CAPÍTULO 2
EL MEDIODÍA DEL 36

Al final será un falso directo. Le quedan tres horas para grabar. En cuanto se eche la noche sobre la marisma y el pueblo. En cuanto la tarde se vuelva densa y melosa como el color del mistela, ese vino que cuaja en la dulzura contenida del crespúsculo. Así no se notará en pantalla. La noche es lo bueno que tiene. No hay diagonales de luz. Todo oscuro. Toni la llama y la coge saliendo del ayuntamiento.

—Te mando ahora mismo por wasap las tres preguntas que te hará Andreu. Cuentas hasta diez en silencio y sigues con la perorata. Aquí tendremos a los tertulianos de siempre. Les he dado algo de documentación para que no se note demasiado que no tienen ni puta idea de lo que dicen. De todas maneras, ya encontraré la fórmula para que se peleen a gritos como de costumbre. El tema promete. Los señoritos andaluces siempre dan mucho juego. Así que ya sabes. Quiero un poquito de carnaza para animar esto. Y ponte escote, que lo que se vayan a comer los gusanos…

El cámara Zamora la espera junto al coche. El calor ha regresado de golpe. Mira el reloj que le regaló Jaume por el último aniversario, y no puede creer que siga ese fuego envolvente rodeando su cuerpo. ¿Escote? Como si tuviera tiempo para cambiarse de ropa y acicalarse. Belmonte la acompaña a casa de los Zurbano. Por el camino, los restos de la siesta en las puertas que aún están cerradas y en las persianas bajadas.

—Mejor vamos andando y que Zamora nos siga en el coche.

—¿Andando con este calor?

—Sí. Andando.

Belmonte es seco, cortante como las esquinas de unas calles que Lola no sabe situar en el plano del pueblo. Se alejan del centro, de la plaza donde está el ayuntamiento con sus árboles soñolientos y sus flores de vivos colores, geranios que resisten la flama, agapantos que florecen precisamente cuando llegan estas calores y le ponen un color entre malva y morado a los arriates. Aceras muy estrechas. Hay que andar por el centro de la calzada.

—¿Te gusta el reloj, querida?

—¿Cómo no va a gustarme, Jaume? Es precioso…

—Precioso y ecológico. Y sostenible. Sus artífices cobran sueldos justos y los materiales contaminan lo imprescindible. Además, el diseño es de un grupo muy interesante que está investigando nuevas formas con materiales reciclables.

—¿Ah, sí?

—Sí. Por eso cuesta lo que cuesta, cariño.

Le cuesta no pensar en los silencios de Jordi, el hijo ausente que no le pone ni un miserable wasap para preguntarle cómo está. Le cuesta asimilar esos regalos que refuerzan a Jaume en su mundo de arquitecto vanguardista, de activista contra el cambio climático en sus edificios. Y en su vida privada, de amante de todo lo que sea post, de marido discreto que cumple fielmente con el débito conyugal cada sábado por la noche, quince minutos de fusión controlada, de movimientos rítmicos pactados en silencio, siempre en silencio.

—Ya falta poco.

La voz de Belmonte es tan seca como su aspecto, como su tez morena y sus ojos caídos, como su cuerpo desprovisto de belleza y su camisa entre blanca y celeste. Como su pantalón de color tierra, como sus zapatos negros e insípidos, como su locuacidad inexistente. Detrás, el coche de Zamora a cámara lenta. Se cruzan con una mujer que los mira con descaro y que saluda con las buenas tardes que el calor se encarga de desmentir. Es una mujer mayor, vestida de oscuro sin llegar al negro luto que Lola trae en el cliché del prejuicio. La ha mirado de arriba abajo, por dentro y por fuera, escudriñando ese interior que ni ella misma sabe en qué consiste. Llegar a los cincuenta tiene estas cosas. Demasiado vieja para ser joven, y demasiado joven para ser vieja. Ni la plenitud de la juventud, ni la serenidad de la experiencia. O eso cree ella, que no tiene ni idea de cómo es en la realidad que le va trazando, siempre en silencio, el archivero que la acompaña.

—Te he dicho que no quiero a esa tía aquí, ¿entendido?

—Vamos a ver, mamá, viene con Belmonte, el hijo mediano de Dolores, y dice que quiere hacerte dos o tres preguntas nada más, que tú digas lo que quieras decir y ya está.

—Pues ya está dicho todo. No, no y no. No sé cómo coño tengo que decírtelo.

El ventilador sigue zumbando con terquedad de hélice. Gira para no perderse la conversación de la madre con la hija. La televisión, a media voz, sigue con el debate sobre la amante del torero que mantiene una relación, o no, con un gay que lo niega todo después de haberlo afirmado en una falsa entrevista que le hicieron con su consentimiento para que luego la desmintiera. Huele a café y a sultanas de coco.

—Que dice mi madre que no quiere hablar, lo siento —la puerta que da a la calle está pintada de un verde carruaje, la casa es modesta, en la acera hay una suave ondulación que la sitúa casi al nivel del asfalto.

—Solo quiero hacerle dos o tres preguntas —la voz de Lola es suave, conciliadora, detrás está Zamora con la cámara preparada, sin seguro, presta a disparar en cuanto la redactora se lo ordene.

—Ya lo sé, pero se niega en redondo —una mujer levanta una persiana en la casa de enfrente, un chaval joven vestido con una camiseta de futbolista pasa por delante y casi se detiene para contemplar la escena, saca el móvil del bolsillo del pantalón corto que le cae largo, pero no se atreve a hacer la foto.

—Quiero declaraciones de esa tipa, quiero un total en el que diga algo fuerte, algo que podamos repetirlo durante todo el programa, y luego me haces el falso directo, ¿entendido? —la voz de Toni como una orden o un recuerdo, la maldita presión que le golpea otra vez las sienes por dentro, la necesidad de un paracetamol o de un cargo intermedio en la empresa de Jaume, un trabajo insulso que la saque de esta maldita agonía, de esta ansiedad que vuelve a golpear el interior de su pecho alzado, imponente para los ojos de Belmonte.

—Mira, te aseguro que todo esto le vendrá muy bien a tu madre, si aparece en el programa contando su historia, la sentencia será favorable para vosotros, seguro que sí, ya ha ocurrido en muchos casos parecidos y en este no iba a fallar la tendencia —Lola insiste, pero solo obtiene una respuesta que viene del interior de la casa. Un grito desabrido, potente sin llegar a rasgar la voz de la mujer que mira la televisión sin verla, o que la ve sin mirarla. Una sílaba rotunda que traspasa el breve zaguán y que sale a la calle con rotundidad de campana o de látigo.

—¡No!


Cuando lo vio llegar al cortijo, doña Angustias pensó que era muy poca cosa. Un alfeñique atildado. Un petimetre de esos que se dedican a los oficios blandos. Maestros, peluqueros, sastres, contables, periodistas… Nada que ver con su marido, el difunto don Fernando Murube. Espuelas de plata o de acero. Recia voz de mando. Apostura cuando se alzaba en el caballo y dominaba, desde la montura aristocrática, todo el cortijo. La Indiana era el mundo, y el mundo era suyo. Daba las órdenes con soltura, de forma natural, imponiéndose al manijero, a los gañanes, a los braceros, como si esa autoridad formara parte de su esencia. Nada que ver con aquel despreciable que mandaba al grupo que se presentó en el cortijo aquel sábado de julio del 36 con el calor del mediodía.

—Mi esposo, que en gloria esté, sabía que algo iba a suceder. Antes del almuerzo había estado hablando por teléfono. Aunque dejó cerrada la puerta de su despacho, pude escuchar alguna frase entrecortada. Cuando salió, estaba preocupado. Quiso tranquilizarme, pero eso fue peor. Adiviné en su tono de voz que algo no iba bien. Que algo iba mal. Muy mal. Noté que llevaba el revólver en el cinto, a pesar de que se lo tapaba con la chaqueta de hilo blanco. No llevaba corbata. Ese fue otro signo. Antes de ir al comedor me acarició el vientre y me preguntó cuánto me quedaba para parir. Le dije que estaba a punto. Que en cualquier momento se podría presentar la criatura. Era nuestro primer hijo. Hacía calor, mucho calor. Como hoy. Pero el aire era irrespirable. Ahora es distinto. Ahora vivimos los años de la paz, y esto no tiene nada que ver con aquello, ¿sabe usted?

El periodista bebe un poco de limonada que doña Angustias le ha pedido a una chica morena, guapa, de ojos negros y cintura fina, que sirve al invitado. Doña Angustias la mira y reconoce algo en aquella fisonomía. Algo que no le gusta. Pero se lo calla. El periodista coge de nuevo su libreta y se dispone a seguir escribiendo. Le han encargado un reportaje sobre los sucesos del 18 de julio de 1936 en La Indiana. Dentro de tres días se cumplirán veinticinco años de aquello y el director del periódico del Movimiento quiere que la memoria no se pierda, que las nuevas generaciones conozcan lo que pasó entonces. Se lo ha dicho con voz clara, firme, rotunda. Lo ha mirado fijamente a los ojos y más que un encargo, le ha dado una orden. ¡Escríbalo, Martínez!

