CAPÍTULO 1

Conocía Corrientes, había ido unas cuantas veces pero ahora tenía la sensación de que estaba redescubriendo esa ciudad. Las callejuelas, los caserones y ese aroma que emanaba del río estaban logrando narcotizar su dolor. No es que no lo sintiera, simplemente se le hacía más ligero.

Milagros sabía que dejar Loreto no iba a extirpar su amor por Lorenzo ni tampoco borraría la desazón que le causaba la boda, pero estaba convencida de que era una buena oportunidad para cambiar de aires y decidir cómo continuar.

Durante el camino lloró y mucho, pero al descender del coche tuvo la certeza de que la distancia ayudaría.

—Bienvenida —Visitación la recibió con cariño. La sabía herida, Piedad se lo había adelantado en su carta; aunque igualmente lo habría descubierto, bastaba con mirar esos ojitos verdosos como la selva.

—Gracias, tía, espero no importunar —Milagros quería a Visitación pero jamás había logrado establecer un vínculo tan estrecho como el que mantenía con Piedad, a quien quería como a una madre.

—Nada de importunar, me alegra que estés aquí. Vamos a pasar una linda temporada juntas.

Doña Beatriz y Manuela la recibieron con igual entusiasmo. Panchito, en cambio, la miraba con timidez. Estaba más callado desde la partida de su padre, lo extrañaba y además en su corazón de niño temía que no volviera; el miedo al abandono lo rondaba. Sin embargo, la dulzura de Milagros no tardó en conquistarlo.

La casa de Visitación era cómoda, de una sobriedad elegante. Se dispuso que Milagros compartiera el cuarto con Manuela quien estaba fascinada con la idea, mientras que la otra ya comenzaba a sentirse aturdida por el permanente parloteo de su prima. ¡Era tan vivaz, tan habladora e inquisidora! No lograba entender a quién había salido. De su padre, Gustavo, decían que era un hombre más bien calmo, tranquilo. Su tía era la dulzura personificada; en cambio, Manuela era un verdadero torbellino que arrasaba cuanto se cruzaba a su paso.

En los días siguientes Milagros trató de amoldarse al ritmo de la casa. Procuraba salir lo justo y necesario. En primer lugar porque no estaba de ánimo, y por otra parte porque su guardarropas no congeniaba con las actividades sociales de la ciudad. Ella había ido con unas pocas prendas, sencillas y prácticas, acordes con las necesidades de una vida de campo. Las mujeres de allí usaban modelos más sofisticados.

Prefería escabullirse en la cocina, ayudar a las criadas en las tareas domésticas, incursionar en la biblioteca de los Gutiérrez o cuidar a Panchito, que era un niño inteligente y que, cada tanto, le arrancaba alguna sonrisa.

Esa mañana Visitación la encontró pelando mandiocas. Le dio ternura verla así, ensimismada, silenciosa.

—No quiero que te lo pases trabajando todo el día, Piedad va a decir que te tuve como una criada —Visitación dijo aquello medio en broma y medio en serio.

—Me hace bien sentirme útil, tía.

—Pero no te ayuda a despejarte. A esas pobres mandiocas las has dejado finitas. ¿Creés que no te observo? Todo lo hacés sin pensar, aunque presiento que en el fondo estás pensando demasiado en otras cosas que no te hacen bien.

Milagros dedujo que su tía algo intuía o sabía del mal que la aquejaba.

—No puedo evitarlo, tía. Tengo una pena muy grande…

—Por Lorenzo, ¿no?

Milagros se avergonzó ante la sinceridad de Visitación. Se excusó diciendo:

—Seguramente usted no aprueba mis sentimientos; a fin de cuentas, somos familia… y encima él ya tiene mujer y espera un hijo.

—No digas eso, yo no juzgo y además sé lo difícil que es luchar contra los sentimientos. Has sido valiente en alejarte, en tomar distancia.

—Pienso que fui cobarde, tardé en aceptar lo que sentía por él, y cuando me decidí a hacerlo… pasó esto.

