Capítulo 5
El retrato de Inocencio X
Londres, 2010
El sol le sacaba los colores a la ciudad desnuda de grises, radiante en el esplendor de una primavera que los londinenses vivían en la calle, sobre la alfombra verde de los parques atestados de cuerpos que recibían los rayos como si fueran el maná de la luz. Silver me había citado a las once de la mañana en la puerta de la Apsley House, la casa que fue el número uno de Londres porque estaba situada en la entrada de aquella ciudad decimonónica donde sobresalía la figura de un héroe, el hombre que fue capaz de derrotar a Napoleón. En esa casa de aspecto clásico, con la reminiscencia de un Barroco algo impostado, pero sin adornos inútiles que pretende imitar la grandilocuencia romana, vivió Arthur Wellesley, primer duque de Wellington, marqués de Douro, príncipe de Waterloo, duque de Ciudad Rodrigo, vizconde de Talavera de la Reina, Grande de España y Caballero de la Orden de la Jarretera.
Silver quería explicarme en qué consistía el plan que estaba tramando y que nos tenía a Helen Apple y a mí en un sinvivir, en ese espacio difuso de la duda que tanto se parece a la niebla que por fin se había disuelto en la primavera que estallaba en Hyde Park. Las praderas lucían un verdor reconfortante, el gran lago artificial de la Serpentine brillaba con unos puntos que parecían los blancos que le servían a Velázquez para conseguir ese destello luminoso que la retina percibía como un reflejo de la luz. Me perdí por ese campo incrustado en el centro de Londres, me dejé llevar por las pinceladas de Cézanne que saltan a la vista cuando se contemplan los árboles con la mirada de quien se acerca al lienzo infinito de la Naturaleza. A las once llegué a la cancela que separa la Apsley House del ruido que forman los coches que transitan por ese nudo de comunicaciones. Al otro lado, Wellington permanecía bajo el sol en la inmortalidad ecuestre del bronce.
Silver estaba dentro, en el vestíbulo, sentado en la silla con capucha, una especie de refugio contra los vientos cortantes y las humedades que le servían al vigilante de la casa para protegerse mientras pasaba las noches en vela esperando la llegada de alguna visita o la salida de algún invitado. En el suelo, el cartel que conminaba a no hacer lo que Silver estaba haciendo: sentarse en esa silla que llevaba más de un siglo en ese lugar.
—Veo que te has contagiado, la puntualidad británica es una neurosis como otra cualquiera, un miedo a parecer maleducado que nos inoculan cuando somos niños y que no nos abandona hasta la muerte, ese momento al que llegamos sin retraso ni adelanto...
—Siempre he sido puntual, en cierto modo me parezco a vosotros, no puedo llegar tarde a una cita, me descompongo ante esa posibilidad...
Silver sonrió y se quedó un momento callado. Se levantó de la silla cubierta, ese mueble que tiene pinta de confesionario, y se dirigió hacia la sala que comunicaba con la escalera. Saludó cortésmente a Napoleón, que se alzaba en el mármol de una estatua que ocupaba el hueco de esa escalera en el nivel del piso bajo y parte del principal. Napoleón aparecía desnudo como un David de Miguel Ángel, esbelto y atlético como sólo puede ser un emperador que convence al escultor de lo evidente: lo que miente no es la obra, sino el cuerpo que debería reproducir. Silver subió por la espiral, agarrándose al pasamanos que el actual duque de Wellington usaba como tobogán cuando era niño y venía a la Apsley House para visitar a sus abuelos. Es un milagro que no se haya descalabrado alguna vez, que sus dientes infantiles no hubieran probado la dureza de la estatuilla que Napoleón lleva en su mano derecha, una Victoria que le da la espalda a quien se creía invencible hasta que Wellington le ganó la partida. Al ver la espada del francés en la colección de Wellington, la misma que dejó abandonada en la carroza que le sirvió de puesto de mando en Waterloo, me imaginé la vergüenza que sentiría el corso Bonaparte cuando tuvo que salir huyendo ante el avance de las tropas inglesas, lo que pasaría por su cabeza cuando cabalgaba en busca de un lugar seguro para no caer en manos del enemigo.
—Lo que te voy a mostrar no es un plan, sino un puzle. Debes encajar las piezas para que todo cuadre, para que yo pueda cerciorarme de que no estoy loco, de que llevo razón, porque todo está pintado desde hace siglos, porque nadie se ha detenido a desvelar las claves que vamos a manejar nosotros para poner la historia del arte boca abajo, o mejor dicho, los naipes boca arriba...