—¿Cómo ha dicho usted que se llama? Pues mire usted, señor Martínez, como le dije antes, yo estaba sirviéndome la guarnición del gazpacho cuando escuché la tos del camión. Perdone que le hable así, pero tantas lecturas poéticas y novelescas han enriquecido mi vocabulario y no sé qué hacer con él. A menudo pienso en metáforas, pero no se las puedo comunicar al personal del cortijo. Imagine lo que podrían pensar de mí. Estaba sirviéndome el huevo duro, muy picadito, en una conchita de porcelana blanca. Escuché esa tos y sentí el olor a gasoil por la ventana abierta del comedor que daba al patio del cortijo. Luego se la enseñaré. Mi difunto Fernando se levantó al instante. Dejó caer la servilleta al suelo. Estábamos comiendo los dos solos. Isabel, que servía la mesa aquel sábado, me miró con cara de preocupación. Seguro que ella también sabía algo. Seguro. La única ignorante era yo. Fernando me dijo que no me preocupara y salió al patio de labor. Vi algo brillante en su mano derecha. Creo que era el revólver. Quise asomarme a la ventana, pero Isabel me lo impidió.

—¿Quién eres tú para darme órdenes? ¿Acaso una criada va a mandar ahora a la señora lo que tiene que hacer y lo que no?

—No es eso, señora, es que las cosas están muy mal, y en su estado de usted no es prudente que se asome ahora a esa ventana, cualquiera sabe lo que puede pasar.

El periodista le da otro sorbo a la limonada fría. En el cortijo ya tienen una nevera como las que salen en las películas americanas, y se nota el frío que desprende el líquido ácido y dulce al mismo tiempo. Es un placer, es un lujo para aquel tipo que tiene muchos menos años de los que aparenta y que vive en una habitación de la fonda que está situada en la acera de enfrente del periódico. Una cama niquelada, una silla de enea, una mesa tambaleante, un ropero con la luna oxidada que huele a alcanfor y una mesita de noche donde se apilan cuatro o cinco libros y el tabaco que le ayuda a sumergirse en la lectura.

—Después llegó Antonio, el marido de Isabel. Un criado fiable. Siempre estuvo con nosotros. La Indiana era algo más que su lugar de trabajo. La Indiana, esta Indiana que he conservado con tantas lágrimas y tanta sangre, era su casa. Murió hace siete años. De pena. Pero eso no se lo voy a contar a usted. Eso forma parte del secreto que me llevaré a la tumba. Antonio me cogió del brazo suavemente, pero con esa firmeza masculina que tiene la gente del campo. Desde el señor al gañán. Una fuerza suave, telúrica. No ponga ese adjetivo si no quiere. Ya sabe que me salen solos. Me cogió del brazo y me llevó hasta mi dormitorio. Isabel dispuso los cojines de tal forma que yo pudiera recostarme a gusto. Me pesaba el vientre, pero lo que más me pesaba era el calor que se había estancado en el aire. Escuché voces, gritos. El camión ya no sonaba. Aquella tos ya no traqueteaba.

—Míralo, tan valiente como parecía en el caballo, con la fusta siempre dispuesta, y ahora parece un corderito. Valiente cobarde. Siempre les pasa lo mismo a estos señoritos. Se ponen flamencos cuando saben que nada les puede ocurrir. Pero luego rehúyen la pelea. ¿Y esta pistola, don Fernando? ¿O prefieres que te diga camarada Fernando? ¿De dónde la has sacado? ¿Es también heredada? Porque todo lo que tienes te lo dio el hijo de puta de tu padre, ¿no?

Tuvieron que sujetarlo fuerte, muy fuerte. A pesar de que estaba desarmado —tuvo que entregar el revólver al sentir el cañón de una escopeta de caza entre las vértebras de la columna— don Fernando se abalanzó sobre el tipo que mandaba al resto del grupo. Lo sujetaron entre tres, y aun así tuvieron problemas para retenerlo. El que mandaba lo miró con ojos penetrantes y les dijo a los otros que lo soltaran, que iba a darle su merecido, que iba a hacer lo que su casta estaba esperando desde hacía siglos. Pero no lo soltaron. Estaban a un metro corto de distancia. La ventana del comedor seguía abierta. Desde abajo no podía divisarse la sombra de Antonio, que escuchaba atentamente lo que pasaba y que veía, tras los visillos que lo protegían, las sombras chinescas de los protagonistas de aquella historia. El camión reposaba aparcado en el centro del patio.

—Tú, Manuel, ve a por la jáquima del caballo. La jáquima del caballo del señorito…

Manuel, que había encañonado a don Fernando para que entregara el revólver, se dirigió a la cuadra. Sabía perfectamente el camino porque trabajaba para el señor. Podría haberla reconocido con los ojos cerrados, de las veces que se la colocó al caballo que estaba inquieto, como si algo raro pasara en el cortijo y el animal pudiera intuirlo desde la sombra de la cuadra. Volvió con la jáquima y se situó junto al que mandaba.

—Muy bien, Manuel, así me gusta. Las cosas están cambiando, y ahora ya no mandan los de siempre. Queréis guerra, putos fascistas, y la vais a tener. ¿O es que tú te crees que lo que está pasando en la capital no va a tener consecuencias? Ahora vas a sentir en tus carnes lo que nos hacéis todos los días desde hace siglos. ¡Manuel, ponle la jáquima al señor!

Antonio empezó a temblar. Estuvo tentado de ir al despacho de don Fernando, abrir el armario con la llave que guardaba en el fondo del último cajón de su escritorio y coger un rifle. Pero pensó que así podría hacerle más daño. También pensó en doña Angustias, que estaba recostada en su dormitorio, a punto de dar a luz. Pensó en Isabel, su mujer, que dentro de poco tiempo también se quedaría encinta. Pensó en su vida, que correría peligro si se presentaba con un rifle en el patio: lo más seguro es que lo mataran. Pensó en todo mientras el cuerpo se le coagulaba por dentro, se petrificaba, se convertía en una estatua de sal gorda.

—De todos esos detalles me enteré por Antonio. Yo, postrada en la cama, no podía hacer nada. Recuerdo que las voces se agrandaron durante unos minutos. ¿Cuántos? No se lo podría decir. El tiempo se había estancado. Como el calor. Isabel me puso compresas de agua fría en la frente. Las voces volvieron a ser más intensas. Escuché unos gritos. Creí reconocer el timbre de Fernando, pero no estaba segura de nada. El miedo que me rondaba tenía un nombre propio: disparos. O como dicen los gañanes: los tiros. Temía que de un momento a otro iba a escucharlos. El revólver de Fernando. O las armas que pudieran llevar los otros. Porque estaba claro que había otros. Que algo estaba pasando. Que aquel periodo convulso que habíamos vivido desde que se proclamó la República había terminado. Que esto era otro tiempo, otra cosa.

—¿Entonces no escuchó usted disparo alguno, doña Angustias?

—Pues no, señor Martínez. Ni un solo disparo. Al cabo de un tiempo imposible de cuantificar, el camión sonó de forma abrupta. Volvió la tos traqueteante. Los chirridos de los frenos. El ruido fue disminuyendo. Comprendí que aquellos asaltantes se iban del cortijo. Y respiré profundamente. Por fin todo había pasado. La mirada de Antonio, cuando entró en el dormitorio, me descompuso por dentro. Pero no quise alarmarme. Todo había pasado sin que nadie pegara un tiro.


Zamora, el cámara, conectó el intermitente para señalar el giro a la derecha. El coche dejó la carretera comarcal preñada de curvas y de higueras con espinas como advertencias. Frenó hasta dejar el coche casi detenido. La entrada al cortijo estaba flanqueada por dos pilares de mampostería blanca. Una cancela de apertura automática que nada tiene que ver con la que abrieron los desgraciados que fueron en busca de don Fernando Murube aquel mediodía del 18 de julio del 36. Rematando los pilares, sendas calaveras de toros que parecen bravos, o eso piensa Lola cuando les dirige una mirada que trasluce su repugnancia. Aquel detalle le parece un punto macabro, un reflejo de la permanencia de esa España solanesca, tan sangrienta y negra.

—Te vas a encontrar con algo que no esperabas, Lola. Ya te lo he advertido, pero quiero que abras bien los ojos porque esto ya no es un cortijo como los de antaño. Al menos, en la zona que vamos a visitar.

—Me temo lo peor, Belmonte…

El camino que lleva al cortijo es largo. A los lados, cercados con ganado bravo.

