CAPÍTULO VI

La traición de Vera

LRA mediada la noche, cuando a la puerta de la choza donde Texas sufría el terrible tormento de saber sus brazos casi anquilosados de tenerlos constantemente en tan agobiadora postura, se detuvo un calesín cubierto de polvo. Los caballos, fatigados y sudorosos, acusaban la angustia de una larga y martirizante jornada y del calesín, saltó a tierra un anciano de luengas barbas, que penetró en la choza regocijado llamando:

—¡VERA!… ¡Vera!… ¡Aquí estoy de vuelta!

Vera que tumbada sobre una pobre yacija no lograba conciliar el sueño a causa de las tormentosas sensaciones que la embargaban, corrió al encuentro del recién llegado preguntando con ansia:

—¿Todo bien, padre?

Spack se despojó de la postiza barba que le había servido para disfrazarse y repuso regocijado:

—Todo, Vera; la cosa ha sido más fácil que pudimos suponer, gracias a la casualidad. Nos apoderamos de tu prima sin tener necesidad de asaltar el rancho y al tiempo, nos deshicimos de esa bestia mejicana a la que yo más temía.

—¿Dónde está Stella?

—Dentro del calesín. No te preocupes, está bien amarrada. Al salir de la hacienda, dejé rodando los carros con la carne y la metí en el calesín, tomando una dirección distinta. Nos ha costado un puñado de cientos de dólares adquirir esa carne que para nada nos sirve, pero el precio ha sido demasiado barato para el valor de las presas.

—Tráigala aquí, padre. ¡Quiero verla!

—No, Vera, no podemos perder un minuto más aquí. Pueden haber echado en falta a Stella o haber descubierto el cadáver del mejicano y lanzar tras de nosotros toda una jauría de peones rabiosos. Tenemos que escapar de aquí cuanto antes. Ya sabes que lo tengo todo preparado en evitación de sorpresas. ¿Y Zenker?

Vera titubeó un momento y luego dijo:

—Padre, siento decirle que he tenido con él una discusión muy violenta y que me he visto obligada a disparar un tiro. Sólo le he herido en un brazo, pero me ha obligado a ello.

Spack rechinó los dientes gruñendo:

—¿Qué ha sucedido, Vera? Eso me desagrada. Zenker es un auxiliar muy valioso y está tan interesado como nosotros en esta lucha.

—No lo discuto, pero… se ha permitido obrar por su propia cuenta sin contar con nosotros. Pretendió matar a Texas antes de que tú vinieses y dieses tu visto bueno y tuve que oponerme. Me trató de un modo autoritario y sólo pude evitarlo disparando sobre él.

—Lo siento, Vera… es lamentable esto, pero… Zenker debió esperarme…

—Sí, además… ¡Oh, padre! ¡Es un canalla!

—Bien, ¡vaya novedad! Si fuese un hombre de bien, no nos serviría para nada.

—No es eso, padre… es un canalla para nosotros también.

—No puedo creerlo, Vera. Hay algo que le liga a nosotros y en particular a ti y por conseguirlo…

—No sigas. A eso me refiero precisamente. Es un calculador y un egoísta. Ni me ama ni jamás me ha amado. Sólo busca sustituirte en los negocios y amarrarme para ser el amo de todo. Mientras me fingía amor, sé que acaba de dejar abandonada a otra con un hijo…

—¡No es posible, Vera! ¡Han debido engañarte!

—No. Me han dado el nombre de ella y cuando se lo eché en cara, creí que me iba a destrozar. Le ha puesto rabioso ver descubiertos sus planes.

Spack que adoraba a su hija por encima de todos sus vicios y maldades, se sintió indignado.

—Bien, ya trataremos ese asunto a su debido tiempo.

—Sí, pero debes tener cuidado con él. Es capaz de hacerte traición cuando quede convencido de que sus ocultos planes respecto a nosotros han fracasado.

—Estaré alerta y si le considero un peligro…

No dijo más, pero en el acento rencoroso de sus palabras, Vera adivinó una trágica sentencia para su aliado.

Luego insistió:

—¿Dónde está Zenker?