Cruzamos el comedor donde colgaban los grandes óleos que representan a los hombres más poderosos de aquella Europa del recién nacido siglo XIX. Wellington había tratado con todos ellos, como embajador o como primer ministro. La pose artificiosa de Guillermo I de Holanda contrastaba con la rotundidad militar del zar Alejandro I de Rusia y con la actitud altiva y el kilt de Jorge IV de Inglaterra, la mirada torva del emperador Francisco I de Austria era el reverso del glamour afrancesado y rococó que trasminaba Luis XVIII, con su peluca perfumada y sus zapatos de tacón. En el centro de la imponente mesa, las danzarinas de plata que llegaron desde Portugal para agradecerle a Wellington la liberación del país cuando cayó bajo el yugo napoleónico, los candelabros que brillaban a pesar de la nostalgia que sentían por las noches de vino y carnes que esperaban en el aparador donde permanecían al calor del exquisito cuidado con el que el duque trataba a sus invitados.
Silver no reparaba en nada, ni se asomaba a las ventanas que daban a un jardín trasero que formaba parte de Hyde Park, protegidas en su día por los primeros cristales de doble lámina que Wellington instaló cuando volvió de Moscú para aislar la casa. Cruzó dos habitaciones repletas de cuadros, sus pasos engullidos por las alfombras, y llegó hasta su destino, hasta el gran salón donde Wellington reunía cada 18 de junio a los oficiales que habían ganado la batalla de Waterloo.
—Aquí, en este lugar, está la clave de mi plan.
Nos miramos en un espejo donde un aguador ofrecía, con su mano izquierda, una copa de agua a un niño.
A pesar de la hora temprana, ya se sentía la mordedura del ferragosto romano en el aire espeso que le recordó, de pronto, su infancia sevillana, las noches en el patio de la academia de Pacheco, la ciudad paralizada por ese calor que aflojaba los cuerpos y adormecía el espíritu. Salió del apartamento que había alquilado en la casa Nardini cuando aún se veían en el cielo los restos del amanecer. Una luz suavísima, entre la plata y el celeste, lo acompañó por las calles silenciosas que agrandaban el ruido de sus pasos. A esas horas dormían las cortesanas envueltas en el celofán del pecado, los mendigos que cada mañana se disputaban los umbrales de las mejores iglesias, los artesanos que construían las fuentes de Bernini que adornarían para siempre la Piazza Navona. Dormían los clérigos y las barraganas sobre las sábanas del consentimiento, y dormía el gentío que dentro de unas horas llenaría el Campo dei Fiori en busca de alguna fruta o alguna verdura para entretener el estómago.
El pintor Diego Rodríguez de Silva y Velázquez no existía, al menos no se presentará así ante el ilustre personaje que lo ha mandado llamar. El pintor se ha quedado en el apartamento, en ese estudio que le servirá para rizar el rizo del arte, para copiarse a sí mismo, pero aún es pronto, Roma no ha terminado de despertarse y Velázquez aprovecha el camino para poner en orden sus ideas, para rematar el plan que ha trazado durante años y que hoy llevará a efecto. No puede contrastarlo con nadie, ni siquiera con Juan de Pareja, el esclavo fiel que le sirvió de modelo para ese cuadro del que se sigue hablando en los cenáculos artísticos de la ciudad eterna.
La cita es al mediodía, tras el rezo del Ángelus, esa oración donde el ángel del Señor se anunció a María para que los pintores venecianos y florentinos repitieran la escena hasta convertirla en un tópico, en un lugar común que no perdió la fuerza de la creación ni el brillo del arte. La cita es al mediodía, pero Velázquez quiere llegar pronto, no le importa esperar en la antesala donde las visitas aguardan la recepción del papa, donde se preparan para no caer de bruces ante la mirada inquisitiva del hombre que ostenta un poder que va más allá de los Estados Vaticanos, un poder que llega a lo más débil y a lo más fuerte que posee un ser humano: la conciencia.
El papa no está en el Vaticano, el ferragosto romano lo ha empujado, como cada año, en busca del frescor que se respira en el palacio que toma su nombre de la colina del Quirinal. Hace un siglo y medio corrió el rumor de que el Vaticano era un lugar insalubre, castigado por la malaria. El papa Gregorio XIII escogió la colina más alta de Roma para salvar su cuerpo: del alma ya se encargaría Dios. Así se levantó el imponente palacio que serviría de residencia estival para los papas que lo fueran sucediendo en la silla de Pedro hasta que los tiempos se despeñaran en el Juicio Final que le echará el cierre a la historia del mundo, ese tiempo que había derribado los cimientos del Imperio romano que permanecían ocultos en las vaguadas donde pastan las vacas y que fue un día el centro del mundo. Esos foros imperiales están muy cerca del palacio donde el papa se entrega a la gestión de este otro imperio, más espiritual pero con la carga temporal que es inherente a todos los hombres que han pisado la tierra.