Belmonte distingue las reses según las respectivas edades que aparentan: añojos, becerros, novillos, toros… A lo lejos divisa algún cinqueño con pinta de resabiado. Las vacas madres conservan el fuego sagrado de la bravura en los códigos genéticos de la estirpe.

—Aquí no existe la selección natural, es el ganadero, que en este caso es ganadera, quien se encarga de aplicar el darwinismo de una forma taurina. Algo complejo que convierte al toro bravo en un híbrido, pues en cierto modo es obra del hombre.

Zamora, el cámara, le pegunta a Belmonte por dónde deben tirar cuando llega a una bifurcación. Por un lado se va al cortijo propiamente dicho, al lugar donde vive Blanca Murube y donde vivieron su padre y sus abuelos. Por el otro, a los aparcamientos donde ya se ven algunos autobuses bajo el sol inclemente de una mañana que promete un día de fuego.

—Vamos a ver primero la zona dedicada al turismo.

El aparcamiento al aire libre permite que el sol se ensañe con los vehículos estacionados. El suelo es de grava. Algunos guijarros le recuerdan a Lola que están en el campo, aunque ella empieza a interpretar aquello como algo muy distinto. Los autobuses, vacíos, han descargado unas manadas de turistas que asisten a las exhibiciones que les ofrecen por una entrada que cuesta un billete azul. El paquete incluye varios tramos en la visita. Explicaciones de unos guías que hablan en inglés, en chino, en francés, en japonés… Un grupo de turistas asiáticos contempla la corrida que está apartada para una feria de agosto. El guía les explica cómo se seleccionan los astados, algo que no preocupa demasiado a esos aspirantes a ancianos tan disciplinados.

—Esto es increíble, no podía imaginármelo…

En una caseta, un cantaor reproduce una bulería desgastada mientras la bailaora suda el baile. Aquello no tiene nada que ver con los cantes por soleá que Reyes le ofrecía a Santiago Murube como catarsis para su pena. Absolutamente nada que ver. Belmonte observa la desgana de los artistas, que parecen monos de feria acribillados por las cámaras de los teléfonos móviles. Les hacen fotos y los graban en vídeo. En un momento estarán colgados en las redes sociales. Serán pasto de la curiosidad que dura un momento, y desaparecerán como lágrimas en la lluvia, o como imágenes borradas con el icono de una papelera.

—Voy a ensañarte la placita de toros…

La placita de toros tiene gradas en la mitad de la circunferencia que la define. En la otra parte no hay nada, solo el muro sin callejón y dos o tres burladeros. Dentro no se torea. Los turistas hacen la ruta del toro, pero no quieren ver sangre. Es la posmodernidad líquida llevada al estado gaseoso. Asistir a un espectáculo taurino sin toros. Sin sangre. Sin la sombra de la muerte que caerá, inevitablemente, sobre uno de los dos. O sobre el toro y el torero si la tragedia se consuma. Los turistas, sentados y ordenados como mercancía clasificada en estantes o anaqueles, siguen haciendo fotos y vídeos. Exhibición de caballos. Piruetas, saltos, carreras. Por megafonía se explica qué está pasando en el ruedo. Música de bandas sonoras de películas épicas sobre gladiadores o mohicanos. Explicaciones en varios idiomas que convierten aquella placita en una torre de Babel. Los jinetes sudan, tienen las axilas manchadas de sudor. El público aplaude y silba, grita y se admira de la presteza de aquellos centauros.

—Ya lo tengo, Belmonte. Esto no es un cortijo. ¡Esto es un parque temático!

—Has dado en la clave, Lola. Pero es la única forma de salvar el cortijo que está al otro lado de ese muro. Es la única manera de mantener vivo ese espíritu que permanece ahí detrás.

—Tampoco creas que me voy a escandalizar. Esto mismo es lo que sucede en cualquier ciudad monumental del mundo. Los turistas se quedan en las fachadas, pero también hay que decir que gracias a su dinero se pueden mantener los interiores.

Entre un lugar y otro, entre la caseta del flamenco y la reproducción de una bodega de Jerez, los kioscos ofrecen bebidas refrescantes, snacks y recuerdos. Merchandising de tercera división. Toritos de plástico, llaveros y demás morralla donde el kitsch se hace presente en las formas y colores, en los materiales que huelen a petróleo, a tienda de chinos, a regalos de compromiso que terminarán más pronto que tarde en el cubo de la basura reciclable.

Vivir un día de tu vida como un señorito. Ese paquete turístico premium está reservado para los más pudientes, que tienen acceso al cortijo de verdad durante una hora. Se sientan donde se sentaba Santiago con Reyes y Rebollar, el guitarrista. Le dan un flamenco más selecto: un cante por tangos de cuatro minutos y medio. Una botella de manzanilla, un plato de jamón y queso, un guía que les explica en once minutos cómo vivían los señoritos andaluces en estos cortijos cuando tenían el poder. El guía no ha leído las novelas que ahora recuerda Belmonte. Le dieron un cursillo de seis horas, seis, y con eso estira las explicaciones y responde a las preguntas del guiri, que por regla general son absurdas o inoportunas.

—Esto no tiene nada que ver con las novelas que se han escrito con este paisaje en cuerpo y alma, esas historias donde la finca era un ser vivo, amado, sufrido, lleno de historias personales donde la sangre late en las tierras negras, donde la vida se mide en aranzadas. Esto no es la casa del padre, el patio donde reposan historias antiguas que el novelista ha de sacar del olvido con la gubia de la memoria. Aquí no puede escribirse el epitafio para el último señorito de la estirpe, el que quiere dejar este mundo porque no tiene valor para enfrentarse con él. Aquí no hay cuajarones con la sangre seca de un torero, bodegas donde mueren los trabajadores borrachos del esfuerzo, ni mujeres que son capaces de bailar sobre la tumba del cacique en un desafío que puede llevarla hasta una sepultura similar. Aquí no hay verdad ni hay vida, Lola.

—Aquí lo que hay es un parque temático. Ya te lo he dicho, Belmonte. Y es una pena que no pueda sacarlo en la tele, porque Toni me lo prohibiría de forma tajante. Esto sería darle publicidad al numerito que han montado en el cortijo para los guiris, y en la televisión la publicidad no se regala: se cobra.

Zamora, el cámara, sigue grabando por su cuenta. Observa, a través del visor, que los guiris van de un lado para otro como los toros. A los animales les ponen el pienso en un extremo del cercado, y el agua en el otro para que tengan que desplazarse obligatoriamente, para que hagan el ejercicio necesario con vistas al juego que han de dar en la plaza cuando les llegue su hora. Los turistas hacen lo propio. Van de acá para allá, les entra sed y consumen agua mineral o bebidas energéticas, compran chucherías o recuerdos, se entretienen y hacen fotos. Al final, el toro y el turista unidos por el mismo sistema de explotación.

—Eso que me estás contando daría pie para un reportaje, lástima que no pueda hacerlo porque mis jefes lo censurarían por publicidad encubierta, una pena…

Belmonte se dirige a la parte auténtica del cortijo, a lo que queda de aquel lugar que ya no es lo que fue. Allí los espera, a la una y cuarto en punto, Blanca Murube. Belmonte no tiene ninguna esperanza de que vaya a contarles nada nuevo. Blanca está cerrada sobre sí misma. Lleva un caparazón, una coraza que le impide a cualquiera acercarse hasta su mundo interior. Siempre fue así. Desde niña. Vive en esa cerrazón que le impide abrirse a los demás. En el patio de labor, algunos turistas montan a caballo. Los operarios —ya no hay gañanes— les colocan las jáquimas a los animales. Belmonte se acuerda de algo cuando ve esas jáquimas. Lo que ha cambiado la historia…

—Usted pregunte lo que quiera, que yo no voy a contestarle nada nuevo. Mis decisiones están tomadas desde hace tiempo con una solidez que me impide cambiar de opinión. Lo siento, pero eso es así.

A Belmonte no le interesa ahora mismo ese asunto. Contempla el cortijo, tan bien pintado y conservado, con esas habitaciones de hotel con encanto que se comen medio edifico principal. Repasa mentalmente las novelas que ha leído y llega a una conclusión que luego le contará a Lola cuando estén tranquilos.

—La arquitectura que acabamos de ver es un engaño, todo es mentira, un trampantojo, esa forma de entender los espacios no tiene nada que ver con la función que desempeñan esos elementos en la actualidad, aquí no viven los gañanes, ni los criados, ni el administrador, ni el aperador, ni los señoritos con sus hijos y su familia extensa. Aquí vive Blanca Murube, que es como un fantasma, como un rescoldo de un fuego que se ha apagado. Ella se resiste a aventar las cenizas, pero algún día tendrá que hacerlo. Acabamos de visitar un cementerio, Lola. El cementerio de una forma de vivir y de entender el mundo. Los cortijos son eso, cementerios. Llenos de turistas y de recuerdos, pero cementerios al fin y al cabo.

