Día 8, martes, de las 7:00 a las 18:00 hrs.

 

Regularmente el jefe de Homicidios, Fernando Negro, se presentaba a su oficina a las siete en punto de la mañana, en la planta baja del edificio del OIJ en el primer circuito judicial de San José, aunque el horario oficial comenzaba a las siete con treinta minutos. De este modo, disponía de tiempo para repasar su trabajo del día anterior y planear las acciones de la nueva jornada, todo ello acompañado de tres tazas de café americano fuerte y sin azúcar.

Sin embargo, ese martes no puso la chaqueta en el valet, no se sentó tras su escritorio ni consultó el correo electrónico. Contra lo usual, se mantuvo de pie mientras se sirvió un café cuya mitad ingirió rápidamente y dejó el resto sobre una mesa. Consumió la bebida sin saborear su calidad, en tanto sus pensamientos estaban fijos en el caso de Manolo Araya y las tareas que atendería personalmente.

Después salió de prisa y caminó por el vestíbulo del edificio del OIJ, atravesó en diagonal bajo la pirámide kelseniana que adorna la Plaza de la Justicia, tomó el pasillo que lleva a salir a la peatonal Ricardo Jiménez, cruzó a lo ancho de ésta e ingresó al edificio de los tribunales de justicia. Quería gestionar personalmente los rastreos telefónicos del uxoricidio de María Fernanda Zamora, pues su presencia en el ICE siempre se traducía en respuestas casi inmediatas en consideración a su rango de jefe de Homicidios. Subió al quinto piso, recibió los papeles preparados por el fiscal Héctor Vargas y se retiró.

Debido a la saturación de vehículos desesperaba y de vez en cuando golpeaba el volante con ambas manos. No fue sino hasta las nueve de la mañana que logró llegar a su destino en San Pedro de Montes de Oca, en las inmediaciones de la Fuente de la Hispanidad. La pérdida de tiempo en el transporte se compensó con la oferta del funcionario encargado para obtener la información de inmediato. El jefe Negro fue llevado a una sala de espera, donde responsables de la seguridad de la institución de telefonía y electricidad aprovecharon para abordar un sin fin de tópicos relacionados con la seguridad de los edificios, de lo que poco sabía el jefe de Homicidios del OIJ, y, por supuesto, no podía omitirse el tema del momento: el femicidio de la jueza Zamora. El experimentado Fernando Negro supo llevar el intercambio sin revelar detalles importantes ni tampoco su impaciencia. Finalmente le dieron los papeles y los soportes digitales que documentaban los rastreos telefónicos.

Con el tránsito menos congestionado, apuró la marcha hasta volver al edificio del OIJ para presentarse en la OPO. En este despacho laboran los mejores analistas criminales del país, quienes utilizan poderosos programas informáticos para relacionar los datos.

–Negro –explicó el jefe de esa oficina apenas tuvo a la vista los documentos–, el rastreo de llamadas entrantes del día de ayer a la fiscalía general no amerita mayores observaciones.

Esa información pretendía determinar el origen del telefonema que involucraba a la policía Marcela López en el uxoricidio de María Fernanda Zamora.

–No sé yo –dijo Fernando Negro mientras abría las palmas de las manos y se encogía de hombros.

–La llamada que interesa se hizo desde un número telefónico de línea fija, de modo que mejor se lleva el documento y determina la ubicación material del teléfono –aconsejó el jefe de la OPO.

–¿Y los otros rastreos?

–¡Calma hombre! –sonrió el jefe de los analistas criminales–, para mañana estará.

–Listo –dijo el jefe Negro al tiempo de tomar el papel y retirarse.

Ese rastreo correspondía a la llamada anónima atendida por Laura, la secretaria del fiscal general, quien escuchó una voz de mujer que refería la supuesta ayuda de Marcela en la desaparición del cadáver de María Fernanda. Pero el viejo policía Fernando Negro no daba crédito al anónimo aunque debía investigarlo porque, lo sabía perfectamente, un cabo suelto en una investigación solamente servía para debilitarla y favorecer la defensa. En efecto, cualquier indeterminación producida en el debate conllevaría aplicar el beneficio de la duda a favor del acusado (in dubio pro reo) y dictar sentencia absolutoria.

Ingresó a la oficina de Homicidios del OIJ y sin detener el paso se dirigió a uno de sus subalternos.

–Venga a mi despacho por favor.

El oficial se levantó de su silla como catapultado y siguió al jefe Negro. Éste, sin mirarlo, se despojó del saco y lo colocó en el valet. Ordenó comprobar la ubicación material del teléfono de línea fija desde el cual se hizo la llamada anónima comprometedora para la policía Marcela López, establecer la identidad de la persona que la hizo y traerla a la oficina. El oficial no hizo preguntas, se despidió y salió.

Fernando Negro levantó el auricular y marcó cuatro dígitos:

–Diga –respondió una voz conocida por Negro al otro lado del cable.

–Buenos días –dijo el jefe policial y sin dar tiempo a responder la cortesía preguntó–, ¿qué pasó con el doctor Hernando Jiménez?

–Perdón jefe –respondió con inseguridad el interlocutor–, ¿quién es el doctor Hernando Jiménez?

Fernando Negro apoyó el codo derecho en el sobre de su escritorio, abrió la palma de la mano y sobre ella posó su frente. Hizo un gran esfuerzo para que su voz no revelara incomodidad, pues parecía que su subordinado no daba importancia al dato. Finalmente dijo:

–El médico Hernando Jiménez es quien recetó benzodiazepina a María Fernanda Zamora.

–Llamó para disculparse e indicó que no vendrá el día de hoy ni en los siguientes porque tiene mucho trabajo –explicó el investigador.

–¡Trabajo tendrá todos los días y excusas también! –dijo el jefe, ahora sin ocultar su molestia–. Vayan a traerlo de una vez.

–Como usted ordene.

Resultaba extraño que el doctor Hernando Jiménez no acudiera al llamado de la policía judicial, pues en la universidad debió aprobar el curso de medicina legal y sabría que de no atender la citación sería traído por la fuerza. Podría ser desprecio del médico, indiferencia a la investigación o intención de retrasarla. «Ya se verá», se dijo Fernando Negro.

 

 

Otra era la situación en el quinto piso del edificio de los tribunales de justicia de San José. Héctor Vargas observó el reloj: las diez de la mañana. Sabía que a esa hora en punto tenía una cita en su oficina y le molestaba el retraso, pues no le gustaba que los demás jugaran con su tiempo. Observó la agenda y leyó «Marcela López: caso de Fabio Alfaro». Hizo un rictus mientras cerraba el cuaderno, pues las complicaciones vividas en el juicio –en curso por esos días– por el homicidio del periodista Fabio Alfaro no permitían vaticinar una sentencia condenatoria. Todo parecía indicar que el defensor de Santos conocía de antemano la estrategia de la acusación. Cuando le hablaban de la fuga de datos, venía a la mente de Héctor la imagen de un monje cuya identidad nunca pudo establecer.

El homicidio de Fabio Alfaro era un caso importante para el país, en cuanto a la tutela de la libertad de prensa y del derecho a la información, además de ser una muerte que impactó a toda la ciudadanía. Daba pesar la idea de una eventual sentencia absolutoria. El Ministerio Público había aportado prueba suficiente y el pueblo entero –conocedor de ella por haberse evacuado en audiencia pública– estaba convencido de la culpabilidad de Enrique Santos y de los cuatro sicarios colombianos. Sin embargo, el tribunal de juicio estaba presidido por Satanás, una jueza conocida con ese alias, cuyas actuaciones eran invariablemente cuestionadas y daban lugar a toda clase de comentarios sobre corrupción judicial, de modo que era imposible anticipar un resultado a pesar de la abundante prueba de cargo expuesta durante el juicio.

Héctor recordó que después de la Operación Neblina, la pesquisa continuó con éxito. Se determinó que un brasileño, socio de Santos en la filial del Banco Mesoamericano en Ciudad de Panamá, había ingresado al país con cincuenta mil dólares para pagar por el homicidio del periodista Fabio Alfaro. La sagacidad de Marcela la indujo a profundizar en los rastreos de los teléfonos de Santos, hasta determinar que había un número redundante en las llamadas salientes a Panamá, precisamente al celular cuyo propietario en ese país era Edson Borge, el socio de Santos en el exterior.

Por los conductos legales y a petición de Marcela, los fiscales de la unidad de apoyo pidieron ayuda a las autoridades panameñas. Los resultados fueron sorprendentes, pues Borge tenía una tarjeta Visa del Banco de Costa Rica y de una cuenta del Banco Mesoamericano en Panamá había retirado cincuenta mil dólares cuatro días antes del homicidio de Fabio Alfaro; además, por su teléfono celular Borge había llamado desde la esclusa de Gatún al teléfono del Pana en San José, en el quinto y en el cuarto días anteriores al asesinato de Alfaro. Estas comunicaciones se reflejaban también en el rastreo del teléfono del Pana reportado por el Instituto Costarricense de Electricidad. No había duda de la relación de Edson Borge con los asesinos del periodista.

Marcela había formulado una hipótesis. Para no dejar huella, Enrique Santos habría solicitado a su amigo de confianza Edson Borge retirar del Banco Mesoamericano en Panamá la suma de cincuenta mil dólares, traerlos en efectivo y pagarle al Pana en San José por asesinar a Fabio Alfaro. El dinero debía llegar en billetes para evitar una transferencia bancaria internacional pues, por su condición de banqueros, sabían que cualquier movimiento de diez mil dólares o más sería reportado ex oficio en carácter de «operación sospechosa» a la unidad de análisis financiero del Instituto Costarricense sobre Drogas. Así era la normativa internacional desde el atentado al World Trade Center de Nueva York, para perseguir el lavado de dinero y el financiamiento del terrorismo.

Como regularmente sucedía, la hipótesis de investigación de Marcela se antojaba lógica, pero en este caso era incomprensible para sus compañeros de la unidad de apoyo, máxime que ya Marcela había solicitado los movimientos migratorios de Edson Borge, sin que se registraran entradas o salidas al país en los últimos dieciocho meses. «¿Cómo probar entonces que Borge había venido al país?», cuestionaban todos. «¿Cómo acreditar que trajo cincuenta mil dólares y le pagó al Pana para que matara a Fabio Alfaro?».

Pero Marcela era de esas profesionales que encuentran en la dificultad un reto y en la superación un gozo. Había aprendido la premisa básica de investigar en los detalles, que podrían convertirse en elementos de juicio importantes para resolver los casos. Retiró y colocó una y otra vez cada pieza del rompecabezas, hasta encontrar un fragmento más del hecho que intentaba reconstruir.

–Edson Borge retiró del Banco Mesoamericano en Panamá los cincuenta mil dólares para pagar al Pana por el asesinato de Fabio Alfaro –dijo a sus compañeros.

–¡Seguimos con eso! –reclamó Héctor, pues le irritaba la insistencia de Marcela.

–Esto ya no es suposición –respondió ella, sosteniendo la mirada a Héctor–. Ahora puedo demostrarlo.

–La escuchamos –dijo sin mucha fe Héctor al tiempo de apoyar la espalda en su silla ejecutiva llevando el respaldo hasta el límite.

–Tenemos el resultado del levantamiento del secreto bancario en Panamá, que dio un dato esencial: el retiro de cincuenta mil dólares en efectivo de una cuenta de Edson Borge –explicó Marcela mientras exhibía el documento.

–¿Es todo? –desesperaba Héctor.

–No jefecito, hay más –repuso Marcela.

–Entonces le ruego ser breve porque es tarde –ordenó Héctor mientras observaba la carátula de su reloj pulsera.

–Como Edson Borge tiene una tarjeta Visa del Banco de Costa Rica, se solicitaron por medio del juzgado todos los movimientos de pago… y adivinen –Marcela recorrió con su vista los rostros de sus compañeros, mientras sonreía.

En ese momento la reunión se animó ante la expectativa creada por la oficial López, pero todos guardaron silencio a la espera de la información.

–Edson Borge se hospedó en el hotel Perfumo en la avenida central de San José –dijo Marcela– y pagó con su tarjeta Visa del Banco de Costa Rica.

–¿Cuándo fue eso? –preguntó Héctor mientras se levantaba para recibir de manos de Marcela el documento.

–El pago se hizo dos días después de la muerte de Fabio Alfaro –explicó Marcela–. Además decomisé los libros de registro del hotel y Borge estuvo hospedado allí desde dos días antes y hasta dos días después del homicidio. No registra movimientos migratorios, pero es claro que ingresó ilegalmente al país y estuvo aquí en San José para el momento de la ejecución del periodista.

–¡Muy bien! –exclamó Héctor–. La felicito, realmente.

–Sólo falta ahora demostrar que Borge trajo los cincuenta mil dólares y los pagó al Pana, pero estoy segura de encontrar esa prueba –concluyó Marcela su exposición.

No había duda que Edson Borge ingresó ilegalmente a territorio costarricense, posiblemente por el puesto fronterizo de Sixaola, que nunca está vigilado. La labor de la oficial López se traducía en el respeto de todos sus compañeros de la unidad de apoyo, pues siempre, de alguna forma, lograba «dar en el clavo».

Después de su detención, Santos había lanzado un reto cuando dijo a la prensa una y otra vez: «Investiguen mis cuentas bancarias y verán que no he retirado monto alguno para pagar sicarios». El Ministerio Público se encontraba, ahora, muy cerca de cerrar de un golpe la boca del banquero.