—Él debió ser más cauto. Ahora está condenado, casándose con quien no quiere y encima con un niño de por medio. Ese Lorenzo… así va por la vida, como potro desbocado. Y encima te hace sufrir —Visitación sonó resentida—. ¡Ay, los hombres! —recalcó en un suspiro.

Milagros tuvo la percepción de que su tía no se refería sólo a Lorenzo.

Cambiando bruscamente de tema, le comentó:

—Quería avisarte que Felicitas y su familia han regresado de su viaje por el interior, así que esta tarde vendrán a visitarnos. Peter estará con ellos, sé que disfruta de tu compañía, así que dejá la cocina y arreglate un poco para la hora del té.

En ese momento entró Manuela acompañada de Panchito.

—¿De dónde vienen ustedes? —consultó Visitación.

—Este niño del demonio que no quiere que le enseñe más palabras.

—Manuela, no hables así —luego, mirando a Panchito, preguntó—: ¿Qué te pasa?

—Estoy cansado.

—Aprender es bueno, pero si estás cansado podemos parar un rato y despejarnos un poco. Más tarde o mañana retomamos.

—No quiero aprender más, ni hoy ni mañana. Solamente quiero a mi mamá, a mi papá y a mi hermano —en ese momento el pequeño se largó a llorar. Se abalanzó sobre la falda de Visitación y ésta se quedó sin palabras. Le había sorprendido su buena reacción ante la intempestiva partida de Salvador. Pero ahora, la nostalgia y el vacío le brotaban, y eran esos berrinches en los que canalizaba su pesar.

—Vamos Panchito, no te pongas triste. Tu madre te cuida desde el cielo con tu hermanito…

—No la quiero en el cielo, la quiero conmigo —manifestó casi a los gritos.

Visitación entendía como nadie esas palabras. De qué valía el cielo cuando lo que se quería era un abrazo, una caricia, tener al frente de nuestros ojos al ser amado. Les hizo un gesto a su hija y a su sobrina para que se fueran, y se quedó consolando al pequeño.

Cuando estuvo más calmo, Visitación lo sentó en su falda y empezó a hablarle mientras acariciaba la mota de su cabecita.

—Panchito, tu madre y tu hermano no van a volver a la Tierra. Cuando seas muy, pero muy, pero muy viejito vos vas a ir a encontrarte con ellos.

—¿Por qué no puedo ir ahora? —Visitación se estremeció al oír esa pregunta.

—Porque así son las cosas, a vos te tocó vivir. Tu madre así lo quiso, por eso te cuidó de todo peligro —ante la mirada poco convencida del niño, la mujer agregó—: Además, ¿no es que se te aparece en sueños?

—Hace ya un tiempo que no —sonaba desilusionado.

—Ya volverá…

—¿Y mi padre?

—Él también volverá —Visitación se quedó con la mirada perdida. Durante todos esos días había fantaseado con que Salvador regresara. Había tenido la esperanza de que desistiera de sus propósitos. Pero no. Habían pasado muchos días y ni noticias.

Sabía que más tarde o más temprano retornaría en busca de Panchito, pero Visitación sufría porque estaba segura de que si concretaba su venganza ya no podría amarlo nunca más. No es que se hiciera planteos morales o religiosos; todos ellos suelen derribarse cuando de pasión se trata. Era otra cosa, era algo más profundo. Lo vería como a un asesino, sentiría rechazo hacia él, y eso sería irrevocable.

Además, aunque no se atreviera a admitirlo abiertamente, su orgullo estaba herido. Creyó que Salvador la elegiría a ella y dejaría de lado su odio. Pero no, eligió saldar el honor de su mujer muerta.

Competir con un muerto era una batalla perdida para los vivos.

Su dignidad de mujer estaba lastimada.

* * *

Aunque no estaba de ánimo para departir con las visitas, a Milagros no le quedó otra que bajar a la sala y tomar el té con los Campbell. De todas maneras, la calidez de esa familia la ayudó a sentirse más a gusto.