En el poblado. Le prohibí estar aquí hasta que tú vinieses.

—Bien, voy a hablar con él. De momento dejaremos muerto este asunto vuestro. Hay que huir con Stella y deshacernos de Texas. Esta noche Zenker y tú saldréis de aquí con tu prima, para el lugar donde tengo todo preparado y yo me quedaré para deshacerme de ese tipo. Él se gozó con mi supuesta muerte el día que me colgó de un árbol. Yo no me separaré de él hasta que quede convencido de que está bien muerto.

Vera se estremeció hasta lo más recóndito de su ser. Odiaba a Texas por estar convencida de que él amaba a Stella, pero en el fondo, el amor que le profesaba era superior a todo odio y ahora, al saberle condenado a una muerte próxima y segura, algo íntimo en ella se rebelaba a consentir su muerte, aunque sabía que mientras él viviese el peligro estaría rondando sus vidas.

Spack sin darse cuenta ni remotamente del martirio que estaba sufriendo su hija, exclamó:

—Voy para allá. Te dejo al cuidado de ese hombre y cuando yo vuelva de hablar con Zenker, me encargaré de él. ¡Te juro que lo que yo sufrí aquella noche me lo voy a cobrar ésta!

Vera apretó los dientes y nada contestó. Saliendo fuera de la cabaña, acompañó a su padre hasta la puerta.

El calesín se hallaba parado junto a un esquinazo de la chabola. Nadie rondaba por allí. Aquel era un lugar muy extraviado, que Zenker había sabido elegir muy bien para verse libre de curiosos.

Un silencio impresionante reinaba en torno de ellos, cortado solamente por el sordo rumor del mar batiendo sobre los cantiles a no muchas yardas de distancia…

Era un rumor lúgubre y melancólico, que acabó de encrespar los nervios de la joven.

Ésta echó un vistazo ansioso al interior del calesín.

En él, el bulto acurrucado de Stella se destacaba impreciso. La infeliz, atada y amordazada, solamente era un fardó aprisionado, pero sus ojos refulgían con un brillo especial de pánico y dolor.

Las miradas de ambas mujeres se cruzaron como dos haces luminosos en la penumbra azulada de la noche y Vera, mordiéndose los labios con ira, se retiró murmurando:

—¡No, jamás!… Jamás consentiré que me lo robe… Quien debe morir es ella y el… él debe vivir para que sufra durante toda su vida el tormento que yo tendré que sufrir por él.

Spack, sin oír su monólogo, montó en el calesín y fustigó los caballos dirigiéndose a través del arenal hacia el poblado, mientras Vera, tomando una resolución, volvió a internarse en la choza.

Durante varios minutos, quedó tensa en la mísera estancia, con la mirada vagando por la penumbra de la mal alumbrada habitación y con el pensamiento perdido muy lejos. Estaba barajando algo grave y decisivo, que su instinto le advertía que no debía llevar a cabo, pero, había algo superior que le impulsaba a hacerlo y era aquel amor loco, desenfrenado e inútil, que sentía por su más irreconciliable enemigo.

Por fin, bruscamente se decidió. Tomó la vela y se dirigió al departamento donde Texas, acuciado de terribles dolores en todo el cuerpo y sobre todo en los brazos, pedía a Dios como un bien, que pusiese término cuanto antes a sus sufrimientos. Vera hizo señas al rufián que vigilaba la estancia y exclamó:

—Vigila la puerta de entrada por si acaso. Los momentos no son para descuidar cualquier contingencia.

El forajido obedeció y salió fuera, mientras Vera con la vela en la mano, penetraba en la prisión.

Texas la miró angustiosamente y se preguntó qué trágicas nuevas vendría a anunciarle.

Ella, mirándole entre rencorosa y angustiada, exclamó:

—Capitán Texas, el desenlace se acerca. Sus minutos están contados y antes de que suceda lo que tenga que suceder, óigame. No todos los dolores han de ser para mí; es justo repartirlos y por ello, voy a compartirlos con usted, ya que no puedo compartir las alegrías. Mi prima Stella está en mis manos.