En ocasiones la investigación criminal se resuelve por el esfuerzo y dedicación de fiscales y policías, en algunas oportunidades porque la información llega espontáneamente, pero en la mayoría de los casos se da una mixtura entre evidencia, análisis policial, localización de testigos y la colaboración de soplones e informantes. Estos últimos ayudan a la policía por distintas razones: para salvarse de la persecución penal a través de un criterio de oportunidad que los exima de responsabilidad ante hechos graves, o por molestar a otra organización criminal.

La memoria de Héctor también registraba el resultado de un viaje al exterior para participar en un curso de delitos contra la vida en las maravillosas instalaciones de la Cooperación Española en Antigua Guatemala. Acordó con fiscales chapines para departir socialmente un sábado, día de descanso enclavado en la agenda del curso. Fue así como se desplazaron a San Juan del Obispo, un pueblito asentado en las faldas del volcán de Agua a unos siete kilómetros al sur de Antigua. Allí la historia quedó suspendida sobre los adoquines y las edificaciones coloniales. No padece –todavía– la mutación negativa de Antigua, donde las viviendas trocaron por comercio y la saturación de vehículos y turistas dificultan apreciar la belleza de la ciudad. Por el contrario, San Juan del Obispo ofrece paz al visitante, quien juraría a ciegas que los relojes se detuvieron hace mucho.

La rancia calzada abrió paso entre las vetustas construcciones a Héctor y sus colegas, hasta llegar a la plaza en el frontispicio de la iglesia. El templo da la espalda a un palacio de más de cuatro mil seiscientos metros cuadrados, construido en 1533 para casa de descanso de quien fuera el primer obispo consagrado de Centroamérica, Francisco Marroquín. El edificio, hoy convertido en museo y casa de retiro, es administrado por las Hermanas de Bethania.

Apenas comenzaban a disfrutar la extraordinaria vista de Sacatepéquez, desde la plaza, cuando Héctor escuchó una voz grave tan cerca de su espalda que podía sentir el aliento estrellarse en su nuca.

–No se vuelva y no tenga miedo –vibraban aquellas cuerdas vocales muy bajo para no llamar la atención–. Tampoco pregunte y escuche bien.

La respiración de Héctor se aceleró, pero mantuvo la calma y en señal de aprobación movió lentamente la cabeza de arriba hacia abajo, de manera que solo lo percibiera quien daba las instrucciones. Se creyó víctima de un asalto.

–¿Usted es el fiscal tico? –inquirió la misteriosa voz.

Héctor Vargas asintió por segunda vez, temiendo ahora un secuestro o algo peor.

–Vaya por el frente del palacio arzobispal, pregunte por sor Ángela y dígale que busca el camino de los santos. Ella lo llevará a la información que necesita para atrapar a Enrique Santos –para ese momento el fiscal costarricense estaba aterrorizado.

Esperó nuevas instrucciones. Pero no escuchó más aquella voz, por lo que sin voltearse ni emitir palabra enrumbó al palacio arzobispal. Tocó la enorme puerta de dos hojas de madera centenaria y esperó. Se abrió una ventana minúscula, ubicada a la altura de la cabeza, por donde asomó el rostro una religiosa.

–¿Qué se le ofrece? –preguntó con acento caribeño.

–Busco a sor Ángela –dijo Héctor con voz más bien tímida.

–Yo soy –confirmó–. Dígame en qué puedo ayudarle.

–Busco el camino de los santos –repitió de memoria Héctor.

La ventanita se cerró de golpe y sonaron los fierros de la cerradura principal de la puerta que se abrió hacia adentro lo suficiente para dar entrada a una persona. Héctor ingresó al palacio arzobispal rápidamente. El abandono de la fachada del palacio contrasta con el cuidado en el interior: pintura muy blanca en todas las paredes, con detalles marcados en amarillo casi dorado que dan vida a los anchos corredores que rodean el verdor de los agradables patios centrales. Enormes arcos, reposados en gruesas columnas tan inmaculadas como las paredes, deslindan los corredores de los jardines y dan una imponencia a la estructura como pocas veces se aprecia en construcciones coloniales de Centroamérica. Parece mentira que esa edificación monumental se hubiera levantado con cal, harina, leche y huevo.

–Bienvenido, yo lo guiaré y explicaré cuidadosamente los detalles del museo, pero al terminar debe dejar una contribución –dijo sor Ángela como si Héctor fuese un turista.

–La sigo –aceptó sin saber si la religiosa actuaba o si realmente lo creía un excursionista.

Sor Ángela tomó el corredor derecho que bordea el primer jardín del palacio, caminó sin prisa y de a poco fue explicando cada parte del edificio, así como de los objetos exhibidos. Cuando llegaban a sitios donde la información constaba en afiches, ella guardaba silencio para que Héctor leyera; sin embargo, él solamente tenía calma para fingir, de modo que clavaba la vista en los carteles y se mantenía inmóvil un rato, después volteaba y sor Ángela lo hacía avanzar a poquitos por los corredores.

En ese via crucis llegaron a un segundo y colorido patio tan majestuoso como el primero; al fondo de las arcadas, un tanto a la derecha, se encuentran las que fueron habitaciones privadas de Francisco Marroquín, y más recientemente del arzobispo Mariano Rossell y Arellano, quien restauró el palacio en 1940 respetando el diseño original.

Frente a la puerta de ingreso a aquellos salones privados, la monja –viendo por encima de los aros de oscuros lentes– posó su mirada en los ojos de Héctor. Este último, pese a la condición de sor Ángela, no pudo evitar la atracción de la religiosa, cuyo nombre correspondía a la belleza de sus facciones caribeñas producto del mestizaje afroeuropeo.

–Allí dentro encontrará el camino de los santos –dijo con voz firme mientras señaló al interior de la habitación–. Tiene solamente cinco minutos.

Dejó de lado aquel destello de seducción de sor Ángela y atravesó lentamente el vano mientras experimentaba frío en la espalda, como si esperara un ataque a traición. Avanzó escasamente un metro y recorrió el sitio con la mirada. Se trataba de una estancia con piezas de imaginería religiosa antiquísima, posiblemente las primeras traídas a Guatemala por el obispo Marroquín, dispuestas en medio de un mobiliario tan añejo como las estatuas. Sin embargo, no era momento de valorar aquellos retazos de historia, pues se había cargado de desconfianza por la vulnerabilidad en que se encontraba en el frío y solitario recinto privado de los señores Marroquín y Rossell; pero no había más que avanzar, pues el caso de Fabio Alfaro estaba bajo su cargo en la unidad de apoyo. Al mirar por la derecha descubrió una segunda estancia, hacia donde caminó muy despacio y sin entrar observó en todo rincón para descartar la presencia de algún agresor. Había una mesa en el centro para varias personas –no reparó en el número de sillas– y en la pared, al fondo a la izquierda, una chimenea.

–Adelante fiscal –dijo una voz extraña como si brotara de un dispositivo electrónico–. No tenga miedo.

Al escuchar, Héctor sintió que como si lo espantaran. Pero de su padre aprendió que la valentía no era la ausencia de miedo, sino la virtud de vencerlo.

–¿Quién es? –preguntó con firmeza para disimular su estado de aprensión.

–Siga adelante fiscal –escuchó aquella voz, pero ahora en tono suplicante–, por su izquierda. Estoy en el dormitorio.

Héctor caminó siempre despacio. Apenas pasaba bajo el marco de entrada a la segunda estancia, pudo ver a su izquierda otra puerta que daba paso a una tercera habitación. Al fondo una cama y un hermoso escritorio tallado en madera, pero, igualmente, la situación no era propicia para valorar aquellas piezas venidas en el tiempo. En medio del escenario se encontraba una persona de baja estatura, vestida de hábito, con la cabeza cubierta por la capucha que ocultaba su rostro. Por instantes parecía transparente, impresión que desechó de inmediato atribuyéndola a su nerviosismo.

–¿Usted es el fiscal costarricense? –preguntó el encapuchado con voz grave, como si proviniera de las paredes.

–Sí –contestó Héctor, que de inmediato trató de tomar el control de la conversación–. Le ruego apresurarse con lo que vaya a decir porque debo irme.

–Conozco el método, señor –dijo el encapuchado, para sorpresa de Héctor–. El agente sólo escucha y el informante habla, el agente trae la conversación a su terreno y el informante se entrega…

–¿Es usted policía?

–Fiscal, no interesa quién sea yo –respondió el incógnito sin alterar la voz.

–Estoy aquí, soy fiscal tico, yo no lo busqué, pero usted quiere hablarme –dijo Héctor, recuperando la firmeza inicial–. ¿Qué me va a pedir a cambio de la información?

–No voy a pedir nada, pero tres cosas voy a decirle –el encapuchado subió la voz y bajó la cabeza para ocultar más su rostro–: la primera es que un guatemalteco conocido como Jaguar fue quien llevó a Edson Borge desde Panamá hasta Costa Rica, con cincuenta mil dólares para pagar al Pana por la muerte del periodista Fabio Alfaro.

–¿Cómo lo llevó? –inquirió Héctor, ahora muy sorprendido e intrigado por lo que sabía el informante.

–En un camión de carga pesada de transporte centroamericano –repuso inmediatamente el encapuchado.

–¿Por qué lugar ingresó a Costa Rica? –demandó, asumiendo que tomaba el control de la situación.

–¡Por Paso Canoas! –respondió el informante con ironía–. ¿Por dónde más?

–¿Cuándo fue ese viaje de Panamá a San José? –preguntó Héctor con la autoridad del fiscal que siente dominar el interrogatorio.

–Baje el tono fiscal –dijo sin alterarse el encapuchado–. No piense que está controlándome… yo tengo el mando de la situación.

El misterioso personaje hablaba como el maestro Yoda a Luke Skywalker, pero en vez de confiarse Héctor se sintió vulnerable y totalmente desarmado. De igual forma lo invadía la intriga pues, según la hipótesis de Marcela, Edson Borge habría llevado de Panamá a Costa Rica los cincuenta mil dólares para pagar por la muerte del periodista Fabio Alfaro, ingresando por Sixaola y no por Paso Canoas.

–Conversemos, no me interrogue y tendrá mejor información –propuso el extraño sujeto.

–Lo escucho entonces –dijo Héctor moviéndose hasta apoyar su espalda contra la pared buscando, inconscientemente, algo de seguridad.

A partir de aquí, salvo por la presentación personal del expositor, éste parecía impartir cátedra. En Centroamérica existen organizaciones criminales que han permeado la política y las instituciones. En San José, desde hace muchos años, opera una estructura autodenominada La Secta, jefeada por un influyente empresario a quien se identifica como El Padre. Este gran capo ha dirigido y vivido de toda clase de delitos, haciendo de la nada una fortuna a través de negocios con distintos gobernantes, pero cuando las políticas contra la corrupción le cortaron a El Padre el flujo de capital proveniente de la cosa pública, éste entró en negocios más grandes como el lavado del dinero proveniente del tráfico de armas, así como de algunos cárteles del narco mexicanos y colombianos.

Hasta hace muy poco tiempo Centroamérica tenía territorios bien delimitados para cada capo, pero El Padre vendió el istmo completo a sus socios de Europa, Medio Oriente y México, de manera que está negociando la penetración de redes de todo tipo y estas quieren desplazar a las centroamericanas. Enrique Santos es uno de los hombres de La Secta y trabaja para El Padre en el blanqueo de capitales.

–¿Está seguro que no hay mucho de fantasía en lo que dice? –preguntó Héctor algo molesto pues su orgullo costarricense estaba siendo mancillado en cuanto no sabía sobre La Secta.

–Es la verdad –sentenció el informante– y Fabio Alfaro descubrió a La Secta y estaba a punto de publicarlo.

–Por eso lo mataron –concluyó Héctor.

–Así es –confirmó el desconocido–, pero ahora lo interesante es que Jaguar tiene disposición de rendir testimonio. Aparte de transportar a Borge, presenció el pago de los cincuenta mil dólares al Pana.

–¿Y qué pide Jaguar a cambio?

–¡Que le perdonen algo! –dijo secamente el encapuchado, incrementando con ello el nerviosismo de Héctor.

–¿Quiénes y qué le perdonarán?

–Dios lo perdonará de pecados que usted no debe saber –contestó el informante–. Sor Ángela le entregará un sobre con información suficiente para localizar y citar a Jaguar.

–¿Es todo? –preguntó Héctor con algo de ansiedad pues quería abandonar las habitaciones de Marroquín y Rossell.

–No –dijo el encapuchado ahora con voz firme.

–¿Qué falta? –Héctor desesperaba.

–No parece fiscal, señor –el informante recuperó su voz serena y pausada–. Recuerde que tres cosas le diría.

–Continúe por favor –dijo Héctor, apoyando su espalda otra vez en la pared.

–La primera fue lo de Jaguar y la segunda fue lo de La Secta. La tercera y última es la siguiente: alguien de su equipo está facilitando datos del caso a la defensa de Enrique Santos.

–¿Quién y por qué? –elevó la voz Héctor al sentirse ofendido, pues confiaba a ciegas en los integrantes de su equipo de trabajo.

–No lo sabemos, pero está sucediendo hace semanas.

Se hizo un silencio por varios segundos, quebrado de repente por una hermosa voz femenina.

–Vencieron los cinco minutos.

Héctor salió de la habitación y observó a sor Ángela, quien con su presencia demandaba el fin de la entrevista.

La vida es una contradicción. Héctor quería irse hacía rato, pero ahora deseaba quedarse para saber más acerca de la fuga de información. Volteó hacia el interior del dormitorio, pero no había persona alguna. Desesperado avanzó más allá del cordón que prohibía el paso de los visitantes y llegó al lado de la cama, se puso de rodillas y se inclinó hasta observar debajo del lecho y descartar que su interlocutor se escondía allí. Al incorporarse observó un armario ubicado contra la pared y lo abrió rápidamente, pero estaba vacío.

