición era imperdonable, dos traiciones eran demasiado. Por eso lo fueron a buscar. Por eso quisieron matarlo. Sabía que nunca iba poder perdonarse la muerte de Zaldívar. Corrió por Corrientes hasta que, por fin, vio el cartel iluminado de Glostora. Detuvo su carrera frente a la puerta del edificio del bulín del Francés y pegó su índice tembloroso sobre el timbre del segundo piso. Nadie contestaba. Pulsó el botón con una resolución tal, que se diría que iba a atravesar la pared con la yema del dedo. Pero nadie respondía.
9
Estaba dispuesto a derribar el portón con el hombro cuando, al otro lado del vidrio, pudo ver la figura adormilada de Ivonne saliendo del ascensor. Recién entonces Molina recuperó el aire perdido. Medio dormida y con el pelo desordenado, la vio más hermosa que nunca. Mientras se acercaba, envuelta en una bata japonesa que destacaba su estatura contrastante con aquella cara de niña, Molina elevó la vista al cielo y agradeció. Al verlo pálido, empapado en sudor y jadeante, Ivonne terminó de despabilarse y apuró el paso con visible preocupación. Con las manos temblorosas, tardó en encontrar la llave, hasta que por fin abrió la puerta. Lo hizo pasar y, sin preguntarle nada, lo abrazó. Luchando contra su propia voluntad de apretarla contra su pecho y no separarse nunca más, Molina la tomó suavemente por las muñecas y la alejó. Aquella mujer tenía un dueño y antes que nada estaba la lealtad. Así no las hubiese pronunciado nunca, las palabras de Gardel eran un mandato que resonaba en sus oídos cada vez que veía a Ivonne: «lo que yo necesito, más que un chofer, es alguien que me sea leal».
Iluminados por el fulgor rojo e intermitente del cartel de Glostora, Ivonne y Molina permanecen en silencio sentados en el amplio sofá que está delante de la ventana. Ella lo contempla a través del vaso de whisky que sostiene delante de sus ojos. Él fuma haciendo figuras con la brasa del cigarrillo, dibujos en el aire que aparecen y desaparecen conforme se prende y se apaga el neón del cartel. Y así, iluminados por ese fulgor rojo e insistente, ensombrecidos por la melancolía y un dejo de derrota, cantan a dúo:
Somos dos almas en pena
prófugas en la ciudad indolente,
dos almas hermanas
desengañadas del mundo y la gente.
Solos entre el ruido,
solos en las luces
de calle Corrientes.
Zorzales sin nido
cargamos las cruces,
las propias y ajenas
como lo que somos:
dos almas en pena.
No digamos nada, cantemos,
como en los tugurios y en los cafetines
cantando sus cuitas y sus berretines
murmuran los curdas
las tragedias burdas
que teje el destino;
no digamos nada
perdimos el rumbo,
no se ve el camino,
quizá sea esta noche la última cena.
Por eso cantemos
como lo que somos:
dos almas en pena.
Cuando terminan de cantar, con la misma resignación y los ojos deformados tras la convexidad del vaso, Ivonne pregunta:
—¿Qué vamos a hacer?
—¿Qué voy a hacer, querrás decir? —corrige Molina.
Ivonne se siente, de algún modo, culpable. Pero quizá no del modo en el que debería.
—Yo te metí en esto. No te voy a dejar solo ahora.
Molina niega con la cabeza. Cómo decirle que la había seguido como un perro, cómo confesarle que estaba completamente enamorado, que en realidad lo único que lo llevó a renunciar a su debut en el Armenonville no era otra cosa que su proximidad; sentir, aunque más no fuera, su perfume cercano.
Ivonne no era feliz con Gardel. Pero había aprendido a resignarse. La resignación era la historia de su vida. Tampoco quería su compasión. Y no podía evitar la sospecha de que lo que había llevado a Gardel a darle refugio en aquel bulín de nadie, era una suerte de lástima, mezclada con cierto código de hombría. Pero ella sabía que no podía quedarse ahí por tiempo indefinido. Ivonne bebió un sorbo de whisky y con la mayor serenidad, siempre hablándole al vaso que sostenía frente a su cara, dijo que acababa de tomar una resolución:
—Mañana vuelvo al Pigalle. Así no puedo vivir —hizo un silencio y concluyó:
—No quiero que nos maten. No quiero que te maten. Mañana vuelvo al Royal Pigalle y aclaro todo.