Texas lanzó un terrible juramento y se revolvió inútilmente y Vera sonriendo con ferocidad, repuso:

—Está en nuestras manos. Mi padre acaba de llegar con ella.

Texas esperanzado de que pudiese ser una añagaza, exclamó:

—Me cuesta trabajo creerlo.

—Es igual, ello no va a evitar lo sucedido. Y no sólo Stella está con nosotros, sino que esa fiera mejicana que tenía usted a su servicio ha pasado a mejor vida.

—¡Mentira! —rugió Texas con el corazón sobrecogido al pensar que su fiel Nino hubiese sido víctima de alguna trampa mortal.

—Le juro que digo la verdad. Mi padre ha estado en su rancho. Usted recordará que alguien le compró varias reses descuartizadas para un mercado. ¡Mentira pura! Esto era un pretexto para entrar en su hacienda. Los carros han estado allí algunas horas y en ese tiempo, los hombres que los conducían han podido hacer muchas cosas. Puede creerlo o no, pero le juro que yo acabo de ver a mi prima amarrada como un carnero en el fondo de un carruaje y a estas horas estará camino de algún sitio donde jamás podrá verla.

»Esta será mi venganza, lo demás no me importa y ahora escúcheme: Quizá cometa la mayor locura de mi vida, pero la cometeré con conocimiento de causa y ateniéndome a las consecuencias. Un día, me tuvo usted entre sus manos y quizá porque yo era una mujer, no se deshizo de mí… Hoy voy a darle una posibilidad de salvarse aunque ello me cueste muy caro. Dentro de poco, vendrán a buscarle para dar fin de usted. Yo sé cuál es su fin; caer amarrado de pies y manos con esos hierros que le aprisionan en el fondo de ese mar que ruge a pocos pasos de aquí. Quiero suponer que es usted buen nadador. Voy a abrir las cerraduras de esos grilletes para que cuando caiga al agua, pueda intentar algo para salvarse. Es cuanto puedo hacer por usted pero escúcheme bien. Si antes de caer al agua intentase usted algo para librarse o revolverse contra quien le arroje, le clavaré a usted cinco balas en la cabeza antes de que tenga tiempo a iniciar el más leve movimiento. ¿Queda entendido?

Texas no contestó. Estaba ponderando el ofrecimiento y el partido que podía sacar de él.

Ella creyendo que lo rechazaba, agregó:

—Piénselo bien, no creo que así amarrado sea usted capaz de salir a flote y salvarse.

Texas, dominado por el terrible peligro que debía estar corriendo Stella, exclamó con voz ronca:

—¡Acepto!

—Pero ha de darme usted su palabra de honor de que hasta no caer al agua se olvidará que puede disponer de esa libertad de movimientos.

—¡Le doy mi palabra de honor!… Pero… ¿qué espera usted de mí, después como compensación?

—Nada… Confío en que cuando usted pueda valerse por sí solo, yo estaré muy, lejos de su alcance.

—¿Y si así no es?

—Si así no es… Me resignaré con mi suerte.

—¿Ha pensado usted en cuál puede ser mi venganza?

—He pensado en todo, pero a veces, creo que la muerte es más piadosa que la vida.

—No siempre… La vida también tiene sus atractivos cuando se sabe aprovechar con bien… No lo olvide.

—Déjese de consejos que nadie le ha pedido. Cada uno es bueno o malo a su modo. Sólo los interesados son los que un día deben rendir cuentas de sus actos.

—Bien —exclamó Texas— no puedo rechazar lo que me ofrece si nada se me exige a cambio, salvo el no hacer uso de esa gracia hasta el momento crítico.

—En ese caso, vuélvase.

Vera mostró en sus manos las llaves de las esposas. Texas se volvió, pero antes de que ella se aproximase preguntó:

—¿No se ha dado usted en pensar que pueda aprovecharme de ese acto generoso y frustrar todos sus planes?

—Sí, pero… me ha dado usted su palabra de honor.

—¿Tan buen concepto tiene usted de mí?

—Tanto como usted lo tiene malo de mí.

—Creo que voy a rectificar un poco mi opinión, Vera…

—No lo necesito…

—Sí, porque algún día me atará de pies y manos para tratarla como a los demás.

