Victoria y Martina se arrojaron a ella como dos furias y comenzaron a arañarla y a insultarla. Era como si Joaquina hubiese profanado un mundo en el que ellas fundamentaban parte de su naturaleza más íntima y del que quizá se avergonzaban.
Hubo que separarlas y rebajar la temperatura. No mucho después empezaron a cantar y, cuando ya la euforia se había apoderado de todas, se colocaron en fila, se cogieron de la cintura y se fueron por toda la cárcel formando un pasacalles.
La fiesta estaba llegando a su apogeo cuando las dos que ya habían coincidido en la lavandería se fugaron de la algarabía y volvieron a coincidir en las duchas. Mientras escuchaban a lo lejos las canciones, estallaban en carcajadas rabiosas y luego empezaban a besarse.
Cuando una hora después abandonaron las duchas parecían trasfiguradas, aunque no más que las otras. Todas las que habían entrado en abril y mayo, y que ya habían pasado la fase del aturdimiento, estaban experimentando un sentimiento de elevación que no esperaban. Desaparecía el dolor, pero no la visión del mal ni la conciencia de su gravedad, Simplemente se veían lejos y en perspectiva. La mente ya tenía una atalaya para mirar el horror y asimilarlo a distancia, Y en esa atalaya cabía la risa, el concierto, las amistades más profundas, las enemistades más hondas…
Esa misma noche, Martina pudo al fin abrazar a su ruso. Sus brazos no eran tan compactos como ella había creído, pero ¿por qué extrañarse? Eran brazos frágiles. No podían ser los brazos de un hombre de acción. Él ya no era un hombre de acción. Era un melancólico… Y sus cabellos… tampoco eran como ella los había imaginado, eran condenadamente largos. Parecían los de un hombre de otro tiempo. ¿Y por qué ahora estaba a su lado, dejándose acariciar? ¿mostrándose finalmente como una naturaleza palpable?
Martina no se lo explicaba. Y mientras ella estrechaba temblorosamente al ruso sin nombre, Victoria, que dormía a su lado, creía notar en su cuello y en su pecho dedos fríos, dedos de muerto, y pensó en su hermano. Súbitamente se despertó y, al ver una mano pálida y pecosa sobre su pecho, acertó a decir: -¿Qué haces? – ¡Acabo de abrazarlo! – exclamó Martina, con los ojos aún cerrados.
–Despierta, Martina, me estás abrazando a mí. – ¿A ti?
Sin abrir los ojos, Martina regresó al sueño, pero en lugar de abrazar a Victoria se abrazó a sí misma y adoptó la posición fetal.
El Ruso El Ruso se despertó y vio a su lado a Raúl. Se hallaban unto al río cerca de Talavera, y el sol caía oblicuamente sobre la dehesa. Sabían que la guerra había acabado pero no se querían rendir, en todo caso querían huir, y ni siquiera eso tenían claro.
A media mañana, decidieron darse un baño y descendieron hasta el roquedal, donde el agua se partía en cada tramo antes de volver a juntarse en la presa del monasterio. Su milenaria insistencia había dado a las piedras que estaban en contacto con ella carnalidad y blandura, y parecían presencias húmedas que reaccionaban al contacto con los pies.
Arriba, en un cielo que parecía odiar la trasparencia, el gavilán señoreaba con su lento y amplio vuelo, atento a todo movimiento que pudiera llevarse a cabo en el roquedal. Viéndolo, se intuía la elegancia severa que pudo tener el vuelo de algunos reptiles alados cuando el hombre ni siquiera era un proyecto.
Cerca de la presa, estuvieron nadando un rato y luego comieron uvas pasas con pan en un lugar sombrío y resguardado al borde de una barranca, desde donde podían contemplar sin ser vistos un vasto panorama en el que se incluía una ciudad de piedra ocre y gris y el río de acero. El estruendo de las cigarras ahogaba el rumor de la ciudad, dando la falsa impresión de que todo en ella era silencio. De vez en cuando llegaban sin embargo rugidos de vehículos militares.
El Ruso posó la mano sobre el hombro de Raúl y dijo: -¿Me haces un cigarrillo?
–Háztelo tú…
El Ruso, que era largo y pelirrojo, cogió la petaca que le tendía su amigo y dijo:
–Tengo ganas de pisar Madrid -Y qué has perdido allí? – ¿Acaso no lo sabes? Me esperan mi novia y un hermano loco -dijo el Ruso.
–Nunca nos habías hablado de tu hermano…
–Me cuesta hablar de Damián… Iba para actor y consiguió un papel en La aldea maldita. Era el más inteligente de la familia, pero se empezó a torcer y a torcer, y una vez intentó matar a mi padre vertiendo insecticida en su oído. Lo dejó más sordo que una tapia y decidimos ingresarlo. Mi hermano pasaba el día leyendo las obras de Shakespeare y la Biblia, y quería hacerse protestante. Mi padre estaba furioso con él, y hasta pienso que precipitó su locura. Ahora está en un manicomio junto a la cárcel de mujeres, y me pregunto en qué situación lo voy a encontrar. Como comprenderás, ir a Madrid es para mí una exigencia. Quiero saber qué está pasando allí. – ¿No lo imaginas?
–No, Raúl, no lo imagino. Nadie lo puede imaginar.
–Yo sí que lo imagino -dijo Raúl, mientras liaba un cigarrillo-. Seguro que es un avispero de delaciones. La apoteosis del sálvese quien pueda… -¿No has dejado a nadie allí?
–No, en Madrid sólo pasé tres años, mientras acababa Medicina… Tuve una novia en Chamberí que se murió de tuberculosis.
Raúl observó su pistola y dijo:
–Me temo que ya no vamos a pegar muchos tiros mas, muchacho. Antes nos los pegarán a nosotros.
–No te engañas -dijo el Ruso con amargura. – ¿Sigues enamorado de tu novia?
–Completamente. La voy a devorar en cuanto llegue a Madrid.
–Veo que es ella la que te arrastra.
–No te quepa la menor duda. Es como si la oliera desde aquí.
–Es lo bueno de estar enamorado. Te da fuerza, te da decisón, te da locura.
Desde el fondo de la carretera llegó el rugido de un vehículo. Se acercaron a la cuneta y vieron que se aproximaba un coche militar.
–Qué hacemos? – dijo el Ruso.
–A qué te refieres? – preguntó Raúl.
–Es un vehículo enemigo. Podía ser nuestra última operación. – ¡Ni hablar! – protestó Raúl. – ¡No me salgas con cobardías a esta altura del camino! Piensa que estamos en una guerra que no va a acabar nunca espetó el Ruso. – ¿Te has vuelto loco?
El vehículo estaba cada vez más cerca. En la soledad del páramo parcialmente cubierto por pinares, su oscura y pesada carrocería lo hacía parecer aún más amenazante. Sin pensarlo más, el Ruso salió a la carretera y apuntó con su pistola al chofer, que no detuvo el automóvil.
Lo tenía ya encima cuando disparó, casi al mismo tiempo que Raúl, que había decidido seguir a su amigo. De los dos disparos, sólo el de Raúl, que no tenía el vehículo tan cerca alcanzó al chofer, que torció hacia la izquierda y estrelló el coche contra un árbol. La sangre empezó a salir una de las ventanas abiertas, que dejaba ver el rostro de una chica rubia, y por la carretera rodaron varios membrillos. – ¿Qué hemos hecho? – rugió Raúl.
–Creí que iban a parar -dijo el Ruso.
Desde la arboleda llegaron ruidos que parecían de pasos.
–Tengo la impresión de que nos han visto -murmuró el Ruso. Un segundo después, surgió del fondo de la carretera un camión y, con el ánimo encogido, se ocultaron en el bosque y siguieron por el camino de la sierra hasta que llegaron a un robledal donde vieron a un hombre muerto que estaba siendo devorado por los buitres.
Dejaron a un lado el camino y bajaron por una larga pendiente hasta la vía, cuyo trayecto siguieron hasta las proximidades de la estación de Oropesa, desde la que llegaban nubes de vapor procedentes de las locomotoras. Raúl y el Ruso fueron a refugiarse a un Patio, al fondo de una casa en ruinas desde donde se divisaba la torre del castillo, invadida por la maleza. Allí se sentaron entre los escombros y allí Raúl agitó angustiado la cabeza.
–Te voy a dejar -dijo. – ¿Estás seguro?
–Completamente. Hemos hecho una locura, y aún podemos hacer más si seguimos juntos.
–Supongo que sí -dijo el Ruso, encogiéndose de hombros.
–Yo no quería hacerlo.
–Pero lo has hecho.
–Por tu maldita culpa -gimoteó Raúl.
–Ya no pareces un miliciano. – ¿Y tú? ¿Qué pareces? Un fantoche que se niega a aceptar las evidencias. Tendríamos que deshacernos de nuestras pistolas. Ahora son un peligro. – ¿Y antes no? Aunque, bien mirado, el peligro es ir desarmado. ¿Dónde quieres ir?
A modo de respuesta, Raúl se incorporó y señaló la estación. – ¿No has advertido que ese mercancías va a Lisboa?
El Ruso lo miró con angustia y asintió.
–Tengo un tío en Lisboa que trabaja para la marina mercante -añadió Raúl-. Él puede ayudarme a llegar a Buenos Aires.
Mientras se abrazaban, el Ruso reventó en sollozos. Raúl apretó sus hombros y susurró:
–Hasta siempre.
Un instante después, tomó el camino que conducía a la vía. La locomotora volvió a silbar y la vía desapareció tras un densa humareda, que se tragó también a Raúl.
Roux, Cardinal y el Pálido habían comido opíparamente en el Ritz y se sentían alegres y pesados cuando salieron del hotel. Sus cabezas estaban llenas de ideas blancas e ideas negras, sin más matices posibles, y mientras hablaban se reían. ¿De qué? No era fácil saberlo. Aunque a ratos se ponían furiosos y comentaban el asesinato del comandante, de su hija y de su chófer. Una hora antes les había llegado la orden de elegir a quince mujeres, preferentemente menores de edad, para conducirlas a juicio.
En comisaría, una señora, que se sentía agradecida porque habían liberado a su hija, le regaló al Pálido un ramo de rosas. Eran quince. La señora ya se había ido cuando el Pálido cogió el ramo y, mirando a Cardinal y a Roux, dijo: – Señores, ha llegado el momento de decidir quiénes van a ser las quince de la mala hora. Bastará con ponerle un nombre a cada una de las rosas. Hagan memoria y decidan, según sus preferencias. Empezaré yo -dijo tomando una flor-. Y bien, esta rosa de pasión se va a llamar Luisa. No conseguí que esa bastarda pronunciara una sola palabra en los interrogatorios. Por poco me vuelve loco.
–Y ésta se va a llamar Pilar -dijo Cardinal, apartando otra flor.
–Y ésta se va a llamar Virtudes -susurró el Pálido con precipitación.
–Y ésta Carmen -dijo Cardinal-. Lo merece más que nadie. Nunca me miró bien esa condenada.
–Y ésta Martina -anunció Roux-. Está siempre ausente.
Seguro que ni siquiera se va a dar cuenta de lo que pasa.
–En ese caso llamemos a esta otra rosa Elena. Tampoco va a dar cuenta de nada. Hay gente así de afortunada dijo Cardinal.
–Y ésta Joaquina. Veamos si ahora la protegen sus veintiocho negros -dijo el Pálido, y añadió-: Os veo muy animados. ¿Cuántas llevamos?
–Siete.
–Pues aquí va la octava, que se va a llamar Victoria -añadió Roux-. Otra dama ausente.
–Y la novena Dionisia. ¿Cómo he podido olvidarme de ella? – dijo Cardinal.
–Y ésta Blanca -musitó el Pálido.
–Quedan cinco. Voto por que ésta se llame Julia -dijo Cardinal.
–Y ésta Avelina -anunció el Pálido, para enseguida añadir-: Y ésta Ana. – ¿Por qué ellas? – protestó Roux.
El Pálido miró afiladamente al comisario y murmuró:
–Es una condición impuesta. En realidad tenían que haber sido las primeras. – ¿Por qué?
–Avelina es la más conocida en la cárcel, la que todas esperan todas las mañanas. Si queremos que el castigo no pase desapercibido, la Mulata es la pieza clave. Con Ana ocurre algo parecido: dicen que es la reina del departamento de menores.
–Lamentablemente tiene usted razón -dijo Roux.
El Pálido lo miró con desdén y añadió:
–Le recuerdo que también he nombrado a Blanca, que por tocar el armónium es muy conocida. ¿Y qué me dicen de Virtudes? Señores, nos exigen esta vez la máxima eficacia y la máxima contundencia. La estrategia está clara y ya sólo quedan dos rosas por nombrar.
Cuando ya las quince flores tenían nombre, el comisario ordenó a Cardinal que escribiera la lista en un papel y la enviase a la cárcel.
III El cofre de las alucinaciones Nero Las malas noticias vuelan más deprisa que las buenas, como si llevaran con ellas el demonio de la urgencia, o como si ardieran en las lenguas de los mensajeros y tuviesen prisa por desprenderse de ellas.
Todas las voces coincidían: quince reclusas, casi todas menores, iban a salir a juicio, a la vez que cuarenta y tres hombres, entre los que al parecer figuraban Enrique, el marido de Blanca, Vicente, el novio de Virtudes, y Gregorio, el hermano de Victoria.
Las mujeres que llevaban algún tiempo en la cárcel, y sabían de qué se trataba, pusieron cara de preocupación, convirtiéndose en el epicentro de una inquietud que se se fue expandiendo por todas las galerías. Virtudes fue una de las primeras en saber que estaba incluida en la lista, y anduvo recorriendo su galería mientras gritaba que la llevaban a juicio.
Todas las reclusas que le salían al paso le decían: ¿Y yo? ¿Estoy en la lista?
–No lo sé -contestaba-, pero la voceadora está a punto de llegar y lo sabréis por ella misma.
No mucho después, casi todas las convocadas pudieron verse las caras en el vestíbulo de la cárcel. Allí estaban Martina, Victoria y Ana, del departamento de menores, y junto a ellas se hallaban también Avelina, Carmen, Dionisia, Pilar, Luisa, Elena, Blanca, Julia, Virtudes y Joaquina, que parecía la más indignada. Unos minutos más tarde llegaron las dos que faltaban, y se abrieron las puertas de la prisión. – ¿Sabes algo del novio de tu hermana? – preguntó Tino. – ¿De Julián? Sólo sé que aún no ha vuelto, y que es posible que no lo haga. En el frente se hizo bastante conocido.
Le llamaban el Ruso -contestó Suso. – ¿Por qué?
–Supongo que por su aspecto. En una ocasión me estuvo enseñando a disparar. Mira, en esta foto sale.
–Vaya tipo. No sabía que los mílicianos usaban caballo.
–Sólo algunos. – ¿Crees que todavía sigue luchando?
–Me has vuelto a pillar. Sencillamente no lo sé. Espero que no haya intervenido en el asesinato de Gabaldón. Aunque cosas más raras se han visto. – ¿A quién han asesinado?
–A un comandante que se encargaba de los comunistas y los masones y que los tenía muy a raya. Me lo dijo don Basilio esta mañana. – ¿No crees que es hora de volver al trabajo?
–Vamos. – ¿Hacia dónde tiramos?
–Hacia la cárcel de mujeres. – ¿Por qué?
–Porque, según me han dicho, las cosas vuelven a estar al rojo vivo y va a haber mucho movimiento.
Desde la prisión las llevaron al descubierto hasta el convento de las Salesas, sobre la caja de un camión destartalado.
La vida se había dividido en zonas de luz y zonas de sombra muy contrastadas, de forma que algunas cosas quedaban sobreimpresionadas y otras en la más profunda oscuridad. Y ahora, los transeúntes podían contemplar las caras de las víctimas y sacar conclusiones al respecto, aunque no vieran las ejecuciones.
De las quince que iban en el camión más de la mitad iban rasuradas, mas no por eso mostraban su peor cara. Virtudes, por ejemplo, se había pintado los labios para que su indignación resultase más clara.
Cuando el camión atravesó las arboledas de Manuel Becerra, un muchacho que iba en bicicleta se fijó especialmente en ella, y Virtudes se lo agradeció con una sonrisa tan contagiosa que enseguida pasó a todas las que iban en el vehículo.
Ya cerca del convento, Virtudes pensó en su novio. ¿Lo voIvería a ver realmente? ¿Sería verdad que en el mismo expediente figuraban más de cuarenta hombres? ¿Y por qué tantos? Lo mismo se preguntaba Blanca, ansiosa de ver a Enrique y a la vez angustiada por lo que aquel encuentro significaba, y Victoria, que sólo pensaba en Goyo y que se negaba a imaginar dos muertes más en la familia.
El juicio se llevó a cabo en una sala en la que apenas cabían las quince mujeres y los cuarenta y tres hombres, que permanecieron sentados en banquillos frente al estrado.
Para el Consejo, todos eran culpables de conspirar contra el Generalísimo. Ante semejante delito, ¿cómo plantear una defensa? Era una pregunta que muy pronto empezó a hacerse a sí mismo el defensor, mirando con ojos huidizos a los acusados.
Y mientras el fiscal y el defensor hablaban, Virtudes miraba a Vicente y Blanca a su marido. En cambio Victoria no alcanzaba a ver a su hermano Gregorio, que se hallaba en la primera fila.
El fiscal volvió a insistir en la conspiración y el defensor renunció a la defensa, por considerarla moralmente imposible, limitándose a pedir misericordia.
A partir de ese momento el fiscal pudo exhibir sin problemas todo su verbo y recomendó al tribunal no dejarse influir por «el rostro angelical» de Ana. Al oírlo, Ana se quedó más lívida de lo que estaba.
La sala se fue caldeando con tantas respiraciones entrecortadas. Sudaban los cuerpos de los acusados y los de los acusadores, sudaban las paredes, sudaban las lámparas cónicas que caían sobre el estrado.
El extravío, que parecía condensado en la atmósfera misma de la sala, en sus luces enrarecidas, en sus enrarecidas miradas, en sus enrarecidos temblores, empezó a manifestarse entre los acusadores y los acusados de forma violenta.
Según eran interpelados, algunos acusados se extraviaban de miedo y lanzaban nombres como cuchilladas, que creaban más confusión todavía, o se escudaban diciendo a veces menos y a veces más de lo que se les exigía.
El fiscal apuró un vaso de agua e invocando el sumario habló de José Nero, secretario general de las juventudes Unificadas, que había delatado a toda la organización. Según él, algunos miembros de las Juventudes Unificadas habían intentado atracar una tienda de ultramarinos de la calle Dulcinea, sin conseguirlo «debido a la presencia de un elemento extraño y sospechoso que estaba a la puerta de la tienda».
Para el fiscal no se trataba de un asunto anecdótico: en operaciones como las de la tienda veía ya los intentos de reconstruir las juventudes Unificadas y dotarlas de un fondo económico.
Mientras el fiscal continuaba, Virtudes y Vicente volvieron a mirarse. Justo en ese momento, Gregorio giró la cabeza y consiguió ver a su hermana un instante. El juicio estaba concluyendo y el vocal ponente se dispuso a dictar la pena de muerte para -cincuenta y seis personas, acusadas de haber pretendido reconstruir las JSU, algo que sólo era parcialmente cierto y que no atañía ni a la mitad de ellos.
De las quince enjuiciadas, dos se libraron de la pena capital. Una porque tenía quince años, y que fue condenada a doce años y un día de reclusión, y la otra porque había escrito mal su nombre y figuraba en la acusación con nombre masculino. Con los hombres hubo más acuerdo y fueron condenados todos los del expediente.
De esa manera, las trece mujeres condenadas a la pena máxima vinieron a ser Avelina, Joaquina, Pilar, Blanca, Ana, Virtudes, Elena, Victoria, Dionisia, Luisa, Carmen y Martina.
José Nero, que tras la delación a la que le condujeron las torturas intentó mantener una actitud digna, figuró como el primero en la lista de los condenados, pues según se aseguraba en el «Auto Resumen», «sólo muerto dejaría de luchar contra la Patria».