Antes de llegar al palacio del Quirinal, el pintor Diego Velázquez entró en una de las obras maestras de Borromini, el rival más temido y más odiado de Bernini. La iglesia de San Carlo alle Quatro Fontane fue un encargo de los trinitarios españoles al artista que se recreó en la luz, ese elemento sin sustancia que eleva la arquitectura hasta convertirla en aire. Las curvas de la fachada, que aún no estaba completada, y del interior provocaron un vértigo en el pintor que se dejó llevar por la belleza de la cúpula oval, por el ingenio que ilumina la linterna que corona el edificio. Juan de Pareja tuvo que sacarlo de la contemplación, ese ejercicio reservado a los místicos y a los artistas. Velázquez no podía imaginar que con el tiempo, un imaginero sevillano tallaría el paso de Jesús del Gran Poder con esa misma hechura: Francisco Antonio Gijón, el autor del crucificado del Cachorro. Con la imagen del templo en su mente, Velázquez se presentó ante la guardia que custodiaba el palacio del Quirinal.
—Soy Diego Velázquez, embajador de su majestad Felipe IV, rey de España.
No hizo falta que entrara en los detalles de su misión, la diplomacia vaticana estaba al tanto de todo y todo estaba previsto para que la recepción del papa no tropezara en ningún imprevisto. Juan de Pareja se quedó fuera, en la plaza donde un obelisco apuntaba al lugar donde se asentaba paradójicamente la institución más poderosa de aquel tiempo: el cielo. Velázquez se sentó en una silla tapizada con el color que emplearía en el retrato más profundo, más inquietante, más sobrecogedor. Aún no lo sabía. Su mente estaba concentrada en el diálogo que mantendría con aquel hombre que tenía fama de severo aunque luego no fuera para tanto, en aquel papa cuya mirada era capaz de fulminar a quien no estuviera preparado para sentir ese terremoto, ese huracán que arrasaba las pupilas y descomponía por dentro a quien se enfrentara con su autoridad.
Ahora los pasos resonaban más fuerte aún que en las calles de la Roma que ha despertado del sueño y que se ha entregado en la costumbre del ruido. Esa algarabía que se desparrama por las plazas y por las calles de la ciudad se amortiguaba en el Quirinal hasta el punto de convertirse en un silencio espeso, en un levísimo rumor que amortiguaban las alfombras y los tapices, el terciopelo de los cortinajes que impedían el acoso del sol a la hora del mediodía.
—Su Santidad os espera.
Diego Velázquez se levantó y sonrió levemente al maestro de ceremonias, que le sirvió de guía por aquel laberinto de pasillos decorados con lienzos que pasaban inadvertidos ante la tensión acumulada en quien se va a enfrentar con el rostro del poder. Caminaba tan tranquilo que sorprendió a los guardias que vigilaban las estancias. Estaba acostumbrado a esa parafernalia en el Alcázar de Madrid. Pero su tranquilidad no le venía solamente de ahí.
—Santidad...
—Todo encaja, Luis, la vida es un mosaico, creemos que el tiempo es una línea recta pero no es así, vivimos a golpe de tesela, cada piedra ocupa su lugar en el momento oportuno, no creas que he bebido antes de llegar aquí, aún es temprano y los pubs huelen a la cerveza de ayer, nunca he sido el primer cliente por eso mismo, prefiero llevarme el último aroma de la noche que conformarme con lo que sobró del día anterior.
Silver se ponía filosófico de vez en cuando, con cerveza o sin ella. Aquella mañana estaba especialmente trastornado por sus propios pensamientos. Hablaba mientras sus ojos rivalizaban con los del papa Inocencio X. La copia que el mismo Velázquez realizó del retrato que le hizo en el Quirinal estaba allí, en la Apsley House. Roma, Madrid y Londres.
—Este papa fue el más viajero de la historia hasta la llegada del polaco al sillón del pescadero...
—Se dice pescador, Silver. Pescadero es el que vende el pescado.
—Eso he querido decir. ¿O no se dedican los papas a eso? La historia de la humanidad se terminará cuando todo el pescado esté vendido.
