Ruptura

Fue en algún momento a finales del primer decenio del siglo, probablemente en otoño, cuando a mi madre le permitieron acompañar a pie a mi abuela, Agnes Jónsdóttir, por el escabroso karst cubierto de musgo y lleno de hoyos y lomas y nieve medio deshelada que se extiende entre Grindavík y Keflavík. Debía de haber cumplido ya los diez años, pues nació el 28 de octubre del primer año del siglo.

El motivo del viaje era que su madre y futura abuela mía era mucho mejor que cualquier otra mujer en el oficio, muy apreciado pero tremendamente difícil, de la pantalonería masculina. Llevaba mucho tiempo entregada a este arte, que compaginaba con parir hijos y llevar la casa, tanto tiempo que con los beneficios obtenidos había adquirido una pequeña máquina de coser manual con un adorno dorado, parecido a un sinuoso dragón, entrelazado en la laca negra; la máquina tenía una lanzadera encima de la cabeza barnizada y de ella salían dos cuernecitos. Y por ese motivo los servicios de mi abuela eran requeridos sin cesar en toda la península de Reykjanes, y no tenía competencia hasta Hafnarfjörður. Haber comprado una máquina de coser, sin embargo, tenía la desventaja de que por eso mismo no podía dedicarse nunca a su trabajo con tranquilidad, según le apeteciera, y tampoco estaba en condiciones de transportar la máquina largas distancias por parajes desprovistos de buenos caminos.

Nunca oí decir que mi abuela hubiera poseído ningún otro talento artístico, en la cocina menos que en ningún otro terreno, pero era famosa por su gran eficiencia en el trabajo y por lo que la gente llamaba «energía». Se decía que tenía tanta que ni siquiera se concedía tiempo para acabar lo que estaba diciendo, aunque siempre se mostraba dispuesta a conversar incluso con completos desconocidos, pues en cierto modo era muy parlanchína, sociable y locuaz. Pero saltaba con facilidad de una cosa a otra y se contradecía con la mayor naturalidad; de repente soltaba una especie de gorjeo o lanzaba un «¿qué?» al vacío, sin que nadie hubiera preguntado nada, y divagaba de un tema a otro hasta acabar por perder enteramente el hilo sin ni siquiera haberse concedido a sí misma el tiempo necesario para formar nuevas frases. En cambio, sus cartas estaban bien redactadas, escritas con corrección, con una perfecta disposición de las ideas y una caligrafía primorosa, y nadie recordaba que jamás hubiera dejado una tarea sin terminar, siempre las dejaba rematadas a la perfección y dentro del plazo. Por ejemplo, nunca se ponía a limpiar el establo, a arrancar las malas hierbas del huerto o a dar de comer a las gallinas sólo un rato o sólo en parte. En esas cosas jamás se confundía.

Esa energía era lo único que papá alababa en la anciana, y en ese sentido consideraba que cualquier hombre se habría podido considerar afortunado de casarse con ella.

—Por otra parte —continuaba mamá, en defensa de su madre—, no importaba en absoluto el orden que pudieran seguir las mujeres al hacer sus tareas, si empezaban por una o por otra, si trabajaban de forma alternada o en el orden correcto, si es que se podía hablar de orden correcto en las tareas del hogar.

—Bueno, entonces ¿qué pasa con las comidas del mediodía a sus horas? —preguntó papá.

—Si es por eso, en este país parece del todo posible que el mediodía dure hasta las tres —respondió ella.

Yo escuchaba a menudo, de boca de personas que no eran parientes nuestros, que las conversaciones de la abuela eran capítulo aparte, y nadie recordaba que a mediodía se les ofreciera pescado con patatas y crema de postre, sino que se les daba cualquier cosilla a cualquier hora del día, sin que bastara para quitarles el hambre. A veces llegaba incluso a alejarse de los huéspedes a toda prisa dejándolos a medias para hacer cualquier cosa antes de que su interlocutor hubiera conseguido intervenir o se le hubiera dado ocasión de acabar lo que estaba diciendo.

«Es tan activa» comentaban algunas mujeres. O bien: «Tu abuela es de lo más hospitalaria, pero cuando vas a visitarla a lo mejor te lleva al salón, deja pasteles y rosquillas encima de la mesa e insiste en ofrecértelos diciendo: “Querida, prueba estas chucherías”, y de pronto desaparece. Y para despedirte tienes que ir a buscarla fuera de la casa, y te la encuentras en los sitios más insospechados. Y entonces dice: “Querida, no te vayas, si es que soy una tonta”».

Si una invitada pelma e inoportuna se dedicaba a perseguir a la abuela por todas partes, de una tarea a otra, notaba, quizá mientras estaba en el altillo de la vaquería esperando respuesta, que la abuela ni siquiera se había enterado de la pregunta, y que incluso parecía no haber oído ni menos aún comprendido sus palabras, pues soltaba un prolongado suspiro: «¡Aaaah!».

—En cierto modo, me avergüenzo de esta mujer —decía papá, y alababa al marido de la abuela, porque si ella entraba donde él, que tenía una memoria prodigiosa, estaba charlando con algún huésped y, claro, lo interrumpía en mitad de una frase y se ponía a charlar por los codos mientras colocaba más pastelitos en la bandeja, él conseguía recobrar el hilo en cuanto la abuela se marchaba y desaparecía como alma que lleva el diablo.

Por eso, muchos pensaban que la abuela no prestaba atención a nada que no fuera lo que a ella le apetecía, de modo que era sorda cuando le convenía. Sin embargo, nadie dudaba de que oía las letras de las canciones y de que tenía buen ojo para la belleza. Tenía una especial disposición para apreciar la armonía de los colores de las flores y el delicioso aroma que exhalaban, y en verano se pasaba el día cuidando las plantas ornamentales de su jardín. Aunque había bastantes tareas de las que ocuparse, siempre sacaba tiempo para rehacer el jardín en primavera, por mucho que lo hubiesen maltratado a lo largo del invierno las destructivas tormentas enviadas por el mar, con sus implacables olas cargadas de salitre.

Pero en los primeros años del siglo no estaba casada con mi abuelo; convivía con un hombre y se dedicaba a hacer pantalones e hijos. Esto era mucho antes de que «la vieja se volviera tan parlanchína que acabara convirtiéndose en un problema», como decía papá. Por entonces aún no había perdido el oído ni el control de la mandíbula, ni saltaba a todo correr de una cosa a otra «como si estuviera aventando paja mientras hablaba con alguien», como añadía papá con una frecuencia quizás excesiva, insistiendo machaconamente, además, en que a veces parecía ida, o «como si no tuviera paciencia ni tiempo ni ganas de escuchar a los demás». Le encantaba echar aún más leña al fuego hablando sin parar de la abuela y sus defectos, como cuando afirmaba que estaba poseída por aquellas inútiles flores suyas. «¿Tú también piensas montar el mismo número?», me preguntaba en plan de burla, y a continuación añadía: «A lo mejor crees que se puede vivir oliendo flores al lado de la vieja, ¿eh?», y estallaba en una carcajada, tan feliz con su ocurrencia. Yo me quedaba compungido y dolido a cuenta de mi abuela y de las flores, aunque lo que más temía era quedarme convertido en un mequetrefe para siempre, sin llegar jamás a desarrollar mis músculos. «Sólo las personas muy raras no entienden de libros ni de flores», replicaba mamá, extrañada por las observaciones de papá.

A mi abuela le gustaba sobre todo la exquisitez de los aromas y los colores. Aprendí muy pronto a amar esa permanencia inconstante que llamamos belleza, porque aunque nuestros sentidos puedan retener apenas un breve instante el color y el aroma de algo, ambas cosas pueden permanecer indefinidamente en la conciencia y en el alma. A veces nos sentábamos juntos «a oler las flores», como llamaba ella a aquella dulce pausa en sus trabajos. Yo siempre estaba dispuesto a acompañarla al jardín, a pasear por los senderos, a coger el tallo con suavidad, a acercar la nariz a la corola, aspirar el aroma y los colores y quedarme en silencio por un instante, justo mientras uno y otros se mezclaban en mi vida anímica y penetraban, de una forma que es imposible expresar, en mi personalidad.

Los tiempos fueron difíciles mucho antes de que comenzara aquella vida voluptuosa en el seno de las montañas, lejos de cualquier lugar habitado, y se consideraba que era obligación fundamental de las mujeres saber coser unos buenos pantalones de domingo para los hombres, aunque aún no hubieran empezado a usarse esas endemoniadas cremalleras en la bragueta. Sólo los más listos son capaces de utilizarlas, sobre todo sin que se clave en el prepucio o tire de cualquier otra cosa cuando se baja para hacer lo que nadie puede hacer por uno, «ni siquiera su mamá», como suele decirse; aunque el peligro es aún mayor al subirla.

Ciertamente, nadie puede decir que la abuela hubiera cosido jamás una cremallera. A lo más que llegó en ese arte era a colocar botones de hueso en la bragueta, y remataba tan bien los ojales, o los hacía tan estrechos, que muchos se veían en dificultades para desabrocharlos y después, por lo tanto, renunciaban a abrochárselos otra vez; de modo que los pantalones de la abuela debieron de ser bastante reconocibles una vez puestos. A papá le parecía de lo más extraño, y opinaba que aquello no decía nada bueno en favor de aquella mujer, o que había algo turbio en su forma de trabajar.

—Quizá lo que quería era que los tenderos de Keflavík tuvieran la tienda abierta en bodas y entierros, o que los chavales que sólo le llegan hasta la bragueta a los hombres pudieran matar el tiempo jugando a las canicas durante las misas aburridas.

Pero tanto daba, porque los botones que ponía no se caían nunca mientras duraban los pantalones, y jamás se quedaban enredados ni liados en los hilos sueltos, defecto muy común cuando los ojales no están debidamente rematados.

El arte de coser pantalones de caballero exigía además otro detalle no menos importante: la modista tenía que inventar un corte nuevo si no podía dar uno antiguo, porque no todos los hombres tienen las piernas igual de largas o igual de cortas, gordas o flacas, rectas o torcidas, ni de la misma forma, de manera que no se puede utilizar siempre el mismo patrón para todos. Y aún más difícil era que las carnes se quedaran quietas en los huesos, sobre todo en lo que a la barriga se refiere, para poder utilizar siempre los mismos pantalones de domingo. Esa era la razón de que hubiera que retocar los pantalones de un mismo señor, estrecharlos, ensancharlos, añadirles una pieza en el trasero, agrandar la entrepierna o arreglar las vueltas. Esto exigía conocimientos que no estaban en las manos ni en los dedos de cualquier mujer. Los sastres, por su parte, eran prácticamente desconocidos, excepto quizás en la capital, donde podían trabajar, como unos afeminados, con el alfiletero sujeto a una cinta que llevaban en la muñeca; en otros sitios más viriles todo eso quedaba en manos de las mujeres, aunque el oficio se denominase «sastrería».

Además, todas las modistas se servían de aguja e hilo para coser, pero no todas se tomaban la molestia de probarles los pantalones a los hombres, porque en la mayoría de ocasiones tenían que colocar una mano en lo más alto, en «las joyas de la familia», como decían ellas. Lo que más nerviosas las ponía era hacérselo al cura, quien, sin embargo, era el hombre que con más frecuencia les encargaba pantalones. Las modistas de verdad veían casi como un pecado probárselos, y una de ellas decía: «El trabajo de sastra no tiene nada de especial, pero una preferiría no tener que hacerles demasiadas pruebas a los hombres de Dios». Para evitarlo, se había construido un instrumento llamado «paleta de entrepierna», que sustituía a la mano en tan comprometido menester. Pero nadie tenía reparo alguno, en cambio, en probar cómo les quedaba la bragueta a los niños pequeños.

La abuela no tenía ningún escrúpulo con estas cosas. Consideraba el coser como cualquier otro trabajo por cuenta ajena, y parte de su popularidad se debía a que hasta las esposas más celosas admiraban la indiferencia con la que realizaba las pruebas.

Bastantes hombres casados y con posibles, sobre todo los de Keflavík, presumían de tener ciertas partes del cuerpo especialmente difíciles, y eran muy pocos los que conservaban sus carnes controladas más allá de la mediana edad, cuando empezaban a engordar. Después todos se hacían más anchos, se les formaban los llamados michelines, pero preferían seguir vistiendo los mismos pantalones. Cuando sus esposas se daban cuenta de los michelines y veían que los calzones parecían tripas de salchicha, decidían encargar unos nuevos. Claro está, había que buscar o inventar algún corte diferente al de los pantalones antiguos. Las historias que circulaban demostraban que, por fortuna, la abuela siempre había sido tan hábil con la sastrería que los pantalones que ella cortaba parecían un poco más anchos pero no formaban arrugas en los muslos ni bolsas en el trasero. La magia estribaba en usar viejo papel de envolver o periódicos manoseados, y alisar arrugas y rayas con una plancha tibia. Luego los colocaba sobre las partes del cuerpo masculino que hay por debajo de la cintura, y utilizaba, para marcar la forma y el tamaño de los muslos y el trasero, un método parecido al que se estilaba en la antigua Italia, especialmente durante el Renacimiento, para pasar un dibujo desde un papel a una tela o una pared: hacía agujeritos en el papel con la punta del alfiler, tan cerca del cuerpo que a algunos les daba reparo, e incluso tenían más miedo al alfiler que a las olas. En mi niñez oí contar que ese método dejaba a los hombres inservibles para las mujeres, al menos por un tiempo. Los agujeros que hacía sobre el papel con el alfiler se copiaban luego en la tela pasando por ellos una tiza de sastre, pues el color se metía por los agujeros; luego se unían los puntos en línea recta con la tiza del modo más profesional, y después se cortaba la tela con las tijeras.

Muchas veces oí decir que a la abuela no le costó adquirir esa habilidad con la aguja, el hilo y los ganchillos de croché. Su madre había sido muy mañosa, y es costumbre que una buena hija no quiera ir a la zaga de su madre sino que incluso desee ser más que ella, aunque sin hacerle sombra. Así era la abuela de joven, sin duda, aunque no todo fuera exactamente igual, porque a ella le gustaba coser y a veces tejer, pero no hacer croché. En cambio, su madre era buenísima con los ganchillos de croché y las agujas de punto pero no con las de coser, de modo que andaba siempre con aquéllas en las manos; también llevaba hilo y ovillos, aunque su fuerte era tejer. Todo lo que salía de sus manos, fuera ganchillo o croché, estaba hecho con tanta finura que a veces decía mi madre, con una mezcla de orgullo y veneración en la voz, que su abuela, mi bisabuela, era tan exquisita en sus labores que no le costaba ningún esfuerzo pasar a través de su anillo de boda, pese a la delgadez de sus dedos, las prendas de punto que tejía, incluso los calzoncillos y camisetas de su marido. Confeccionaba aquellas prendas con lana de sus propios borregos, que era de gran calidad, aunque añadía crines de potro para hacer los ovillos.

—Se diría que la reina de la casa era su marido en lugar de ella —decía papá, poniendo como testigos a personas que habían dicho lo mismo y que eran lo bastante mayores como para haber visto la ropa interior colgada a secar. Sin embargo, no hacía la colada con mucha frecuencia; se pasaba el tiempo dedicada a su croché, a tejer y hacer punto junto a la ventana del lado sur de la casa, con el gato a su lado.

Oía a mamá cantar las maravillas de su abuela, y se convirtió ésta enseguida en mi mente en una especie de personaje de leyenda popular, hasta el punto de que deseaba parecerme a ella. Pero no me atrevía a pedirle a Dios que me convirtiera en la «vieja», por miedo a que se descubriera que era tan tremendamente servil que respondía a aquella oración mientras hacía oídos sordos a otras. Pensé horrorizado: «¿Qué diría la gente si me vieran como una vieja a la que yo mismo ni siquiera he llegado a conocer en persona?».

Papá no se sentía demasiado entusiasmado ante tanta alabanza y tanto hablar de aquella vieja, y consideraba que no era nada sano para los niños oír semejantes cosas. Sin embargo, la charla continuaba y ponía de manifiesto la auténtica ralea de la bisabuela: prefería estar sentada en vez de dedicarse a las labores del hogar, y por eso todo el mundo pensaba que la limpieza de la casa no era impecable, aunque todo estuviera donde le correspondía. Era lo que se puede decir una «guarra limpia», que casi nunca barría, y no digamos ya eso de echarse de rodillas para fregar el suelo a fondo, aunque se excusaba con unas razones peculiares aunque también ingenuas, como que el suelo se ensuciaba muchísimo más si se fregaba demasiado pero que no se notaba la diferencia si se dejaba la porquería tranquila suficiente tiempo antes de pasar la bayeta.

—Eso dice bastante sobre el personaje —concluía papá.

En lugar de estar continuamente arrodillada en el suelo, solía tumbarse, debajo del edredón o encima de él, según se le antojara.

Además, la mujer era famosa por sus retrasos con la comida y por servir siempre las mismas gachas. Así que los dedos no se le hinchaban de trabajar y su anillo de boda seguía siendo pequeño y estrecho. Eso bastaría para demostrar de modo incontrovertible su habilidad en los trabajos manuales. Por regla general, cuando no estaba tumbada estaba sentada en la cama, indolente, y descansaba silbando y pasando labores de aguja de distintos tipos a través de su anillo de boda. La gente mencionaba este particular en algunas conversaciones, señalando que se lo quitaba del dedo con una frecuencia impropia de una mujer casada, y que solía decir como quien no quiere la cosa, pero para que otros la oyeran: «He tenido dos maridos y he enviudado una vez, pero en realidad sólo he estado casada con mis labores. Soy mañosa con ellas, pero como esposa soy un auténtico desastre». Y a renglón seguido se ponía a acariciar a su ronroneante gato, para calmar la inquietud de su pecho.

—Me fastidian esas tipas que se emocionan tanto con los gatos —decía papá—. Siempre están meándose de miedo.

Si hay que hacer caso de estas historias, no era mucho el tiempo que el anillo de bodas pasaba en su mano; y cuando así era raras veces se lo veía en el anular. En cambio, solía estar en algún sitio a la vista de todos o en la cama, perdido entre las sábanas, aunque al final el gato siempre daba con él antes de que llegaran los invitados, porque ella nunca quería saludar a nadie sin llevar puesto el anillo. Le bastaba con decir: «Misi, misi, tráeme el anillo», y el gato se lo encontraba.

—¿Nunca cogió del rabo a ese gato suyo para pasarlo por el anillo? —preguntaba papá con sorna.

Se divertía muchísimo con las fantásticas historias que corrían acerca de aquella mujer incomparable, cuyo primer marido, un campesino acomodado que además tenía una barca de pesca, la había sacado del campo, en la región occidental del país, y, para su desgracia, se la había traído a caballo con él, tan emperifollada con ropas llenas de bordados y encajes que a ella casi ni se la veía. Este marido falleció al poco, y ella contrató entonces a un imbécil para que llevara la administración, se casó con él, se tumbó en la cama a toda prisa y le dejó que se las apañara él solo con todo lo que había que hacer.

—A veces haces preguntas propias de un niño, pero no se te pueden dar las contestaciones que se le dan a los niños, porque es evidente que eres un adulto —replicaba mamá, quino consideraba dignas de respuesta ciertas preguntas estúpidas sobre su abuela.

Papá se cabreaba mucho, como un niño, y seguía dando la vara:

—¿O es que no habría podido intentar, con un poco de voluntad y decisión, pasar ella misma por el anillo para quitarse de encima la memez y dejarla al otro lado?

—Te habría necesitado a ti para que la ayudaras —replicó mamá.

—Naturalmente, su estupidez era tanta que jamás se habría arriesgado a pasar por el anillo, porque de hacerlo podía haber acabado arreglándosele la cabeza —continuó mi padre, que nunca permitía que nadie le dijera nada, sino que nos convertía en meros testimonios de sus ideas acerca de la higiene mental de las mujeres, así como del modo en que había de moldearle a uno la dignidad.

—No pienso responder a semejante tontería —insistió mamá, harta ya de él.

Pero papá nunca dejaba que otro dijera la última palabra, y por eso se respondió a sí mismo:

—No hay duda de que nunca fue un ama de casa lo bastante buena como para limpiar la puerta de la chabola que era su propia alma.

En las historias que corrían sobre la bisabuela, ella estaba siempre tejiendo sin parar y no se preocupaba lo más mínimo por la comida, y a las horas de comer les decía a los chicos y a su hambriento marido recién llegado del mar:

—Id a la cocina, creo que en la cacerola quedan unas pocas gachas.

—No hace falta que nos lo digas, mamá, la encontraríamos a oscuras aunque sólo fuera por el olor —cuentan que replicaban los muchachos.

El bisabuelo nunca decía nada. Se limitaba, según la costumbre de la época, a poner la yema del dedo índice de la mano derecha sobre la aleta derecha de la nariz y echar al Huelo de un soplido el moco que pudiera tener en el lado izquierdo.

Las palabras de los chicos o el soplido de mocos no tenían por objeto de ninguna de las maneras criticar a la esposa y madre, sino sólo a las gachas, que nunca podían guardarse más de quince días sin que se agriaran. Pero ella se lo tomaba como una cuestión personal y respondía a gritos:

—No tengo la menor intención de andar haciendo gachas un día sí y otro también. ¿Acaso hacen las demás mujeres una ropa interior más fina para sus maridos, que hasta pueden pasarse los calzoncillos por el anillo de boda como si fueran agua, y encima salen del cajón oliendo a tomillo?

Eso cuentan que decía la vieja, y además con la conciencia bien tranquila, así que es obvio que debió de ser una gran artista aunque no supiera expresarse sino mediante unas labores de punto que al lavarse encogían y perdían su bonita forma quedándose flácidas. No tuve que llegar a viejo para comprender la tragedia de mi bisabuela y sus implicaciones sociales.

Desgraciadamente, no existe nada impreso sobre esta experta tejedora y maestra del croché, ni alabanzas ni críticas, ni se conserva prenda alguna de las que ella tejió. En la memoria de sus descendientes, ni siquiera se habían transmitido explicaciones verosímiles y lo que se contaba de ella no solía ser nada razonable, sino una especie de cotilleo privado. Sin embargo, en las cocinas se murmuraban a veces cosas de lo más variopinto acerca de ella, aunque en los salones siempre se le dedicaban alabanzas por lo mañosa que era, a pesar de que nadie conservara ni una hebra de ninguna de sus labores.

Poco a poco se te iba llenando la cabeza de recuerdos, a todas luces reelaborados; incluso llegué a oír cosas nuevas tiempo después. Mamá la admiraba y la respetaba mucho, pero a papá le fastidiaba y se divertía con la idea que se había hecho de ella; no podía olvidar lo que para él encerraba el mayor misterio, y repetía una y otra vez que la vieja le masticaba la comida al gato. No comprendía cómo demonios podía ser que «cierta vieja» que se pasaba los días metida en la cama bien tapadita, eso sí, más por bondad que por malhumor o avaricia, saliera de la piltra para matar el tiempo masticándole la comida al gato, una esposa y madre que nunca estaba dispuesta a cocer patatas o pescado para sus hijos y su marido, quienes, por otra parte, se lo tenían bien ganado al volver del mar con una barbaridad de pescado o con las manos vacías.

Te enterabas de que en esos casos era inútil preguntar: «Bueno, Jón, ¿cómo ha ido?».

La respuesta era siempre la misma: «Siempre igual, o una barbaridad, o nada en absoluto».

El principal problema de un contramaestre radicaba en las rencillas y discordias tan habituales entre los islandeses; por eso perdió primero el cargo de contramaestre y luego el barco, que seguramente había heredado del primer marido de su mujer. Al final hubo de quedarse tan sólo con la vieja loca. Está claro que las rencillas y las discordias lo perseguían por todas partes, tanto en sus asuntos personales como en la generosidad del mar, en el hogar y el matrimonio. A papá le parecía una muestra de la misericordia divina el que los chicos y todos los demás descendientes no hubieran salido peores o más tontos de lo que ya eran. La extremosidad se consideraba más comprensible en el varón que en la mujer; a nadie se le pasaba por la cabeza que el buen hombre hubiera podido controlar los caladeros o el mar para tener siempre bacalao y merluza de sobra en las bodegas. Pero la bisabuela sí que habría podido frenar sus extravagancias; por ejemplo, tranquilizándose para poder comportarse decentemente y no masticarle la comida al gato, quizá con la excepción de los días festivos o en privado, a fin de evitar que sus terribles defectos e imperfecciones resultaran tan visibles que todos se rieran de ellos, algo que a todo el mundo le parecía de lo más natural.

Pero lo que sí sabía hacer la mar de bien era quedarse acostada en casa llorando en vez de andar por ahí armando gresca y gimoteando en público o lloriqueando como una tonta en el patatal, que es donde los chavales suelen encontrarse con las tipas locas.

Oí decir que nunca había tenido apego por hombre alguno. Es falso. Vivió con sus dos maridos hasta que fallecieron, y no permitió que la muerte de su primer esposo le afectara demasiado a pesar de que fue, al parecer, la persona a quien más amó en toda su vida. Pero seguro que esto es del todo incierto; muestra del desorden que reinaba en lo más profundo de su personalidad es que, por lo visto, dejó a su gato fuera de casa durante dos noches sin dejarle entrar. Luego se agenció otro hombre, el que sería mi bisabuelo, después de haberlo tenido trabajando para ella como administrador, aunque no parece que lo quisiera mucho. Se casó solamente para poder pasarse los días tumbada en la cama y vivir una vida desdichada en soledad, con más pena y sufrimiento como esposa que si hubiera seguido viuda hasta el fin de los tiempos sin volver a unirse a nadie. Por eso debería ser evidente el tipo de labor de aguja que dominaba su vida sentimental, y el hecho de que su trenza del amor fuese más larga de lo que es normal en otras personas. Después de lo que se decía «casarse por los hijos», acabó recompensando a su último marido por el aguante que mostró hacia sus constantes muestras de desamor, muriendo con él casi el mismo día. Pero en su alma debía de reinar tal confusión que, con este viaje hacia la muerte en compañía, no intentaba demostrarse nada a sí misma, sino que quería pedirle a Dios que Él decidiera con cuál de los dos tendría que vivir el resto de la eternidad; porque allí arriba la bigamia no existe, y nadie que haya estado casado una sola vez en la tierra, por no hablar de quienes han pasado por dos matrimonios, puede recobrar la soltería en el Reino de los Cielos. No se llegó a saber nada en absoluto de la decisión divina. A buen seguro, Dios debía de preferir no decirle nada a nadie que se lo preguntara desde la tierra, indicando con prudencia: «No soy tan tonto como para ponerme a contestar todas las preguntas que me hace la gente con la ouija».

El carácter extremo de esta esposa por dos veces daba pie a que papá afirmase que aquella afición que la mujer tenía por los lloros demostraba que era lo que se llama una débil mental.

—¿A qué podría deberse que se entristeciera tan a menudo y se quejara de los malditos gusanos que tenía en el corazón sino a la debilidad mental? —preguntaba.