Beatriz, Visitación, Felicitas y Pedro se ubicaron en un rincón, dejando a los más jóvenes algo de espacio para que pudieran charlar distendidos. Hacia el otro lado, Manuela jugueteaba junto con Panchito y cada tanto miraba a Peter. ¡Le parecía tan apuesto! Pero era evidente que el muchacho estaba embelesado con su prima. A ella la trataba como a una niña. Odiaba no ser una señorita con todas las letras. Nunca le habían gustado demasiado las muñecas ni las actividades lúdicas. Prefería inventar historias en su cabeza y estudiar piano, pintura o lo que se le ocurriera. Tampoco soñaba con casarse con un príncipe sino con un guerrero. Ella siempre quiso ser grande y, al percibir que Peter la consideraba una nena, odiaba los años que tenía. “Si al menos fueran tres más”, se repetía. Volvió a mirarlo, y descubrió que le hablaba casi en un susurro a Milagros.

—Me alegra que hayas venido a la ciudad. Pensé que no te agradaba.

—Me agrada, pero más me gusta el campo —Milagros no quería sonar descortés ni tampoco dar demasiadas explicaciones sobre las causas que la habían llevado a pasar una temporada con Visitación.

—¿Te gustaría dar un paseo por la plaza mañana, después de la misa? —Peter había ido con la idea de hacerle esa invitación. Por miedo a no encontrar el momento adecuado, la lanzó así, sin preámbulos.

—No sé cuáles son las costumbres aquí…

—Pasear es lo mismo en todos lados.

—Sí, claro. Lo que ocurre es que… —Milagros dudó. Podía poner excusas, pero prefirió la sinceridad—: Para ser sincera, Peter, no tengo ropa adecuada para hacer vida social.

Él sonrió. No sólo le atraía su cuerpo armonioso, sus ojos verdes, su boca carnosa y esa tez trigueña que coronaba con la larga cabellera oscura, sino que los modos y la franqueza de Milagros eran también atractivos.

—No pensé que te importaran esas cosas.

—No me importan, pero vos siempre andás tan elegante que no quisiera desentonar ni avergonzarte.

Peter se puso serio.

—Jamás vuelvas a decir eso, no me avergonzarías nunca.

Tenía que admitirlo: le gustaban las formas de Peter. Rojizos su barba y su cabello, su nariz firme, sus ojos azules como el mar, y su sonrisa… Se detuvo en su sonrisa, era un llamado a la perdición.

—Tendría que preguntarle a mi tía.

—Bien, se lo preguntaremos ahora mismo.

Sin pedir permiso, y cortando la charla de los mayores, Peter lanzó en voz alta la consulta:

—Doña Visitación, mañana después de la misa, ¿me permitiría pasear un rato por la plaza con Milagros?

La muchacha se sonrojó, nunca había estado en una situación así.

—Claro que sí, los dos son muy buenos muchachos. Igual, como para evitar las malas lenguas, Manuela podría acompañarlos.

La niña no pudo evitar que la felicidad se le dibujara en el rostro.

* * *

Tras la ceremonia religiosa, Peter y Milagros iniciaron el paseo. Era una mañana fresca pero soleada. Manuela los seguía de cerca, tratando de hacerse la distraída pero con su oído atento en la charla.

—¿Vas a decirme por qué viniste a Corrientes o no?

—Era algo que estaba planeado desde el año pasado —respondió Milagros, un poco incómoda.

—Bien, entonces no vas a decírmelo —manifestó, desilusionado.

Era difícil engañar a un hombre como Peter. Además, le haría bien tener un amigo, un confidente. Sin Regina cerca se sentía sola.

—Está bien, voy a contártelo. Lorenzo y yo siempre fuimos muy cercanos, y hace un tiempo nos dimos cuenta de que estábamos… —le daba vergüenza completar la frase.

—¿Enamorados? —completó él.

—Sí. Los dos sabíamos que no iba a ser fácil que la familia aceptara esa relación, fuimos criados como hermanos.

—Pero no lo son.

—No, pero de todas maneras era complicado.

—¿Tu tía se opuso?

