Capítulo VIII
CON LAS MANOS EN LA MASA
Algo apoteósico fue el regreso del machacado Bem a su rancho. Su padre, cuando le vio llegar con la boca inflamada y la nariz hinchada como un tomate, adivinó que aquello era producto de una pelea con Harlan y bramando de coraje, gritó:
—Bem… no me digas que eso te lo ha hecho Harlan.
El joven, con los ojos inyectados en sangre por la rabia, rugió:
—Pues sí, me lo ha hecho él, pero cobardemente. Yo no estaba preparado para esto, porque como tiene el brazo herido y sujeto por un pañuelo, creí que jamás se atrevería a iniciar una pelea. Pero me cogió de sorpresa cuando menos lo esperaba y me tumbó de un terrible puñetazo inopinadamente. Luego, como iba acompañado de dos de sus peones, ya fue inútil que tratase de devolverle el golpe. Los peones me encañonaron con sus revólveres y tuve que aguantarme.
—Una bonita situación, Bem. ¿Por qué fue y cómo?
Bem le dio cuenta del suceso, aunque desfigurándolo un poco para hacer menos ridícula su situación. Su padre, enardecido, bramó:
—¿Y ahora, qué? ¿Qué puedes ofrecerle a Peggy de todo esto?
—Ya lo arreglaremos entre Tom y yo, de forma que ella crea que fue un ataque cobarde de Harlan, amparado por sus peones. Ella le odia y no le costará trabajo creer que sucedió como se lo contemos. Si es sensata, tendrá que comprender que me expuse por salir en defensa de ella y de su hermano y habrá de tenérmelo en cuenta.
—Te haces muchas ilusiones, pero yo no. Las derrotas serán gloriosas a veces, pero ineficaces. Tú no podrás brindarla nada positivo, en tanto no le muestres un triunfo en la mano y ese triunfo no puede ser otro que devolverle a Harlan el golpe con creces.
—Me temo que eso no pueda ser ya. Si tuviese que enfrentarme con él sería de otra forma.
—Pues vete pensando en hacerlo, Bem, porque la situación lo exige. Si no te captas la voluntad de Peggy, nos hundimos sin remedio. Ya hay quien no está dispuesto a prorrogar las deudas que tenemos con ellos y amenazan con pedir el embargo. ¿Te das cuenta de lo que eso significa?
—SI, claro, pero Harlan no es un cualquiera con un revólver en la mano.
—Ejercita la tuya cuanto puedas, pero no pierdas tiempo. No tienes más posibilidad que una para conquistar a Peggy y es librándola de su peor enemigo. Merece la pena correr el riesgo, porque si no… ¿Qué diablos vale tu vida arruinado y sin capacidad para ganarte lo que te comes?
—¿Y eso me lo dice usted? ¿Es que mi vida le importa tan poco?
—Ante lo que se avecina, ni la tuya ni la mía valen una, baya; métete eso en la cabeza y para ganar, hay que arriesgar. Afina tu mano y métele dos balas en el cuerpo porque tú no sabes lo que ganaremos con eso.
—Sobre todo yo, si me mete dos onzas de plomo en el cuerpo.
—Pues resuelve tu situación de otra manera si eres capaz; a tus veintiséis años de molicie, justo es que pagues tu vagancia arriesgando algo. De lo contrario quizá algún día te pese no haberlo hecho.
Y le dejó sin querer seguir discutiendo el asunto.
Pero él no estaba dispuesto a jugarse la vida tan fácilmente como su padre pretendía. Ahora le pesaba haber hecho las cosas al revés y tenía que enmendarlas.
Como Hartan no estaba en condiciones de asistir a un duelo, podía aplazar a los ojos de la gente el desquite sin quedar en mala situación. Por lo tanto, era mejor sondear el ánimo de Peggy, a ver si conseguía una contestación favorable, sin necesidad de tener que apelar a remedios heroicos. Pero de momento, no estaba presentable. Tendría que esperar dos días o tres a que la terrible inflamación de su boca descendiese para estar en condiciones de ir a verla sin parecerle un muñeco grotesco.
Peggy, por su parte, había tomado ya su decisión. Si Tom no decía nada a Bem, o si aun diciéndoselo él tenía la osadía de insistir, no lo intentaría por segunda vez, porque la repulsa iba a ser categórica. Ya le había advertido que no autorizaba a nadie a mezclarse en sus asuntos para que nadie se creyese con ciertos derechos o méritos adquiridos y si había desoído la advertencia, peor para él.