Concluido el Juicio, los sacaron al pasillo, donde todo murmullos, lágrimas, sollozos y confusión. Estaban tan perturbados que casi no se reconocían unos a otros. En medio de la inquietud, Blanca consiguió apresar la mano de Enrique, que se fundió con ella en un beso breve e intenso. Enseguida los separaron. Ya para entonces, Virtudes había conseguido abrazar un instante a Vicente. También Victoria acercarse a Gregorio, que la estrechó con rabia y dolor.
Victoria notó que Gregorio había adelgazado mucho.
Casi parecía un ser de otro mundo: sus ojos brillaban más que antes y daba la impresión de que su hermano muerto se hubiese apoderado de su persona.
Tras el Consejo, las penadas regresaron a la prisión en el o camión que las había llevado al convento. Iban más decaídas que la víspera, sintiendo lo mucho que se había estrechado el túnel de la vida. La gente se detenía a su paso y comentaba su aspecto. A veces, algún transeúnte les hacía el gesto de la muerte deslizando el dedo por el cuello, a modo cuchillo degollador.
–Mira, las rojas.
–Las que van rapadas parecen Juanas de Arco.
–Por la mañana pasaron cuatro camionetas con hombres… -¡Al paredón! – gritó un espontáneo que fumaba un cigarrillo junto a los dos transeúntes que conversaban. – ¡Al paredón! – repitió un niño de unos cinco años, cuando ya la camioneta de las muchachas estaba rodeando la plaza de toros, desde la que llegaban clamores de fiesta.
–Ese renacuajo ha gritado al paredón -dijo Tino.
–Calla y observa. No miran como antes.
–No.
–Ni siquiera respiran como antes -añadió Suso.
–No.
–Algo ha pasado.
–El niño no ha mentido, Suso. Huelen a paredón.
Tras ellos, Muma observaba el camión de las presas con la misma atención.
Mientras se celebraba el juicio, las muchachas del departamento de menores habían estado haciendo farolillos de papel y pancartas para recibir festivamente a sus compañeras, pues les parecía imposible que pudieran traer la muerte a cuestas.
Pero en cuanto las vieron llegar, percibieron en ellas la mirada de la desolación y decidieron quitar los farolillos. Lo que prometía ser una fiesta se convirtió en una extraña ceremonia del adiós.
Era la primera vez que condenaban a muerte a menores, y cundió el pánico, ya que hasta entonces se consideraba el departamento como un seguro de vida, y se suponía que estar en él implicaba que una no iba a ser ajusticiada.
En menos de una hora, la noticia de la ejecución inminente de trece de las procesadas se difundió por la prisión como si la guiara el espíritu de la noche. Y el espíritu, que se deslizaba como un látigo entre las caras y las piernas, que entraba bajo las faldas y bajo las almas, susurraba, escupía, vomitaba, proclamaba que se acercaba una noche llena de revelaciones.
Esa misma tarde, en la cocina de un pequeño piso de la calle de los Artistas, la madre de Carmen le dijo a una de sus hijas:
Vas a tener que ir andando hasta la cárcel. A tu hermana se le han acabado las gotas y corren noticias de que esta noche las va a necesitar.
La niña, que tenía nueve años, cogió el frasco que le tendía su madre y se echó a caminar, pues le quedaba un buen trecho hasta la cárcel, al otro lado de la ciudad.
Bajó corriendo las escaleras de la calle Dulcinea y corriendo continuó hasta la Castellana. Allí le fallaron las fuerzas y estuvo sentada un rato, en un banco que se hallaba junto a un semáforo tirado en el suelo pero parpadeante, y gustó la imagen.
A partir de ese momento su viaje hasta la cárcel fue lo más parecido a un extravío.
Acababa de dejar atrás la Castellana cuando vio a una mujer gateando por el tejado de un edificio en ruinas. En la acera, varios guardias civiles le urgían a que bajara, y uno de ellos hacía sonar un silbato. Pero la mujer, de más de sesenta años, juraba que no iba a bajar y suplicaba que le devolviesen a su hijo. Tampoco aquella escena le resultó consoladora.
Más adelante, en una plaza cenicienta en la que había niños pedigüeños, vio a una compañera de colegio a la que le faltaba una pierna y que utilizaba dos muletas de madera. En la plaza había mucho humo. – ¿Qué ha pasado? – le preguntó a la niña coja.
–Han llenado esa casa de humo. – ¿Por qué?
–Porque pensaban que había hombres ocultos. Han sacado a tres…
La humareda persistía cuando se despidió de la niña y ya no dejó de correr hasta que llegó a la cárcel.
Primero habló con un guardia civil, que la condujo hasta el portalón y la colocó delante de una funcionaria. – ¿Qué quieres? – preguntó la mujer.
–Verá, señora, traigo un frasco para mi hermana que pae del… -¿Cómo se llama?
La niña se lo dijo.
–Ah, es una de las penadas… Veamos el frasco… -musitó la funcionaria, extendiendo la mano.
La niña le entregó el frasco. La mujer lo examinó fríamente y murmuró: -¿No será veneno? – ¿Cómo dice?
–Algunas prefieren suicidarse.
–Mi hermana no es una suicida.
–Te quieres callar?
La niña se quedó paralizada. – ¿Esto es todo lo que te ha dado tu madre?
–Sí. – ¿Y quién paga mis servicios? – ¿Qué servicios?
La mujer inclinó la cabeza hacia la niña y dijo: -¿Eres tonta?
La niña se echó a llorar. – ¿Van a matar a mi hermana? – preguntó entre sollozos. La funcionaria la guió hasta la puerta y musitó:
–No hagas preguntas absurdas, y vuelve a casa.
Afuera era ya noche cerrada.
Antígona El espíritu entraba en las cabezas por los oídos, por los ojos, por la piel. Tenía deseos de enturbiar conciencias, muchas conciencias. Tenía ansiedad, y llegó un momento en que se apoderó de todas las presas. Las dotadas de más sentido de la realidad comprendieron la gravedad de la situación y empezaron a redactar las peticiones de indulto, amparándose en el hecho de que la mayoría eran menores y de que sus vínculos con las JSU eran en algunos casos anecdóticos y en otros, como en Dionisia, los había provocado la necesidad de tener un sueldo.
Y mientras ellas se afanaban, Virtudes, que se había colado en el departamento de menores, se hallaba en plena euforia. Decía que sabía que iba a morir, y se creía poseída por la verdad, inundada por la verdad. Pasó casi dos horas en la terracita, despidiéndose de sus amigas, y cuentan que tenía la cara incendiada y que la mirada le brillaba más que otras veces.
–No os van a matar -dijo una de sus amigas-. Seguro que os indultan.
Virtudes negó con la cabeza.
–No habrá indulto, estoy segura. Voy a morir y a vosotras os tocará contarlo.
Ana la miró con asombro. Su tono de voz había cambiado, haciéndose más íntimo y a la vez más lejano. Una vez más, la situación la estaba trasfigurando y miraba como si ya estuviese en la otra orilla.
La funcionaria encargada de la vigilancia, que, haciéndose cargo de la situación, había pasado por alto la irrupción de Virtudes en el departamento, vio llegado el momento de hacerla regresar a su galería y así se lo hizo saber.
Virtudes abrazó a sus amigas y susurró:
–No olvidéis nunca este momento. Adiós.
Con el transcurrir del día, las peores sospechas empezaron a confirmarse. El rancho comenzó a servirse a las siete, y pocas ignoraban que cuando eso ocurría era porque iba a haber «saca», como llamaban a la operación de conducir a capilla a las condenadas.
Elena y la Muda no cenaron y permanecieron encogidas y pegadas la una a la otra. Se habían lavado y llevaban vestidos limpios, que les habían prestado las compañeras de la escalera.
–Es espantoso cómo se ha ido curando mi vista desde que llegué a la cárcel. Ahora os veo claramente las caras. – ¿Y?
–Prefería la visión de antes. Era tan perturbadora como la de ahora, pero me gustaba más…
No lejos de ellas, se hallaban Joaquina y Pilar; las dos tan furiosas como abatidas. – ¿Crees que nos vendrán a buscar esta misma noche? – dijo Joaquina.
–Yo siento que no.
–Tú siempre sientes lo que te interesa.
–Quizá tengas razón.
–Dan ganas de escaparse.
–Algunas lo intentan… Se ocultan en las celdas más remotas, se entierran bajo las baldosas, pero es inútil.
Una de ellas sollozó. La otra empezó a abrazarla y dijo:
–Guarda las lágrimas, corazón, que ya han dado las diez y todavía no se ven señales de que vayan a venir a por nosotras. – ¡Lo que daría por un solo día más!
–Y yo. Confiemos en la suerte -dijo Pilar, antes de dirigirse a su celda.
Estaban a punto de dar las doce. Victoria cogió el libro que ocultaba bajo el petate y leyó un párrafo que tenía subrayado:
Vedme gentes de mi mismo suelo, atravesar el último sendero y mirar por última vez el rubio sol. Hades, que a todos acoge, me lleva viva hasta las orillas del Aqueronte, sin participar de casamientos, sin que hayan entonado el canto nupcial en mis bodas. Me casaré en el Infierno.
El párrafo la estremeció, pero lo leyó tres veces. Luego dejó el libro y se recostó en el petate envuelta en sudores fríos. A su lado, Ana se hallaba haciendo tapas para libros con tela de yute. Llevaba un rato concentrada en su trabajo cuando cayó en la cuenta de que eran las doce y cuarto. Por regla general, las sacas solían producirse de ocho a diez de la noche y muy rara vez a las doce. Así que respiró con alivio y dijo:
–Ya podemos acostarnos que hoy no van a venir!
Ana se recostó en el petate y cerró los ojos, como si estuviese pensando en alguien.
En el otro flanco de la cárcel, Julia permanecía pensativa. Y pensando estaba en su vida cuando llegó Virtudes para decirle que no iba a haber clemencia y que las iban a matar. – ¿A nosotras? No digas locuras… -exclamó Julia, esbozando una sonrisa triste-. Nuestro único delito es haber pedido limosna para Socorro Rojo. ¿Piensas que nos van a fusilar por eso? Además, olvidas que somos menores de edad.
Virtudes se puso a llorar. Julia la estrechó y le dijo:
–Nada de lloros, Virtudes. Las lágrimas dan mala suerte. – ¿Por qué?
–Abren el apetito de los señores de la noche.
Ana se hallaba a punto de dormirse cuando oyó que llamaban a la puerta.
La funcionaria bajó a abrir y, al ver a la lugarteniente María Anselma y a dos de sus ayudantes, exclamó:
–Pero ¿qué van a hacer?
–Tenemos que llevarnos a Ana, Martina y Victoria dijo María Anselma con voz de burócrata. – ¿Es un atraco? – escupió la funcionaria.
Ana fue la primera en advertir que venían a buscarlas. La tentación es dejarse caer, pensó, precipitarse en el miedo.
Mientras contenía la respiración, tenía la impresión de estar sujetándose la cara como quien sujeta una máscara, para que las demás no vieran su espanto, que ella sentía circulando por toda la piel.
Para poder levantarse del petate, tuvo que llevar a cabo una operación mental que consistía en aplastar la angustia como quien aplasta una cucaracha y luego mueve con saña el pie a fin de rematar la destrucción. Durante unos instantes, su cabeza fue pura combustión. Luego se incorporó y caminó hasta la puerta.
–Deje que sea yo la que llame a las otras… -le dijo a María Anselma.
La teresiana asintió y Ana acudió al rincón donde dormía Martina y la despertó con suavidad, acariciando sus hombros.
Luego hizo lo mismo con Victoria, que al girar la cabeza y verlas estalló en sollozos.
Con sus tirabuzones cubriéndole los ojos, Victoria se agarró a su compañera y gritó: -¡Me matan!
Victoria se aferró tanto al cuello de su amiga que costó ponerla en pie. Ana cogió su mano y dijo:
–Por favor, Victoria, sé valiente. – ¿Valiente? No pienso en mí, pienso en mi madre… Primero le matan a Juan y ahora nos matan a Goyo y a mí…
Me casaré en el infierno… -¿Qué dices?
–En el infierno -repitió con voz ausente, como si aún estuvise dormida-. Nos casaremos todas en el infierno…
Ya se estaban acercando a la puerta cuando Martina se giró hacia las que se quedaban y les dijo: -¡Que os arreglen las cosas pronto o acabaréis como nosotras…! – ¡…casándoos en el infierno! – remató Victoria, continuando la frase de su amiga.
Ana y Martina iban erguidas, pero Victoria avanzaba con la cabeza gacha. Al verlas desaparecer, las otras presas se quedaron mudas. No lloraban, no hablaban, casi no respiraban. Era como habitar en el corazón de un estupor que hacía vanas todas las palabras.
Carmen, que acababa de ponerse las medias, parecía la menos desconcertada. La seda se ajustaba bien a sus piernas, era amorosa con la piel. También los zapatos de tacón, blancos y ocres, se ajustaban bien a sus pies. ¡Qué lástima que los estuviera luciendo por última vez!, pensó poco antes de escuchar ruidos de llaves.
Ya estaba casi vestida cuando se fijó en Eulalia, la presa que solía imitarla en todo, y le dijo:
–Qué parada te veo! ¿Por qué no me imitas ahora y te vienes conmigo?
Eulalia reventó en sollozos. En cuanto dijeron su nombre, Carmen se incorporó y avanzó hacia la luz de la linterna que surgía de la boca de la galería. Como la luz la cegaba, tardó en ver a Zulema, que sostenía la lámpara, y a la directora, que llevaba un frasco en la mano.
–Tenga, sus gotas. Las acaba de traer su hermana -dijo la funcionaria en cuanto la tuvo delante.
Carmen miró con desdén el frasco que le tendía Verónica Carranza y musitó:
–Gracias, pero ya no lo necesito. – ¿En serio? – ¿Cree que estoy en condiciones de hacer bromas? – dijo, y desviando la mirada avanzó hacia la capilla.
Acababa de dejar atrás la galería cuando vio que Pilar, Dionisia, Luisa y Elena avanzaban delante de ella.
Amaranta Avelina se sorprendió a sí misma abrochándose el vestido, en mitad de una celda llena de reclusas que la observaban en silencio. Con los ojos de Benjamín en la cabeza, se miró las piernas y sintió compasión de su propio cuerpo, como si ya no fuera de ella y lo viese desde fuera.
Estaba poniéndose los zapatos cuando oyó que gritaban su nombre. Sus compañeras de celda abrieron aún más los ojos, en cambio Avelina los cerró. Cuando los volvió a abrir, todas sus compañeras la miraban fijamente.
Avelina se giró hacia Amaranta, la que había pretendido arrebatarle su puesto de cartera, y le dio la impresión de que era la menos apenada de todas. Aunque hiciese gestos que pretendían parecer muy expresivos, aunque pusiera cara de sentir mucho la pérdida, Amaranta no acertaba a comunicar dolor, en parte porque no lo sentía, aunque tampoco se podía decir que sintiese alegría. Más bien parecía oscilar entre un dolor que no llegaba a ser dolor y una culpa que tampoco llegaba a ser culpa y que estaba muy lejos de convertirse en angustia. – ¿Recuerdas que te dije que para hacer de cartera tendrías que pasar por encima de mi cadáver?
Amaranta asintió.
–Quería indicarte que se ha cumplido mi profecía. Quizá mañana puedes pasar por encima de mi cadáver, así que te regalo mi cartera -dijo Avelina.
–No la quiero.
–Bien, entonces se la paso a Eloísa.
Cambiando de opinión, Amaranta atrapó la cartera casi al vuelo y dijo:
–Gracias.
–No me las des. Te vas a llevar una sorpresa como creas que es un trabajo fácil… Te dolerán los pies, no podrás dormir de dolor, y a veces odiarás a todas las reclusas. Verás la locura a tu alrededor, aunque creo que estás preparada Julia y Virtudes se hallaban cuchicheando cuando apareció Zulema con una linterna y el sigilo de una gata. Las nombró a las dos, que se quedaron rígidas, mientras las otras presas respiraban con alivio.
Julia pidió a una de las reclusas un vestido marrón y negro que le gustaba mucho y empezó a ponérselo mientras miraba con inquietud a Virtudes, que parecía otra persona: su euforia había cesado por completo y no tenía fuerzas ni para cambiarse de ropa. En la cárcel se decía que los vestidos prestados daban buena suerte y una compañera le ofreció un traje de chaqueta negro. Virtudes ni siquiera lo miró. Un sudor frío le recorría la cabeza y la espalda impidiéndole despegarse del catre. Apretando los puños, intentaba irrigar su cuerpo de un poco de energía que hiciera menos difícil y humillante aquel momento, pero era inútil. Todo lo que hasta entonces había sido en ella alucinada claridad se había convertido en alucinada oscuridad. Nunca había experimentado un apagón parecido y ni siquiera podía gritar. – ¡No es posible! ¡Pero si aún no ha contestado Franco…!
–Da igual, como nadie les va a pedir responsabilidades… -murmuró una de las presas.
Virtudes se dejó desvestir como si ya estuviese muerta.
Julia intentó animarla, susurrándole que tarde o temprano llegaría el indulto, pero ella no reaccionaba.
Al verla desnuda bajo la luz de su linterna, Zulema tuvo que hacer esfuerzos para que no le temblara la mano. El cuerpo de Virtudes era un suplicio para ella. Su vientre, liso y duro, aIbergaba un ombligo esculpido con mucha devoción, y sus piernas temblaban mientras Julia hacía cuanto estaba a su alcance para ponerle la falda. Zulema apartó la linterna y salió de la celda.
Virtudes ya estaba vestida cuando, tambaleándose, se giró hacia las otras muchachas y, antes de dirigirse a la capilla, las miró. Nunca su rostro se había parecido tanto a una súplica y, al mismo tiempo, nunca había expresado más arrogancia.
Dicen que quienes la vieron partir con el traje de chaqueta ajustado a su cuerpo adolescente, su cabellera rapada, su cara lívida y sus ojos grandes y negros, sintieron que se iba de allí un ser de una hermosura tan definitiva como quebradiza. Su estupor, su temblor, sus pasos, todo servía, todo se ceñía a su belleza de cristal.
Zulema intentó empujarla para que fuesen más deprisa, pero Julia le lanzó una mirada tan significativa que la funcionaria depuso su actitud y ocultó su mano tras la capa.
Zulema, que había sentido siempre cierta simpatía hacia Julia, decidió no seguir colaborando en aquella ceremonia, la única que la estaba sacando de quicio y que le estaba produciendo asfixia. Un instante antes, había sentido en los ojos de Julia un poder contundente, y que no era exactamente el de la desesperación. En todo caso debía de ser el poder de la indignación llevado a su punto de máxima agudeza, como la nota prolongada de un enervante violín.
Zulema pensaba que en ese momento algo estallaba en la cabeza de la víctima y llegaba al exterior en forma de mirada asesina que luego no podíamos olvidar, pues se trataba de una mirada «hecha para durar», como ella misma decía y como había tenido oportunidad de comprobar.
Esa noche, cuando se dirigía a su despacho, vio a Amaranta mirando con arrobo la cartera de Avelina y se enfureció.
Para Zulema no había posible comparación entre una y otra: Amaranta le parecía un animal negruzco, siempre atento a las debilidades más flagrantes de las demás, y Avelina una belleza oscura como el café, acostumbrada a gustar y quizá por eso de una generosidad imperturbable.
Amaranta seguía observando la cartera y, al pasar junto a ella, Zulema no pudo evitar darle un empujón que la hizo desaparecer en la oscuridad de la celda.
Tino y Suso acababan de llegar al jardín trasero de una casa de dos pisos y bastante destartalada, que se hallaba pegada a la carretera del cementerio. – ¿Así que ésta es la marmolería de tu viejo? – preguntó Tino.
–Ésta es.
–No queda ni una piedra.
–Se las han llevado todas. – ¿Y tu hermana?
–Pasa el día cosiendo en esa habitación -contesta Suso. – ¿Y qué va a hacer si Julián no vuelve?
–Ni idea. – ¿Sigue tan guapa?
–No sabría decirlo. ¿Quieres verla?
–No, otro día. – ¡Soledad! – grita Suso.
Soledad abre la ventana de su cuarto y mira con severidad a los muchachos. – ¿Qué quieres? – ¿Y la cena?
–En la cocina tienes dos patatas y una sardina. – ¿La puedo compartir con Tino?