—Como todo parque temático que se precie, querido.


Fue el calor. Ni las ideas, ni el Alzamiento, ni los militares tomando el poder, ni el General asaltando la capitanía en la capital, amedrentando a quien debería haber defendido el orden porque así lo juró, dejándolo a mitad de camino. Un capitán general que se quedó en tierra de nadie, ni sublevado ni fiel a la República, nadando en la inmensa charca de sangre que se iba a derramar y guardando la ropa del uniforme. El General, alto como un chopo y con esa seriedad de quien está dispuesto a matar a cualquiera, tomó el centro de la capital con un camión blindado mientras la chusma —él los llamaba así desde el micrófono de sus charlas nocturnas en la radio— se dedicaba a quemar retablos barrocos en las iglesias mudéjares de los barrios obreros. Como si eso pudiera salvarlos de lo que se les venía encima. Nunca fue el marxismo tan simbólico, tan preso de las volutas y los estípites, de las imágenes del Cristo que moría por segunda vez: crucificado y reducido a cenizas, o descuartizado a hachazos para jugar con su cabeza al fútbol en la plazuela que se extiende ante la iglesia.

—Quisieron eliminarnos a todos, apunte eso bien, Martínez. Querían matarnos como fuera, pero no tuvieron cojones. No ponga esa palabra si es malsonante, pero es la que me sale del alma. Comprenda usted que desde aquel día yo fui el hombre y la mujer del cortijo, la que llevaba las faldas y los pantalones, y que en el campo se pega todo. Querían acabar con nosotros porque nos odiaban. Ahí estaba el problema, y no en la política. Ese odio se recalentó aquel mediodía. El calor era sofocante y estuve a punto de morirme en la cama cuando entró Antonio con la cara demudada. Blanco como una sábana, o como la funda de la almohada que no podía enjugar el sudor frío que me bañaba por fuera y que me mataba por dentro. El vientre abultadísimo, a punto de parir. Y Antonio que no decía nada. Isabel, su mujer y mi criada más fiel, no se apartaba de mi lado. Me trajo una limonada como la que usted se está tomando. Pero yo no podía tragar nada. No había escuchado ni un solo tiro, pero el miedo era una tenaza que me asfixiaba las entrañas.

Doña Angustias revive cada minuto, cada segundo de aquel sábado de julio. Desde la cama había escuchado gritos, ruidos que no podía clasificar en sus categorías preconcebidas para el conocimiento del mundo a través de las sensaciones. Le gustaba leer a Kant en las mañanas de invierno, sentada ante una chimenea que servía para disimular la humedad de las paredes. Aquellos sonidos los lleva en la memoria, y a través de ellos reconstruye lo que pasó en el patio con la ayuda de los testimonios que fue recopilando en estos veinticinco años de una vida que para ella no lo ha sido.

—¡He dicho que le pongáis la jáquima, me cago en Dios! Sí, ahora puedo cagarme en Dios delante de este hijo de puta sin miedo. Esto es la libertad, ¿me entendéis o no?

Manuel, el más sumiso de la cuadrilla, era un tipo alto y fuerte, de hombros anchos y manos como palas. Los brazos, tallados por la gubia del trabajo, presentan una musculatura que sobresale bajo el blusón remangado y sucio. Lleva la jáquima en sus manos, pero no se atreve a colocársela a don Fernando como si fuera un caballo. Tendría que ajustarla a su cabeza, ponerle el bozal a la altura de la boca, una locura.

—¿Qué pasa, que te da miedo, cobarde de mierda? Bien que obedecías cuando este hijo de puta te mandaba algo, así que ahora vas a hacer lo que yo te diga. Ponle la jáquima, que nos vamos a divertir un rato. ¿No ha presumido siempre delante de nosotros cuando iba a caballo por el campo? ¿Se ha compadecido alguna vez de un bracero que estaba a punto de morir por un golpe de calor? ¿Ha llevado luto por alguno de sus hombres cuando se moría segando bajo este sol del infierno? Pues ahora va a sentir en sus propias carnes lo que ha hecho con nosotros. Vamos a montar un ratito a caballo en este patio.

El que mandaba el grupo sonreía con esa mueca de los iluminados y de los canallas. En los labios, el rictus inconfundible de la venganza. El calor le sacaba goterones de sudor que se secaba con la manga del blusón que tenía un color sucio, parecido al de la tierra albariza. Manuel seguía quieto, no se atrevía a cumplir el mandato. Los demás estaban allí, mudos, como imágenes de un paso de misterio de la Semana Santa donde abofetean al Nazareno o se burlan de Él. Don Fernando, desarmado, sentía el hueco del revólver ausente. No pronunció ni una sola palabra. Negociar era imposible. Solo le quedaba resistir.

—¡Te he dicho que se la pongas, maricón! Y si no lo haces, ya sabes lo que te espera.

El que mandaba el grupo apuntó a Manuel con el revólver de don Fernando. Como si fuera uno de esos comisarios políticos que estaban esperando el inicio de la guerra para hacer lo propio en las retaguardias ante los que huían del frente. Temblando, sudando nieve, Manuel se acercó a don Fernando con la jáquima del caballo para colocarle los cordeles. Un manotazo se lo impidió. El brazo, cubierto por la chaqueta blanca de lino, impactó en el rostro y en el antebrazo de Manuel, que no acusó el golpe. Como si fuera de madera. O de mármol. Se quedó con la jáquima en la mano. Como si fuera una estatua.

—¡Muy bien, camarada Fernando! Veo que has aprendido muy pronto. Ahora eres uno de los nuestros, ¿te enteras? Has demostrado tu valor. Te voy a decir lo que vas a hacer. Así salvarás tu vida, la de tu mujercita y la del niño que ella lleva en su vientre. Por cierto: ¿la criatura es tuya, o del cura que se lleva todas las horas del día al lado de la señora? ¡Tranquilo! No aprietes tanto los puños, que te vas a herir las palmas de las manos, con lo delicadas que son… Es lo que tiene el no trabajar. Bueno, cierra los puños si quieres, a partir de ahora va a ser lo que hagas a cada momento.

El que mandaba el grupo era el único que hablaba. Los demás callaban. Le ordenó a Manuel que dejara la jáquima en el suelo. Ahora el camarada Fernando la cogerá tranquilamente y se la colocará él mismo. Después se ofrecerá a darles un paseíto por el patio. A caballito. Ellos lo llevarán de las riendas, tirando o soltando los cordeles. Lo mismo hasta nos ponemos las espuelas… El que mandaba el grupo empezó a gritar.

—¡Te he dicho que te pongas la jáquima, imbécil! ¿O es que quieres que matemos a tu mujer y a tu hijo por tu culpa? Mira, te voy a hacer el favor de tu vida. Si haces esto, te dejaremos el camión y te podrás ir con lo puesto. Adonde quieras. Llévate el dinero para echarle gasoil y para que puedas vivir dos o tres días antes de ponerte a trabajar. Ese es el trato. Nosotros nos quedaremos aquí. A los toros no les va a faltar comida, y para el campo ya estamos nosotros. El campo no va a extrañarte. Tú no lo tocas, tú lo pisas con tu caballo, que es distinto. Ponte la jáquima, danos un paseo por el patio y te vas a donde quieras. ¿Me has entendido?

Martínez toma buena nota de lo que va diciendo doña Angustias. Toma notas y toma limonada para compensar el sudor que cae a chorros por su frente. Doña Angustias no suda. Va vestida de negro. De la cabeza a los pies. Pero no suda. Dejó de sudar aquel mediodía de julio. Y hasta hoy. Lleva la edad con un decoro similar al luto. Y va recomponiendo los sucesos de aquel 18 de julio sin que le tiemblen los cimientos de la narración. Como si hubieran sucedido ayer. Como si estuvieran pasando ahora mismo en el patio que se divisa desde la ventana del saloncito donde está sentada frente a Martínez, el periodista al que su director le ha encargado un reportaje amplio para rememorar lo que pasó en La Indiana hace un cuarto de siglo. Para que las nuevas generaciones sepan por qué tuvimos que alzarnos contra ese régimen descompuesto y asesino, para eso tiene que elaborar usted ese reportaje, Martínez.