Touché. Silver me la había metido hasta donde pone Toledo. Sentí cómo la espada del ingenio se clavaba en mi orgullo. Quise corregir su español —debería haberme extrañado porque no me hablaba en inglés aunque estuviéramos en Londres— y me dio una soberana paliza, como las que se endiñaban los poetas que rivalizaban en las fiestas barrocas. Juegos de ingenio se celebraron por todo lo alto en la boda del joven Diego Rodríguez de Silva y Velázquez con Juana Pacheco. El tiempo no es una línea sino un mosaico. Aquellas piezas del ingenioso puzle volaron desde Sevilla hasta esta mansión situada en el Hyde Park Corner. Silver fue un Rioja, un Baltasar del Alcázar, tal vez un epígono del mejor Góngora o del Quevedo que nos miraba con sus lentes desde el otro lado de la puerta.
—El papa y el poeta juntos en esta sala. ¿No es inquietante, Luis?
Dejé que el silencio acompañara a Silver. En realidad no hablaba conmigo, sino con su memoria. Enlazaba los personajes que convivían en ese salón, algo que no hacen los críticos de arte cuando analizan un cuadro. En la National, la Venus está rodeada de hombres poderosos que la vigilan, que se dirigen al espectador para reprocharles su mirada obscena. Aquí, en la casa del duque de Wellington, el papa Inocencio X clavaba en nuestros ojos los dardos que el poeta del polvo enamorado convertía en palabras, o viceversa.
—Aquel papa creía que aquel pintor con ínfulas de embajador era un espía, no se tragó los informes oficiales, prefirió creerse las versiones que corrían por los mentideros romanos, el odio a todo lo que estuviera relacionado con España era más que latente, era algo que Velázquez tuvo que sortear para llegar al punto que buscaba, al momento que imaginó tiempo atrás, en la penumbra de los aposentos reales de los que cuidaba, porque esto es muy importante, Luis, escúchalo atentamente...
Silver hizo una pausa, miró alrededor, como buscando un espía en algún cuadro que pudiera escucharnos.
—Velázquez sabía lo que quería desde que salió del taller de Pacheco, o incluso antes, y no me refiero solamente a su capacidad para darle la vuelta a la pintura, sino de sus aspiraciones personales, pero no podía decírselo a nadie. Inocencio X se dio cuenta al verlo allí, el Sevillano no podía engañar a un Pamphili romano, el papa sabía que Velázquez era un espía, pero no un espía del rey, sino un espía de sí mismo que trabajaba para el único país que le importaba: su propia gloria. Tragué saliva y me arrojé al vacío cuando le hice la pregunta a bocajarro.
—¿Y tú para quién trabajas, Silver?
—Lo sabrás cuando llegue el momento, pero antes debes explicarme en qué se diferencia este cuadro del que cuelga en el palacio Doria Pamphili. Y no me hables del fondo ni de la capa, por favor, sino de lo que está debajo de esta historia. ¿Por qué Velázquez se copió a sí mismo? Cuando lo averigües sabrás para quién trabajo, Luis...
—Santidad, soy Diego Velázquez, embajador de su majestad el Rey.
—Ya sé quién sois, o al menos eso creo, os podéis ahorrar el protocolo, hace demasiado calor para perder el tiempo en estas menudencias. Me han hablado demasiado bien de vos, sois el pintor del rey Felipe, pero habéis retratado a vuestro esclavo y ahora pretenderéis hacer lo mismo con el vicario de Cristo en este mundo. Decidme, ¿qué os ha traído hasta Roma? Os ruego que no me digáis que venís en misión comercial para comprar obras con el fin de decorar las estancias de vuestro señor. Os lo preguntaré con el estilo que me caracteriza y que provoca los comentarios que las lenguas de doble filo dejan en los mentideros romanos. ¿Sois un espía?
El cuadro estaba delante de sus ojos. Velázquez no trazaba ningún boceto, no esbozaba los rasgos ni planteaba lo que iba a pintar, porque Velázquez no pintaba. Velázquez veía el retrato antes de que su mano lo copiara en el lienzo. En ese momento sintió el miedo que no tenía nada que ver con la pregunta del papa Inocencio X, ni con la mirada torva, inquisitiva, penetrante como un estilete que le dirigía el heredero de la saga Pamphili que había conseguido el objetivo que se planteó cuando aún era un adolescente y necesitaba vencer la angustia de fondo que todos llevamos dentro, la necesidad de llenar ese vacío que a veces provoca vértigo y que en otras ocasiones nos sirve para elevarnos sobre nosotros mismos.
El miedo que sentía Velázquez respondía a otro motivo más hondo, más complejo. Sentía miedo de sí mismo, de su capacidad intuitiva, del aislamiento que le provocaba esa inteligencia presta para la creación de la pintura en la abstracción de su mente. En ese instante no estaba en el mundo, no podía responder a los estímulos externos, la voz del Pontífice se diluía en un silencio del que surgía la creación, el silencio que todo artista necesita para extraer la esencia de la realidad, para trascenderla a través del arte, «toda ciencia trascendiendo» como formularon los místicos.