–¿Dónde se ha metido? –gritó.

–Venció su tiempo –dijo sor Ángela, ahora asomada al dormitorio–. Sígame y no se preocupe por elucidar los misterios del palacio arzobispal.

–Como diría Anabella Giracca, demasiados secretos –murmuró con enfado el fiscal costarricense.

Seguida por Héctor, sor Ángela caminó por los corredores hasta llegar a la puerta principal.

–Le había adelantado, cuando ingresó, que debe dejar una contribución –dijo ella. Héctor Vargas se apresuró a sacar veinte dólares de su billetera y entregarlos a la monja.

–Gracias –dijo la religiosa. Tomó con la mano izquierda el billete y sacó de entre su hábito un sobre con la mano derecha y lo ofreció a Héctor–. Llévese unas estampas para que rece.

Héctor tomó el sobre e intentó abrirlo.

–No lo abra aquí, véalo en su país –mandó ella, como si hablara a un subalterno.

–Como usted mande –Héctor guardó el sobre en el bolsillo de su pantalón.

–Sus colegas están almorzando. Baje la cuesta y tome a la derecha. A no más de media cuadra encontrará un restaurante llamado «La cocina del obispo». Allí se come bien –dijo sor Ángela y después cerró la puerta de golpe.

Aunque quería apresurar el paso, el declive y el empedrado de la calzada se lo impedían. Héctor celebraba liberarse del encapuchado, de las habitaciones privadas de Marroquín y Rossell y de la vulnerabilidad de estar solo allí, pero a la vez desconfiaba de lo que encontraría en «La cocina del obispo». ¿Acaso sería una emboscada?

Lentamente fue ingresando al restaurante, que de no ser por el nombre más parece un maravilloso vivero. Es una casona rural sin mayor lujo. Una pequeña senda se abre en medio de una tupida vegetación deliberadamente exuberante, hasta llegar al estrecho corredor de una veterana casa, a lo largo del cual se disponen unas pocas mesas. Del techo, posiblemente entejado porque no se deja ver, cae una extraordinaria enredadera que suma al copioso verde del jardín, generando al comensal una sensación de paz y frescura que lo hacen enamorarse del lugar. Una mesa cercana a la cocina, sobre la cual descasaban botellas de cerveza Gallo y unos vasos con ron Venado, Botrán y Zacapa, estaba rodeada por los fiscales chapines.

–Hola compañeros –dijo Héctor en tanto ocupaba una silla.

–¿Qué tal el palacio arzobispal? –preguntó uno.

–Muy interesante. ¿Pero cómo saben que estuve allí? –inquirió extrañado, pues nunca comunicó que iría al palacio arzobispal.

–¡Estos ticos! El palacio arzobispal no es sólo interesante sino bellísimo –dijo uno.

–Sabíamos que estabas allí porque nos lo dijo una tu amiga, una religiosa –esta afirmación dejó perplejo a Héctor.

–¿Una religiosa? –preguntó con curiosidad.

–Sí –respondió uno de los compañeros de mesa–, muy linda por cierto.

«Esa tuvo que ser sor Ángela» concluyó para sí.

De regreso en San José, antes de desempacar, Héctor abrió el sobre que en el palacio arzobispal le había entregado sor Ángela. Extrajo un papel amarillo en el que se habían escrito, en tinta azul, dos números telefónicos de Guatemala.

Convocó a los miembros de la unidad de apoyo, así como al jefe Fernando Negro, quien se hizo acompañar de los oficiales que investigaban el homicidio de Fabio Alfaro. Cuando estuvieron todos presentes puso el papel amarillo sobre la mesa; no dijo cómo lo obtuvo sino qué se obtendría. Sin terminar la sesión y de común acuerdo, todos guardaron silencio mientras el jefe Negro llamó a uno de los números telefónicos aparecidos en el papel.

–Diga –respondió una voz con acento chapín.

–Quiero hablar con el señor Jaguar –dijo el jefe Negro.

–Soy yo –respondió la misma voz–. Estaba esperando su llamada, don Fernando.

Fernando Negro frunció el entrecejo y con su mirada recorrió la de todos los presentes en la reunión. «¿Cómo sabe que soy yo quien lo llama?», se preguntó. Era evidente que se filtraba información. Pero la experiencia de muchísimas investigaciones le facilitó conservar la calma, por lo que continuó el diálogo ocultando su asombro.

–No tiene que esperar más señor Jaguar –dijo con seguridad Fernando Negro–, ya estamos hablando.

–Así es –confirmó Jaguar–. No voy a hacerle perder el tiempo, así que vamos al grano…

–Lo escucho.

–Yo llevé a Edson Borge de Panamá a Costa Rica con el dinero para matar al periodista… a Fabio Alfaro.

–Sí –sonrió el jefe Negro al levantar el pulgar frente a quienes lo observaban.

–Voy a declararlo ante las autoridades costarricenses, pero no voy a ir a Costa Rica; es mi única condición –sentenció Jaguar.

–Esto hay que conversarlo más.

–Oiga bien Negro –dijo sin alterarse Jaguar–. Yo tengo la información y yo mando. Arreglen todo para declarar sin ir a Costa Rica.

–Pero escúcheme por favor…

–Ya hablé –interrumpió Jaguar al jefe Negro, subiendo el tono de la voz–. Llámeme cuando tenga todo listo.

–Por favor atienda un minuto lo que voy a decirle –insistió Fernando Negro, pero escuchó el tono intermitente de la central telefónica que indica el final del contacto.

Reprodujo el contenido de la conversación a los presentes. Hubo una mezcla de sentimientos: satisfacción por el avance en el caso del homicidio de Fabio Alfaro, así como temor porque en apariencia los movimientos de la unidad de apoyo y de Homicidios del OIJ eran conocidos. Ni siquiera por este incidente Héctor compartió con sus interlocutores el resto de la información que le diera el encapuchado en San Juan del Obispo: la existencia de una guerra entre las redes delictivas de Centroamérica, la organización criminal costarricense denominada La Secta, y que alguien de la unidad de apoyo entregaba información del caso de Enrique Santos. Consideró inconveniente revelar estos datos, pero sobre todo no podía creer que entre sus colaboradores hubiera un traidor. Después de discutirlo por varias horas, se dispuso el traslado de dos policías de la Sección de Homicidios del OIJ a Guatemala con la misión de entrevistarse con Jaguar, determinar su ubicación, cuánto sabía realmente y estimar la credibilidad de su versión. Como preparativo del viaje, el jefe Negro debía convenir con Jaguar un sitio y una hora para la entrevista.

Héctor sentía una gran responsabilidad por el riesgo que afrontarían los policías que viajarían a Guatemala. En este caso una organización criminal hacía declarar a Jaguar ante las autoridades costarricenses, a cambio de que Dios le perdonara pecados. Si bien los oficiales del OIJ no tocarían directamente a quienes presionaban a Jaguar, eran ignorantes de la amenaza contra éste, así como de la existencia de la organización delictiva que estaba detrás, si es que la había. «Si algo sale mal, podrían matarlos», pensó Héctor. Decidió entonces poner al tanto a su superior, Julián Santerra, de lo vivido en los últimos días hasta el último detalle.

Una vez expuso lo acontecido en San Juan del Obispo y la misión para conocer el relato de Jaguar, Vargas y el fiscal general analizaron el asunto.

–¿Me está diciendo la verdad? –inquirió Julián.

–Es la verdad pura y dura, jefe –señaló con honestidad Héctor–. No lo culpo si no me cree, pero los hechos se dieron así.

–Se trata de información sensible que usted me debió trasladar en cuanto regresó –reprochó Julián.

–Apenas volví anoche don Julián. Hoy me reuní con la unidad de apoyo y con los policías de Homicidios del OIJ. Se acaba de realizar el contacto telefónico entre el jefe Negro y Jaguar y con estos datos comienza a corroborarse lo dicho por el encapuchado. Por eso hasta ahora he creído necesario hablar con usted.

–Éste es un juego peligroso –reflexionó en voz alta Julián– porque en el fondo pareciera que se da una guerra de los grupos mafiosos de Centroamérica contra La Secta de Costa Rica. Para destruir una parte de esta organización tica, una red guatemalteca quiere utilizar a la administración de justicia costarricense.

–¿Entonces… detenemos todo?

–Por el contrario, seguimos adelante, pero no al servicio de las organizaciones delictivas centroamericanas. Vamos a tener la declaración de Jaguar para lograr la condena de Enrique Santos, del Pana y de los otros sicarios, pero investigaremos a La Secta y a las redes de Centroamérica.

–¿Avanzamos entonces? –preguntó Héctor para tener una conclusión categórica de su jefe.

–Sí, continuamos. No somos instrumento de la organización que presiona a Jaguar y utilizaremos cuanto nos informe para perseguir al crimen organizado.

–¿Y qué hacemos con los policías que se entrevistarán con Jaguar?

–No les diga nada. Yo trataré el asunto con el director general del OIJ y él decidirá sobre la seguridad de sus subalternos.

Héctor abandonó el despacho del fiscal general, aliviado en parte por haber descargado su responsabilidad por la vida de los policías. Pero subsistía la preocupación por La Secta, así como por el traidor de la unidad de apoyo que filtraba los datos.

Julián tuvo una conferencia telefónica con el director general del OIJ, durante la cual le informó estrictamente del abordaje que habría de hacerse de Jaguar, de la posible amenaza –desconocida– que pesaba sobre ese testigo y del riesgo para los policías. «¿Qué validez tendrá para un tribunal el relato de un testigo que afirma algo para obtener el perdón de Dios? Es una amenaza seguramente». Esa fue la duda planteada por el director general. Fue un momento importante para analizar algunos aspectos de orden procesal. Se tenía la prueba del retiro de cincuenta mil dólares que hizo Edson Borge del Banco Mesoamericano en Panamá, así como de su estadía en el hotel Perfumo en el centro de San José pagada con su tarjeta de crédito. De modo que la declaración de Jaguar explicaría el ingreso de Borge por Paso Canoas y el pago en efectivo al Pana. La declaración del testigo articulaba los otros elementos de prueba, pero la posible amenaza que lo estimulaba a cooperar con las autoridades podría descalificarlo. No obstante, el sistema probatorio de sana crítica seguido por el Código procesal penal tico supone que la prueba no tiene un valor predeterminado y son los jueces quienes a posteriori le otorgan o le restan credibilidad. Habría de correrse el riesgo procesal y serían los tribunales los que definirían el peso específico de la declaración de Jaguar una vez conocida. Eso imponía cumplir la misión policial en el extremo norte de Centroamérica.

La actividad del OIJ se puso en marcha en Guatemala en pocos días. El jefe Fernando Negro, en compañía de uno de sus subalternos de confianza, viajó a tierras chapinas para entrevistarse con Jaguar. Héctor insistió y consiguió que el viaje se denominara Operación Obispo. No se hizo una carta rogatoria, ni una asistencia judicial, ni se aplicó el tratado centroamericano de asistencia legal mutua, de modo que la presencia en Guatemala de policías ticos no sería coordinada previamente con autoridades de este país. Acostumbrado a obedecer a sus superiores, el jefe de homicidios se reservó las dudas y emprendió la tarea. En tanto la misión era secreta, sería costeada por la partida de gastos confidenciales del fiscal general; también a petición de Héctor se entregaron a los policías sumas mayores a la tabla oficial de viáticos, dadas las condiciones de peligrosidad, de modo que Fernando Negro y su acompañante se alojarían en el hotel Camino Real, a la vez de disponer de dinero suficiente para movilizarse con la mayor comodidad de acuerdo con las dificultades que encontraran en el trabajo. Ésta no era la prueba buscada por la fiscalía, sino el primer acercamiento de las autoridades costarricenses a Jaguar para determinar si su relato era pertinente y útil.

Dichosamente el jefe Fernando Negro y su acompañante regresaron sanos y salvos a San José, para brindar inicialmente un informe verbal de su visita a Guatemala y del encuentro con Jaguar.

–Señores fiscales y policías, compañera de la policía Marcela López –inició el jefe Negro su exposición–, desde el punto de vista práctico la Operación Obispo fue todo un éxito en la medida en que fuimos a tierras guatemaltecas sin coordinar con la policía de ese país. Contactamos a Jaguar, nos reunimos con él por espacio de tres horas y regresamos sin contratiempos.

–Gracias a Dios –manifestó Héctor con satisfacción.

Acto seguido narró los pormenores de la entrevista con Jaguar. Lo citó a una habitación del hotel Camino Real, donde estaban hospedados. Jaguar facilitó las cosas porque se presentó allí a la hora indicada. Dijo ser conductor de un camión de carga pesada, que hace la ruta de Ciudad de Guatemala a Colón en Panamá. La mampara es el transporte de mercadería, pero el verdadero cargamento cuando va al norte es cocaína y dinero, en tanto cuando va al sur lleva armas y dinero.

Las armas, explicó Fernando Negro, son para la guerrilla colombiana; el dinero que baja al sur es el pago de la droga y el que sube al norte es el pago de las armas.

Esta última afirmación dio una campanada a quienes escuchaban y de inmediato comentaron con sorpresa que se traficara dinero en efectivo. Héctor explicó que desde el 11 de septiembre de 2001, cuando se dio el ataque contra el World Trade Center de Nueva York, todos los países del mundo han legislado en punto al levantamiento del secreto bancario. Además, de acuerdo con las regulaciones internacionales, toda entidad bancaria, pública o privada, tiene un «oficial de cumplimiento» que reporta a la unidad de análisis financiero con carácter de «operación sospechosa» cualquier movimiento bancario por un monto igual o superior a diez mil dólares. Como es arriesgado usar los bancos para trasladar los dividendos del crimen organizado a su país sede, se hace clandestinamente por las mismas vías por las que se trafican ilegalmente drogas y armas.