–Haz lo que quieras -dice, y vuelve a cerrar la ventana. – ¿Qué te parece?
–Una fiera. ¿Por qué las mujeres guapas suelen ser tan bravas?
–No lo sé, Tino, supongo que lo da su naturaleza.
Soledad El Ruso acababa de llegar a la estación de Atocha en un tren de mercancías y se había deslizado entre los vagones hasta alcanzar la calle.
Amparándose en la sombras, rodeó por detrás el parque del Retiro y a medianoche llegó al arrabal de Las Ventas.
Con la cabeza llena de pensamientos contrariados, torció más tarde hacia la carretera del cementerio, avanzó entre las tapias que rodeaban los eriales y llegó a la marmolería del padre de su novia, que ahora parecía completamente abandonada.
Una de las ventanas, la del cuarto de Soledad, permanecía iluminada. El Ruso arrojó una china contra uno de los cristales. La ventana se abrió y apareció su novia.
–Julián! – exclamó, creyéndose ante un fantasma.
Soledad corrió a abrir la puerta. Se abrazaron como posesos y subieron al cuarto. – ¿Y tu hermano?
–Está durmiendo. Trabaja lo suyo el pobre. Desde que acabó el curso le anda vendiendo mercancía a Basilio el de Cuatro Caminos.
–Tan mal estáis?
–No lo sabes bien. – ¿Y tu padre?
–Lo mataron en abril. – ¿Por qué?
Soledad se encogió de hombros.
–Por masón.
–Tienes un cigarrillo?
Soledad le pasó un paquete.
–Son de antes de la guerra. Los encontré el otro día en el escritorio de mi padre.
Julián miró la cajetilla con codicia y encendió un cigarrillo. – ¿Has sabido algo de mi hermano Damián?
–Sigue en el manicomio. – ¿Mejor?
Soledad negó con la cabeza.
–Mucho peor… El otro día fui a verlo a la fuente del Berro y no me reconoció.
Julián no cambió de expresión. Soledad se cruzó de brazos y le miró con distancia: -¿Has oído bien todo lo que te he dicho?
Él observó con placer el cigarrillo y asintió.
–No te veo muy conmovido.
Julián se giró hacia ella. Dos miradas, dos abismos distanciados en el espacio y el tiempo, como estrellas en el cielo.
Como estrellas separadas, cada una con su sistema y sus planetas y sus satélites. Los dos sintieron miedo al mirarse. Los dos tuvieron la impresión de que sus ojos delataban un fondo que antes no existía. Casi tres años sin verse. Pero en realidad el tiempo era lo de menos. Importaba más todo lo que ese tiempo había albergado en su flujo, importaba más toda la miseria que la conciencia había tenido que asimilar. Ahí estaba el fondo, no el fondo de la experiencia, que les resultaba cada vez más imposible de definir y demarcar: ahí estaba el fondo de la vida sin más, tal como se había ido desplegando ante ellos durante la guerra.
Soledad contempló a Julián y con temor constató que sus ojos no miraban igual. Estaban como prendidos a una llama negra que ella no podía ver, a una llama interior, de naturaleza agobiante, que ella sólo podía sospechar. ¿Qué ha perdido Julián, en algún momento y en algún lugar, para que ahora sus ojos tengan la aplastante autoridad de lo irreparable? Por más doloroso que le resulte, son ojos menos fiables que los de antes y con más propensión a la línea oblicua, son ojos que han aprendido a zigzaguear, a resbalar, a paralizar, a interrogar, a sospechar, a acorralar y a matar.
Soledad siguió mirándolo con fijeza. Era como ver a un ángel exterminador. Una nube negra pasó por su cabeza pero se disipó enseguida: tinieblas fuera, tinieblas lejos, y que por una noche sea posible la tregua y las pieles tengan la última palabra, la que desembocaba en el silencio.
Con pasos temblorosos, Soledad se acercó a él y dijo:
–He estado a punto de enloquecer de soledad, Julián; si no me abrazas, me moriré de frío.
Desde la comisaría de Jorge Juan, el Pálido apenas tenía que andar un kilómetro para hallarse en su casa, situada en un edificio de la calle Velázquez, de muros blancos y grises y tejado de pizarra.
Era ya de noche cuando se despidió de Roux a la puerta de la comisaría y se dirigió al domicilio familiar con una botella de vino en la mano. Mientras caminaba, no podía dejar de pensar en la ceremonia de las rosas. Tampoco podía dejar de pensar en Ana y lamentaba no haber llegado más lejos con ella en la ferocidad, en el placer, en el dolor. Podía haberlo hecho y nadie le hubiese dicho nada. Dos días antes, había soñado que era San Sebastián y que varias penadas, entre ellas Ana, lo torturaban. Las penadas llevaban faldas de jugar al tenis, y le arrojaban flechas muy puntiagudas. En el sueño las flechas no le asustaban y su contacto empezaba pareciéndose al frío y acababa pareciéndose al calor. Dentro Del sueño, sentir que le estaban matando las mujeres, con sus miradas y sus falditas y sus saetas envenenadas, le producía un placer muy intenso.
Finalmente el Pálido llegó a su inmueble y, ya en el ascensor, se peinó ante el espejo. Nada más entrar, saludó a su gato, escuálido y rubio como él, que se hallaba en el pasillo.
La doméstica ya había servido la cena y su madre y su herma se hallaban sentadas a la mesa.
El Pálido acababa de entrar en el comedor cuando el reloj de pared empezó a dar las diez. – ¿Cómo ha ido el día? – dijo su madre, que tenía aspecto de generala.
El Pálido sonrió apenas y dejó la botella de vino sobre la mesa.
–Mucho trabajo -musitó, colgando la chaqueta en el perchero.
La madre miró plácidamente a su cachorro y le frotó la cabeza:
–Hijo mío -susurró.
Ya se hallaban todos en torno a la mesa cuando sonó el teléfono. El Pálido lo cogió. Era Roux, que lo necesitaba para un asunto de máxima urgencia.
–Tengo que irme -dijo desde el vestíbulo.
Su madre se levantó de la mesa, acudió al vestíbulo y farfulló: -¿Son horas de salir?
Tengo trabajo, mamá. No insistas.
–Empiezas a asustarme. – ¿Por qué?
–Porque en el trabajo que estás haciendo no debiera apetecerte hacer horas extras. Antes te bastaba con la comisaría de Lope de Rueda. ¿Ahora también vas a la de Jorge Juan? ¿Nunca te cansas de trabajar?
–No insistas, mamá, esta vez se trata de un asunto muy serio. – ¿Esta vez sí? ¿Entonces las otras no?
–Como empieces con tus juegos de palabras, renunciaré a venir a casa.
Su madre movió contrariadamente la cabeza y lo dejó marchar mientras le decía:
–Nadie juega con las palabras y los sentimientos como tú, Héctor. Acabarás volviéndote loco.
El Pálido la miró con odio y entró en el ascensor. Ya en comisaría, Roux posó la mano en el hombro del Pálido y dijo:
–No esperaba verle tan pronto, pero así son las cosas. – ¿De qué se trata?
–Los testimonios de dos testigos me obligan a pensar que uno los responsables del atentado de Talavera se halla en Madrid. Primero lo vio un camionero, y más tarde un maquinista. Los dos me han telefoneado y le aseguro que hablan del mismo hombre. – ¿Y qué vamos a hacer?
–Rastrearemos Madrid. A usted le encomiendo el barrio de las Ventas. Al parecer nuestro hombre ha tomado esa dirección.
Prima Pepa Llevaban más de media hora las unas ante las otras, en un lugar muy concreto y que a la vez parecía un no lugar: la antesala de la capilla. Se consideraban las trece gafes y no se atrevían a mirarse a la cara. Todavía no había llegado el momento de la complicidad en la desgracia y había en ellas algo parecido a la vergüenza. Las avergonzaba haber sido elegidas.
Si de verdad voy a morir, no entiendo por qué me avergüenzo. Tendría que estar furiosa, o triste, o desesperada, pero no avergonzada, pensaba Ana, ignorando que debe de haber un momento, anterior a la rabia, en que la muerte, Justa o injusta, provocada o no, es experimentada crudamente por el viviente como una vergüenza, que hace muy difícil la mirada hacia uno mismo y hacia los demás.
–Con toda evidencia, somos las cenizas más cenizas de Las Ventas -proclamó Pilar-. ¡Y para colmo somos trece! ¡Es para no creerlo! ¡Las trece de la fama!
–No voy a negarlo -dijo Joaquina-. Siento como si estuviera alcanzando una cima que no me esperaba, y que se me presenta como un regalo del cielo. Nunca antes había sido tan gafe, y eso que ya he pasado por dos consejos de guerra. Pero aquello era sólo el preludio de este maravilloso momento. – ¿Queréis callaros? – gritó Ana.
Joaquina la miró con desdén y dijo:
–Tu cara no miente: estás avergonzada de tu mala suerte, y lo comprendo.
Ésa era su conversación cuando llegó una de las funcionarias y abrió la puerta. Fue como pasar de una noche negra a una noche blanca.
La capilla era un espacio luminoso que resultaba muy alegre comparado con el resto de la cárcel. Se podía respirar, La sensación de tener un cuerpo volvía a parecer una sensación normal.
Ana, que fue la primera en entrar y elevar los ojos, vio una ventana y pensó que era un hueco que daba a la muerte.
Ahora volvía a lamentar no haberse ido con Francisco. De haberse fugado con él, estaría igualmente presa, pero no tan cerca de la muerte. También lamentaba haberse dejado convencer por su madre. En situaciones normales, las madres te guían hacia la vida, pensaba Ana, pero a veces te pueden guiar también hacia la muerte, por pura ceguera materna, por puro apego a lo que fue carne de su carne.
Ana continuó avanzando. La seguían muy de cerca Blanca y Joaquína. Detrás iba Avelina, y tras ella venían Virtudes, con pasos desconcertados, Pilar, Martina, Luisa, Elena, Victoria, Julia, Dionisia y Carmen, que iba la última.
Todas parecían muy aseadas y llevaban su mejor vestido. Ana llevaba un vestido blanco y lila; Blanca llevaba, como Virtudes, Pilar y Carmen, un traje negro; y Dionisía un vestido blanco de seda natural, con rayas azules.
Enseguida se juntaron todas en el centro de la capilla, formando una piña. Miraban hacia el techo y respiraban con alivio. No les parecía la misma capilla de otros días. La sala estaba vacía y los únicos objetos que destacaban eran los ornamentos del altar: una talla de la Virgen del Carmen en el centro, y a los lados un crucifijo y un Ecce Homo.
Más arriba, la vista podía hallar un punto de fuga en las vidrieras o detenerse bruscamente en el techo.
Carmen sintió un sosiego sólo comparable al de aquellos días de antes de la guerra, cuando estuvo a punto de dejar de tomar las gotas para el corazón, y continuó inmóvil junto a las otras, como si sintiera que cuanto menos se moviese menos iba a pasar el tiempo.
De la fase de la inmovilidad pasaron a la de la agitación, cuando les concedieron «la gracia excepcional ~, según palabras de María Anselma, de despedirse en la capilla de algunas de sus amigas, que llegaron no mucho después, y con ellas el temblor concentrado de todas las galerías.
Las que venían para dar el último adiós a las penadas intentaban aparentar una fortaleza de la que carecían. Pilar, que parecía poseída por una angustiosa gravedad, aconsejó a las que se estaban despidiendo de ella que se uniesen todas hasta donde les fuese posible, porque resistirían mejor lo que les pudiese caer encima.
Próximo, estaba próximo el acantilado sobre el que batían las olas altas y plomizas. El acantilado sin ángeles ni guías. El de las olas gigantes, pensó Elena, el de las olas inmensas que bramaban en costas remotas, el de las olas huracanadas que creaban a su paso torbellinos en los que se hundían miles de almas y cuerpos que no querían, que no podían quedarse con su dolor a solas. Pensó que aquella capilla iba a ser el cofre de las alucinaciones y empezó a temblar. Sí, ahora los veía, miles de cuerpos en el acantilado, arrastrados por las olas. Había mucha gente en el abismo. Parecía la continuación de la cárcel y el comienzo de una nueva pesadilla. – ¿Qué estás viendo? – preguntó Joaquina.
Elena dijo:
–Veo que estamos a la orilla misma de la noche, y no hay asilo. Este techo no cobija, estás paredes no protegen. – ¿Crees que no lo sé?
–No estamos viviendo el final del infierno, estamos viviendo el comienzo. No hemos llegado al fondo del infierno, sólo hemos pisado sus umbrales -aseguró Elena, que una vez más parecía en trance. – ¿Lo veis? – gritó Joaquina-. Una mujer lúcida. Y como aún nos queda lo peor, yo voy a empezar mi calvario con un acto de generosidad y voy a repartirme. – ¿Qué quieres decir? le preguntó Antonia, una de sus compañeras de celda, que había acudido a la capilla para despedirse de ella.
Joaquina sonrió y se quitó el cinturón de las veintiocho cabezas. – ¿Veis estas cabezas? dijo mostrando el cinturón como si fuese un trofeo-. Me voy a repartir en cada negro. Un trozo de mí en cada cabeza. Así, cuando llegue lo peor, ya no seré yo misma. Me habré quedado en todas estas cabezas…
Os daré una cabeza a cada una. Para vosotras será como comulgar con hostias negras.
Hubo risas histéricas. Justo en ese momento, Blanca le pidió a Julia que le cortase las trenzas, pues quería regalárselas a su hijo. Julia ya se hallaba con las tijeras en la mano cuando se le rompió el tacón de uno de sus zapatos.
–Ahora resulta que me voy a presentar coja en el paredón dijo, y se echó a reír con amargura.
Apenas había transcurrido un cuarto de hora desde la llegada de las visitantes cuando las funcionarias dieron por concluido el tiempo de los adioses y ordenaron dejar de nuevo solas a las condenadas.
Ya se estaban yendo cuando Antonia abrazó a Joaquina. Una funcionaria gritó: -¿Le gustaría continuar con ellas hasta el final?
Joaquina empujó a Antonia hasta la puerta. Nada más cruzarla, Antonia sintió que acababa de dejar atrás una frontera. A un lado de la puerta la luz sofocante de las galerías, al otro lado la niebla, que se iría adensando con el transcurrir de la noche hasta la hora añil. No había cruzado una puerta, había dado un salto en un acantilado. No podía mirar hacia atrás, no se atrevía. El otro lado quedaba lejos, y entre uno y otro peñasco había un espacio vacío, una zona de silencio.
Llevaban un rato calladas cuando Virtudes se acercó a Joaquina con la mirada caída y el ánimo en suspenso. Quería decir algo pero no le salían las palabras.
Sin darse cuenta, Virtudes había ido estableciendo una lucha feroz contra sí misma durante todo su período en la cárcel. Una actitud que se había desbocado en los últimos tiempos colocándola en situaciones escandalosamente contradictorias, que la dejaban indefensa ante sí misma. Y es que, cuando debido a la tensión, el eje de su yo amenazaba partirse y se veía obligado a doblarse con violencia, su naturaleza podía oscilar, varias veces al día, del ardor más decidido a la fragilidad más involuntaria, creándole la impresión, por otra parte acertada, de que no podía haber sido una buena actriz dramática.
Mentalmente no se perdonaba los desfallecimientos de la voluntad y le dolía haber dado muestras de menor entereza que Julia. Aunque le dolía más pensar que dentro de unas horas, dentro de unos meses, dentro de unos años, ya ni siquiera encontrarían sus cenizas.
Cada vez más confundida, se acercó mucho a Joaquina y susurró:
–Elena dice que nos van a borrar.
Sus ojos negros miraban como suplicando una negación en la boca que tenía delante.
–Poco me importa -dijo Joaquina. – ¡Cómo puedes decir eso! – escupió Virtudes. – ¿Te escandalizo? – preguntó Joaquina-. ¡Poco me importa el que me recuerden o no si dentro de unas horas voy a estar muerta!
–No grites -le ordenó Ana. – ¿Te asusta la palabra muerte?
–No. – ¡Sé que te asusta! ¡A todos les asusta! Es casi una palabra impronunciable, por eso la llamamos Pepa. Pobres de las épocas en las que se le pone a la muerte el nombre de una prima, como si fuese de la familia.
–Sí -admitió Ana-, cuando la muerte es como de la familia conviene echar a correr…
–Y ahora la muerte es una prima tísica que va a venir a venir a buscarnos al amanecer -dijo Elena, y añadió-:
Empiezo a algo mejor…
–Todas empezamos a ver algo mejor -murmuró Martina, pegando las manos a su rostro lleno de pecas-, pero yo preferiría no haber tenido la oportunidad de llegar a ver tanto y con tanta claridad… -¡Y yo! – ¡Y yo! – ¿Nos van a borrar? – volvió a preguntar Virtudes con cargante obstinación. – ¿Te consuela pensar que se acordarán de ti? – ¡Sí! – gritó Julia casi a la vez que Virtudes.
Joaquina las miró con desdén.
–Para mí no es ningún consuelo figurar en la historia. ¿Qué diablos quiere decir figurar en la historia?
–Pues a mí me importa que me recuerden -protestó Julia. – ¡A mí no! – insistió Joaquina-. El hecho de que los demás me recuerden no me va a devolver a la vida. Aquí ni siquiera queda nuestra sombra, entérate, Julita, que pareces tonta. – ¡Mucho cuidado con los insultos! – advirtió Ana.
Joaquina la miró apenas y gritó: -¿Qué va a significar mi nombre con mi cuerpo bajo tierra? A ver, las iluminadas, que me respondan.
Todas se callaron, y Joaquina continuó: -¿Acaso mi nombre va a tener vida propia? Sería muy bonito imaginar que nuestro nombre es como la punta de una estrella de mar en la que estuviese la posibilidad de reproducir toda la estrella. Pero si mañana alguien recuerda mi nombre, sólo recordará una o dos palabras.
Blanca la miró con distancia.
–Sé lo que estás pensando -le dijo-. Estás pensando en la muerte absoluta.
Joaquina se giró hacia Blanca y, tras un gesto de piedad, preguntó: -¿Y tú estás pensando en la muerte relativa?
Pilar pidió un poco de calma y empezó a decir:
–Aceptemos que todo ha ido peor de lo que imaginábamos. Nos han engañado todos… Es hora de asumirlo…
Todos… -¿Estás segura de lo que dices? – musitó Virtudes, formulando una pregunta que deseaban hacerle todas.
Pilar contestó:
–Completamente, y os aseguro que tantos engaños en tan poco tiempo te sitúan en la realidad. No estamos en la noche oscura, estamos en la noche sucia.
Todas la miraron con pánico y admiración y guardaron silencio.
–Si no estuvieras en capilla ¿dirías lo que has dicho? – le preguntó Ana.
–No lo sé. Seguramente no.
Mientras las escuchaba, Carmen se palpó el corazón. Las contradicciones ideológicas la mataban más que las físicas. – ¿Seguramente no? ¿Entonces nuestras palabras dependen únicamente de la situación? ¿Ahora digo blanco porque estoy en el Ártico y ahora digo negro porque estoy en SenegaI? – preguntó Ana-. No entiendo por qué tienes que pensar diferente por estar donde estás y no en la calle.
–Me desconciertas -dijo Pilar, cruzándose de brazos-. Crrees que los nuestros nos han traicionado, ¿sí o no?
–Nadie te obligó a quedarte en Madrid. De haber querido, ahora estarías en Francia… -dijo Ana, con voz dudosa. – ¿De haber querido? ¿Crees que nuestra voluntad tiene algo que ver con esto? ¿Crees que basta con querer algo para conseguirlo? ¿Esta guerra no te ha servido para comprobar que entre lo que queremos y lo que tenemos hay un abismo? – ¿Pensasteis alguna vez en huir? – preguntó Carmen.
–Yo sí -contestó Ana-, y por una razón bien simple: tenía las manos limpias. Lo paradójico fue que también me quedé por esa razón. – ¿Sólo por esa razón?
–No, también pesaban mis padres -reconoció Ana.
–Yo nunca pensé en marcharme, pero no por heroísmo -dijo Carmen-. Me lo prohibía el corazón, y no hago juegos de palabras. Y una cosa sabía: si me quedaba, me arriesgaba a lo peor.
