LA MARCHA

¡Suabia dichosa, Madre mía,

y tú, la más radiante,

hermana Lombardía, al otro lado,

también por cientos de arroyos recorrida!

Arboles florecidos, blancos, rojos,

oscuros, silvestres, llenos de follaje verde intenso,

te dan sombra, y los Alpes suizos,

tan cercanos; pues tú vives

junto al fuego del hogar, y oyes

cómo dentro susurra, desde cuencos de plata,

el manantial, vertido

por unas manos limpias, cuando roza

los calientes rayos

el hielo hecho cristales, y se funde,

bajo el tacto ligero de la luz,

la nieve de las cumbres, y riega

la tierra con el agua más pura. Por eso

la lealtad es en ti virtud innata. Duro

resulta abandonar el sitio que está junto al origen,

y tus hijas, ciudades

en la orilla del lago que atardece,

entre sauces del Neckar, o a la orilla del Rin,

todas saben que no habría

ningún lugar mejor para vivir.

Pero quiero ir al Cáucaso.

Pues hoy mismo he oído

susurrar a los vientos

que allí son los poetas, como las golondrinas, libres.

Y también me dijeron,

en tiempos ya lejanos,

que antaño nuestros padres, nuestra raza alemana,

llevados por las olas tranquilas del Danubio,

en días de verano, con los Hijos del Sol, que iban

en busca de la sombra,

y con ellos llegaron al Mar Negro,

que no en vano llamaron

El que da cobijo.

Pues apenas llegados,

los otros se acercaron primero, y, curiosos,

los nuestros se sentaron debajo del olivo.

Pero cuando sus ropas se rozaron

y ninguno pudo comprender

las palabras de los otros,

la discordia pudo nacer si de las ramas

no hubiera descendido el frescor,

y esas sonrisas que a menudo

hace que surjan en los rostros

de los enfrentados. Y un rato en silencio

se miraron y luego se tendieron

las manos amistosamente los unos a los otros. Y pronto

se intercambiaron armas y todos

los apreciados bienes de las casas.

También se intercambiaron la palabra y no deseaban

los padres, siendo amigos, otra cosa

a sus hijos que el júbilo nupcial.

Porque de esas alianzas sagradas

tan bellas surgió todo

lo que antes y después habría de llevar un nombre humano:

una raza. Pero ¿dónde,

dónde vivís, parientes tan amados,

que podamos celebrar allí nueva alianza,

y recordar la memoria de la amada progenie?

Allí en la orilla, bajo los árboles

de Jonia, en las llanuras

del Caístro, donde las grullas disfrutan en el Éter,

rodeadas por los montes que lejanos brillan,

allí estabais vosotros, los más bellos, o acaso

cultivabais las islas, coronadas de viñas, llenas

de los sones de un cántico. Y otros vivían

en el Taigeto, junto al monte Himeto, tan famoso,

y ellos florecieron los últimos. Y de la fuente

del Parnaso hasta Tmolos, arroyos de oro

sonaban en canción perpetua. En aquel tiempo

los bosques susurraban

al tiempo que músicas de cuerda

tocadas con dulzura celestial.

¡Tierra de Homero!

Bajo el cerezo del color de la púrpura

o en el viñedo, reverdecen —enviados por ti—

melocotones jóvenes.

Ruidosas golondrinas venidas desde lejos, en mis muros

hacen su casa, en días de mayo.

Y bajo la estrellas

pienso en ti, oh Jonia, ¡en ti! El hombre,

sin embargo, ama lo presente. Y por eso

he venido a vosotras, islas, para veros,

para ver cómo fluyen en el mar los ríos, y los templos de Tetis,

y los bosques, y a vosotras, a vosotras, nubes del Ida.

No tengo, sin embargo, la intención de quedarme.

Poco amistosa y difícil de conquistar

es esa Madre Taciturna de la que me he alejado.

De sus hijos uno, el Rin,

quiso precipitarse violentamente sobre su corazón

y, rechazado, se ocultó, y nadie sabe dónde, muy lejos.

Y no quisiera haberme ido yo así

de ella, y sólo para invitaros

he venido a vosotras, Gracias de Grecia,

hijas del cielo,

y si el viaje no os resulta muy largo,

venid hasta nosotros, oh propicias.

Cuando los vientos soplen con mayor dulzura,

y las flechas de amor nos lance

la mañana, a nosotros, llenos de paciencia,

y las nubes ligeras florezcan

sobre nuestros ojos tímidos,

entonces os diremos, ¿cómo venís

vosotras, Gracias, a una tierra de bárbaros?

Las sirvientas del cielo

son, sin embargo, algo maravilloso,

como todo lo que nace de dios.

Se convierten en sueño si alguien quiere

sorprenderlas, y al que quiera igualarlas

en poder, se le castiga;

pero a menudo se hacen presentes de improviso

al que apenas ha pensado en ellas.