Héctor terminó y el jefe de Homicidios retomó su exposición acerca de la entrevista con Jaguar, quien fue claro al explicar su trabajo como traficante de drogas y de armas en condición de agente externo de un cartel guatemalteco. «Obviamente Jaguar pertenece a él, pero lo niega y dice venderle servicios, pretendiendo –por si cayera en manos de la justicia– evitar alguna pena por “conspiración” en los Estados Unidos, o por “asociación ilícita” en cualquier otro país latinoamericano». Se encontraba en Ciudad de Panamá para entregar un dinero que llevó a ese país oculto en un camión, pues era producto del tráfico de drogas a Guatemala. La persona que recibía la plata ilícita siempre era Edson Borge, pues estaba al frente de la agencia del Banco Mesoamericano, utilizado para blanquear el dinero. Cuando hacía la entrega, Borge preguntó acerca del precio cobrado por los sicarios chapines por matar a alguien, y Jaguar explicó que el monto dependía de la condición de la víctima, pues la suma a pagar varía si el objetivo es un religioso, un político, un millonario, un periodista y así hasta llegar a las personas comunes y corrientes. Ante esa respuesta, Borge profundizó acerca del monto a pagar por la muerte de un periodista, interrogante respondida por Jaguar como una opinión y no con certeza. Le dijo estimar que en Guatemala ese trabajo se hacía por doscientos mil dólares. Entonces Borge contrató a Jaguar para que lo trajera a Costa Rica escondido en el camión con cincuenta mil dólares en efectivo, se quedaran cuatro días en San José y después lo llevara de vuelta a Ciudad de Panamá. Una vez en la capital costarricense, Borge se hospedó en el hotel Perfumo mientras Jaguar –para no despertar sospecha– fue a uno de esos hoteles baratos que utilizan los camioneros. Una madrugada, acompañó a Borge al bar Trapiche en Tres Ríos, donde entregó veinticinco mil dólares a un colombiano –lo reconoció por el acento– a quien Borge identificó como Pana. A la noche siguiente, acompañó a Borge a un negocio denominado «La casona del cerdo» en Río Segundo de Alajuela, donde, al calor de una mesa de tragos, pagó a Pana otros veinticinco mil dólares; para ese momento la televisión llevaba horas repitiendo la noticia del asesinato del periodista Fabio Alfaro. Jaguar dijo analizar la situación en tres elementos: la pregunta de Borge acerca del precio cobrado por un sicario en Guatemala por matar a un periodista, hacer dos entregas de dinero a Pana por un total de cincuenta mil dólares, cuando desde el primer momento podía amortizar la cantidad completa, permitía pensar que se trataba de un adelanto y el último pago sería la cancelación total del servicio; y, finalmente, el homicidio del periodista Fabio Alfaro en el tiempo transcurrido entre los dos pagos. No obstante esa concordancia de indicios, siguió su narración el jefe Negro, Jaguar preguntó directamente a Borge si había pagado al Pana por matar al periodista Fabio Alfaro, obteniendo un «sí» como respuesta.

Terminada su exposición, Negro y sus subalternos abandonaron el recinto para que los fiscales y los policías integrantes de la unidad de apoyo deliberaran acera de la manera de obtener una declaración de Jaguar válida para el futuro juicio oral.

La prueba recabada en la fase de investigación no tiene valor alguno en el juicio, a menos que sea producida por el excepcional procedimiento de anticipo jurisdiccional de prueba. Para esto deben crearse las condiciones del juicio oral, teniendo que estar presentes el tribunal, el Ministerio Público, el imputado y su defensor, quienes escucharán con inmediación el relato del testigo e interrogarán directamente. El anticipo de prueba se incorpora al juicio oral mediante lectura. Este tipo de prueba siempre se había realizado en territorio costarricense, por eso en la Operación Salamandra Mamerto fue traído de Colombia. Sin embargo, Jaguar fue categórico en que no se presentaría ante las autoridades en suelo tico.

Aquella élite de representantes del Ministerio Público y de la policía judicial se quebraba la cabeza diseñando un plan que permitiera tener una declaración de Jaguar válida en el juicio oral, sin que este viniera a Costa Rica. Un fiscal auxiliar analizó:

–La Corte Suprema ha invertido millones de colones en sistemas informáticos de comunicación. Ahora se notifican sentencias orales a los imputados por teleconferencia: los jueces en el tribunal y los imputados en la cárcel. Por el mismo medio se reciben declaraciones de peritos, los jueces en los tribunales de cualquier parte del país y los peritos en la Ciudad Judicial en San Joaquín de Flores. Los periódicos publicaron recientemente acerca de una deliberación de la Sala Segunda de la Corte Suprema hecha por teleconferencia. Un magistrado se encontraba en Puerto Jiménez y los otros cuatro en San José.

–Es interesante la sugerencia, aunque recordemos que todos esos casos han tenido lugar en territorio costarricense, pero en este otro, en el de Jaguar, el testigo estará en Guatemala y el resto de las partes en Costa Rica –cuestionó Héctor.

–El punto es que ahora, con la telemática, debe desarrollarse el concepto del «espacio virtual» –propuso otro de los asistentes.

–No creo conveniente, en un caso tan importante y ante una prueba decisiva, el ensayo de impulsar un nuevo concepto de «espacio virtual» –manifestó otro de los miembros de la unidad de apoyo–. Nuestro argumento debe ser más simple y más claro, sin pretender innovaciones.

–Estoy de acuerdo con los dos –dijo Héctor–. La declaración de Jaguar puede recibirse por teleconferencia, pero la validez de esa prueba debe fundarse en razones sencillas y sin pretender innovar.

Una fiscal seguía la discusión y arribaba a sus propias conclusiones. Finalmente dijo:

–Hagamos este ejercicio: supongamos que desde San José hablo por teléfono con una persona que está en Guanacaste. La pregunta es: ¿dónde recibo yo el mensaje? ¿En San José o en Guanacaste?

–En San José –pronunciaron todos al unísono.

–Bien –continuó la fiscal–. Una persona rinde testimonio desde Guatemala por teleconferencia ante un tribunal que está en San José. La pregunta es: ¿dónde recibe el tribunal la declaración? ¿En Guatemala o en San José?

–En San José –repitieron todos como si fuese el estribillo de una canción.

–Entonces –concluyó la fiscal–, si Jaguar declara por teleconferencia desde Guatemala ante un juez que está en San José, su declaración sería recibida en San José y no habría mayor problema.

En principio, la solución pareció correcta y comenzó el trabajo para solicitar el anticipo de prueba por teleconferencia. El personal de la unidad de apoyo solicitó al Juzgado Penal de Guadalupe de Goicoechea, en cuya circunscripción territorial se cometió el homicidio de Fabio Alfaro, autorizar el anticipo de prueba para la declaración de Jaguar por teleconferencia. El caso correspondió al juez Eduardo Torres, expolicía del OIJ, que a base de esfuerzo personal se graduó como abogado, aprobó con excelencia los exámenes del Consejo de la Judicatura y fue nombrado juez. Llevaba años en el cargo, de modo que nadie podría decir que se tratara de un principiante; por el contrario, hombre estudioso, no se conformó con la licenciatura en derecho y en poco tiempo logró su maestría y después su doctorado, todo en la especialidad de ciencias penales. Sus fallos, algunos a favor y otros en contra de las tesis del Ministerio Público, siempre fueron respetados por fiscales, pues su redacción demostraba estudio y razonamiento lógico «Ojalá Satanás tuviera un poco de la probidad e intelecto del juez Torres», se comentaba comúnmente en el Ministerio Público, refiriéndose a la jueza más cuestionada.

A menos de veinticuatro horas, la unidad de apoyo fue notificada de lo resuelto por el Juzgado Penal de Guadalupe. Marcela entró a la oficina de Héctor con el documento impreso en su mano, omitió el saludo y comunicó la decisión del juez Torres: acogió la petición de recibir la declaración de Jaguar por videoconferencia desde el consulado de Costa Rica en Guatemala, al tiempo de ordenar, para evitar una nulidad, que a dicho país del norte de Centroamérica viajen un juez, un fiscal y un defensor público para dar fe de la autenticidad, y a su vez en Costa Rica se vería, escucharía e interrogaría a Jaguar en una audiencia realizada frente a otro juez penal, a los fiscales, imputados y defensores.

–Es magnífico –concluyó Marcela–. El juez Torres pensó en todo y ha sobregarantizado la diligencia probatoria.

–Es cierto –confirmó Héctor–. Las condiciones del juicio se reproducirán simultáneamente en Costa Rica y en Guatemala, y con la presencia del cónsul se salva la prueba de cualquier nulidad que pretenda la defensa de los acusados.

Días después, la prueba se practicó cumpliendo estrictamente lo ordenado por el juez Torres. Mientras fue recibida la declaración de Jaguar por videoconferencia, los abogados defensores cuestionaron la legalidad del procedimiento y así procedieron cuando fue solicitada la excarcelación de sus patrocinados, al oponerse a las prórrogas de prisión preventiva y también durante la audiencia preliminar. En total se hicieron dieciocho impugnaciones ante jueces distintos, sin consecuencia alguna pues se reconoció, la prueba se sobregarantizó, no se violó el derecho de defensa y –ante todo– no cabía duda acerca de la identidad de Jaguar ni de su relato.

Sin embargo, durante el juicio oral y público, la defensa de Santos formuló por decimonovena vez la nulidad del testimonio de Jaguar, pero en vez de declararla sin lugar como había ocurrido en las ocasiones anteriores, el tribunal presidido por Satanás reservó su resolución para otro momento y avanzó con el juicio. Los integrantes de la unidad de apoyo revisaron, una y otra vez, la prueba anticipada por la que Jaguar rindió su testimonio sin encontrar vicio alguno. No obstante, los antecedentes de Satanás impedían guardar tranquilidad hasta no ver resuelta la incidencia. Pero no había más que esperar.

Para multiplicar los problemas, era clara la fuga de información de la unidad de apoyo, pues la defensa de Santos anticipaba siempre lo planeado por los fiscales que atendían el juicio. En una oportunidad el abogado defensor pretendió se admitieran como prueba algunos impresos de los correos electrónicos que se habían cruzado policías y fiscales. La noticia llegó hasta el fiscal general, quien promovió una auditoría informática cuya conclusión fue la absoluta seguridad del sistema de cómputo de todo el poder judicial. «Lo dicho por el monje del palacio del obispo Marroquín es cierto: alguien de la unidad de apoyo filtra datos del caso», comentó Héctor a Julián.

Para elevar al máximo la incertidumbre, cuando los fiscales cambiaron en el debate un interrogatorio preparado la noche anterior por el equipo humano de la unidad de apoyo, con evidente jactancia el abogado de Santos –durante un receso– preguntó por qué no formularon las preguntas que traían para el testigo. Si el cuestionario impreso se preparó la noche anterior, ¿cómo sabía el defensor de Santos que lo habían desechado? Esto puso a prueba a la unidad de apoyo, pues la desconfianza podía arruinar todo el trabajo de esa oficina.

Héctor se encontraba sumido en esos pensamientos y temores frente a su escritorio, cuando fueron cortados por la voz de la oficial Marcela López, que llegó con diez minutos de retraso:

–Disculpe jefecito –dijo mientras ingresaba–, llegué tarde otra vez.

–Adelante –dijo Héctor al dirigirse al encuentro de Marcela para saludarla con un beso–. A usted le perdono todo menos que me diga «jefecito».

–¿Por qué? –preguntó ella, soltando una carcajada y sentándose en una de las sillas frente al escritorio de Héctor.

–Me parece despectivo –él sonreía.

–Para nada –replicó Marcela–. Si le dijera «jefecillo» así sería, pero yo le digo «jefecito» por esa combinación de respeto y de cariño.

–Bueno… lo acepto –se resignó Héctor.

Tomó su asiento detrás del escritorio y se dirigió de nuevo a Marcela:

–El fiscal general me habló de sus razones para separarse del caso de Manolo Araya y créame que la comprendo y la respeto.

La oficial recordó su conversación del día anterior con Julián. No obstante, la sorprendió la rapidez con que este último dio aviso a Héctor.

–Realmente agradezco la consideración que ambos tienen conmigo, pues para mí es muy difícil –justificó Marcela.

–Ni hablar más del tema –replicó Héctor Vargas–, usted es una persona honrada, observadora de la ética y yo la felicito.

–Muchas gracias –dijo Marcela.

–Y ahora –retomó Héctor– entremos en el tema de agenda: el juicio por el homicidio de Fabio Alfaro.

–Bien… –dijo Marcela cambiando por una expresión de duelo–. Tengo malas noticias.

–¿Ahora qué hizo Satanás? –preguntó Hector. Le invadió una sensación quemante en el estómago.

–El tribunal en pleno anuló las pruebas anticipadas –dijo ella, como médico informando de la muerte del paciente.

Héctor sostuvo la mirada a su interlocutora. Marcela no participaba en el juicio oral contra Enrique Santos y los sicarios colombianos, pero al conocer a pie de juntillas la investigación era una especie de «coach», por lo que tendría información fresca. Sería ocioso indagar acerca de la credibilidad de sus fuentes, de modo que aceptaba como un hecho la anulación de las declaraciones de Mamerto y de Jaguar recibidas como prueba anticipada. Sobre ellas se había construido el andamiaje probatorio, de modo que la nulidad dejaba sin base la acusación.

–¡Me cago en Satanás un millón de veces! –gritó Héctor. Puso los codos en el sobre del escritorio, entrelazó los dedos de ambas manos y posó la frente sobre ellos.

–Lo siento mucho jefecito –expresó Marcela, sin moverse de la silla.