—¿Vais a responderme o pensáis quedaros ahí como una estatua?
—Santidad, no soy ningún espía ni su majestad el rey Felipe IV me ha enviado a Roma con ese propósito. Mi misión consiste en adquirir obras de arte para las colecciones del Rey con el fin de decorar sus estancias de forma adecuada al decoro que se espera en los palacios de tan insigne monarca.
—Como imagináis, no esperaba que me respondierais que sois un espía...
Una sonrisa irónica acentuó la inteligencia que se adivinaba en las pupilas de aquel personaje, porque Inocencio X ya no era para Velázquez el Sumo Pontífice, sino uno de sus modelos. Como Juan de Pareja, como el mismo rey o su familia, como los bufones de la corte que encerraban la tragedia y la injusticia de la belleza que no se ha posado en sus cuerpos, en sus rostros deformados por la crueldad del azar. Velázquez volvió a experimentar en ese momento la sensación que más le turbaba, la escisión de su personalidad en los dos personajes que se había creado para sí mismo: el pintor y el cortesano, el artista y el aspirante a llevar el hábito de Santiago que las normas de la época le negaban a quien se ganara el trabajo con las manos.
¿Acaso no estaba pintando en ese preciso instante al hombre más poderoso de la Iglesia sin necesidad de mancharse los dedos con los pigmentos que ya estaban en su cabeza? Eso era lo que quería demostrar, el error de considerar al pintor un mero artesano que reproducía los moldes heredados de la tradición sin añadir nada de su propio magín. Velázquez no iba a pintar al papa Inocencio X para que su cuadro pasara a la posteridad, sino para conseguir su objetivo como cortesano. Así trata de coser las dos partes de su personalidad que, a menudo, se enfrentaban hasta el punto de provocarle una angustia que resolvía gracias a su capacidad intelectual y a su habilidad para adaptarse al medio sin perder de vista los objetivos que se había marcado.
—¿Entonces habéis venido hasta el Quirinal para comprarme algún cuadro? ¿O tal vez una escultura? Os puedo ofrecer La Pietá de Miguel Ángel Buonarotti a buen precio...
La ironía lindaba con el sarcasmo. El papa estaba a punto de burlarse del pintor que pretendía pasar por embajador y que tenía pinta de espía. Tres oficios para una persona era demasiado. Velázquez sonrió. Sabía que el papa sabía lo que él también sabía.
—Santidad, está mal que sea yo quien lo diga, pero mi fama como retratista es algo de lo que nadie duda en la corte de su majestad del rey Felipe. Permitidme que me ofrezca para retrataros, algo que para cualquier cristiano que sepa pintar sería la máxima aspiración, como bien podéis comprender...
—¿Y qué me vais a pedir a cambio? No creo que vengáis por dinero a esta casa...
—Dejadme que os pinte y no hará falta que os lo diga.
—Eso quiere decir que pensáis que soy lo bastante perspicaz para darme cuenta de cuál es vuestro propósito sin necesidad de que lo hagáis explícito.
—¿Hace falta que responda a esa cuestión, Santidad?
El papa sonrió abiertamente. Sus rasgos abandonaron la rigidez de la primera mirada, pero esa distensión no serviría de nada. Velázquez ya había pintado a Inocencio X en el único lugar donde no cabían las correcciones ni los repintes: en la mente donde guardaba el secreto de su portentosa intuición. Cuando se quedaron a solas, un sonoro abrazo resonó en la estancia. En Madrid se habían hecho amigos, pero no es plan de que se supiera en ese lugar donde el poder es algo más que una palabra: Dios.
Silver apuró su Bishop Finger, una cerveza espesa, sin gas, que me recordaba vagamente el aroma del brandy, o tal vez la solera de un oloroso. Nos había citado a Helen Apple y a mí en el pub que lleva el nombre del personaje histórico que llevó El aguador de Sevilla hasta Londres: The Duke of Wellington. Un silencio amable se quedaba suspendido en el aire donde apenas vibraban las voces suaves de una clientela fija formada por los vecinos del barrio. Gente mayor, algún oficinista más joven que se toma su pinta de London Pride tras salir del trabajo para volver a casa con algo de alegría en el cuerpo. Encima de la chimenea, un retrato del héroe de Waterloo sentado en un sillón, con la correspondiente columna detrás de su hombro derecho para darle fuerza a la imagen. A la izquierda, en el aire que rodearía al dique si el retrato fuera de Velázquez o de Rembrandt, un rayón que dejaba ver la ropa interior del lienzo.