—Fue el calor, el maldito calor que me nubló la vista, me ardió la sangre, me agarró por las sienes y me llevó a la locura, no quiero justificar nada, sé lo que vais a hacer conmigo, ya mismo va a amanecer y no soy tonto, pero déjeme que le cuente la verdad, no quiero irme de aquí sin decirla, la verdad es que fue el calor, el maldito calor que me cegó los ojos y el entendimiento, le dije al señorito que se pusiera la jáquima, queríamos humillarlo como él y sus antepasados nos humillaron a nosotros y a nuestros padres, a nuestros abuelos, ¿usted no sabe que ponían un azadón en la puerta de la choza?, algún día se lo podría explicar, pero no voy a tener tiempo, pues eso, que ponían un azadón y el gañán tenía que irse con el orgullo mordiéndolo por dentro, ya se enterará usted de qué iba eso del azadón, lo más humillante que se le puede hacer a una persona, el azadón que en mi casa estaba maldito, el azadón que mi padre hubiera tirado lo más lejos del mundo, y con el que tenía que trabajarle las tierras al señorito, ese azadón yo lo llevaba metido en la sangre y me golpeaba por dentro, si lo hubiera tenido allí, lo habría matado con el puto azadón, pero queríamos burlarnos, reírnos de él, someterlo como él nos sometía cada día, solo queríamos jugar un rato, ponerle la jáquima y montarnos encima, que nos llevara de paseo por el patio del cortijo, que nos viera la mujer preñada desde una ventana, y los criados también, para que nunca más sometieran a nadie, eso habría sido como quitarle la autoridad para siempre, pero el señorito no se dejó, y por eso tuve que coger yo la jáquima y ponérsela, y ahí empezó todo, se resistió y me dio un guantazo, como los que daba el manijero cuando alguien no hacía lo que le mandaba su amo, y entonces se me subió el calor a la cabeza, tenía yo los ojos manchados de sangre, cogí la jáquima y se la puse mientras los demás lo agarraban como si fuera un becerro que han a herrar, lo cogieron fuerte porque se resistía, por eso me llevé a los más grandes, a los más fuertes, a los que podían pegar y agarrar a quien fuera, le puse la jáquima y entonces empecé a apretar, cada vez más fuerte, Manuel fue el único que tuvo cojones para decirme que parara, pero no se atrevió a tocarme, para ya, para ya, para ya, que lo vas a matar, se puso rojo como un tomate, y después morado como una berenjena, no podía respirar y yo seguía apretándole la jáquima mal puesta, apretando cada vez más fuerte, con el puto azadón atravesado en mi memoria, y así fue hasta que se quedó quieto, y nos miramos todos, y vi el miedo en estos pobres hombres a los que el señorito les había arruinado la vida, porque la culpa no es mía, porque nada de esto hubiera pasado si los fascistas no hubieran hecho tanto daño a lo largo de tanto tiempo, así que lo dejamos tirado en el patio, vestido de blanco, y nos fuimos corriendo al camión, lo arranqué mientras me temblaban las manos y le di la vuelta para volver al pueblo, y cuando llegamos nos encontramos con ustedes, y aquí termina la historia, está a punto de amanecer y no hace falta que me diga usted lo que van a hacer con nosotros, porque ya lo sé, porque hicimos lo que teníamos que hacer, porque la culpa fue del señorito, que podría haberse ido con el camión si se hubiera prestado a la broma, y estaría vivo, y no metido en un panteón, no sé si lo habrán enterrado ya, lo único que sé es que él tuvo la culpa, y que nos fuimos del cortijo sin haber dado ni un solo tiro.


El teléfono móvil le sonó de repente. Sin aviso previo a través de wasap. Una sintonía rockera rompió el silencio de aquel patio abierto al calor de julio. Caía un sol que dejaba una luz cenital, como de Fortuny o de Pisarro, una luz sin matices que apenas arañaba las sombras minimalistas de los balcones y las cornisas, de la palmera que trazaba hojas negras en el suelo de guijarros donde hace ochenta años cayó el cuerpo de don Fernando un mediodía como este.

—¡A ver, Lolita, que es la hora de comer y todavía no me has dicho qué vamos a inventarnos para esta noche, guapa!

La voz de Toni rompía aquella calma alejada del parque temático, de los caballos piafantes, la música ranchera y los aplausos entusiastas del público que era capaz de hacer fotos y vídeos mientras tocaba las palmas con rabia y con furia.

—Tengo algo bueno, Toni, muy bueno. He estado hablando con Blanca, la hija del señorito que ha heredado la fortuna de su padre, y me ha dicho por qué no quiere llegar a un acuerdo con su hermana de sangre. Ella no admite que lo sea, pero sabe que no tiene nada que hacer en este caso. Pero eso ahora es lo de menos. Lo importante es la razón por la que se niega a compartir la herencia.

—Tiene que ser algo fuerte, Lola. Lo de anoche estuvo bien como ensayo, pero con ese nivelito no podemos seguir. Los tertulianos quieren carnaza para masticarla, y Andreu me ha echado la bronca esta mañana, dice que con esa tensión tan mínima es imposible enganchar al personal, ya sabes cómo es y cómo se pone cuando tiene que negociar el contrato de la próxima temporada…

Lola se apartó para hablar sin que la escucharan Belmonte ni Zamora, el cámara que seguía tomando imágenes que podrían servirle como colas, como recursos, y que ahora le venían bien para matar el tiempo. Ese aburrimiento inherente al trabajo televisivo era lo que peor llevaba. Quería ser artista cuando era un niño y manejaba la cámara de vídeo de su padre. Grababa los monólogos de su abuela Carmen, que se dedicaba a relatar, como ella decía. Relatar era desahogarse en un soliloquio en el que ponía de vuelta y media a toda la familia, empezando por su nuera: un clásico. Luego, Zamora cogía a su madre y la provocaba para que hablara en esos términos de su suegra. El resultado era un ejercicio de perspectivismo perpetrado por un mocoso que no había cumplido diez años de edad.

—Vamos a ver, señora reportera, yo no quiero repartir mi herencia con esa hermana que de pronto ha salido a la luz, como por arte de birlibirloque, justo cuando su madre ha muerto. ¿Qué ha pasado aquí? Me pregunto… ¿Por qué ha esperado a que se muera la principal testigo de la causa? Es curioso, ¿no lo cree? De momento hay que colegir que esa señora es una egoísta de padre y señor mío. Podría haber presentado la demanda cuando su madre vivía, y así la buena señora habría disfrutado de esa redención social si hacemos caso a sus argumentos. Ya no habría sido la madre ilegítima, sino la mujer que tuvo una hija que lleva el apellido del padre que la engendró.

Lola se lo explica a Toni reproduciendo las palabras de doña Blanca Murube, que aún resuenan en el pulcro despacho minimalista cuyas ventanas cerradas se ven desde el rincón del patio en el que se ha refugiado la reportera. Toni le contesta que no está mal, que por ahí puede haber una veta, sigue contando si tienes más material, pero ya debes ir preparando un in situ, o un vídeo con la heredera donde cuente todo esto, eso le da fuerza al contenido de lo que ha revelado, ya sabes cómo funciona este mundo, querida.

—Por si esto fuera poco, señora periodista, no hay que soslayar la frialdad de esa mujer, que ha consentido que su madre viviera en la pobreza, o al menos en la humildad económica, por no haber interpuesto la demanda mucho antes. ¿Qué hubiera sucedido en el caso improbable, por no decir imposible, de que la hubiera ganado? Muy sencillo. Su madre habría vivido los últimos años de su existencia como una reina, en una de las mejores casas del pueblo, incluso en la capital. No le habría faltado de nada, absolutamente de nada. Sin embargo…

—Perdone, doña Blanca, pero mi instinto periodístico me impide quedarme callada. En su declaración hay una contradicción flagrante. La madre de Isabel no vivió de forma holgada porque su padre, que a la vez era el padre de esa hija a la que no reconoció, se negó a mantenerla como era preceptivo según los cánones de aquella época. La culpa la tendría su padre, no la hija.

—Sabía que sacaría ese argumento, tan falaz como todo lo que está sucediendo. Pero está visto y comprobado que usted no sabe la verdad del asunto, y que alguien tendría que explicárselo —Lola miró a Belmonte de forma directa y descarada, como si estuviera dándole una orden.

Belmonte lo sabía porque su padre, que fue archivero antes que progenitor, se lo contó una noche de frío húmedo que subía del suelo como la sal disuelta en el agua de la marisma. Con esa voz de oráculo, su padre Julio le contó que el señorito Santiago quiso pasarle una pensión a Isabelita, la criada a la que dejó preñada aquel verano de calores y chicharras en que el pueblo ardía como una pavesa. Se lo dijo a su administrador, que se puso en contacto con Isabelita cuando la niña ya tenía una edad. No quería tratar ese asunto con la mujer a la que iba a ver de vez en cuando a la casucha del poblado donde se refugió después de haber dado a luz. No quería mezclar el dinero con los sentimientos. Siempre fue un negado para los asuntos monetarios. En eso no se parecía nada a doña Angustias, la urraca de su madre.

—Quiero que no le falta nada a la madre, ni tampoco a la niña, ¿entendido? Y que mi madre no se entere de esto. Eso es lo más importante.

