Capítulo Primero

UN HOMBRE DEMUESTRA SU TRANQUILIDAD

Edith Toler penetró en la plaza de la iglesia, graciosamente montada en su braceante jaca pía y se encaminó directamente hacia el hotel del Valle. Cuando cruzaba por el callejón de los Apaches se había quedado un tanto sorprendida al captar el alegre rasgueo de una guitarra —cosa un tanto desusada en aquel trozo del valle de Wasaton en Utah— y mucho más al percibir la voz viril un poco atenorada de alguien que, con despreocupación, desgranaba una tonada en español acompañada por el ritmo de la guitarra.

La joven sintió curiosidad por saber quién era el extraño forastero que así llevaba al corazón del Estado las melodías de la frontera mejicana y cuando, al fin, alcanzó la plaza y se dirigió rectamente hacia el hotel, no tardó en descubrir al alegre cantor.

Este se hallaba sentado bajo los soportales del hotel. Le servía de asiento una silla de montar, recamada en plata, y sobre sus rodillas se apoyaba la guitarra española adornada de un modo detonante, con una moña de cintas multicolores, que pendían graciosamente del mástil y flotaban con suavidad al cálido viento de la mañana.

El cantor tenía aspecto de tejano. Era alto y flexible, escurrido de caderas, vestía un pantalón azul ajustado a sus piernas como un guante y unas medias botas cubiertas de polvo y rematadas con espuelas largas y brillantes de Chihuahua. Su busto se adornaba con una camisa a cuadros azules, abierta por el pecho con desgaire, y cubría su cabeza con un sombrero «Stetson» de amplias alas, de un color plateado que el polvo convertía en gris sucio.

Tenía la cabeza inclinada sobre la guitarra, lo que impedía apreciar los rasgos de su rostro. Sólo se percibía el moreno tostado de su piel y sus manos, bastante finas, pulsando con agilidad y destreza las cuerdas del instrumento, que vibraban con delicadeza y sentimiento al roce suave de sus dedos expertos.

Cantaba en español, aunque no podía disimular su acento arrastrado del sur de los Estados Unidos. Era una canción sentimental, pero esperanzada, en la que, recordando un amor ausente, se fijaba la promesa de volver un día en su busca.

Edith detuvo su jaca a la puerta del hotel, a pocos pasos del alegre cantor, y se apeó con elasticidad y gracia. La sombra de su cuerpo, esbelto y flexible, al proyectarse sobre el porche, dibujando los rasgos armoniosos de su cuerpo, hirió la retina del forastero, quien, bruscamente, retiró sus manos de las cuerdas y levantó la cabeza con curiosidad, fijando la luz brillante de sus ojos en el busto atractivo de la joven.

Esta pudo apreciar, entonces, de una sola ojeada, que se trataba de un hombre joven —quizá no excediese de los veinticinco años— moreno en demasía, con unos ojos negros y luminosos que parecían reír eternamente. Sus labios eran finos y delgados, entreabiertos en una sonrisa casi infantil, para dejar al descubierto la doble fila de unos dientes blancos, bien cuidados y llenos de armonía. Su nariz era recta y enérgica, su mentón un poco saliente y adornaba su labio superior un fino bigote negro que hacía más atrayente aún su fisonomía.

El cantor se levantó como electrizado, sosteniendo la guitarra con la mano izquierda, mientras que su derecha volaba al sombrero para despojarse de él y saludar con una graciosa reverencia. Al destocarse dejó al descubierto su amplia y rizada melena negra que flotaba al desgaire en rebeldes caracoles, algunos de los cuales se inclinaban sobre su frente.

Ella le obsequió con una agradable sonrisa por la fineza, y el joven, adelantándose pausadamente, exclamó:

—Ya decía yo que hoy lucía más fuerte el sol en este áspero y condenado Utah. Sus ojos tienen la culpa de ello.

—Muy galante —repuso ella, siempre sonriendo—. Toca usted muy bien la guitarra y canta con una bonita voz.

—No me lo diga, que me voy a avergonzar. Mis compañeros de allá abajo —señalaba vagamente con la mano hacia el sur— aseguraban que cualquier añojo tenía mejor voz que yo cuando bramaba. A veces he llegado a dudar si, en efecto, canto o es que imito malamente a los añojos.

—Sus compañeros de allá abajo —y señaló con intención hacia el mismo sitio que él— no debían saber apreciar ciertas cosas. Quizá no les pueda culpar a ellos.

—¡Oh, claro, siempre se lo dije yo así y no me hacían caso! Ellos sólo entendían de póker y de manejar el «Colt» —yo también sé algo de eso—, pero su roce con los astados no les permitió ir más lejos en ciertos aspectos de la vida. Me alegro que a usted no le haya parecido mal mis aptitudes artísticas. Una mujer bonita y sensible como usted es una opinión que no cambiaría yo por todo el oro de Sierra Madre. ¿Le gustaría que le cantase algo?