—Inocencio X y Velázquez se habían conocido en Madrid cuando el Pamphili fue Nuncio en la corte española. Aprovecha ese dato para llenar la escena de cardenales y camarlengos, de sacristanes y monaguillos que caerán en la trampa que les tiende el irónico y astuto papa, que se las da de implacable y que en realidad está gastándoles una broma a los suyos sin que lo noten, y que para ello cuenta con la complicidad de Velázquez, que se ríe por dentro de la situación.
Tomé notas en mi cuaderno, animado por la información y por la cerveza que contribuyó a ese punto de excitación literaria, era una Ashai que yo creía japonesa, pero que en realidad era checa y fabricada en Londres. Helen Apple miraba y sonreía, Helen es periodista de raza y se le nota, es implacable con los datos, las cifras, los horarios, los lugares...
—Ahora que has tomado nota, tomemos otra pinta, la noche promete...
Se quedaron solos, frente a frente. El papa y el embajador, el que fuera nuncio de Su Santidad en Madrid y el pintor con el que compartió distendidas charlas sobre el arte del retrato en el Alcázar madrileño. Se quedaron solos, se miraron con una profundidad que les dio miedo.
—¿Qué queréis en realidad, Diego? Aunque estemos en el ferragosto romano, no tengo mucho tiempo que perder. Ojalá pudiera dedicar el día a enseñaros mi colección de pintura, pero ya sabéis cómo es este mundo. Decidme qué os ha traído hasta aquí.
—Quiero pintaros, Santidad.
—¿Por qué me queréis pintar? Nunca hacéis nada porque sí, os conozco muy bien porque yo soy como vos, exactamente igual que vos. Lleváis un plan trazado en vuestra mente y no os detendréis hasta conseguir el objetivo.
Velázquez se enredó en evasivas. El papa Inocencio X ya no era el nuncio con el que compartía chocolate y conversaciones sobre la pintura veneciana que ambos habían contemplado, cada uno por su cuenta, en la ciudad más fascinante que habían conocido. El viejo Pamphili frunció el ceño y se detuvo un momento antes de hablar. Ahí estaba ya su retrato definitivo. Velázquez lo vio. Nítido. Exacto. Retratar a alguien es concentrar toda su vida en una mirada, en una forma concreta y precisa de mirar. Ya lo tenía. Lo demás consistiría en garabatear, en moler pigmentos y manchar una tela.
—Ya que no me lo decís, os lo diré yo. Habéis venido hasta Roma con la excusa de la compra de obras de arte para las estancias de vuestro rey, una cortina para ocultar el propósito que raya en el espionaje, el cual a su vez se pretende disimular con la documentación confidencial que vais a entregarme ahora mismo, firmada por vuestro rey Felipe. ¿O no es eso lo que guardáis celosamente entre vuestras ropas para que no os la roben por las calles de esta Roma entregada al latrocinio? Os han enviado para que os enteréis de lo que está sucediendo en esta ciudad. Tenéis tan buen oído como buena es vuestra visión.
—Santidad...
—¡No me interrumpáis, os lo ordeno!
El papa frunció aún más el ceño, oscureció su voz y clavó las palabras, una a una en la retina de Velázquez. El pintor veía los sonidos y los trasladaba al lienzo que ya estaba pintando en su cabeza. El papa siguió hablando con una seguridad que iba pareja con el gesto.
—Pero eso a su vez es otra excusa. Vuestra vida es una sucesión de veladuras, pintáis como actuáis. Es imposible hallar el límite, el contorno que nos da la clave de la verdad. El rey os ha enviado para eso, pero vos no habéis venido con esa intención. Al menos ésa no es vuestra principal obsesión. Habéis usado a vuestro esclavo como modelo para derrotar a todos los pintores romanos y foráneos en la exposición de la Rotonda. Habéis encendido el fuego del rumor para que el rescoldo me llegara hasta el Quirinal, para que me entrara el prurito de la vanidad que tan bien conocéis en mí. Y lo habéis conseguido, Diego. Quiero que me pintéis. Y os concederé lo que a continuación me pediréis por la obra que vais a acometer. No tendré problema alguno en firmar ese documento que os hace falta para conseguir lo que os importa en este mundo más que ninguna otra aspiración. En los mentideros del Alcázar se hablaba de vos y el nuncio siempre debe tener los oídos a punto. Sé que vuestro empeño es uno y que habéis puesto toda vuestra vida en él. En aquel cuadro que pintasteis en Sevilla está la clave. Lo sé. Me lo enseñó Juan de Fonseca, a quien Dios tenga en su gloria infinita y eterna. A cambio del favor que os voy a hacer, sólo os pido algo...