—Vaya, ¿y eso es ser débil mental? —replicaba mamá irritada, como quien conoce mucho mejor el estado mental de las personas.

No es de extrañar, pues, que las historias cuenten que la bisabuela no solamente tenía los ojos siempre húmedos, sino que el rostro se le llenaba de lágrimas y los regueros caían y se le encharcaban en el cuello.

Por eso, papá no albergaba la menor duda de que el poeta Hallgrímur Pétursson se habría frotado las manos y habría encontrado muchísimo material en ella para sus Salmos de la Pasión, como cuando escribe: «… el cuerpo del Señor se tiñó de su sangre, se vertió en la tierra el sudor rojizo, el dolor de Jesús era tan grande…».

Al parecer, los suspiros de la bisabuela nunca debían de callar en su boca, excepto cuando sucedía alguna auténtica catástrofe. Entonces se le aclaraba la mente, sin que se oyera nada, ni un suspiro ni una tos, y solucionaba el problema ella sola, sin temor alguno; pero en cuanto había pasado todo, desaparecía de nuevo bajo el edredón, se tapaba la cabeza y empezaba a gimotear otra vez. No hacía falta esperar mucho para que volviera a asomar el rostro bañado en lágrimas.

Estas anécdotas las oí a menudo de labios de mi padre, el gran experto. No hay modo de saber de dónde había sacado tanto conocimiento. A veces se habría podido pensar que no había hecho otra cosa en la vida que investigar la vida de mi bisabuela, o que se había casado con mi madre para poder afirmar: «Jamás he escuchado atrocidades tan grandes, y eso que tengo oídas más de una cosa y más de dos sobre las mujeres del oeste de Islandia». Antes había muchas mujeres así por todo el país, que no podían limpiar su propia mente ni sacudirse la estupidez de encima con algún trabajo interesante en el mar, como hacían los hombres. Los viajes y el esfuerzo físico eran la mejor medicina contra las depresiones, alejaba sus obsesiones y les hacía distinguir lo que era la mente y lo que era la persona en su conjunto. Así que yo creía que no se podían desechar sin más las ideas de mi padre tildándolas de absurdas. Sin órdenes que cumplir ni olas a las que enfrentarse, las gentes de este país no se habrían convertido en débiles mentales sino en auténticos perturbados, como esas personas incorpóreas nutridas por el bienestar que intentan recuperar los músculos con inútiles ejercicios gimnásticos, cuando resulta que con éstos se obtiene un cuerpo que nada tiene que ver con las bellas formas moldeadas por el trabajo físico, que duran la vida entera.

Yo escuchaba las conversaciones y me imaginaba a la bisabuela haciendo pasar a través de su anillo toda clase de enseres propios del hogar, como el delantal, la sopera y las cortinas. Sentía alivio en el corazón y la admiraba por haber hecho algo parecido a lo que podíamos lograr nosotros cuando aún éramos dueños de nuestros listones.

«Eso sólo pueden hacerlo los artistas», pensé.

Cuanto había de extraño en los relatos parecía brotar del tejado de mi mente e irse acumulando en el aljibe, donde yo atesoraba todo lo raro y también el eco, dentro de una angosta vastedad semejante a la que percibía cuando en plena sequía estival me mandaban a comprobar cuánta agua quedaba en la cisterna. Entonces, un tanto asustado, gritaba al vasto espacio medio vacío llamándome a mí mismo, y notaba la locura de ser como todos aquellos hombres desconocidos que hay en el aljibe donde habita el alma. Al poco tiempo ya no deseaba nada con tanto fervor como tener un gato para hacerlo pasar todos los días, agarrado del rabo, por el anillo de bodas y masticarle la comida mientras yo tenía hambre. Deseaba morir y sacrificarme por un gato. Me veía a mí mismo crucificado por mi fe en el gato, que maullaba piadosamente debajo de la cruz. No deseaba ser como la gente corriente, como esos que lloran cuando hay que llorar porque ha sucedido algo muy triste o porque están borrachos como cubas, o en los entierros, o quizá cuando comen pescado seco y no consiguen morderlo bien por falta de dientes, pero que en las demás circunstancias no se dejan amilanar por las dificultades y siguen adelante por la vida, animosos, con los párpados bien secos. Yo podía comprender que el más noble de los llantos surge de la propia experiencia interna, al margen de lo que suceda en la vida cotidiana. Ese llanto noble surge inesperadamente, no brota por nada en particular, mana de su propio mar y de la lluvia del alma. Tu propia pena no tiene otro objetivo que impedir que los sentimientos se te resequen en el pecho.

Una vez pregunté, en un ataque de realismo y argumentación cotidiana:

—¿Y no podría ser que el gato fuera viejo y no tuviera dientes, y por eso había que darle la comida masticada?

A buen seguro, en ese momento destruí temporalmente el pensamiento infantil, siempre inclinado a la aventura, y deseé hallar en algún lugar una razón convincente para la locura de la bisabuela, harto ya de conjeturas y de ir planteando una alternativa tras otra. Era probable que la explicación de su conducta se hallara en el estado físico del gato, pues sería lo más natural: ella tenía el gato desde hacía mucho tiempo, lo había criado con muchísimo cariño, y cuando el animal se quedó sin dientes empezó a masticarle la comida por compasión de anciana. Seguramente se la habría masticado también a su marido y a sus hijos en circunstancias semejantes. Desde la infancia, siempre he sido capaz de establecer la distinción entre literatura y realidad, y he mantenido ambas cosas bien separadas y a idéntico nivel. Porque ambas son necesarias para nuestro sustento intelectual, sin que ninguna de las dos resulte dominante, o pierda su valor, o se hipertrofie como fuente de la alegría de la vida. La literatura hipertrofiada es igual de dañina que la realidad hipertrofiada. Mi madre era en el día a día lo que suele denominarse realidad hipertrofiada, con una ancha vena por la que corría la necesidad de algo espiritual, mientras que en papá literatura y realidad dependían de las conveniencias del momento y de si era mejor tener una u otra, o las dos adobadas con la ironía, que se construye sobre la diversa verosimilitud de lo relatado.

—Se habría podido pensar que aquella loca lo único que quería era un gato desdentado, y encima quizás hasta calvo —dijo mi padre, que había perdido sin duda el contacto con la realidad y se había rendido feliz y contento a la ironía y los vuelos de una fantasía que a veces resultaba hiriente; y preguntó—: ¿Por qué no le tejió también un bisoñé con su propio pelo?

La madre de mi madre, mi abuela, no sólo llevaba en la sangre la destreza manual, sino que con seguridad había recibido en herencia cierto tipo de extraña labor de punto mental, manifiesta en la forma de razonar de su madre, a base de lazos, puntadas, vueltas, los inevitables enredos y un ovillo demasiado fuerte o demasiado suelto en la lengua. Por eso había decidido, contra el deseo de su propio padre pero gracias a la despreocupación de su madre, establecer relaciones con mi abuelo y vivir con él sin pasar por la iglesia. Era un hombre rechoncho y bajito, divorciado no hacía mucho, que no era conocido precisamente por su cariño en el trato que dispensaba a su esposa repudiada. Además, recibía ciertos calificativos dudosos relativos a su relación con el alcohol. Tenía escaso interés por la náutica, poco menos que por la carpintería, y se pasaba la vida metido en los libros. Se cuenta que fundó una biblioteca y dicen, sin duda para burlarse de él, que ésta contenía un libro nada más que solamente leía él, única compañía posible de quien consideraba a la mayoría de la gente demasiado estúpida para leer libros. Cuando se hartó de su libro, lo untó de grasa de carne seca y se lo dio a las ratas como regalo de Reyes; se lo comieron sin dejar ni una migaja. A la abuela, acostumbrada a ese género de cosas, parece que sus rarezas le resultaban indiferentes, las toleraba y se sentía muy unida a su amante, a pesar de que él no le ofreció matrimonio ni una sola vez.

—Estoy harto de las mujeres, pero desde luego no hay forma de librarse de ellas bebiendo como un hombre —dijo el abuelo cuando se fue a vivir con la abuela, según cuentan.

A ella le gustaba esta actitud. Quizá se veía a sí misma, el vivir juntos y el amor como algunos novelistas ven sus propias obras; a sus ojos, el arte no es innato en el ser humano, ni tampoco necesario, sino que se vuelve inevitable por la relación entre arte y pueblo, en lo que se denomina la forma y el contenido de las obras. Por eso papá no era del todo justo cuando decía que la abuela tenía que haberse dado con un canto en los dientes por haber podido escapar de su propia madre y del gato, aunque aquello fuera huir del fuego y dar en las brasas. No lo sé, pero ella no se sentía atada por nada; consideraba al abuelo un gran artesano, aunque su trabajo en ese oficio no fuera gran cosa en un país en el que las casas se construían con turba, por lo que el buen hombre rara vez hacía otra cosa que reparar fondos de boya. Así que enseguida empezaron a echar hijos al mundo para horror de las hermanas de ella, pues los niños eran ilegítimos, en tanto que nacidos en el pecado y fuera de los lazos del matrimonio. Era tal la admiración de la abuela por su marido y por sus habilidades como carpintero que cuentan las historias que nunca perdía ocasión de preguntarle a los demás hombres si ellos eran tan buenos carpinteros como él. Si tardaban en responder, pues no entendían bien si aquello iba con segundas, no les preguntaba «Pues ¿qué, ni siquiera sabéis hacer chapuzas de carpintería?», sino que se daba una palmada en el muslo y, asombradísima, añadía:

—¿Y para qué sirve un hombre que no sabe carpintería?

En cambio, consideraba natural, según parece, que no todas las mujeres supiesen hacer pantalones para sus maridos. Nunca he oído decir que preguntara alguna vez: «¿Para qué vale una mujer que no sabe hacerle pantalones al marido?».

Su fama se había extendido tanto que llegaba más allá del rugoso karst y la solicitaban desde aldeas lejanas. Siempre a pie, con el hilo enhebrado y el dedal en el índice, acudía donde la llamaban para aumentar los ingresos familiares.

Aquel día, pues, volvía a casa desde Keflavík y los pies se le hundían en el musgo esponjoso, que estaba grisáceo porque hacía mucho que no llovía. Mi madre contaba que el sol bañaba aquel precioso paisaje de otoño en tan funesto día de ruptura y dolor.

Era la primera vez que la abuela llevaba consigo a su hija; hasta entonces la había dejado siempre en casa para que se ocupara de sus hermanos mientras ella se libraba del hogar y la familia. En su queridísimo oficio encontraba la libertad, pero ya no podía seguir yendo sola para gozar de la fama de que la hacían merecedora su dedicación y su destreza, a veces envidiada por algunas esposas pero alabada sin medida por los hombres, que disfrutarían de sus pantalones nuevecitos de grueso y oloroso percal después de que ella hubiera colocado el patrón encima de sus cuerpos al tiempo que decía: «Vaya por Dios, parece que me has engordado por todas partes».

La compra de aquella máquina de coser le había aligerado el trabajo, aunque éste crecía a la par, pues con las propiedades sucede que siempre proporcionan a su dueño inconvenientes y dificultades a la vez, facilitándoles el trabajo y aumentándoselo al mismo tiempo, de manera que al final todo se complica. Eso es lo que pasó con la abuela: no podía ir arrastrando la pesada máquina de coser todo el largo trayecto, de modo que tuvo que hacerse acompañar por mi madre, y así, de paso, la sacaba de casa, con el riesgo de que allí todo acabara patas arriba. Por suerte, la chica que la seguía en edad era ya bastante crecidita, aunque no tan despierta, y podía encargarse de las principales tareas de su hermana. Por si fuera poco, la abuela había dejado guisados, siguiendo la costumbre de su madre, dos calderos enteros de gachas, en las que el abuelo y los chicos podían meter la cuchara y comérselas, frías o recalentadas, para acompañar unas morcillas de cordero. Seguramente diría, como hacía su madre: «Vais a la despensa si os entra hambre, allí tenéis gachas de sobra en el puchero». Sin duda, la abuela se despreocupaba por completo; tenía sus ideas y, como era habitual en la época, pensaba de su esposo: «Bueno, si aburre las gachas mientras estoy fuera, siempre puede zamparse algo de pescado seco para matar el hambre. Además, quedan bastantes cabezas de bacalao».

Sabía además que su marido y los chicos podían ir a sacarle algo a su hermana, que vivía en la casa de al lado, brosmio salado por ejemplo, si acaso se morían de hambre y no eran capaces de pasarse todo el tiempo con las mismas gachas. Era muy corriente en esa época que a los niños les entrara el denominado «hastío de gachas». Parece que se trataba de una antiquísima sensación profundamente islandesa de pesadumbre, un estado anímico característico porque en realidad no iba acompañado de apatía, aunque la pena empujara a la gente a meterse en la cama, sino que producía una maldad constante, una permanente perversidad, o una densa y espesa melancolía. Los hombres que padecían de hastío de gachas estaban siempre echando chispas hasta que se metían en la cama; se pasaban semanas enteras encamados, incluso se negaban a dejarse ayudar, aunque sí permitían que sus mujeres vaciasen el orinal. Papá hablaba muchas veces del hombre aquel que llegó del mar, aquí en el oeste, agotado de cansancio, y le ofrecieron unas gachas, pero arrugó violentamente la nariz, se metió en la cama y se pasó allí veinte años; un día saltó del catre de repente como enloquecido, echó a correr hacia el mar como alma que lleva el diablo, como si todo aquel tiempo no hubiera estado haciendo otra cosa que remar, pero desde entonces ya nunca se pudo hablar con él porque no decía nada o soltaba un galimatías ininteligible. Después de aquello nadie se atrevió a ofrecerle nada de comer que no fuera jarea de carne, hasta que un día se le reventó el diafragma y dijo, al exhalar su último suspiro:

—Bueno, ahora las tripas dejarán de darme alaridos.

Estos eran los síntomas del hastío de gachas en los adultos. A algunos se les notaba mucho, y entonces les ofrecían, a lo mejor, brosmio salado, porque se pensaba que la viscosa piel de este pescado tenía una vitamina; así que, por si había que aliviar el estado de ánimo de sus maridos, rara vez faltaba en las casas de aquellas mujeres que se habían percatado del carácter endémico del hastío de gachas. El brosmio se consideraba un pez alegre, se agitaba más fuerte y por más tiempo que los otros peces, y se dice que algunos brosmios incluso seguían agitándose dentro del estómago de los hombres una vez guisados y comidos, y que incluso podían seguir agitándose cuando abandonaban sus cuerpos.

La abuela imprimió en su hija el sentido del deber que consideraba inherente a la condición de ama de casa. No era propio de ella mimar y acariciar a los hijos, sino que les enseñaba a ser trabajadores para que pudieran ayudarla. Así se libraba, además, de lo que le resultaba más fastidioso, el estar atada a las peores consecuencias de lo que la gente considera precisamente lo mejor de las relaciones entre hombre y mujer: muchos niños llorando y pidiendo cosas. Nadie en su sano juicio ha podido entender jamás cómo demonios algo tan aburrido como los niños puede ser el resultado de una vida sexual feliz y sin represiones.

De Grindavík a Keflavík había una caminata bastante larga, un trayecto difícil de varias horas, con calzado inadecuado, además, por un sendero apenas señalado aquí y allá con unos murillos de piedra a fin de que la gente se perdiera un poco menos en la niebla, la nieve o la oscuridad. Y para que pudiera evitar a los fantasmas que llevaban la cabeza bajo el brazo. A veces éstos agarraban a los viajeros que se despistaban y se salían del camino en la oscuridad; sobre todo, claro está, a las mujeres, a las que conducían hasta los hoyos donde yacían durante un rato medio muertas de miedo con ellos encima. Después, en lugar de al menos darles las gracias, tenían por costumbre cortarles la cabeza, quitarse la propia, pegarse la otra al cuello, colocar la propia debajo del brazo y soltar una carcajada. Se sabía que por aquel camino había una auténtica barbaridad de fantasmas que no sólo tenían una cabeza de repuesto, sino muchas, para elegir, y que algunos se cambiaban de cabeza todos los días. Esos fantasmas no se encuentran en ningún otro sitio, sólo en este camino, y son todos masculinos, aunque con una cabeza de mujer sobre los hombros y una de hombre debajo del brazo a modo de recambio.

Con esa clase de historias en mente, el viaje no resultaba muy deseable ni para modistas ni para niñas, pero madre e hija habían escogido el camino de los Cincuenta Fantasmas porque era el menos peligroso; por otra parte, era un día muy claro y hacía mucho sol. Mi madre ya estaba crecida y era muy ágil de piernas, por eso consiguió conservar la cabeza pese a todos aquellos trasgos, y además era capaz de llevar cargas pesadas. Se podía confiar en ella para un trabajo más útil que pasarse el día sentada al cuidado de unos niños mojados de pis, mezclando patatas y nabos para la papilla de los más pequeños y yendo a buscar agua a la fuente el resto del tiempo. También saltaba a la vista que podía acarrear la máquina de coser para ayudar a su madre, aunque pesaba tanto que, avanzado el día, ya no podían con ella y tenían que pararse a reposar cada poco. Mientras estaban sentadas sobre un mullido montón de musgo, recordaron los sucesos divertidos que habían tenido lugar durante su expedición pantalonera, y que tenían mucho que ver con el hecho de que a las dos les apetecería decir adiós a todas sus demás labores y ocupaciones para convertirse en modistas ambulantes. Se entretenían con estas cosas y recordaban su estancia en Keflavík.

La abuela había cosido una buena cantidad de pantalones de domingo en cheviot, paño o percal, y en esa ocasión le habían pagado al contado. Con aquel dinero compraron varias cosas en la tienda: tela para vestidos y chucherías para los chicos, algunos comestibles, incluso café y almidón. Guardaron las compras en un hatillo que llevaban a la espalda, pero preferieron no abrirlo para mirar lo que habían comprado. En vez de eso estuvieron un buen rato contemplando la máquina de coser que descansaba encima de la carretilla.

—Nunca he visto un trasto más bonito —contaba mi madre—. Era como un juguete útil. Así que no pude quedarme quieta y lo saqué de su caja, y el lacado y los adornos resplandecieron al sol.

Madre e hija no tardaron en volver a ponerse en camino y siguieron con exactitud y precaución el sendero que atravesaba el malpaís, que visto desde lejos parecía llano; sin embargo, la inmensidad de una llanura no tiene nada que ver con la infinitud de un karst, en todos los sentidos, pero sobre todo en lo que se refiere a los pies, porque no es llano en absoluto, sino que está repleto de agujeros y hoyos y es mil veces más largo de lo que parece. Es gris cuando el cielo está azul, pero cambia de color, igual que algunos animales, y se torna verde bajo la lluvia y el cielo plomizo. El karst también puede tener varios colores. A veces, después de que haya llovido, aparecen manchas verdosas en algunos sitios, mientras que los lugares secos siguen grises. Por eso el karst no se muestra nunca igual a los sentidos; los ojos captan en él mil imágenes distintas, y el pie lo encuentra unos ratos duro y otros mullido, o lleno de trampas. Hay profundas fosas que no se ven y que están ocultas bajo los pies, que pueden acabar hundiéndose en un hondo agujero cubierto de un musgo que se quiebra al pisarlo, como sucede con lo que parecen matas sólidas de musgo, pero que se hunden al pisarlas.

Madre e hija prosiguieron la marcha con paso decidido por el inacabable malpaís, empujando su cargamento.

La abuela era una mujer de elevada estatura, fortalecida por tanto trabajo pero también vigorosa por naturaleza, con huesos grandes, pero más bien flaca y casi demacrada, increíblemente ligera de piernas, obstinada y con enorme aguante pese a su anemia pertinaz. Sin embargo, no era una «mujer de rompe y rasga». Su hija, mi madre, había heredado idénticas características excepto la estatura, pues no era muy alta, y tenía los huesos delicados más que pequeños. Las dos eran obstinadas y trabajadoras, si bien tenían cierta tendencia a tomarse el trabajo como una manía compulsiva más que como una simple actividad necesaria. Quizás este rasgo de su carácter reflejaba la necesidad de soledad, de aislarse y tener siempre la cabeza en alguna otra cosa, de vivir en una permanente ensoñación pero realizando al mismo tiempo una labor manual, con pericia y rapidez.

Así son los soñadores maniáticos del trabajo; ellos se bastan a sí mismos, llenos como están de ricos sentimientos que les producen más placer que el trato con otras personas. Muchos confunden esto con lo que se suele llamar «alcoholismo laboral», pero no es así; el trabajo produce ensoñaciones sanas y armonía de mente y manos, de manera que estos maniáticos son auténticos soñadores.

Al atardecer madre e hija llegaron al barrio de Þorkötlustaðir, donde vivían, agotadas y contentas de poder abandonar por fin su carga, sin saber que aún tendrían que volver a levantarla para continuar. Confiaban en que la familia acudiría feliz a recibirlas a su regreso, y la felicidad aumentaría cuando los demás cargaran con los bultos. Para cobrar mayor conciencia de su alegría y comprobar si alguien las veía desde la casa y corría hacia ellas, decidieron sentarse a descansar no muy lejos. Sudorosas pero contentas, descargaron las gruesas pañoletas azuladas que llevaban sobre los hombros, y seguramente eligieron dos piedras o dos matojos o el altillo cubierto de hierba verde con una piedra plana a modo de asiento, que se encuentra a escasa distancia del herrumbroso secadero de pescado, en el lado oeste de la casa. El sol estaba ya muy bajo. Había empezado a hacer frío, pero mi madre percibía en su imaginación el aroma de las tortitas que ella misma iba a preparar con la harina que habían comprado para celebrar su cumpleaños con los chicos. Madre e hija contemplaban la casa delante de ellas, el destino deseado desde hacía tanto tiempo, estiraban las piernas y dejaban que el cansancio fuera escapando de ellas. No se veía movimiento, ninguno de sus hermanos venía corriendo. La tarde estaba llena del murmullo del mar, que había perdido su colorido de verano y se había vuelto gris.

Muchas veces oí a mi madre contar esta historia; y no hace demasiado tiempo, como cuando era niño, me entretuve en buscar, procurando que no se notara, las piedras o las matas donde se habían sentado a descansar aquella tarde, pero no encontré un solo lugar donde pudiera haber sido. Siempre he creído que la tragedia que se cernía sobre ellas y que estalló después de que hubieran pasado un rato allí sentadas, colmadas de expectativas y de ilusión, tendría que haber dejado alguna huella permanente. No era así, claro está. Se dice que los líderes religiosos dejaron huellas de sus pies descalzos en las rocas, y que las piedras votivas se erigieron en recuerdo de ellos y de los caudillos, pero los parias nunca han dejado marcas imborrables de sus posaderas fatigadas, ni de sus pies, y menos aún se han erigido monumentos imperecederos en los lugares donde tuvieron lugar las tragedias de sus vidas. Sé que no se debe a la indiferencia ni a la mala fe de los escultores, sino al espíritu de ahorro, al ansia de economizar y a otros rasgos tan propios del pueblo llano y de sus autoridades, y ello en todas las épocas: no habría forma de dar un paso por el mundo con tanta piedra votiva si tan sólo una ínfima parte de las tragedias que asolan la vida de las personas vulgares hubiera dado pie a la erección de un monumento de tamaño no mayor que un alfiler, cabeza incluida, y con su misma forma.

Al final, la búsqueda del lugar era única y exclusivamente la búsqueda de algo que estaba en mi propia mente más que de algo en verdad existente. Lo que existía en la realidad misma y que se perdió por sus sendas está perdido por los siglos de los siglos, pero en el mundo sin sendas de la mente es posible encontrar y recuperar lo perdido y asignarle ricos significados. Madre e hija estaban sentadas en el altozano que hay no muy lejos del secadero. Cuando yo era niño, éste se hallaba todavía al oeste de la casa. Ahora, esta disposición de las cosas no es más que mi propia racionalización, destinada a ordenar el tiempo en una obra literaria; no se puede armonizar con lo que señala el reloj y con lo que indica el almanaque, y aquí carece de importancia. Porque lo que aún ha de suceder deberá cobrar su existencia solamente a través de las palabras.

Dicho todo esto, vuelvo a mi madre, sentada en silencio al lado de su madre, un poco inclinada hacia delante.

Desde donde estaba veía con nitidez, por entre las barras del secadero, cómo el reseco pescado jareado que colgaba de los travesaños se agitaba con la suave brisa. Sintió el olor dulzón del pescado y de inmediato le entró hambre, de modo que se puso en pie de un salto y avanzó con intención de tomar un bocado. Al ir a abrir la puerta se topó de sopetón con su padre, y la abuela se levantó, se sacudió a toda prisa el polvo y la hierba para disponerse a saludar a su marido y levantó los brazos para colocarse la pañoleta. Cuando él la vio y advirtió que estaba a punto de ponerse en movimiento, miró hacia ella y dijo:

—Quédate ahí.

—Ya he descansado —replicó ella, confusa, y bajó del altozano hacia donde se encontraban su marido y la casa.

Él no hizo gesto alguno que pudiera dar a entender que iba a saludarla o a darle la bienvenida, sino que preguntó con voz tenebrosa:

—¿Adónde crees que vas?

—A mi casa —respondió ella, un tanto perpleja al oír aquella insólita pregunta.

Pero dudó. Algo inesperado parecía estar a punto de suceder. Se detuvo para serenarse, pensando que seguramente su hombre había estado allí dentro metiéndose en el cuerpo unos buenos tragos de leche de troj, de una botella que tenía escondida entre los sacos. Así que olfateó el aire que llegaba desde donde él estaba. No. El hombre parecía completamente sobrio, aunque extrañado por las reacciones de su mujer, que no tenía ni la menor idea de lo que estaba sucediendo.

—¿Dónde piensas vivir tú ahora, buena mujer? —añadió de repente, dejando bien claro de qué se trataba.

Había algo inapropiado en el énfasis de «tú» y «buena mujer», pero no tenía cara de burla, de modo que la abuela se quedó aún más desconcertada.

—Pues aquí, claro —respondió con alegría, intentando no dejar traslucir su asombro; tenía que tratarse de un juego, algo a lo que se entregaba la gente después de un periodo de separación, aunque no haya sido largo, para aproximarse uno al otro aún más en el reencuentro.

—Ya, que te crees tú eso —replicó él, con un dejo de indiferencia en la voz.

—Pues no es que me lo crea, es que estoy bien segura, imagino que tendría que saberlo —dijo ella con disgusto.

—Pues te tendrá que bastar con creértelo —repitió él, muy despacio.

Ante estas palabras, decidió que debía de haberse metido en el cuerpo más de un trago de leche de troj aunque no se le notase. No se dejó impresionar demasiado por su reacción y su recibimiento, convencida de que la leche se le habría subido a la cabeza y le habría producido ese malhumor que afecta siempre a los hombres cuando no tienen nada mejor que hacer. El efecto se le pasaría durmiendo y al día siguiente estaría como siempre. Así acabarían las cosas. Sin embargo, prefirió obrar con prudencia; sin responder y mostrándose sumisa, fue en busca de su hija y con un movimiento de cabeza le ordenó que entrara en casa a buscar a los niños para meter la máquina de coser. No hizo falta más, la hija comprendió y se fueron caminando de costado como los cangrejos para esquivar a su padre. Él las siguió con la mirada hasta que estuvieron a punto de alcanzar la puerta. Entonces soltó un tremendo grito:

—¡Tú ya no vives aquí!