—No tuvo tiempo de oponerse —Milagros no sabía si tenía la fuerza para contar el resto. Le angustiaba el solo hecho de ponerlo en palabras—. En realidad, Lorenzo ya tenía una novia y poco antes de que rompiera el compromiso para exponer lo nuestro, apareció el padre de la muchacha y los obligó a poner fecha para la boda porque… —no podía seguir.

—Porque la deshonró —aventuró.

—Algo de eso… y más también —Milagros no sabía si era correcto contar tantos detalles.

—Ella está encinta —acertó.

—Pareces saberlo todo, casi no necesito hablar.

—Los sentimientos y los enredos entre hombres y mujeres siempre son más o menos los mismos.

Siguieron caminando mudos. Ni ella quiso dar detalles, ni Peter quiso indagar más. Manuela trataba de procesar en su cabecita todo lo escuchado. ¿Así que Milagros y Lorenzo se querían? ¿Lorenzo había embarazado a su novia? Le costaba entender algunas cosas, ya que poco y nada le habían explicado de ciertos temas. Pero de tanto escabullirse a leer lo que no debía, o de escuchar tras la puerta las charlas confidentes y pícaras de las criadas, podía darse una idea de lo que estaba ocurriendo.

Antes de regresar a la casa, Peter retomó la charla:

—Si hubiese sabido que el tema te causaba tanto dolor no hubiera preguntado.

—No hay problema, Peter, el tema es doloroso se pregunte o no.

—¿Ya se casaron?

—Todavía no, pero será muy pronto y no deseo estar allí para la boda.

—Por eso viniste a Corrientes.

—Sí, por eso.

—Me parece bien, no hay que exponerse a sufrir más de lo necesario.

Antes de despedirse, Milagros le expresó:

—Gracias, desde que llegué no había hablado con nadie de esto y me ha hecho bien.

—Tenés en mí un amigo y un confidente.

Ella le sonrió y Peter quedó como un tonto observando esa boca.

Antes de marcharse, tiró de una trenza a Manuela y le gastó una broma:

—Hasta luego, niña, y a ver si ya dejas de ponerte pecas en la cara.

Ella, sin titubear, le respondió:

—Al menos me salen pecas y no pelos horribles como los tuyos —refutó.

Milagros quiso reprenderla, pero las risotadas de Peter le quitaron seriedad a la escena.

Al entrar, Manuela salió disparada hacia la cocina. Milagros intentó seguirla, pero la pregunta de Visitación la detuvo:

—¿Cómo te fue?

—Muy bien, tía —Milagros hizo nuevamente el intento de marcharse, pero la mujer volvió a detenerla.

—Peter es una buena compañía —afirmó aquello sin mirarla, con la vista fija en el bordado que tenía entre sus manos.

—Seguramente vamos a ser buenos amigos.

—La amistad entre un muchacho guapo y una jovencita hermosa es difícil de sostener.

Milagros sonrió con timidez.

Ninguna agregó nada más, pero esas palabras quedaron retumbando en su cabeza.

* * *

Con el pasar de los días las visitas de Peter, las salidas a caminar o el compartir una ronda de mates al atardecer, se volvieron ritos cotidianos. En esos momentos Milagros se sentía serena, gozosa, pero por las noches volvía la imagen de Lorenzo. Deseaba escuchar sus carcajadas, sentir sus besos, sus caricias, perderse en su sonrisa… Y entonces regresaba el dolor, esa desesperación de saberlo lejos, de comprender que nunca más volvería a pertenecerle. Hasta en sus sueños se le colaban los anhelos. Despertaba aturdida por las imágenes procaces que la asaltaban sin querer, y por ese calor en el cuerpo que la mantenía insatisfecha el resto de la jornada.

Ese día estaba particularmente decaída. Peter, que la había ido a visitar, percibió su desazón.

—¿Qué te ocurre, Milagros?

—Nada, extraño un poco a la familia —intentaba minimizar el malestar.

—¿A toda la familia o a alguien en particular? —Peter era consciente de que estaba indagando más de la cuenta, pero necesitaba saber si Milagros estaba dispuesta a desprenderse de una buena vez de ese sentimiento que la unía a Lorenzo.