—Muchas gracias, forastero, pero no voy a tener tiempo de escucharle hoy. Vengo con el tiempo tasado a realizar ciertas gestiones en Orangeville y tengo que estar al mediodía en el rancho. Quizá otra vez tenga el placer de escucharle, a menos que pase usted alguna vez por mi rancho. Es el T. T. y está al otro lado de San Rafael, a menos de media milla.

—¿Y por qué no voy a ir si usted tiene gusto en oírme? Iría a pie hasta Montana si ello le causase placer, señorita…

Se quedó dudando. Ella no le había dicho su nombre y él no se había dado cuenta de ello.

—Me llamo Edith Toler, forastero.

—Yo me llamo Justin Tapley, pero mis compañeros de allá abajo me llamaban Tapley, el Tranquilo. Realmente, no sé por qué me aplicaron el remoquete, pero no era cosa de llevarles la contraria. Hubiese tenido que resignarme, y a veces, hasta me suena bien al oído.

—Muy bien, Tapley, le dejo porque tengo prisa. Hasta que nos veamos, si es que va usted por allí.

—Hasta que nos veamos cuando vaya —aseguró él con firmeza y saludó de nuevo gentilmente.

La joven giró ágilmente para penetrar en el hotel, pero se detuvo en seco mostrando indecisión. En el vano de la puerta se recortaba, ocupándola intencionadamente, la silueta de un individuo magro y prieto, que sonreía burlonamente y que parecía dispuesto a cortar el paso a la muchacha.

Era un individuo ya frisando en los treinta y cinco años, vestido de un modo lujoso y detonante. Parecía un ranchero bien acomodado y examinado sin pasión podía calificársele de un buen tipo de hombre.

Poseía un rostro enérgico y viril y armonía en las líneas de su cuerpo, a pesar de ser un poco pesado. Lo que más destacaba en él era la firmeza de su barbilla saliente y un poco cuadrada y la negrura de sus ojos grandes orlados de finas pestañas.

Había apoyado el codo de su mano izquierda sobre la jamba de la puerta, dejando caer el peso de su cuerpo sobre el brazo y sus firmes piernas se corrían hacia el lado contrario, formando una sólida muralla difícil de mover. Edith adivinó el deliberado propósito de no dejarla pasar y arqueó las cejas con rabia, al tiempo que sus rojos labios se apretaban con disgusto, demostrando así el que sentía por la repentina aparición del individuo.

La vacilación de Edith fue breve. Demostrando un carácter enérgico y decidido, avanzó advirtiendo con enojo.

—Señor Forbes, haga el favor de dejarme pasar.

Tapley, que se había dado cuenta del disgusto de la joven ante aquel encuentro y la ira que en ella acababa de despertar el sujeto, quedó apoyado en el porche con la guitarra cogida por la brillante moña, apoyando la caja en el suelo. Sus reidores ojos habían perdido por un momento su brillo alegre y humorista y ahora parecían dos ascuas de luz dorada clavados en la figura del llamado Forbes.

Este, sonriendo, pero sin moverse, exclamó:

—Edith, ignoraba que le gustaba a usted oír pulsar la guitarra y escuchar esas canciones dulzonas de allá abajo. De haberlo sabido, yo la hubiese obsequiado también con unas cuantas serenatas. No olvide que estuve en Méjico y allí aprendí un poco de todo lo que allí se puede aprender. ¿Por qué no me invita usted también a visitar su rancho para cantarle algo agradable al oído? Le juro que también aprendí unas bonitas canciones de amor.

Ella, sin hacer caso a sus palabras, preguntó con firmeza:

—¿Quiere hacer el favor de dejarme pasar?

—¿Por qué no? Pero antes, ¿por qué no hace el favor de contestar a mi pregunta?

—Porque no tengo nada que contestar a sus impertinencias, ni quiero hacerlo.

—Vamos, Edith —insistió el pegajoso—, yo no soy un cualquiera y usted lo sabe. Le estoy brindando infinidad de oportunidades para que zanjemos las diferencias que nos separan y las está desaprovechando tontamente. Así no iremos a ninguna parte, si no es a que yo pierda la paciencia y tenga que olvidarme que es usted una mujer.

Ella, cada vez más colérica, gritó:

—¿Quiere dejarme pasar o no?

Él sonrió con sorna y no se movió. En aquel momento, Tapley, que había asistido al áspero diálogo con indiferencia, tomó la silla de montar con la mano izquierda, se colgó la guitarra al hombro y avanzando hacia la puerta, se adelantó a la joven y acercándose a Forbes, preguntó con voz suave e incolora:

—¿Me permite, señor?