En cambio, no olvidando las advertencias de Harlan se pasaba parte de las noches en vela, con la luz apagada y el rostro pegado al vidrio de la ventana, vigilando el patio del rancho. Nada había sucedido hasta aquel momento después del incidente con los peones de Harlan, pero presentía que si aquellas reses desaparecidas habían sido vendidas, cuando tanto a Murray como a Tom se les acabase lo que habían recibido por ellas, volviesen a intentar la distracción de otras cuantas. Y estaba dispuesta a terminar con el expolio. Cuando les sorprendiese, cuando pudiese acusar a ambos de ladrones de ganado, Murray sería expulsado de su cargo y a Tom le arrojaría del rancho. Mensualmente le entregaría la parte que le correspondiese y que se las arreglase de la forma que más le agradase.
Aquella noche se presentó estrellada pero sin luna, al menos hasta hora muy avanzada. Las estrellas brillaban fulgurantes en un límpido cielo y su resplandor permitía ver, aunque vagamente, una parte del patio.
Era aproximadamente la una, cuando descubrió una sombra que se aproximó a la fachada y se acercó a la ventana del dormitorio de Tom. Éste dormía en la parte baja por elección suya. Más tarde Peggy comprendió por qué había escogido aquella parte del rancho.
La sombra tocó suavemente en el cristal y poco después Tom, que debía esperar la señal, saltó por el vano de la ventana al patio. De esta forma no tenía que abrir la puerta de entrada, con peligro que le denunciase.
Peggy, que sólo tenía entornada la vidriera se asomó discretamente y vio cómo las dos siluetas se alejaban pastos adentro.
No tuvo que realizar muchos esfuerzos para adivinar lo que iba a suceder. Los dos granujas necesitaban dinero para sus vicios y diversiones y tenían que extraerlo de la única fuente de ingresos saneada que se les brindaba.
Peggy recordó haber visto aquella mañana una docena de astados separados en un sitio bastante lejos del resto del hatajo y ahora suponía que aquella docena de reses era la destinada a desaparecer nuevamente. ¿Cómo justificarían esta vez la desaparición? No siempre podían culpar a Harlan, sobre todo después que ella había obligado a reparar el corte de la cerca y a poner espino sobrante que poseían en dos o tres posibles portillos de escape.
Como se encontraba prevenida para una posible salida, descendió rápida al piso bajo, abrió la puerta y se dispuso a seguirlos como mejor pudiese. Si se dirigían al sitio donde había visto las apartadas reses, sabía ir sin necesidad de vacilaciones ni de exponerse a un extravío en la soledad de aquella parte de los pastos.
Con todo el sigilo posible avanzó, buscando en la penumbra azul de la estrellada noche, el lugar donde suponía que se iba a producir la distracción. Lo que no acertaba a adivinar era por dónde iban a sacar las reses sin que los peones que vigilaban por la noche, se diesen cuenta de la salida del ganado.
Buscando los sitios más resguardados y sombríos avanzó con el oído atento. No quería sorprenderles antes de que sacasen los astados de los pastos, porque entonces podrían tener un pretexto ideado para justificar, su presencia allí.
Se fue acercando al lugar donde presumía que debían estar los dos granujas y captó un rumor de reses inquietas. Era indudable que las estaban levantando para obligarlas a salir de los pastos. Se acercó más y se escondió entre unos matojos agazapándose para ver lo mejor posible. Los toros estaban próximos y temía ser descubierta y que alguno pudiese cornearle.
Poco después empezó el movimiento; las sombras oscuras de las reses empezaron a moverse y se fueron desdibujando en la penumbra de los pastos.
Peggy, llena de rabia, abandonó su escondite y las siguió a distancia. El ganado se encaminaba a uno de los lados de la cerca, por donde seguramente sería sacado si previamente habían cortado el espino. Y poco después, tras una carrera veloz de los astados, que la obligó a correr para no perderlos de vista, llegó, a la brecha por donde acababan de salir.
Al echarla un vistazo, sus labios temblaban. Aquel era; uno de los portillos que había ordenado vallar, pero pudo comprobar que lo habían ejecutado de forma que se podía correr a un lado el espino, levantando uno de los soportes mal encajado en la tierra. Luego, con colocarlo como estaba, nadie si no era examinando bien la colocación de la cerca podía afirmar que había sido por allí por donde las reses habían sido abolladas.
Salió a descampado. Fuera de los pastos esperaban los caballos de la pareja y así, cuando la joven pudo abarcar el paisaje a la tenue luz de las estrellas, sintió una honda rabia, al comprobar que nada iba a poder hacer para salvar las reses, porque éstas se alejaban al trote, empujadas por Tom y Murray, los cuales a lomos de sus cabalgaduras, podían empujarlas a mayor velocidad.
Se quedó indecisa sin saber qué hacer. Ya no le cabía otra cosa que esperar el regreso de la pareja, una vez que se hubiesen deshecho de los astados.
¿Dónde debía esperarlos? ¿A la puerta del rancho o en la misma brecha por donde habían desaparecido?