—Lo que me pidáis será un honor, Santidad.
—Mi retrato no puede ser un retrato más, Diego. Tiene que ser vuestro retrato. No quiero ser el más apuesto, ni el más enigmático, ni el más inteligente. Quiero ser...
Un silencio fue espesándose hasta convertirse en óleo, en lienzo en marco. Velázquez creía que el retrato ya estaba en su cabeza, pero no era así. Ahora sí que lo estaba viendo. En esta pausa interminable como un pozo de tiempo sin luz. El ceño se frunció hasta el límite del orgullo, de la vanidad, del odio que siente un ser humano cuando piensa que el retrato lo sobrevivirá. Las dos últimas palabras de Inocencio X se convirtieron en el retrato definitivo.
—Quiero ser el único.
—Eso mismo es lo que le sucede a cualquier mujer, Luis, a Helen le ocurre algo idéntico, no quiere ser la más bella, ni la más interesante, ni la más inteligente, ni la más seductora, sólo quiere ser la única, no tienes más que mirarla a los ojos para darte cuenta, a ver, mírala ahora aunque yo esté sentado entre vosotros, fíjate bien en sus pupilas, deja que te las clave como tú le has clavado tu estoque masculino hasta provocarle el gemido que nos lleva hasta el lecho, porque nosotros no vamos para gozar del sexo en nuestras carnes, para eso tenemos la mano que todo lo mueve, la mano invisible dentro del bolsillo, la mano amiga que nos ama y nos consuela y que no se separa nunca de nuestro brazo, nosotros nos hundimos en ellas para volver al útero materno, pero sobre todo para escuchar ese gemido, ese crujido que nos lleva al momento más ansiado, al más esperado, Alguien nos inoculó ese deseo cuando aún no éramos ni siquiera una especie animal, antes del primer amanecer del mundo, que fue el que vio el primer humano que se dio cuenta del prodigio, aunque el sol llevara millones de años alumbrando un mundo inconsciente, sé que me estoy enrollando, que la Bishop Finger hace estragos en la mente, pero es la puta verdad, si no fuera por ese afán derramaríamos el semen por el suelo, no nos ataríamos a ninguna mujer, ni estaríamos a su lado para alimentar a la cría que nos hipoteca la vida para siempre, necesitamos escuchar cómo la mujer llega al éxtasis que vio Bernini en la Santa Teresa que lleva casi cuatro siglos corriéndose de gusto en Roma, ésa es la vía unitiva que buscaban los místicos, no hay otra, la misma que Velázquez buscó y encontró en Roma, cuando sintió ese chasquido en la junco de Flaminia, hasta entonces no sabía lo que era follar de verdad, se había limitado a yacer con Juana y a frecuentar a alguna que otra prostituta de la corte, pero follar de verdad, jamás, tuvo que ser en Roma, la ciudad de la perdición, de los papas entregados a sus cortesanas, del erotismo que se hundía en el muslo de la Proserpina que el mismo Bernini había dejado en los brazos rijosos de Plutón, Velázquez sintió que esa diosa le ardía por la sangre, que la primavera lo empujaba a los abismos que le mostraba Flaminia, esa boca entreabierta donde sentiría el filo de los jazmines, esos pechos florecidos como el mes de mayo, esas caderas prestas para agarrarlas como si pudieran salvarnos del precipicio sin fondo de la muerte, y ese coño que buscarían los labios y los dedos del pintor antes de naufragar en su océano sin horizontes, eso es lo que nos hace vivir, Luis, el recuerdo o el deseo de ese momento, no hay más en esta vida, no hay más...
Una lágrima recorrió la mejilla de Silver, aunque hiciera todo lo posible por disimularlo. Helen Apple sintió que un escalofrío recorría su cuerpo, sus senos suaves como liebres, los muslos que confluían en el delta que marcaban las ingles para que Luis, o yo, la poseyera esa noche como no lo había hecho nunca. Sonó la campana del pub. Wellington seguía impasible en el kitsch de su retrato. Silver apuró su cerveza y salió a la calle sin despedirse de Helen ni de Luis. Enfiló Eaton Terrace y se perdió en una niebla suave que ponía un halo romántico a las farolas encendidas. Helen se apretó contra el pecho de Luis. Apretaron el paso y buscaron un taxi. No tenían tiempo que perder. Silver los había citado muy temprano. Sólo tenían siete horas por delante para amarse sin descanso.