Molina le hizo ver que no había vuelta atrás, que ya era un hecho consumado, que habían matado a un hombre. Y no se iban a quedar con el cadáver equivocado.
—Si volvés, lo más probable es que te maten en el Pigalle.
Molina estuvo a punto de pedirle que huyeran juntos, que se fueran a la otra orilla del Plata o al otro lado del océano si era necesario. Y tal vez era lo más sensato. Pero una cosa era traicionar a André Seguin y otra a Carlos Gardel.
—Yo me voy a arreglar —dijo Juan Molina—, no te preocupes por mí.
Ivonne sonrió.
—Al que estuvieron a punto de matar fue a vos.
Lo único cierto es que no estaban en condiciones de pensar. Molina descolgó el abrigo del perchero y cuando se disponía a salir, Ivonne lo tomó del brazo.
—Vos no te vas a ninguna parte —le dijo sin soltarlo.
—Acá no puedo quedarme… —balbuceó.
Ivonne se lo quedó mirando con una sonrisa, como interrogándolo.
—¿Por qué, por mí o por él? —le preguntó muy cerca del oído.
Ivonne lo atrajo hacia ella y lo abrazó. Buscó su boca y a un milímetro de sus labios le susurró:
—Si es por mí, no te preocupes, lo que sobra son camas. Podes acostarte en la que más te guste —le dijo apretándole el muslo entre los suyos—. Si es por él, quedate tranquilo, no voy a decirle una palabra si no querés.
Molina volvió a separarla, colgó otra vez el saco en el perchero, acercó sus labios a la mejilla de Ivonne y le dio un beso suave y fraternal. Caminó hacia uno de los cuartos y, antes de cerrar la puerta, sin mirarla a los ojos, le dijo:
—Que descanses. Descansemos, que nos hace falta.
10
Gardel jamás quiso saber qué relación unía a Ivonne con Molina. Pero el término con el que ella lo nombraba, «un amigo», le resultaba suficiente para no indagar más. Y si el amigo Molina estaba en problemas había que darle una mano. Por otra parte, su chofer había dado suficientes muestras de lealtad y Gardel había llegado a tomarle un aprecio sincero. De manera que cuando supo la magnitud del problema que afrontaba Molina, Gardel no titubeó:
—Te quedas acá, pibe.
No quiso escuchar razones ni argumentos en contrario. Por mucho que Molina le insistiera en que se negaba a comprometerlo, a que asumiera semejante riesgo, Gardel fue terminante:
—No se habla más.
Juan Molina bajó la cabeza. No encontraba las palabras para manifestar tanta gratitud. Viendo que su chofer no había podido rescatar de la pensión más que lo que llevaba puesto, Gardel metió la mano en el bolsillo interior del saco y extrajo de la billetera un puñado de billetes.
—Comprate unas pilchas, un traje, camisas y zapatos —le dijo a la vez que le extendía el sueldo por adelantado.
Molina negó con la cabeza. Entonces, metiéndole de prepo los billetes en el bolsillo, le hizo ver que el chofer de Gardel no podía andar hecho una piltrafa. Luego se calzó el chambergo y, antes de salir, de pie bajo el vano de la puerta, le dijo:
—Esta noche, a las nueve, me pasás a buscar por casa.
Cerró la puerta y, otra vez, Ivonne y Molina se quedaron solos.