Ella sin contestar, abrió las esposas y Jim preguntó:

—¿Me permite usted que haga un poco de ejercicio con los brazos? De nada serviría su generosidad si antes no estuviese en condiciones de usarlos.

Ella dudó un momento, pero valientemente afirmó con la cabeza.

Jim aprovechó el permiso para tratar de recobrar la posición normal de sus brazos. Un dolor intenso le acometía en el intento, pero sabía que de no sufrirlo, su inferioridad para la defensa sería grande.

Aguantando el enorme pinchazo que laceraban sus músculos, flexionó los brazos a un lado y otro, hasta recobrar la circulación normal. Sentía que le parecían de trapo o algodón, pero era hombre fuerte y pronto conseguiría valerse de ellos.

Un rumor de voces fuera de la choza, alarmó a Vera; ésta suplicó:

—¡Rápido! ¡Alguien viene!

Colocó las esposas en las manos de Texas y abandonó rápidamente la estancia. Jim adoptó la postura que hasta el momento había tenido, pero su cerebro era un caos de encontrados pensamientos. No acertaba a explicarse la generosidad de aquella mujer altiva, fiera y salvaje, que le odiaba precisamente porque sabía que la ilusión de su vida respecto a él era un imposible. Pero reflexionando mucho, una duda le saltó. ¿No sería más bien que una generosidad una venganza? Si realmente su salvación de nada le servía para intentar sacar de sus garras a Stella, ¿qué infierno sería su existencia después, sabiendo que ella había sido la causa de la pérdida de aquel gran amor?

Una rabia sorda le invadió al ponderar esta posibilidad y estuvo tentado de faltar a su palabra y aprovechar aquella libertad para deshacerse de sus enemigos cuando acudiesen en su busca, pero el sentido del honor pudo en él más que nada y desistió. Arrostraría las consecuencias de aquella promesa y después… después, si todo sucedía a gusto de sus enemigos, que temblasen, porque su venganza sería horrible empezando por la propia Vera.

Con los nervios en tensión, esperó. Temía que en una revisión de sus ligaduras, se diesen cuenta de que estas se hallaban sueltas y entonces, todo se habría perdido para él.

Pero si intentaban esta revisión, su palabra podía considerarse nula y antes que consentir que le diese una muerte estúpida, lucharía como una fiera por su vida y por su libertad.

Vera había corrido al exterior donde su padre que acababa de llegar, dijo:

—Vera, ve en busca de Zenker. Espera en el coche con tu prima. Os alejaréis a toda marcha hacia el sitio que Zenker conoce y yo os seguiré a caballo cuando me haya deshecho de ese tipo. Temo no sé por qué, que todo se pueda venir abajo a última hora.

Vera se estremeció, preguntando:

—¿Por qué?

—No sé, quizá porque puedan haber descubierto lo ocurrido en el rancho antes de tiempo. Por eso me urge liquidar pronto este asunto.

Ella dudó. No se atrevía a separarse de su padre hasta que éste pudiese emprender la marcha a su lado.

—Te acompañaré —dijo—. Luego nos vamos juntos.

—No. Mi caballo es más veloz que los del calesín. Podéis ganar terreno muy útil y yo os alcanzaré.

Vera se resignó y montando en el caballo que Spack había llevado para su hija, partió hacia el poblado con una fuerte opresión en el pecho. También ella temía no sabía por qué, que todo se frustrase y más que por ella, sentía angustia por su padre.

No dudaba de la lealtad de Texas. Estaba convencida de que éste respetaría su palabra hasta caer al agua, pero, ¿y después? Ahora que no tenía remedio, se arrepentía de su impulso, pero ya nada podía hacer por evitarlo.

Su amor le había traicionado. Estaba dando armas al enemigo cuando tenía todos los triunfos en su mano, pero el corazón de las mujeres era así y nadie podía cambiarlo.

Vera alcanzó el poblado donde el calesín esperaba. Zenker con el brazo en cabestrillo, se hallaba dentro del carruaje junto a Stella. El secretario nada dijo, pero una llamarada de furor y de odio brilló en sus ojos cuando Vera subió al carruaje.