Era indudable que el regreso tenían que hacerlo por el mismo sitio, para que nadie se enterase que habían salido y por lo tanto, aquél era el mejor cepo para la sorpresa. En cuanto a lo que tardasen, tenía que suponer que no sería mucho. Debían estar de vuelta antes del amanecer, lo que indicaba que quienes se hacían cargo de las reses debían encontrarse a no mucha distancia.
Y lamentó no haber pensado en tener el caballo a mano para seguirles. Ahora no iba a poder averiguar quiénes eran los cómplices de aquella pareja de granujas.
Estaba pensando en esto, cuando una detonación seguida de otras varias la sobresaltó. Algo había sucedido por delante de ella, precisamente por donde caminaban las reses y se preguntó qué podía haber sido.
Las detonaciones aumentaron en intensidad. Peggy se mordía los labios con rabia por no poder ver nado de lo que se estaba desarrollando a no mucha distancia de allí.
¿Qué había sucedido? ¿Quién atacaba a los abigeos cuando estos menos podían esperarlo? ¿Serían sus propios cómplices para robarles las reses y despojarles de su pobre beneficio?
Temiendo verse envuelta en el peligro si retrocedían con las reses que podían atropellarla y cornearla, volvió sobre sus pasos y tomando el trozo de cerca que su hermano y Murray habían corrido hacia un lado, lo estiró hasta colocar la estaca de sostén en el hueco abierto en la tierra.
El trozo de alambre que unía el poste con el siguiente se movió casi arañándola y para más seguridad lo tomó y le dio unas cuantas vueltas, asegurando el espino para que no cediese a cualquier empuje.
Los tiros se habían repetido varias veces; ahora se captaban gritos, mugir de las reses y galope de caballos, señal de que la pelea se desplazaba hacia allí.
Como la refriega se había encendido a lo largo del espino que acotaba los pastos con la tierra de nadie, el fragor de los disparos llegó a oídos de algunos de sus peones vigilando más por debajo y alarmados, dos de ellos galoparon paralelos a la cerca, buscando el sitio donde se había producido el encuentro.
Un caballo galopó próximo al lugar donde Peggy se encontraba y la joven, asustada, llamó:
—¡James!… ¡Juba!… ¡Boby!… ¿Quién es?
Una voz repuso:
—Señorita Peggy, ¿usted por aquí? Soy Hoppe. ¿Qué sucede?
Ella, angustiada, llamó:
—Aquí, Hoppe… no lo sé, pero temo que…
Se cortó ante el fragor que se acercaba. Las reses, asustadas, regresaban sobre sus pasos buscando el modo de volver a la querencia de los pastos y los dos jinetes, al flanco, las empujaban, quizá con la pretensión de devolverlas a su punto de procedencia y penetrar tras ellas haciéndose fuertes en el interior de la propiedad. Pero sufrieron una contrariedad terrible, cuando observaron cómo las reses pasaban de largo sin poder atravesar la cerca cerrada por Peggy. Los animales, desorientados, seguían de largo.
Otro peón se había unido a Hoppe. Peggy, dándose cuenta de que ella misma había cerrado el paso a sus reses, ordenó:
—¡Pronto, Hoppe, quite ese alambre y levante la estaca! La cerca corre sola. Hay que alcanzar esos astados.
El peón se apresuró a obedecer y cuando abría el portillo, dos jinetes se echaron encima de él casi atropellándole. Eran Murray y Tom, con el rostro descompuesto por la rabia y el miedo a lo que se iba a producir, en tanto cuatro jinetes les perseguían a cierta distancia.
Peggy, con acento cortante, bramó:
—iTom!.. ¡Murray!
Ambos frenaron los caballos y quedaron un momento indecisos, como si la tierra se hubiese abierto bajo sus pies. Fué Tom el que balbució:
—Tú… aquí…
—¿Quién os persigue?
Como ninguno contestara, ella, valientemente, salió a campo abierto y gritó:
—¿Quién anda ahí?
Su voz vibró sonora como una campana y otra cuyo timbre reconoció en seguida, contestó:
—¿Es usted, Peggy? No se asuste, que no corre peligro. Soy yo.
—¡Harlan!
—El mismo. Me figuré que estaría al tanto de lo que pudiese suceder y por eso me decidí a intervenir. Espero que ahora haya modificado su criterio respecto a quién le roba las reses.
Murray comprendió al punto la encerrona en que ellos mismos se habían metido. Harlan, cansado de verse acusado de robar las reses, había vigilado por las noches, descubriendo sus salidas nocturnas y había puesto en guardia a Peggy para que vigilase.
Y así, aquella noche, no sólo ella les había sorprendido sacando los astados, sino que Harlan, al acecho, les había cortado el paso con cuatro peones, frustrando el robo y obligándoles a retroceder.