Mi madre tembló de espanto. Su infancia terminó en el mismo instante en que escuchó aquellas palabras. Lo percibió en su interior, de algún modo. Las dos se quedaron inmóviles y en silencio, esperando, casi hundidas por el peso de la máquina de coser.

—Tú ya no vives aquí —repitió él, esta vez bajando un poco la voz y mirando a la abuela con serenidad.

Ella no respondió, pero él se marchó sin concederles ni una mirada a ninguna de las dos.

—Pero bueno, ¿qué pasa? —preguntó la abuela al vacío.

—No sé —respondió mi madre, como si la pregunta estuviera dirigida a ella.

La abuela se dio cuenta de que había dejado de existir para su hombre, y mi madre se dio cuenta de que ella había dejado de existir para su padre y para su madre. Sus hermanos ni siquiera asomaron la cabeza. Sin duda, tampoco existía para ellos ni para el mundo, y se hundió en su propia sima como hacen los niños para intentar protegerse, braceando en la conmoción de sus sentimientos. No esperan nada de los demás.

Por muchas veces que mamá contara estas cosas, el color parecía desaparecer de sus ojos y te sentías absorbido con ella hacia la soledad y el vacío del desamparo, cuya semilla se planta en la vida sentimental de los hijos por obra y gracia de los padres. Lo hacen sin querer, parece, más por instinto que por una decisión consciente, como si el ciclo natural de la vida fuera impensable de otro modo. Por regla general, esa siembra se produce a la edad en que el adulto ha olvidado la soledad de la infancia y su propio desamparo, así como la sensación de vacío que se apoderó de él cuando sus padres realizaron esa misma siembra eterna, siempre exactamente igual, en el alma de sus hijos. Es como si una ley imposibilitara que las personas consigamos alguna vez aprender de la propia experiencia para oponernos a las huellas de la herencia en lugar de seguirlas, pues aprender de la experiencia parece ir en contra de la naturaleza humana.

Pese a las numerosas repeticiones, nunca me quedó claro el motivo por el que al final el abuelo no acompañó de hechos sus palabras; una vez que se hubo alejado, madre e hija entraron en la casa sin impedimento alguno, con los bultos, las pañoletas y la máquina de coser. A la abuela no la habían puesto de patitas en la calle en el mismo momento y sin más, ni la habían obligado a irse a casa de sus padres. Quizás el motivo fuera que todo lo que les ocurre a las personas tiene que guardar un cierto orden establecido, de manera que lo que sucedió más tarde tenía que ocurrir justo entonces. O quizá las decisiones del abuelo no habían sido tomadas con la cabeza despejada, sino que eran producto de la leche de troj. Sin embargo, es imaginable que él no fuera de esos que toman una decisión y luego actúan ateniéndose a ella, sino de los que toman una decisión pero siguen llenos de dudas. Es como una situación confusa, que va desarrollándose al albur de las circunstancias. Las primeras reacciones surgieron de la furia que se adueñaba de él cuando estaba de cierto «humor» y que lo ablandaba cuando se le pasaba, dejándolo confuso y casi abúlico.

La historia continuó con los duros enfrentamientos verbales en que los abuelos se enzarzaron, probablemente esa misma noche; él no tocó la comida, pero se echó al coleto unos tragos más de leche de troj, decidido a que esa vez las cosas no quedaran en simples palabras. La riña tuvo su colofón cuando abrió la trampilla que había en el suelo de la cocina, de la que salían unos escalones que iban a dar al sótano, y tiró por allí primero a su mujer y luego la máquina de coser. Por suerte para la abuela, pues quizá fuera eso lo que le salvó la vida, cuando los hombres dominados por una justa ira arrojan a sus esposas por las escaleras, éstas no caen en línea recta para morir al golpearse con los escalones, sino que se van deslizando por un lado de la escalera, si ésta carece de pasamanos, y acaban encima de unos sacos de patatas relativamente blandos.

Las máquinas de coser no solían tener igual fortuna en las disputas matrimoniales cuando los maridos las arrojaban detrás de sus mujeres, pues, como eran muy pesadas, bajaban en línea recta y se hacían pedazos aunque fueran a dar en el suelo de tierra, y las lanzaderas y los carretes salían disparados en todas direcciones. Debido al distinto comportamiento de mujeres y objetos al precipitarse, la abuela se libró de que la máquina de coser le cayera encima y le rompiera la cabeza. Enseguida se levantó, en medio de los sacos de patatas, y escapó ilesa por la puerta del sótano. En vez de echar a correr destrozada hacia la casa de sus padres, buscó refugio en la de al lado, la de su hermana, que en cierto modo había sido más afortunada que ella en el matrimonio, pues había logrado mantener a su marido bien lejos a base de hablar sin parar y lo obligaba a arreglárselas él solo en el sótano en vez de andar importunándola cuando no podía salir a la mar porque había galerna. Allí pasaba el rato reparando cacerolas. No le permitía subir a la cocina excepto a las horas de comer, y entonces charlaba por los codos, con tal verborrea que él se daba toda la prisa del mundo en largarse para ponerse a cubierto en el silencio del sótano. Daba gracias a su buena estrella por poder estar allí dedicado a sus chapuzas, tapando los agujeros de las cacerolas, en vez de tener que enfrentarse a una esposa llena de agujeros que derramaban palabras y más palabras.

Pese a su locuacidad, aquella mujer se mostraba muy comprensiva con las que no sabían mantener a sus maridos lo bastante lejos de día o de noche a base de proferir sin parar barbaridades, exclamaciones, maldiciones y palabrotas, o súplicas, o quejándose de dolores por todo el cuerpo. Sin embargo, lo que estaba mejor visto en el matrimonio era que los dos sufrieran de hernia, que hacía que el aire se acumulara debajo del diafragma y a veces buscara un escape por el agujero, lo que provocaba hipo. Esta presión del aire era fácil de curar, o cuando menos se podía sacar el aire con las llamadas «gotas analgésicas y antimeteóricas», un compuesto a base de morfina en dosis muy pequeñas. Eran muy populares entre las mujeres. Incluso los hombres más difíciles no necesitaban más que unas gotas en un terrón de azúcar por las noches para dormirse en cuanto ponían su ilusa cabeza sobre la almohada, y se olvidaban del mundo, de su mujer y de su posible potencia sexual. Los hombres que tomaban aquellas gotas no se ponían pelmas por las noches debajo de las sábanas.

A nadie se le ocurrió nunca pensar que ingerir aquella medicina para conciliar el sueño y dormir con placidez, mucho mejor que si hubieran rezado mil oraciones y Dios hubiera puesto sobre ellos «su poderoso muro de ángeles antes de que el sueño conciliemos», tuviera la menor relación con el consumo de drogas. La gente tan sólo reparaba en que se despertaba con cierta lasitud, que iba disminuyendo después del desayuno para desaparecer a primeras horas de la tarde. Entonces volvía el maldito hipo y el dolor del diafragma, mezclados con la alegría anticipada de tomar las gotas analgésicas y antimeteóricas antes de meterse en la cama y evitarse así más líos.

Los niños siempre prefieren ponerse del lado de su madre en lugar del de su padre cuando hay una discusión entre ellos, pero mi madre estaba, más que nada, confusa; no entendía nada de lo que pasaba, y confundía la hinchazón de los ojos de su madre con las huellas naturales de la pena por una injusticia que había de deberse a algún malentendido por parte de su padre.

—Mamá tenía unas grandes ojeras por la pena —decía, pensando que su madre siempre había estado en inferioridad porque nunca se defendía de los ataques, no contraatacaba gritando ni tirando sillas, ni usaba la violencia física.

La parte agresora, y con esto solemos referirnos únicamente a la agresión física, suele considerarse casi siempre como la parte culpable, a diferencia de la consideración que merece la que utiliza métodos psicológicos quizá bastante más arteros y mucho más dañinos, pues esta clase de agresión no deja huellas en forma de moretones. Por eso, ella no creía que su madre pudiera tener culpa alguna, sino que estaba convencida de que era ella quien tenía la razón y quien llevaba todas las de perder, pues su padre estaba intentando echar de casa a su madre de forma violenta, aunque hasta aquel instante había sido siempre ella la que llevaba la voz cantante en el hogar, o al menos eso parecía. En ese momento se hizo evidente que, a pesar de la aparente autoridad de su madre, en el fondo era su padre quien mandaba en la casa y en todo lo que había en ella, mujer e hijos incluidos, incluso aunque nunca estuviera allí.

Pero ¿cómo podían ser así las cosas?

Sin que el niño lo sepa, en esta delicada etapa de su vida su madre lo compara consigo misma y con la debilidad de su propia posición respecto a los demás; no hay sitio para el razonamiento, sólo para la compasión natural, la simpatía y su señal primera, que es la autocompasión, además de ese sentimiento irresponsable según el cual uno tiene que ser siempre inocente, incluso un ángel bendito, y que todo lo que se sale de los debidos cauces en la propia vida es por culpa de los demás.

Cuando la máquina de coser desapareció en la oscuridad, imagino que mi madre quiso echar a correr para ayudar a mi abuela; quizá deseaba compartir su destino, puede que incluso inmolarse para morir junto a su madre, fundida con ella en un abrazo hasta la llegada de la suprema oscuridad, y poder gozar así del feliz día de la muerte concedida por el padre terrenal, pero también por el otro que está en los Cielos, aunque éste por lo menos llama al alma a su lado y le permite vivir junto a Él por toda la eternidad. Toda la culpa es del padre. Sin embargo, cuando el padre la vio abalanzarse enloquecida, cerró la trampilla de golpe para impedir el sacrificio y evitar que la hija siguiera el mismo camino que la máquina de coser. Tal vez no fue así, sino que se limitó a cerrar la trampilla de golpe con la idea de ponerse encima e impedir que su esposa volviera a la cocina, con lo que tendría que pasarse allá abajo toda la noche; pero mi madre ya se había agachado y tenía una mano metida en la abertura, y la trampilla cayó inmisericorde sobre el dedo corazón de su mano derecha. Lanzó un alarido, no tanto porque sintiera dolor, ya que el dedo debió de adormecérsele, sino porque salió sangre y porque una parte de la uña y de la última falange habían desaparecido, de modo que se quedó con una uña y un dedo deformes que le recordarían hasta el último día de su vida de qué forma tan absurda había recibido el bautismo que daba acceso al mundo de las pasiones adultas. No podría alejar de sí aquel recuerdo, aunque seguramente habría deseado arrojarlo a la fosa del olvido; estaba obligada a vivir con aquella marca visible de lo sucedido.

—Lloré mucho —decía, sacudiendo la cabeza.

«¿Por qué motivo concreto lloraba?», me preguntaba yo.

Era imposible saberlo. Es probable que llorase por llorar, por los muchos y diversos dolores que padecía pero que era incapaz de analizar, aunque quizás algo daba a entender que moviese su dedo deformado, lo encogiese y se lo frotase con otro dedo mientras contaba todo esto.

El lacerante dolor de la herida borró de su mente a su madre y su tragedia, se rindió sin resistencia a la autoridad de su propio sufrimiento y retrocedió hacia la mesa que había junto a la ventana. Por lo visto el abuelo se sosegó al ver la sangre. Le abandonó la furia, la justa ira y la valentía adquirida con la leche de troj que llevaba en el estómago desaparecieron al unísono, y en un abrir y cerrar de ojos se convirtió en un padre solícito que le vendaba las heridas.

—Ven —le dijo, rasgando en estrechas tiras la manga de una camisa vieja.

Los hermanos se abalanzaron llenos de curiosidad para ver la herida y tocar la sangre. Mi madre fue objeto de una compasión y una atención que no eran nada habituales, y aquello tuvo el perverso efecto de relegar a un plano secundario el destino de su madre.

—Hice lo que nunca debería haber hecho —decía—, me olvidé de mi madre y pensé que papá era bueno.

Aquella atención tan poco frecuente y la forma en que su padre consiguió aliviarle el dolor atroz la confundieron aún más, porque cuando necesitaba ayuda nunca estaba con él, sino siempre a solas con su madre. Y ahora era su padre quien acudía a ayudarla en vez de su madre, siempre tan atenta, aunque no lograba comprender cómo había podido comportarse con tanta violencia y destruir algo tan valioso como una máquina de coser. Ésta debía de haberse hecho pedazos en el mismo instante en que su destructor se transformaba en un ser misericordioso. En la vida anímica de mi madre debió de despertar, como consecuencia de todo aquello, una pregunta que ella misma no llegó a comprender jamás pero que estuvo siempre planeando ante sus ojos. Por eso adquirió la mala costumbre de levantar de repente la mano tullida mientras trabajaba y darle la vuelta de pronto, como si quisiera estudiarse la palma o el dorso. Es probable que no viese ni una cosa ni la otra, sino solamente el pasado, aunque no estuviera recordando nada especial en aquel momento. Lo hacía sobre todo cuando lavaba la ropa. Aquel brusco movimiento de la mano se te antojaba misterioso, pero callabas para no molestarla. Aun así, le pregunté:

—¿Qué estás mirando?

La pregunta le cayó encima como una losa; apartó la vista, sacudió la cabeza, volvió en sí y respondió con voz apagada:

—Nada, nada.

Después siguió restregando con el cepillo empapado en el agua jabonosa.

No mucho después de aquel incidente, la abuela había vuelto a ocupar su puesto en la familia, aunque parecía que el abuelo la había hecho volver sólo para seguir machacando sobre lo mismo con ella delante, y para que los críos se enteraran de que cuando naciera lo que ella llevaba en sus entrañas él no tenía la menor intención de reconocer su paternidad. «Claro que haré venir al cura para bautizarlo, pero cuando pregunte “¿De quién es este niño?” no pienso abrir la boca, así tendrás que responder tú y decir la verdad delante de Dios», argumentaba, anticipando con placer aquel momento.

—¿Cómo va entender una niña de diez años que unos padres que viven juntos no sean los padres de todos sus hermanos? —preguntaba mi madre.

—Tampoco debías de ser tan mayor. Una niña de diez años que ya ha visto ovejas y perros dale que te dale, ¿cómo no iba a entender que la pelea era porque los dos se engañaban el uno al otro? —objetó mi padre, molesto.

Mi madre no hizo ningún comentario y cambió de tema, negándose a pensar en nada o a reflexionar en voz alta sobre asuntos privados que no había forma humana de comprender, pues de otro modo no habrían sido tan privados. Así de simple es lo que está más cerca del corazón. Uno ni siquiera comprende sus propios asuntos personales, no digamos los de otros.

La abuela estaba embarazada cuando fue a Keflavík, y el abuelo acababa de regresar después de una larga ausencia, de modo que estaba convencido de que él no podía ser el padre. Pero las fechas se situaban justo en el límite, porque su ausencia y el momento de la concepción no coincidían con exactitud. Por lo tanto, bien habría podido engendrar él al niño.

—En asuntos como éste todo depende de lo lista que sea la mujer —argumentaba papá—. En cuanto el marido desaparece por la puerta, ella echa a correr para meterse en la cama con otro, al que quizá no quiera volver a ver nunca más, por lealtad al hombre al que engañó. Y para ella el colmo de la felicidad es quedarse embarazada de su aventura y recibir a su marido tan contenta cuando vuelve a casa. Luego vive en suspenso durante nueve meses, con la emoción de si acabarán pillándola, porque las mujeres suelen considerar su propio cuerpo y su propia conducta como si se tratara de una emocionante novela rosa o policiaca, o una de espías.

Mamá se limitó a pasar la bayeta por la mesa sin contestar.

En lo referente a los abuelos, seguramente él no se atrevió, por su honor o por el embarazo, a poner a su mujer de patitas en la calle de inmediato, no digamos para siempre; una madre cargada de muchos hijos que él había engendrado ilícitamente no tenía a donde ir. En semejante tesitura, todos los días juraba y perjuraba que cuando llegara el momento negaría ser el padre de aquello.

—No se te ocurra mentirle al cura, aunque a mí estés siempre contándome trolas —advirtió con cara de perversidad, satisfecho de la artimaña que se le acababa de ocurrir.

La abuela echó mano de sus argucias femeninas. Siempre evadía la cuestión en vez de responder al hombre con el que convivía, como si sus exigencias de que hablara bajo juramento no fueran con ella. Con ella, que toda la vida había estado viendo cómo los hombres juraban una cosa y otra a las mujeres y luego, en cuanto había que asumir la responsabilidad, si te he visto no me acuerdo. Y sanseacabó.

Papá alegaba que para los hombres no era tan fundamental saber de quién eran los niños; a un hombre trabajador no le importaba demasiado currar como un esclavo para una mujer y unos críos, fueran suyos o no, con tal de que ella lo tuviera bien atendido en ese otro asunto.

—Tampoco es que sean demasiado buenas en eso, si se les deja alguna escapatoria —añadió.

Era obvio que a veces el abuelo se tranquilizaba si la abuela se mostraba atenta con él, pero recurría al troj con cierta frecuencia, volvía hecho un basilisco y decía, apesadumbrado unas veces, insolente otras:

—Yo no tengo nada que ver con esa criatura tuya del demonio.

La abuela nunca dejó de insistir en que no tenía ni idea de adonde quería ir a parar su marido con sus inútiles protestas. Pero como éste no paraba de proclamar aquello a los cuatro vientos, e incluso iba endureciendo aquellas acusaciones que apestaban a leche de troj, ella advirtió por enésima vez:

—No puedo pasarme la vida escuchando más reproches de deslealtad. Así que me tiraré al mar antes que seguir soportando esas acusaciones.

El abuelo sabía que una cosa es que alguien no escuche o finja no oír, y otra muy distinta que oiga perfectamente, sabiendo que no se pueden evitar las cosas fastidiosas por mucha sordera que se quiera fingir.

—Pues tendrás que enterarte de lo que digo, quieras o no —replicó—, y me oirás a menos que decidas hacerte la sorda.

Ella respondió con un vehemente «bah», dando a entender que aquellas palabras no tenían efecto alguno sobre ella, y replicó de manera muy femenina:

—¡Que me aspen si te reconozco! ¡Creo que ya no estás en tus cabales!

El abuelo tenía pocas respuestas para semejante comentario doble como aquél, o para razones de peso como aquéllas, aunque era sobre todo el tono de las palabras lo que le dejaba a él sin las suyas. Ella se dio cuenta y se atrevió a preguntarle, aunque no exactamente como hace una madre con su hijo:

—¿Te has vuelto idiota? ¿A que sólo te comportas así conmigo? —No necesitaba ni preguntarlo; notaba lo indefenso que se quedaba, y entonces añadía, con más dureza aún—: Sé que no eres como puede hacer pensar tu forma de comportarte, o como quieres aparentar, sé que pese a todo sigues siendo un gran hombre, Vilhjálmur Jónsson.

—No empieces con esas estupideces —replicaba el abuelo.

—Mira que… Yo debería conocerte mejor que nadie, pero ya casi ni te reconozco.

Ella nunca debería haber dicho algo así, porque los esposos, y menos aún los hombres con los que se vive sin haberse casado, no entienden que las mujeres a las que se han unido, con las que han tenido hijos y formado un hogar, puedan creer que ya ni siquiera los reconocen. Por eso, el abuelo buscó en su propio interior una idea parecida a la de ella pero aún más cargada de indirectas:

—Pues en cambio yo sí que reconozco a todas las personas de mi familia —respondió con gran énfasis, como acostumbra a hacer el campesino que se cree conocedor de su familia y su mujer y sospecha que, mientras estaba lejos trabajando, han urdido una conspiración contra él; al regresar percibe, o cree percibir, cierto olor a hombre en su covacha, y enseguida nota que, de alguna manera, no sólo ha perdido la autoridad, sino que todos se le han puesto en contra y quieren hacer de él un miserable paria.

El abuelo no tenía intención de permitir que le sucediera nada parecido. Pensaba imponerse para conseguir expulsar de su casa a todos los conspiradores.

—¿Cómo vas a conocer a las personas de tu familia precisamente tú, que casi nunca estás en casa? —preguntó la abuela—. Tendrías que pasar más tiempo aquí para ocuparte de nosotros. —Sabía perfectamente lo que había sucedido, como lo saben siempre las señoras, y se encontraba en mejor situación que nadie para un combate en el que sólo se dispone de una sospecha de la verdad; la insolencia del abuelo, por tanto, no se debía al convencimiento de su indefensión frente a los sentimientos de la mujer, sus funciones corporales y sus deseos—. Puf —añadió.

Lo mejor para ella era eludir la cuestión todo el tiempo que fuera posible, a fin de poder apaciguarle los ánimos cuando le viniera bien, o armar gresca, o disimular, pues tarde o temprano el hombre tendría que rendirse y aceptar los hechos consumados. No podía atacar frontalmente como habría deseado, decir la verdad, quedarse tan contenta y triunfar en toda la línea, porque aún no tenía asegurado su futuro con otro hombre. Sabía que nadie crea su propio destino. Todo se apoya en otros, sobre todo el destino, en otros y en otros más, incluso en otros que quizás estén ocultos dentro de uno mismo, en una serie infinita de otros. Nadie está completo, y no existe la plenitud.

En aquellos tiempos, las condiciones de vida eran difíciles. En una sola habitación dormían muchas personas, cabezas con pies, y la vida seguía su curso con el telón levantado. Por eso, casi todos se veían obligados a aprender desde muy pronto el arte de cerrar los ojos en cuanto veían lo que su instinto les decía que no era apropiado ver en otros. La gente tenía que decidirse y preguntarse: «¿Quiero saber lo que sé y he visto con mis propios ojos?».

De ellos dependía. Nada en la vida de la gente era absoluto, ni absolutamente perfecto ni absolutamente imperfecto, sino sólo como era, a su modo. Los adultos no podían refugiarse, no más entonces que ahora, en su hipocresía, y los niños se convertían enseguida en una especie de espectadores y testigos de casi todo. Veían entre líneas en las palabras y los actos de sus madres. Se convertían en testigos de casi todo lo que conforma en la naturaleza humana, mucho antes de ser capaces de comprenderla o de convertirse en personas hechas y derechas. Todo ello reforzaba la madurez de su alma y su vida interior. Los niños se convertían no sólo en promesas de adulto, sino en lo que entendemos por adultos e incluso, en cierto sentido, en viejos.

Mi madre oía discutir a sus padres; estaban siempre a la greña durante todo el día, pero por la noche se les calentaban los ánimos. Las parejas creen que en la oscuridad no se ve nada, que las peleas y las disputas no se oyen, gracias a la brujería de las tinieblas, y que pueden enzarzarse en ellas sin ningún peligro. Por si fuera poco, la oscuridad vuelve a la gente mucho más atrevida. Ni siquiera se ven las caras el uno al otro, lo que aumenta el vigor de sus bocas, como sucede con el teléfono. Mi madre oía a su padre decir que él no había podido estar con ella, refiriéndose a la abuela, pero ella no lo comprendía hasta que la oscuridad la iluminó, haciéndole ver con claridad a qué se refería: a aquellos nueve meses justitos que permaneció fuera trabajando en una obra en el norte. La abuela seguía en sus trece, defendiéndose con bufidos en lugar de replicar con argumentos; el desprecio es lo que mejor resultado les da a las mujeres. Gruñía, bufaba e invocaba a Dios con vehemencia, y decía que no podían dejar que los niños se despertaran y los oyeran. Repetía una y otra vez que aquello había ido demasiado lejos.

—Pero ¿qué te has creído que soy? —preguntó al final.

—Ni tú misma puedes responder ya a eso, así que fíjate yo —respondió el abuelo secamente.

Nadie sabía ya nada en aquella casa, excepto si tenían hambre o no, si hacía frío, si nevaba, si el cielo estaba encapotado o despejado, si llovía. En esa época del año, cuando los días son más cortos, el sol casi no se dejaba ver.

La criatura nació en el mes más oscuro del año. Era una niña silenciosa, aunque a ratos lloraba. A pesar de la alegría por el nacimiento, las navidades no fueron la fiesta de la luz. Diciembre nunca ha sido un buen mes para nacer, porque el alma no está de buen humor, y sobre la familia se cernía una sombra mayor y más espesa que la reinante en aquellos días de tinieblas.

Llegó el momento de bautizar a la niña. El cura llegó de visita inesperadamente un poco antes, abriéndose camino a través de la nieve. Mi madre estaba sentada esta vez en una silla junto a la ventana. Ya no le ordenaban marcharse en cuanto llegaban invitados finos, de modo que se pasó un largo rato escuchando la discusión que el cura y su padre mantenían en la cocina. Los dos bebían leche de troj, primero en un vaso, luego echándosela en el café. Finalmente, a gollete. Estuvieron bebiendo hasta bien entrada la tarde. Entretanto, la abuela salió a atar pescado en manojos. Todo esto sucedía cuando las tripulaciones estaban en tierra después de haber salido unos días de pesca y cuando, a buen seguro, después de varios días de mal tiempo, así que había que aprovechar la oportunidad y bautizar a la niña entonces. La abuela regresó por fin; tenía frío y fue a calentarse junto al fogón. Callaba. Había empezado a oscurecer. Desde donde estaba sentada, mi madre veía por la puertecilla de la Cocina cómo el resplandor rojizo del fogón lamía los pliegues del vestido de su madre. Su padre estaba furibundo y daba puñetazos en la mesa, hecho un basilisco por culpa del rapé marrón que se metía en la nariz y que a mamá le parecía caca.

—Yo no tengo nada que ver con esa niña —afirmó con mayor énfasis aún al ver a su mujer frotarse las manos ateridas delante del resplandor.

—Tómate otro trago, así podremos discutir esto de forma un poco más racional —sugirió el cura por centésima vez.

Mamá miró a su madre, que se acercó aún más al calor del fuego.

—¿Y de quién es, entonces? Supongo que no será sólo de su madre —preguntó el cura con una sonrisita; no le parecía bien que un hombre en su sano juicio, que ni siquiera se había casado con su compañera, se anduviera con discursos morales delante de un cura como si hubiera contraído el sacramento del sagrado matrimonio—. No puedes andar diciendo semejantes tonterías, cuando resulta que empezaste a tener relaciones con ella justo después de haberte quitado de encima a tu esposa legítima, y encima con un niño pequeño —agregó, arremetiendo contra el abuelo—. Te quedaste con ésta pero ni se te pasó por la cabeza casarte con ella.

—Creo que eso es un asunto privado —respondió el abuelo.

Se justificó alegando que a causa de sus malas experiencias no había querido volver a contraer matrimonio con ésta, y ahora ya le tenía echado el ojo a una tercera mujer, una viuda joven con un niño, y había decidido quedarse con ella y el niño y casarse.

—¿Ah, síííí? —preguntó el cura, alargando la vocal.

