VII. La serpiente y el gorrión

Soporto mal leer de noche. Necesito auxiliarme de unos lentes hechos para mí en Flandes, pero aún así la lectura es fatigosa. Me lloran los ojos con frecuencia, si bien en este caso lo atribuyo a agravios del memorial, como ese de decir que yo no tomaba cerveza por ser bebida de plebeyos y que a causa de eso era un imbécil.

No discutiré bobadas con un muerto, pero confieso que me alivió saber que la intuición no me mintió cuando escapé del palacio aquella noche de junio. Llevaba todas la de perder con un magistrado que, cuando le faltaba la razón, en lugar de inclinarse ante las leyes, hacía que las leyes se inclinaran ante él.

En todo caso, debía esperar a que mi visión se recuperara. Así que me quité los lentes, solté de las manos los folios del pato y la cerveza especiada, me sequé los párpados con un pañuelo de lino, cerré los ojos y dejé que mi memoria regresara al Magdalena y a la noche que huí de Londres. Y a poco volví a escuchar los suaves siseos del barco hendiendo las aguas del Támesis y tornó a mí la estampa del río y de los pasajeros adormilados entre el variopinto fardaje que atestaba la cubierta.

Había dejado de lloviznar. Las nubes iban altas, pero en el cielo se había abierto un boquete por el que se podía ver una luna tierna que salpicaba las aguas del Támesis con diminutos destellos. Acodado en la borda de popa, miraba a uno y otro lado del río, mientras, más allá de la oscura arboleda que poblaba su orilla izquierda, iban apareciendo, una tras otra, las sombras de Blackfriars, el Inner Temple, el Savoy, el palacio de Westminster y la abadía. De lejos llegó hasta mí el talán de una campana. Y una ráfaga de frío heló mi pecho al comprobar que aquel mundo en el cual había vivido los mejores años de mi vida iba quedando sin remedio atrás.

Deslicé la espalda por las maderas de la borda hasta sentarme en el entablado, metí ambas manos en los bolsillos de mi capa y me puse a pensar (esto es importante). En aquellos días, cuando no lograba entender el motivo de mis dolencias, yo era proclive a pensar. Quiero decir, a hacer que pensaba, puesto que solo se me ocurrían simplezas o preguntas inauditas que de vez en cuando convertía en un poema. Y mientras trataba de dilucidar cuál era la distancia entre el nunca y el siempre, que era la trascendente pregunta que en esta ocasión me acababa de hacer, advertí que, sin darme cuenta, había estado trasteando con los dedos algunos objetos que tenía en los bolsillos de la capa y que no recordaba haber puesto allí.

En el izquierdo había un pañuelo de hilo, una pequeña navaja y dos monedas de cuatro peniques cada una, regalos sin duda de la tía Edith. En el derecho, en cambio, había un canuto de caña, adminículo que todavía se usa en palacio para enviar mensajes enrollados en su interior. Tendría el diámetro de un dedo pulgar y el largo de dos, y estaba sellado con lacre. Su presencia en mi bolsillo me dejó perplejo. ¿Quién lo había puesto allí? ¿Mi padre, la tía Edith? ¿Acaso había sido Maud?

Los caminos del cerebro, como los de Dios, son inescrutables y, por vía inesperada, la memoria me transportó al instante en que Maud comenzó a titubear, a su gesto de dolor y, por último, al momento terrible en que se abalanzó sobre mí y trató de sujetarse a mi camisa. Recordé el ruido del desgarrón al descoserse el bolsillo. Y de pronto caí en la cuenta de que Maud no me había alargado la mano para sostenerse, sino para meter el pequeño tubo de caña en mi bolsillo, intuyendo acaso que iba a morir y que yo era la persona indicada para recibir el tubo. La tía Edith debió de sacarlo de mi camisa embarrada y guardarlo luego en un bolsillo de mi capa de Flandes.

Arranqué el lacre que sellaba un extremo del canuto y en su interior hallé un escrito en papel valenciano que la oscuridad no me permitía leer. Tenía a pocos pasos el farol de popa y me fui hacia allí con los pulsos alterados.

Lo que contenía el papel, sin embargo, era un incomprensible texto en griego con algunos números romanos y el símbolo de la camomila. Y por más que traté de leer el mensaje invertido, de lado, del derecho y del revés, no pude entender una jota. Conocía el alfabeto griego, pero no la lengua. Tampoco sabía una palabra de los signos de la alquimia. Y en cuanto a los números romanos, no pude sacar nada en concreto. Pero el mensaje debía de ser importante por las trágicas circunstancias en que Maud me lo había entregado.