Lo nuestro no es lo peor -comentó Julia, y esbozó una sonrisa.
–Tú vas a sonreír hasta cuando tengas plomo en las entrañas -dijo Joaquina-. ¿Nos puedes decir qué es lo peor?
Julia respiró hondo y dijo:
–Que nos hubiesen matado en comisaría como a Pionero.
Victoria la miró con fijeza.
–Tienes toda la razón -susurró Dionisia, que llevaba en las manos unas zapatillas. Victoria, que se hallaba junto a ella, asintió con la cabeza.
–Seguro que en este momento no existe nadie en el mundo que valore más que nosotras el hecho de estar vivas… – añadió Julia.
–Nadie -dijo Carmen, con su voz suave-. Es lo único que estoy sacando en claro de esta pesadilla: el valor inmenso de la vida.
Joaquina volvió a cruzarse de brazos y exclamó: -¡Me hacéis mucha gracia! – ¿Por qué? – dijo Victoria.
–Quizá porque pienso que creemos en demasiadas cosas en las que no tendríamos que creer. – ¿Por ejemplo? – preguntó Julia.
–Habláis de la justicia, de la memoria, del mundo como si de verdad existieran. Sois de una ingenuidad desesperante.
–No sabía yo que tu reciente nihilismo fuera a llegar tan lejos -comentó Ana, más malhumorada que antes.
–Joaquina tiene razón. – gritó Pilar-. ¡El mundo no existe, el Partido no existe, Dios no existe, la revolución no existe, la fraternidad no existe, la igualdad no existe, ni entre nosotras ni fuera de nosotras! ¡Suprimid tanta creencia y la realidad se abrirá ante vosotras como una granada con toda su metralla! – ¡Estás imposible! – dijo Carmen con dolor-. ¿Así es como vas a aliviarles el infierno a las menores? – ¿De qué menores hablas? – preguntó Virtudes acallando a Carmen.
Ana decidió intervenir:
Dime una cosa Carmen: ¿temes que las palabras de Pilar nos achiquen más de lo que estamos ya? No sabes cómo Me conmueve tu delicadeza para con nosotras.
–Ana, lo siento… Tienes razón…
Ana lamentó haber sido tan brusca y, acercándose a Carmen, presionó cariñosamente uno de sus hombros.
Joaquina comentó:
–Me río del mundo que gesté en mi cabeza, me río de mi miseria.
Pilar asintió. Joaquina continuó diciendo:
–Y aún estoy a tiempo de llegar más lejos… -¿En qué? – le dijo Victoria.
–Contéstatelo a ti misma -respondió Joaquina. – ¿Más lejos en la comprensión del horror? preguntó Victoria.
–En la comprensión no sé -murmuró Joaquina-, pero en la experiencia sí que podemos llegar lejos, tan lejos como lo quiera el mismo horror.
–Yo creo que no me habéis entendido -aseguró Pilar. – ¿Ah, no? – replicó Ana.
–No -contestó Pilar, tajante.
–Pues aún tienes tiempo para aclarar el malentendido -dijo Ana-, pero no te eternices porque a la salida del sol ya estaremos sordas.
Pilar cogió aire antes de decir:
–Justamente porque vengo de donde vengo y porque creo en lo que creo, no he querido maquillar la realidad y he preferido colocaros en situación. Nos han traicionado, sí, todos. ¿0 me vais a decir que no cabía luchar más por nuestras vidas? Sí, lo digo bien alto… Bien es cierto que si hubiésemos mitificado menos la condición humana ahora no estaríamos tan asombradas.
–Tengo la impresión de que vuelves a excederte -murmuró Ana.
–Si me dejas acabar, verás que no. No proclamo lo que nos ha ocurrido, lo que nos está ocurriendo, para hundiros más. Lo digo para que estemos todavía más unidas y nuestro asco en esta noche tan sucia no sea tan vomitivo. ¿Habéis comprendido de una maldita vez?
–Lo peor no va a ser que nos maten -musitó Ana. – ¿Qué va a ser lo peor?
–Llegar al paredón sin respiración.
Algunas asintieron con la cabeza y otras con la mirada.
Blanca, que había estado escuchando a sus compañeras con el ánimo encogido, las sentía más libres que ella para morir, más libres para desesperarse y más libres para discutir. ¿Acaso una madre podía pensar en la muerte con la libertad de quien no lo era? Ellas no abandonaban a nadie surgido de sus entrañas y del que estaban obligadas a responsabilizarse hasta el final. Ellas, Virtudes, Victoria, Ana, Julia…, podían abrazar su propia muerte. ¿Yo puedo hacerlo?, se preguntó.
–En ningún momento os he oído comentar que aún puede llegar el indulto -dijo finalmente Blanca.
Joaquina sonrió con sarcasmo.
–El indulto va a llegar, ya lo verás, pero cuando estemos muertas. Será cómico de verdad.
–Hablo en serio. Aún puede llegar -Insistió Blanca.
–Me parece que tú has leído mucha novela rusa -le dijo Pilar-. Sí, puede llegar. Incluso en el último momento. Le pasó a un escritor ruso, creo que a Dostoievskí. Estaba ante el pelotón, a punto de ser fusilado cuando, de pronto, llega el indulto del zar. Ese día nació de nuevo y al mismo tiempo envejeció. – ¡Muy buena historia la que nos estás contando! – exclamó Ana con sorna.
–Una historia muy esperanzadora… -dijo Victoria-, pero ¿creéis que nos va a pasar lo mismo y que todo esto es puro teatro? La saca, la capilla, las despedidas, ¿todo teatro?
–Sí -dijo Blanca-, todo teatro, un teatro grotesco, y eso es lo peor… Aunque nos fusilen, esto no dejará de ser una comedia.
–Te doy la razón. Y como es una comedia siniestra, el recurso a la muerte se hace tan necesario como improbable el indulto -añadió Pilar.
Blanca negó con la cabeza.
–Pensad que Franco podría estar buscando un golpe de efecto que le hiciera parecer algo más clemente… De plantearse esa estrategia, esperaría hasta el último momento para conceder el indulto.
–Me gustaría verlo como lo ves -dijo Avelina, rompiendo su silencio-, pero todo empezó a oler muy mal desde la muerte de Gabaldón, y me temo que nuestra suerte está echada. – ¡Sois la desesperación! – clamó Blanca.
–Entiendo lo que te pasa -dijo Pilar-. Sé que tienes un hijo… Eso te diferencia de todas nosotras… ¿No quieres perder la esperanza? Pues no la pierdas. Será bueno para todas.
–Por supuesto que lo será -se apresuró a decir Julia-. Yo estoy con Blanca, y ni perdí la esperanza antes del consejo de guerra, ni la he perdido después. Pensad que aún estamos completamente vivas, pensad que igual mañana nos estamos riendo en nuestras celdas, y que tras haber pasado una noche en el huerto de los Olivos resulta que no hay crucifixión.
–Admiro tu optimismo, Julia, lo admiro de verdad -comentó Joaquina-, y me emociona que haya entre nosotras mentes inmunes al desaliento, pero yo lo sigo viendo muy negro. El blanco ha desaparecido para mí como color. ¿Estas paredes son blancas? No, son negras, miradlas bien. Atravesadlas y os toparéis con una negrura más densa todavía. Prefiero no pensar la edad que tengo. Si lo pienso, puedo tirarme de cabeza contra el altar y dejar a Jesucristo descalabrado. No, mejor no pienso. ¡Estoy harta de pensar! – gritó.
–Dejad de alimentar vuestra rabia y tranquilizaros un poco -pidió Carmen.
–Por fin una voz razonable -dijo Ana. – ¿Qué entiendes tú por razonable? – la increpó Joaquina.
–Entiendo por razonable no ladrar. – ¿Yo ladro?
Ladras, sí. En otras palabras: quieres que se note mucho tu desazón, que se note más que la nuestra. ¿Por qué? No contestes, puedo hacerlo yo: porque tu muerte te parece más importante que la nuestra. – ¿Eso crees?
Ana le puso las manos en la cara y dijo con autoridad:
–Eso creo, y me parece normal. Seguro que a todas nos pasa lo mismo. Es difícil imaginar que puede haber algo más importante para una que su propia piel, pero te pido que hagas un esfuerzo y mires a tu alrededor. – ¿Y qué propones? ¿Que me calle?
–Propongo que te calles de vez en cuando y que recuerdes que todas estamos balanceándonos en la misma cuerda. – ¿Así que somos las trece funámbulas? – preguntó Virtudes.
–Más bien las trece sonámbulas… -dijo Ana.
Las dos habían empezado a reírse cuando Blanca se echó a llorar.
–Estáis enfermas -comentó Blanca, entre sollozos-. Yo quiero seguir creyendo en el indulto. Lo necesito. ¿Olvidáis que también van a matar a mi marido? – ¡Es verdad! – exclamó Pilar, echándose las manos a la cabeza. – ¿Os habéis dado cuenta de que hemos entrado en una espiral? – dijo de pronto Elena.
Le dieron la razón. Todas habían visto la espiral, todas la estaban viendo. En la noche sucia la espiral también parecía sucia. Era una espiral que buscaba suciedades cada vez más definitivas, y que la~ iba anunciando periódicamente.
Todas habían sentido el nacimiento de la espiral, pero no sabían decir cómo ni cuándo había aparecido. La espiral tenía sus curvas en la sombra y no todo en ella se podía descifrar. Seguramente su verdadero origen era la oscuridad, pero la espiral parecía tener destino y hasta sentido, pues se iba estrechando cada vez más.
Julián y Soledad se estaban besando con fiereza en la salita que daba al jardín abandonado, junto a una mesa camilla en a que reposaban un flexo, dos copas de anís y un paquete de cigarrillos.
Suso, que llevaba un rato despierto, subió con mucho sigilo las escaleras y se deslizó como un gato hasta la puerta entreabierta de la salita.
Vio las piernas de su hermana, que se movían como si danzaran, y le asombró tanta viveza. También le asombró su voz tan emotiva, de una dulzura escalofriante. A él nunca le halaba de esa manera tan crujiente y cálida. A él sólo le daba gritos. En cambio con el Ruso parecía un ángel hecho de voluptuosidad y de deseo.
No pudo evitar acercarse más a la puerta. Ahora veía las piernas abiertas de Soledad y la mano del Ruso deslizándose entre ellas. Su hermana había cerrado los ojos. Lleno de asombro, la oyó decir:
–Ay Julián, que felicidad más grande es tenerte aquí de nuevo, vivo y sudoroso, con la piel ardiendo. Quiero tenerte muy dentro de rnis nervios.
Del asombro, que es un sentimiento moderado, Suso estaba pasando a la estupefacción. No entendía como su hermana era de pronto tan lírica. Jamás le había oído frases tan rotundas y tan excitantes. Era para no creerlo.
Julián y Soledad ya se estaban acoplando sobre la cama turca cuando Suso decidió regresar a su cuarto, pensando que se merecían aquel desahogo cuyo desarrollo era mejor que quedarse entre ellos.
Don Valeriano Los sollozos habían cesado cuando oyeron una voz que habían olvidado: -¿Sabéis por qué estamos aquí?
Ana, Virtudes y Victoria giraron la cabeza y con asombro comprobaron que era la Muda la que acababa de hablar.
–He hecho una pregunta.
–Se supone que lo sabemos -dijo Ana mirando a Luisa con admiración-, y se supone que nadie tiene ganas de explicarlo otra vez.
La Muda la miró con ironía y dijo:
–No lo sabéis. Pero yo os lo voy a decir, rompiendo de una maldita vez mi voto: estamos aquí por habernos dejado ver demasiado… Hasta yo, que no quería existir, acabé mostrándome más de lo necesario. ¡Ya veis qué fatalidad! No sólo han buscado un cierto número de víctimas. También han buscado las caras necesarias. ¿Empezáis a comprender lo que quiero decir?
Todas volvieron a mirarla llenas de asombro, mientras reflexionaban sobre sus palabras y sacaban consecuencias. – ¿Hemos de pensar que ha sido un milagro tu regreso al lenguaje? – preguntó Elena.
La Muda negó con la cabeza antes de añadir:
–No, no ha sido un milagro, a no ser que la rabia haga milagros.
La Muda tiene razón. Yo se bien por qué me han elegido -comentó Avelina.
–No la tiene -se apresuró a decir Ana-. Unas están aquí por dejarse ver y otras por ocultarse. Han jugado como el diablo, y han disparado en todas las direcciones. Si lo piensas un poco, te puedes volver loca. Quizá estaban borrachos.
La Muda volvió a enmudecer.
–Espero ser menos que una sombra cuando llegue lo peor -dijo Avelina, que apenas había abierto la boca en toda la noche, y que permanecía inmóvil y rígida, sentada en un reclinatorio. No conseguía centrar la mirada en nada y todos sus pensamientos acababan conduciéndola al recuerdo de su padre. – ¡Qué callada has estado hasta ahora, casi tan callada como la Muda! – dijo Martina, con la intención de elevar un poco su ánimo.
Todas la miraron a la vez, y Avelina deseó que se la tragase el suelo de la capilla. Nunca se había sentido tan desdichada y tan sola, pero hacía horas que había decidido no comunicar a nadie la sospecha de que su padre podía estar en el pelotón de fusilamiento. Pensaba que ése iba a ser su último sacrificio: librar a sus amigas de su infierno.
Avelina se dio cuenta de que la seguían mirando, como si esperasen una respuesta, y empezó a sentirse culpable.
Eso era lo que más le dolía, y reventó en sollozos.
Martina se acercó a ella y la estuvo consolando hasta que dejó de sollozar. A su lado se hallaba Dionisia, que también se había sentado en un reclinatorio y había empezado a bordar unas mariposas en sus zapatillas. – ¿Sueñas con mariposas? – preguntó Joaquina en tono burlón.
Dionisia la miró ligeramente y dijo:
–Sueño con mariposas que van cayendo por un acantilado inmenso, entre embistes del viento que les va desgarrando las alas. Llegarán muertas al suelo y con las alas deshechas. ¿Te gustan mis sueños?
–Me encantan. ¿Por qué has elegido mariposas?
–Quizá porque mueren varias veces. ¿Crees que le gustarán a Pepa?
Joaquina meneó la cabeza con paciencia y dijo:
–Mucho, pero si bordas calaveras en las alas le gustarán todavía más.
Dionisia se echó a reír, y enseguida Ana. De pronto la risa se extendió. Se reían ciegamente y con ira, se reían como en una pesadilla, mirándose unas a otras se reían, viendo sus caras deformadas se reían.
Era una risa desesperante y de una fuerza a la que era inútil oponer resistencia, ya que hasta Carmen se entregó se entregó abiertamente a ella.
La risa había empezado a atravesar las paredes de la capilla y amenazaba con extenderse por toda la cárcel cuando llegó don Valeriano, el capellán, un hombre de avanzada edad y rasgos angulosos, que se asustó al verlas.
–Con la Iglesia hemos topado -murmuró Pilar, consiguiendo que las risas se multiplicaran. – ¡Os posee la risa de Satanás! – gritó don Valeriano.
–Pero ¿qué dice? – escupió Pilar.
–Sólo Satanás puede obligaros a reír en un momento así, cuando tendríais que pensar únicamente en Dios -añadió el sacerdote. – ¡Lárguese! – gritó Virtudes.
El capellán esbozó una sonrisa sufriente y continuó parado ante ellas. No parecía el mismo sacerdote de otras ocasiones. Esta vez miraba a las penadas de otra manera, como si se creyera con menos autoridad.
El silencio se fue haciendo cada vez más tenso, pero ni ellas ni el cura abrían la boca. Y de pronto, Elena se apartó del grupo. – ¿Deseas algo, hija?
Elena negó con la cabeza y empezó a balbucir:
–Es usted el muerto que tenía que aparecer, la cara de madera que aún tenía que aparecer…
Pero, hija mía, ¿sabes lo que dices?
Elena continuó:
–Es usted el que faltaba en esta ceremonia, lo sé… Porque a esta ceremonia tenía que acudir un muerto… -¿Un muerto?
–Sí, y es usted ese muerto.
–No te entiendo.
–Es usted el muerto que siempre aparece…
Mientras Elena hablaba, todas las demás asentían de forma involuntaria. Don Valeriano estaba acostumbrado a dominar a las presas, pero ahora su mirada delataba demasiada indecisión.
Elena siguió diciendo:
–Mi madre me contó una vez que, cuando alguien va a morir, aparece un muerto en forma de viviente. Es el heraldo de la muerte, va vestido de negro, y no lo conoce nadie… Es usted el muerto que tiembla y que no sabe que está muerto… Es usted el que tendría que pensar en Dios, sólo en Dios, y olvidarse del mundo, y no nosotras. Es usted el que ya está en las últimas, y no nosotras. Yo sé que fallará su corazón, yo sé que está fallando ya.
Don Valeriano miró a Elena con odio y con lástima.
–Eres una pobre loca, y ya sólo por eso no tendrías que estar aquí… Tienes una ventaja: los locos no se condenan, en parte porque ya viven en el infierno. Pero debieras confesarte, tú y las demás. – ¿Y qué quiere que confesemos? – Inquirió Ana.
Virtudes dio un paso hacia él y murmuró:
–Yo sé a qué ha venido… La confesión que nos quiere hacer es en realidad el último interrogatorio, la última posibilidad de sacarnos información. – ¿No creéis en el secreto de confesión? – dijo él.
Algunas se echaron a reír. Ana le preguntó: -¿Sólo se le ocurre confesarnos? ¿No le parece triste?
–Vuestra historia no va a ser más triste que la mía -contestó el sacerdote-. Todas las historias son tristes desde que el mundo es mundo. Bendito el que tenga una historia alegre porque será el único. Una historia alegre ni siquiera la tuvo Dios cuando se hizo hombre. Si entras a formar parte de la humanidad, has de saber que ni siquiera siendo Dios saldrás ileso de la prueba.
–Ahórrese la retórica y las frases hechas -le aconsejó Pilar. – ¿Es retórico asegurar que del dolor no se libra ni Dios?
–Lo es -le dijo Pilar-, porque es justificar, además del dolor necesario, el dolor inútil, el dolor sin sentido y sin motivo que nos están provocando desde que nos detuvieron. No me hable del dolor, señor, y llegaremos antes al corazón del problema.
Don Valeriano calló. Durante unos instantes dio la impresión de ser un hombre perdido, hasta que reaccionó y salió de la capilla para entrevistarse con la directora, que en ese momento se hallaba en su despacho.
La directora, que, como Carmen, padecía del corazón, acababa de tomar sus gotas y se sentía mareada. Sobre su mesa se hallaban las instancias dirigidas a Capitanía solicitando clemencia y que una hora antes don Valeriano había prometido enviar por tratarse de la única persona en la cárcel que tenía autoridad para hacerlo a cualquier hora del día o de la noche. – ¿Y esas instancias? – preguntó el sacerdote-. ¿Por qué no las han mandado ya?
Verónica Carranza le miró con pesadumbre y murmuró:
–No van a salir de aquí. – ¿Por qué? – ¿Necesita que se lo diga? Ocúpese de la justicia de Dios y olvídese de la de los hombres.
–A usted le resulta al parecer muy fácil olvidarse de la justicia de Dios.
–Ni más fácil ni más difícil que a usted.
–Lo dudo muy seriamente. ¿Ha hecho algo para que las instancias salgan de la cárcel?
Lo intenté hace dos horas. – ¿Y?
–Y no pudo ser.
–Se sentirá usted muy orgullosa. – ¿Me quiere sacar de quicio? ¿Aún no sabe que la lista es inmodificable y que están totalmente decididos a fusilar mañana a trece mujeres y a cuarenta y tres hombres? ¿Aún no sabe que esta vez quieren un buen escarmiento? ¿En qué mundo vive usted, alma de Dios? Querían veinte por cada muerto de Talavera, y no se va a cumplir la cifra. ¿Tengo que ser más explícita?
El sacerdote se quedó mudo. Verónica Carranza, que manipulaba nerviosamente un lapicero, miró a don Valeriano Con gravedad y añadió:
–Su misión esta noche es intentar que todas lleguen en gracia de Dios al paredón. Así que no se exceda en sus funciones y no me haga comulgar con ruedas de camión. ¿Cree usted que me bebo este cáliz con placer?