—Creo que ya no es ningún secreto —continuó el abuelo—. Me he comprometido con esa mujer. De modo que ésta puede hacer lo que le apetezca.

—¿Me estás diciendo que has empujado a tu compañera a los brazos de otro hombre para poder librarte de ella sin perder la buena conciencia y así buscarte otra? —preguntó el cura, nada habituado a toparse con semejante cosa—. Pero ¿tú te crees que vives en Turquía?

—De eso no sé, lo único que sé es que yo ya no vivo con esta mujer —contestó el abuelo.

—¿De quién es la niña? —inquirió el cura con curiosidad.

—Supongo que lo mejor será preguntárselo a ella —respondió el abuelo tan tranquilo, mirando a la abuela.

—¿Quieres un poco de pescado, que ya es la hora de cenar? —preguntó la abuela.

—Por esta vez renuncio a lo sólido, me basta con un poco de grasilla —respondió el cura con sarcasmo; después levantó el codo y se echó un buen trago de leche de troj, sin molestarse siquiera en echarla en el café.

La abuela dijo entonces que no estaba dispuesta a seguir escuchando aquellas cosas. El cura ni se dignó mirarla, como si no estuviera allí, de modo que ella se ofendió y una expresión de tristeza le cubrió el rostro mientras el cura seguía machacando al abuelo sin llegar a ninguna parte.

—Esta niña no será más legítima que los demás críos vuestros, pero nació mientras vivíais juntos, de modo que tienes que apechugar con ella, y tuya es toda la responsabilidad, como ha de ser —sentenció el cura.

El abuelo refunfuñó, pero no se atrevió a replicar ante unos argumentos que no comprendía bien, o quizá porque el cura le había intimidado con su indirecta de que había cedido ante la abuela y ahora tenía que pagar por tamaña estupidez.

—Un marido que engaña a su mujer no puede tenerla a raya para evitar que ella también le engañe, especialmente mientras él está con la otra —alegó el cura—. Porque ha creado un vacío, y siempre hay muchos que están encantados de llenar el hueco.

—Ya lo sé, ya lo sé —replicó el abuelo.

—No hace falta ser una lumbrera para darse cuenta de que no hay nadie al quite que pueda ir a avisar —dijo el cura—. Pero el que está lejos baja la guardia a veces y no se entera si llega otro a meterse en su garita, ¿o no? —preguntó el cura.

—Me da igual, aunque, claro… —empezó el abuelo. Cuando se presentó el meollo de la cuestión de una forma tan clara y racional, y con las palabras justas, se le empantanó el entendimiento. Sacudió la cabeza, puso cara de ofendido y repitió—: Me da igual, pero, claro…

—En un caso así, el niño es exclusivamente de quien asume la responsabilidad —prosiguió el cura, con el énfasis de quien sabe que está logrando la victoria.

Al abuelo le entró la risa tonta. Se pasó la mano por la nariz y se la manchó con el tabaco. A mamá le dio asco. Luego se calló, se quedó pensativo y respondió, con voz pausada:

—Así que uno de los marineros le ha arreglado el culo a la boya mientras el patrón andaba trabajando con otros carpinteros aún mejores que él, lejos de la barca.

Mi madre se puso rígida pero no se movió de la silla.

El cura se percató entonces de su presencia. La observó con tranquilidad, estudiándola con la mirada, pero no le ordenó salir mientras solucionaban aquel asuntillo. A los niños se les permitía verlo y oírlo todo en la oscuridad, pero no a plena luz del día; se limitó a taladrarla con la mirada. Al abuelo se le había puesto cara de rendición, y ya estaba tocado cuando dijo:

—De modo que por eso andaba por ahí preguntándole a los hombres si sabían carpintería. —Rió con frialdad, y añadió—: Supongo que también saben empotrarles niños a las tías.

La abuela refunfuñó unas cuantas veces, cada vez con más fuerza.

—Pues sí, hay carpinteros y carpinteros —dijo el cura—, pero no le vas a hacer a esa mujer la barbaridad de escaquearte del asunto después de haber vivido juntos tantos años sin la bendición del Señor, lo que, por cierto, hace quino me extrañe nada que la convivencia termine así.

—También ella quería que las cosas siguieran igual, tenerme bien atado con los hijos y luego andar por ahí a rienda suelta —respondió el abuelo, y repitió que no estaba dispuesto a mover un dedo.

—Ya veremos qué triunfa, la voluntad, la verdad o el deber —replicó el cura, disgustado.

Por fin se despidió, tras tomarse otro café y charlar de otros asuntos más interesantes; discutieron con vehemencia si podía ser verdad eso de que el sol se detuvo en el cielo en Jericó, propiciando así la espléndida victoria de Israel sobre los pecadores; y si efectivamente fue así, durante cuánto tiempo. Ahora era el abuelo en lugar de la abuela, quien refunfuñaba escéptico ante semejante absurdo. En cambio, la abuela participó en el juego, se animó y se mostró de acuerdo con el cura en que Dios es capaz de detenerlo todo con la gracia de su mano omnipotente, puede dejar los astros del cielo en sus órbitas o hacer que los soles se desplomen sobre las cabezas de los injustos y que les destrocen el cráneo las estrellas, si le daba por exterminar a la raza humana.

—¿Y tú qué opinas? —preguntó el cura.

Al abuelo, la venganza le parecía justa y natural, de modo que contestó:

—Por mí, como si a Dios le da por destruir todos los planetas. ¿Acaso no son suyos?

El cura expresó su satisfacción por el gran paso que había dado el abuelo en dirección a la verdadera fe, considerando aquellas palabras como una señal de que también acabaría por entrar en razón cuando llegara la hora del bautizo. Se fijó el día. El bautizo se celebraría en casa y sólo asistirían los familiares y algunos allegados de confianza. Mientras, el abuelo musitaba un «Ya veremos».

—Yo tenía mucho miedo de lo que pudiera decir papá —admitió mi madre, y añadió que había vivido en suspenso hasta que llegó el día del bautizo.

Ya le habían puesto a la niña el faldón de cristianar y el babero en el cuello. Luego le dieron un chupete con una bolita de papilla dulce de avena para que se relajara chupando algo y no llorara demasiado.

—Los chicos estaban en suspenso, y yo hecha un manojo de nervios, todos en torno a la mesa de la cocina, con la palangana de agua bendita —contaba mi madre—. Estaba esperando a que el cura hiciese la pregunta. Ni papá ni él habían bebido leche y apenas habían hablado.

Intentaba mantener los ojos cerrados, aunque los entreabría o los abría del todo de vez en cuando para comprobar lo que iba pasando. Aquello la calmaba un poco. Pero, pese a todo, parecía que el corazón iba a explotarle y sus palpitaciones se dejaban sentir por todo el cuerpo. La espera la paralizaba, un malestar la recorría por dentro como un río, y tenía unas persistentes ganas de orinar. Por fin se oyó al sacerdote preguntar:

—¿De quién es la niña que va a recibir el sagrado bautismo?

Siguió un largo silencio y mi madre creyó que iba a estallar. Con el corazón acelerado, abrió los ojos del todo para dejar salir la sangre de su alma y ver a sus padres desaparecer en la riada.

«No, no», se repetía, no quería morir con los ojos cerrados. Todo empezó a hundirse, pero por fin su padre respondió a regañadientes:

—De Vilhjálmur Jónsson.

El cura se inclinó hacia delante. La abuela sacó el chupete de la boca de la niña a toda prisa. El cura formó un cuenco con la palma de la mano y la acercó poco a poco al borde de la palangana, la introdujo en el agua y salpicó con ella la cabeza de la criatura, que hizo unos gorgoritos. Le dio en el bautismo el nombre de la más bella flor de la tierra, y su aroma imaginado, lleno de paz, se extendió por toda la estancia.

—Siempre me ha encantado el lirio, un símbolo de inocencia que el ángel o el Espíritu Santo le entregó a la Virgen María el día de la Anunciación —decía la abuela, y la piedad le humedecía los ojos.

Dios parecía haber apagado por un rato los soles de la ira y haberlos hundido en el mar, que siempre estaba cerca. Así que concluyó la ceremonia y ya no quedó sino esperar el luminoso futuro de amor y relaciones sexuales entre los padres, que estaban cada uno donde tenía que estar, el padre fuera y la madre dentro, y con toda la familia reunida en la casa donde cada uno sabía el papel que le correspondía.

—Bueno, ya ves cómo Dios sí que detuvo el sol en Jericó cuando Israel derrotó al obstinado ejército de mentirosos —dijo el cura.

—Ya lo veo —concedió el abuelo, mostrándose de lo más pacífico.

La abuela había retirado ya la palangana de la mesa y había utilizado el agua bendita para llenar la jarra, porque el agua fresca no sobraba. Allí no había más agua que la de los pozos, medio salobre, pues el agua dulce que se recogía del tejado y se iba acumulando en un barril en la esquina de la casa estaba completamente congelada.

El abuelo y el cura se sentaron a la mesa de la cocina un rato, para beber en paz y concordia el café del bautizo.

—En Grindavík hay cosas que serían impensables en Biskupstungi —afirmó el abuelo de sopetón.

Su familia era de allí. Su madre había sido algo así como una especie de comadrona hecha a todo, que sabía ayudar a quitarse de encima, siempre que era menester, niños, amor, mujeres, moral, maridos y matrimonios. El hijo, en cambio, no había aprendido de la experiencia de su madre otra cosa que lo que resultaba útil para su propia conveniencia.

—Supongo que la fe es mejor cuando se acomoda a la conveniencia de cada cual —dijo.

—El café está más rico cuando se hace en la jarra del agua bendita —rió el cura—. Sienta de maravilla al estómago y acelera las ideas y las cosas.

Estaba contento por el café, pero muy especialmente una vez que le hubieron pagado en dinero contante y sonante, por ningún motivo en especial.

Cuando el abuelo se quedó solo con la abuela y los chicos, se puso de manifiesto que no había cambiado lo más mínimo. Se exaltó como de costumbre, y espetó:

—Me importa un comino lo que diga el acta de bautismo, y lo que yo mismo me vi obligado a decir. Yo no tengo nada que ver con esta niña, aparte de haberle dado mi nombre.

Dicho esto, expulsó del hogar a la abuela de forma definitiva.

Mi madre recordaba cómo la abuela se fue a casa de sus padres con la pequeñina en brazos y los demás en fila india detrás de ella, lloriqueando.

No vivieron allí mucho tiempo, las tradiciones también mandaban en estas cosas. La abuela empezó como ama de llaves, pero luego se fue a vivir con el hombre que el abuelo creía que era el padre de la niña, y con quien acabaría por casarse. Después de pasar él unos años como campesino en tierras arrendadas, se mudó con la abuela a las montañas, y allí tuvo ella tantos hijos con él como con su anterior compañero. Ella no hacía distingos entre un hombre y otro en esas cuestiones, pero vivió con su esposo legítimo en paz y armonía hasta el día de su muerte. También el abuelo se quedó tan contento con su tercera mujer. Los dos vivieron casi hasta los cien años y gozaron de buena salud de mente y de cuerpo hasta que fallecieron.

Mi madre decía que en su infancia había rezado, y durante toda la vida esperó que se cumpliera su ruego, para que el aspecto de la niña revelara su paternidad pareciéndose a alguien, a su padre, al padrastro o a algún otro, porque los rasgos de la cara mienten menos que la boca. En un examen minucioso, la niña resultaba parecerse unas veces a uno, otras veces a otro, y lo más habitual era que se pareciera a varios a la vez. Era lo que se dice una mezcla: la boca de su madre, pero los ojos de sus tíos; la voz no indicaba nada, todos la tenían bastante chillona; la nariz, ni gorda ni fina; los ojos, grises y corrientes; y el color del pelo era el típico de toda la familia. Nunca llegó a ser la imagen viva del padre de mi madre, y a lo mejor ni siquiera se parecía a él, pero tampoco recordaba a su padrastro. Por eso no había forma de llegar a ninguna conclusión a ciencia cierta, y hubo que contentarse con suposiciones. Cuando creció, lo único que podía decirse era que la niña «tenía el físico» de su madre, incluidas las piernas, más bien flacas. Con todo, mi madre siempre sospechó que era hija del hombre con el que la abuela acabó casándose. Cuando empezaron en la granja y tuvieron hijos, a mi madre le resultó asombroso que su hermanastra no se pareciera a su propio padre más que al padre de ella, excepto en el color del pelo. La única explicación para semejante indefinición en los rasgos de familia era la incertidumbre que le llenaba la mente en los días de su infancia y que le provocaba espejismos, aunque sólo en su interior, porque nadie más se daba cuenta. El aspecto externo de la niña, como el de otras criaturas, era como el clima islandés, siempre variable, hasta que llegó a adulta. Su vida se asemejó a ella misma; todo dependía del ángulo desde el que se la mirara. Por eso procuró que mi madre no viese a su madre como una mentirosa, aunque siempre tuvo una relación ambigua con sus padres; se mostraba tímida con ellos y procuraba evitarlos a ambos, dentro de unos límites razonables.

Nunca quedó claro si el abuelo había reconocido a la niña para evitarle a su compañera la «vergüenza» de haberse quedado embarazada del hombre con el que acabaría por casarse o si lo había hecho para castigarse a sí mismo por no haberla vigilado bien y por mantener relaciones íntimas con otra. ¿O lo hizo para ceder a los deseos del cura y mostrar su respeto por los valores morales de la religión y su representante? Al obligarlo a cargar con la paternidad, el cura había situado las apariencias y el disimulo por delante de la verdad y de los impulsos humanos naturales, tanto de los hombres como de las mujeres, aunque sin duda conocía la verdad y habría debido comprender sus debilidades. También podría ser que hubiera aceptado a la niña con la intención de calmar el pavor de los demás hijos, aunque a pesar de todo introdujo en sus mentes la semilla de la duda sobre la decencia de su madre; para los niños, lo que ella haga es siempre mucho más importante que lo que pueda hacer su padre, en asuntos del mismo género. A él se le perdona con más facilidad que a ella, porque no tiene que cargar durante nueve meses con las huellas del delito, ni acaba trayendo al mundo las consecuencias de su crimen: un problema encarnado en una criatura inmadura y llorona, con el que además hay que cargar toda la vida. Probablemente, la cuestión de lo que llamamos honestidad y sinceridad hizo reflexionar a mi madre mucho más que a su hermana menor. En aquel entonces existía la norma de que, si una pareja rompía la convivencia, las madres se quedaban con el hijo más pequeño y con el mayor, no por amor sino por necesidad y conveniencia, pues no había muchas personas, al margen de los parientes, dispuestas a acoger a una criatura recién nacida, y el primogénito solía ser ya útil o lo sería en poco tiempo. Matrimonios, familias e incluso parejas de hecho acostumbraban a aplazar la ruptura hasta que se hubieran cerrado todas las vías del amor. Solían terminar después de que el amor hubiera estado diez años languideciendo, a menos que muriera uno de los dos, pues en tal caso se transformaba en un amor eterno.

Así pues, mi madre siguió con su madre, y era ella la que se ocupaba de la niña, que, cuando la abuela se fue a vivir con su nuevo marido, le recordaba día tras día aquel suceso. En un primer momento se desplazaron apenas un trecho desde su casa anterior, un poquito al este del grupo de viviendas que constituía el barrio donde mi madre había nacido y donde siempre había vivido.

Los mejores años

—Lo cierto es que creo no equivocarme si digo que los mejores años de mi niñez fueron los que vivimos en Hraun —solía decir mi madre con añoranza.

Lo decía sobre todo en verano, cuando la senda del sol era más alta y nos sentábamos alrededor de la mesa de la cocina hasta muy tarde, esperando el momento en que nos incorporábamos para contemplar el ocaso antes de irnos a dormir. También acostumbraba a decirlo cuando, en otoño, llegaban los primeros días en los que oscurecía de verdad. La voz adquiría entonces un tono diferente. Se quedaba pensativa, pero añadía, con un poco de amargura, o como si estuviera hablando desde una inmensa lejanía:

—Y eso que me daba miedo la oscuridad y me asustaba aquel largo pasillo de paredes de adobe. —Luego recordaba cómo el rumor del mar y el incesante golpeteo de las olas que se estrellaban contra los acantilados día tras día, y sobre todo durante la negra noche, acrecentaban su miedo—. En Hraun, pese a todo, me entraba por las noches un deseo enorme de morir; siempre estaba exhausta, pero no sabía por qué.

Esto explicaba mi madre mientras la noche nos traía calma y un mar de colores desde el cielo luminoso del norte. Ya faltaba poco para que la puesta de sol tiñera del color rojo del atardecer el pie de la montaña y alejara con su belleza los recuerdos tristes para llevarnos a un territorio que habría de convertirse en refugio tranquilizador, sin que para ello importara en absoluto lo que hubiera sucedido en la vida real. Enseguida te veías imbuido del talento de apartar la mirada de la realidad y contemplar la claridad de la noche.

A los hijos de Vilhjálmur los mandaron a cada uno a un sitio.

Había llegado la medianoche y el cielo, de color verdemar, ofrecía leves indicios de que se acercaba el alba.

—Casi todos se fueron a vivir con personas que no eran parientes nuestros, menos Fríða, que se quedó con papá. Yo era la mayor, así que mamá me llevó con ella para que me encargase de las labores del hogar. —El rojo empezaba a encender el cielo del norte, pero mi madre no nos dijo «¡Mirad qué fulgor!», porque a veces se le olvidaba, sino que continuó con sus recuerdos—: Mamá quizá quería compensar la pérdida recuperando el tiempo perdido y teniendo por lo menos tantos hijos con su segundo marido como los que había tenido con papá, y quizás incluso más. En eso consiste la justicia.

Yo veía mentalmente, cuando el rojo de la tarde se unía al rojo de la mañana, cómo su madre consiguió transformarse a sí misma con su destreza materna y se liberó de todo yugo, excepto del que la madre naturaleza puede imponer a una mujer cuando se acuesta con un hombre y queda encinta. Porque, después del nacimiento, una buena madre puede zafarse de las obligaciones del hogar y descargar las suyas propias sobre los hombros del mayor de sus hijos sirviéndose tan sólo de palabras amables. Así empujó a su hija, siempre tan bien dispuesta, a cumplir con sus futuras obligaciones y a aprender ya de niña las tareas de las que habría de encargarse más tarde por obligación, de modo que fuese capaz de hacer todo cuanto adorna a la mujer cuando llega la hora de su matrimonio. Así, la abuela convirtió a su hija en una especie de madre de sus hermanos, modo de proceder universal entre las madres pobres, que trataban de habituar a sus hijas a las costumbres y los hábitos reinantes entonces y, de paso, quitarse de encima la responsabilidad de la crianza de su nutrida prole. Convertían a sus hijas en seres responsables y sumisos para poder gozar ellas de un poquitín de libertad tras haber sido durante largos años las víctimas de las contradicciones de la vida, llevando a su hijo en su propia cárcel y luego viviendo en la cárcel de sus propios hijos, al menos hasta la Sagrada Confirmación. Por esa razón, la madre es a la vez carcelera y cárcel, la salvadora que trae la luz y al mismo tiempo la que tortura. La vida y sus leyes son así, por regla general.

Se hacen interminables en la memoria aquellos ratos junto a la ventana, a última hora de la tarde, en primavera o a principios de verano, aunque los mejores eran a mediados de agosto, cuando se acercaba el otoño y la espera y la expectativa se aliaban con la melancolía. Toda la naturaleza parecía decir: «Pronto llegará al cielo el rojo que esperáis, el presagio del ocaso del último sol que brillará en vuestra vida. Sois seres humanos, y por eso queréis que el ocaso se convierta en la bella ancianidad del día».

En primavera sabíamos que aquel color rojo indicaba que al poco amanecería y que tendríamos que irnos a dormir antes de que el nuevo día llegara, todos amontonados debajo de un grueso y pesado edredón de plumas que nos aplastaba contra el colchón de rayas colocado encima del duro tablero de la cama. Entonces descubríamos que el pelo de mamá cuando dormía olía de forma parecida a la pluma del edredón, de modo que me atreví a pensar: «¿Tendrá mamá cabeza de gallina?», para que luego me entraran los remordimientos por pensar mal de ella. Cerré entonces los ojos un ratito y me dispuse a dejar que Dios, el mayor asesino del mundo, pues al final nos mata a todos, me matara. Pero Dios no lo hizo. Me dormí y ni siquiera fui castigado con horribles pesadillas, sino que desperté vivito y coleando con el resplandor del sol, que solía desaparecer antes de que nos levantáramos, cuando empezaba a llover. Luego llegaban atardeceres y más atardeceres, siempre nuevos, y estábamos siempre esperando la luz mientras mi madre hablaba en cierto modo consigo misma en la claridad de la noche, aunque nos hablara a nosotros, muchas veces con la punta de un cuchillo de mesa entre los labios. Siento enormes deseos de tener un gato y entrar en la eternidad cabalgando sobre sus lomos.

—Nadie está tan loco como para cabalgar en un gato —dijo mamá.

Lo trenzaba todo en un tiempo interminable y múltiple, el tiempo del relato, durante la larga espera hasta que el sol descendía arrastrándose por la falda de la montaña. Contaba que cuando la abuela y su marido levantaron la casa y volvieron a mudarse, esta vez mucho más lejos, en medio de las montañas, lejos de cualquier otra casa, ella había cumplido los dieciséis. Sucedió a finales de primavera o principios de verano.

—Yo echaba mucho de menos la vida en Hraun, con toda aquella gente —dijo—, cuando bailábamos y hacíamos que alguien con buena voz cantara para el baile, o que hiciera música con un peine si no conseguíamos pillar al que tenía la armónica. Aquello ya no era posible allí. Nadie baila con el ruido del viento o el murmullo del mar.

Allí en las montañas no había canciones, no había bailes. Allí ni siquiera se veía cómo el ocaso se descolgaba por la falda de la montaña. Lo primero que le dijeron en su nueva casa fue que se pusiera a limpiar para quitar los restos de nieve, pues aquellas tierras habían estado desocupadas tanto tiempo que todo se había llenado de la suciedad de la nieve vieja. Ya era mayor, hasta el punto de que en una ocasión hizo las veces de partera para ayudar a nacer a un hermano suyo, porque era muy difícil conseguir que alguien recorriera todo aquel largo camino hasta la granja; además, ya había empezado el otoño.

Mi madre explicaba con todo lujo de detalles los preparativos, cómo estaba tumbada la abuela, cómo eran la barriga y la cama. Sucedió a mediados de octubre, el mes de los nacimientos. La escuchabas con la respiración en suspenso a finales de verano, con aquella extraña claridad. Fuera, todo estaba tranquilo y nublado, pero probablemente el viento del norte peinaría los nubarrones antes de medianoche, o quizá más tarde, para que pudiéramos ver el color rojo. Todo coincidía en el tiempo del relato, un tiempo que existe en verdad.

—Espera tranquilo —decía mi madre—. Seguro que hoy habrá una bonita puesta de sol.

La abuela estaba medio incorporada en la cama, con los labios azulados; casi no podía hablar, pero le iba explicando a su hija lo que tenía que hacer en cada momento porque ella estaba ya demasiado débil para recibir a su propio hijo, y lo que más deseaba era morir.

Mi madre siguió con sus explicaciones, y a duras penas logró llegar hasta el final.

—Tenía en los brazos a mi hermano —dijo.

De alguna forma, su gesto delataba que en aquel momento le asqueaba su hermano, y también su madre, la vida, e incluso ella misma, y que ahora se avergonzaba de sus sentimientos de entonces.

—Ve a lavar al niño —instó la abuela, ya sin fuerzas.

Mi madre ya había atado el cordón y había lavado al niño en una palangana, y fue a dárselo a su madre. Entonces vio con pavor que algo asomaba por el lugar por donde había hecho salir al niño, y se dispuso a arrancarlo o a cortarlo como hiciera con el cordón.

—¿Qué es esto? —preguntó antes, sin embargo, temerosa de que a su madre se le estuvieran saliendo las tripas y que aquello no fuera más que el principio.

Su madre, medio hundida en el sopor, la tranquilizó.

—No es nada, sólo la placenta, déjala.

—¿La saco también? —preguntó ella.

—No se puede —respondió su madre, espabilándose de pronto.

Mi madre no sabía qué hacer, desconocía aquella parte del cuerpo de la mujer, así que preguntó:

—¿Por qué no?

—Porque me matarías.

Mi madre se sentó en el borde de la cama, desfallecida, y el niño se echó a llorar.

—Cuando llegue el momento se irá sola —dijo la parturienta—. Tarda más en desaparecer en las mujeres que en las ovejas.

Tras decir esto se quedó adormilada.

Yo escuchaba sentado en la oscuridad del crepúsculo mientras mi madre recuperaba historias de su infancia y de su juventud, despacito, desde el fondo de sus tinieblas, de sus tiempos, en el orden que ella misma decidía para su relato. A veces eran fragmentos que tenías que hilvanar por tu cuenta. Tenía las mejillas sonrosadas. El rojo del sol poniente parecía surgir de dentro del malpaís; la tierra se movía poco a poco con la claridad, desde el oeste hacia el norte. Seguro que podías contemplar, tanto en las historias de mamá como mirando por la ventana, la naturaleza, el recuerdo de los días pasados que al poco rato reaparecerían desde la infinitud en una nueva imagen, y así eternamente, el viejo día que llega desde el este camino del oeste y del norte en una repetición inacabable de la vida y del sol. Pero hasta que aquello sucediera, el sol producía en el cielo, detrás de las montañas, una claridad colmada de misterio.

A veces las palabras hacían que me sintiera un poco avergonzado, pero muy pronto dejé de ver como algo vergonzoso incluso las partes más recónditas de la vida. Todo es a un tiempo verdadero y natural en cierto modo, y aunque conozcas los aspectos más secretos de la vida, éstos no pierden su misterio. El conocimiento no tiene por qué destruir la aventura; puede aumentarla. A mí no me parecía inapropiado que una madre hablara de esas cosas. Todo era una parte inevitable de la vida, inseparable de ella, y aunque las historias llegaban a veces amontonadas, cada pormenor aparecía, sin embargo, con su individualidad propia y sus rasgos peculiares, igual que nosotros, que dormíamos todos apiñados debajo del edredón. No se vive otra cosa que la vida, y todos quieren vivirla para no perderse nada. Unas cosas se ven, otras no; la vida no se le muestra a uno en su totalidad y de un solo golpe, sino sobre todo a través de palabras que forman un relato. Vivir es juntar retazos. Las palabras permiten ver escalones desconocidos que la mayoría de las personas esconde con su silencio. La conducta de mi madre tenía que proporcionar a nuestro conocimiento tolerancia, madurez y auténtica comprensión. Quien no oye ni escucha las palabras de su madre cuando es niño, nunca aprende a mirar el mundo o a narrar lo que sucede en él; y sin esa facultad irá perdiendo poco a poco el relato consustancial al ser humano; perderá la esencia del relato, surgida del murmullo y la disolución, pero también el talento de escuchar y enlazar después, tranquilamente, una cosa con otra; así es el tiempo del relato y la condensación de los sucesos en la tensión interna de la tragedia. Todo esto se obtiene sólo de la madre, porque sin su murmullo el contenido se vacía y no queda nada salvo la capa superficial de nada. Quien en su infancia recibe suficiente de su madre, conseguirá en su vida tal saciedad que nunca volverá a tener hambre; y aunque tenga apetito de algo, su apetito también se verá saciado.