El administrador agachó la cabeza ligeramente. El gesto de obediencia y aprobación no dejaba lugar a dudas. La tarde siguiente, Isabelita vio cómo un hombre rondaba su casa de la marisma. No hizo falta que se acercara para comprobar que aquel caballo no era el del señorito que de vez en cuando iba a ver a su madre. Un hombre elegante, culto, educado. No parecía de campo. Su madre lo recibió, pero dejó la puerta abierta. La niña pudo escuchar la discusión desde la calle mientras jugaba con la última muñeca que le había dejado aquel rey mago que cambiaba el camello por el caballo. Al poco tiempo, el hombre salió. Iba contrariado. La madre se quedó dentro. Isabelita pudo adivinar los sollozos, el llanto contenido, los ojos enrojecidos. Aquel día comprendió el significado de la palabra tristeza. De lo que dijo su madre, solo pudo entresacar una frase. Isabelita no sabía lo que podría significar aquello. Necesitó años y experiencia para descifrarlo. Era una frase cortante, una navaja que se clavó en el oído del hombre que había hablado despacio, sin levantar la voz. Luego llegó la pequeña discusión. Todo muy contenido. Hasta que estalló la frase que el hombre elegante, que se apellidaba Belmonte, no respondió.

—¡Yo no soy la querida de nadie!

Belmonte se lo explicaría todo a Lola durante la comida. Estaban a tiempo todavía. Doña Blanca no les había ofrecido nada de comer. Solo un refresco de limón que nada tenía que ver con la limonada que antes se exprimía y endulzaba en el cortijo, cuando doña Angustias vivía. Belmonte tenía hambre a pesar del calor. Los turistas ya se habían marchado en los autobuses que los esperaban con el aire acondicionado a toda potencia. Lola seguía hablando con Toni, el productor del programa de televisión más visto de la noche, en medio de un silencio campero, horizontal, polvoriento. Toni le colgó de repente, como siempre hacía, dejando todo patas arriba. Lola se dirigió al aparcamiento donde estaba el coche de Zamora, el cámara que había grabado cada rincón de aquel patio.

—Vámonos de aquí. Necesito alejarme para verlo todo con perspectiva.

Durante el trayecto de vuelta, Belmonte adivinó el miedo de aquellos braceros que volvían del cortijo después de haber matado al señorito. ¿Qué se encontrarían al regresar al pueblo? De pronto dejó de sentir hambre. Era así. Lo psicológico primaba sobre su fisiología. ¿Cómo se puede sentir hambre o sed, calor o cansancio si uno se compara con aquella cuadrilla de desgraciados que se dirigían a la ratonera que no tiene más salida que la muerte? Nunca ha hablado de esto con el Jaqui, su amigo de la infancia. Ni siquiera le ha preguntado cómo le sienta ese apodo, el mote con el que lo conoce todo el pueblo: el Jaqui. La carretera culebrea a pesar del llano en el que está dibujada la cinta de asfalto hirviente. Lola sigue poniendo en pie la conversación con doña Blanca. Es un rompecabezas de tiempos sucesivos que van explicándose el uno al otro hasta componer un mosaico. Tiene que conseguir que Toni se interese por eso. Algo complicado. El productor solo maneja la vulgaridad de la brocha gorda.

—Bien, supongamos que eso fuera como usted insinúa. ¿Qué culpa tiene su hermana Isabel de que su madre fuera pobre?

—Esa pregunta sobra. Y lo que falta es lo que voy a decirle ahora. Póngase cómoda, porque va a tener que escucharme. Sé que llevo, colgado del cuello, el sambenito de ser hija y nieta de señoritos. Pero eso es falso. A mi abuelo no lo conocí porque lo mataron sin que pudiera defenderse. A traición. ¿Queda claro o no queda claro? Mi abuelo era inocente, nadie lo sometió a un juicio justo, ni siquiera lo condenó un tribunal amañado. A mi abuelo lo mataron, y estos que quieren reabrir las fosas y las cunetas lo tratan como si fuera un asesino. ¿Le sirve esto para su programita de televisión, o le incomoda porque no se ajusta a la verdad que ustedes escriben a golpe de prejuicio? Y hablando de verdades, ahora le contaré por qué no quiero compartir la herencia con esa falsa hermana que ha salido ahora, con su madre muerta, para robarme lo que es mío.


Hervían las espigas y el sol se derretía a sí mismo en el cenit de aquella mañana primeriza de julio. El joven Santiago Murube había vuelto del internado, del frufrú de las sotanas y de la dialéctica de algunos jesuitas, de las clases del padre Camoyán, un cura ilustrado y benévolo que le inyectó el veneno de la poesía, de la historia, del ponerse en el lugar del otro, de mirar el mundo sin las aristas que dejan las guerras. Había regresado con el vello del bigote apuntándole las hechuras de la adolescencia, con la pelusa que se enredaba en su pubis, con el sexo abultado que de pronto se endurecía como el barro cocido en el horno del deseo. El pueblo era otro, todo le pareció más pequeño, las mujeres se rompían en las caderas y las muchachas florecían en los cálices abiertos de los pechos. El campo era una llaga y su cuerpo sentía una sed caliente que lo acompañaría durante el resto de su vida.

—Siéntate, Santiago, tengo que contarte algo importante.

La voz de doña Angustias era una campana sorda que dudaba antes de dirigirse, certera como la maternidad y como el odio, al joven corazón de aquel muchacho que el verano anterior era un niño. El camión volvió a toser el gasoil encendido como aquel mediodía de 1936, la carretera volvió a estremecerse en su serpentear de culebra, el veneno regresó al patio donde Santiago tomaba una limonada que se le había quedado pequeña, y que no podría endulzar ni refrescar lo que iba a escuchar. Los labios heridos, agrietados de la madre. Recta como un cartabón insobornable. Dura como el sexo del hijo cuando se cruzaba con las curvas de una mujer en sazón.

Santiago se sabía la historia de memoria, pero nunca se la habían contado. Le faltaba el relato. El orden de los acontecimientos, el sentido de lo que pasó, la lógica interna de los hechos, el heroísmo del padre cuando se enfrentó con aquella cuadrilla de maleantes, de asesinos que se movían por la cal encendida del rencor. Santiago había ido juntando palabras entresacadas de una conversación a media voz, de una carta cogida al vuelo del escritorio cuya llave guardaba la madre en el último cajón de su peinadora, de una mirada torva y de un silencio cortante como el óxido del hielo. Santiago sabía que su padre había muerto con honor, que no pudieron burlarse de él, que aquellos indeseables se quedaron con las ganas de colocarle la jáquima de su caballo en aquel patio que ahora pisaba con la solemnidad de los momentos que ya no tienen vuelta atrás.

—Tú naciste al cabo de una semana, hijo mío, el día de Santiago. A tu padre lo enterramos después de una misa que supuso el final de la guerra en el pueblo. Tres días duró. Ni uno más, ni uno menos. A los asesinos de tu padre los ejecutaron esa misma mañana del entierro.


El alcalde republicano huyó del pueblo. Le dieron un salvoconducto que era una trampa. Él lo sabía. Por eso dejó en el calabozo la cartera con sus documentos y el viejo reloj que le había marcado el tiempo de las ilusiones y de las esperanzas en una España que nunca llegó a reconocer durante los cinco años largos del nuevo régimen. Cogió un autobús destartalado que iba a la capital. No sabía por qué. Pero se subió como quien sube a un patíbulo, a un cadalso con ruedas. A mitad del camino, una mano en la carretera, un frenazo del chófer, un rostro surcado por las arrugas del odio o del miedo, de la obediencia debida. Un uniforme militar y demasiado grande para aquel cuerpo esmirriado por el hambre. Tiene que bajar usted del autobús, son órdenes. Le dio vergüenza que se le aflojaran los esfínteres y que se desparramaran sus últimos excrementos por el pasillo desvencijado que a partir de ese momento también sería maloliente. Les pidió perdón a los demás viajeros, que lo miraron con una mezcla de indiferencia y compasión.

—¡Te hemos dicho que corras, joder! ¿O quieres que te matemos como un conejo?

Murió entre los rastrojos, con un tiro encajado en la espalda. Sin levantar el puño, sin darle un viva a aquella República que ya ni siquiera era un sueño. Solo le dio tiempo a sentir cómo se quebraban las gafas que le habían servido para leer los libros que ahora no le servían de nada. Se fue con un sabor a sangre en la boca y con los cristales rotos sobre las cuencas inertes de sus ojos mientras el cura le rogaba a Dios que tuviera piedad, mientras el pueblo se apretujaba en la iglesia de las Nieves durante el funeral por el alma de don Fernando. Todos los tiempos eran el mismo tiempo.

—Le recuerdo que soy el alcalde porque así lo ha querido el pueblo.

Don Fernando no le contestaba, se conformaba con dedicarle esa mirada que llevaba unas gotas muy finas de desprecio. Al alcalde lo eligen. Al amo no hace falta que lo metan en una urna llena de papeletas. El amo trasciende los inventos de los republicanos y de los comunistas, va más allá de la ciencia y del derecho. El amo es el dueño, el guía, el líder, el padre que les da de comer todos los días para que no mueran de hambre.