Don Valeriano le respondió con una mirada de asco y salió del despacho murmurando frases de ira. Luego se ocultó en la sacristía, donde apuró con avaricia un vaso de vino dulce, pensando que ya no tenía edad para someterse a semejantes tensiones. Algo más sereno, se acercó a la puerta entreabierta de la capilla y estuvo observando a las condenadas.
Ajenas a los pensamientos del capellán, las trece parecían haber llegado a una tranquilidad que quienes las observaban no acertaban a comprender, pues no parecía proceder de ninguna consigna ni de ninguna decisión común.
De pronto era como sí las trece hubiesen conformado un mundo tan cerrado como perfecto, en el que nadie más podía entrar, y hasta Avelina parecía reconciliada consigo misma y se había suavizado su mirada.
Ana fue observando todas las caras y tuvo la impresión, más bien angustiosa, de que todas estaban en el mismo espacio mental y no sólo en el mismo espacio material.
Ana miró a Julia, y pensó que su mirada era más trasparente que nunca. Julia la miró a su vez y sonrió levemente, Pero siguió en silencio. Era como si mil puertas se hubiesen cerrado y otras mil se hubiesen abierto. Y había ocurrido en un instante, sin que se diesen cuenta.
De repente, sin buscar encontraban. No había que comprenderr, no había que aceptar, no había que rechazar.
Bastaba con estar sin estar, con pensar sin pensar, con callar sin callar. Porque estando silenciosas hablaban más que antes, que de tanto hablar ya sólo expresaban silencio, ya sólo callaban.
Elena cerró los ojos y se creyó en medio de un bosque de árboles delgados y altos como abedules. Era un bosque muy extenso, en realidad era un bosque sin límites. Ella estaba en ese bosque, en cualquier lugar de ese bosque sin límites, sabiendo que cualquier lugar era el centro. Ella y las demás, ella y las otras doce. Lo extraño era que en aquel bosque no había más seres. Todos habían huido, intentando hallar los límites del bosque, y se habían quedado solas. No era el paraíso: era solamente un bosque infinito y las habían dejado solas.
Fue entonces cuando volvió a irrumpir don Valeriano para ordenarles que se tenían que confesar y que ya no quedaba tiempo.
Todas sintieron su voz como un ladrido y lo miraron con una desesperación que el sacerdote no supo interpretar.
Dionisia, que seguía con su bordado, miró vagamente a don Valeriano y dijo: -¿De modo que es usted el ángel que tiene la llave del abismo?
El sacerdote la miró con paciencia, se fijó en el bordado, movió levemente la cabeza y comentó:
–Sólo soy un siervo de Dios. No traigo ninguna llave, y menos la del abismo. – ¿Un siervo de Dios? Por ahí dicen que es usted su ministro. – ¿Y un ministro no es un siervo?
–Pero de muy alta graduación. Le felicito.
–Ahórrate los sarcasmos.
–No lo digo por sarcasmo -añadió Dionisia, sin apartar la mirada del bordado-. Usted es la prueba definitiva de que Dios está a punto de recibirnos, por eso envía antes a su cuerpo diplomático.
–No sigas, hija. Ya veo que tú no quieres hablar con Dios.
–No se confunda, señor ministro. Todavía no sé si quiero o no quiero hablar con Dios, pero sí sé que no quiero hablar con los miembros de su gobierno, sean o no ministros -declaró Dionisia, y continuó con su bordado.
Volvió la confusión. Unas asentían a las palabras de Dionisia y las aplaudían, otras no. De pronto, Blanca decidió confesarse. Siempre había reconocido que seguía siendo cristiana, y además no quería que el nuevo régimen acusase a su hijo de haber tenido una madre desalmada y complicaran su vida todavía más. Así que se apartó con don Valeriano a un rincón y se arrodillaron en dos reclinatorios enfrentados. Durante un instante, ambos se miraron como seres que de algún modo se reconocen, y el sacerdote hizo ademán de escuchar. Blanca quería confesarse, pero no sabía de qué. Al verla tan indecisa, don Valeriano dijo:
–No debemos juzgar a Dios por los atropellos que cometen los hombres… ¿Tienes algo que confesar?
Blanca continuó muda. El sacerdote añadió:
–Habla, hija, desahógate. Hay momentos en los que el silencio vale más que la palabra, y hay momentos en los que la palabra es preferible al silencio. Ahora estamos en uno de esos momentos.
A Blanca le dio la impresión de que aquello lo había oído en una obra de teatro y se sintió un tanto absurda, llevando a cabo una ceremonia que no acababa de resultarle tranquilizadora.
–He tenido malos pensamientos -acertó a decir. – ¿Muy malos?
Negó antes de sollozar.
Ni siquiera eso. Estoy llena de espanto.
–Yo más bien creo que estás llena de pena. Quedas perdonada y tu única penitencia será rezar un padre nuestro cuando estés ante el piquete. Es la única oración que puede aliviar ese trance.
Blanca acababa de confesarse cuando una de las trece, nadie ha querido identificar, miró al sacerdote y dijo con voz rotunda: -¡Hijo de perra! – Pareces una endemoniada -murmuró don Valeriano. – ¡Hijo de puta! – dijo, matizando más, la que acababa de gritar-. ¿Se siente más en paz con Dios por haber confesado una? ¿Cuáles pueden ser nuestros pecados, según su criterio? ¿Los deseos impuros? ¿Los pensamientos impuros? ¿Los actos impuros? Es para morirse de risa. – ¡Cierra la boca y deja de blasfemar! – rugíó María AnseIma mientras el capellán se marchaba con cara de enfado. Un silencio agónico volvió a reinar en la sala. Las palabras del sacerdote habían ahuyentado al duende de la calma y casi lo había matado. ¿Por qué puerta volver a entrar en el bosque de la calma?
Se sintieron perdidas. Se escuchaban unas a otras sin oírse, se oían sin escucharse.
Hablaban todas a la vez, en un tono que tenía algo de saImodia, y entre todas conformaban un murmullo de colmena que crispaba a las guardianas. Bastaba con mirarlas para sentirse flotando en el jardín de la locura. – ¡Ya basta! – gritó María Anselma.
Todas se callaron a la vez y con una inmediatez extraña. Parecía una nueva fase del adiós, un nuevo movimiento dentro de un tiempo y un espacio tan adensados como ciegos. Ana dijo:
–Ahora me doy cuenta de que la vida es demasiado breve para arrepentirse.
–La nuestra, querrás decir… -susurró Virtudes.
–La nuestra, sí. Demasiado breve. Tan breve que yo no puedo arrepentirme de nada. Tendría que haber vivido más, mucho más, para poder hacerlo -dijo echándose las manos a la cabeza-. Tendría que haber vivido más.
Todas la miraron con asombro, y regresó el murmullo de colmena hasta que Virtudes escupió:
–Como me maten hoy, será terrible. Me condenarán a no morir nunca del todo. Porque nadie puede borrar de repente todo lo que guarda mi mente ahora mismo, nadie…
Todas parecían prestar atención a sus palabras menos Dionisia, que seguía con su bordado. Virtudes se acercó a ella furiosa y dijo: -¿Por qué sigues bordando? Tus malditas mariposas me están diciendo que aceptas la muerte, que la esperas.
Dionisia, que no era la primera vez que se enfrentaba a las insolencias de Virtudes, la miró con ironía y dijo:
–Te equivocas. Mis mariposas no dicen nada, no esperan nada. Ni siquiera son mi última palabra. – ¿Y cuál es tu última palabra?
–No te la voy a decir, porque es una palabra que sólo tiene sentido para mí -contestó Dionisia.
Casi al mismo tiempo, María Anselma se acercó a ellas para decir:
–Como última gracia, se os va a conceder el favor de despediros por carta de vuestras familias. ¿Alguna necesita lápiz? – dijo mostrando varios lapiceros ya usados.
Las trece conformaron una nueva piña en el centro de la capilla y empezaron a escribir las cartas, con lápiz y en papel de seda. La enfermera de la directora habría de decir más tarde que parecían escolares haciendo sus deberes.
De cuantas misivas escribieron, breves, sencillas e impregnadas de tristeza, la que se popularizó enseguida fue la de Julia, quizá porque sus dos últimas frases, escritas bajo la firma y a modo de posdata, encerraban una paradoja, pues a la vez que exigía que no la llorasen, pedía, explícitamente, que su nombre no se borrase de la historia.
Concluido el rito de las cartas, hicieron un pequeño testamento en el que legaban a sus amigas los pocos objetos que iban a guardar hasta la hora de la muerte: un peine, un pañuelo, un lápiz, un cuaderno, unas horquillas, una cajita china llena de hilos, un sujetador…
Y de pronto, volvieron a sentirse solas ante una situación que la conciencia se resistía a aceptar y que sin embargo aceptaba. No había nada más aplastante y que paralizase más la voluntad. Para Elena fue como entrar en un jardín de árboles tan fantasmales que semejaban humo. Ahora el bosque que veía era de árboles de humo y agua, parecidos a géiseres.
–Veo árboles de humo y agua -dijo.
–Ésta ya está en el paraíso -añadió Joaquina.
–No es el paraíso. Los árboles son de agua hirviendo. – ¿Entonces es el infierno? – preguntó Dionisia, que había vuelto a su bordado y que ya casi lo tenía concluido.
–Tampoco. No hay condenados, no hay fuego. Es un paraje desierto… Parece del norte. Igual estuve allí en otra vida.
–A mí también me gustaría poder hacer un viaje a Islandia en este momento. Sería todo un alivio con el maldito calor que hace -dijo Joaquina-, pero resulta que no me puedo escapar de esta capilla aunque quiera. Es el problema de haber tendido siempre al realismo. No hay manera de escapar de la realidad. ¡Y eso sí que es una condena!
Ana le dio la razón. Fue entonces cuando Verónica Carranza, que llevaba un rato fuera, regresó a la capilla, acompañada de su enfermera.
Se la veía más frágil, en realidad más partida, y todo en su expresión manifestaba que estaba viviendo una noche sofocante.
Tras su nombramiento, era la primera vez que sentía que se le estaba escapando la situación y temía que le fallase el corazón más que otras veces. Le daba miedo mirar a Ana y a Virtudes. Quizá su belleza estaba alcanzando entonces su mejor momento, corno la de algunas de sus compañeras. Sus rostros se habían matizado bruscamente.
Era como si ya tuviesen treinta años. Era como si conciencias de treinta años se hubiesen asentado definitivamente en cuerpos de veinte, dándoles ese aire tan subyugante.
Mirarlas a las dos equivalía a preguntarse qué podía ser la belleza. Quizá no bastaba con un cuerpo hermoso para encarnarla hasta ese grado en que se convertía en sustancia absolutamente emocionante. ¿Había que cargarla con un contenido demencial para que de verdad arrebatara?, se preguntó, con terror, Verónica Carranza.
–Nunca te había visto tan guapa y nunca tu cara me había conmovido tanto. Estás preciosa -dijo el Ruso.
–Tú también estás muy guapo. – ¿Recuerdas la última vez?
Soledad asintió antes de añadir:
–Cuando nos despedimos en la estación, tuve un mal presentimiento. Pensaba que no iba a volver a verte. He soñado muchas noches que te mataban.
–También yo he tenido pesadillas contigo. Soñaba que te torturaban, que te violaban, que te enterraban en un descampado… Horrible…
Se besaron de nuevo. Unos temblaban ante la inminencia de la desgracia y otros festejaban el triunfo de la carne tras una larga y penosa abstinencia. Todo cabía en la inmensa panza de la noche, los gritos de dolor y los gemidos de placer, las muertes y los nacimientos.
Soledad volvió a ablandarse por dentro y una vez más empezó a atraerlo hacia su centro. Él mordisqueó su cuello y sus pechos. Desde su cuarto, ubicado junto al vestíbulo, Suso volvió a oír gemidos.
Muma Martina se miró el rostro en el pequeño espejo redondo que llevaba con ella. Era un recuerdo de París y sobre el latón que quería parecer plata se veía la torre Eiffel y un dirigible. Martina no se reconocía. Le daba la impresión de que habían aumentado sus pecas. Nuevas constelaciones de pecas habían surgido en todos los lugares de su rostro.
Mirarlo era lo mismo que adentrarse en un territorio desconocido. Entonces le pareció que estaba viendo el rostro de una muerta y guardó el espejo.
A su lado, Dionisia estaba dando las últimas puntadas a las mariposas de sus zapatillas. Hasta entonces, Dionisia había caído en el síndrome de Penélope, y hasta había llegado a pensar que no las iban a llamar mientras no acabase su bordado, de forma que en más de una ocasión había deshecho lo ya hecho, pero una ráfaga fría cruzó su mente y decidió rematar las mariposas. Algo más allá se habían sentado, sobre el mismo reclinatorio, Elena y Luisa, muy cerca de Carmen.
–Ilusa de mí. Alguna vez creí que a mí me iba a matar mi propio corazón… Si llego a saber que me iban a matar las balas, me muero antes -comentó Carmen, y se echó a reír.
Pilar, que había permanecido un buen rato seria y rígida, la secundó en la risa. Ana y Joaquina lo hicieron inmediatamente después, y tras ellas todas las demás.
De la risa fueron pasando al llanto. A Ana presión de que el barco estaba naufragando y de que cundía la desesperación. Blanca, Carmen y Pilar tenían la misma impresión. Junto a Ana se encontraba ahora la miraba a sus compañeras con angustia.
–Me parece que no sabéis lo que es la muerte murmuró.
Todas la miraron con asombro. Julia comentó:
–Claro que lo sabemos, Luisa, pero no hay que dejar arrastrar por esa corriente hasta el final, cuando la muerte sea lo único que nos quede por pensar.
Ana, que escuchaba con mucha atención la conversación, dijo:
–Sé cuál es el secreto… Lo he adivinado gracias a Elena… -¿A qué secreto te refieres?
–Al de la muerte. Hay que saltar un instante antes de que llegue la descarga. Huir de tu piel, salir de ti misma, y ni siquiera en ese momento pensar que estás desapareciendo…
Victoria empezó a sudar y dio la impresión de que se desvanecía. Luisa, que llevaba un rato conteniendo la ira, empezó a gritar: -¡Imbéciles! Sois todas unas imbéciles. No es lástima lo que siento por vosotras, es desprecio.
–Pero ¿qué dices? Empiezo a entender por qué no querías abrir la boca… -murmuró Ana.
–Mira quién habló Eres guapa, Ana, pero alguien te heló el alma, y pareces una alelada con buena voluntad, igual que las que te acompañan. ¡Esta noche no habéis dicho más que sandeces! – rugió la Muda-. ¡Sólo sandeces!
El calor de Luisa empezó a propagarse por todas y daba la impresión de que Victoria y Martina estaban a punto de gritar. Luisa prosiguió: -¡Ya no se trata de hacerse preguntas sobre el destino y otras majaderías! Al final vamos a tener que gritar ¡benditos los asesinos, los violadores, los torturadores, los traidores, los delatores, los arribistas, porque gracias a su presencia y su insistencia podemos distinguir a las almas buenas, a la gente honrada, a la buena gente que sostiene con su paciencia el mundo! Dios, cómo aborrezco vuestro patetismo, vuestra miseria… Parecéis niñas con el cerebro infectado por toda clse de pensamientos de pacotilla. – ¿Y dónde ves tú la salida a tanta idiotez? – le preguntó Ana, ofendida.
–No hay salida, necia, no la hay… Pero tampoco hay salida en la resignación… Todo eso que acabas de decir sobre el fusilamiento es resignación. ¿Por qué hay que prepararse morir? – ¿A dónde quieres ir a parar? – ¿No lo adivinas?
–No.
–Si nos van a matar, y yo ya no lo dudo, podíamos acabar con esas fétidas -dijo Luisa en voz baja, señalando a las guardianas y a la directora-. Ahora no os hablo de odios abstractos, os hablo de odios muy concretos. Verónica Carranza, María Anselma, Zulema Fernán…
–La Muda tiene razón -dijo de pronto Virtudes.
La confusión estaba llegando al paroxismo y la locura corría el peligro de propagarse entre las trece cuando Carmen se adelantó a todas y exclamó: -¡Un poco de serenidad, malditas!
Todas la miraron. Blanca dijo:
–Impón un poco de orden o no va a hacer falta que nos conduzcan al paredón, porque nos habremos estrangulado antes unas a otras.
–Nos llevan como a corderos… -murmuró Virtudes, a punto de sollozar.
–La ira no nos va a salvar, Virtudes -dijo Carmen-. Nos va a salvar la fuerza, la voluntad, la decisión de seguir viviendo… -¿Nos va a salvar? ¿De qué salvación hablas? – preguntó Pilar.
–Digo que en el caso de que pueda ser posible la salvación, no llegará de la mano de la rabia. El fuego que necesitamos es otro… -insistió Carmen.
Juraría que estás hablando del fuego de Dios. ¿Ya te sientes en paz con él? – murmuró Joaquina.
–No creo que Dios exija la paz con él. Pero, ya que lo preguntas, contestaré. No me refiero al fuego de Dios. Hablo solamente del fuego de la vida que todavía tenemos, hablo de mirar de frente a los hombres del piquete, de arrojarles a la cara ese fuego contenido para que les sirva de poco haberse taponado los oídos… -sentenció Carmen.
Volvió el silencio y se abrió la puerta. Era la hora de partir y un mismo estremecimiento fue recorriendo los trece cuerpos. Ana, que había empezado a sentirse en otra parte, se giró y preguntó a sus compañeras si llevaba las costuras de las medias derechas.
–Ni trazadas con regla -le dijo Julia.
Fue entonces cuando Virtudes pidió que la fusilasen junto a su novio. Victoria, que se hallaba a su lado, pidió que la ejecutasen junto a su hermano y Blanca junto a su marido.
La directora pareció asentir y las tres se miraron con regocijo, como si se les hubiesen abierto de otra forma las puertas de la muerte.
Cuentan las presas que las pudieron ver desde las ventanas que parecían tranquilas, que ya había trajín en la calle y que la Guardia Civil se veía obligada a desviar el trayecto de los carros de leche para permitir el paso del camión.
Sólo la Muda parecía intranquila y sólo ella murmuraba:
–Cobardes, sois unas cobardes…
Ana, que iba junto a ella, estiró levemente una de sus medias. – ¿Puedo saber por qué estás tan pendiente de tus medias? – le espetó la Muda.
Ana se giró hacia ella con rabia.
–Quiero llevar mi angustia bien recta, y eso empieza por los pies y acaba en la cabeza. – ¡Silencio! – gritó María Anselma.
Muma, que se hallaba entre la gente, el camión y los carromatos, llevaba un rato observando a las penadas y le parecía que todas llevaban tallada en la cara la marca de la desgracia. Las conocía a todas, especialmente a las de Cuatro Caminos. Conocía a Ana por su olor, por sus cabellos rubios, por su silueta de gacela fantástica; y conocía a Avelina, y a Virtudes, y a Pilar, y a Martina… A todas las había visto y las había olido y las había admirado con esa rara manera, cauta y cínica, con que saben admirar los perros. Pero ahora Muma las notaba muy cambiadas y hasta creía que tenían otro olor, más agrio, quizá, y más desalentador.
De pronto Muma se acordó de los disparos que se oían todas las madrugadas y supo que iban a morir. Fue entonces cuando se acercó a Avelina y le dio un lengüetazo en la pierna. La Mulata le hizo un gesto indicándole que se fuera de allí. Pero Muma no le hizo caso y aún le dio otro lengüetazo a Pilar.
–Mirad -dijo Pilar-. Mi novio ha venido a despedirse.
Todas se echaron a reír. Los guardias, que habían visto el perro pero no el lengüetazo, las miraron algo desconcertados y les ordenaron subir al camión.
IV La noche de las dos lunas María Anselma Mientras las penadas permanecieron en capilla, casi todos los familiares de las muchachas que tenían algún recurso se habían dirigido a Burgos para pedir clemencia. El hermano de Virtudes, por ejemplo, había salido para la ciudad castellana, según habría de referir más tarde la presidiaria Carmen Cuesta, pero la madre llevaba una eternidad con la oreja pegada al muro, creyendo que iba a ser capaz de distinguir los sollozos de su hija en medio del alud de ruidos llegaban hasta sus tímpanos enloquecidos.