–¿Qué adujeron para anular el testimonio de Mamerto? –inquirió Héctor sin cambiar su posición de derrota.

–Fue un absurdo –contesto Marcela con voz baja y más bien pausada–, pues dicen que el Ministerio Público violó el derecho de defensa de los cuatro sicarios colombianos.

–¿Por qué? –se apresuró a preguntar Héctor.

–¿Recuerda que Mamerto fue traído desde Colombia como resultado de la Operación Salamandra y declaró un sábado?

–Por supuesto.

–La labor de inteligencia de mis compañeros del OIJ fue excelente. Desde antes de la audiencia en que declaró anticipadamente Mamerto, los sicarios colombianos eran seguidos.

–Recuerdo bien –asintió Héctor.

–Usted mismo atendió la audiencia y en cuanto Mamerto implicó a los sicarios colombianos, pasó un mensaje de texto por el celular…

–Fue la señal para dar inicio a la Operación Neblina –interrumpió Héctor– y en minutos el OIJ aprehendió a los asesinos.

–Literalmente, en minutos –subrayó Marcela.

–La Operación Neblina fue un éxito –se puso de pie Héctor haciendo notar su desasosiego–. ¿Qué podrían decir ahora?

–Tranquilo jefecito, por favor –suplicó ella.

Héctor volvió a su asiento, recostó su codo derecho en el descansabrazos y puso su barbilla en la palma de la mano.

–Prometo no interrumpirla más.

–La fundamentación del tribunal es simple –siguió Marcela–, pues estimaron que en tanto la policía judicial y el Ministerio Público sabían que Mamerto implicaría con su testimonio a los sicarios colombianos era necesario nombrar defensores públicos que los representaran durante la audiencia. Al no hacerlo, sostienen, el Ministerio Público violó los derechos de defensa de los sicarios.

–¡Es un absurdo! ¡Nunca escuché algo tan estúpido! Mamerto pudo implicar a cuatro millones de habitantes de este país y entonces ¿tendrían que haber nombrado a cuatro millones de defensores públicos? ¡Por Dios, qué estulticia! Y por otra parte, en la audiencia estuvo presente Enrique Santos y su abogado defensor. Entonces, en cuanto a él, la prueba vale.

–Sí… no… este… –titubeó Marcela–. Pues anularon totalmente la prueba y eso beneficia a todos los imputados.

–¡Corrupción de mierda es lo que abunda en este país! –el fiscal coordinador permaneció congelado por un rato después de estos cuestionamientos.

–¿Y la declaración de Jaguar? –preguntó con desánimo.

–Esa es otra historia jefe, ahora sí «la volaron».

–Cuénteme.

–En criterio de Satanás, el juez Torres no tenía competencia para tomar la declaración de Jaguar en Guatemala.

–No comprendo –desesperaba Héctor–. Para sobregarantizar la prueba el juez Torres ordenó que viajaran a Guatemala un juez, un fiscal y un defensor público. Con ello se confirmó la identidad de Jaguar y el testimonio fue recibido en Costa Rica por videoconferencia. Por si todo eso no fuera importante para Satanás y su camarilla, el cónsul de Costa Rica en Guatemala estuvo presente, levantó un acta y dio fe de la declaración.

–Así es –asintió Marcela–, pero el tribunal ahora piensa otra cosa.

–¡Esto es un vulgar «chorizo»! –explotó Héctor–. ¡Es la sempiterna corrupción de la hija de puta de Satanás!

–Totalmente de acuerdo con usted, jefecito.

Sin más, Marcela abandonó el cubículo de Héctor, quien sintiéndose derrotado se arrellanó en la silla ejecutiva y se dedicó a pensar. «¡Este es un país que se va a morir de jueces y no de otra enfermedad!», se decía y no dejaba de considerar a los familiares de Fabio Alfaro.

Ensimismado por el efecto de la frustración, se sintió sorprendido cuando ingresó a su despacho un notificador del Juzgado Penal.

–Buenos días –dijo el intruso.

–Buenos días –respondió Héctor mientras se puso de pie y tomó el bolígrafo, pues habría de firmar la constancia de recibido de la notificación.

Terminada la ceremonia, el funcionario se retiró. Héctor Vargas leyó con cuidado el documento. Se comunicaba que a las dieciséis horas tendría lugar una audiencia para abrir la caja de cartón decomisada en la oficina del abogado Salomón Pacheco. Estas diligencias normalmente eran señaladas para muchos días posteriores a los decomisos. Esta vez, la urgencia de resolver el caso estaba en la conciencia colectiva, pues todo el sistema judicial se había estremecido con el uxoricidio de María Fernanda Zamora.

«Algo importante tendrá esa caja para que Manolo Araya la hubiera entregado al abogado Pacheco el día anterior a que matara a su esposa», pensó Héctor.

Hombre prevenido y con experiencia prematura en las lides forenses, ordenó citar al abogado Salomón Pacheco para que estuviera en su oficina mientras se desarrollaba la apertura de evidencia.

Terminaba de anotarlo en la agenda, cuando sonó el timbre del teléfono.

–¿Sí?

–Buenos días don Héctor, le habla Fernando Negro.

–Jefe Negro –respondió Héctor observando en su reloj pulsera que eran las once con cincuenta y quería almorzar a las doce en punto–, ¿en qué le puedo servir?

–Viera que pasa algo muy extraño –apuntó el jefe de Homicidios del OIJ.

–¿De qué se trata? –inquirió Héctor sin mucho ánimo, afectado por la reciente conversación con Marcela López.

–No sé qué importancia podrá tener para el caso que investigamos…

–¿El de Manolo Araya?

–Sí.

–Dígame de una vez –urgió Héctor al jefe Negro, que no parecía atreverse a completar la idea.

–Yo nunca fijo mi atención en esas cosas, pero…

–¡Dígamelo de una vez!

–Uno de los vehículos de Manolo Araya es un BMW color negro, modelo 325i. ¿Sabía ese dato?

–No sé mucho de automóviles, de hecho no es una prioridad en mi vida –aclaró Héctor–. Sólo sabía que Manolo Araya tenía un BMW negro.

–Pues resulta que el médico Hernando Jiménez, que recetó la benzodiazepina a María Fernanda Zamora, tiene también un BMW 325i color negro.

–Bien puede ser una casualidad, ¿pero de qué forma eso afecta la investigación?

Sintiéndose regañado, Fernando Negro justificó:

–El licenciado Manolo Araya fue novio de la policía Marcela López y tiene un BMW 325i negro. Y resulta que el doctor Hernando Jiménez fue también novio de Marcela López y tiene un carro igual.

–¿Y? – desesperó Héctor.

–El fiscal auxiliar Ricardo Bonilla tiene otro BMW igual y usted sabe lo que se dice en todas partes.

La sugerencia del jefe Negro ponía a Marcela como vértice de amoríos con tres hombres: el abogado Manolo Araya, el médico Hernando Jiménez y el fiscal auxiliar Ricardo Bonilla. Los tres eran propietarios de vehículos exactamente iguales. ¿Casualidad?

–¿Cómo afecta eso al caso del homicidio de María Fernanda Zamora? –preguntó con dicción lenta Héctor Vargas.

–De momento en nada, pero es un detalle más a tener en cuenta pues podría cobrar importancia en el futuro.

–Sea específico en sus conclusiones.

–Sólo tengo esos datos.

–¡Son datos y nada más!

–Bueno… no.

–¿Entonces? –reprendió Héctor Vargas–. ¿Me llama para contarme algo que no significa nada y no hay conclusiones?

–Señor –cobró firmeza el jefe Negro para rescatar su orgullo–, es un indicio de amoríos de Marcela López con los tres.

–¿Sabe cuántos BMW 325i color negro hay en Costa Rica? –preguntó el fiscal con molestia.

–Decenas, posiblemente.

–Entonces la policía Marcela López, una digna y valiente funcionaria del OIJ, es amante de decenas de propietarios de BMW 325i negros –alzó la voz Héctor.

–Pero es que….

–¡Si así fuera es su vida privada y tiene derecho a cogerse a cualquier persona, vegetal, animal o mineral que le venga en gana! –regañó Vargas–. ¿Lo tiene claro?

–Anotado –respondió el jefe Negro.

Con eso terminó la conversación telefónica.

«Alguien quiere destruir a Marcela», pensó Héctor, que se miraba congelado en su silla ejecutiva. «Primero un anónimo la implica en el uxoricidio de María Fernanda Zamora y ahora la policía pretende cuestionar su moral e intimidad sexual». La suma de enojos por la actuación de Satanás y por los cuestionamientos a Marcela López dio como resultado la pérdida de apetito y Héctor Vargas decidió no tomar el almuerzo, por lo cual se quedó en su oficina revisando los pormenores de la investigación del caso de Manolo Araya.

Comenzaba la tarde y el ambiente de la oficina se congeló cuando el investigador del OIJ ingresó a Homicidios. Él simplemente indicaba el camino entre los escritorios a la mujer que lo seguía. Vestida con traje negro de una pieza, con escote bajo para exhibir las mamas casi hasta las areolas, el ruedo tan corto apenas cubría el calzón y resaltaba la figura proporcionada de los glúteos que se adivinaban exquisitos. Las piernas descubiertas, alargadas por altos tacones, contorneaban el conjunto con sensualidad. No hubo uno que no la observara desde la cabeza hasta los pies. Era una combinación de belleza y atractivo sexual.

–¿Puta? –inquirió un policía.

–¡Callate maje!-dijo otro como si la pregunta pudiera tener un costo.

Conocedora de la tendencia generalizada a la depredación sexual de los policías, sintiéndose escrutada por aquel grupo de investigadores de homicidios, la mujer –que disfrutaba de lozanía prolongada– no dejó pasar la oportunidad de mirar intensamente los ojos del más joven, al tiempo de abrir apenas la boca y con la lengua humedecer lentamente el labio superior.

«¡Hijo de puta! ¡Qué maje más dichoso!», susurró otro de los apetentes.

Al escuchar esto no disimuló su satisfacción expresada con una sonrisa, pues se sabía adictiva. Ella jugaba con el género opuesto y se llenaba de una convicción de superioridad que bien valía cualquier precio. Su inteligencia en un platillo de la balanza y el instinto de los hombres en el otro: la corteza cerebral de la mujer contra el cerebro primitivo del «macho dominante».

La escena fue cortada cuando el policía que iba a la vanguardia detuvo su marcha frente a la puerta abierta del cubículo de Fernando Negro.

–Adelante –ordenó éste desde su silla ejecutiva.

–Jefe –dijo el policía–, traigo a la señora que hizo la llamada anónima implicando a la policía Marcela López en el uxoricidio de María Fernanda Zamora.

–¡Excelente! –celebró–. Hágala pasar inmediatamente.

«¡Qué barbaridad!», dijo para sí Fernando Negro mientras hizo una mueca y se puso de pie. La carne provocadora detuvo la marcha bajo el marco de la puerta. Fue imposible para el veterano jefe de Homicidios disimular la atracción causada –intencionalmente– por aquel cuerpo tan visible, mínimamente cubierto. Víctima del momento, fue secuestrado por el deleite frente a la tentación medio vestida o medio desnuda, hasta dar en cuenta del pobre espectáculo que protagonizaba frente a uno de sus subalternos. Ignoraba si la observó por segundos o por minutos. Ella se burlaba, era evidente, y él sintió pena al romperse el hechizo.

–Adelante –casi suplicó Fernando Negro.

–Con permiso –respondió ella mientras avanzó hasta parar frente al escritorio.

–Fernando Negro, jefe de Homicidios –dijo él extendiendo la mano derecha para saludarla.

–Mucho gusto –extendió su brazo derecho y con suavidad le estrechó la mano y la retuvo hasta terminar la frase–, yo soy Teresa González.

–Por favor tome asiento –el jefe Negro señaló con su mano una de las sillas frente a su escritorio.

–Gracias –retrocedió ella dos pasos y tomó asiento en tanto el jefe Negro ocupaba de nuevo la silla ejecutiva.

Teresa cruzó su pierna derecha sobre la izquierda dejando al descubierto la parte posterior del muslo. Sin embargo, el jefe Negro se mantuvo distante y comenzó el interrogatorio.

 

 

No sabía cómo, pero siempre durmió sin depender de algún factor externo para despertar, como un reloj o el aviso de otra persona. Según su costumbre, después de almorzar tomó un descanso en su cama y durmió por veinte minutos exactos. Despertó con el peso de tener que presentarse a su oficina en la Corte Suprema, donde lo esperaba buena cantidad de documentos para la sesión extraordinaria del pleno de la corte convocada para el jueves. Llevaba meses pensando en el gusto que le daría la jubilación, pero lo ataban al trabajo dos preocupaciones: vivir sin actividad profesional posiblemente lo mataría, amén de su identificación con la labor del fiscal general contra quien había una campaña sostenida. La defensa de este era una misión silenciosa que se autoimpuso.

Sin lugar a dudas los colaboracionistas aprovecharían la coyuntura para atacar a Santerra, ahora por el caso de Manolo Araya. En un sentido jocoso, en la Corte Suprema identificaban como colaboracionistas a un grupo de magistrados que arremetía contra el fiscal general cada vez que tuvieran oportunidad. «En cuanto falle una impresora en el juzgado de trabajo de Nicoya, cobrarán la responsabilidad a Santerra», decían para burlarse de ese grupo que en su empeño rayaba en el ridículo. La mayoría de integrantes de la corte no sabía de la existencia de la organización delictiva cuyo nombre secreto era La Secta y menos que su jefe fuera el influyente empresario llamado por sus adeptos El Padre. Sólo conocían su proyección en el mundo comercial, así como su intervención que sirvió para que los colaboracionistas llegaran a la magistratura.