Enrollé el trocito de papel y lo volví a introducir en el canuto. Mi capa tenía un dobladillo en el cuello, donde se insertaba la capucha, y allí lo guardé, siguiendo la práctica de algunos viajeros que esconden en ese simulado bolsillo monedas y objetos de valor. Me aparté del farol y volví a sentarme en el rincón más oscuro del castillete de popa. Y fue entonces, cuando más distraído y reflexivo estaba, que escuché una voz decir:

—Vuestro rostro me es familiar. ¿No nos hemos visto en alguna parte?

Mi padre me había advertido de que no hablara con extraños y que guardase la mayor discreción hasta tanto no llegara a Wallingford. Nunca se sabe, me dijo, cuanto mal o cuanto bien puede hacernos un encuentro de esa índole.

Alcé, sin embargo, los ojos. El individuo en cuestión me observaba de pie y a contraluz. La luna le daba en la coronilla y dibujaba alrededor de su rostro un aura entre enigmática y sobrenatural. Le observé unos instantes y, mirando para otro lado, me limité a decir:

—No lo creo.

En aquellos días, yo era un viajero inexperto que ignoraba que viajar exige un permanente estado de alerta. Peor si el viaje, en lugar de búsqueda, es huida. Era, además, mi primer viaje en barco. Otros muchos habrían de seguirle, quizás demasiados, pero en ellos hube de aprender que todo viaje es una inusitada geografía donde el azar entabla conversaciones desusadas con personas que nunca volvemos a ver, nos descubre oficios que nunca pensamos que existieran, proporciona respuestas a preguntas que nunca nos habíamos hecho o nos lleva a conocer personas que jamás olvidamos, aunque no volvamos a verlas. Pero siempre hay una primera vez para todo y eso fue lo que ocurrió aquella noche.

Yo me había refugiado en el mutismo, pero el desconocido se sentó a mi lado e insistió:

—He vivido entre Westminster y Londres los últimos meses y creo haberos visto allí alguna vez. ¿Trabajabais acaso en palacio?

La oscuridad me impedía distinguir con nitidez sus facciones. Era un hombre delgado y tenía los dedos muy largos. Vestía una hopalanda de color indescifrable a causa de la oscuridad y mostraba la soltura y los modales de quien sabe estar en cualquier sitio y ante cualquier gente sin necesidad de fingir. Pero fue el sonido de su voz lo que despertó mi mente y mis sentidos.

Hay personas que seducen con el don de la palabra. Otras lo hacen con su timbre de voz. Y este era el caso del extraño que se había sentado junto a mí. A veces dulzaina de lengüeta, a veces ronco de gaita, su registro era amistoso y dotado de un extraño poder de sugestión.

En vista de que yo seguía callado, abrió su zurrón de piel de cabrito, sacó un pequeño cuchillo, un pedazo de queso y un pan alargado. Cortó unas lajas del queso y una rebanada de pan y empezó a comer con la mirada puesta en los viajeros que abajo, sobre la cubierta, ordenaban bultos, abrían morrales, los volvían a cerrar, se sentaban, se ponían de pie, hablaban como comadres o jugaban a los dados. Destapó la calabaza que llevaba en bandolera y dio un sorbo de agua. Sacó luego del bolsillo un puñado de regaliz y cardamomo, se lo echó a la boca y se dio a masticarlo con fruición.

Al rato, señaló con los labios la cubierta del barco y dijo:

—Esa gente me recuerda a los funcionarios del rey. Todos parecen estar ocupados, pero nadie hace nada de provecho. Sé lo que me digo. Fui paje del barón Grey de Rotherfield. Y a propósito, tenéis las manos muy finas. ¿Qué es lo que hacéis con ellas?

Observé mis manos con la curiosidad de quien las veía por primera vez, pero seguí sin pegar la hebra a una conversación que no deseaba entablar.

—Permitidme que adivine. Podrían ser las de un trovador. ¿Un alquimista? ¿Un escritor? Ah, ya sé, un paje de la Corte.

Su cháchara había tomado un giro que no me agradaba en absoluto, pero levantarme e irme a otro lugar del barco habría sido más sospechoso que descortés.