Por momentos, se hacía la ilusión de que Virtudes se hallaba justo al otro lado del muro y que podía escuchar su voz entrecortada. Entonces su respiración se aceleraba y cerraba los ojos.
Fue la primera en ver el camión. Al descubrir a Virtudes esposada junto a Julia, con su traje, de chaqueta y sus ojos fulminantes, empezó a gritar: -¡Asesinos! ¡Dejad a mi hija! ¡Asesinos!
El camión se puso en marcha y la mujer empezó a correr tras él. Virtudes prefería no mirarla y se cubría los ojos con una mano mientras se entregaba a las lágrimas. La mujer continuó corriendo, con toda la rabia, moviendo sus piernas y abrasando sus ojos, hasta que cayó de bruces y rodó por el camino polvoriento.
Fue entonces cuando la metieron dentro de la cárcel.
El cielo llevaba un rato clareando cuando Julián oyó el bramido de un vehículo. Se acercó a la ventana y vio el camión con las trece mujeres, los guardias y la monja.
Esa noche, Julián había sabido por la radio que los muertos de Talavera habían sido tres, y se preguntó si las penadas que acababa de ver no estarían en relación con su disparo y el de Raúl. Inmediatamente comenzó a ponerse uno de los trajes del padre de Soledad, que había tenido un cuerpo muy parecido al suyo. Soledad le oyó desde el otro cuarto y preguntó: -¿Qué vas a hacer?
–Quiero ver con mis propios ojos lo que están haciendo.
También quiero visitar a Damián. – ¡Por favor, no te vayas! – gritó Soledad.
Ya para entonces, Julián se hallaba junto a la puerta, que abrió suavemente, aunque no lo suficiente, ya que Suso se despertó y se acercó a la ventana, desde donde lo vio coger un sendero paralelo a la carretera.
El camión retumba… No, es la cabeza la que retumba, es el pensamiento. La necesidad que tiene el cuerpo de sentirlo todo hasta el límite hace que sus márgenes se desborden.
El temblor del camión, del polvo que se eleva, de las hojas de los árboles, del aire, es el mismo temblor que el de las trece condenadas, que las recorre de la cabeza a los pies.
Hay conciencia de lo que ocurre pero se pierde la conciencia de lo que nos constituye. En parte por eso el cuerpo se vuelve más etéreo para la conciencia, al haberse disuelto sus fronteras.
El breve viaje hasta el cementerio adquirió una densidad que parecía cerrarse en sí misma, y ya quería ser un viaje hacia atrás… Era un viaje hacia atrás.
Dentro del tiempo, constituyendo su mismo núcleo, aparecía la posibilidad, en cada décima de segundo, de viajar por muy amplias moradas del pasado, percibidas en todos sus detalles, que desaparecían en un instante para dejar paso a otras más vastas.
Pero de pronto el vehículo se detenía y aparecían las cruces. Un valle de cruces en un lugar donde aún flotaban las vidas recién fulminadas de los cuarenta y tres hombres que acababan de fusilar.
La monja fue la primera en descender y, con paso casi marcial, se acercó al médico militar y a su secretario, que se encargaría de certificar la ejecución. A cierta distancia de ellos se hallaban los guardias del piquete, junto a un furgón lleno de ataúdes.
Al ver los preparativos, María Anselma empezó a arder por dentro, con un fuego sin luz de naturaleza espiritual.
Ahora vivía sin vivir en ella, sentía sin sentir en ella: estaba fuera de sí.
Siempre le pasaba lo mismo cuando sabía que iban a matar a hembras jóvenes, de carnes prietas y tersas. De pronto estaban vivas, de pronto estaban muertas. Bastaba con que Dios dejase caer sus párpados llenos de galaxias.
Los pensamientos de María Anselma se elevaban cada vez más cuando Avelina empezó a vomitar. No había cenado y echaba sólo bilis, una bilis concentrada que quemaba la garganta y cuyo ardor agradecía, pues le permitía olvidarse por un instante de lo que la esperaba.
Iban todas rodeando el muro del cementerio cuando María Anselma se fijó en Virtudes. El traje ajustado se plegaba a sus muslos duros y elegantes, insinuando a contraluz una desnudez amable y tan definitiva como los pasos que estaba dando hacia el paredón.
Pero no todas daban esa impresión -de inverosímil entereza tras haber sudado sangre en otros momentos de la noche. Elena y Luisa caminaban de forma errática y parecían dos mujeres de ninguna parte caminando hacia ninguna parte en el absurdo amanecer.
Junto a ellas, Ana seguía enderezando las costuras de las medias, Joaquina iba mirando al suelo y Avelina temblaba al caminar, en medio de las trece, como si sólo acompasando su paso al de las demás fuera capaz de seguir.
Martina tenía un aire cada vez más ausente, tan ausente como Victoria, que caminaba junto a ella. Más atrás iban Julia, con la cara helada, Carmen, que llevaba la pesadumbre en la mirada, Dionisia, con su vestido de seda y sus zapatillas recién estrenadas, y Blanca, que parecía ir murmurando alguna oración.
Ya se hallaban cerca del rincón de las ejecuciones cuando Blanca, Virtudes y Victoria notaron olor a pólvora y, al fijarse en las manchas de sangre fresca que había en el suelo, comprendieron que ya no iban a morir con sus hombres.
–Pero ¿los han fusilado ya? – gritó Virtudes. – ¡Y qué esperabas, alma de Dios! – respondió la religiosa.
No sólo ellas, también las otras acusaron un cambio de ánimo. Como desde la capilla no se oían las ráfagas, todas habían creído hasta ese momento que las iban a fusilar junto a los muchachos, en una especie de hecatombe sin precedentes, y que los cincuenta y seis morirían prácticamente a la vez. Al advertir que no iba a ser así, las trece se sintieron más solas ante la muerte.
Antes de que las colocaran en fila, y mientras los guardias ponían a punto sus armas, volvieron a formar una piña y estuvieron hablando entrecortada y enloquecidamente, como si fuesen voces sin cuerpo.
–Ahora recuerdo que me regalaron de niña dos zapatillas con mariposas bordadas. Eran mariposas negras. Yo no quería ponerme aquellas zapatillas…
–Tenía cinco años cuando estuve a punto de ahogarme. Entonces la muerte era una señora vestida de negro. Yo la vi bajo el agua; venía a buscarme y me llamaba putilla.
–Lo que daría yo por estar ahora en el jardín de piedras.
–Pienso en mi madre. ¿Estará dormida? No, seguro que está despierta, muriendo mi propia muerte. – ¿Tenéis un espejo? Quiero ver mis ojos.
–Si ahora tuviera una pistola, me mataría. Sería la dueña de mi muerte. No quiero que nadie conquiste mi muerte. Es cosa mía, Dios mío, es cosa mía…
–No nos van a matar, repito, nos van a borrar.
–Calla, por favor. Estaba pensando en papá, cuando me llevaba a pescar…
–Me gustaría estar borracha, mortalmente borracha, con la mente en un hoyo negro.
–Yo no la tengo en otro sitio desde que me detuvieron.
–Me da miedo el paso, mucho miedo. Cuando ya no podamos resistir y empecemos a ceder, a ceder…
–Debe de ser la peor fase.
–Debe de ser la locura, que estalla en un instante y para siempre. ¿Y mi hijo?
No mucho después, ya se hallaban todas formando una hilera ante el paredón. La que más destacaba era Avelina, que se hallaba en el centro y que seguía sin mirar hacia el piquete.
Si de verdad mi padre está en el pelotón, tendrá un poco de piedad y apuntará muy bien al corazón. Que no sea cobarde y que se encargue de mí, pensaba, con los ojos cerrados, mientras intentaba evadirse del momento concentrándose en la cara de Benjamín. No soportaba imaginar a su padre matando a Blanca, a Virtudes, a Julia…
No soportaba que su muerte tuviese que ser más dura y más tétrica que las otras. Pero ¿por qué sufro?, se preguntó, sí el balazo en la frente ya me lo dieron y lo que estoy sintiendo es sólo el residuo de una pesadilla que tuve hace tiempo.
En cambio Victoria pensaba en su madre. Demasiadas muertes en la familia… Luego se centró en sí misma y cerró los ojos. Se perdía, como en el instante que precede al sueño, hasta que recordó a sus dos hermanos muertos.
Aún se hallaban en grupo, muy cerca del paredón, mientras los guardias seguían manipulando las armas.
Ana miró un instante el muro y pensó que había hechos de la vida que se vivían con más intensidad que las más intensas pesadillas. Muy cerca de ella, Julia notaba el temblor de Virtudes y finalmente le daba la razón. El indulto que ella secretamente había esperado hasta ese momento no iba a llegar. Tampoco se iba a tratar de un simulacro de fusilamiento. Las iban a matar. Ahora lo sabía y por eso se le había helado la sonrisa.
También se le había helado la sonrisa a Blanca, que no hacía más que pensar en su hijo. Quería creer en la vida eterna. Imaginaba que desde la otra vida podía convertirse en la guardiana de Quique. Pero de pronto le asaltaba la idea de la nada. Su hijo se quedaría a merced del mundo. Luego se acordó de su marido. Estaba muerto, lo sentía muerto. Pensó en la muerte y se preguntó si a la conciencia de estar viva le sucedería la conciencia de estar muerta.
Junto a ella Joaquina lloraba hacia dentro. No era autocompasión, tampoco era nostalgia de la vida, era rabia. La rabia de morir de una forma tan sucia. La rabia de perderlo todo de pronto. Mar, que permanecía a su lado, parecía aún más ofendida. Su rostro tenía más densidad y sus ojos fijos estaban pidiendo a gritos el fin de la comedia. A su lado, Dionisia permanecía rígida, casi solemne, mirando hacia la nada.
En cambio Martina temblaba ligeramente y permanecía algo ladeada, mientras Elena y Luisa seguían muy juntas y algo encogidas. Podían parecer las más desvalidas, pero no pensaban en la descarga y daba la impresión de que se habían fugado del presente.
Junto a ellas, Carmen seguía inmóvil, pero sin rigidez, exhibiendo una seriedad extraña. Y mientras esperaba lo peor escuchaba su corazón. Los latidos eran más irregulares que nunca. Sintió que su corazón se paraba y que se paraba su respiración. El cuerpo seguía caliente, el cuerpo seguía vivo, pero no sentía los movimientos de la vida. Todo había sido muy rápido. Ya se hallaban frente al pelotón y no había tiempo para detenerse en un solo instante del pasado.
Oculto en la arboleda, Julián vio cómo las colocaban casi pegadas al muro. Eran las mismas que iban en el camión y tenía la impresión de que se trataba de una ejecución especial. Sintió el impulso de huir de allí, pero decidió quedarse.
Fue entonces cuando descubrió en medio del grupo a una pelirroja con la cara llena de pecas. ¿Por qué le resultaba tan conocida aquella cara, casi familiar? ¿La habría visto alguna vez por Madrid? Durante unos instantes, sus ojos permanecieron fijos en ella. La mirada de la muchacha se estrellaba contra un muro invisible, y tan pronto sus ojos parecían perdidos corno hundidos hacia dentro. No quería mirar hacia el pelotón, y movía ansiosamente la cabeza.
Daba la sensación que el mundo, en su mortecina vastedad, le parecía una prisión.
Se hizo el silencio, y era un silencio sin pájaros donde el metal resonaba demasiado. Y de pronto, cuando más desesperaba por cruzar su mirada con la de la pelirroja, ella lo descubrió entre los pinos, y sus ojos se iluminaron.
Martina, que seguía con los ojos muy abiertos, apretó la mano de Victoria, sintiendo que se desvanecía. Fue entonces cuando un hombre del pelotón, que de tan moreno parecía mulato, se estrelló de bruces contra el suelo.
Dos guardias lo arrastraron fuera del piquete e intentaron reanimarlo. El oficial lo miró con rabia y escupió:
–Te libras de disparar porque ya no podemos demorar más la ejecución.
Enseguida el piquete volvió a recomponerse y el oficial gritó: -¡Fuego!
Los proyectiles tocaron la carne y la atravesaron como seda que oscilara en el aire. Los cuerpos se elevaron ligeramente y luego cayeron a tierra crispados.
Ya estaban en el suelo, pero no estaban muertos, estaban viviendo los momentos más extremos de la vida. Acababa de empezar la batalla más definitiva de la conciencia.
Tras unos segundos de absoluta inmovilidad, Ana y Blanca comenzaron a agitarse. Seguían vivas, pero ignoraban hasta qué punto. Sus desconciertos chocaban, se cruzaban. Blanca notó su mano junto a otra mano, pero no recordaba de quién era. Sintió que una ráfaga de calor recorría todo su cuerpo y volvió a darse cuenta de que estaba viva, completamente viva. En la cárcel habían oído muchas veces que a los condenados que sobrevivían a la primera descarga se les eximía de la muerte. Con esperanza y con terror, Blanca gritó: -¡María Anselma, estoy viva!
La religiosa ni siquiera se acercó, limitándose a hacer una indicación a uno de los guardias, que llevaba una pistola en la mano. Cuando Blanca vio que el guardia caminaba hacia ella, supo que no iba a haber clemencia. Un instante después, recibía un tiro en la cabeza.
Ana, que oyó el disparo, trató de incorporarse. No sabía qué pasaba, pero era consciente de que seguía viva y junto a una mujer que ya no se movía. – ¿A mí no me matan? – gritó.
María Anselma se acercó a ella y volvió a hacerle una indicación al guardia, que se fue aproximando con la pistola.
El guardia estaba a punto de disparar cuando Ana miró a María Anselma desde el suelo y dijo entre dientes:
–Yo sé que hay cosas peores que la muerte.
El guardia disparó. Ana se olvidó por completo de María Anselma. Ni le habían disparado, ni había estado en la cárcel, ni la habían detenido. – ¡Otra! – dijo María Anselma.
El guardia volvió a disparar y entonces se sintió morir. Enormes vacíos se abrieron en ella, por detrás de la niebla que creaba el dolor. Un dolor que sobrepasaba la cabeza y que no reconocía los límites del cráneo, un dolor sin dimensión y al mismo tiempo muy concreto, sobre la línea misma de lo tolerable, sobre la línea misma de lo concebible. Ya no se movía pero en su cuerpo hervía toda la existencia. María Anselma se arrodilló ante ella y mientras la tocaba empezó a gimotear.
–Pero Ana, mira que eras terca, la más terca de todas, hasta para morir, la más terca.
Luego, en voz muy baja, como si quisiera que sólo la oyera el cadáver, musitó: -¿Ya ves qué cuerpo tenías? ¿Y los pechos? ¿Ya los ves, desgraciada, ya los ves? Eran como dos manzanas verdes que querían crecer y no se atrevían, como dijo una vez Zulema, que te quería, y más de lo que piensas, que te adoraba. ¿Y ahora qué? ¿Dónde están esos ojos que parecían dos luces que querían fugarse de sus cuencas? ¿Dónde? Ya los veo, están abiertos como los de un despeñado, ya los veo, Ana, y me espantan, y me espantan Pero yo no hice la lista, te lo juro, Ana, te lo juro. Ah, si no te hubieses hecho notar tanto… Pero, claro, tú te hacías notar aunque no quisieras. ¿Dónde están tus ojos, Ana, dónde está tu orgullo?
El oficial, que llevaba unos segundos observándola, empezaba a estar harto de aquel teatro y se acercó a ella. – ¿Está usted en su sano Juicio? – gritó.
María Anselma se incorporó algo avergonzada y dejó que los guardias, que ya habían empezado a meter los cuerpos en las cajas, hiciesen su trabajo.
María La misma mañana de la ejecución María, hermana de Dionisia, y otros familiares de las trece condenadas se presentaron en la cárcel para solicitar el aplazamiento de la sentencia. Pero en la cárcel les dijeron que ya estaban muertas y tomaron la carretera del cementerio con la esperanza de poder ver los cadáveres.
Al llegar al camposanto, no vieron a nadie a la entrada y cruzaron la columnata como almas en pena. Luego atravesaron el Jardín del Recuerdo y tampoco allí vieron a nadie. Sólo los árboles frondosos, grandes y bien nutridos por la muerte, pudieron observar cómo torcían hacia la izquierda y, antes de llegar a la capilla, rodeaban un edificio de ladrillo rojo y se adentraban en un pasadizo, donde se perdieron de vista. Después pasaron bajo un arco y cruzaron un corredor que concluía en una puerta negra sobre un muro ocre. Era la del depósito. La empujaron y se toparon de frente con las cajas abiertas, mostrando los cadáveres.
Unos empezaron a sollozar, otros a gemir, otros a temblar, otros a vomitar. María sentía que se le nublaba el mundo.
No sabía cuántas muertas había. Le parecían muchas y todas iguales.
Se veían los impactos en los pechos y en las sienes, se veían los ojos abismados, y se veían las bocas, crispadas, detenidas en un último movimiento de interrogación sin respuesta.
No mostraban la última cara de la vida, mostraban la última cara de la sorpresa, que aún no había podido asentarse en la muerte por no haber tenido tiempo para hacerlo. Una hoja sorpresa todavía viva en caras que llevaban un rato muertas y que ya estaban frías.
María tardó en encontrar a su hermana. Cuando al fin la halló, le conmovieron las zapatillas, de las que Dionisia le había hablado en una carta, y permaneció un rato ante ella, con los ojos fijos en las mariposas. Hasta que llegó don Valeriano y les obligó a salir a gritos.
Le costó que abandonasen el depósito, pero al fin lo consiguió y se quedó solo ante los cadáveres, escuchando su propia respiración.
Don Valeriano sintió que se desvanecía y se apoyó en la caja de Ana. Miró sus ojos e intentó cerrarlos. No pudo y se apartó de la caja.
Luego caminó torpemente hasta la puerta, se apoyó en ella y contempló las trece caras. Parecían máscaras griegas, cobrando vida en la penumbra. Si estaban gritando, gritaban al vacío. Quizá Dios sólo era un inmenso vacío en el que descansar, una inmensa pérdida, una inmensa tiniebla, pensó, y hundió la mano en el bolsillo en busca de tabaco.
Damián continuaba mirando por la ventana cuando sonó el silbato de Anastasia, la enfermera.
Era la hora del paseo matinal y Damián caminó hacia el vestíbulo, donde ya se hallaban más de treinta enfermos con la enfermera y los loqueros.
El Ruso lo sabía y llevaba un rato oculto entre los árboles que rodeaban las cascadas, recordando a la mujer de las pecas, cuya última mirada se le había clavado en el alma. Seguía pensando en ella, cuando vio aparecer la procesión de alienados, custodiados por la enfermera y los loqueros.
Para los locos debía de ser el mejor momento del día, y parecían contentos. Algunos bajaron casi corriendo la cuesta y se detuvieron ante una charca que al parecer les fascinaba y cuyas aguas dejaban ver un fondo de cantos rodados, hojas y ramas podridas.
Damián fue de los que se quedó hipnotizado ante la charca y un loquero tuvo que arrastrarlo para que siguiera adelante. Ya habían llegado a las arboledas de la fuente cuando Damián volvió a quedarse atrás.
Fue entonces cuando Julián lo llamó. Damián se dio la vuelta y, al ver a su hermano, se iluminaron sus ojos: -¿No estabas muerto?
–Habla más bajo… ¿Quién te dijo que estaba muerto?
–Lo pensé yo… Como desapareciste…
–He estado en la guerra, Damián. – ¿Qué guerra?
–Verás…
–Ah, ya sé -exclamó Damián-. ¡Te refieres a la guerra de la película! – ¿De qué película me hablas?
–De la que veo todos los días por la ventana… ¿Tú también actúas? – ¿Dónde?
–En la película. ¿Tú también actúas? – Insistió.
Julián movió con paciencia la cabeza.
–Sí, yo también -acabó diciendo. – ¿Y te han dado un buen papel?
–No me quejo: está lleno de acción.
–No puedo decir lo mismo.
Julián empezó a desesperarse. Por lo que podía comprobar, la razón de Damián se había deteriorado tanto que ya era imposible hablar con él. De pronto creyó oír un chasquido tras él y le dijo a su hermano:
–Ahora tengo que irme. Volveremos a vernos. – ¿Cuándo?