El verano tocaba a su fin y avanzaba ya la oscuridad del otoño, cuando a mi madre le entraban ganas de contar historias. Las noches con fuego en el cielo invitaban a las apariciones fantasmales en las personas y en la naturaleza; sus palabras resonaban, y los ruidos atravesaban la ventana.

—Si yo hubiera sido de natural atolondrado, o si me hubieran entrado las prisas y hubiera tirado de aquello, habría matado a mi madre —continuó.

Fue como si una misteriosa corriente de agua hubiera cruzado el espacio y un escalofrío nos hubiera atravesado la mente y los pies, porque los contrastes de vida y muerte se desplegaron ante nuestra fantasía y se disfrazaron de dos formas de ser que, aunque casi idénticas, presentaban semejanzas y diferencias al mismo tiempo: ser un individuo atolondrado o ser juicioso. Y quizá también de la crueldad del relato. Mi madre habría podido matar a su propia madre con sólo mover la mano, tras haber sacado de su vientre a su propio hermano y de haberle proporcionado el hálito de vida.

¿Lo habría hecho involuntariamente? ¿Inconscientemente? ¿Quizás intencionadamente?

¿Acaso no desea todo el mundo, alguna vez, matar a su madre para hacerse con unos remordimientos que le duren toda la vida, algo más duradero que la madre misma?

Durante mucho tiempo, yo había albergado deseos de poner en peligro la vida para conseguir algo tan permanente como el dolor de haber nacido.

Esperé ansioso la continuación, aunque sabía que la historia acababa con estas palabras:

—Por supuesto, obedecí a mi madre.

Llegan varios ocasos, uno tras otro, una serie interminable de ocasos con crepúsculos suficientes para alimentar la reflexión. Siempre nos sentamos al lado de la misma ventana.

—¿Y después? —pregunté.

No se oyó respuesta alguna.

Le eché una mirada furtiva y vi que su rostro había adoptado su habitual expresión apagada tan característica, aquella inexpresividad que yo imaginaba surgida de las sombras, o que era la sombra misma que cada uno guarda en su interior y que a veces se hace visible en la sinceridad del atardecer, y en la confianza, cuando la madre se siembra en la mente de los hijos para que surjan unas flores incomprensibles que se abrirán cuando menos se espere. Esa sombra es la muralla que tantas veces se menciona en los cuentos, una muralla que sólo el pájaro volador puede cruzar. Lo mismo sucede en el alma, cuando ya no recorre el mismo camino que los demás en la historia de la vida. Una muralla invisible se había elevado en la vida de mis abuelos.

Yo escuchaba.

«Empieza tú, ahora te toca a ti», dijo el silencio.

Mi madre callaba. Ahora, cada uno tenía que seguir su propio camino y recorrer como pudiera la senda que atraviesa los pensamientos y las reflexiones.

Sentí en la oscuridad lo extraño que debió de resultar el ser a la vez hija, comadrona y hermana, en medio de las montañas, además, lejos de cualquier lugar habitado, y escuchar los quejidos de su madre mientras la guiaba entre un dolor y el siguiente para que el niño pudiera salir con vida del interior de su vientre.

Quizá sucedió en una noche oscura, mientras desde la lejanía llegaba el pesado rumor del mar que llenaba las tinieblas con el constante batir de las olas en sus embestidas sobre el acantilado, y cuando se calmó por fin, su madre musitó:

—Ay, Jóa, habría tenido que tirarme al mar a su debido tiempo.

El misterioso espíritu de libertad de nuestra herencia espiritual voló por el aire con un zumbido, la buena nueva de saber que cada persona puede decidir por sí misma su propia muerte, ser superior a Dios, a la vida, y a la decadencia y la enfermedad del cuerpo, desaparecer cuando uno lo desee. En realidad, el individuo no tiene ningún deseo plenamente absoluto, excepto el de decidir su propia muerte. Pero no puede decidir su propia vida, porque nadie se hace nacer a sí mismo de su propio cuerpo y nadie ha deseado nunca nacer, pues la voluntad no existe antes de la vida. Una bocanada de atardecer penetró por la ventana. Nos privamos precisamente de lo que más nos ilusionaba. La experiencia de la vida lleva a que nos sean más queridas las contradicciones de lo que tenemos sin haberlo pedido.

—Yo también habría debido arrojarme al mar a su debido tiempo.

Esta frase suena una y otra vez a lo largo de mi historia, con palabras diferentes pero siempre con el mismo significado, en el pasado y en el presente, repitiéndose eternamente en el futuro con las mismas palabras. Los sentimientos deben resonar por siempre en la quietud de la noche igual que el chorro al caer en el aljibe y las paredes de la oscuridad.

Un ocaso tras otro, la claridad volvía al norte, detrás de las montañas, y mi madre no se levantaba. Se quedaba quieta hasta que descorría la cortina y anunciaba:

—Bueno, ya ha llegado el fuego. —Nosotros también nos poníamos en pie de un salto y colocábamos la frente sobre el frío cristal. Ella proseguía—: La vida en Hraun era especialmente terrible en invierno, porque había muertos.

Añadió que no se trataba de que hubiera un cementerio corriente o un osario, sino que en cierto lugar del huerto crecían las patatas sobre los restos de los muertos. Unos marinos extranjeros se habían ahogado hacía mucho tiempo en la playa del karst, donde la lava se interna en el agua formando unos escollos puntiagudos hasta muy dentro del mar, lejos de la orilla. Cuando fueron arrojados a tierra, enterraron los cadáveres en el huerto porque así no hacía falta recorrer un largo camino para transportarlos, y además no había manera de excavar las fosas en la lava y el único lugar con tierra lo bastante profundo era el huerto. Es probable que aquellos ahogados fueran marinos franceses, de tez oscura, y sus rasgos hoscos despertarían más miedo que si hubieran sido blancos y se les hubiera podido ver desde lejos. Los fantasmas oscuros apenas se ven en la oscuridad. Allí no había un cementerio en el sentido corriente, sino tierra consagrada, sobre todo en la zona inmediata a las paredes del aprisco, una tierra que podía quitarte las verrugas de la mano si enterrabas una cartita en la que detallabas en qué lugar preciso de la piel estaban y cuántas había. Yo lo hice una vez de niño, al igual que los demás. La carta tenía que ser solemne para que la tierra prestara oídos a la petición, porque había que apelar a la tierra consagrada e indirectamente a Dios al mismo tiempo, y la mía rezaba así:

«Yo, Guðbergur Bergsson, tengo diez verrugas en las manos, las más de ellas en los nudillos. Dos se encuentran en la parte frontal del dedo índice de la mano derecha, una crece en la parte posterior del dedo corazón de la misma mano, tres en el dorso de la mano izquierda y cuatro en el dedo pulgar de ésta. Ahora te suplico, cristiana tierra consagrada, tú que haces desaparecer de la tumba la carne de los muertos, que me quites las verrugas, solamente éstas, y que conserves el resto de la carne unida a sus huesos hasta que Dios, en su eterna sabiduría, decida llamar a su seno a este su siervo, mas no el cuerpo sino el alma y el espíritu; y a ti te dejará, tierra sagrada, que devores hasta la última brizna de carne del cadáver, guardando para ti todo lo material. El espíritu vivirá entonces al lado de Dios».

La carta acababa con mi firma llena de fiorituras. Mamá dijo que había que besar la carta con un corazón sincero, y explicó qué lugar era el mejor para enterrarla, el sitio donde el efecto de la tierra consagrada era tan fuerte que ni uno solo de los franceses había conseguido salir para convertirse en fantasma, de forma que la tierra no tenía ya nada mejor que hacer que dedicarse a quitarle las verrugas a la gente; y parecía no haber mejor abono, pues en ningún sitio crecían las patatas tan bien como bajo las paredes junto a las cuales se te desprendían de la mano mientras dormías. Esto era absolutamente cierto, ni te enterabas de que se te estaban curando. Una mañana te despertabas tan descansado, te mirabas los dedos y veías unas manos blanquísimas e impolutas de comadrona, en lugar de aquellas tan estropeadas de antes.

En esa época se creía que las verrugas desaparecían cuando se pudría la carta con la oración. Así era. Para salir de dudas y comprobar si era cierto, fui paseando a Hraun, donde estaban las tumbas, cuando se me pusieron manos de comadrona. No encontré rastro alguno de la carta y desde entonces no volví a tener verrugas. Me apetecía probar aún más el poder de la tierra consagrada, tentarla. Por ejemplo, escribiendo que me quitara la cabeza, pero no me atreví y opté por conservarla sobre mis hombros en vez de lograr el pleno convencimiento de la verdad, que se habría quedado pegada al cuello en su lugar. No albergaba duda alguna acerca de la efectividad de la tierra consagrada hasta que, hace poco, una científica, especialista en verrugas, me dijo que aquello no era más que una vulgar superstición. Me puse en plan islandés de pura cepa y probé suerte en representación de la nación entera:

—Pues lo cierto es que las verrugas desaparecían.

La verrugóloga no se amilanó, y replicó:

—No dudo de que desaparecieran, pero no por la cartita enterrada en sagrado, sino porque la vida de las verrugas es limitada.

—Todo lo vivo tiene sus límites —repuse.

—No hay ninguna verruga que no se muera o desaparezca después de cierto tiempo, excepto si son cancerígenas —dijo ella—. Mírate las verrugas por la noche y por la mañana y hazte examinar la piel por un especialista al menos una vez al año. Todo depende del signo del zodíaco al que pertenezcas. Pero ninguna verruga sana dura toda la vida.

Mi madre habría sacudido la cabeza ante la idea de que para librarse de las verrugas fuera necesaria la ciencia. «¿Y la gente estudia durante años para hacerse especialista en una cosa que cualquier cementerio soluciona gratis?», habría preguntado, sin duda.

Ahora rasga el silencio en mi mente, tras haber estado pensativa un instante para que yo reflexionara y valorase el poder curativo de la tierra. Volvemos a estar sentados al lado de la ventana, y ella continúa, diciendo:

—Por la noche, cuando traía el agua para las ovejas al establo, corría a casa con la muerte y los fantasmas pisándomelos talones, pero en cuanto llegaba todavía me quedaba lo peor, aquel largo y oscuro pasillo lleno de espectros.

Su infancia parecía haber estado caracterizada por el miedo. Muchas veces sacudía la cabeza en silencio, probablemente agitada por los recuerdos, y se le dibujaba en el rostro un gesto difuso, que yo interpretaba como las lágrimas invisibles que llora quien se encuentra demasiado pronto ante el dolor de la vida. Una pena profunda nunca es ruidosa ni va acompañada de un mar de lágrimas. Los ojos no se humedecen como cuando uno rompe a gemir por simples minucias y lo que busca es que se compadezcan de él. En el sufrimiento, la sombra interior sube hasta el rostro y dibuja en él un gesto apenas esbozado. Si mi madre recordaba algo que le despertaba alguna herida, se echaba por encima aquel manto y sus palabras se convertían en una adivinanza, porque ella no las pronunciaba con un significado claro que permitiera su correcta interpretación.

Yo no conozco los llamados «viejos tiempos», la vida cotidiana de este país, excepto a partir de los recuerdos de mi madre, y me los imagino como unas terroríficas carreras por las tinieblas del pasillo, que cuando llovía se llenaba de agua y había que colocar piedras sobre el suelo de tierra para ir saltando por ellas y mantener los pies secos. Yo creía percibir el olor a tierra y la alegría que debía de sentir cuando llegaba, ya sin resuello, a la cocina, donde ardía el fuego en una cocina de carbón o alguna clase de fogón.

—Aterrorizada, gimoteé muchas veces en verano mientras vigilaba el prado, y hundía la cabeza en el pelo del perro. —Estaba sentada de nuevo en la silla y sacudía la cabeza. Calló por un rato, y luego añadió, algo avergonzada y vacilante—: Se lo contaba todo al perro.

Ahora la observo en mi memoria; está callada. Se me pone gesto perruno, las orejas gachas, pero ella se limita a sonreír.

El pasado regresa involuntariamente al relato. De nada sirve intentar transformarlo en presente. Yo no soy el perro que se ha ganado su confianza.

—Lo más fácil es confiar en algún desconocido, sobre todo en los animales, para contarles lo más profundo de ti mismo —dijo mi madre—. También es bueno hablar con el mar, el viento y las piedras. Pero no creo que se pueda creer en duendes, que supuestamente viven dentro de las rocas sólo porque decimos que existen.

El Húsafell

—Las montañas que has contemplado desde pequeño no solamente te son más queridas que cualesquiera otras montañas, sino que también te parecen más bellas —decía mamá—, y por eso el Húsafell, por ejemplo, es a mis ojos más bello que el Þorbjörn.

Nos pasábamos el rato mirando por las ventanas, que están hechas para que la luz del mundo penetre y alumbre a quienes viven en la casa. Pero nadie puede permanecer demasiado tiempo en la ventana espiando lo que hacen los demás; puede ser una grosería.

—No te estés demasiado en la ventana —instaba mamá—, y no mires más que las montañas.

En los pueblos pequeños no pasan muchas cosas, te aburre la monotonía. Pero el cielo, el mar y la tierra, aunque no la gente, cambian de color sin cesar, y hay colores que cambian la existencia junto con la forma de las cosas, pero no las ideas de la gente del pueblo.

El Þorbjörn es sin duda una montaña más bella que el Húsafell, si miras las montañas con objetividad, pensaba yo. El sol le hace tener colores constantemente variables, y además por su forma recuerda a una babosa gigante. Es fácil para un niño imaginarse a esa montaña saliendo del páramo hace muchísimo tiempo con la intención de irse al mar. Nunca alcanzó su objetivo, como les pasa a las personas en sus propias vidas, y se convirtió en piedra no muy lejos del lugar donde había empezado su viaje, igual que las ogresas de los cuentos. La avaricia, lo malo y lo monstruoso nunca pueden alcanzar su meta, pues la naturaleza de la vida y las leyes de la naturaleza lo transforman en piedra mucho antes.

—Lo entenderás cuando leas cuentos —decía mamá.

En cambio, el Húsafell no se puede comparar con nada, por mucho que uno lo intente, ni con animales ni con ninguna otra cosa, aunque se trate de algo imaginado. Ni siquiera tiene nombre de monte, a pesar de que en realidad no es más pequeño que el Þorbjörn, y por su forma parece como si hubiera salido de debajo de la tierra, como si lo hubiera hecho Dios o se hubiera hecho él solo a lo largo de los siglos, o como si hubiera sido moldeado por la furia de las tormentas, la lluvia y los vientos. Por esa razón el Húsafell es un monte que sólo cambia de aspecto en función del lugar desde el que se mira, o de si está cerca o lejos, o de cómo y dónde brilla la luz en sus laderas, o del tiempo que haga. Por supuesto, exactamente lo mismo podría decirse de toda la naturaleza, y también del Þorbjörn, pero como el Húsafell es el monte del barrio de Þorkötlustaðir, quienes crecieron allí lo prefieren al Þorbjörn y lo consideran más bello; al menos ése es mi caso, y despierta en mí unos sentimientos más cálidos y me incita más a la reflexión que los demás montes que he visto con mis propios ojos. El Húsafell también provoca un amor que hiere al tiempo que alegra. Saberlo trae una profunda tristeza a los ojos, y probablemente también a las simas del llanto que nunca se llora. Los sentimientos se atemperan en los ojos que se cierran o se abren de par en par por la emoción. Pero es suficiente, porque los sentimientos son los ojos de todo aquello a lo que aplicamos el común término de ilusión.

Noto cómo obtengo la visión y los ojos de los sentimientos contemplando el Húsafell. Ese monte es un auténtico placer para la vista.

El Húsafell y el Þorbjörn tienen unos manchones de hierba verde bastante grandes sobre sus estériles laderas. Por lo demás, ambos son unos macizos de tierra desnuda y yerma, con pardas superficies terrosas. Desde la ventana de la cocina de casa se divisaban los dos, uno hacia el nordeste, el otro al noroeste, aunque no se veían igual de bien.

La belleza del Þorbjörn se acrecentaba aún más porque el sol se ponía detrás de él. Nunca se ve sol alguno a espaldas del Húsafell bañando el cielo con llamaradas que broten de sus hombros, y ni siquiera se alza allí para barrer el aire con la nueva luz del día, pues sale por el este. A menudo, al atardecer, el Þorbjörn alzaba orgulloso la cabeza ante las rojas nubes de fuego o metía la nariz o la coronilla por el último rayo de sol que sin duda había desaparecido en el mar, muy por detrás de él; nosotros no veíamos aquel mar y nunca nos habíamos alejado tanto de casa como para hacernos una idea de lo grande que es el mundo más allá de ciertas montañas, por no hablar del mar abierto y su inmensidad.

Mamá nos llamó a la ventana para aguzar nuestros sentimientos e instruirnos en la belleza:

—¡Venid a mirar, deprisa! ¡Menuda puesta de sol!

Lo dijo excitada, como si su vida dependiera de ello, porque sabía que la principal característica de la belleza era que se dejaba ver sólo en raras ocasiones y no se mostraba ante los ojos de todos. Una belleza vulgar no es una belleza que valga demasiado la pena; siempre está en todas partes, a nuestro alrededor, y es evidente. La belleza infrecuente no es así sino de otro estilo; es perecedera, como suele decirse, y quizá sólo con ella puede uno hartarse de belleza, así que se esconde y te permite descansar de ella. La belleza constante no existe. Lo más parecido es lo que nunca deja tranquilos al ojo y a la mente. Esa belleza es intranquila, agresiva, irrita y calma al mismo tiempo; así renueva sin cesar los sentimientos que albergamos hacia ella.

Nos dispusimos a subir las escaleras para verla mejor.

—No, habrá desaparecido ya —dijo mamá deteniéndonos.

Entonces corrimos hacia la ventana. La cortina estaba abierta y contemplamos pasmados el fulgor del cielo. La belleza estaba a una distancia inmensa y desaparecía del cielo y la tierra, de todo menos de la mente; allí permanece aún, y yo conservo aquellos rojos gusanos en medio del cielo azul oscuro, mezclados con una conciencia tan imprecisa como los orígenes del ser humano.

Además de la puesta de sol, había otra cosa que distinguía al Þorbjörn: se le mencionaba en una canción con una melodía muy popular, que cantaban con frecuencia los coros de hombres. En ella se saludaba a todos los habitantes de la aldea como si fueran un solo hombre, diciendo: «Buenos días, gentes de Grindavík, el tiempo es hermoso, está en calma la mar…».

Con esas palabras demostraba quien las escribió una ignorancia absoluta, pues aquí no hay nadie que sea igual que los demás. Hay que saludar individualmente a cada uno, y casi nunca hace buen tiempo y el mar está siempre agitado. Sin embargo, se iba extendiendo entre la gente una tímida alegría que ocultaba en su interior una pizca de hastío, mientras el coro se esforzaba con una canción un tanto empalagosa. Te avergonzabas por dejarte influir por la canción y su tema, pero sobre todo por la carne de gallina que se te ponía, y te alegrabas de estar vestido porque así no se notaba; era bueno no tener que estar desnudo para escuchar las canciones del coro. A mí me parecía imposible darle los buenos días a alguien del pueblo con una referencia a una realidad evidente: el Þorbjörn era un monte del atardecer y el ocaso. En cambio, habría sido del todo correcto saludar al nuevo día con alguna alabanza al Húsafell, que se alzaba más bien hacia el este; pero nunca se ha compuesto canción alguna sobre el Húsafell ni sobre la aldea en la que nací, el barrio de Þorkötlustaðir, ni sus habitantes han recibido jamás un digno saludo: «Buenos días, torcatitos…» como llamaban a los que vivíamos en el barrio de Þorkötlustaðir. Eramos «gatitos» en comparación con… ¿con qué? ¿La gran gata montesa del otro barrio?

No, semejante alocución sonaría simplemente absurda. Los poetas escrupulosos no escriben hasta que identifican con frialdad su tema, para conseguir que la razón domine sobre las emociones, no la razón por sí sola, pero menos aún, sobre todo, la pura efervescencia de los sentimientos.

No tengo ni idea de cómo podría ser la continuación, ni de cómo se podría componer algo con esa melodía, pero estoy convencido de que algún espantoso coro de hombres estaría encantado de entonar la Oda al Barrio de Þorkötlustaðir e incluso de hacer los bises que fueran necesarios, los suficientes para acabar con cualquiera.

El sol salía por el este, al lado de la montaña, que a menudo estaba bañada por una claridad límpida, pero nunca había resplandor aunque la luna arrojara sus rayos sobre ella. En otoño parecía una pared negra que se erguía contra el cielo. Nunca he visto una montaña tan negra. Pensaba que trepar a la cumbre y mirar el paisaje tendría que ser como contemplar el mundo entero, pero, claro está, tan sólo se veían los lugares de la infancia, opresivos y monótonos, los míos y los de cuantos vivían en el barrio. Pero no es del todo cierto, como pasa con otras cosas que decimos. Cuando hacía buen tiempo se veía a una distancia considerable, más allá de las tierras de mi niñez; por ejemplo, incluso hasta la isla de Eldey, que parecía un inaccesible pegote de tierra en medio del mar. Mamá solía decir, con la voz cargada de añoranza:

—En Nochevieja se encendían hogueras en lo más alto de la cumbre del Húsafell, y me gustaba contemplar las llamas en el cielo negro como el carbón, cuando era una chavalina y vivíamos en Hraun. Allá lejos estaban quemando el año viejo y alumbrando el nuevo para nosotros.

Una sensación especial debía nacer en su corazón cuando estaba en el llano contemplando pasmada las llamaradas de la cima. Veía cómo las rojas lenguas de fuego creaban una apoteosis de luz en el vacío, mientras el año se iba quemando en un fuego silencioso al que no se oía chisporrotear pero que quizás hacía palidecer las estrellas en el cielo. La oscuridad impedía ver nada, no había tierra, no había montaña, no había mar, y a buen seguro la llama parecía surgir sola del firmamento; y así desaparecía el año, entre fuegos y añoranzas.

Una neblina lechosa llenaba los ojos de los que habían encendido la hoguera y bailaban a su alrededor entonando cantos a la luna. Naturalmente, ésta no estaba en el cielo, ni pálida ni grisácea, allí sólo estaba la sólida oscuridad. Los ojos casi no veían por culpa de la neblina, era difícil descender de la alta montaña.

¿Y cómo bajaban?

De alguna forma conseguían ir deslizándose en una absoluta ceguera.

Mi madre estaba en medio de la helada, allá abajo, rodeada de sus hermanos, viendo cómo se iba enfriando la pira hasta que su mísero brillo se extinguía. No podían ver a la gente patinar por las duras superficies heladas o deslizarse por los barrancos en cuclillas con una duela de tonel en el trasero haciendo las veces de trineo.

En muchas ocasiones he recordado a la gente de la hoguera, cómo caminaban en la oscuridad al terminar la fiesta de fin de año, en medio de las negras sombras, descendiendo por la montaña cubierta de nieve, ya suficientemente intransitable en pleno día y en verano. Sin duda, debían de temer la oscuridad, tendrían miedo de caer y romperse una pierna, les amedrentarían las piedras y el amenazador estruendo que llegaba desde el mar, a lo lejos, y que no se veía pero del que se elevaban la humedad y el olor a salitre en una especie de violento soplido que caía sobre sus rostros. Todo debía de mezclarse en la añoranza del fuego que iba desapareciendo igual que el año, convirtiéndose en brasa moribunda en lo más alto de la cima de los días después de haber vivido durante trescientos sesenta y cinco sin esperanza alguna de inflamarse en el año nuevo. Tampoco el fuego puede volver a arder, igual que aquellas personas que sentían su propia hoguera, su alegría y su pena, y que no podían ver en la oscuridad. Me parece más que probable que alguien del grupo mirara hacia la cima varias veces por encima del hombro y dijera: «Anda, queda un poquillo de resplandor todavía». Y otro añadiría: «Seguro que es un trozo de brea, es lo que arde más tiempo». Cuando, tras avanzar paso a paso, llegaran al llano, la llama y el año se habrían marchado al seno de los tiempos.

Estoy seguro de que la gente de Hraun pasaría los ojos por la montaña todos los días del año pensando en cómo la coronaría el fuego con las hogueras de la próxima Nochevieja, porque mi madre solía decir:

—Guardo muchos buenos recuerdos de cuando estaba a los pies de la montaña.

—¿No tienen que ver con las hogueras? —pregunté.

No respondió.

Ahora que ha muerto voy a encender una hoguera en su honor, en lo más alto de la cumbre. El mundo está sumido en una espesa oscuridad, negra como el carbón, tal como ella decía, aunque se refería sólo al mundo del interior de la casa o de un poco a su alrededor. A sus ojos, el mundo estaba en cualquier sitio donde nos encontráramos, y no tan sólo en lo más grande; por ejemplo está también en zurcir los tomates de los calcetines.

—Mira —le digo a mi madre en su tumba.

De pronto se enciende, y un resplandor golpea el llano. La montaña empieza a despedir llamaradas. No cabe duda, la Nochevieja ha venido a llevársela al seno de los tiempos.

Ahora la hago levantarse y situarse al pie de la montaña en medio de las tinieblas, no con su grupo de hermanos y hermanas, sino junto al peludo perro que también mira embobado hacia la hoguera. Pero el perro se pone a ladrar enseguida.

—Chis —dice ella, al tiempo que lo agarra con una mano por el frío hocico, y los dos contemplan en silencio las llamas que se alzan a lo lejos.

El año está quemándose, igual que la vida de mi madre se consumió hace trece años. De pronto se escucha un sonido fuerte y agudo. Se produce un estallido en la hoguera, y un barril en llamas se precipita ladera abajo, despidiendo una lluvia de chispas y brasas cada vez que topa con una piedra. De vez en cuando se suelta algo al caer y se precipita por la vasta oscuridad. Cuando salta en el aire, las llamaradas arrastran la claridad curva, pero luego es como si algo tirase de ellas y se sueltan, flotan en el vacío por un instante y vuelven después al barril creando nuevas llamaradas en medio de la oscuridad. El tonel no se deshace, las duelas no se separan, porque fue nada menos que mi abuelo quien les clavó los aros metálicos. Todo en el mundo es fuego y oscuridad al mismo tiempo, así que más vale concluir diciendo que el barril en llamas aterriza a los pies de mamá y junto a las patas del perro fiel, en el que ella confiaba en su adolescencia para todo aquello que los niños rara vez, o nunca, cuentan a los adultos; y el perro la consuela también en mis palabras, quedándose quieto y dejando que se incline sobre él para llorar, aunque no tenga la menor idea de lo que puede estar haciendo aquella niña con la cara hundida en su pelo, o por qué no es él nada más que un perro corriente que aúlla. En cambio, yo tengo una sospecha de cuál puede ser el motivo, pero me lo guardaré y no lo contaré, aunque nunca me haya confiado ella verdad alguna ni me haya dicho nunca, con un susurro: «Sé que guardarás silencio sobre lo que te voy a contar, y que nunca desvelarás a nadie la verdad, sino que les dirás cualquier otra cosa, aunque pueda tener alguna relación con ella».