—Soy un ángel de la guarda, uno de los tres millones que habitan el Reino —le dije, con fastidio—. Y los ángeles tenemos manos así.

—Las mías son también de ángel —replicó sin inmutarse—, pero de un ángel viejo, si es que tal cosa existe. Nunca he visto ninguno de mi edad. Todos los que he visto, pintados, sobra decir, eran niños o jóvenes como vos.

Lo dijo en son de zumba, pero no alteré la expresión. Bajé los ojos y los detuve en sus manos. Los dedos no eran totalmente rectos, sino algo desviados en las puntas, en tanto los nudillos próximos a las uñas eran algo más abultados de lo normal, en especial el del índice de la mano derecha.

—¿A dónde os dirigís?

El aliento a cardamomo y regaliz era agradable, pero la pregunta era impertinente.

—A ninguna parte —respondí.

—Yo también voy ahí, solo que un poco más lejos.

No pude evitarlo. Me hizo gracia y me reí. Y a partir de ese momento, la charla se distendió.

—Voy a Oxford —dijo, riendo también—, pero debo apearme en Henley y seguir el viaje en una lancha de remos. El río no es navegable a partir de ahí para barcos como este.

—No parecéis estudiante.

—Soy amanuense.

—¿Por eso tenéis torcido el índice?

—¡Oh, cielos, un ángel observador, un rara avis in terris! Pero sí, sí, es cierto —dijo mirándose el índice—. Empecé escribiendo con una caña afilada, más dura que la pluma de oca. Debió de torcerse entonces.

—Creí que copiar libros era oficio de frailes.

—Lo es. Pero cada vez hay más gente que quieren leer a solas y no que otros les lean. Los monasterios no se bastan para copiar tanto escrito y por eso contratan amanuenses laicos.

—Y vos sois uno de ellos.

—Me gano la vida yendo de un lugar a otro haciendo copias. Cuando me canso de viajar, me quedo en una universidad o un monasterio por un tiempo hasta que la tentación de volver al camino me lleva a dejar la escritura.

La voz transmite matices de los que la palabra en sí carece. Lo prueba la dificultad que tengo ahora para describir los acentos, las inflexiones, los cambios de tono y emociones que aquel hombre era capaz de transmitir. Pues no es solo palabra la que se dice o se escribe, sino la que insinúa e implica. Y en eso, en sublimarla y darle aire, el desconocido era un auténtico maestro.

—¿No es tedioso copiar? —le dije por decir algo.

—Tanto como arar todo el día, yendo de un extremo a otra del sembrado. ¿Conocéis la adivinanza de Verona?

—No.

—En la tierra blanca/la semilla negra/cinco los caballos/que el arado lleva.

Fruncí los labios en un gesto ambiguo.

—Es una metáfora de la escritura —dijo.

—¿Y por qué de Verona?

—Porque la inventaron allí, supongo. Uno no es más que un labrador que siembra en el papel surcos de tinta con el esfuerzo de los dedos y el arado la pluma. Copio de todo: libros de filosofía, medicina, teología, incluso partituras de música.

—¿Sabéis componer?

—No. Lo único que sé hacer es copiar en caligrafía carolingia. Pero hay algo mágico en dibujar esos signos. Lo hice con la Messe de Nostre Dame, de Guillaume de Machaut. ¿Habéis oído hablar de él?

—No me suena.

—Pasé más de un mes copiando sus páginas de música: líneas, puntos, rayas, símbolos. Cierto día, creo que era la festividad de la Asunción, asistí a misa en el monasterio donde copiaba el manuscrito. No podía creer lo que oía. Un milagro. Signos mudos transformados en armonías celestiales. Y al revés, armonías y sonidos transformados en signos y palabras.

—Algo parecido a escribir.

—¡Oh, oh! —bromeó—. ¡Un ángel ilustrado! ¡Esto sí que es milagroso! ¡Claro que es parecido a escribir! Veo que entendéis lo que digo. Eso solo puede significar que tenéis alma de poeta.

—No —mentí con voz firme—. Solo digo que la música y la escritura son artes que se parecen.

—Maravilloso, sí señor. ¿O no es un prodigio que con veintitantos signos se pueda escribir, en cualquier lengua, cualquier cosa?