–Un día de éstos… Pero no debes decir a nadie que me has visto. ¿Me oyes?
–Sí, a nadie. Te lo juro. – ¡Damián! – gritó desde detrás de los árboles la enfermera.
Los hermanos se abrazaron con precipitación y Julián corrió hacia el interior de la arboleda, donde se ocultó.
Damián continuó su camino hasta lo alto de la colina, donde le estaban esperando Anastasia, los dos loqueros y los locos.
Anastasia les dio a todos un trozo de pan y otro de chocolate y fueron sentándose bajo la copa del haya que crecía junto a un estanque.
Ya se hallaban todos comiendo cuando Anastasia se acercó a la pendiente y vio a un hombre que se le antojó sospechoso pues parecía estar ocultándose tras un pino. Entonces recordó que andaban buscando a un miliciano por la zona y corrió hasta la cárcel para avisar a la policía.
Julián se hallaba sentado tras la maleza que crecía en torno al agua y se sentía aturdido y cansado. Pensó que no tenía que haber salido de casa, y descubrió con alivio que llevaba su pistola.
Creyó oír ruidos de pasos, giró la cabeza y vio a dos guardias deslizándose entre los árboles. Entonces echó a correr.
Los guardias empezaron a disparar mientras Julián intentaba alcanzar el final de la arboleda moviéndose en zigzag.
Creía estar a punto de lograr su objetivo cuando vio venir de frente a un hombre que llevaba una pistola en la mano y que disparó a la vez que él.
El Pálido Para Julián todo empezó a precipitarse hacia atrás… Era como ver una película hacia atrás, siempre hacia atrás… La bala que había recibido invertía su trayectoria y regresaba al arma de la que había surgido. Él se incorporaba y corría hacia atrás, al igual que los guardias. Los pájaros también volaban hacia atrás, las hojas amarillas de los chopos regresaban desde el suelo a las ramas, y las cascadas de la fuente del Berro ascendían en lugar de descender. Lo mismo ocurría con el fusilamiento de las muchachas. El plomo de sus entrañas regresaba a las armas y las chicas se levantaban del suelo y se dirigían al camión, que las volvía a llevar a la cárcel hacia atrás y con igual pericia que cuando avanzaban.
También él regresaba a casa corriendo hacia atrás entre las huertas, y subía de espaldas las escaleras y volvía a abrazar a Soledad, que ahora tenia pecas, y que hablando hacia atrás le decía:
–Oirf ed érirom em sazarba em on is…
Adriano Roux acababa de llegar a la fuente con su capa y un traje nuevo. Encendió un puro. Acostumbra a hacerlo siempre que se halla ante un cadáver. Era como quemar hierbas aromáticas ante el difunto.
Ráfagas de viento cálido rasgaban a intervalos la arboleda y agitaban la capa del funcionario y los cabellos del muerto que yacía en el suelo.
El Pálido sacó del bolsillo de su americana una pistola e indicó el cadáver.
Es uno de los hombres que buscábamos. Basta con observar las huellas que deja el percutor, idénticas a las que he visto en una de las balas que quedaron incrustadas en el asiento del vehículo. – ¿Y qué podía estar haciendo aquí? – preguntó Cardinal.
–Quizás estaba explorando el terreno… -¿Para qué?
El Pálido se encogió de hombros.
–Para asaltar algún camión de presos… -¿A tanto llega su imaginación? – preguntó Roux.
El Pálido asentió con ironía y Roux miró al muerto con inquietud.
–Siempre aparecen culpables cuando menos los necesitamos… Y lo curioso es que esta vez no queremos culpables concretos. No hay que pensar que este don nadie ha podido matar al comandante. Hay que pensar que Isaac Gabaldón es la última víctima de todos los que aún se niegan a aceptar los hechos. Hay que extender la culpa, hay que esparcirla para que quepan más en su radio de acción. Es la última consigna -dijo, con energía, Roux-. Por lo demás, yo sólo he venido para mediar entre Dios y los hombres y, hablando en cristiano, les diré una cosa: a éste había que matarlo, eso por supuesto, pero, al mismo tiempo, su cadáver no le interesa en este momento a nadie.
–Lo sé.
Roux ordenó que girasen un poco el rostro del muerto.
Cardinal y el Pálido obedecieron y el comisario pudo examinar mejor su cara.
–Se le ha quedado sonrisa de cretino -dijo el Pálido.
–Más bien de crispación -musitó Cardinal.
Roux negó con la cabeza.
–De rabia -concluyó-. Tenía buenos músculos, parecía ágil. Un animal preparado para sobrevivir…
Y preparado para matar -añadió el Pálido.
–Bien, bien -musitó Roux-, informen debidamente de su muerte, pero sólo de su muerte. Ignoren su posible relación con los hechos de Talavera, y no olviden, señores, que las órdenes proceden del más alto nivel. Dicho lo cual, me limito a plantear una última cuestión: ¿tienen alguna duda o alguna objeción que formular respecto al contenido y al destino de cuanto acabamos de decir?
–No -dijo el Pálido con desgana, como si tuviese sueño.
Roux esbozó una mueca agria, tiró el puro y caminó con Cardinal hacia el automóvil que los aguardaba al otro lado de la arboleda.
El Pálido se quedó solo, escuchando el rumor del agua. Le asombraba pensar que era la primera vez que se hallaba en aquel lugar, del que le habían hablado tantas veces y que tantas veces había querido visitar. Las hayas y las cascadas tenían el encanto de una estampa dieciochesca y permitían evocar lo que habían sido en otro tiempo algunas periferias campestres de Madrid.
El Pálido arrojó el cigarrillo a la fuente y respiró hondo. Olía a flores abrasadas, como en el cementerio, y todo parecía en calma, también la fuente, a pesar de su agitación. Su movimiento, en la medida en que se repetía incesantemente a sí mismo, terminaba resultando algo muy parecido a la inmovilidad.
Volvió a observar el cadáver y se preguntó en qué momento la muerte había empezado a tener para él otro sentido.
Quizá todo empezaba cuando matabas por primera vez, pensó, o cuando, por primera vez, ordenabas matar. Había un silencio de hielo en la conciencia. La muerte acontecía, el cadáver estaba en el suelo, y nada más. Cuando tocabas esa realidad, sentías a la vez asombro y decepción, y los sentimientos se configuraban de otra manera, en cierto modo se partían: aquí la zona de luz, aquí la zona sombría.
El Pálido miró de nuevo la cara del muerto y recordó el momento del disparo. Se había volcado tanto hacia Julián y estaba tan seguro de sus movimientos que, por un instante, había creído que el disparo atravesaba su frente en lugar de la del miliciano. Por eso, al ver a su rival abatido, había sentido alivio y terror a un tiempo.
Miró una vez más el cadáver y meneó la cabeza. ¿Qué estaba contemplando? ¿Una presencia ausente o una ausencia presente? El miliciano seguía allí, aunque muerto. No había cambiado nada, y tampoco se podía decir que en aquel cuerpo ya no hubiese vida; la había, miles de organismos estaban apareciendo en él: la vida seguía bullendo en el cuerpo que yacía en el suelo, y sólo se podía decir que se había desplazado y multiplicado.
Apartó la mirada del muerto y contempló la arboleda. ¿Qué edad podían tener aquellas hayas tan serenas y tan robustas que crecían alrededor del agua? ¿Un siglo, dos?
Muchas vidas y muchas muertes habrían pasado bajo sus copas, de como las hojas que desprendían ya en agosto y que ahora crujían bajo sus pies.
El Pálido empezó a sentir dolor de cabeza y decidió irse de allí. En el fondo, nada le resultaba más vertiginoso que la impasibilidad de la naturaleza. En aquel rincón de la flores había muerto un hombre, pero el agua no iba a cambiar el curso por eso, ni los árboles iban a inclinarse más.
Todo seguía igual bajo el cielo.
Desde hacía horas Suso andaba buscando el rastro de Julián y al fin había creído hallarlo.
Procurando no ser visto, entró en el cementerio y lo cruzó de parte a parte sin encontrar lo que buscaba.
Desesperado, se fue caminando hasta la fuente del Berro. Desde allí lo vio, tendido en la hierba. A su lado se hallaban varios cuervos, y no se les veían buenas intenciones. Así que los espantó y se arrodilló ante el cadáver.
–Julián! – gritó tocando su mano. Pero Julián no respondió.
Oyó ruidos que llegaban desde el otro lado de la arboleda y corrió por los descampados hasta su casa. ¿Qué ha pasado? – gritó su hermana al verlo llegar. – Han matado a Julián.
Soledad se derrumbó sobre una silla y se quedó inmóvil, mirando hacia la calle mientras su hermano sollozaba.
Esa noche, Damián no puede conciliar el sueño y permanece sentado sobre la cama, viendo el discurrir de la luna tras la ventana, en la sofocante madrugada de verano. Ha pasado un rato pensando en su hermano, al que ha visto morir desde la atalaya de la fuente, media hora después de encontrarse con él en la arboleda. Julián parecía que esquivaba las balas, hasta que lo acorralaban al final de la chopera. No sólo salía en la película sino que además moría, rodado de guardias civiles.
Damián envidia una vez más el papel de Julián y se pregunta si su muerte es cierta y si aquello, además de ser una película, es la realidad.
Vuelve a recordar el tiroteo de la chopera y admite que hacía tiempo que no veía escenas tan emocionantes. Desde el paredón vuelven a llegar sonidos de disparos mezclados con los versos de la canción que canta la niña en el otro pabellón y que habla de la verde oliva y de un pícaro moro que cautivó a mil cautivas.
Damián está a punto de dormirse cuando la niña empieza a canturrear:
–El pícaro moro que las cautivó abrió una mazmorra, abrió una mazmorra abrió una mazmorra, abrió una mazmorra… -¡Y allí las metió! – ruge una vez más Damián.
La niña se calla y Damián se va durmiendo poco a poco, sintiendo que se adentra en el espíritu de la noche, en su cálida placenta, en su cálido infierno.
Juan y Quique María Anselma se halla sola en su cuarto, en un presente absoluto, que no se desplaza ni hacia delante ni hacia atrás, arrodillada ante las piernas de Cristo, ante las hermosas piernas de Cristo, que de tan estilizadas parecen femeninas. Mira las piernas y recuerda los fusilamientos.
El éxtasis deriva hacia el vértigo. Estaban las trece inmensamente vivas, y de pronto sólo son fantasmas de la mente.
Deja que la idea de la muerte la inunde. Quiere estar llena de muerte, de toda la muerte, de toda la fiebre. Siente que un aire frío acaricia su cuello, un aire de nieve, que se mete por debajo del camisón, que se enrosca entre sus piernas. Ay, Jesús mío, gime, ay, Jesús mío.
De pronto, es como si ascendiera a una oscuridad muy densa. Piensa en la noche oscura del alma, y recuerda a Virtudes cuando se alejaba por la columnata. Ay, Jesús mío, vuelve a gemir antes de desvanecerse. Cuando vuelve en sí ya ha amanecido.
Durante toda la mañana, María Anselma se siente transportada. Le ocurre desde que mataron a las trece. Siente que el duende de las trece se ha apoderado de ella, y tiende a creer que lo que le pasa está más allá de toda valoración.
Algo de lo que en realidad no se puede hablar, pero ella habla y habla. La lengua se le desata y no lo puede evitar.
Una y otra vez cuenta a las menores la ejecución. Relatar lo sucedido, tal como ella lo ha vivido, trasforma su mirada y el tono de su voz. Las menores la escuchan aterradas. A veces le hacen preguntas y María Anselma contesta sin escatimar detalles, deteniéndose con morosidad poética en cada momento de la ejecución, y muy especialmente en el último, cuando Ana pidió que la mataran. María Anselma no se cansa de contar ese momento. Es como si hallase en él el sentido de su existencia, la justificación de todo el tiempo que lleva en la cárcel, esperando el milagro, esperando lo inesperado y, de pronto, lo inesperado llega, con la cara y los ojos de Ana, con la voz y las palabras de Ana. María Anselma no se lo puede creer y asegura, una y otra vez, que tras el último disparo los ojos de Ana parecían vivos, vivos y fijos en ella. Cuando llega a ese momento, María Anselma entra en trance y empieza a repetir, con voz quebrada, todo lo que le dijo a Ana antes de que se acercara el oficial.
Las menores la escuchan paralizadas. Blanco de todas las miradas, María Anselma estalla en sollozos. Las menores empiezan a temblar. Entonces María Anselma se incorpora y, por el gesto que hace, da la impresión de que quisiera bailar. Como si hubiese bebido, se acerca a una muchacha y le repite todo lo que le dijo a Ana. La muchacha, que no parece muy equilibrada, cae en un ataque de histeria y empieza a gritar. Consiguen calmarla. Consciente de la impresión que pueden producir sus palabras, María Anselma sonríe beatíficamente:
–No os hablo de ellas para aterrorizaros, os hablo para que sintáis lo mismo que yo sentí: el escalofrío. Os hablo para que os envuelva mejor su recuerdo -dice.
Don Valeriano la observa y piensa que ya no es la de antes y que ha empezado a mirar como una demente.
En parte porque ha estado en contacto continuo con la muerte, don Valeriano es un hombre frágil y acabado, y ese mismo mediodía padece un ataque de apoplejía. Cuando, dos horas después, despierta, sólo se acuerda de lo que Elena le ha dicho en la capilla y exclama una y otra vez: «¿Yo era el muerto que tenía que aparecer?». Pregunta a la que nadie contesta y que hace más desesperante su postración, pues tiene la certeza de que las bocas de los que están a punto de morir obran y se clavan en la conciencia de quien las escucha determinando profundamente su conducta. Sólo la oración servía, según él, para evadirse de las bocas que hablaban desde el corazón de la noche, y rezando le sorprendieron la hora añil y los tiros de gracia. Fue entonces cuando recordó algo que le había dicho un misionero que había estado mucho tiempo en la India y, mirando sus manos, que parecían de alabastro viejo, pensó que los que hacían de la muerte un hábito, hasta el punto de no notar ya su aliento ido, o bien no habían nacido, o bien estaban muertos. – ¿Estoy muerto? – gritó.
Su hermana, que se hallaba junto a él, no respondió.
Al día siguiente Juan, uno de los hermanos de Ana, que aún estaba en edad de jugar, se acercó al cementerio en compañía de una vecina. En un barrizal junto al muro creyó ver las huellas de las trece. Se fijó especialmente en las de Ana y los finos zapatos de tacón, y las fue siguiendo hasta que cesaron. Entonces empezó a correr como un loco, ansioso de hallar las huellas de nuevo. Mientras se deslizaba entre las tumbas derruidas y los nichos, Juan se creía avanzando por un páramo sin término.
Hacia cualquier parte que mirara se encontraba con la desolación. Y si miraba hacia el cielo, era peor: un sol eclipsado, que era el sol eclipsado de su mente, lo bañaba todo con su ardiente oscuridad, y al bajar la mirada ya no sabía dónde estaba.
Dejó atrás una hilera de tumbas, cruzó una puerta estrecha junto a la caseta del enterrador, y llegó finalmente al paredón. Su vecina, que iba tras él, le pidió que no corriera tanto. Juan no la oyó. Acababa de ver las huellas de las balas sobre los ladrillos rojos y las manchas de sangre en el suelo, y se entregó al llanto.
Cuando se hartó de llorar, regresó al interior del cementerio y preguntó a uno de los guardianes dónde habían enterrado a su hermana. Se lo dijeron. Juan cogió una madera que encontró en el suelo y escribió:
Aquí yace ANA, muerta el 5 agosto de 1939, viva en nuestro recuerdo.
Luego clavó la madera en tierra y permaneció un rato ante la tumba, hasta que le ordenaron marcharse.
Franco se hallaba en el jardín y acababa de tomar un café muy cargado. La bebida lo había espabilado en un momento en que todo su cuerpo buscaba el sueño, y el resultado era una extraña agitación que no cuadraba con su carácter.
Estaba solo, ante la mesa vacía de comensales, pero bostezó con comedimiento, como si se sintiese observado por instancias superiores. Fue entonces cuando llegó el asesor con los «enterados» de los fusilamientos del 5 de agosto.
Los cincuenta y seis ejecutados ya llevaban ocho días bajo tierra, pero lo cierto era que aún no se había dado el «visto bueno» que debía anteceder a las ejecuciones y sin el cual no podían llevarse a cabo. El general miró someramente los documentos y dijo al asesor:
–Fírmelos y envíelos a Madrid.
El asesor cogió los documentos y salió del jardín. De nuevo solo, el general se recostó sobre el sillón y cerró los ojos.
A la semana siguiente el hijo de Blanca pasó por la calle San Andrés y creyó oír el piano de su madre. Lleno de asombro, subió corriendo hasta su antigua casa, pensando que iba a encontrar a Blanca.
Llamó con desesperación a la puerta y abrió una mujer con aspecto de funcionaria. – ¿Qué quieres? – preguntó la mujer con voz neutra.
Quique la observó con los ojos muy abiertos, reventó en sollozos y huyó de allí, ante la mirada de desconcierto de la mujer.
Ya en la calle, Quique empezó a comprender la situación y decidió hacer pesquisas. Su familia no quería decirle que Blanca y Enrique estaban muertos, y como se había convertido en un niño muy decidido y quería saber la verdad, se presentó en el convento de las Salesas y preguntó por sus padres.
Un brigada de la Guardia Civil le contestó que habían sido fusilados. Luego añadió:
–Y si tú te has salvado es porque aún no tienes dieciséis años. Los males hay que extirparlos de raíz.
Quique salió del convento llorando y llorando se perdió al fondo de la calle.
La ciudad empezó a emborronarse y le parecía que el sol, además de quemar los adoquines, emitía un sonido chirriante, como el de los cables de alta tensión.
Avanzaba de forma errática y medrosa, como si creyera que tras cada esquina le esperaba una amenaza de naturaleza desconocida. Y su llanto se había convertido en un gemido interior y sin lágrimas.
Llegó a perder la noción del tiempo y el espacio, llegó a verse avanzando por un territorio sin dimensión que parecía surgido de su mente.
Ni acertaba a situarse en la ciudad ni acertaba a situarse en el seno de sí mismo. La rosa de los vientos se había quedado sin letras y el norte podía estar en cualquier sitio, en ningún sitio.
Por momentos, Quique tenía la impresión de que caminaba medio metro por encima del suelo. Ni había suelo ni había cielo: seguía en una zona sin determinar, seguía en el vértigo, y le cansaba seguir allí y hacía esfuerzos para no gritar.
El pánico se acentuó en él cuando empezó a sentir que su pasado era un pozo sin fondo. Ya no recordaba su primera infancia. Veía su nacimiento como un hecho perdido en un pasado muy remoto. Y mientras el pasado se estiraba y alcanzaba una profundidad que le excedía, el futuro menguaba hasta el punto de creer que cada paso que daba podía ser el último. Y sin embargo consiguió llegar hasta el cementerio, ya muy entrada la tarde, pero no fue capaz de encontrar las tumbas de sus padres.
Cuando ya estaba oscureciendo, decidió regresar a casa. – ¡Quique! – oyó decir a sus espaldas y se dio la vuelta. Eran Tino y Suso. – ¿Te pasa algo? – preguntó Suso.
–Estoy muy mal -dijo Quique. – ¿Quieres venirte al cine con nosotros?
–No. – ¿No nos vas a decir qué te pasa?
–No, no voy a decirlo. – ¿Quieres que te acompañemos?
–De acuerdo.
Suso y Tino se acoplaron a los pasos de Quique y, callados y cabizbajos, reanudaron el camino hacia casa, seguidos muy de cerca por Muma.
Extraña flor Desde antes del fusilamiento, la madre de Virtudes había cojido la costumbre de ir a la cárcel, y siguió haciéndolo cuando ya su hija estaba muerta. Las funcionarias la dejaban entrar, y pasaba las tardes mirando por la ventana de la enfermería, desde la que se podía ver la tapia del cementerio. Cuentan que allí se hacía más agitada su espiración, y que lloraba sin lágrimas. Ni siquiera pedía una silla; permanecía de pie, sin apenas cambiar de postura, con la cara proyectada hacia los eriales, y llegaba a perder la noción del tiempo.
