Ventura Méndez pedía a doña Julia Arnal de Terrén, esposa del secretario, que le excusara pero necesitaba beber sólo lo necesario para aligerarse del calor. Con la botella de vino en la mano, se sentía más seguro de sí mismo. Ventura Méndez quería decirle que con su marido, Tomás Terrén, nunca había tenido buenas relaciones. A su llegada a Canfranc-Estación ya se habían planteado el problema de la diversidad de caracteres. Por cierto que al hijo, Alfonsito, hacía tiempo que no lo veía. ¿Estaba bien de salud?, pues se alegraba de ello sobremanera, lo importante era estar bien de salud que junto al dinero parecían valores fundamentales. Y sobre la cuestión al efecto, sobre la que me pregunta usted, señora, le parecía un asunto realmente delicado, en eso coincidían los dos. Porque ella había venido, sí es verdad, por una razón importante, mire, lo que voy a decirle es preciso que quede entre nosotros, ¿no se lo dirá a nadie más?, entonces lo iba a exponer de la manera más sencilla y directa, haciendo de nuevo la advertencia previa de guardar la mayor reserva y llevando las manos al bolso en busca de una cantidad de dinero suficiente, oyendo cómo Ventura Méndez decía, ¡pero señora!, lo que le había obligado a doña Julia Arnal de Terrén a completar la cantidad. Buscaba, hurgaba en el bolso, forzando a Ventura Méndez a mantener la mano extendida para decir luego, le daré otro tanto más e igual que éste sí me responde a las preguntas que le voy a hacer, si es usted tan amable, empezando por la primera, hábleme de esa mujer que trabaja con usted, creo que se llama Rosa Antillón. Interrumpiéndole Ventura Méndez en una explicación interminable sobre los valores de esa misma mujer que, según creía, eran todos positivos aunque la gente hablase mal y dijera lo contrario. La esposa del secretario demostraba su desconcierto, ¿usted piensa eso?, sí señora como se lo digo, sin dejar de hablar hasta oír cómo doña Julia Arnal de Terrén intervenía, no es eso, no es eso; ella a lo que había ido allí era para saber si alguna vez la había visto (¿a quién? A Rosa Antillón, hablo de ella, ¿de quién voy a hablar si no?) con su marido, el secretario, conversando, paseando o en cualquier otra circunstancia. Daba a esa palabra circunstancia un tono especial y para mayor comprensión añadía usted ya me entiende. Pues no, tal como le contaba las cosas a Ventura Méndez, no deducía nada en absoluto sobre el tema. A doña Julia Arnal de Terrén la actitud de Ventura Méndez le parecía inadecuada, ¿comprende o no? Ventura Méndez ponía todo su interés en ello. Pues no señora, no. Entonces fíjese en lo que voy a decirle ahora y responda. Se trataba de unas relaciones no lícitas, extramatrimoniales, disconformes con la misma ley de Dios y con la dignidad de la persona. Ventura Méndez hacía un signo con la mano, y doña Julia Arnal de Terrén volvía la cabeza sonrojándose, mirándole de nuevo con frialdad. Ventura Méndez pretendía que la esposa del secretario asintiese; ¿se refiere a eso? Doña Julia Arnal de Terrén dijo, después de pensarlo, que efectivamente era a lo que se refería. ¿Podía darle alguna referencia?; ya sabe lo que son estas cosas. Pues sí, Ventura Méndez había visto al secretario alguna vez con Rosa Antillón. Doña Julia Arnal de Terrén quería saber algo más, ¿personalmente?; sí señora de la misma forma que la veo a usted ahora. La esposa del secretario afirmaba, no debía importarle ser más explícito. Ventura Méndez añadía, como guste y estaba dispuesto, por lo mismo, a responder a las otras preguntas que se le hacían. Todo podía quedar reducido a una sola interpretación que acaso resultaría mezquina, ¿no le parece? Ventura Méndez denegaba, no creía en las malas interpretaciones ni en la mezquindad de la gente, decía no señora no, y más bien creo lo contrario que la interpretación es correcta. Doña Julia Arnal de Terrén se sobresaltaba, ¿no pondría las manos en el fuego?, ¿verdad? Pues sí señora por su parte las pondría. Aun con todo podía darse el caso de que no se expresasen en terrenos idénticos.

—¿No será que usted no habla de las mismas cosas que yo?, ¿que hayamos llegado a conclusiones nada parecidas, diferentes? Hay que tener cuidado con esto.