El dedo corazón

La muerte del cuerpo es inevitable. Es el mayor ultraje al que has de enfrentarte nunca. La muerte no es digna de la vida. Morir es la mayor humillación a la que te puedes ver sometido en la vida. Además de para la persona que muere, la muerte es una humillación no menor para los parientes y amigos del fallecido, una burla para quienes sobreviven al difunto. Sus pensamientos y sus actos pierden todo su valor, confunde sus sentimientos y hace ver fantasmas o, directamente, crea auténticos fantasmas.

Cuando la hora final de algún pariente cercano se aproxima, lo visitas en su lecho de muerte siempre que tienes ocasión, por sentido del deber y para interesarte por él. Cuando parece que queda poco para que exhale su último suspiro, las visitas se multiplican, aumenta la superficialidad y crece la sensación de futilidad, pero disminuyen los temas de conversación.

¿De qué se puede hablar con un moribundo?

¿Hay que aparentar que no pasa nada, jugar al escondite, mostrarse alegre, optimista, hablar de algo más entretenido que de lo que todos saben y de lo que todos son conscientes?

En esas horas se manifiesta en su totalidad la carencia de significado de las palabras; nunca te sientes tan herido por la cortedad de los sentimientos, embutidos en su disfraz, como cuando ya no queda nada que decirle al que está a punto de morir.

¿Haces un pacto con el silencio y contigo mismo?

No.

Continúas.

Lo peor es cuando los queridos temas de conversación cotidianos sobre nada en especial se agotan y el enlace natural entre lengua y pensamiento precede en la muerte a la persona querida.

Al final, y resulta un alivio, el moribundo prácticamente ha abandonado ya este mundo, o crees que es así, pero te preguntas si aún oirá lo que dices, lo llamas sin esperanza alguna, le susurras monosílabos al oído. La humillación llega en oleadas y lo que más deseas es estar en el lugar de quien yace en su lecho de muerte. Quizá no oye, ya está a medias en lo que crees que es el silencio del que nunca saldrá y en el que nadie está vivo, y pese a todo los parientes piensan que no deben ocultarle nada de lo que está sucediendo en la vida a su alrededor. Así pues, crees que es posible mostrar confianza hasta el último instante, él sigue existiendo y forma parte de la vida de la familia, al menos hasta que el corazón cesa de latir. No puedes engañarle, e incluso te parecería natural acompañarlo a la tumba.

«¿Qué está sucediendo dentro de mí?», te preguntas con sobresalto.

La proximidad de la muerte humilla a los parientes más cercanos de muchas formas, pero al mismo tiempo les proporciona la que quizá sea su mejor oportunidad de conocerse a sí mismos durante la agonía del padre o de la madre, o al pensar en cosas enormemente desagradables. Intentan ocultarse con extremo cuidado, al tiempo que se abren de par en par para hacer examen de conciencia. Pugnan por mostrar un comportamiento digno, pero les parece lamentable que salgan a relucir los asuntos molestos de la familia y procuran evitarlo. Nada de escándalos, nada de engaños, ni abortos ni divorcios; los trapos sucios se lavan en casa, o ni eso. Cualquier otra cosa podría hacerle la vida desagradable al moribundo, poniéndole difíciles sus últimas horas, aunque todo el mundo sepa que cuando se declara una enfermedad grave, en especial las que conducen a la muerte del padre o de la madre, la vida de la familia queda patas arriba. Es como si el demonio se hubiera soltado y se hubiera metido en ella, apareciendo a plena luz del día, complicándolo todo, haciendo que despierten las historias. Puede suceder cualquier cosa, por mucho que cada uno intente ir con exquisito cuidado, como si caminara sobre huevos, al menos por un tiempo. Así son los efectos de la muerte, incluso en las personas más vigorosas y resistentes. Despierta visiones espectrales en lo más hondo de cada uno, y la predisposición a que desde lo más profundo del parentesco se alcen con furia las rompientes, en oleadas crecientes, como cuando estalla una guerra civil en un país; explotan entonces las disputas que todos habían olvidado o que ya casi nadie tenía ni la más mínima idea de que pudieran despertar, excepto en quien se atreve a mirar a la vida a los ojos y sabe que no respeta al hombre en el sentido habitual de la expresión; tampoco el hombre la respeta a ella. Nunca en la historia del mundo ha tenido nadie una muerte gloriosa. Eso sólo sucede en las historias escritas como propaganda de los líderes religiosos y los generales en campaña; en lo que llamamos realidad, todos mueren miserables y humillados. De ahí que en esos momentos se haga el balance de los asuntos propios, justo cuando menos debería hacerse, quizás.

A todo esto se añade que los sanos intentan esquivar la muerte, como si fuera un asesinato, procurando no mentar siquiera esta circunstancia inevitable en la vida de todo el mundo, o como si no existiera, excepto como palabra tabú. Hay que añadir, asimismo, que la gente desea confesarse en el lecho de muerte de su pariente, hablar con él de todo lo que jamás se ha dicho, de todo lo que se ha mantenido oculto. Se trata de la última oportunidad para mostrarle nuestra devoción y hacer patente nuestro aprecio, sin ocultarle nada en absoluto. El tiempo escasea. Quién sabe, como está a punto de partir quizá pueda interceder por nosotros ante Dios, aprovechando que llegará el primero; de este modo habrá alguien esperándonos cuando llegue el momento, el pariente difunto preparará el terreno para el resto de la familia en el reino de la muerte. Lo mejor es ser creyente por un tiempo.

No.

De nada sirve ponerse a creer en Dios en el último instante. No hay duda de que ve lo que eres en tu interior, y seguramente ninguno de los difuntos pierde el tiempo recomendando a los que aún viven.

Pero ¿para qué tiene uno que morir?

Esta pregunta me la planteé, más o menos literalmente, cuando la muerte de mi madre se aproximaba.

Una vez se me ocurrió la idea de que tenía que cortarle las uñas, más por hacer algo mientras estaba de visita que porque en verdad fuera necesario. Sabía lo absurdo e inútil de aquella actividad en unas circunstancias como aquéllas, pero eso parecía menos malo que la dolorosa obligación de permanecer sentado en una silla desesperándose por encontrar algún tema de conversación que no resultara forzado, después de que ella hubiera dicho, sin venir a cuento, estas palabras misteriosas:

—Ya está. Todo quedó perfectamente hablado hace mucho tiempo.

Yo sabía que aquello era verdad en cierto sentido, pero también falso; nada queda nunca perfectamente hablado entre padres e hijos. Iba a decir que no era así cuando ella preguntó:

—¿Ha habido mar alguna vez en algún sitio donde ahora hay tierra?

—En algunos —respondí.

—Vaya —exclamó, y se quedó amodorrada.

Yo pensaba que la mayor parte de las cosas quedarían sin hablarse del todo aunque nunca terminaran las horas de visita. Estaba convencido de que quien va a un hospital lo hace para mostrar su comprensión por las dificultades de los parientes y librarlos de una pesada carga. Cuando la memoria empieza como a marearse, es que ya se ha hecho demasiado tarde para discutir. En mi caso no era que me apeteciese mostrarle a mi madre moribunda una devoción por completo fuera de lugar, menos aún practicar el sentimentalismo. Ni siquiera ansiaba tocar sus manos, como se dice en cierta novela rosa. Sabíamos que aquello no serviría de nada, y ella tenía la sensación de que el tiempo transcurría con demasiada lentitud. El fin estaba claro desde el principio. Cuando la ingresaron, llegaron para examinarla varios médicos acompañados de estudiantes en prácticas, y una chica del grupo hizo un comentario sin darse cuenta. Uno de los médicos le susurró algo al oído, pero mi madre le dijo, para defenderla:

—No vale la pena andarse con susurros ni cuchicheos cuando se dice la verdad. Tengo tan mal oído que ni siquiera les he sentido decir que lo que tengo sea mortal.

A la espera de que suceda lo que todos desearíamos que sucediese lo antes posible, todo carece de sentido. Hace mucho que se nos pasó la inquietud que precede a cualquier viaje. Mi madre me había dicho en los albores de su última dolencia:

—Me estoy muriendo.

No lo dijo lamentándose ni lloriqueando, sino igual que cuando se te mete una idea en la cabeza, o cuando ves de pronto una mosca negra que entra por la ventana y exclamas, un tanto extrañado: «¡Anda, pero si es la misma mosca de siempre!».

Me pareció tremendo que pronunciara la palabra tabú. Reaccioné, pero no me sirvió de mucho alivio. Por eso contesté, de modo un tanto estúpido, como una evasiva de la razón en vez de como muestra de simpatía:

—Todos vamos muriéndonos desde que nacemos.

—¿Ah, sí? —preguntó ella indiferente, aunque no sin cierto dejo de lástima ante semejante genialidad.

Después de esto, nunca volvió a mencionar la muerte. Se limitó a despedirse diciendo:

—Ya se ha ido la belleza.

Sumida en una espera sin objeto, extendió entonces la mano; yo se la cogí y empecé a cortar primero la uña del meñique. Mientras iba arreglándole las manos, muy despacio, ella empezó a quejarse de lo largos que se hacían los días en el hospital, en el que reinaba tal quietud que el tiempo parecía no existir.

No respondí, pero comprendí su deseo de que la espera acabara.

—La hora parece no llegar nunca —continuó.

—Cada persona percibe el tiempo de una forma diferente —repliqué yo.

—Recuerdo que el diente de león no huele —dijo ella—. Tampoco el botón de oro.

—Seguramente —respondí.

—Excepto, quizá, cuando les da el sol —prosiguió—. Entonces olerán a sol.

—Sí —asentí.

Cuando había acabado de cortarle todas las uñas menos una, me di cuenta de que me había olvidado del dedo corazón de la mano derecha. Me sobresalté, pero ella recogió la mano y sonrió.

—¿No te la corto? —pregunté, dominando mi creciente malestar.

—No, no importa —respondió ella.

Tras decir esto repitió el mismo gesto maniático de siempre: movió la mano, la agitó haciéndola girar, como si estuviera mirándose el dorso o la palma, y encogió los dedos. Aparenté no darme cuenta. De pronto, se detuvo. La mano cayó; ella se quedó pensativa mirando el dorso y extendió el retorcido dedo corazón sobre el borde de la cama, sin decir nada. No necesitaba mirar el dedo para saber que estaba mutilado, pero pasé los ojos por la yema amputada, a fin de fijarla en mi memoria. No era tanto una deformidad como un recuerdo visible de su infancia. Estuve a punto de hablar, pero callé. La magia de mi alma me hizo pensar en cómo sería tener que cargar toda la vida con un cuerpo marcado por la señal indeleble de una pelea de los padres, y tener que pasarse casi todo el tiempo dándole vueltas en la cabeza una y otra vez, tratando de averiguar cuál había sido el motivo, para volver a tenerlo todo ante los ojos justo antes de la muerte, transformándose en el último pensamiento y el último recuerdo de la vida de uno. La miré a los ojos. Ella me devolvió la mirada, pero la apartó después.

La mano quedó allí como algo inservible, encogida, y empezó a ponerse azul. Mi madre se sumió en un profundo sopor. De súbito, despertó completamente y dijo, antes de volver a adormecerse:

—Ya he tenido a todas mis hijas.

Eso era de un cuento. Lo busqué a tientas en mi mente pero no pude encontrarlo. Me puse en pie para irme, ya que mi madre parecía tranquila en la quietud del agua que devora el corazón.

Cuando iba por el pasillo empecé, como tantas otras veces, a pensar a mi manera, sin seguir la línea recta en que se ensartaban como en los relatos de mi madre. Pensé en el arduo viaje que hizo en compañía de su madre con la máquina de coser a cuestas, de Keflavík a Grindavík, en el primer decenio del siglo. Vi en aquello algo remoto e inverosímil para mí, pero que al mismo tiempo formaba los cimientos de mi propia existencia. Di media vuelta, volví a entrar en la habitación para mirar un rato a mi madre, tumbada allí, lejos de todo, sumida en un profundo sueño. Su mano estaba violácea, pero los dedos no se habían hinchado como cuando hacía la colada. Se aferraban al edredón. Agarraba las sábanas. Mientras estuve fuera se había producido un cambio; el rostro estaba abotargado de un modo extraño, como si la existencia hubiera intentado recuperar lo que debería ser normal en la vida. Todas las señales de la muerte habían desaparecido de ella. En cierto modo, había rejuvenecido, se había vuelto bella y estaba casi sonriente, como aparece en esa foto en la que está sentada al lado de su hermana, una chica joven recién llegada del trabajo de temporera, que había decidido comprarse un billete para ir a casa en el coche de línea, pese a lo carísimo que era, porque ya había buena combinación y quería ser una persona moderna y no seguir yendo a pie desde Hafnarfjörður hasta Grindavík, aunque el precio del billete se le llevara buena parte de lo que había ganado durante el verano. Al ver los cambios me vino a la memoria un cuento de Borges sobre una mujer que, cuando está a punto de morir, aparece de repente en su rostro la flor de la juventud. Intenté apartar de mis pensamientos aquella historia y me sentí en cierto modo profundamente avergonzado de que mi mente se estuviera deslizando en todo momento hacia la literatura, incluso en aquellos instantes. Me reproché estar uniendo la vida y la muerte con el arte hasta en la agonía de mi propia madre. Estaba a merced de la literatura, como si fuera la única realidad. Pero ¿acaso no había despertado ella también de su destino ineludible por un instante para escapar del abismo, no con la realidad en los labios sino con una frase extraída de algún relato popular?

¿Es tal vez la muerte el abismo de la literatura?

Entonces, ¿acaso la vida sólo existe en la literatura, y la literatura es lo único que podemos tener cerca de nosotros en la muerte?

Eso que hace surgir un relato, ¿no es en cierto modo una especie de agonía?

Cuando volví a salir, desaparecí en las tinieblas del tiempo de los relatos de mi madre y entré en el tiempo que había desaparecido mucho antes:

Tras perder la punta del dedo, mi madre se dejó caer sin fuerzas encima del edredón. Allí amodorrada, sin dolor ni sufrimiento que pudieran mantenerla despierta, se fue quedando dormida. Durmió para alejarse de la tragedia, en un reposo paralizante que conocen bien quienes se han visto sometidos al dolor físico pero al mismo tiempo han recibido un consuelo especialmente dulce de alguien muy cercano. Al despertar a la mañana siguiente, sintió que había decepcionado a su madre al quedarse dormida, se incorporó de un salto y se fue a buscarla, desesperada; anduvo de casa en casa, pero no la encontró. Su padre tampoco estaba. Los demás niños seguían durmiendo. Echó a correr hacia la aldea, miró entre las tablas del troj y vio que su padre estaba tranquilamente sentado en medio de los sacos tomándose el primer trago del día. Espantada, corrió hasta la granja más cercana, donde vivía su tía materna, pues sospechaba que su madre se había suicidado, pero cuando entró en la cocina vio que estaba allí, tomándose un café tan tranquila.

Mi madre la miró extrañada; ni siquiera le estaba contando a su hermana lo que había pasado, sino que tan sólo le explicaba cuántos pantalones había cosido, y que la mayoría de los hombres andaban ya en calzoncillos o estaban a punto de quedarse sin pantalones y por lo tanto había muchísimo trabajo.

—¿Qué pasa? —preguntó, sorprendida al ver a su hija—. ¿Por qué vienes tan temprano y con tan poca ropa encima?

Mi madre la miró y escondió el dedo vendado, sin responder; sentía una especie de entumecimiento en todo el cuerpo, también en la lengua y en la boca. Puede que su madre le hubiera contado lo sucedido a su hermana; era evidente que en su cabeza sólo había sitio para sus propios problemas, no para los de sus hijos, porque los adultos están siempre pensando en sí mismos.

—Ahora tengo que plantearme en serio cómo podré mantenerme a mí misma y a los niños trabajando de costurera —continuó.

Su hermana murmuró algo sin mostrar mucho interés, quizá se lo tenía bien merecido, ya se lo había advertido ella, y ahora estaba tan contenta de que se hubiera podido comprobar una vez más que ella nunca se equivocaba.

—¿Dónde estabas? —preguntó mi madre en cuanto pudo controlar su lengua, herida y decepcionada, quizá porque los niños necesitan más dolor de lo que son capaces de imaginar.

—Pues aquí, claro —respondió su madre, extrañada por la pregunta.

Mi madre estaba paralizada, pero se sentía feliz de que no se hubieran cumplido sus temores.

—¿Dónde has dormido? —preguntó mi madre.

—Pues en casa, ¿dónde si no? —repuso su madre. Estaba atónita—: A primera hora fui a casa de mis padres, mientras tú descansabas —añadió.

Tal vez estuviera contenta de haber podido encontrar un apoyo para su propio problema.

Mi madre se acercó a ella y le pidió que la acompañara enseguida.

—Pero ¿qué tontería es ésa? —replicó su madre.

Sin embargo, se levantó para satisfacer su ruego.

Es posible que pensara que no había tanta prisa, que volvería con su familia para seguir siendo ama de casa, que su compañero no le impediría seguir ocupándose de sus hijos.

—Vete para allá antes de que se haga demasiado tarde —le aconsejó su hermana. Los hombres no solían ser tan desalmados como para impedirle a una madre que cuidara de sus pequeños, sobre todo porque ellos no serían capaces de hacerlo solos—. No les queda más remedio que ceder por el bien de los hijos. Pero vete antes de que se te haga tarde.

Al cruzar el prado de la casa, mi madre iba agarrada a los faldones de mi abuela. Cuando habían hecho la mitad del camino, que no era muy largo, y mi madre se dio cuenta de que ya se veía el troj, le pidió a su madre que le prometiera que nunca se quitaría la vida, pasara lo que pasase.

—Creo que no hace falta que lo prometa —dijo su madre, que pareció no hacer demasiado caso de su ruego.

—Júralo —insistió mi madre, dispuesta a tomarle juramento formal, para mayor seguridad.

—¿Aquí? —preguntó mi abuela, nerviosa.

—En el muro de la casa —señaló mi madre.

—Esto es una estupidez —objetó mi abuela.

Se refugiaron al lado del muro. Mi madre abrazó a la abuela y dijo:

—Quiero que me prometas una cosa.

—¿Qué? —preguntó su madre, pero evitando tocarla.

—Que nos prometamos la una a la otra hacer algo.

—¿El qué? —preguntó su madre, extrañada.

—Y quiero que lo hagamos ahora —respondió mi madre.

—¡Pero qué locura es ésta! —protestó mi abuela, llorando sobre el dorso de la mano.

—Promételo tú primero —exigió mi madre; la abrazó con fuerza, se puso de puntillas y le susurró al oído lo que tenía que prometer.

—¿¡Eh!? —exclamó la abuela.

Seguramente quedó aterrada y estuvo a punto de echarse atrás, pero se contuvo, se calmó y repitió en voz baja, moviendo los labios, lo que su hija le decía al oído.

Al poco rato estaban agotadas y silenciosas, tras haber hecho un pacto para toda la vida. La corriente fría que soplaba en la esquina y se pegaba al muro de la casa se les metió en los ojos y se los enturbió, aunque no los mojó.

—Bueno, espera, esto es un completo disparate, una locura —dijo la madre de mi madre.

Tras decir eso se puso a lloriquear en voz baja sin poder evitarlo, allí, al lado del muro, porque no sabía qué partido tomar, y porque sus pensamientos no guardaban armonía alguna con lo que ella creía posible realizar con palabras para conseguir que su hija quedara libre de aquel sinsentido. Sin dejar de llorar, mi madre juró que tampoco ella se quitaría la vida mientras Dios le permitiese respirar o conservar fuerzas de una u otra forma y ser de alguna utilidad.

—¿Ya has acabado? —preguntó mi abuela con prudencia.

—Sí —respondió mi madre.

Se frotó varias veces la nariz fría y húmeda, un poco azulada por el gélido viento. Se sintió aliviada con la promesa y pidió a Dios, en silencio, con un profundo agradecimiento, que le permitiera morir en el mismo instante en que dispusiera llamar a su lado a su madre. Eso fue lo único que se le ocurrió para asegurarse de que nunca se separarían, ni en la vida ni en la muerte, aunque su padre echara de casa a su madre. Pero no le habló a ella de su promesa. Todas las promesas de verdad se hacen en silencio, sin que nadie sepa siquiera que uno las ha hecho. Ése es el conjuro mágico para que las promesas tengan efecto.

—No se puede confiar demasiado en nadie para estas cosas —decía mi madre—. Si alguien a quien uno le ha hecho una promesa se entera, a lo mejor aprovecha la oportunidad para sacar alguna ventaja, lo que es fácil, porque quien hace una promesa se convierte en su esclavo.

Después de aquello, se suavizaron las preocupaciones, madre e hija se sintieron aliviadas y entraron cogidas de la mano, o tal vez mi madre se agarró a mi abuela cuando entraron en la casa, que seguía siendo por el momento el hogar de ambas.

Mi madre nos recordaba a veces sus ideas acerca de lo que debe ser la simpatía. A su estilo, era una persona dogmática. La simpatía no consistía en que las personas tuvieran la misma opinión, que las unía por tanto con lazos de confianza, sino en algo que está más allá de toda opinión o punto de vista: la crítica de puntos de vista y opiniones. «Lo mejor es la amistad crítica», parecía decir.

Sus palabras podían entenderse a veces en el sentido de que, con la simpatía, las personas se encontraban en cierto modo ante el sagrado deber de morir juntas, aunque no estuvieran de acuerdo en todo y cada una tuviera sus propios sentimientos: las diferencias no tenían por qué entrometerse en la simpatía. La muerte simultánea de dos individuos constituía el más elevado de los ideales; y como argumento a su favor mi madre recurría a su abuelo y a su abuela. No cabía imaginarse dos seres humanos más distintos. Estaban en desacuerdo en casi todas las cuestiones y su abuela ponía siempre al gato en primer lugar. Según parece, su abuelo afirmaba: «Bueno, el minino ese, el gato, es cosa de ella». Es todo cuanto decía.

Sin embargo vivieron en paz y armonía, si bien no en total coincidencia de opiniones, hasta que un día, avanzada ya la noche, a él le dio el ataque y ella pareció despertar y recuperar parcialmente la conciencia con el revuelo que se había formado a los pies de la cama de matrimonio. Ella dormía siempre en la cabecera y su marido a los pies. Cuando asomó por encima del edredón y vio gente, tuvo la sensación de que algo raro tenía que estar pasando.

—¿Pero qué es lo que está pasando siempre en esta casa? —preguntó—. ¿Es que no puede haber paz ni a medianoche?

Alguien le explicó que su marido había expirado y le pidió que hiciera el favor de levantarse un momento, o moverse un poco, para poder acostarlo a él decentemente en el lecho conyugal.

La noticia no pareció sorprenderla demasiado. Acarició al gato y se quedó como pensativa.

—Pues claro, hombre, aunque creo que no pasará mucho tiempo antes de que yo misma vaya con él en las andas.

Nadie le hacía nunca demasiado caso, menos aún en aquellas circunstancias, de modo que la gente pensó que sería otra de sus excentricidades. Ella parecía un tanto abstraída.

—Más vale que me apure yo también —añadió—, para poder saber por fin con cuál de los dos maridos me hace seguir casada Dios por toda la eternidad.

La gente sacudía la cabeza como si aquellas palabras fueran una blasfemia o una estupidez. Lo había dicho como si se tratara de algo en lo que cualquier esposa debiera pensar; pero no murió enseguida.

—Traedme las labores que están ahí, en esa caja —pidió.

Alguien le llevó todo lo que había ido guardando a lo largo de los años. Olía a tomillo. Lo apilaron encima de la cama en un montón tan alto que casi ni se la veía a ella detrás de todos aquellos bordados y telas tan artísticamente elaboradas.

—Ahora marchaos, voy a descansar un ratito —dijo—. Lo otro tendrá que esperar hasta la hora de levantarse.

No quería incomodar ni a su hija ni a su yerno sacándolos de la cama ni obligarlos a ponerse en pie mucho antes de la hora habitual. Eran bastante dormilones. Todos pensaron que se le había aclarado el espíritu, o que se le había curado la demencia por un tiempo al contemplar sus labores. Mientras deslizaba con suavidad la palma de la mano sobre ellas, dijo:

—Vaya, qué montón tan grande.

Luego se dedicó a ir pasando por su anillo de bodas el trabajo de su vida, aquellas finas prendas creadas más para tenerlas guardadas que para usarlas, como sucede siempre con las cosas bien hechas. No se atropellaba ni parecía tener la menor prisa. Estuvo haciéndolo despacito, pasando las cosas una a una, absorta en su ocupación, hasta que se dejó morir apaciblemente a la mañana siguiente, bastante temprano, para que así pudieran acostarla en las andas junto a su marido antes del mediodía.

—Si existieran los ataúdes de matrimonio, los habrían colocado en uno de ellos —dijo mi madre—. Pese a todo, los enterraron al mismo tiempo y en la misma tumba.

Era opinión generalizada que la solidaridad en la muerte era una virtud mayor que la armonía en la convivencia, incluso mejor que vivir una vida sin roces basada de modo exclusivo en la alianza cristiana. La gente creía que, en lo tocante a los sentimientos, los cónyuges debían «irse» juntos; ninguno de ellos tenía auténtico derecho moral a seguir viviendo cuando el otro había muerto, a menos que se tratara de una mujer mucho más joven que el marido, pues en ese caso siempre podía esperar entablar una nueva relación y seguir teniendo niños.

Mi madre hablaba a veces de su juramento en común junto a los muros de la casa y lo presentaba como un ejemplo a seguir, como un instructivo modelo del mayor grado posible de armonía entre una madre y uno de sus vástagos, desde el punto de vista humano, y añadía el ejemplo de sus abuelos, que demostraba que la vida sentimental forma parte de la herencia. Lo que madre e hija se habían prometido una a otra en medio del vendaval no había sido sino la prolongación de otra promesa, repetida por siempre en el seno de la familia, siempre la misma pero siempre renovada; la obligación de ser absolutamente leales hasta la muerte, pasara lo que pasase, era un deber sagrado por muy distintas que fueran las personas. Así, uno conservaba en todo momento la esperanza de coronar su vida en el otro mundo.