Lejos de reconocer la rapidez con que el fiscal general asumió la dirección del uxoricidio de María Fernanda Zamora, estaba seguro, el grupúsculo trataría de manchar ese trabajo. Debía leer hasta la última sílaba de los documentos para evitar cualquier intento de tomar un acuerdo que después tuviera consecuencias no deseadas.

Dejó la cama, se peinó y cuando se arreglaba la corbata escuchó que llamaban a la puerta. Extraño en un condominio donde las visitas se anuncian en la garita. Bajó las gradas terminando de apretar el nudo, observó por el ojo de seguridad y vio que era su vecina acompañada de otra señora desconocida. «Dios mío: la vieja de patio», se dijo pensando en el atraso que le ocasionaría. Finalmente abrió.

–Buenas tardes –saludó antes de terminar de girar la puerta.

–Buenas tardes don Roberto.

–Necesitamos hablar con usted –suplicó la vecina.

–Adelante –el magistrado se hizo a un lado para ceder el paso a las dos visitas–, tomen asiento por favor.

La vecina introdujo el tema que las trajo ante el magistrado Roberto Esquivel:

–Don Roberto, esta señora es mi empleada doméstica y trabajó para María Fernanda…

–¿La esposa de Manolo Araya? –interrumpió el magistrado.

–Así es –confirmó la vecina y retomó sus palabras iniciales– y tiene algún dato que podría servir en la investigación.

–¡Caramba! –exclamó con sorpresa Roberto que dudaba si le correspondía escuchar a la sirvienta de su vecina–. La información deberían darla al Ministerio Público.

–No –rompió su silencio la informante–. A ninguna autoridad más que a usted voy a decir algo.

–¿Por qué? –la pregunta de Roberto más parecía insistencia–. Los fiscales son profesionales y sabrán recibir su información para resolver el caso.

–No señor. Don Manolo mató a su esposa y no quiero sufrir lo mismo. Tengo esposo e hijos y temo por su seguridad.

–Yo soy magistrado, soy como los otros jueces, de modo que mi trabajo no es recibir informes ni investigar, sino juzgar.

–Don Roberto –intervino la vecina–, esta señora está llena de miedo y sabe algo, pero solo lo dirá ante usted.

–Con todo respeto –argumentó Roberto–, llevo años trabajando como juez y nunca he sido víctima por algún proceso en que hubiera participado.

–Don Roberto, usted es magistrado de la Corte Suprema y esta señora es una pobre mujer que solo quiere cumplir su deber con la justicia. A usted nadie lo tocará, pero a ella sí.

–Me escucha usted o no diré nada, tengo miedo.

Roberto Esquivel miró a la sirvienta. Su vecina tenía razón en cuanto a su posición preferente en la sociedad, amén de no ser integrante de la sala penal y trabajar en materia de menor riesgo. Pero en su posición no debía interesarse por asuntos bajo investigación en el Ministerio Público. Enfrentaba un conflicto de intereses: de un lado el cumplimiento de las regulaciones de los jueces y magistrados, por lo que siempre había luchado desde la Corte Suprema; y de otro lado que los fiscales averiguaran la verdad y se hiciera justicia. ¿Qué sería más grave: incumplir el régimen laboral o la impunidad de un uxoricidio? Pensó que no conocería de la causa como magistrado, pues su sala no tenía la competencia de los asuntos penales; imponerse de aquella información no lo contaminaría como juzgador, pues no lo sería jamás en esa causa. Era algo que vinieron a contarle espontáneamente una vecina y su sirvienta, sin que él se interesara o hubiera investigando.

–Cuénteme, la escucho –dijo finalmente.

 

 

La música clásica de fondo era profanada por el clic-clic-clic-clic del teclado de la computadora. Julián era experto digitador. En su adolescencia fue autodidacta en mecanografía, que aprendió gracias a Nene, su vecina y amiga, quien le prestó por semanas una máquina Smith Corona portátil color amarillo –más bien cercano al tono mostaza–. Su sueño de ser periodista le dio la disciplina para aprender a «escribir al tacto» y con buena velocidad, facilitándosele después sus tareas de investigación científica en la Facultad de Derecho de la Universidad de Costa Rica, así como sus trabajos como asistente en un modesto bufete de abogado en San Antonio de Belén.

Cuando ya se acercaba el final de su educación secundaria se identificó con el programa de televisión Alma Mater, transmitido los domingos por la noche. Esta serie contaba la vida de un grupo de estudiantes de primer año en la Escuela de Leyes de la Universidad de Harvard. Lo impresionó la honorabilidad, sapiencia y severidad del profesor de contratos civiles –Kingsfield– protagonizado por John Housemann, así como la tenacidad del estudiante Hart interpretado por Timothy Bottoms. Nunca olvidó las palabras del profesor cuando se dirigió a sus alumnos el primer día de clases: «Ustedes vienen aquí con la cabeza llena de humo, pero yo entrenaré sus mentes y si sobreviven saldrán pensando como abogados». Cada episodio era una trama en la vida de los estudiantes, conflictos y problemas cuyas soluciones se encontraban en la doctrina jurídica transmitida por el maestro en el aula. Su afición por la serie televisiva llegó al punto de postergar cualquier conversación con su novia, hasta tanto terminara el programa.

Comprender la aplicación de las normas jurídicas a las relaciones humanas inclinó a Julián por la disciplina del derecho aunque el periodismo y la necesidad de escribir, nunca perdieron su vigencia. En la Facultad de Derecho encontraría más de un Kingsfield, cada uno en su estilo, como los profesores Francisco Castillo y Fernando Cruz en derecho penal, Daniel González en derecho penitenciario, o José María Tijerino y Mario Howed en derecho procesal penal. Las anécdotas relatadas por los estudiantes sobre las clases y los exámenes convirtió a cada uno en leyenda. La solvencia de los maestros, las horas de estudio con compañeras y compañeros, así como el trabajo de asistente de abogado, le hacían recordar los años universitarios con nostalgia.

El clic-clic-clic-clic fue interrumpido por el teléfono.

–Don Julián –era su secretaria Laura–, tengo una llamada telefónica del jefe de Homicidios, Fernando Negro.

–Pásemela por favor, la voy a atender.

Pese a su jerarquía, el fiscal general permitía que los oficiales del OIJ lo llamaran por teléfono omitiendo el paso por el director general de ese cuerpo de policía con tal de lograr eficiencia. Escuchó un ruido que establecía la conexión con el jefe Negro.

–Diga –respondió Santerra.

–¿Don Julián? –inquirió Fernando Negro.

–Soy yo.

–Sé que está ocupado –se disculpó Fernando Negro–, pero me parece importante.

–Adelante… dígame.

–Tengo aquí en mi oficina a una señora. Ella hizo la llamada anónima para acusar a la policía Marcela López con relación a la muerte de María Fernanda Zamora.

Julián sintió ácido en el estómago, por la campaña de desprestigio que hacían a la investigadora judicial.

–¿Qué dice esa mujer?

–Acepta haber hecho la llamada telefónica anónima, pero solamente hablará con usted para suministrar cualquier otra información.

El fiscal general consultó la agenda.

–Tengo tiempo ahora, tráigala de inmediato.

El primer circuito judicial de San José concentra en tres edificios a la Corte Suprema de Justicia y los tribunales, al Ministerio Público y al OIJ, por lo que era de esperar que el jefe Negro y la mujer tardaran en llegar de diez a quince minutos. Apenas había soltado el teléfono cuando entró Laura al recinto.

–Don Julián, está afuera Héctor Vargas y quiere hablarle.

–Antes que nada Laura, viene el jefe Fernando Negro con una mujer; apenas se presenten los hace pasar sin dilación. En cuanto a Héctor, hágalo entrar.

Héctor dirigía la investigación del uxoricidio de María Fernanda Zamora, era el jefe inmediato de Marcela y le interesaría escuchar a la mujer que hizo la llamada anónima.

Una vez sentado frente al escritorio del fiscal general, Héctor comenzó a hablar sin esperar autorización de su jefe.

–Se está complicando la campaña negra contra Marcela –afirmó.

–Explíquese por favor –solicitó Julián.

–Primero la denuncia anónima e irresponsable sobre su participación en el uxoricidio de María Fernanda Zamora; pero ahora, en estos momentos, el OIJ sugiere algo extraño por una coincidencia entre uno de los vehículos de Manolo Araya con los de Ricardo Bonilla y el doctor Hernando Jiménez.

–¿De qué se trata? ¿Quién es el doctor Hernando Jiménez?

–El doctor Hernando Jiménez fue quien recetó benzodiazepina a María Fernanda Zamora…

–¿Cómo se relaciona su automóvil en todo esto? –preguntó con algo de desesperación Julián.

–En nada jefe, todo el asunto viene porque Manolo Araya tiene un BMW 325i color negro, y tanto Ricardo Bonilla como el doctor Hernando Jiménez tienen carros iguales.

–Repito, ¿cómo se relaciona ese dato con el uxoricidio de María Fernanda Zamora?

–No hay relación, pero la policía quiere encontrar en eso un vínculo.

–¡Es un disparate! –sentenció Julián.

–¡Por supuesto! –confirmó Héctor.

–No le dé importancia al dato.

–Listo –Héctor bajó la cabeza–. ¿Y ahora puedo darle una mala noticia?

–Tiene la palabra –dijo Julián al tiempo de asumir una posición solemne.

–Me informó Marcela de la anulación de las dos pruebas anticipadas en el juicio del homicidio de Fabio Alfaro –dijo como si detonara una bomba.

–¿Qué? –se mostró sorprendido Julián.

–Anularon las dos pruebas anticipadas en el caso de Fabio Alfaro.

–¿Las declaraciones de Mamerto y de Jaguar?

–Sí señor.

–¡Me cago en Satanás! –perdió su ecuanimidad el fiscal general–. ¡Esa hija de puta es una corrupta!

–Lo mismo creo –asintió Héctor.

Después de un corto silencio Julián, con voz pausada, introdujo un tema en la agenda:

–Marcela no asiste al juicio. Ella sólo colabora en la parte táctica.

–Así es…

–Verifique la información con los fiscales que atienden al debate –ordenó Julián.

Héctor se apresuró a marcar un número en su celular e inició una conversación. De repente se abrió la puerta y se asomó Laura, que se detuvo sosteniendo todavía la pera de la cerradura.

–Pueden pasar –concedió.

De inmediato entró el jefe de Homicidios Fernando Negro, seguido de Teresa González. Julián también se vio sorprendido por la sensualidad de la mujer. El jefe Negro sonrió con disimulo al constatar que el fiscal general era una nueva víctima. Teresa saludó con su mano derecha a Julián e ignoró a Héctor que casi deja caer el teléfono cuando observó a su vieja amiga. A pedido de Julián se sentaron alrededor de la mesa de sesiones.

–Si mi memoria no me falla usted es periodista y hace algunos años cubrió las noticias de sucesos y de los tribunales de justicia –dijo Julián.

–¡Tiene muy buena memoria! –lo halagó Teresa.

Por momentos Julián se vio tentado a piropearla diciéndole que era inolvidable, pero la prudencia se impuso.

–La recuerdo de esos días –se limitó a decir.

–Tengo muchos amigos y conocidos de esa época –volvió su mirada sobre Héctor–, como este subalterno suyo.

–Somos amigos hace años –aclaró Héctor.

–Los amigos no olvidan.

–¿Cuándo te olvidé?

–Desde el domingo. Quedaste de notificarme si el cuerpo hallado era el de María Fernanda Zamora y nunca me avisaste.

–Pero la información se difundió por todos los medios…

–Me olvidaste –interrumpió Teresa.

Aquella discusión era digna de adolescentes y, por demás, impropia frente al fiscal general y al jefe de Homicidios del OIJ. Ambos cruzaron sus miradas al tiempo que Julián hizo una mueca, comunicando con ello su valoración negativa de lo que observaban.

–Olvidemos ahora los reclamos personales y entremos en materia –ordenó–. Por favor díganos lo que sepa sobre Marcela López y su cooperación con el uxoricidio de María Fernanda Zamora.

–Está equivocado señor fiscal general. Nunca mencioné que Marcela López hubiera colaborado con el uxoricidio. Ella aconsejó a Manolo Araya sobre la forma de desaparecer el cadáver.

–¿Cómo conoció ese dato?

–Necesito referir los antecedentes –condicionó Teresa.

–Adelante.

Los instintos de los tres hombres se fueron apagando en la medida en que Teresa avanzó en su relato. De repente ponían atención a la entrevistada.

Ella recordó sus años de periodista de sucesos en los cuales cubrió juicios impactantes para la ciudadanía, normalmente defendidos por Manolo Araya, con quien llegó a tener amistad. Después de un tiempo abandonó el periodismo, se dedicó a la política y comenzó su militancia en uno de los partidos más reconocidos del país, del que por casualidad es simpatizante Manolo también. En los últimos meses fue abordada por este abogado litigante, quien le propuso integrarse a una comunidad secreta, si bien ajena al partido más cercana a su dueño, un empresario que no participaba directamente en política, pero ponía y quitaba candidatos a las elecciones, así como magistrados de la Corte Suprema y otros funcionarios menores. Aceptó y asistió a una reunión de un comité o tribunal en la que declaró una serie de datos sobre su vida, ideología política, creencias religiosas, profesión, patrimonio, aficiones, hábitos sexuales y lo que estuviera dispuesta a hacer para alcanzar sus ambiciones, sin importar si encontraba cabida en la moral de los demás. Creyó encontrar la fórmula de ascensión política.