Eran dos prófugos en medio de la ciudad. Dos almas en pena ciertamente tocadas por la desdicha, dos fugitivos ocultos en el bullicio de la calle Corrientes. Ivonne había huido de su dorada celda de puta francesa, Juan Molina la había seguido igual que un perro perdido o, tal vez, como un lazarillo tan ciego como su amo. Ivonne ni siquiera salía a la calle. No por temor, sino por pura apatía. Apenas si comía. Se desayunaba con una extensa línea de cocaína y, a lo largo del día, alternaba whisky con una treintena de cigarrillos. Molina no toleraba el encierro. Mirando por el rabillo del ojo a izquierda y derecha, ocultando la cara entre las solapas del saco y el sombrero, se alejaba rápidamente de la calle Corrientes y se perdía por las estrechas veredas de San Telmo. Sin poder despojarse del horroroso recuerdo de su compañero de cuarto, Juan Molina deambulaba por la ciudad como si fuese su propio fantasma. Acosado por el remordimiento, tenía la íntima convicción de que estaba usurpando el lugar de Zaldívar en este mundo. Ya fuera producto de la falta de conciencia o, al contrario, del enorme peso que cargaba sobre ella, Molina entraba y salía de su refugio como si los hombres de André Seguin no lo estuviesen buscando. El bulín del Francés estaba separado del Royal Pigalle apenas por unas pocas cuadras. Tal vez por esa misma razón, por tenerlo justamente enfrente de sus narices, nunca lo vieron. Como si se estuviese burlando de sus cazadores, Molina jamás dejó de llevar a Gardel al Royal Pigalle; apenas oculto debajo de la visera de la gorra de chofer y detrás de un bigote que le agregaba unos años, Molina frenaba frente al cabaret con la mayor naturalidad. Nadie hubiese imaginado que el prófugo podía ser el chofer de Gardel y, mucho menos, que tuviese el tupé de llegar hasta la misma boca del lobo dos veces por semana.
Cerca de la madrugada, después de guardar el auto, Molina volvía a su refugio llevando algo de comida que Ivonne apenas si probaba.
Las visitas de Gardel al bulín del Francés son ahora cada vez más espaciadas. Y cuanto más tiempo pasa, tanto más hondo es el pozo de desconsuelo en el que se sumerge Ivonne.
—Un día de estos me van a matar —dice mirando el fondo del vaso de whisky.
De nada sirve que Molina intente disuadirla.
—Un día me van matar —insiste Ivonne, hablando como para sí y, mientras se aferra a las manos de su amigo, como si estuviese suplicándole algo que él no llega a entender, le canta:
Quién te dice, un día de estos
me encontrés por fin dormida
y al fin atorrando en paz;
no te ocupés de mis restos
y dejame que te pida
que no me recuerdes más.
No quiero flores ni llantos
ni lágrimas de tragedia
ni ruegos para mi santo,
algún día esta comedia
se tiene que terminar.
Arriba el gran tramoyista
quizá me dé el paraíso
después que aquí, en este piso,
tanto me la hizo yugar.
Sabés que igual ya estoy lista,
vestida y bien arreglada
para salir a la pista
cuando quiera cabecear
el que pasa la guadaña,
ese que sin decir nada
viene y te saca a bailar;
un tango malevo la herida restaña
y sin rencores, sin saña
te lleva pa’ el otro lao.
Yo sé que ya no hay salida
cada cual vive su vida,
cada quien muere su muerte,
no me quejo de mi suerte,
a nadie voy a culpar.
Si un día me ves dormida
no me tengás compasión,
susurrame una canción,
un tango sentimental
que me haga atorrar en paz.
Cuando Ivonne termina de cantar, el chofer de Gardel baja la mirada y dibuja una sonrisa forzada para esconder un gesto amargo. Juan Molina se ha convertido, exactamente, en lo que no quiere ser: el confesor de Ivonne.
—Sos muy lindo —le dice, como si se tratara de un niño, pasándole un dedo por el hoyuelo que se le marca al costado de la boca cuando sonríe. En estas ocasiones Molina vuelve a recuperar las esperanzas de ser otra cosa, no sabe qué, pero no un amigo. Varias veces ha estado a punto de confesarle todo lo que alberga su corazón. Pero como si lo intuyera, cariñosamente, Ivonne lo rechaza diciéndole por anticipado:
—Sos como un hermano para mí —le susurra y entonces, convirtiéndolo de pronto en su involuntario confidente, le cuenta sus pesares.