En mi niñez, yo escuchaba fascinado este sentido tan social de la vida en común, la lealtad de los pobres, y me parecía que el relato de mi madre y la confesión tenían que ser una señal elocuente, una llamada para que yo siguiera el ejemplo; aquélla era la única manifestación de la verdadera abnegación y el amor desinteresado de un compañero o un hijo. Querer morir con el compañero de tu vida, por propia y libre voluntad, no podía encontrar paralelo en otra belleza que en la de ese arte que es el saber morir. No existe en ningún otro lugar, ni en el cielo ni en la tierra, entre animales y pájaros o flores, en nada que no sea el corazón del ser humano; sólo en los seres humanos podemos hacer realidad la fusión de alma y cuerpo.

Yo no quería, por nada del mundo, ser menos que mi madre en lo tocante a abnegación o confianza, y tomaba la muerte como medida de todas las cosas; llegué al extremo de desear sacrificar la vida y rogué a Dios que me permitiera morir al tiempo que la llamaba a ella a su lado, aunque me temía que aquello acarrearía la inevitable consecuencia de verme obligado a morir joven. Mamá era treinta y dos años mayor que yo, por no hablar de la abuela, que por entonces era ya viejísima a mis ojos, de modo que si Dios escuchaba el ruego de mi madre, ella tendría que ir a la tumba al mismo tiempo que su madre, y yo las acompañaría sin remedio. Por eso no veía ante mí un futuro demasiado halagüeño, aunque a pesar de todo me preparaba todos los días para morir, y en cuanto despertaba por la mañana creía verme como un muerto despiertísimo en un reino celestial de paredes empapeladas. El miedo se acrecentó una vez que hube intentado dirigirme a Dios rogándole que me enviara su «llamada». Al poco tiempo me di cuenta de que despertaba a la vida todas las mañanas enteramente vivo, era del todo imposible que hubiera muerto en sueños. Eso me colmaba de felicidad. Los que me rodeaban me veían exultante de alegría y empezaron a considerarme persona de buen despertar; aseguraban que con semejante buen talante sin duda no tardaría en casarme. «Tu mujer no tendrá que echarte encima el orinal porque la hayas puesto de mal humor por las mañanas», decían. Lo que más se valoraba es que algo pudiera ser una indicación de que te ibas a casar y de que pronto empezarías a acumular críos.

Pero en mi interior, detrás de mi alegría, habitaba el miedo, aunque acudía a mí la esperanza de la vida cuando oía a la abuela decir a veces, quizá con demasiada frecuencia, porque presumía mucho de su avanzada edad:

—Soy ya tan vieja que creo que el tiempo que voy a vivir va a ser de auténtico chiste. A este paso seré eterna e inmaculada, igual que las viejas de la Biblia.

Oí que les comentaba esto a unas personas que habían venido a ver el jardín. Me pareció un buen presagio, y los visitantes la alabaron a más no poder por lo bien que llevaba los años. Para mí era como ir flotando hacia la gloria eterna allí mismo, en el huerto, y me senté al pie del muro. Brillaba el sol y me entró el sopor en aquel silencio, porque parecía que aquella gente se había marchado. De pronto escuché fragmentos de conversación que me traía el viento. Una mujer le decía a su marido que la energía de la abuela era incomprensible, y que eso mismo hacía de ella una persona de alcurnia, pero el marido farfulló, hosco:

—Me temo que con medio cerebro bastaría para comprender cualquier cosa que tenga que ver con esa tipa.

A pesar del comentario, contemplé orgulloso a mi abuela al lado de la mesa del salón cuando llamaron a los huéspedes para que entraran a tomar café. La estancia estaba llena de luz. En la lámina de la pared había muchos ángeles regando con rosas los dedos de una mujer que tocaba el órgano y contemplaba arrobada los cielos a través de una grieta en medio de las nubes; al otro lado flotaba un grupo de ángeles. En otra lámina no menos bonita, Cristo bendecía a unos novios sentados en una barca de remos con un pañuelito entre las manos, que lo miraban. Tuve la sensación de que casi había ido de visita a la Biblia, el sitio aquel donde había montones de mujeres de muchos cientos de años de edad; tal era la atmósfera que reinaba en el salón. La abuela no se permitía siquiera sentarse por un instante, e iba y venía llevando a la mesa galletas y café; tuve la absoluta certeza de que ella era la primera mujer eterna que yo había visto con mis propios ojos. La alegría no disminuyó cuando, mientras tomaban café, entró inesperadamente algo así como el hijo pródigo de los visitantes, aunque éste se había comprado una camioneta en vez de pedir la comida de los perros. La abuela se animó aún más. Se puso chistosa, no como las mujeres de las sagradas escrituras, que en mi opinión parecían ser siempre de lo más estiradas, y se dedicó a encontrar divertidas analogías entre la camioneta y ella misma.

—Soy la más vieja de las mujeres, un auténtico carcamal —dijo, riendo—, y sigo en pie sólo por costumbre; la costumbre es mi gasolina y la saco gratis de mi rueca.

Al oír aquel comentario y las risas que lo habían acompañado, un hombre le pidió que viviera todo el tiempo posible con la gasolina de la vida. Sin embargo, mientras ella iba a la cocina a rellenar la cafetera, aquel individuo farfulló que antes seguramente se había excedido, y matizó sus anteriores palabras:

—Para comprender a esta tipa no hace falta tener ni una pizca de cerebro.

—Cállate —le reprendió su mujer.

Aquello me pareció muy feo, y me fui. La abuela me encontró aún de morros después de que los huéspedes se hubieran marchado. Estaba más que contenta de que no me hubiera perdido, e intentó animarme con halagos, diciéndome que era estupendo haciendo recados, que ella también lo había sido cuando tenía mi edad, incluso mejor dispuesta aún para ayudar a su abuela y a todo el mundo.

—Ahora levántate —me pidió, pero no me moví.

Sentía el deseo de sacrificar mi vida, de obedecer y pasarme la vida haciendo recados para los demás, de sacrificarme por las flores e incluso por la rata pelona y enferma que la abuela empujaba con un palito para que se metiera en su agujero y nadie tuviera que matarla en el jardín.

—Te voy a contar un secretito que no le he revelado a nadie —comenzó en tono zalamero, después de haberme arrancado el malhumor con aquellas tonterías al tiempo que arrancaba las malas hierbas del jardín para que las flores de adorno aprovecharan mejor los meados de vaca con la que les regaba las raíces. Lleno de curiosidad e interés, contuve el aliento. Ella prosiguió, en voz baja—: Me temo que no hay persona alguna en la tierra que haya mostrado más abnegación hacia su madre, ni que haya querido hacer lo mismo que yo para estar más unida a ella.

Tenía los ojos anegados de lágrimas.

El sentimiento de responsabilidad había hecho que me estirase al oír que la abuela iba a contarme algo en confianza. Es probable que le apeteciera llorar escondiendo su rostro en mí, como hacía mamá con el perro, porque se había entristecido, y me dio pena no poder convertirme en perro de lanas. Además, miraba a su alrededor para cerciorarse de que no había nadie cerca, o espiando. No vimos a nadie.

—Vamos a dejar las malas hierbas, no vamos a regar las flores con los orines hasta que las vacas meen al ordeñarlas esta tarde. Ven aquí, pillastre —dijo de pronto, como si se hubiera sobresaltado.

Nos pusimos en pie, ella no sin esfuerzo y yo de un salto, y la seguí en silencio hasta el sótano, que estaba debajo de la cocina. Allí, nos sentamos encima de un saco al lado del cubo de ordeñar. La abuela respiraba con dificultad, como si estuviera a punto de morir. Me dije que aquél era un sitio magnífico para perecer con ella. Ya sólo faltaba mamá; había sacos de sobra para ella también. El aire era espeso, cargado de un olor acre y mohoso, y pensé que la abuela iba a entregar el alma encima de los sacos de patatas y remolacha, llevándose el secreto a la tumba. Todo el barrio decía que las abuelas, y en especial las madres y las esposas, eran expertas en el arte de llevarse los secretos a la tumba.

Empezó a recuperarse, y, cogiéndome la mano como para sentirse protegida, me la acarició y la apretó con fuerza. Pero el momento de la confesión parecía no llegar nunca.

No iba al grano, nadie me convertiría en confidente suyo, lo único que me quedaba desear…

«Dios mío, conviérteme en perro», pensé a toda prisa al darme cuenta de que, a pesar de que ella tenía muchísimas cosas que decir, carecía de un confidente lo bastante bueno como para descargar su corazón en él.

—Dios siempre ha atendido mis ruegos, atiende los ruegos de todo el mundo —empezó por fin, conmovida, para dar testimonio de la misericordia divina.

Se produjo entonces un silencio en el que sólo se oía el intermitente goteo del filtro. Me estaba asfixiando con aquella fetidez acre. Era por la leche. Por la leche agria y los cuajos, que alguien había dicho que se sacaban del intestino grueso de los corderos, y a mí me pareció de lo más intrigante y misterioso que la cuajada fuera en parte cagarruta de cordero. La abuela se pasó la mano varias veces por la tripa y se sacudió el delantal, pensando en otra cosa. Luego sucedió algo que me llenó de decepción: empezó a hablar a media voz y, para mi asombro, dijo que había sido una niña mimada y abnegada. Tras decir aquello, disimuló algunas lágrimas antes de continuar y musitó, con una mirada triste en los ojos:

—Cuando era una niña en este mundo traidor, rogué a Dios Todopoderoso que me permitiera morir cuando se llevara a mi madre a su seno misericordioso.

No dijo nada más. Me quedé tieso. La madre de la abuela había muerto hacía mucho tiempo y ni ella ni Dios parecían haberse dado por enterados. Se inclinó con un gruñido sobre un costado y se sumió en lo que parecía un desfallecimiento, con el hombro apoyado en unas cajas de madera donde guardaba las semillas de las patatas. No moví ni un dedo mientras ella estaba allí acostada, más adormilada que aletargada, con los ojos cerrados. Suspiré en mi interior y se me ocurrió que era una especie de juego del escondite.

Me quedé confundido, pues había constatado algo de lo más extraño. La madre de la abuela había muerto mucho tiempo atrás, y tuve la sensación de que una cicatriz se abría en mi alma y en mi cuerpo. Sentí náuseas y asco por la fe, aquello me parecía un engaño. Me asqueaban Dios, mi abuela, yo mismo y mi madre, al tiempo que perdí la fe en la oración. Poco a poco me fui calmando y me sentí felicísimo de que Dios no importase lo más mínimo. Así fue como se instaló en mí el agnosticismo, o la duda, como una cicatriz que se abre cuando la sangre, en determinadas circunstancias, brota y limpia la herida. En el sótano reinaba un silencio denso; la abuela no se movía y yo estaba relajado. Me recliné yo también sobre las cajas de madera y escuché cómo las gotas caían con armoniosa lentitud sobre el suero desde el embudo. Escuchar aquello era como estar de alguna forma en otro mundo.

—¿No te habrás muerto y lo que pasa es que no te has enterado? —pregunté, dominado de nuevo por el juego infantil.

La abuela se movió, incorporándose a medias, abrió y cerró los ojos y miró a su alrededor, hacia la oscuridad. Sólo un resplandor apagado se abría paso a través de un ventanuco.

—Sí, claro —respondió en un susurro—. Estoy mucho más muerta de lo que muchos creen.

Y añadió que había llorado de alegría por la misericordia de Dios al darse cuenta de que una parte enorme de sí misma había muerto cuando perdió a su madre.

Deseé hacer entonces mi propia confesión, pero me lo impedían las palpitaciones de mi corazón, que estaban volviéndome loco y no me dejaban respirar. Decidí guardármela para mí solo, diciendo para mis adentros que todo habría sido más fácil si hubiera habido un perro tumbado encima de las cajas en lugar de la abuela, pero saqué fuerzas de flaqueza y hablé con ella mentalmente, y le dije que si Dios le había prometido satisfacer su sincero ruego, al final había roto la promesa.

—Yo también le pedí a Dios que me hiciera morir al mismo tiempo que a mamá —dije de sopetón, pensando en voz alta.

—Válgame Dios —exclamó la abuela.

Me sobresalté al oír el miedo en sus palabras.

—Algo así me temía —continuó; parecía haber salido por completo de su sopor.

—Mamá también le pidió a Dios que la dejara morir a la vez que tú —añadí.

—Sé que mentiría si dijera que tu mamá no me ha querido siempre mucho —dijo la abuela un poco avergonzada.

«Así que si tú le has pedido a Dios lo mismo, yo habría tenido que morir antes de nacer, o nunca habría venido al mundo», dije para mí, no para que me oyera la abuela.

—Por supuesto, estás muerto en cierto modo —afirmó ella, que parecía haber oído mis pensamientos. La miré en la oscuridad. Probablemente pensaba que yo tenía miedo. Animosa y contenta, añadió—: Alégrate de estar un poquitín muerto, criatura. Ya has cumplido de alguna manera, como suele decirse a veces.

La explicación podía ser correcta. Estás muerto antes de nacer, pero de un modo diferente a cuando mueres después de haber venido a este mundo. Por eso, en realidad no hace falta morir al final de la vida, excepto lo poco que falta para estar muerto por completo.

—Cuando murieron mis padres, pensé que los dos le hablarían bien de mí a Dios, que me recomendarían —explicó la abuela—. Sencillamente me alegré de que murieran y de poder tenerlos en el cielo para mí.

Mientras seguía acostado, casi incapaz de levantarme, envuelto en mis tinieblas, se me ocurrió una explicación de por qué la gente parece alegrarse de la muerte de aquellos que sienten como más próximos y dicen: «Él también se alegraría de haber podido irse». Naturalmente, nadie sabe si los difuntos se alegran de su propia muerte, pero es evidente que los parientes sí lo hacen, quizá con la esperanza de que alguien los avale ante el trono de Dios. El vivo piensa que se lo deben, que los muertos no tienen nada mejor que hacer en el cielo que prepararle a él el terreno para la eternidad futura. Puede que hubiese algo parecido detrás del ruego de que Dios me hiciera morir a la vez que mi madre.

¿Quizá no me atrevía a morir yo solo?

¿Quizá, como les sucede a los niños, no podía imaginarme la vida sin ella?

Por eso desean a veces morir con tanto fervor, en cuanto perciben el misterio que la vida ha despertado con el nacimiento, mientras las sobras de la muerte han aparecido antes del alumbramiento y en algún lugar continúan aún dentro de ellos, añorando la fusión total con quienes lo liberaron de su muerte anterior.

En ese momento temí que Dios fuera a escuchar al mismo tiempo el ruego de mamá y el de la abuela, aunque nunca hubiera escuchado mis oraciones. Estaba postrado al lado de mi abuela, pero me apresuré a pedirle a Dios que tampoco escuchara entonces mi ruego, o mejor nunca; esos ruegos son egoístas y nada razonables.

El suero seguía goteando poco a poco desde la cuajada al cubo, y el ácido y el moho parecían inundar el sótano sin obstáculo alguno mientras seguíamos allí acostados uno al lado del otro, amodorrados encima de los sacos, enmoheciéndonos nosotros también. De repente una idea me excitó, pero no encontré la forma de traducir en palabras algo tan emotivo, aunque finalmente conseguí que mi abuela conociera mi deseo, con la esperanza de que también ella se rebelara contra Dios. No hubo forma humana de que lo comprendiera.

—Dios también escucha si le ruegas que no te escuche, estáte tranquilo —dijo.

Pero ella no entendía por qué demonios Dios no se había tomado la molestia de escucharla a ella tampoco durante tanto tiempo, con lo piadosa y buena que era, que se lo merecía todo de Él.

—Tendría que llevar mucho tiempo muerta —afirmó con alegría, como los ancianos que no quieren morir; la única explicación que encontraba al hecho de que Dios no la hubiera escuchado era que su madre le había pedido lo mismo a Dios, al igual que su bisabuela y sin duda alguna también su tataratataratatarabuela—. Ha habido muchas buenas mujeres temerosas de Dios que llevan muertas mucho tiempo y que le pidieron a Dios que se las llevara del mundo al mismo tiempo que su mamá. Pero no es posible tanta devoción, y Dios lo sabe. —Estaba un tanto molesta, y entendí que lo estuviera—. Dios no puede atender los ruegos que se hacen a un plazo muy largo, ni hacer morir a la gente antes de tiempo. —Esto pude comprenderlo. Sin duda, todos los niños buenos y cariñosos de la familia le habían pedido lo mismo desde el inicio de los tiempos, cuando la humanidad empezó a existir con los judíos del Paraíso. La abuela continuó—: Dios no creó al hombre y el mundo según nuestras preferencias, sino según sus propios deseos, que no podía satisfacer sino de acuerdo con su propia providencia, y ésta a veces choca con nuestros intereses.

Respiré hondo, lleno de gozo, pero la abuela lo interpretó como una decepción y añadió:

—Por lo demás, Dios tiene demasiadas cosas que atender como para andar siempre escuchando los estúpidos ruegos de la gente. ¿Qué habría pasado si hubiera escuchado a Eva al principio de todo?

—Ella no tenía mamá —me apresuré a responder.

—Me parece a mí que eso debe de ser casi una blasfemia, pero Dios lo compensó haciendo que Jesús no tuviera más que madre —replicó la abuela en broma.

La conclusión fue que si Dios no escuchaba las oraciones, ni en este asunto ni en ningún otro, era seguramente para que la humanidad pudiera seguir existiendo hasta el día del Juicio Final.

—Entonces morirá toda esa gente que llamamos humanidad y la tierra entera se convertirá en una tumba —sentenció mi abuela.

Se me puso la carne de gallina.

Mi abuela sacudió la cabeza, se echó a reír y dijo:

—A lo mejor, si acabamos de arrancar las malas hierbas no nos pasa nada, ¿no crees?

Probablemente representó un alivio para mí poder salir por fin de aquel sótano, pero tuve remordimientos por haber dejado de querer morir con mamá, aunque se compensaban con que ella pudiera morir con su madre cuando llegara el momento que yo más temía.

—Quizás hace mucho que soy una vieja muerta aunque no me haya enterado, pero tengo la sensación de que soy poco más que un espectro de lo que antes era —continuó la abuela, incorporándose. Por fin estábamos en pie, caminando encorvados hacia la escalera; el techo era muy bajo. Ella continuó—: Desde que murió mamá, quizá no haya sido realmente un fantasma, pero alma en pena sí que lo he sido. —Me cogió de la mano para que no tuviera miedo de la oscuridad—. No te fijes demasiado en esta pelleja, lo único que verás es un fantasma vivo que te lleva de la mano.

De alguna forma sentí que aquello era verdad e intenté que la razón y los sentimientos se equilibraran en la vida, los sentimientos de la razón y la razón de los sentimientos. Me esforcé por que ninguna de las dos cosas dominase sobre la otra, debería hallar la vía intermedia entre razón y sentimientos, y decidí dejar que el deseo de vivir venciera al impulso de destrucción. Pensé: «Deja que la vida te destruya, no le pongas fin tú mismo, encuéntrate a ti mismo en la comprobación de cómo todo se destruye en ti por sí mismo».

En los sótanos reina un silencio peculiar, y en su oscuridad descubres lo compleja que es la vida. Por lo menos, yo comprendí mucho tiempo después que tenía que ser así; había sabido lo que sucedía mientras aspiraba el moho, el acre olor de la cuajada una vez que el cuajo había transformado la leche fresca, recién ordeñada de unas vacas siempre curiosas, en un grumo blanco y ácido; o mientras escuchaba absorto cómo se separaban la crema y la leche ya desgrasada, que antes habían formado juntas la leche fresca. Como las patatas, que en otoño se ponen de un bonito color rojo o blanco después de haber estado creciendo debajo de las hojas de la planta que se había hecho germinar con anterioridad en las cajas, a fin de que otras nuevas empezaran a crecer después de enterrarlas, transformadas en patatas de siembra. Pero no eran aquellas las patatas que había en los sacos sobre los que estaba la abuela. Cuando salimos de aquel sótano de bajo techo, se llevó algunas, entibiadas por tantas discusiones sobre la divinidad, para echarlas al puchero y cocerlas para mí y para la gente que no tenía interés alguno por lo que había pasado o quedaba por pasar como consecuencia de nuestra estancia allá abajo.

No tengo forma de saber en qué medida lo que sucedió mucho antes, la agresión que tuvo lugar en una cocina encima de otro sótano, la caída de su madre, o el hecho de que la trampilla le arrancara una parte del dedo corazón, habían marcado el carácter de mi madre, o si fue su espantoso miedo a quedar en la indefensión si su madre se suicidaba, o si llenó de ese modo la necesidad de consuelo a la que el cristianismo ha condenado al ser humano, esa idea de que la salvación sólo puede encontrarse con la muerte. Pero mediante su juramento intentó entrar en la cercanía eterna de su madre hasta que las dos se salvaran juntas de los sufrimientos y las dificultades de la vida. Siempre había tenido cierta inclinación a tentarse a sí misma para usar aquel método infalible de terminar con los problemas, igual que otros miles de niños, que ruegan a Dios que haga desaparecer a sus padres y a ellos mismos para volver a sus raíces eternas sanos y limpios de las porquerías de la vida.

Probablemente, el ansia de morir está en consonancia con las fuertes ganas de vivir y con la exigencia, que nos planteamos a nosotros mismos, de demostrar al mismo tiempo una sacrificada abnegación. Es esa ansia la que oprime al ser humano y lo convierte en súbdito. Una abnegación desenfrenada está más allá de cualquier persona y se transforma en su opuesto, a menudo de un modo muy extraño.

En los días de colada, en invierno, mi madre tenía la manía de enseñarnos las manos, hinchadas por el agua y el jabón.

—Mira —decía, extendiéndolas.

Las manos recordaban a los leprosos de las estampas que había en los folletos que nos enseñaban los misioneros provenientes de África para recolectar dinero a fin de curar a aquellos enfermos y evitar que se les fuera cayendo el cuerpo a pedazos. A mí siempre me asombraba la transformación que sufrían sus manos en tan poco rato y tocaba muy asustado sus dedos «cocidos». Las manos podían tener distintos colores, pero cuando resultaban más asombrosas era cuando se teñían de azul oscuro, como ácidas vejigas de pescado de una rara blandura. Lo más misterioso de todo era cuando entraba a casa, a veces muy temprano, después de haber estado tendiendo la ropa bajo un frío intenso, metía la mano debajo del edredón, te tocaba y decía:

—Así de fría estaría si estuviese muerta.

Yo veía a mi madre tumbada, completamente congelada, encima de un montón de neviza, mientras la nieve la iba cubriendo poco a poco. No sabía por qué lo hacía, pero tenía la impresión de que en cierta manera tenía que estar muerta, quizás igual que su madre y su abuela, así que me convencí de que no existía nadie que estuviera vivo del todo.

Creo que las personas que han tenido ricas experiencias en su infancia y que de algún modo han seguido siendo súbditos y pobres durante toda la vida, a las que solemos denominar «pobrecillos», siempre se han visto a sí mismos como si estuvieran muertos de uno u otro modo; viven una vida muerta aunque respiren, y están vivos sólo de nombre. La mayoría de los pobres se limita a vegetar en las sombras, y ser pobre es no tener más que sombra.

La lata de botones de mamá

Yo no creía que pudiera existir una fuente tan inagotable de placeres misteriosos, de tristeza y de magia como la lata de botones de mamá. Era un bote gris, normal y corriente incluso a pesar de que vivíamos en la época de la Depresión, en la que no había prácticamente nada más que un interminable vacío. Era de hojalata, de tamaño mediano y casi se podía abarcar por fuera con las manos bien abiertas. No tenía tapa con cierre como las latas de adorno, sino una que encajaba por arriba en el borde, dejando un cerco oscuro. La lata estaba llena de botones hasta la mitad. Pesaba bastante, y por eso parecía un cofre que contenía un tesoro misterioso, pero que era en cierto modo accesible.

La lata de botones estaba rebosante, y quizá fuese el único lugar donde existía algo en abundancia tangible. En ningún otro sitio había de sobra; hasta a mamá le faltaban varios dientes, y éstos eran aún más escasos en la boca de papá. Sólo la lata satisfacía la necesidad de cualquier persona, probablemente congénita y especialmente fuerte en los niños, de poseer un cuerno de la abundancia del tipo que fuera.

Los botones eran tantos y tan variados que cuando alguno de nosotros perdía uno siempre se encontraba en la lata algún otro para reemplazarlo, quizá no uno idéntico, pero bastante aproximado. O al menos tan parecido que la diferencia no importaba. De este modo empezó a tomar forma en mi mente la idea de que cualquier pieza compuesta por otras dos o tres no del todo iguales puede zurcirse para formar una sola prenda sin que se pierda la armonía y se convierta en dos o más, y de que eso mismo sucede en la sociedad. De aquella lata podía extraerse mucha sabiduría sobre la tolerancia y la diferencia. A veces los botones, por ejemplo los de alguna de mis prendas, podían ser cada uno de un estilo sin que mis ropas parecieran hechas a base de parches. Los tiempos cambiaban, y con ellos también los botones, en el aspecto y en el material de que estaban hechos, pero entre los antiguos y los antiquísimos siempre se podía encontrar alguno que tuviera un estilo parecido al de los nuevos que se habían perdido.

Había relucientes botones de nácar, bonitos, blancos, rojizos y parecidos al arco iris que se forma en un charco de gasolina sobre la carretera mojada. Los botones no eran sólo para los ojos, deleitaban la boca cuando uno los mordía, sintiendo el contacto de su dureza con la de los dientes, para comprobar cuál de las dos durezas salía vencedora. Sólo se producía un pequeño crujido al morder, el oído lo percibía y captaba el sonido extraño y hermoso que hacía el diente al desgarrar la concha. Los botones deleitaban todos los sentidos. Yo percibía que aquellos magníficos botones llegados de los países de las perlas, al otro lado del mundo, y que estaban hechos de madreperla, nos traían cosas desde allá lejos, y aunque en mi fantasía eran resplandecientes, en realidad no eran lisos y uniformes sino irregulares; brillaban, pero sólo por delante, pues por detrás eran oscuros. Cualquiera de las dos caras era igual de agradable a los ojos, la lengua y las yemas de los dedos. Los botones de cuerno, de fabricación nacional, no eran tan bonitos como los extranjeros, pero sí igual de resistentes, aunque fueran amarillentos y rugosos. Tenían un aspecto extraño, y mamá decía:

—En éstos, el tiempo ha hecho de las suyas.

Eso quería decir que el tiempo lo altera todo, lo corrompe y estropea, lo desgasta y arruga.

Respetabas los botones nacionales como si fueran los antepasados de todos los botones. Los de paño que llegaron durante la guerra eran los peores, y casi aniquilaban cualquier respeto que pudiera tener uno por los botones; se estropeaban con el primer lavado. No eran mucho mejores los botones de cartón del final de la contienda. Eran una verdadera porquería, nunca se echaban en la lata sino que se dejaban a un lado, en un platito.

Debido a la escasez y al deseo de ahorro, nos habían encargado recoger todos los botones que encontrásemos.

—Puede venir bien tener muchos botones —aducía mamá—. Nunca se tienen demasiados.