Semanas después fue notificada por teléfono de la admisión en la comunidad secreta y citada al acto de incorporación un viernes. Una vez allí fue presentada con veteranos integrantes de la célula, así como otros nuevos miembros. Nunca imaginó lo que pasaría en aquella ceremonia que mucho la atemorizó y hasta ahora se atrevía a contarlo.

Se trataba de una casa enorme y moderna. Llegaron puntuales los cuatro candidatos: dos hombres, Teresa y otra mujer, Sandra Galicia, psiquiatra conocida suya que vivía en Escazú.

–Fuimos recibidos en el parqueo de la propiedad –narró Teresa– por un hombre vestido con sayal color café y dijo ser el asistente de la ceremonia. Portaba en la mano derecha una antorcha y en la mano izquierda un arma de fuego, que por mi desconocimiento no puedo indicar si era un rifle o una ametralladora. Una vez en el interior de la residencia, casi en total oscuridad de no ser por las luces de unas pequeñas velas, esperamos en una sala donde se nos advirtió no hacer ruido, no hablar ni tomar o comer hasta terminar el acto.

»Pasada una media hora entraron a la sala cuatro hombres y cuatro mujeres vestidos con hábitos idénticos al del asistente de ceremonia. Caminaban en fila, portaban en sus manos otras prendas de corte franciscano y guardaban silencio solemne, roto por quien encabezaba la formación para advertirnos que nos vestirían adecuadamente para el ritual. Enfatizaron que ellos nos harían el cambio de ropa, pues a partir de ese momento y hasta nuevo aviso no podríamos usar las manos. Rompieron la fila y se acercaron ante mí una mujer y un hombre, acto seguido se despojaron de sus sayales y quedaron completamente desnudos pues no llevaban prendas íntimas. Me quitaron muy despacio el vestido, la ropa interior y por último los zapatos, mientras yo tenía los brazos abiertos para no utilizar las manos. Después me tocaron suavemente el busto, la espalda, la pelvis, las nalgas y las piernas hasta descender a los pies. Me besaron por todo el cuerpo y después apasionadamente en la boca. En ese momento recordé a Sandra y al observarla constaté que recibía el mismo tratamiento; al observar más allá, la posición de las siluetas y los gemidos hacían evidente los tocamientos a los dos postulantes varones.

»En principio experimenté un extraño placer demoníaco, así como la conciencia de ingresar a un universo de maldad sin ser la escalera política que siempre busqué. El misterio, los hábitos, la violencia silenciosa de que era objeto, de repente despertaron mi instinto de supervivencia y por un momento quise correr, pero la imagen del arma de fuego del asistente de ceremonia me aterraba y no quería morir en la fuga.

»Creí que sería penetrada, pero todo se detuvo abruptamente. En silencio los veteranos de la comunidad se vistieron y nos vistieron, quedando todos uniformados con hábitos. De una botella metálica derramaron un líquido en nuestras manos –era agua bendita de la Virgen de Los Ángeles, según supe después. Nos llevaron a un recinto siempre oscuro, pero con más luces de candelas, donde había más personas con sus trajes franciscanos, unas veinte en total. Formamos un círculo en torno a un perro pastor alemán encadenado al piso, junto al cual había una imagen bastante visible la Virgen de los Ángeles.

»–Descúbranse la cara los candidatos –ordenó un hombre diametralmente opuesto a mí, quien parecía ser el director del rito.

»La otra mujer, los dos hombres y yo nos despojamos de la capucha.

»–Contesten “sí” o “no” –mandó de nuevo el director–. ¿Es su deseo incorporarse a esta comunidad secreta?

»–Sí –dijimos al unísono.

»Consentí, más por miedo que por convicción. De haber podido me habría alejado de allí. El director del ritual nos indicó escoger un padrino entre los asistentes, momento en el cual todos los demás descubrieron sus rostros. Entre ellos me pareció reconocer al banquero Enrique Santos. Todos nos observaban con una sonrisa de aparente satisfacción. Yo escogí a Manolo Araya, quien se encontraba presente. A continuación nos tomaron el juramento de no violar las normas éticas de la comunidad, ni de traicionar a alguno de sus integrantes. Entonces prendieron fuego a la imagen de la virgen y la pasamos uno a otro, depositándola en un recipiente metálico donde siguió ardiendo. Hasta ese momento pudimos utilizar nuestras manos. Después de un silencio prolongado y profundo, el director de la ceremonia retomó la palabra.

»–Asistente de ceremonia: la sangre.

»El sujeto que nos recibiera en el aparcadero avanzó hasta el pastor alemán, levantó un martillo y lo golpeó en la cabeza y en el lomo una y otra vez y otra vez y otra vez y otra vez… Se detuvo cuando la sangre, la masa encefálica y fragmentos óseos nos salpicaron a todos.

»–Si nos traicionan o violan nuestra reglas –pronunció el director–, por más destacado que sea su pedigrí, morirán como un perro aunque a todos nos salpique su sangre. Ahora retírense y esperen nuestro llamado.

»Nos regresaron a la sala donde se encontraba nuestra ropa, nos volvieron a tocar por todo el cuerpo y después nos vistieron. Fue perverso todo… fue demencial».

Para ese momento Teresa sollozaba. Julián dejó su asiento y en menos de un minuto volvió con una caja de pañuelos que dejó en la mesa frente a la declarante. En la otra mano traía el libro Cosas de la Cosa Nostra, lo abrió y con la vista leyó las páginas noventa y cuatro y noventa y cinco. Dobló las puntas de las hojas y pasó el texto a Héctor Vargas, que puso su mirada en el sitio señalado.

–¡Dios mío! –no ocultó Héctor su asombro–. ¿Qué es esto?

Fernando Negro tomaba notas pues no conocía antecedente literario alguno.

La descripción hecha por Teresa recordó a Julián haber leído acerca de una ceremonia similar para la iniciación en la mafia en el ejemplar de Cosas de la Cosa Nostra que tomó del escritorio de Ricardo Bonilla minutos antes de indagar a Manolo Araya. Era evidente la copia del ritual por parte de aquella célula secreta. «¿Tendrá Ricardo Bonilla alguna relación con esto?», se preguntó Santerra. Podría ser una casualidad, pues el libro de Falcone se leía mucho por esos días.

En su caso, Héctor pensaba si aquel grupo clandestino era parte de La Secta o por el contrario era la versión costarricense de una red transnacional. «¿Qué relación tienen esos hábitos de monje con el encapuchado de San Juan del Obispo?», se preguntó.

Caballerosamente, los tres funcionarios de justicia esperaron a que Teresa se repusiera. Entonces habló Julián.

–Teresa, su narración es interesante, pero no encuentro vínculo alguno con el uxoricidio de María Fernanda Zamora y tampoco refleja alguna responsabilidad de la policía Marcela López.

–Dije al principio que debía narrar los antecedentes y esos son –replicó Teresa mientras se secaba las lágrimas y se limpiaba la nariz.

–¿Estás en condiciones de continuar? –preguntó Héctor a su amiga.

–Sí, nada más quiero tomar agua.

La entrevistada sorbió el líquido de cuatro tragos grandes, volvió a limpiar su nariz y retomó su narración.

–Tal como precisé antes, a la ceremonia de iniciación fue la psiquiatra Sandra Galicia. Es una mujer atractiva, alta, fuerte y deportista. Yo tuve relación con ella hace algunos años. Nos reencontramos en la ceremonia y reiniciamos nuestra amistad. En razón de eso me enteré que la madre de Sandra cometió un grave error y fue denunciada por un delito que al parecer pudo costarle años de prisión. En su momento Manolo Araya la defendió. La madre de Sandra mintió ante los jueces, los engañó, creyeron la declaración de la anciana y dictaron una sentencia absolutoria. A partir de ese momento comenzó una relación extorsiva entre Manolo y Sandra, pues él pide favores constantemente y ella teme que su madre termine en la cárcel si no concede las ayudas.

–¿Manolo Araya construyó la mentira declarada por la madre de Sandra? –quiso puntualizar Julián.

–Sí –fue categórica Teresa.

–Entonces su amiga Sandra teme ver a su mamá en prisión y hace cuanto demande Manolo a cambio del silencio de este –interpretó Julián.

–Sí.

–¿Manolo Araya fue quien invitó a Sandra a la comunidad secreta? –preguntó Fernando Negro.

–Sí.

–¿En qué consisten las extorsiones? –interrogó Héctor.

–Eso mejor se lo preguntás a ella –respondió Teresa sin observar a Héctor.

–¿Es dinero, peritajes psiquiátricos amañados en defensa penales, pericias falsas, sexo, qué? –demandó Julián.

Teresa hizo una mueca y le dijo:

–¿Quiere usted que hable de Manolo el homicida, de Manolo el extorsionista o de Marcela López la cómplice?

Julián decidió retomar el tema principal.

–Tiene toda la razón, discúlpeme.

–¿Puedo continuar? –con esa pregunta Teresa hizo gala de su carácter dominante.

–Adelante.

–Manolo mató a su esposa el martes en la mañana. El miércoles a las once de la noche visitó a Sandra Galicia, la consultó como psiquiatra y pidió ayuda para deshacerse del cadáver. Mi amiga se negó a colaborar con el ocultamiento del cuerpo, pero Manolo insistió y afirmó que jamás los descubrirían por contar con el consejo de la policía Marcela López. Supe esto el lunes y pensé en llamar a mi examigo y fiscal Héctor Vargas, pero estoy molesta con él por no avisarme del hallazgo del cuerpo de María Fernanda. Entonces hice la llamada anónima a la oficina del fiscal general.

–Vamos por partes –retomó el control Julián–. ¿Manolo consultó clínicamente a la psiquiatra Sandra Galicia acerca del uxoricidio de María Fernanda Zamora?

–Sí.

–¿Manolo confesó a la psiquiatra Galicia haber matado a su esposa María Fernanda Zamora?

–Sí, confesó haberla ahorcado.

–¿Dijo dónde estaba el cadáver?

–Sí, en la sala de su apartamento.

–¿En la misma plática Manolo pidió ayuda a la psiquiatra Galicia para ocultar el cuerpo de María Fernanda?

–Sí.

–¿Por qué pidió esa ayuda?

–El cuerpo pesaba demasiado.

Julián volvió su mirada sobre Héctor Vargas y Fernando Negro.

–¡Fantástico! –se apresuró a decir el policía–. ¡Lo pegamos!

–No tan rápido –reprendió Santerra–, eso lo veremos después.

–Pero es verdad lo que dice el jefe Fernando Negro –subrayó Teresa–. Con esta información Manolo Araya está caído.

–Lamentablemente no –explicó Julián–. Las manifestaciones de Manolo fueron de paciente a psiquiatra y quedan bajo secreto profesional. No podemos contar con el testimonio de Sandra Galicia, pues de violar la reserva podría terminar en la cárcel y la declaración no tendría valor por ser ilícita. Todos perderíamos.

–Permítame volver mañana con Sandra para conversar con usted.

–¿Hay algo que no me ha dicho?

–Por favor escuche a Sandra y después decida qué hacer –casi suplicó Teresa.

Julián quedó solo en su oficina, caminó despacio hasta la mesa de sesiones y ocupó la silla de la cabecera. Leyó una vez más en Cosas de la Cosa Nostra y comparó la ceremonia de la mafia descrita por Falcone con los apuntes tomados durante la descripción de Teresa sobre el ritual de iniciación de la comunidad secreta. No podía desechar la idea de una copia. Pero, sobre todo, la carga de maldad era impresionante.

Cuando intentó poner el libro sobre el escritorio, involuntariamente empujó la caja blanca de cartón hasta el borde del mueble y cayó al suelo. Con el golpe se abrió y la medalla de San Benito rodó en círculos hasta detenerse y volcarse sobre una de sus caras.

«¿Me protegerás?», bromeó para sí mismo.

 

 

Laura ingresó al edificio de los tribunales de justicia de San José, acompañada de un hombre alto de tez blanca, pelo escaso y de unos cincuenta años, vestido de túnica y capa blancas que contrastaban con el tono oscuro de un escapulario. No intercambiaban palabra. Subieron por las escaleras internas hasta el segundo piso y continuaron por el corredor, hasta la puerta de la oficina del fiscal general.

–Don Julián, aquí está mi amigo benedictino.

Ingresó el hombre de hábito blanco, caminó hacia Julián y se estrecharon la mano.

–Por favor, tome asiento –Julián señaló uno de los sillones ubicados frente al escritorio.

–Gracias –el benedictino se sentó con comodidad.

–Agradezco que viniera personalmente, pues tengo algunas dudas y necesito ayuda religiosa.

–Estoy para servirle… Mi nombre es Juan.

–Perdone mi falta de cortesía al omitir la presentación.

–Despreocúpese, que yo sé quién es usted.

–¿Cómo debo llamarlo: Juan, padre Juan…?

–Juan simplemente –interrumpió.

–Gracias por la confianza, Juan. Entonces voy directo al tema. No sé si hay relación o no, pero desde diciembre vienen sucediendo eventos extraños en mi vida y no puedo descartar algo… –Julián no se atrevió a decir «sobrenatural».

–¿Eventos extraños?

–Así es. Lo primero fue una noche en Madrid, cuando un mago practicaba nigromancia al tiempo de controlar las mentes de quienes formaban el improvisado auditorio en una peatonal. Cuando habló a algunos observadores los ofendió, fue soez con cada uno, pero cuando se dirigió a mí en dos oportunidades me llamó «fiscal», conocía mi identidad a pesar de no habernos visto nunca. Me alejé de allí con un acompañante. Al llegar al hotel fuimos abordados por una predicadora extraña, con acento dominicano o cubano, que citó de memoria Efesios 6: 12 y Zacarías 4: 6. Después desapareció entre un grupo de siete personas que salieron del ascensor.

–¿Una casualidad?