Molina hace esfuerzos ingentes para no escuchar. Cada palabra de Ivonne es un puñal que se le hunde en el corazón. Le cuenta, con exceso de detalle, cuánto ama a Gardel. Con una minuciosidad innecesaria, le confiesa que ya nunca va a poder querer a otro.
—¿Me entendés? —le pregunta Ivonne a Molina.
Y Molina tiene que morderse los labios para no hablar, para no confesar su secreto, para no abrir su corazón y cantar con toda la voz:
Cómo no voy a saber
cuánto te duele el puñal
si esa herida, ese abismo,
que te separa y te une
de las alas del Zorzal
es exactamente el mismo
que el que me ha hecho tanto mal.
No es que hoy me desayune
de lo mucho que te quiero
pero cuanto más y más te escucho
chamuyando de tus cuitas
se me taladra el balero,
me consumo como el pucho
aplastau al cenicero;
igual que la Santa Rita
que se enamora del muro
sabiendo que del cemento
nada se puede esperar,
hoy tus palabras me quitan
ese sentimiento puro
y al escuchar tus lamentos
tengo miedo ’e confesar
todo lo que guarda mi alma:
amor, rencor y esperanza,
poca arena y mucha cal…
cómo no voy a saber
cuánto te duele el puñal.
Cómo no iba a entenderla. Si era exactamente lo que le sucedía a él. Hubiera podido adelantarse a cada palabra, llenar los puntos suspensivos de cada frase que dejaba inconclusa. Tenía que coserse la boca para no hablar, temía delatarse con un gesto, con un asentimiento apresurado. Se preguntaba en silencio por qué todo tenía que ser tan injusto. Ivonne estaba tan enamorada de Gardel como Molina de Ivonne. Pero a diferencia de ella, él no tenía a quién confesarle sus cuitas. Si al menos tuviese ese consuelo, aquel desahogo efímero que otorga la confesión, tal vez otra sería la historia.
11
Gardel no era el único visitante que solía llegar al «pisito». Un reducido grupo, el círculo de amigos más allegados al Zorzal, aquel que constituía la barra del Café de los Angelitos, tenía la llave del departamento. Alfredo de Ferrari, los hermanos Ernesto y Gabriel Laurent, Armando Defino, Luis Ángel Firpo, de tanto en tanto, podían llegar en compañía de una «conocida», o bien en grupo para hacer rodar los dados sobre la pana verde de la mesa. Nadie hacía preguntas. Si había algún «inquilino» en el departamento, algún amigo de un amigo en problemas, se limitaban a saludar sin hacer el menor comentario. En esas ocasiones Ivonne se encerraba en uno de los cuartos, Molina se ponía el abrigo y salía a la calle. No existía la indiscreción. Pero estas visitas eran esporádicas. La mayor parte del tiempo Ivonne y Molina estaban solos.
Gardel llegaba cada vez con menos frecuencia a aquel departamento de la calle Corrientes. El viejo ritual de la cita a las cuatro de la tarde era para Ivonne un lejano recuerdo. Ahora no tenía un día ni una hora establecidos. A veces prefería caminar prescindiendo de los servicios de su chofer. En cualquier momento y de forma imprevista tocaba la puerta con dos golpes cautelosos y luego abría con sus propias llaves. A veces llegaba sonriente y de buen humor. En esas ocasiones venía apretando un ramo de rosas o de crisantemos. Entonces los ojos de Ivonne se iluminaban. Los de Molina se ensombrecían, tomaba su abrigo y salía a la calle. Lo que sucedía en el departamento podía inferirse por los vestigios. Pero también podía suceder que Gardel llegara de mal talante y con las manos vacías. Descorchaba un Cliquot sin ánimo festivo, encendía un cigarrillo y se sumergía en un mutismo indiferente. Entonces los ojos de Ivonne se llenaban de sombras y los de Molina se iluminaban hasta que descolgaba el abrigo del perchero y, cuando estaba por salir, Gardel le decía a su chofer:
—Yo también salgo.