Así lo hacíamos. En realidad, tal vez no por obediencia sino casi por codicia, por un ansia de encontrar botones y al mismo tiempo un deseo irrefrenable de llenar la lata para que se hiciera más pesada y el tintineo fuera más fuerte al agitarla, y para que al abrirla los botones se desbordaran y se esparcieran por la mesa. Era divertido agitar el bote medio lleno y oír los botones cantando en su interior melodías que hablaban de arenas calientes y lejanas, y lamentándose de que cuando eran unas conchas preciosas las abrieran con un cuchillo, allá en los cálidos mares transparentes de Arabia, una inmensidad de tiempo atrás, y les arrancaran las perlas de las entrañas unos míseros buceadores que casi se ahogaban, o a los que se les reventaban los pulmones de tanto sumergirse en su búsqueda. Luego fueron vendidas a unos mercaderes trapaceros por una miseria. Rara vez ha sonado en mis oídos una música más deliciosa y al mismo tiempo más triste que el susurro que se producía al agitar aquella lata. Era la única música instrumental que llegué a escuchar de niño, el espeso susurro de la lata de botones.

Servía además para otros muchos usos. Cuando hacía buen tiempo, que era nunca excepto en agosto, y los chicos nos íbamos por el rugoso malpaís y caminábamos hasta el brezal de lo alto de Leynir en busca de bayas, o cuando subíamos al Húsafell para contemplar Eldey surgiendo del tranquilo mar azul o gris en la lejanía, la vaciábamos y la transformábamos en una lata para bayas, e intentábamos llenarla. De bayas fue de lo único que llegó a estar llena hasta los topes.

En casa no había más latas para bayas, y sólo algunos chicos de otras granjas tenían unos preciosos cubitos importados del extranjero. Estaban pintados de varios colores, de los más vivos, y eran estupendos se mirasen como se mirasen, pero, si los chicos se caían, las bayas se les derramaban y se estropeaban. Eso no sucedía con nuestro bote, pues la tapa era muy segura. Nunca tenías que ir con cuidado, no pasaba nada si te caías y te revolcabas, sólo se escuchaba el tintineo, y las bayas ni se salían ni se perdían por los agujeros y los hoyos. El sonido que llegaba a los oídos era más blando que cuando la lata estaba llena de botones. Así que el bote era todo lo habido y por haber, pues era lata de botones y lata de bayas, caja de música y fuente de sabiduría que ahora intento examinar en mi memoria.

Sin embargo, lo más curioso de todo era que cuando abrías el bote para inspeccionar o tocar un diente que había pertenecido a mamá cuando era joven, del fondo surgía un olor extraño. Me recordaba lo de «guarda y hallarás», y estaba convencido de que debía de ser aquello lo que llamaban el hálito de la muerte, ese que se extendía por los salones de las casas cuando había algún cadáver, y del que se hablaba tanto que tenías la sensación de que el olor a muerto era lo más valioso que han poseído los seres humanos desde sus primeros tiempos, y lo único de lo que había de sobra en algunas familias. Los cadáveres solían guardarse por lo menos quince días después del fallecimiento. Así se honraba al difunto, se le mostraba el afecto que corresponde a los desaparecidos, y se ponía de manifiesto ante los demás que los parientes no tenían ninguna prisa por librarse del cascarón del finado para entregárselo a la tumba. Se consideraba un gran honor permitir a un niño que oliera el aroma de la muerte en casa de quienes no eran parientes. Sólo una vez conseguí aquella recompensa a un trabajo bien hecho, que fue llevarle pescado para comer a una mujer que estaba de luto.

—Eres un chico estupendo —dijo—. Ven, como premio te voy a dar lo que muy pocos niños se merecen.

Me cogió de la mano, me hizo entrar en su casa y me permitió colocar la nariz en el ojo de la cerradura de la puerta del salón y oler a través de ella el aroma que despedía el cadáver de su esposo recién fallecido.

—No le dejaría a nadie más que a ti oler el aroma de cadáver a tu edad —añadió—. ¿Lo notas?

—Sí —respondí extasiado.

—¿Cuántos años tienes?

—Seis.

—Ahora por lo menos no tendré que morirme de hambre, ya que hay alguien dispuesto a traerme cosas para llenar el puchero —dijo, disponiéndose a abrir la puerta para sentarse al lado de la cama junto a su esposo muerto. De pronto se detuvo y preguntó intrigada—: ¿Y dónde está el cardamomo?

—¿Qué? —repliqué.

—Si estás dispuesto a ir un momento a la tienda del barrio a comprármelo, para el bizcocho, porque tengo que preparar pasteles para el funeral, te dejaré volver a oler, y mucho más rato.

Asentí con la cabeza.

Ella me miró con desconfianza.

—Iré —confirmé furioso y enrabietado.

Quería oler más. El olor a muerto tenía un efecto parecido a cuando se aspiraba con fuerza el olor de las latas vacías de gasolina, y mareaba un poco.

—O mejor no, soy muy avariciosa con ese olor —dijo ella entonces, corrigiéndose—. ¿Sabes de dónde sale?

—De tu marido —respondí, sin acabar de entenderla.

—Entonces no se te hará tan raro pensar que ya te he pagado suficiente por el momento —concluyó, misteriosa, y me empujó para apartarme del ojo de la cerradura.

Debí de mirarla con extrañeza, quizá con un ruego en los ojos, porque me dijo con impaciencia, como una mujer que ya ha sido demasiado generosa con un niño:

—Sal a ventilarte las narices, como hacen algunas viudas sin esperar ni un momento. Ya puedes presumir de la experiencia.

El olor a cadáver de la lata de botones surgía de otra cosa distinta aunque parecida. Se debía a que en medio de la nube de botones había un diente podrido que Sigvaldi Kaldalóns, el médico y músico, le había sacado a mamá cuando sus dientes empezaron a estropearse y a caerse, casi uno detrás de otro, en cuanto comenzaron a llegar los hijos después de cumplir los treinta. Se consideraba algo natural; las mujeres creían que cuando los niños estaban en el seno materno se les iban comiendo los dientes porque necesitaban la cal. Era una muela de abajo, y no sólo tenía una caries y una mancha parda en la corona, sino que pegado a las retorcidas raíces llevaba un trozo de hueso de la encía que había salido al extraerla.

Cuando me veía escarbar en el bote y encontraba la muela en medio de unos botones magníficos importados del mundo exterior, mamá nunca se cansaba de decir:

—El muy canalla se había quedado fundido a la mandíbula.

Yo contenía la respiración ante las atrocidades que le pueden suceder a uno con los años.

—Y gracias a Dios que Kaldalóns no tuvo que arrancarme la mandíbula entera —añadía.

Pensaba que tenía que ser terrible que te arrancaran un trozo, pero tarde o temprano también a mí me llegarían esas cosas, en mis futuros años de adulto, cuando me quedara sin dientes y tuvieran que ponerme dentaduras y dientes postizos. Peor debería de ser perder también la mandíbula y quizá tener que ir por ahí con una mandíbula postiza que castañetearía suelta en la boca, haciendo aún más ruido que los dientes postizos. Todos se aconsejaban unos a otros sacárselo todo lo antes posible, para así librarse de golpe de la futura o crónica caída de dientes, antes incluso de que empezara a notarse.

Se trataba de un procedimiento muy práctico y era de lo más popular para poner coto al irresistible vandalismo del tiempo; era anticiparse a las cosas, engañar a la tragedia, ser listo y moderno. Las predicciones sobre el futuro que publicaba la revista Víkan indicaban sin lugar a dudas que la ciencia había demostrado de manera irrefutable que a principios del próximo siglo la gente nacería con la cabeza esférica y sin pelo (aunque no serían exactamente calvos, pues quien nace calvo no puede tener calvas), repleta de capacidades inútiles e innecesarias, y además nacerían todos desdentados, lo que sería un gran alivio. Todas estas mejoras del cuerpo humano irían acompañadas de tendencias pacifistas y de una gran amabilidad, lo que extinguiría las guerras y, por lo tanto, en el futuro evolucionarían el estómago y la digestión de tal modo que en el año 2001 nos alimentaríamos tan sólo de pastillas. «¡Menuda diferencia para la mujer, vivir como le venga en gana, sin tener que pensar en cocinar!», exclamaban las mujeres emocionadas, en cuanto levantaban los ojos de Víkan. Así que se marchaban a casa animando a todo el mundo a que se sacaran los dientes malos mientras esperaban la llegada del progreso, que alejaría el peligro del dolor de muelas, o el momento en que las ciencias hicieran innecesarios los dientes mediante una nueva disposición divina concerniente a la creación del hombre; por primera vez, el ser humano sería un auténtico ser del futuro. Había pocas cosas que yo deseara con tanta vehemencia como presenciar el nacimiento del ser del futuro, porque hasta entonces sólo habíamos tenido un futuro bastante difícil a base, precisamente, de dolor de muelas. Muchos niños maduraban tanto y tan pronto que exigían que les sacaran los dientes, pero no se lo permitían. Sus madres argumentaban: «Primero tenéis que esperar a que os salgan los dientes de adulto, luego tenéis que aprender las letras y después confirmaros, y cuando tengáis uso de razón y seáis auténticos cristianos podréis sacároslos. Pero desde luego es mucho más juicioso prometerse y casarse antes, así seréis un buen partido, cuando aún está todo por sacar, y en cuanto llevéis un año de matrimonio os lo podéis sacar todo menos dos dientes de delante para morder los tendones de los filetes de caballo. Después de ese tiempo ya no se sonríe ni siquiera a la pareja».

Cada vez que rebuscaba en la oscura lata de botones era terrible pensar, y resultaba un milagro imposible de entender, eso de que Sigvaldi Kaldalóns, médico de distrito y músico, le hubiera «helado» la boca a mamá antes de coger las pinzas que había en una bandeja, mojarlas, carraspear un par de veces para que no se le metiera el olor a medicina y ponerse luego a bregar con la muela.

—¡Y como un loco! —decía mamá.

Entonces sucedió algo horrible: la congelación se le fue de las encías antes de que la muela hubiera salido de la mandíbula.

—De modo que el dolor se me metió por las venas y los nervios —explicaba mamá.

Kaldalóns le preguntó: «¿Sientes algo?». «No», respondió mamá, aguantándose como hace la gente del pueblo. No quería ofender a un médico instruido admitiendo que sentía algo.

—Entonces se echó encima de la muela con más ímpetu todavía —continuó, mirando el montón de botones que había volcado sobre la mesa.

Calló un rato para contemplar en su memoria al músico peleando con el diente, y para ver cómo cogía un compás de dibujo y le clavaba la punta en la raíz al tiempo que preguntaba: «¿Sientes algo?». Y entonces ella ya no pudo por menos de preguntar a su vez: «¿Pues qué cree usted, hombre de Dios?». «Sí, es normal», repuso Kaldalóns. «Con el compás noto que esa maldita raíz está viva todavía, y que hay muchos nervios sensibles. Pero prefiero no volver a congelártela, buena mujer, no hay nada malo en que notes algo en las raíces del diente.» «Ya me lo imagino», dijo mamá. Kaldalóns le advirtió: «Pero no te vayas a poner a hacer gorgoritos como si estuvieras cantando ópera, como mi hermano Eggert en Milán. A menos que estés embarazada. ¿Lo estás?». «No», contestó mamá. «No hay prisa», dijo él, y siguió dale que dale con el diente.

Cada vez que derramaba un montón de botones encima de la mesa, pensaba que el diente habría desaparecido, que se habría evaporado o que se habría ido con Dios de una forma u otra. Sin duda, su hogar debía de estar en el cielo, porque una vecina muy sabia, especialista en persianas y cortinas, le había dicho a mamá en cierta ocasión: «Desde mi punto de vista, da exactamente igual dónde y cómo se mire el cuerpo, el alma está en todas partes, desde la coronilla hasta las puntas de los pies, y desde cada lugar va hacia el Señor, incluso desde el último diente». A juzgar por esto, el alma tenía que ir hacia Dios incluso desde las uñas. A mí me parecía bastante lógico. Debía de estar hecha de alguna materia inmaterial, procedente de algún sitio dentro del cuerpo. Y es que la mujer que había dicho aquello nunca se andaba con chismorreos ni historias. Si informaba de que había llegado a la tienda una tela nueva para cortinas, o de que se esperaba que llegase en la camioneta de la mañana, lo que decía iba a misa. Las mujeres no corrían riesgo alguno al levantarse temprano, ya que sólo a las que lloraban porque necesitaban a toda costa unas cortinas nuevas les valía la pena romper las viejas. Nunca dijo una mentira, excepto en una sola ocasión. Había dicho con todas sus letras que yo le había sacado la lengua para burlarme de ella cuando ella vigilaba para averiguar quiénes eran los chicos que andaban tirando piedras delante de su casa. Levantó la persiana y creyó verme con una piedra en la mano; salió corriendo al instante, me empujó contra la pared y amenazó con darme una buena tunda.

—¡Chilla todo lo que quieras pero no vuelvas a sacar la lengua! —exclamó al final—. ¡Déjala en su sitio bien mojadita!

—Lo intentaré —dije acobardado.

La verdad era que yo no le había sacado la lengua a ella, sino a su perro, que estaba debajo de la ventana; pero, claro está, ella creyó que mi desvergüenza iba dirigida contra ella. Desde luego que yo no tenía nada en su contra, menos aún en contra de su perro; por otra parte, era demasiado inofensiva como para atreverme a practicar con ella lo que otros muchos osaban hacer, fastidiar a mujeres mucho mayores y muchísimo más pesadas que aquélla, unas focas sin nombre a las que nos referíamos sólo como «coñazos».

Cuando sucedía algo vergonzoso de ese estilo, podía ser de lo más relajante coger la lata de botones para quitarse el asunto de la cabeza, dejar correr el río de botones, buscar el diente podrido en medio del montón, encontrarlo al poco, llevarlo cuidadosamente a la nariz, olerlo y sentir el aroma de cadáver en el agujero marrón, para buscar el alma que le había causado a mamá terribles dolores de muelas antes de quitarse el disfraz terrenal y salvarse del suplicio de tener que zampar pescado los días laborables y carne de caballo los festivos. «En este diente ya no puede quedar ni rastro del alma», pensaba yo, reproduciendo lo que había oído decir a algunas mujeres. «Ha desaparecido ascendiendo hasta la boca eterna de Dios.» Pensaba mucho en esta cuestión, agobiado, siempre que alguien me daba una buena regañina. Eso no quiere decir que yo organizara mis pensamientos como hacen los filósofos, a fin de conseguir analizar la melancolía en sus diferentes aspectos hasta encontrar la solución al problema, sino que mis pensamientos flotaban perdidos en un estado mental más bien difuso, dando vueltas alrededor del problema hasta que pronunciaba esta pregunta, robada de la mujer antes mencionada: «¿Cuándo puede decirse que una persona está total y absolutamente muerta?». «A mí no me preguntes», respondía mamá. Esas grandes cuestiones se planteaban siempre en las cocinas delante de las tazas de café, y los marineros no hacían más que reflexionar sobre cosas semejantes cuando estaban en tierra, aunque ellos eran mucho más precavidos que sus mujeres a la hora de dar su opinión sobre estos temas, y lo hacían con menos arrogancia y convicción. Recuerdo las ideas deliciosas, dolorosas pero también hermosas, que revoloteaban por mi cabeza cuando yo también buscaba respuestas y pensaba sin parar acerca de lo que estaba muerto y lo que estaba vivo en mí mismo. No tenía opinión propia, de modo que, como muchas mujeres, no podía evitar que las ideas fueran como una mosca que revolotea en un día de sol alrededor de los acianos junto a un muro. En todo caso se trata de una imagen muy bonita, se ve con claridad la mosca saltando de flor en flor, libando el dulce néctar de la vida; echa a volar, desaparece, regresa una y otra vez en nuevas búsquedas de la materia que, cuando bebía entre los brillantes colores, se había quedado en la corola. Es posible buscar eternamente lo que desapareció de la flor, y así es también la vida anímica en nuestro interior, pues cuanto más tiempo vives, más dejas; el derroche estimula la producción hasta que la materia se consume y el alma muere.

Había una vez en mi barrio una gran espiritista que se pasaba el día sentada delante de una taza de café y que dijo, para que yo la oyera, que la vida y la muerte en la existencia de una persona eran el néctar de la flor, y que la mosca liba de ella con su trompetilla y se la come para poder volar más ligera.

—Sin embargo, sigue habiendo néctar en la corola —decía—. Eso es lo que llamamos infinitud del espíritu.

Si deseaba uno confirmar o desmentir que la respuesta a la cuestión de la existencia era que la infinitud crece cuanto más se le quita, no tenía más opción que visitar a las señoras que tenían una ouija y la usaban con suficiente sosiego mental. De mamá no podían esperarse respuestas; se limitaba a decir:

—A mí siempre me han dado esquinazo los espíritus, por mi mente han parado más los ángeles.

Por eso me encantaba la ouija e intentaba adivinar qué significaba el misterioso crujido que te llegaba a los oídos cuando posabas suavemente un dedo sobre el fondo del vaso y éste empezaba a moverse. Enseguida se ponía en marcha en una ávida búsqueda de la verdad por toda la cartulina, y nunca tardaba en encontrar la respuesta correcta. La gente concedía un gran valor a la transparencia de las verdades del vaso, hasta que alguien con más discernimiento veía, de pronto, más allá del vaso y de su conducta, y descubría la mentira sin fondo mediante un instrumento mucho más perfecto.

—A mí no me interesa el vaso —decía aquella mujer—. Me he agenciado un bote de ouija.

—Tú no estás bien de la cabeza —replicaron los espiritistas ortodoxos, tratando de ridiculizarla al afirmar que el bote era una porquería.

—Me da igual cómo lo llaméis, bote de ouija o porquería de bote —se defendió la mujer—. El bote de espíritus dice la verdad.

—Cariño, ¿no sería mejor utilizar las dos cosas juntas, en vez de despreciar el vaso? —preguntaron para darle una oportunidad de cambiar de opinión.

—Antes muerta que faltar a la verdad —respondió ella—. Seguiré con lo mío o moriré.

El nuevo instrumento se fue abriendo paso y casi provocó una revolución. La gente empezó poco a poco a ir viendo las desventajas que tenía el vaso por ser de cristal.

—Si lo que se busca es adivinar algo en un asunto de los que se llaman «transparentes» —explicó la mujer—, lo único que se consigue es lo que favorece la mentira. Los espíritus que se manifiestan en cristal transparente y ante los ojos de todo el mundo nunca se atreven a decir la verdad.

—Es evidente —coincidía la gente, habida cuenta de los rasgos humanos de los espíritus: eran unos auténticos gallinas.

—La mentira es muy astuta, prefiere esconderse en lo transparente, así nadie se percata de su presencia porque es demasiado visible como para que la vean; pero la verdad aparece directamente con el bote, sea bonito o feo —explicó la mujer—. Nadie puede influir sobre los espíritus a través de un bote opaco.

Al poco tiempo, el barrio se había convertido en el primero y único lugar del mundo donde las noticias, incluso sobre lo que pasaba en la casa de al lado, llegaban sin la menor brizna de falsedad gracias a los botes de ouija.

—Para que luego digan que este país no progresa —comentó la mujer un otoño, ufana, cuando papá pasó junto a la valla de su finca con el último saco de patatas a la espalda.

Aquellas palabras me hicieron reflexionar y descubrí que eran acertadas, pero no me atreví a preguntarle a mamá: «¿El diente del trocito de mandíbula está muerto y tú estás viva?». Temía que su respuesta fuera caerse muerta para poder estar con el diente, y a partir de ese momento yo habría tenido que utilizar la lata de los botones como bote de ouija para hablar con ella. «¡Pues figúrate!», pensé. «Que un diente podrido que le habían sacado de la boca fuera más importante que mamá entera.»

—¿Puedo probar si la lata de los botones sirve para la ouija? —pregunté.

—No —respondió—. Déjate de tonterías.

De niño se me confiaron muchos botes llenos de misterios de la vida de la gente; había oído hablar de ellos, había albergado sospechas acerca de su existencia, los había podido ver con un solo ojo, pero no se me permitía abrirlos y hablar de ellos, sino que tenía que guardar silencio. Obedecí, pues de los cuentos populares había aprendido lo peligroso que puede ser meter las narices en las cosas que se nos han confiado encerradas en objetos diversos, del estilo de este bote, o hablar de su contenido. Por eso estaba siempre alerta, y aprendí a rechazar el vaso y a tener cuidado con mi bote. Si se abre el bote en un momento inoportuno, incluso en la literatura, puede suceder cualquier cosa y perderse lo que atesora.

Me parecía más que probable, en realidad lo sabía y me resultaba evidente, que en determinado momento todos están a la vez vivos y muertos, igual que mamá y el diente, pero al final todos estamos solamente muertos. Quizás algo así me había pasado también a mí.

Pero ¿tan joven?

En semejante estado de entusiasmo, cuando hacía sol y yo disfrutaba del placer de dejar que la arena fluyera por mi puño cerrado hasta que la mano quedaba vacía, llegué a la conclusión de que Dios no nos deja nacer del todo. Nadie ha nacido por completo en el mundo. Por eso no hacemos más que intentar una y otra vez parir de diversos modos lo que sentimos que nos falta, para así poder completar la vida; en general sólo lo logramos con nuestras obras o con el instinto de la reproducción, pero nunca por entero, por mucho que lo intentemos.

Nunca te llenes, ni te vacíes tampoco, nunca digas la última palabra en nada, aprende por encima de todo el arte de ocultar y guardar. Esto conduce a la continuidad, lo otro lleva a la conclusión.

Pero al morir mi madre, cuando estaba ya bajo tierra, recordé de repente la lata de los botones de mi niñez, con la impresión de que la conservaba en su imagen exacta y precisa, no en simples palabras. Busqué en el armario de la cocina, donde tendría que estar, pero no la encontré por ningún sitio, así que le pregunté a mi padre:

—¿Dónde está la lata de botones de mamá?

—¡He tirado esa porquería! —me respondió. Aquello me afectó, y él se dio cuenta y rió—. Como si cualquier persona en su sano juicio fuera a guardar un bote que no sirve para nada —añadió con sarcasmo.

Herido en lo más hondo, intenté hacerle entender cuál podía ser el valor de aquel objeto, pero él era incapaz de comprender que una cosa inútil pudiera ser más valiosa que cualquier otra que tuviera utilidad.

—No hagas como si la lata esa fuera tu botín de guerra —replicó mordaz, y pretendió darme un ejemplo extraído de las sagas islandesas, que yo siempre he considerado como parábolas escritas por cristianos acerca de la lucha de un pueblo que ha perdido sus valores y pelea, por rabia y por un impulso primitivo, para conseguir conservar algo inútil.

—Por suerte, no sólo lo que se consigue con las armas tiene valor —repliqué.

—Ese bote no servía para nada, no le des más vueltas —repuso él, machacando con lo mismo.

Si respondía así no era porque en la vida hubiese llegado a poseer algo de tanta importancia que, en comparación, la lata de los botones careciese de valor alguno y hubiera de tener ese mismo valor nulo para los demás, sino por algo bastante frecuente en la forma de ser de muchas personas y que yo siempre he sido incapaz de entender: nuestra necesidad de destruir.

Y pensar que podía existir incluso en un constructor de casas como mi padre.

—Tal vez la vida no valga nada, pero nuestro objetivo es dar valor a lo que otros consideran poco valioso —aduje yo sin dejarme convencer por sus palabras.

—Por muchos siglos que guardaras ese bote, nadie vería en él nada de especial —repuso mi padre.

Su actitud era consecuencia, en parte, del hecho de que nunca fue un niño que pudiera disfrutar con la lata de botones de su madre, una lata repleta o llena a medias de una multitud de formas, colores y materiales que podían engarzarse en ideas sobre la vida y la existencia. Lo único que tuvo él fue una navajita que su padre adoptivo le regaló para cortar un palito, que desapareció para siempre cuando se gastó por completo. Ésta era la diferencia entre nosotros.

Aunque quizá sí que tuviera algo tan poco valioso como una lata o alguna otra cosa cuyo valor yo no habría sido capaz de juzgar porque nunca me divertí con ella a su misma edad. Yo admitía que no me interesaba de un modo especial su caja de herramientas, aunque fuera mil veces más grande y sin duda alguna más importante que el bote, repleta como estaba de herramientas. En tiempos había sido útil, pero ahora se había convertido en una antigualla, igual que los botones de la lata, pero a él jamás se le habría pasado por la cabeza tirarla. A mí tampoco. Sé que la lata de botones de mi madre se enlaza en mi personalidad con la caja de herramientas de mi padre, pues debo de ser una combinación de ambos. No presté ninguna atención a este hecho hasta mediada la cincuentena, cuando empecé a echar de menos las cosas de un modo intelectual y a recordarlas de forma sistemática. Así que le dije a mi padre:

—Pensaba conservar la lata de los botones y la caja de las herramientas y echar los botones encima de las herramientas para agitarlo todo junto. Pero puesto que ya no hay lata de botones, sólo caja de herramientas, no erigiré ese monumento en vuestro honor.

—Me temo que estás absolutamente majareta, si estabas pensando en mezclar unas herramientas de carpintería y una porquería de botones —rió mi padre.

¿Por qué nunca se me había pasado por la cabeza mezclar ambas cosas en las palabras de un relato?

No lo sé. En cambio, sé que las cosas no tienen el mismo valor que las palabras que se usan en su lugar; las palabras suelen durar incluso más que las cosas. Así que decidí vengarme de la caja de herramientas escribiendo más sobre la lata de botones, y usar ambas igual que los botones en su época, de manera que, a lo mejor, la lata perdurará como concepto aunque haya desaparecido como bote de hojalata tangible y lleno de… ¿de qué?… ahora ya no sé de qué estaba lleno en realidad… ¿Quizá de muchísimos botones? ¿El diente…? La vida está llena de botones, dientes, palabras huidas.

¿Qué tenía?

Puede que fuese un pequeño fragmento de las cosas queridas y sin apenas valor que hacen que la vida sí que tenga valor, algo que nos lleva a enlazar temas diversos en un relato, igual que metemos botones de diferentes tamaños, formas y materiales por ojales estrechos o anchos, como si formaran parte de una prenda universal mucho después de la muerte del cuerpo de alguien… ¿del mío?… quizá resulta que puede tener algún sentido lo que suelo responder cuando me preguntan por mis opiniones acerca de la obra literaria y la fama de los escritores:

No hay demostración posible del valor de una obra hasta que el autor lleva al menos cien años en la tumba y ha sido olvidado casi por todos; aunque entonces no le sirve de nada a él, en lo tocante a éxito y reputación.

Creo que no tiene importancia alguna que el escritor piense en la eternidad mientras los demás piensan en lo inmediato, en los números y en el beneficio.

Hay pocos que verdaderamente presten atención a un escritor, por magnífico que pueda ser, hasta que la inconstancia de los gustos saca a su obra de la tumba del olvido y la convierte en un fantasma ejemplar que se arroja sin cesar contra los escritores jóvenes, exclamando: «Aquí están vuestro padre y vuestra madre. Así habréis de escribir. Entonces disfrutaréis de una larga vida en la magia del pueblo».