Cuando el perro de la felicidad te lame la mano
Iris salió del café anhelando ya el próximo encuentro con Luca. Se estaba enamorando irremisiblemente de él y eso le daba miedo, porque hacía mucho tiempo que no le sucedía nada parecido. Y en otras ocasiones no le había reportado precisamente beneficios.
Para ella el amor había sido hasta entonces algo parecido a subir una escarpada montaña a toda prisa para, una vez en la cumbre, caer al abismo sin que nada ni nadie la sostuviera. No quería volver a pasar por eso. Por otra parte, sentía que con Luca había atravesado ya una especie de límite invisible que no le permitía volver atrás. De repente se le hacía impensable prescindir del café mágico y de las conversaciones con él.
Aun así, se movía en un mar de dudas. ¿Estaba siendo demasiado tímida? ¿Debía insinuarse, ir más allá? Iris había oído decir a sus compañeras de trabajo que, a su edad, los hombres tenían muy poca paciencia. Si la mujer en la que se han fijado no les allana un poco el terreno, simplemente echan el anzuelo en otras aguas.
¿Sería Luca un mero seductor? ¿Por qué nunca hablaba de sí mismo, como hacían la mayoría de hombres?
Mientras Iris pensaba en todo esto llegó a la protectora de animales, en las afueras de la ciudad, donde el perro pequeño buscaba un amor grande.
Un festival de ladridos y golpes metálicos contra las vallas le hizo saber que la colonia de canes abandonados era muy numerosa. Y por lo solitario del lugar, no parecía tener muchas visitas.
Tras llamar al timbre, se preguntó si sería cierto lo que había oído contar sobre las perreras: que solo alimentaban a los animales por un tiempo limitado —unas semanas, a lo sumo—, y sacrificaban a los que no quería nadie.
Aquel pensamiento terrible se desvaneció cuando tras la puerta hizo acto de presencia la mujer que la había atendido por teléfono. Era una anciana de setenta y muchos años, de expresión jovial.
—¿Eres la del perro pequeño? —preguntó.
Iris asintió y la mujer la condujo, entre jaulas ocupadas por perros enloquecidos, hasta la sección de la perrera que albergaba los ejemplares de menor tamaño. Pasó de largo varios caniches de pelo deslavado y otros de raza mezclada que le parecieron agresivos. Finalmente se detuvo delante de una jaula donde había un perrito de patas cortas. Tenía el pelo blanco con manchas negras. Una le cubría un ojo y le hacía parecer un pirata.
Justamente ese era su nombre, como pudo saber cuando la anciana se agachó a acariciarle el hocico.
—¡Hola Pirata!
El perrito empezó a mover la cola vigorosamente, mientras arañaba la reja con sus cortas patitas.
—No es tan diferente al del anuncio —dijo Iris mientras dejaba que Pirata le lamiera los dedos a través de la reja.
Mientras se dejaba seducir por aquel chucho desgarbado, recordó una frase que tenía de adolescente en un póster de su habitación: «A veces el desconocido perro de la felicidad me lame la mano y yo no sé dónde he puesto la correa».
—Es casualidad —comentó la anciana—. Ha llegado esta misma mañana. Y el perro del anuncio lo dibujó hace un mes nuestro veterinario. Ahora le conocerás.
Iris decidió adoptar al pequeño Pirata y la mujer le pidió que rellenara varios papeles, además de cobrarle un donativo para el mantenimiento de la perrera. Luego le pidió que se sentara mientras iba a buscar al veterinario, el cual le entregaría la cartilla de vacunación del perro y le daría algunas indicaciones.
Iris permaneció un par de minutos en la minúscula oficina, mientras del exterior le llegaba una polifonía de ladridos —agudos y roncos— de los que no habían tenido la suerte de Pirata.
Cuando la puerta se abrió, Iris no daba crédito a lo que estaba viendo. El veterinario era alguien que había conocido muchos años atrás. Pese a que se había convertido en un hombre algo grueso y prácticamente calvo, la expresión risueña en su cara ancha no admitía duda: era Olivier.