Y se iba de la misma intempestiva forma en que había llegado. Nunca se quedaba a pasar la noche.
Las cosas entre Gardel e Ivonne no estaban bien. Si al principio, cuando se conocieron, el cantor tenía que luchar contra sus propios arrebatos, ahora, aquella lucha íntima parecía haber llegado a su fin. Ivonne no tardó en comprender que se había convertido en un trastorno. Pero lo cierto era que no tenía adónde ir, ni estaba en condiciones, siquiera, de salir a la calle. Todo lo que le quedaba era la amistad incondicional de Juan Molina. Y la dolorosa piedad de Gardel.
Molina, por su parte, estaba en un callejón sin salida. Era cierto que ser el chofer de Carlos Gardel era como tocar el cielo con las manos. Pero también veía cómo sus ilusiones de cantor se iban evaporando a medida que pasaba el tiempo. Había estado a un paso de la gloria. Cuántas veces, al pasar con el camión por la puerta del Armenonville, había soñado con cantar en aquel Olimpo del tango. Y cuando el destino le regaló la oportunidad, la rechazó por una quimera. No estaba arrepentido, era capaz de hacer cualquier cosa por Ivonne y, de hecho, eso estaba haciendo. Primero fue su amigo, luego su confesor y ahora se había convertido en su enfermero. En incontables oportunidades ella le imploró de rodillas, rebajándose a las promesas más humillantes, que fuera a buscarle un poco más de cocaína. Le juraba que aquella sí habría de ser la última vez, que después podía pedirle lo que quisiera. Pero el amor no era algo que se pudiera obtener a cambio de nada. Cuántas veces había tenido que salir a las cuatro de la mañana a recorrer las cuevas de «Alaska», en los alrededores de Corrientes y Esmeralda, para conseguir, al precio que fuera, un puñado de aquella nieve que le endureciera el corazón hasta congelarlo. Entonces ella inhalaba hasta el fondo, hasta el último rincón del alma, y sus ojos azules se llenaban de un brillo malicioso, frío. Así, con un calor hecho de hielo, con una suavidad simulada tras la roca en la que se tallaba su rictus, le decía:
—Pedime lo que quieras.
Molina bajaba la mirada y permanecía en silencio.
Solamente él sabe cuánto desea esa boca, aquellos pezones que se marcan bajo la blusa de seda. Nadie más que él sabe lo que daría por ser el dueño de aquellas piernas delgadas e interminables que asoman por debajo de la camisa japonesa —la usaba sin falda—, la que le había regalado Gardel hacía ya mucho tiempo. Entonces Molina se aleja y, asomado a la ventana para que el aire fresco lo disuada de sus viriles impulsos, canta:
Las manos tengo que atarme
y coserme bien la boca;
yo sé que a mí no me toca
lo que no quisiste darme
porque ya tenés un dueño,
y no voy a traicionar
a ese que te quita el sueño
y a mí me da dignidad.
No me pidás que le falle
al que fue más que mi viejo,
aquel que me ofreció el techo
cuando me quedé en la calle;
vos sabés que no me quejo
por esta herida en el pecho,
y aunque el corazón me estalle
no lo voy a traicionar.
Prefiero quedarme mosca
y oficiar de consejero,
ser ese amigo sincero
que sea el que más te conozca,
que a cambio de una mirada
te escuche sin pedir nada.
Vos sabés que me aquerencio
como pingo de carrero,
que aunque no aguante la carga,
que es tan dura y tan amarga
sigue tirando en silencio…
tirando por no aflojar.
Como un eunuco de sus propios deseos, Molina se juramenta no tocarla. No así. No a cambio de favores. Agacha la cabeza y tiene que sellar su boca para no decirle a Ivonne cuánto la quiere.
Ninguna
Esta puerta se abrió para tu paso,
este piano tembló con tu canción,
esta mesa, este espejo y estos cuadros
guardan ecos del eco de tu voz.
Es tan triste vivir entre recuerdos…
Cansa tanto escuchar ese rumor
de la lluvia sutil que llora el tiempo
sobre aquello que quiso el corazón.
HOMERO MANZI