¿Qué tenía aquel individuo? ¿Cuáles eran los motivos de mi afinidad hacia él? ¿Por qué me sentía tan seguro en su presencia? Nunca lo supe. Pero el hecho es que lo sentía muy cercano a mí, tanto que hubiese querido ser él y acompañarlo hasta el destino que hubiese dispuesto.

—Os contaré una historia —prosiguió—. Cuando tenía vuestra edad, visité España. Quería hacer el camino a Compostela. Me lo pagué copiando libros en los monasterios que hallaba en el camino. No fue difícil. La mayoría de las copias las hacía en latín, pero hubo una que hice en castellano, una lengua que desconocía. Fue en un monasterio que se llamaba San Millán de Suso y la obra se titulaba Libro de Buen Amor.

—Un nombre extraño, ¿no es así?

—Supongo que se debe a que el amor que abunda es el malo.

No quise llevarle la contraria. Me sentía confuso después de la experiencia amorosa con Maud.

—¿Y nunca supisteis su contenido? —pregunté.

—¿Cómo creéis que iba a dejar de averiguarlo con un título como ese? A medida que avanzaba en la copia, uno de los frailes me lo iba traduciendo al latín.

—Era un libro devoto.

—No. Era un libro de enjundia, escrito por un arcipreste que contaba fábulas, historias de amor, cantares de ciegos. Hacía burla de los frailes, ensalzaba a las mujeres y proclamaba las virtudes del dinero. Decía que el buen humor conviene al hombre… a ver si me acuerdo… para alegrar su razón, pues las muchas tristezas, mucho pecado son.

—Tantas cosas qué aprender.

—Y tantas qué descubrir. Viajar tiene inesperadas recompensas. Por ejemplo, he visto un ajedrez de Carlomagno hecho con el pan y el vino utilizados por Jesucristo en la última cena, una escápula de san Andrés y un vasito que contenía leche de la Virgen María.

»—¡Oh! —exclamé, genuinamente hechizado.

»—Todas falsas

»Volví a exhalar otro ¡oh!, si bien en tono más discreto.

»—Pero valiosas. No hay templo ni monasterio que no obtenga rentas de ellas. Por cierto, ¿de dónde venís?

Aquel «por cierto» traído por los pelos y en frío me puso en guardia, así que volví a mentir.

—De Kent —contesté.

—Pues tenéis acento londinense.

—Se pega con el tiempo. ¿Y en qué os ocupáis ahora? —pregunté, para desviar la conversación.

—Acabo de concluir dos manuales en Londres: uno de cocina y otro de agricultura. Y en Oxford me esperan una historia de los griegos y otra de los romanos. He arado más libros de los que puedo recordar —sonrió.

—Pero habréis aprendido mucho.

—Eso sí.

—Sois persona afortunada.

—Soy un hombre liberado. Vivo de un oficio que me gusta, pues siempre me ha gustado escribir, y sigo la vieja regla según la cual uno debe hacer en la vida todo aquello que, a la hora de morir, piensa que debería haber hecho.

—¿También sois escritor? —le pregunté muy impresionado y seguramente con cara de bobo.

—No. Me refiero a que me gusta la caligrafía. Era lo que más deseaba hacer de niño. Experimentaba un gran deleite en ver salir de mi pluma esos signos, si bien desconocía lo que uno podía hacer con ellos. Algo parecido a escribir con el alfabeto árabe o el cirílico, los cuales también he copiado.

—¿Escribíais sin saber leer?

—Me gustaba dibujar las letras. Pero la mayoría de los copistas trabajaban al dictado y no pude acceder al oficio hasta que aprendí a leer. Hubo de pasar algún tiempo antes de que pudiera escapar de esa tiniebla.

—¿Y ahora?

—Con el tiempo me he ido percatando de que la fascinación que sobre mí ejercía escribir no era tanto copiar libros, como entender el mundo. ¿Os gusta leer?

—Sí, claro.

—¿Y escribir?

La pregunta me obligó a pensar. Decir que me gustaba escribir podía ser peligroso, pero aquel hombre me tenía encandilado. Había tocado el objeto de mi más honda vocación y no deseaba otra cosa si no que siguiera hablando.

—Lo digo por vuestras manos —volvió a insistir—. Son finas, como las mías. Y no veo callos en los dedos, así que tampoco sois músico.

—No soy lo uno ni lo otro.

—O no lo queréis decir.

—Me decíais de vuestros libros.