Santiago empujaba en el vientre de doña Angustias, su padre se enfriaba en el interior de un ataúd y el alcalde reposaba en una fosa que aquellos soldados habían abierto entre los rastrojos que pinchaban como espinas de sangre. El día de Santiago, doña Angustias se puso de parto, las criadas llevaron sábanas blancas y agua caliente como las veletas que marcaban el rumbo del levante, la criada Isabel llamó a la matrona y encendió una mariposa ante una estampa de la Virgen de la Esperanza.

—Tu padre murió con honor, Santiago. No se sometió a la burla que querían infligirle aquellos diablos rojos, aquellos hombres inhumanos. Fue valiente. Tan valiente como tú lo serás cuando te llegue ese momento. Dios quiera que no vuelva a suceder nada parecido, pero el peligro acecha. Nos protege la sombra del Caudillo, pero yo no me fío de nadie. Solo de Dios. Y para esos momentos, el Señor nos da la templanza y el coraje. Ya no eres un niño. Por eso te lo he contado todo. Ahora quiero que disfrutes del verano en el cortijo, que te bañes en la alberca y que leas todos esos libros que te recomienda el padre Camoyán. Y para entretenerte, voy a llamar a Reyes, el cantaor que tanto quería a tu padre, para que te inicie en el cante jondo, en esa afición que le hacía disfrutar como ninguna.

Aquella noche no pudo dormir. La historia que le había contado su madre se fundió, como hierro líquido que quema por dentro, con el cante de Reyes. Gitano. Espigado como una torre sin ventanas. Con el pelo chorreándole la negrura por las patillas que prolongaban la seriedad del cráneo. Los ojos como dos tizones que esperan el fuelle del cante para rebuscarse en el rescoldo de la pena. Al caer la tarde, después de la levantera, del solano agrio que desordenaba el paisaje, doña Angustias dispuso una mesa con jamón y queso viejo, con manzanilla refrescada que su hijo probaría por vez primera. El muchacho se sentó en el mismo sillón que ocupaba su padre cuando llamaba a Reyes y a Rebollar, el guitarrista que lo acompañaba al cortijo cuando había fiesta. En el cielo de carbón, el asta tibia de la luna pedía sangre de muslo, femorales como seguiriyas abiertas en canal. Doña Angustia los dejó solos. El cante no era cosa de mujeres decentes.

—Reyes, ¿cómo era mi padre?

—Yo he venido aquí para cantar, no para contar historias.

—Reyes, ¿qué cante era el que más le gustaba a mi padre?

—Los cantes, cuando son de verdad, no gustan. Hieren. Duelen. Te dan un latigazo por dentro. Un latigazo que solo se puede parecer al que se siente por una mujer cuando te mira por derecho.

Rebollar empezó a templar la guitarra. Los arcos del patio iban cogiendo la forma de la sonanta. Reyes se limpió la garganta con un trago largo y lento de manzanilla. Santiago la probó y sintió un roce de sal en sus labios.

—Reyes, yo no he escuchado nunca el cante flamenco así. En el colegio solo escuchamos cantos litúrgicos en la misa. ¿Cómo hay que escuchar? Quiero aprender.

—En el cante es tan difícil saber cantar como saber escuchar. Lo uno corre parejo con lo otro. Yo no puedo cantar bien si el otro no sabe escuchar. Es imposible. Mira… Escuchar el cante es como sentir una convulsión. El cante es una convulsión o no es nada. Y esa convulsión solo pueden sentirla los que tienen la bendición de Dios: los que saben escuchar.

Santiago recordó, de pronto, la clase del padre Camoyán cuando le explicó la hondura de esa rima de Bécquer que terminaba con un verso enigmático para aquel adolescente. Poesía eres tú.

—¿Qué es el cante, Reyes?

—El cante es todo. En un ay cabe la historia de la humanidad.

—¿Qué vas a cantar, Reyes?

—Como tienes el oído hecho a los cantes de los curas, vas a escuchar la malagueña de Enrique el Mellizo.

—¿Quién era ese hombre?

—Vaya con el niño, ¿pues no que habla más que un sacamuelas para lo chico que es? El Mellizo era un cantaor de Cádiz. Le gustaba ir a las iglesias y escuchar cómo chamullaba el cura en latín. Chamullar es hablar en una lengua que el otro no entiende, te lo digo antes de que me lo preguntes. El Mellizo cogió aquel son y lo metió en una malagueña, en un cante que no lleva el compás marcado, aunque todos los cantes tengan su compás por dentro. Como la vida misma. Porque se vive a compás, o no se vive. El Mellizo era un bohemio. Les cantaba a los locos del manicomio para aliviarles las penas desde el otro lado del muro que los separaba del mundo. El Mellizo era un genio que sabía que todo esto de la vida se divide en dos partes: el hombre y el arte.

Reyes iba a hacer una faena de aliño, un cantecito para justificarse y para llevarse el parné, que falta le hacía. Ya se habían acabado, por fin, las cartillas de racionamiento, y el dinero podría servirle para quitarse el hambre que le ronroneaba en el estómago. Rebollar le dio la entrada con la guitarra, Reyes miró al muchacho y entonces lo comprendió todo. Al encontrarse con el azul encendido de esos ojos que querían comprender el cante, Reyes vio al padre sentado en ese mismo sillón. Como adivino y quiromante que era, Reyes sintió el latigazo del cante antes de que el cante se encharcara en su boca. Sin saber por qué, le cambió la letra a la malagueña y convirtió aquel patio en un templo de arcos que sostenían la bóveda estrellada del universo. Santiago sintió el rumor del látigo que le anunció Reyes cuando escuchó aquellas palabras en griego metidas en el molde arañado de la malagueña:

—Kirie Eleison…

Pero el latigazo fuerte, el que sacó al muchacho de la niñez y lo dejó solo y desnudo ante el mundo, llegó luego. Reyes estaba entregado al cante. Rompió el cristal de una soleá que al muchacho lo mató por dentro cuando el gitano se enzarzó con el primer tercio:

No me lo quieres decir…

Isabelita, la hija de la criada que llevaba el mismo nombre, cruzaba el patio para atender a doña Angustias. Santiago la vio pasar, y ya no era la niña que se bañaba en la alberca. El muchacho la miró a los ojos y le ofreció una sonrisa herida. Cuando el azul se encontró con el negro, el latigazo lo remató por dentro. Reyes se estaba rajando el corazón.

No me lo quieres decir.

Pero tú me estás buscando.

Como yo te busco a ti.

Isabelita se fue, dejándolo a solas con la soleá. A pesar de estudiar en un internado, era la primera vez en su vida que se sentía solo. Aquella noche, Santiago no pudo dormir. Al despuntar el alba, aquel muchacho estremecido que veía los ojos negros de Isabelita en el primer rayo de luz ya había dejado la infancia detrás. Definitivamente.


—Aquí todo sucede cada cuarenta años. Todo lo importante, quiero decir. Mi bisabuelo empezó a perder todo lo que tenía en Puerto Rico dos años antes del desastre del 98. A mi abuelo lo mataron en 1936. Mi padre murió en plena Transición, y al cabo de cuarenta años podemos perder lo que tanto nos ha costado ganar por una sentencia judicial. Ese número está maldito…


Lola no creía en las maldiciones, pero el asunto le llamó la atención para abrir el in situ de la noche. Doña Blanca, o Blanca a secas como la llamaba Belmonte, se puso tensa antes de desarrollar el argumento que le tenía prometido. ¿Por qué no pensaba compartir la herencia con su hermana Isabel? ¿Habría alguna posibilidad de que se suspendiera el juicio? Se incorporó aún más, se puso recta, altiva, con los codos apoyados en la mesa impoluta, el ordenador portátil como frontera que le servía de parapeto.