El aludido adivinó que el forastero trataba de inmiscuirse en el diálogo y separó el codo de la jamba de la puerta, irguiéndose con violencia. Ahora ocupaba el centro del vano con las piernas separadas y firmemente asentadas en la apisonada tierra.

—¿Es muy urgente, amigo? —preguntó con aspereza—, Creo que debía continuar entonando esas lindas canciones que tanto entusiasman a la señorita Edith. En este caso, la preferencia es para la señorita.

—¡Oh, bien, y yo no se la disputo! Señorita, usted primero.

Forbes hizo como si no hubiese oído la invitación de Tapley y permaneció erguido en la puerta, pero su actitud retadora sólo duró unos segundos. Los que el tejano tardó en soltar de la mano la silla de montar y afianzar a Forbes por las solapas de su chaqueta, tirando de él con tal ímpetu y fuerza, que el obstinado individuo salió hacia adelante dando grotescos traspiés, sin conseguir enderezar el busto para guardar el equilibrio hasta que cayó de bruces sobre el polvo de la plaza como si hubiese salido despedido por la boca de un cañón.

Forbes hocicó en el polvo antes de poder dominar el impulso que así le lanzara tan humillantemente y cuando al fin pudo ser dueño de sus movimientos, giró con ímpetu salvaje y quedó sentado en el molido fango, llevando la mano a la cintura en busca del revólver, pero ya el «Colt» del tranquilo cantador le tenía encañonado habiéndole ganado la acción.

Forbes quedó tenso mirándole con ojos homicidas. Un grito de estupor había brotado de todas las gargantas al presenciar la rápida y agresiva actitud de Tapley y Edith, más asustada que nadie, se había llevado las manos con espanto al rostro, creyendo oír el disparo de Forbes y ver caer al tejano atravesado por un certero proyectil.

Tapley, con aquella calma que sin duda justificaba el apodo que sus antiguos compañeros le habían aplicado, avanzó hacia el caído y siempre con el revólver atento y con voz fría, exclamó:

—Señor Forbes, es usted un tipo grosero y repugnante. Nunca he creído que se pueda tildar de hombre a quien maltrata a una mujer de obra o de palabra aprovechándose de la superioridad del sexo. Espero que con los hombres sea usted tan agresivo y bravo como con las mujeres y le invito a que me lo demuestre precisamente delante de todos estos señores que han presenciado su gallardía, tratando tan galantemente a la señorita Edith. Levántese y cuidado con las manos.

Forbes, rabioso, se incorporó mirando fieramente a Tapley. Creía que le iba a desafiar a desenfundar el arma y se estaba prometiendo vengarse cumplidamente, pues se tenía y le tenían por uno de los hombres más rápidos sacando el «Colt» de su funda.

Pero el tejano señalando la cintura de su contrario con la boca del revólver, ordenó:

—Haga el favor de sacar con sólo dos dedos ese cacharro que luce a la cintura y dejarlo caer con suavidad a tierra. Podía clavarse usted dos bonitas balas en esa barriga de cerdo que tiene, pero en atención a qué hay señoras delante y podían sentir náuseas al ver lo que sale de ella, me voy a conformar con desfigurarle un poco ese bello perfil que posee. Adivino que está usted muy orgulloso de su belleza y voy a estropeársela un poco para que no presuma tanto.

Forbes quedó un momento tenso mirándole con asombro. Pesaba lo menos treinta libras más que su enemigo y no acertaba a comprender cómo éste podía confiar en sus puños delante de un hombre tan contundente como él.

Sin vacilar, extrajo el revólver y lo dejó caer a tierra. Tapley, de un vigoroso puntapié, lo envió cerca del grupito de curiosos, rogando:

—Hagan el favor de recoger esa arma y hacerse cargo de ella. Usted, señorita Edith, tome mi revólver y mi guitarra. Si este cerdo tan elegante consigue que muerda el polvo, el revólver puede servirle para abrirse paso a tiros y no permitir que vuelva a vejarla, como lo ha hecho; en cuanto a la guitarra, como no volveré a pulsarla nunca más, puede guardarla como recuerdo.

Dejó ambas cosas en manos de la joven, que las recibió temblando de miedo, y se adelantó. Forbes se había despojado de la chaqueta y mostraba sus duros y peludos brazos remangados hasta el codo.

Con acento reconcentrado, bramó:

—Es usted muy presumido, forastero. Todavía no hubo nadie en Wasaton Walley que osase hacer lo que usted ha hecho sin salir destrozado de mis manos. No es igual tocar la guitarra y cantar como las damas, que enfrentarse con un hombre con los puños o con el revólver.

—Por hoy voy a conformarme a hacerlo con los puños —repuso con flema Tapley— y ya le he dicho el motivo. La próxima vez, si es su gusto, lo haré con el «Colt» y me temo que no haya bastantes hilas en el poblado para taparle los agujeros que le haga. Cuando el señor traga niños quiera, estoy a su disposición.