–No, no fue casual, porque sin conocernos ella me llamó también «fiscal».

–¿Y su visita a Madrid no fue anunciada por los periódicos u otro medio de comunicación masiva? ¿Su fotografía no apareció en los diarios o en la televisión?

–No. Por el contrario, tuvimos un perfil bajo para evitar que, ante nuestra presencia, escapara de España un fugitivo de la justicia tica.

–¿Qué otro evento tiene en su lista?

–Me llegó anónimamente esta medalla –Julián entregó a Juan el objeto circular.

–Es la medalla de San Benito que me mostró Laura el otro día.

–Y ayer recibí una llamada en el celular. Extrañamente no apareció en la pantalla la identificación numérica de origen, que siempre se ve en mi teléfono por razones de seguridad. Se trataba de una mujer que, sin identificarse, me dijo haberme enviado la medalla para que «las fuerzas del mal no me toquen». Agregó que yo había visto al diablo, pues de mí no se esconde y tengo la fuerza para enfrentarlo.

–¿Y qué piensa usted de esos eventos?

–Por ratos no les doy importancia, pero en otros momentos los interpreto como mensajes sobre una guerra espiritual, librada paralelamente a los casos contra imputados poderosos que perseguimos en el Ministerio Público.

–Dígame algo sobre la mujer que le habló ayer por teléfono. ¿Tenía acento caribeño también?

–Ahora que lo pregunta, recuerdo que sí. Bien podía ser dominicana o cubana.

Juan juntó sus manos como para rezar, puso su barbilla entre los pulgares e índices, y sin dejar esa posición dijo:

–¿Será la misma persona que en Madrid recitó los fragmentos bíblicos?

Julián pensó unos segundos.

–¡Podría ser! Incluso mencionó algo del incidente en Madrid.

–Son pocos los datos que me da. Yo tendría en cuenta la existencia de grupos o hermandades cristianas con vocación de proteger a quienes, por su trabajo o posición, son atacados por las fuerzas del mal.

–¿Hermandades? –Julián frunció el entrecejo.

–Me explico mejor. Tal como usted mismo dijo antes, nuestro mundo es el reflejo de una guerra espiritual por el poder de Dios. Legiones de demonios se enfrentan a legiones de ángeles, los primeros para derrocar a Dios y los segundos para defenderlo.

–Eso es absurdo –interrumpió Julián–. Si Dios es todopoderoso, no necesita que lo defiendan.

–Pero la tentación de tener y de ejercer poder es muy grande.

–¿La Biblia habla de eso? –Julián retó al benedictino, quien sacó del bolsillo de su hábito una edición pequeña de las Escrituras.

–Recordemos Génesis 3: 1-7. El demonio encarnado en una serpiente más astuta que cualquier otro animal, tentó a Eva para que comiera el fruto del árbol prohibido. El beneficio de la desobediencia, el premio por violar la prohibición y comer el fruto implicaría que Adán y Eva serían iguales a Dios. ¿Comprende? Tendrían el mismo poder de Dios.

–¿Quién no conoce la historia del fruto prohibido?

–Claro –elevó la voz el religioso y subrayó–: Adán y Eva comieron el fruto del árbol prohibido para ser iguales a Dios, es decir, para tener el poder de Dios.

–Reconozco mi insolvencia en conocimientos bíblicos, pero esta es otra versión de la historia de Luzbel, quien fue expulsado del cielo por iniciar una revuelta contra Dios.

–En realidad esa historia, la de Luzbel, es creación de la mitología romana. Era el ángel más hermoso del cielo y estaba por encima de todos los demás.

–¿La Biblia no menciona esta rebelión? –retó de nuevo Julián.

–Sí, pero está dispersa en distintos libros. Se hace una mención importante en Isaías 14: 12-14: allí se llama a Luzbel «ángel caído» por pretenderse igual a Dios. También lo encontramos en Ezequiel 28: 12-19. En este fragmento, Dios reprocha a Luzbel porque era perfecto y no obstante ese privilegio envenenó su corazón por el esplendor. Como sanción, fue borrado para siempre.

–Es la misma historia en dos versiones –quiso concluir Julián–. Adán y Eva querían ser iguales a Dios y para ello comieron del fruto prohibido. En el caso de Luzbel, quería tener el poder de Dios e hizo una revuelta con ángeles que lo siguieron.

–Pero este asunto no termina allí.

–¿Qué hay además de eso?

–Como castigo, Luzbel recibió el cambio de nombre por el de Satán, cuyo significado es «adversario» o «tentador», y además el arcángel Miguel lo arrojó del cielo con todos sus seguidores. Así nos dice Apocalipsis 12: 7-9.

–Que fue expulsado del cielo es una enseñanza desde el catecismo.

–Y según Génesis 3, Adán y Eva fueron desterrados del Edén como castigo por ceder a la tentación de la serpiente y querer ser iguales a Dios.

–Insisto –dijo Julián–, es la misma historia en dos versiones.

–Pero viene lo más duro, señor fiscal general. Nacimos con el pecado original, que más allá de la desobediencia a Dios y haber comido el fruto del árbol del conocimiento es el ansia de poder. La tentación por el poder es la fuente de todos los problemas individuales, familiares, sociales, nacionales e internacionales. Se delinque para tener dinero y poder, se rivaliza en la familia por ver quién puede más, los distintos sectores del pueblo se enfrentan como clase dominante y clase proletaria, los políticos ahogan a los ciudadanos con sus pulsos por la supremacía de partido y las guerras entre Estados tienen como causa y consecuencia el poder.

–Por esa razón comenzó usted explicando que las relaciones humanas son el reflejo de una guerra espiritual por el poder.

–Así es, pero falta lo peor para nosotros. Estamos en el mundo porque seguimos a Luzbel en su tentación de derrocar a Dios. Fuimos ángeles parte de la revuelta y por eso nos expulsaron del Edén. Los conflictos observables que antes enumeré son el consecuente de ese pecado original, pero el antecedente, la causa, es haber cedido a la tentación e integrado las huestes satánicas para derrocar a Dios. Usted y yo fuimos parte de esas legiones de ángeles del mal. Aquí estamos en una especie de libertad condicional: volvemos a respetar el poder de Dios y a someternos a él, o iremos al abismo definitivamente.

–¿Y cómo volver a Dios?

–Por la doctrina cristiana, por la humildad, por el ejercicio del poder en nombre de Dios y al servicio de los demás.

La recomendación suscitó un paréntesis de abstracción y silencio. Había una carga de culpabilidad en Julián, de imaginarse respaldando a Luzbel en contra de Dios. Pero el hielo se rompió con una pregunta del fiscal.

–¿Y las hermandades qué papel juegan en todo esto?

–Hay organizaciones terrenales al servicio del demonio y las hay al servicio de Dios. De las hermandades pocos saben qué son, quiénes las integran y cómo operan. No son ángeles, son personas de carne y hueso en el anonimato del complejo social, pero observan el entorno e intervienen en momentos claves, no sólo con oraciones sino con acompañamiento, orientación y demostración clara de la presencia del Señor en algunos hechos concretos. No se anuncian, no piden limosnas, ni se hacen notar excepto frente a quienes tratan de proteger o a quienes tratan de combatir. Hasta donde sé, la cruz de San Benito es muy usada y difundida por las organizaciones dedicadas a la lucha contra la maldad espiritual.

–¿Entonces alguna de las hermandades está conmigo desde mi viaje a Madrid?

–Es muy posible. Incluso podrían estar con usted desde antes de ese viaje.

–¿Y qué hago con la medalla?

–Llévela siempre con usted.

–¿Qué poder tiene?

–No tiene poder alguno, pero es algo así como una antena receptora de la energía positiva generada por muchos con oraciones y buenos deseos expresados oralmente. Póngala en su cuello o llévela en la billetera.

 

 

A la hora señalada para la audiencia de apertura de evidencia, las cuatro de la tarde, el fiscal coordinador de la unidad de apoyo Héctor Vargas, flanqueado por dos integrantes más de dicho grupo de investigación, ingresó a la sala indicada por el juzgado. Ya se encontraba en el lugar el imputado Manolo Araya, quien hubo de ser llevado desde el sótano hasta el mezzanine del edificio de los tribunales de justicia de San José, donde se encontraba el recinto para la diligencia probatoria. Esta forma de ingresar a la sala tuvo como objeto evitar a la prensa, que en cantidad considerable obstruía el paso por el corredor del público.

–Buenas tardes –se dirigió Héctor a los ujieres y guardas, pero sobre todo a Manolo.

Todos respondieron el saludo a excepción del abogado, quien pretendió intimidar con la mirada a Héctor. Antes y sin dar importancia a la actitud del imputado, el fiscal coordinador tomó su lugar tras el escritorio destinado al Ministerio Público y esperó en silencio que se presentara el juez.

Al inicio de la audiencia Manolo Araya, actuando como su propio defensor, se opuso a la apertura de la caja, pues afirmó una y otra vez haberla confiado al abogado Salomón Pacheco en condición de cliente consultante, de manera que el deber de secreto impedía se abriera y se conociera su contenido. Revelar lo que se había embalado en la caja de cartón –argumentó– violaba el derecho del imputado al secreto del abogado y sería una prueba ilícita sin valor alguno para el proceso.

Terminada la intervención de Manolo Araya quien pese a ser imputado no perdía la coherencia lógica ni la claridad del verbo–, el fiscal Héctor Vargas solicitó se escuchara a Salomón Pacheco, quien en su condición de abogado debía informar si recibió aquella caja como parte de un servicio profesional y por consiguiente cubierta por el secreto. Admitida la prueba se hizo ingresar y se juramentó a Pacheco, quien explicó:

–El lunes de la semana pasada… el día anterior a la muerte de María Fernanda Zamora según la fecha dada por los medios de comunicación, mi amigo y colega Manolo Araya se presentó en mi oficina con la caja de cartón que se encuentra en esa mesa –la señaló con su índice derecho– y simplemente me pidió el favor de guardársela.

–¿Podría indicar al juez el motivo del imputado Manolo Araya para pedirle ese favor? –interrogó Héctor, a quien correspondió el primer turno.

–Nunca me lo dijo. Sólo me pidió un favor.

–¿Manolo Araya le consultó a usted en su condición de abogado algo relacionado con la caja?

–Nada… –Salomón Pacheco fue categórico–. Como dije antes: simplemente me solicitó, en condición de amigo, guardar la caja. No hubo consulta y no di consejo alguno.

–¿La custodia de esa caja de cartón está cubierta en alguna forma por el secreto profesional? –preguntó para concluir Héctor.

–Insisto –Salomón Pacheco perdía la paciencia–, no hubo consulta alguna ni consejo legal relativo a la caja de cartón, por lo que mi custodia en nada se relaciona con el secreto profesional.

–La fiscalía no tiene más preguntas –manifestó Héctor mientras tomaba asiento otra vez.

En su turno Manolo Araya declinó formular pregunta alguna, por lo que se procedió a la apertura de la evidencia.

Dos miembros del personal del juzgado, con sus manos protegidas con guantes quirúrgicos, llevaron la caja de cartón hasta un sitio en que la cámara de vídeo oficial captara la operación de apertura, después rompieron la cinta adhesiva que aseguraba las tapas y abrieron el recipiente. Cuidadosamente sacaron dos objetos, envueltos cada uno con franela. Retiraron las telas y descubrieron dos armas de fuego cortas. Se trataba de un revólver Smith & Wesson, calibre 44 Magnum, con un tambor de seis tiros y una pistola Heckler & Koch, calibre 9 milímetros, Parabellum, con capacidad de trece tiros.

Al concluir la diligencia Manolo desobedeció a los agentes de seguridad del poder judicial, pues abandonó la sala por el corredor de público. De inmediato fue abordado por un enjambre de periodistas.

–Denuncio en este momento –declaró a la prensa– la persecución que me hace el Ministerio Público. Se han ensañado los fiscales en mi contra al punto de perder el tiempo y los recursos con la apertura de supuesta evidencia sin relación con la muerte de mi esposa. Yo confié al abogado Salomón Pacheco una caja con bienes de mi propiedad, pero no guardó el secreto profesional y los entregó al OIJ.

–¿Qué bienes eran esos? –inquirió un periodista de televisión.

–Dos armas de fuego que entregué al abogado Salomón Pacheco, el lunes pasado, en su bufete.

–Si su esposa no fue víctima de arma de fuego, ¿por qué el interés del Ministerio Público en esas armas? –preguntó otro periodista.

–No están investigando la muerte de mi esposa –casi gritó–, me están persiguiendo para destruirme mientras los asesinos viven tranquilos.

–¿Tomará alguna acción por este atropello? –interrogó otro.

–Por el momento acudiré al procedimiento disciplinario del Colegio de Abogados para que se sancione a Salomón Pacheco. Pero si el Ministerio Público no deja de acosarme, si los fiscales no investigan la muerte de mi esposa, entonces acudiré a la Corte Suprema de Justicia en busca de las sanciones disciplinarias.

Desde el interior de la sala, Héctor y sus dos subalternos escuchaban aquellas declaraciones de Manolo.

–Para mañana quiero certificación de los registros de las armas –ordenó Héctor a los dos fiscales auxiliares.

–No hay problema, yo me encargo –dijo el más joven de ellos–, pero con todo respeto pregunto: si María Fernanda Zamora no murió víctima de un ataque con arma de fuego, ¿qué importancia tiene el registro del revólver y la pistola?

–Ninguna de momento –respondió pacientemente Héctor–, pero podría llegar a tenerla.

–Disculpe mi ignorancia… –insistió el joven fiscal auxiliar, pero fue interrumpido por Héctor.

–Estoy muy cansado… Consiga mañana la certificación y si algo pasa conversamos.