A veces oía las ráfagas, otras veces oía los gritos de los alienados. Con la cara pegada al cristal pensaba en la fuga de los locos, de los que pertenecían a las sombras o pertenecían a Dios. En esas tardes en las que sentía muy cerca a la desaparecida, se planteaba la muerte por autocombustión, una autocombustión acelerada, como la que debía de haber sentido su hija tras la descarga, y soñaba con la posibilidad de suplantar a alguna de las penadas. Un sueño que nunca se cumplió porque la conocían demasiado en toda la cárcel, donde la dejaban estar con las presas y donde sin asombro fue comprobando que, a pesar del dolor que aquellas paredes contenían, era el único lugar que le hacía soportable la vida.
Dormía como las demás en un petate, comía como las demás el rancho, ayudaba en todo lo que podía y exigía a las presas que le hablasen de Virtudes. Cualquier otra forma de existir le parecía absurda y fuera de lugar, y estaba convencida de que sólo viviendo allí su vida podía tener todavía algún sentido.
Con la llegada del invierno su salud empeoró. De noche el viento silbaba como las balas al penetrar por las rendijas, y desde la calle llegaban ladridos de perros que parecían almas, y de almas que parecían perros.
El tiempo se había asentado en un silencio expectante, igual que había hecho ella, y en los tejados aparecían estalactitas de carámbanos. El frío la llenaba de desolación. El frío le hablaba de la podredumbre bajo la tierra, de raíces y de huesos y de materia en descomposición.
Pero también el frío le hacía recordar las noches de invierno, tiempo atrás, cuando ya estaba próxima la navidad y la leña ardía en la estufa. La lluvia azotaba los cristales y se oía el lejano traqueteo de los tranvías. Virtudes se hallaba pegada a la estufa, en el rincón más resguardado de la casa, peinando su cabellera mojada, que a ratos se acercaba peligrosamente al fuego. Sus cabellos brillaban a la luz de la estufa y casi parecían rojos, y casi parecían llamas. Y ahora recordaba, con claridad diamantina, que en una ocasión le había dicho:
–Te acercas demasiado al fuego. Algún día arderás y te quedarás sin pelo.
También a la madre de Ana se le fue la cabeza y en lugar de vadear la locura se hundió de lleno en ella. No se perdonaba el haber hecho todo lo que había estado a su alcance para impedir que Ana huyera de Madrid y empezó por consultar a una médium de la Gran Vía que estaba casi ciega y que se hacía llamar Madame Morgana. Con ella creyó sentir muy cerca a Ana.
Una noche, hallándose con Madame Morgana y otros entorno a una mesa camilla, la mujer aseguró que Ana le estaba acariciando el cuello y las manos.
La siento y la oigo, está aquí… -musitó, temblando junto a la mesa.
–Claro que está aquí, claro que está. Ana ha venido a verte. Ana es ahora un fuego que no ves, que llega a ti i instantáneamente y que instantáneamente desaparece… En cada aparición te susurra algo. ¿Qué te está diciendo? – preguntó la médium.
–Dice que su cabeza arde… -¿Está en el infierno?
–No, pero su cabeza arde…
Madame Morgana podía alimentar la fantasía de sus clientes a fin de hacerlos rentables, pero en el fondo era una mujer razonable y no pretendía volverlos locos.
–Bueno, Ana está en una dimensión de pura luz y pura transparencia. Por eso te dice que su cabeza arde… -comentó tranquilizadora. – ¡No! – gritó la madre de Ana, con ojos de hallarse en trance-. No está en una dimensión de luz… pero tampoco en una dimensión de sombra… Está en una dimensión intermedia… Y dice que va a nevar durante años… -¿Dónde?
–En los cementerios de los vivos y en los cementerios de los muertos. Dice que está escrito. – ¿Se siente dichosa?
–No. – ¿Y desgraciada?
–No lo sabe. Creo que está perdida…
–Te está mintiendo. El espíritu que te habla no es el de Ana -aseguró la médium. – ¡Es el de mi hija! Dios mío, ya se ha ido. La han ofendido tus palabras. ¡Ana! ¡Hija! ¡Hija mía!
Esa noche, Madame Morgana se vio obligada a recurrir a toda su ciencia para que su clienta volviese en sí y ya no quiso admitirla en su casa.
Algunos años después, el hermano mayor de Ana, Manolo, falleció víctima de una angina de pecho que había dado las primeras muestras poco después de la detención de su hermana. Pero ya para entonces la madre de ambos había dado con sus huesos en el asilo psiquiátrico.
Llegó al manicomio una tarde de principios de otoño anduvo un buen rato perdida en un mundo desde el que todo adquiría una lejanía espectral. A pesar de su longitud, los pasillos del manicomio no asustaban y parecían sumidos en la calma. El hospital era una inmensa morada donde las caras cambiaban sin cesar. Y la locura era allí una naturaleza: era el aire que respirabas, pero era también la extraña flor que crecía, negra y radiante, en aquel vasto invernadero con pétalos en forma de hilos que se iban enredando en la mente y la iban convirtiendo en una selva cada vez más oscura y envolvente.
A la madre de Ana le impresionaban algunas miradas que parecían cohibidas, comprimidas por debajo de su silencio y que en instantes muy breves se detenían en ella y la analizaban desde un lugar al otro lado de la realidad y a la vez dentro de ella, en su misma columna vertebral.
Esa misma tarde, se encariñó de una terraza junto al pasillo desde la que podía ver el jardín y una ventana triangular y más elevada que las otras, de la que surgía a veces la cara de un hombre, de ojos muy abiertos, que parecía tener un cuerpo grande y desgarbado. También podía ver desde allí las arboledas de la fuente del Berro y el cementerio, al final del páramo.
El invierno se había adelantado y, como pudo comprobar el día mismo de su ingreso; la nieve temprana había empezado a caer copiosamente sobre las zarzas y las fosas, sobre los muros y los patios, sobre los vivos y los muertos.
Seguía nevando todos los días cuando, una mañana de noviembre, la madre de Ana se levantó con la obsesión de dar un paseo hasta la fuente.
Sólo pedía una hora, una sola hora de vida. Una sola hora para ella, una sola hora suya, únicamente suya, absolutamente suya. Una sola hora…
Antes del desayuno, logró deslizarse hasta la puerta de salida y se dirigió hacia la fuente del Berro.
De pronto, creyó que se hallaba en su pueblo y en pleno invierno. Pasó ante las cascadas heladas, rodeó una rotonda de avellanos cubiertos por la nieve, y más tarde se vio en medio de una hondonada blanca.
El frío la había despojado de todo dolor, de toda preocupación. Podía finalmente pensar en sí misma: ver por sus propios ojos, podía finalmente respirar el aire de olor a nieve sin pensar en nada más.
Detenida en la hondonada, permaneció un buen rato escuchando el silencio lleno de chasquidos. Miró al cielo: un inmenso remolino de copos surgía de un fondo blanco. Ya no había tiempo, ya no había espacio. Su cuerpo era un punto sin dimensión en el que no cabía el dolor, o en el que sólo cabía un dolor blanco.
Fue entonces cuando los loqueros la descubrieron y la llevaron a rastras hasta el manicomio, donde la estuvo examinando el médico.
–Es asombroso -dijo el facultativo, un hombre joven de gruesos anteojos-. No se observa en ella la más mínima alteración, y ha mantenido intacto el calor del cuerpo. Da la impresión de que estuviera más allá del frío y del calor.
El médico la dejó en paz, y ella volvió a salir a la terraza.
Suso, Tino y el perro han acudido muy de mañana a la puerta de la cárcel y ahora se encuentran sentados en un pretil a medio camino entre el manicomio y la prisión, observando a la mujer de la terraza.
–Oye, Suso, ¿tú qué crees que es la locura? – dice Tino, tras encender un cigarrillo.
–Quizá es un dejarse llevar. – ¿En qué sentido?
–Te dejas llevar por todo lo que circula por la cabeza. Supongo que, más que andar, vuelas. – ¿Hacia dónde?
Ahí está el problema. Recuerdo cómo caminaba Damián antes de que lo internaran: parecía un bólido. ¿Adónde iba? ¿Adónde se van los locos?
–Es difícil saberlo -comenta Tino.
–Quizá se van más lejos que los muertos. – ¿Sabes lo que estás diciendo?
Suso niega con la cabeza.
Benjamín Avelina y sus amigas llevan ausentes seis años. Benjamín sigue en el pueblo y desde una de las peñas contempla los pinos que crecen al borde de la barranca y la casa del inglés, cuyo jardín vuelve a parecer un vergel de olor a flores recientes.
El arroyo viene este año más trotador, y parece traer con él la sonrisa de la nieve.
Benjamín se coloca al otro lado de la peña y dirige su mirada al jardín de piedras que solía frecuentar con Avelina.
El jardín está desierto y las rocas han perdido los nombres que ellos les dieron. Son piedras sin nombre a las que ha ido despojando de sentido por medio de conjuros poéticos, y ahora sólo recuerda la Roca Que Calla, en la que está sentado. A su alrededor las piedras vuelven a ser lo que eran, abstracciones entre la hierba, como las tumbas sin nombre.
Benjamín se ha enterado de que Avelina reposa en la fosa común, al menos hasta nueva orden, y le parece una ironía. Ella hubiera deseado menos anonimato, al igual que sus compañeras de aquella mañana.
Benjamín vuelve a mirar hacia el jardín de piedras y la vía. Hace tiempo que no pasan trenes llenos de soldados, pero el río continúa con sus estrofas raudas y el gavilán no ha dejado de señorear en el páramo.
El invierno ha quedado atrás y de noche todo se impregna de una tranquilidad herida que va derivando hacia el negro y el valle de piedras semeja un jardín extinguido.
El inglés ha regresado a la casa de la colina con una belleza rubia que antes no le acompañaba, y parece agradecido del silencio tan definitivo que lo envuelve todo, y que sólo rompe el canto de los pájaros o la música que surge de su casa.
Benjamín se gira: en la hora añil dos sombras están bailando en el páramo. No son Avelina y él, son el inglés y la mujer, que se mueven al compás de un tango.
Desde la terraza, llegan aires de Gardel. Benjamín los escucha, oculto tras una de las piedras, mientras contempla el río. Luego se va acercando al bosque, envidiando la felicidad del inglés y recordando su última noche con Avelina.
Desde hace algún tiempo escribe versos, y no sólo porque piense que cuando todo está perdido sólo nos queda la poesía, también lo hace porque siente que la poesía condensa más silencio y atiende más a los balbuceos del alma. (En la casa del inglés ha cesado la música. La luna ilumina la isla del río en la que desaparece el búho.
Silencio profundo en el jardín de piedras.) Benjamín se detiene junto al río, eleva la mirada, se fija en la luna llena y piensa que desde hace tiempo la gente vive en una noche que no cesa y en la que hay dos lunas. Una la que se ve en el cielo y otra la interior, que es siempre una luna melancólica. Luego recuerda el viaje que hizo a Madrid, cuatro años atrás. En Europa era la guerra total y en Madrid continuaba la guerra en las sombras. La noche era un bosque de amenazas en todo lugar y le daba miedo cruzar cualquier calle. Y una madrugada, hallándose en Cuatro Caminos, creyó que lo poseía el espíritu sin nombre y empezó a oír el gemido de un saxofón que no parecía proceder de ninguna parte. Sentía la ciudad llena de Avelina, de su misma ausencia, y avanzaba como un sonámbulo por la glorieta. En la hora añil las olas de niebla se rasgaban. Los dos juntas se hundían detrás de la glorieta. Las sombras se extendían en Madrid.
Extraña era aquella noche en que aparecían caras perdida y extraños cuerpos segaban la bruma. Pero esa extrañeza que tanto modificaba su mirada ¿no sería ya uno de los efectos de la extraña flor de la locura?, se preguntó cuando se dirigía a la estación.
Cerca del canal, una luz le cegó al intentar cruzar la calle. Durante un instante, no supo si retroceder o avanzar, y miró hacia atrás antes de arrojarse a la cuneta y rodar por los suelos mientras oía el chirriar de unos neumáticos en el adoquín helado.
Cuando se incorporó y miró hacia el automóvil, vio que se trataba de un furgón policial. El conductor, que llevaba uniforme de la Guardia Civil, saltó del vehículo y gritó: -¿De dónde ha salido usted?
–Verá, yo…
Se miraron con extrañeza. Fue como si de pronto ninguno de los dos supiera qué había pasado. Iban los dos sumidos en sus pensamientos y, de pronto, pudieron haber chocado como aerolitos, pero sólo Benjamín se hubiese partido en pedazos.
No podía culpar a nadie, en todo caso a sí mismo. ¿Por qué, al percibir la luz, se había paralizado? ¿Qué había ocurrido, de pronto, con su cociencia?, pensó.
El conductor volvió al vehículo y antes de arrancar de nuevo murmuró:
–Váyase a la cama y deje de mirarme como un imbécil. No estoy para bromas.
Todavía sumido en el estupor, Benjamín vio desaparecer el furgón tras la arboleda.
Llegó a la estación a la hora justa y no mucho después su tren discurría por una zona boscosa, dejando tras él una humareda negra. Benjamín olfateaba su abrigo y pensaba que su chaqueta olía a fiebre y que el aire olía a fiebre y que la vida olía a fiebre. En la noche escalofriante, volvía a escuchar un saxofón agudo y extenuante. El cielo estaba clareando mucho antes de la aurora, como si lo iluminase el negro sol de los melancólicos, y en ese cielo de pizarra en polvo se elevaban turbas de aves nocturnas mientras el tren avanzaba a toda velocidad. Entonces recordó un verso de Jorge Manrique: «ya no sé qué fue de mí», y pensó que eso sólo lo podía escribir alguien que se había ido muy lejos de sí mismo. La cara de Avelina volvió a ocupar su cabeza y pensó que ella y sus amigas se habían convertido en sus flores del mal, más narcóticas que el opio y de un poder de evocación más poderoso.
En tren seguía a la misma velocidad y la máquina vomitaba unas chispas tan grandes que, de haber sido verano, hubiese dejado tras ella una cadena de incendios. Benjamín empezó a creer que iba en el tren de ninguna parte y le entró un nuevo ataque de pánico.
Más allá de los árboles que rodeaban la vía, se extendían las praderas moteadas por las rocas sobre las que continuaba cayendo la nieve. La noche se advertía como puro silencio, ferozmente aniquilado por el rugido de la locomotora.
En una estación del metro En el año 1949, cuando las trece ya llevaban una década bajo tierra, las familias fueron invitadas a hacerse cargo de los cadáveres para que reposasen en tumbas con nombre. Algunas lo consiguieron. Ana, por ejemplo, y Dionisia, que fue reconocida por sus familiares gracias a las mariposas de sus zapatillas. También Avelina tuvo el privilegio de descansar junto a sus muertos. Benjamín asistió a la exhumación de su cadáver y fue entonces cuando constató que la belleza de las personas residía en sus huesos y besó ardientemente su hermosa calavera, ante el asombro de los que junto a él presenciaban la ceremonia. Ese mismo día decidió quedarse en Madrid, donde pudo explorar desde más cerca la vida y los hechos de las trece rosas, como ya las llamaban los presos y los exiliados.
En el otoño de 1975, veinticinco años después de aquel momento que tan honda huella había dejado en él, Benjamín continuaba en Madrid. Tenía cincuenta y cinco años, llevaba más de veinte ejerciendo de profesor de enseñanza media y no se había casado.
En los ratos libres, seguía escribiendo poemas, y se había ganado un vago prestigio de poeta esencialista, que abogaba por una especie de lucidez sin lindes, deslizándose entre la niebla, y le gustaba hacerse eco de un pensamiento del Mary W. Shelley según el cual la invención, había que admitirlo humildemente, «no consistía en crear del vacío, sino del caos».
Franco acababa de morir tras veinte días de operaciones, cortes y empalmes en los que había tenido tiempo de desear al absoluta urgencia la muerte, cuando Benjamín estuvo paseando por la glorieta de Cuatro Caminos, donde creyó percibir una cierta imagen del esplendor. Junto a las cabinas de teléfonos había muchas chicas y más de la mitad eran de la edad de la Mulata y sus amigas cuando fueron ejecutadas.
Entró en una taberna, pidió un café y, mientras lo bebía, se fijó en tres chicas que cruzaban la calle, destacándose de la multitud por su viveza y su sonrisa. Parecían Joaquina y sus hermanas el día en que las detuvieron.
Se dio la vuelta y descubrió a una mujer que le recordaba a Carmen, y que acababa de salir de una farmacia. Le conmovió la suavidad de sus rasgos y su sosegada forma de mirar.
Ya no sabía cómo poner tasa a su desvarío y empezó a creer que el calidoscopio del pasado estaba alterando demasiado su presente, conduciéndole a lugares en los que podía extraviarse como en un laberinto de imágenes rotas, y donde parecía repetirse aquella noche en Madrid, cuando se creyó poseído por el espíritu sin nombre.
Entonces imaginó que todas aquellas chicas que le rodeaban desaparecían como barridas por una radiación y se subió a un autobús que lo dejó en el barrio de Blanca y Julia, muy cerca de la calle San Andrés. Se hallaba frente al inmueble en el que había vivido Blanca cuando vio a una muchacha de cara tan lunar como la de Julia que le sonreía antes de desaparecer entre. la gente. Fue entonces cuando empezó a escuchar un piano y elevó la mirada.
Por lo que pudo comprobar, el piano se hallaba muy próximo a una ventana tras la que podía ver a la mujer que lo estaba tocando. Una silueta vaga tras las cortinas, tocando la KV 331 de Mozart.
Transportado por la música, cerró los ojos. Después de aquella agitada danza de miradas perdidas, ya no le costaba suspender el juicio y creer que Blanca seguía tocando el piano en la calle San Andrés. El aire tenía el espesor de la dicha y la ligereza del deseo y, entre nota y nota, era fácil volver atrás y pensar que estaba a punto de empezar el ayer. Y fácil regresar a aquel sábado de julio, cuando el ruido y la furia aún no habían sustituido a la brisa, y fácil escuchar las risas de las muchachas, surgiendo como racimos por todas partes y haciendo más electrizante el atardecer.
Eran más de las seis cuando recordó que había quedado con una amiga para ir al teatro y se perdió en la boca del metro mientras pensaba en la naturaleza de los fantasmas, que eran siempre fantasmas del deso.
Grupos de chicas se arremolinaban de nuevo en las cabinas de teléfonos y se notaba que había llegado el momento de las citas, los encuentros y los desencuentros, por eso el aire estaba poseído por una tranquila y susurrante vibración.
Una vez más, la vida se obstinaba en ser vivida. Las ventanas se iluminaban, las calles se llenaban de voces, de ecos, de pasos, y la gente hablaba y bebía en el excitante anochecer, hypocrite lecteur, mon semblable, mon frère.
Agradecimientos En esta novela el narrador se hace eco de las siguientes voces (por orden de aparición):
Ezra Pound, Calderón de la Barca, Shakespeare, Antiguo Testamento, Gustavo Adolfo Bécquer, T. S. Eliot, Miguel Hernández, García Blanco-Cicerón, Nuevo Testamento, MiJaíl W Lérmontov, Raoul Walsh, César Vallejo, Rubén Darío, Carolina Coronado, Jean-Paul Sartre, D. W Griffith, Gonfried Benn, Friedrich Nietzsche, Mozart, Eric Burdon, Francisco de Quevedo, Florián Rey, López Maldonado, Beethoven, Nieves Torres, Dante, Mirta Núñez Díaz-Balart, Antonio Rojas Fried, Ángeles Barroso, Sófocles, Tomasa Cuevas, María del Carmen Cuesta, Carmen Machado, Antonio Machado, Fedor Dostolevski, Miguel de Cervantes, Eurípides, San Juan de la Cruz, Yoka Daishi, Fernanda Romeu Alfaro, Arthur Rimbaud, Santa Teresa de Ávila, Hesiodo, James Joyce, Matsuo Basho, Luis de Góngora, Jorge Manrique, Antonio Gamoneda, Mary W Shelley, jesús Hilario Tundidor, Luis Cernuda, Gil de Biedma y Charles Baudelaire.
A todos ellos mi agradecimiento.