—Cuando mi padre murió en julio de 1976, yo estaba de viaje. El famoso paso del ecuador que por entonces se estilaba. Vivía y estudiaba en Madrid. La noticia me cogió en París. Al llegar al hotel después de una visita al Louvre, me encontré con el drama. Con un telegrama que me impelía a volver al pueblo, al cortijo. Papá muy grave, vuelve enseguida. Lo firmaba mi abuela. Mientras hacía el equipaje recibí una llamada telefónica. Pensé por un momento que sería mi madre. Craso error. En estos casos siempre hace lo mismo. Es un avestruz que mete la cabeza bajo la pamela y se aísla de todo. Recuerdo que las calles de París estaban llenas de banderas. Se había celebrado el 14 de julio y nos cogió allí. Mi compañero Luis, que era un aficionado a la política, hilvanó un discurso en los Campos Elíseos sobre la necesidad de la democracia en España. Que todos seamos un país unido, sin mitades enfrentadas. Algunos de los que llevaban banderitas de España en los relojes se enfrentaron con él. Los que iban de rojos a pesar de pertenecer a las mejores familias de Madrid, también. Me fui con Luis a un tabac y estuvimos hablando durante una tarde entera. Las cosas que se hacían en la juventud, cuando no había prisas. Me miraba a los ojos y me decía que los tenía como el azul de la bandera francesa, que eran los ojos ideales para mezclarlos con el blanco del amor y con el rojo de la pasión… Luis no era un político. Luis era un poeta. Sentí una punzada en el estómago, un cosquilleo. No era guapo. Para guapa, tú, me decía con una sonrisa pícara que alejaba su empaste intelectual. Todo se quedó ahí, porque de vuelta al hotel me encontré con el telegrama y con la llamada telefónica. Hacía calor, mucho más calor del que esperábamos. Si mi padre no hubiera muerto aquel día, tal vez me habría enrollado con aquel chico. Pero tuve que regresar aquella misma noche. Encontré un vuelo milagroso que salía de Orly y que me permitió, por los pelos, coger el último avión de Madrid a Sevilla. Allí me esperaría un coche para llevarme al cortijo. Imagina cómo fue el viaje. Yo intuía que mi padre estaba muerto, pero no se lo podía decir a nadie.

Doña Angustias telefoneó a su nieta con la mano temblorosa. Tendría que mentir de forma piadosa. También tuvo que llamar a su nuera, que estaba en la Costa del Sol. Aquella mujer odiaba las espigas y el olor del campo, no soportaba el gazpacho ni los caballos, era alérgica al calor y al cante de Reyes. Santiago lo admitía en lugar de obligarla a estar donde él estuviera, algo que la madre no comprendía. Es más: se negaba a hacer el más mínimo intento por entenderlo, aunque eso no fuera la premisa de una justificación imposible. Doña Angustias llamó a su nieta Blanca y consiguió que no se le quebrara la voz. La habían educado para eso. No había que mostrar las emociones. Nunca. Jamás.


—Cuando llegué, mi padre estaba tumbado en su cama. De cuerpo presente. No sé cómo pudo suceder todo tan rápido. No me dio tiempo a lavarme los dientes, y llevaba en la boca el sabor de aquel café au lait que nos costó un dineral porque nos lo tomamos sentados en el Boulevar des Capucines, de aquel croissant que compartí con Luis, de aquellos Gauloises que fumamos juntos mientras intentábamos arreglar el mundo en aquella ciudad a la que nunca regresé. De pronto me vi en este cortijo, en este lugar que no tenía nada que ver con la ciudad de la luz. Era de noche y las estrellas ardían en el cielo. Me recibió Isabel, la criada de confianza de mi abuela. Su rostro lo decía todo. Quise abrazarme a ella, pero no pude. Las puñeteras normas me lo impedían. ¿Qué habría pensado mi abuela si me hubiera visto así? Cuando entré en su dormitorio, mi padre ya no estaba allí. Nadie me lo dijo. Nadie. Mi madre no había llegado aún. Tenía que buscar algo negro para no desentonar. Fue lo que le dijo a mi abuela cuando la llamó para decirle que su marido había muerto. Como si tuviera que asistir a un acto social. Esto no lo puede reproducir usted en televisión. ¿Entendido? Se lo cuento porque está aquí Belmonte, que siempre me ha inspirado confianza. Entré y lo vi allí, muerto. Y se me vino a la cabeza un adverbio que no me abandona desde entonces. Siempre. Muerto para siempre. Después se lo leí a Lorca. Tal vez lo hubiera leído en el instituto, pero no lo recordaba. Te has muerto para siempre, le decía a mi padre sin mover los labios. El mundo se apagó. Ya no pensaba en Luis, ni en sus metáforas, ni en la carrera que tendría que dejar a medio terminar, ni en la playa que me quedaría sin pisar aquel verano. Era la misma historia de aquel cuento de Cortázar que se llamaba La autopista del Sur, lo recuerdo cada vez que vengo de la capital y veo el cartel en la carretera. Yo tenía poco más de veinte años. En aquel momento no me veía así, pero ahora comprendo que era una niña. Una niña a la que de pronto todo se le viene encima. El luto, el funeral, las autoridades, los parientes, los amigos, el pueblo… Y el cortijo. Mi padre quería que yo me preparase para llevarlo como es debido cuando lo heredara. Hacíamos bromas. ¡Pues no queda tiempo para eso! Lo menos, el siglo que viene. O el milenio… Mi padre se reía y me abrazaba. Nadie me ha querido como él. Y nadie me querrá.

Un silencio de piedra y de alcoba fría a pesar del calor que hace. El cuerpo tendido en la cama, los empleados de la funeraria llegan con el ataúd. Isabel y doña Angustias amortajan el cadáver con la túnica de la hermandad de Pasión. Solo había salido una vez de nazareno, pero le dejó dicho a su madre que esa sería su mortaja. ¿Y por qué me lo dices a mí, si yo moriré antes que tú? Cuando mueras, se lo diré a mi hija, le respondió con una sonrisa luminosa aquel mes de abril, cuando salió del apartamento que se compró en el centro de la ciudad y donde se vistió aquella tarde de Jueves Santo con la túnica negra de ruan que estaba, milagrosamente, colgada en el ropero de aquel dormitorio con el escudo mercedario en el antifaz negro. ¿Quién llevaría aquella túnica al cortijo? ¿Acaso fue el mismo Santiago, que tenía previsto quitarse la vida con la mortaja muy cerca de su inminente cadáver?

—Tuve que hacerme cargo de todo. Mi madre era y sigue siendo una perfecta inútil. Cuando encontró al millonario podrido de dinero y de enfermedades que le impedirían acosarla en la cama, suspiré aliviada. Se iría lejos y no me molestaría. Quería la herencia en metálico. Yo me negué. Mi abuela por poco la mata. Literalmente. Le dijo que no tendría ningún inconveniente en coger una escopeta y dejarla como un colador. Fue aquí. En este comedor. A los tres días de la muerte de mi padre. Te mato y asunto resuelto. Yo me voy a la cárcel y la herencia entera para la niña. Como es hija única porque no quisiste darle más hijos a mi hijo, todo queda en casa. Así que ya sabes. Como pidas eso, te vas al otro mundo. Mi madre se lo tomó como si le hubiera negado una invitación a un té con pastas. Siempre ha sido así. La vida pasaba muy lejos de ella. A distancia. No sé qué pudo ver mi padre en aquella mujer. Al final todo se resolvió de forma favorable a los intereses del cortijo. O de la empresa, como lo llamaba mi padre para disgusto de la abuela. Una empresa se encarga de llevar a la gente en un autobús, no de cultivar la tierra ni de criar ganado bravo, decía con ese enfado que era inherente a su persona. Tuve que hacerme cargo de todo. De todo. Dejé los estudios. No volví a Madrid. Me establecí aquí. Y hasta hoy. Aquel verano tuve que hacerme cargo de la cosecha. Llorando en silencio. Aprovechando los ratos que estaba sola para llorar. Y las noches. Un calor asfixiante y yo venga a llorar. Sin que nadie me viera. Mientras tanto, esa señora siguió viviendo como si tal cosa. Su madre se vistió de luto, y así fue al funeral por mi padre. Sin cortarse un pelo. De luto riguroso. De la cabeza a los pies. Incluido el velo que le daba un aspecto de antes del Concilio. Para decir aquí estoy yo, la viuda, la madre de la niña que está a mi lado y que ya es una mujer. Hay que tener mala sangre para hacer eso, sabiendo que mi abuela estaba allí. Así empezaron a tramar el plan. Todavía era pronto. No podían pedir nada porque el régimen seguía en pie, aunque hubiera muerto Franco. Mi padre estaba muy bien relacionado. Sobre todo, con los nuevos. A mi abuela no le gustaba aquello. No era el momento de pedir una herencia por un parentesco inexistente.

Lola miró el reloj, aquellas prisas le impedían entrar en el núcleo del asunto. Vio cómo Belmonte aprobaba con un gesto lo que decía Blanca Murube. Intuyó que ahí podría estar la clave del relato, de la historia. Pero pasó de puntillas por ese foco. Necesitaba lo otro. La justificación de aquella actitud negativa que impedía el reparto de la herencia.

—Tranquila, Lola, tranquila. Se lo voy a decir en un momento. Antes tenía que contarle todo esto para que se pusiera en situación. Se lo adelanto y ahora se lo desarrollo. Me niego a compartir la herencia porque todo aquello no existe. Estudié el primer ciclo de Económicas y sé de qué estoy hablando. He leído mucho sobre economía. Muchísimo. Y lo que es más importante: soy una empresaria. No vivo de las rentas, sino de mi empresa. Y todo lo que hay aquí es mío. ¿Lo entiende ahora?

—No.

—Pues con muchísimo gusto se lo voy a explicar. No se preocupe. Tardaré unos minutos…