Y comprendiendo lo que le venía encima, en un acceso de furor, clamó:
—¡Chivato! No lo harás nunca más.
Movió el brazo disparando contra Harlan, que se acercaba. El ranchero avanzaba con recelo, temiendo una reacción desesperada de los dos granujas y su revólver brillaba en su mano a la luz de las estrellas.
El disparo del capataz, buscándole, casi le rozó al silbar siniestramente junto a su oído, pero la réplica fue trágica. El ranchero disparó a dar y lo hizo por dos veces, para asegurarse de que no volvería a correr el peligro de ser alcanzado por el plomo del granuja.
Éste emitió un ¡oh! sordo y dejó caer el arma, para después desplomarse del caballo. Peggy emitió un agudo grito al verle caer casi a sus pies y retrocedió, en tanto Tom, asustado, escapaba veloz por el interior de los pastos.
Harlan y los cuatro peones avanzaron. La joven, blanca como la nieve, balbució:
—Esto es horrible… yo… yo… no supuse…
—No se preocupe, que no se ha perdido nada. Lo siento por usted, pero no tenía una prueba mejor que ofrecerla para que se convenciese de quiénes eran los que la estaban expoliando.
—Gracias, Harlan. Ya estaba segura de que me había insinuado la verdad y vigilaba para sorprenderlos. No creí que las cosas se complicasen de esta forma, pero ya nada se puede evitar. Le agradezco su ayuda y celebro que no le haya costado caro el intervenir a mi favor. Cuidado, Harlan; los peones vuelven con las reses.
Él, sin esfuerzo aparente, se inclinó, la tomó por la cintura y antes de que ella lo sospechase, la había sentado a su lado en el caballo, retirándose para escapar de la trayectoria de la docena de asustadas reses que regresaban acosadas por los peones.
Los de Harlan ayudaron a encauzarlas por el portillo y los asustados animales penetraron como una tromba pastos adentro.
Ante su ímpetu, nadie pudo evitar que los astados pasasen sobre el cuerpo del capataz caído delante de la entrada de la cerca. Si los disparos de Harlan no habían sido lo suficientemente certeros para acabar con la vida del traidor capataz, la pateadura debió rematar su obra.
Peggy, embargada de una extraña emoción al verse oprimida en el caballo por los sólidos brazos del ranchero no se dio cuenta del detalle. Sólo se dio cuenta de que él la ceñía la cintura con fuerza y que sentía el latido del recio corazón de Harlan junto al suyo.
Cuando ya no hubo peligro, él, con pesar, volvió a tomarla del cuerpo delicadamente, diciendo:
—Perdone, pero temí que pudiesen arrollarla al entrar.
—Gracias—dijo ella sofocada—. Le debo muchas cosas, Harlan, y sé que no las merezco.
—¡Bah, no se preocupe!
Descendió del caballo. Los peones de Peggy, ayudados por los de Harlan, estaban recogiendo el pateado cadáver de Murray para ocultarle entre la maleza y que ella no pudiese verlo.
La luna salía en aquel momento por detrás de unas depresiones y su luz azul iluminó fantasmalmente el paisaje. A su reflejo, el contraído rostro de la joven parecía una carátula.
Él la tomó del brazo, diciendo:
—Creo que debe volver al rancho. Aquí no hace usted nada y ya su presencia no es necesaria.
Uno de sus peones había quedado cerca. Ella repuso:
—Tiene usted razón; no puedo tenerme en pie. Hoppe, ¿qué ha sucedido con Murray?
—Ha muerto, señorita Peggy.
—¿Y ahora, qué vamos a hacer?
Harlan intervino diciendo:
—Puede usted decir que alguien intentó asaltar los pastos para robar unas reses y que en la lucha por defenderlas le pegaron dos tiros. Así la gente no sabrá que…
Pero ella, enérgica, clamó:
—¡No en mis días! Después de cuanto se viene hablando, creerían que fue usted o su gente quien intentó el robo. No, Harlan, basta de equívocos. Quiero que se sepa la verdad tal y como ha sucedido. Fué él y el granuja de mi hermano los que robaron esas reses, como habían robado otras y gracias a su ayuda no lo lograron y fueron descubiertos. Que cada palo aguante su vela.
—Si usted lo dispone así… yo ¿qué voy a hacer? Conste que he querido evitarla la vergüenza de que se sepa que Tom…
—Que lo sepan. En cuanto llegue al rancho lo haré salir de aquí y no entrará más en él mientras yo tenga que regentarlo.
Echó a andar pastos adentro camino de la hacienda y Harlan, dándose cuenta de su estado no quiso dejarla sola. Dio orden a sus hombres que ayudasen a los de la joven en lo que necesitasen y él, tomándola del brazo para sostenerla, pues caminaba vacilante, la acompañó hasta el rancho.