Tomé un vuelo barato, necesitaba ir al lugar donde permanecía el espíritu de mi novela, a esa sala donde me esperaba la mirada más profunda que se haya pintado jamás. Di un paseo por la ciudad recién amanecida, los tenderetes de los pintores turísticos empezaban a florecer en Piazza Navona, junto a las fuentes donde el agua compite con la belleza de la piedra que domeñó Bernini. Quería empaparme de Roma antes de visitar al pontífice que sigue teniendo el privilegio de ser el hombre mejor retratado de la historia, quería sentir el asombro que me provoca el Panteón cada vez que aparece entre las callejas que lo rodean, el mismo asombro que me producía cuando niño el templo del Salvador en Sevilla, esas moles de piedra y ladrillo incrustadas en el laberinto, abriéndose paso entre el caserío como lo sagrado se ensancha en el espacio que ocupa lo cotidiano.
Entré en un pequeño oratorio del que recuerdo todo menos su nombre, era un callejón estrecho, largo, suavemente sinuoso, de paredes pintadas de un tono algo más suave que el del albero, ese color que me lleva directamente a las calles de mi infancia. Recuerdo el olor del silencio y la placidez del incienso, la sinestesia que provoca el esmalte del mosaico bizantino cuando se escucha a Dios en el azul dorado, recuerdo el bisbiseo de un tipo con pinta de ingeniero que buscaba el misterio donde no existían cálculos ni laboratorios, recuerdo el instante en que permanecí ajeno a mí mismo, el enajenamiento que buscaban los místicos antes de llegar a la vía unitiva que Teresa de Jesús —siempre Bernini— halló en la flecha del Ángel que le traspasó el alma hasta para romperle los diques del placer.
Salí de aquel oratorio y me dirigí con paso firme al palacio Doria Pamphili, habían cambiado la puerta de entrada, ahora se accede por la vía del Corso, más tráfico, más ruido, el desorden propio de la ciudad donde los siglos se confunden. Crucé los salones brillantes, el poder terrenal de la familia que le daba papas al orbe católico, el lujo del que había renegado Lutero y que permanecía allí, refugiado tras los muros que también lo aislaban del mundo. No me detuve ante los lienzos de Carraci ni de Sassoferrato, ni siquiera busqué un Caravaggio para abrir boca, la luz del patio cruzaba la galería, aquello no era un museo sino una casa donde aún se podía distinguir la sombra de un Doria o el eco de un Pamphili en sus salones.
En el rincón, como si fuera el salón de la Rima de Bécquer, una puerta señalada para los turistas daba paso a otro oratorio, al lugar donde me esperaba el hombre mejor retratado del mundo, tenía el ceño fruncido, estaba a punto de señalarme un reloj para echarme en cara mi retraso, no se explicaba que yo estuviera escribiendo una novela sobre Velázquez y que todavía no hubiera ido para volver a verlo, para regresar a aquel tiempo en el que estuve aquí con mi madre, cuando me atrajo a Roma para despertarme el apetito de la pintura, del oficio que nunca ejercí porque no estaba dotado para la luz ni para el color, para el dibujo ni para la hondura que destilaban los ojos del papa Inocencio X, el hombre más poderoso de la historia del arte.
Entonces comprendí la frase que le dirigió al Sevillano que fue a buscarlo para contar con su complicidad a la hora de medrar en la corte. Pintor y cortesano, las dos caras del mismo hombre, Jano bifronte como el que se alza en la fuente de la Casa de Pilato, el palacio renacentista y mudéjar de Sevilla, el lugar donde el joven Velázquez aprendió a valorar la importancia de Roma. El pintor lo plasmó en el lienzo y el cortesano se llevó la promesa del favor. La excusa permanece mientras la vanidad se difuminó al poco tiempo. Velázquez mentía por un lado y por el otro decía la verdad con el pincel tocado por el ángel de la gracia. ¿O es que el arte es susceptible de ser encerrado en las cuadrículas de la lógica?
El papa Inocencio X sigue gritándolo en el rojo de sus ropajes, del terciopelo del sillón y de los pliegues de la cortina. Lo escuché como si se lo estuviera diciendo al mismo Velázquez mientras mis ojos comparaban tanta verdad pintada con el busto de mármol donde Bernini, siempre Bernini, no pudo captar el abismo que el Pamphili llevaba dentro. Fijó aún más su mirada en mis pupilas y me lo soltó sin necesidad de abrir esos labios tan apretados por el enfado que provoca la autoridad cuando no puede conseguir lo que desea. Lo escuché en la soledad de aquel oratorio donde vi al dios del arte en el único retrato donde el personaje habla en voz alta:
—¡Demasiado verdadero!