—Ah, sí. En el próximo que leáis, buscad el nombre del copista. Si lo tiene, pues no todos los frailes quieren que se sepa quienes somos. Con suerte, hallaréis el mío. Me llamo Theobald de Rely. Y a propósito, ¿cuál es el vuestro?

Dije el primero que se me ocurrió:

—Roger Gifford.

Theobald de Rely alzó la vista al mastelero de la coca, se quedó mirándolo unos instantes y dijo:

—Ajá, Roger Gifford. Muy bien Roger, pues como os iba diciendo…

He dedicado buena parte de mi vida a escribir. Cuentos y poemas son mi arte. Mi mente es dúctil a las palabras, pese a haberme visto obligado a ganarme la vida en menesteres más prosaicos. Me complazco en mezclarlas para obtener gratas cadencias de ellas. Con todo, me resulta difícil explicar la impresión que Theobald de Rely causó en mí. Aquel hombre, que tantos libros había copiado y leído, encarnaba mi más cara aspiración: no ser sabio en una sola cosa, como le ocurre al teólogo. Lo que sabemos de Dios es lo mismo desde hace siglos y es un conocimiento que no crece. Del hombre y de nuestro mundo, en cambio, la ignorancia es infinita. Y aquel modesto amanuense sabía más del mundo y de los hombres que todos los teólogos de un concilio.

Theobald de Rely volvió a la fascinante relación de las numerosas reliquias que había encontrado en sus viajes, entre las que, para mi asombro, se contaba el hueso de una costilla de una oveja de Jacob. Y cuando al fin concluyó su retahíla se volvió a mí y, de manera intempestiva (la sugestión y el desconcierto súbito eran solo algunas de sus mañas), me dijo:

—Sabéis del crimen que hubo anoche en el palacio de Westminster, ¿verdad?

—¿Un crimen? —dije con la boca seca.

—Asesinaron a una joven muy bella. Su nombre era Maud Shelley.

—¿Cómo sabéis que era hermosa?

—No lo sé, me lo contaron.

—Ya. Pero, ¿quién pudo asesinarla y por qué?

—Parece que la asesinó un paje, un muchacho joven como vos. La damisela lo abandonó por el príncipe Lionel, y el paje, desesperado por los celos, la asesinó delante de toda la Corte.

Sus ojos acechaban mis facciones con tal prolijidad y apremio que llegué a pensar que mi rostro era un pliego en el que estaba leyendo mi vida.

—Qué tontería —dije en un murmullo.

—¿Cómo?

—Nada, nada.

—Me pareció escucharos decir qué tontería.

—Bueno, sí. ¿O acaso no lo es?

—Qué cosa.

—Asesinar a alguien en palacio, delante de tanta gente —le dije, para no tener que dar explicaciones sobre la inverosímil relación de Maud con el príncipe Lionel.

—Hum.

—Hum, qué.

—Me preguntaba que hacía una persona como vos, educada y de manos tan pulidas, empujando barricas de vino y metiéndolas en este barco.

El comentario me dejó sin palabras, pero él solo se frotó los ojos, echó un vistazo por encima de la borda y se limitó a decir:

—Estamos llegando a Windsor. Bajaré un momento. ¿Queréis agua?

Y sin esperar mi respuesta, se dirigió a la escalerilla que bajaba a la cubierta del barco y procedió a llenar su calabaza de un barril que estaba junto al palo mayor.

La coca se acercó a la orilla y atracó. No vi alguaciles en el muelle. Los marineros bajaron algunos fardos, subieron otros. Algunos pasajeros abandonaron el barco, otros nuevos lo abordaron y, como media hora más tarde, el Magdalena ponía rumbo a Henley.

Busqué a Theobald de Rely con la mirada y no lo hallé. Bajé la escalerilla y me dirigí adonde Reginald Kindelan el capitán del barco, daba instrucciones al timonel.

—¿Conocéis al hombre que estaba conmigo sentado en la popa? —le dije.

—¿El que se bajó en Windsor?

—¿Se bajó en Windsor? Qué raro.

—¿Raro por qué?

—Me dijo que iba a Henley y que desde allí seguiría a Oxford. Su nombre es Theobald de Rely y se dedica a copiar libros.

El capitán hizo un gesto de extrañeza.

—Ese hombre no se llama Theobald de Rely, sino Natahaniel Downer. Y no es ningún copista. Tiene un hermano que escribe, sí, pero él es mercader de especias y persona de mucha influencia en el Consejo de Windsor.