Una expectación enorme se había despertado a cuenta del dramático incidente. Sin saber cómo, se había corrido la voz de lo que el forastero había hecho con Forbes y más de sesenta personas habían formado un amplio corro frente al hotel para presenciar la pelea. Hasta los huéspedes habían tomado posesión de las ventanas, como si se tratase de presenciar una gran fiesta.

Forbes no se hizo repetir la invitación. Seguro de su victoria, se lanzó impetuosamente contra Tapley, intentando cazarle de buen directo al rostro para mandarle del golpe más lejos que él le había mandado del tirón de solapas.

Pero se encontró delante de una verdadera anguila. El tejano, flexible y ágil, poseía una cintura elástica que la jugaba ágilmente, y unas piernas duras y sueltas que se movían con rapidez y firmeza, cambiando de lugar sin casi dar sensación de moverse, y Forbes se desconcertó rápidamente, al observar que se le escurría de entre los puños tantas veces como se lanzaba sobre él ciegamente sin conseguir aplicarle aquellas poderosas mazas en parte alguna.

Tapley, por su parte, parecía divertirse con aquel juego y no había hecho intención de replicar en idéntica forma. Rehuía todo encuentro, se movía con finura y velocidad y sonreía con humor, como si aquello fuese un simple juego que nada le afectase.

Únicamente, para exacerbar al ranchero, comentaba:

—Me temo, querido señor, que, si es usted tan hábil disparando con el «Colt», no acierte a una montaña montada sobre el lomo de un elefante.

Forbes resoplaba con rabia y cansancio y volvía a la carga con más atención. No se explicaba cómo podía fallar todos sus golpes, pues creía atacar con rapidez suficiente para que su enemigo no pudiera burlar los ataques.

Tapley, fresco y siempre sonriente, giraba en torno al ranchero como si estuviese en un salón de baile. No había hecho demostración alguna de atacar a fondo y sólo se preocupaba de burlar las feroces tarascadas de su rival.

Este empezó a sentirse cansado. Su excesivo peso no podía aguantar la táctica del contrario y temía perder aquella facultad acometedora que su rival podía aprovechar para ser él el atacante.

Rabioso, gritó:

—¿Es eso todo lo que sabe hacer? ¿Bailar en lugar de pelear?

—Sé hacer muchas cosas más, Forbes. Tocar la guitarra, cantar lindas canciones, tratar a las damas con educación y cortesía, y …, ¡esto!

Como un relámpago se echó hacia adelante y cayó sobre el ranchero en un juego impetuoso de brazos que amenazaban y golpeaban como un huracán. Forbes, desprevenido, se vio alcanzado varias veces en la cara y no acertó a cubrirse y contrarrestar la avalancha de golpes. Manoteó ciegamente tratando de aprisionar los terribles brazos de su enemigo, pero no lo consiguió y de modo fulminante empezó a acusar en el rostro las huellas de aquel aluvión de golpes.

Sus labios, magullados, empezaron a sangrar, una ceja se le partió dejando colgar un hilo de sangre que se escurría del ojo a la nariz y de allí a la boca, el otro ojo apareció de repente morado y con una hinchazón alarmante y toda su cara mostraba huellas de aquellos puños, al parecer delicados, pero que poseían una dureza de roca.

Durante algunos instantes flotó como un muñeco ciego recibiendo las brutales caricias de Tapley, hasta que, emitiendo berridos de dolor, se dejó caer a tierra donde se revolcó fieramente, incapaz de poder reprimir el nerviosismo que le producía la terrible paliza.

El forastero se acercó a él calmoso y tocándole con la punta del pie, preguntó:

—¿Tiene usted bastante o necesita una nueva dosis?

Forbes, con voz ronca, clamó:

—Tengo bastante…, por hoy. Pero no se sienta muy contento de su hazaña. Si no se siente tan cobarde que aproveche este momento para huir, ya nos veremos de nuevo, y entonces…

—Entonces le daré mucho más, Forbes, no le quepa duda. No tengo intención de marchar del Valle, así que cuide su lindo rostro si puede y cuando se sienta repuesto, avíseme, que charlaremos otro rato tan amigablemente como hoy.

Le ayudó a levantarse. Forbes estaba convertido en un guiñapo y apenas se podía sostener en pie. Se arrimó a la pared de un edificio y, apoyándose en él, caminó lentamente hasta internarse por uno de los callejones que daban a la plaza. Cuando Tapley le vio desaparecer por el esquinazo, se acercó a Edith que tensa y pálida, se apoyaba en uno de los pilares de los soportales, y dijo:

—¿Quiere devolverme mis bártulos? Espero que nadie más vuelva a interrumpirle el paso.

Ella le miró entre admirada y asustada, y musitó:

—¿Quiere entrar conmigo?

El asintió y penetró en el hotel.