—Peter, creo que tenés la confianza suficiente para preguntar. Si lo que querés saber es si extraño a Lorenzo, la respuesta es sí. Lloro por él cada noche, es inevitable.

—Entonces esto que sentís por Lorenzo no es un capricho pasajero… —sonó desilusionado.

—Yo nunca dije que fuera un capricho pasajero. Pero ya no tiene importancia, él tiene obligaciones que cumplir —su voz estuvo a punto de quebrarse al decir esas últimas palabras.

—No hay obligaciones que puedan con el corazón.

—Sí las hay. Puedo asegurarte que una mujer embarazada y un futuro hijo son obligaciones que no se pueden soslayar.

Peter se sintió descorazonado. Hasta ese momento había creído que lo de Milagros y Lorenzo era más un juego que un sentimiento real, pero viéndola tan abatida, comprendió que el lazo que los unía era sólido.

Ella percibió su aflicción y para levantarle el ánimo le confesó:

—Tu amistad me ha hecho muy bien, Peter, quiero que lo sepas.

—¿Crees que esta amistad podría alguna vez, en el futuro, ser algo más? —No debería haber preguntado eso, pero era ansioso por naturaleza. Milagros le interesaba desde el primer día en que la vio en Loreto.

—No lo sé —bajó la vista, avergonzada.

—Perdón, no quiero presionarte —Peter supo que estaba fuera de sitio al plantear las cosas así tan abiertamente.

Dejaron el tema como flotando en el aire y se dedicaron a charlar sobre nimiedades.

Esa noche el insomnio se apoderó de Milagros. Escenas y palabras compartidas con Lorenzo y Peter la hicieron rodar una y otra vez en la cama, atiborrada de incertidumbres.

Sus sentimientos para con Lorenzo habían surgido como algo confuso y perturbador; sin embargo, lo de Margarita y su bebé despejó todas las dudas. Se amaban de una manera irracional, desde siempre, de un modo que era imposible de sortear. Pero el destino había truncado ese querer, y les ponía la dura prueba de saberse correspondidos en algo imposible a la vez. Lorenzo era un hombre al que Milagros debía extirpar de su alma sin concesiones.

Paralelamente estaba Peter, quien le ofrecía su amistad y se dedicaba a sanar sus heridas con paciencia y dulzura. Sabía claramente que él tenía otras intenciones, se lo había expresado abiertamente… ¿Y si Peter era su destino? ¿Si lo suyo era aceptar un cariño más bien reparador y no ese deleite fogoso que la desvelaba a cada instante? ¿Si tal vez era mejor tener un buen compañero para transitar un sendero de paz y no el acecho de un hombre pasional que seguramente la llevaría por caminos más sinuosos?

Aunque le doliera en el alma, Lorenzo ya no tenía cabida en su vida.

Se puso de pie, abrió la ventana e intentó sofocar las dudas con una bocanada de aire.

Esa alborada marcó un tiempo de cambios.

A las pocas semanas se firmó la Convención Preliminar de Paz con el Brasil. La guerra por la región Cisplatina quedaba en el pasado.

Pedro Ferré —tal como lo había prometido— renunciaba a la gobernación de Corrientes y ésta quedaba en manos de Pedro Cabral.

Los aires mutaban, aún se percibía cierto frío invernal, pero los lapachos colorados florecían. Ya no habría heladas.

Por ese tiempo, Milagros se enteró de que la boda entre Lorenzo y Margarita se había retrasado por problemas con el embarazo. En su última carta, Regina le escribía:

“Él anda como alma en pena, pero ya no hay nada que hacer. Quedan unos cuantos días para que lo casen con la Margarita, que además anda más gruesa que nunca, más que un niño parece que va a tener un ternero y de los grandes”.

Aunque esa última frase la hizo reír, sintió una opresión de pena en el pecho.

Los hechos la alejaban inexorablemente de ese amor al que ella se resistía, pero que era demasiado persistente y tenaz para dejarse vencer.