Doña Julia Arnal de Terrén una vez en la iglesia se había hecho anunciar por su propio hijo Alfonsito que se encontraba en la sacristía y Benito Liesa la había recibido y escuchado durante un tiempo prudencial, interrumpiéndole para decir, señora, ¿no sabe usted que no es lícito ningún juicio temerario y menos el que se dirige al cónyuge, que en este caso no parece fundado? Y además, ¿no comprende usted que no sólo habla con el religioso sino también con el amigo? Doña Julia Arnal de Terrén estaba conforme en eso y hasta pedía que se la excusase. Entonces, ¿qué es lo que quiere dar a entender?, porque podía ser cierto lo que le había contado su hijo Alfonso o no serlo. Vuelva a explicar, si no tiene inconveniente, de lo que se trata. El niño Alfonso había visto en compañía de un amigo algo; hasta allí nada que objetar, ¿y luego?, ¿y luego?, que le dijera si había motivos fundados, porque la acusación parecía grave. Un hombre, el marido de usted, don Tomás Terrén, podía caer en la tentación de vez en cuando como cualquiera, como éste, aquél o yo mismo, pero cuidado con querer ir más lejos, no iba a admitirlo. ¿Con Rosa Antillón, dice?, debía repetirlo, podía darse el caso de que no lo hubiera oído bien.

—Haga el favor de nombrar a la persona cómplice.

—Rosa Antillón la que vive con Damián Albolote.

—¿Puede probarlo?, basa la aseveración en el testimonio de un niño, ¿confía en su palabra?...; pero mujer, ¿no comprende que en este momento de obcecación resulta su testimonio parcial?, ¿que lo que es blanco se ve negro o al revés? ¿Conoce a su marido?, ¿diga?, ¿diga?, no le conoce y usted permita que yo se lo haga notar, ¿que ha vivido veinte años con él en su compañía?, ¿y qué?, también se da el caso... Pues sepa que no, si me permite voy a hacerla recordar algo y es lo siguiente, su esposo legítimo no se llama sólo Tomás Terrén sino que hay algo detrás del mismo nombre, él es el protagonista, el director de orquesta si me autoriza el símil (aunque pudiese no ser acertado) de un grupo de personas, hombres y mujeres, cuya formación espiritual dependen exclusivamente de mí. No lo olvide y permita que sea severo en esto ya que constituye mi obligación. No dude siquiera, olvídese de las palabras de Alfonso, el hijo, que en definitiva es un niño y en caso que fuese cierto haga lo que se le dice, como si no hubiese ocurrido; los defectos de los hombres en algunas circunstancias especiales se olvidan.

No faltaba mucho para que el sol se pusiera. Damián Albolote profundizaba en el hoyo y arrojaba la tierra espesa en los bordes. La tierra se deshacía caliente y amarilla entre los rayos de sol.

—Damián ¿qué hace?, ¿lo encuentra usted?

Buscaba un despojo humano en la tierra. Sujetaba el pico en las piernas y escupía en las manos.

—No.

La tierra estaba llena de pequeñas raíces diminutas. (Algo de vida había en esa tierra desolada y triste.) Ventura Méndez oyó un golpe blando, profundo, y Damián Albolote agachado, con el torso desnudo, descubrió la chapa de metal con las manos.

—Lo he encontrado; fíjese.

Y tanteaba con los dedos las paredes metálicas de la caja.

—¿Lo ve?

—Sí.

—No es tan fácil, espere. No hay argolla, ¿la ve? Explicaba que sin argolla había que utilizar la tabla para levantar la caja.

—Va a ver, traiga la tabla.

—¿Quiere que le ayude?

—No hace falta, espere.

Escarbaba con las uñas y con la punta del pico. Cuando consiguió un espacio amplio en los costados introdujo una mano por los huecos. Intentaba conseguir llegar al fondo para hacer fuerza desde abajo.

—¿Le ayudo?

Había apoyado la cabeza contra la tapa de metal y parte del pecho. Un brazo estaba hundido en la tierra y el otro lo mantenía en el aire erguido y sin apoyo.

—No, acérqueme la tabla si es que puede.

Conseguía levantar débilmente la caja de cinc con una mano e intentaba ayudarse con la otra.

—Métala aquí ahora.

Había que introducir la tabla en la rendija que dejaba abierta pero tropezaba la tabla con sus manos.

—Espere hombre.

Había separado la mano derecha y tanteaba la caja de cinc con la izquierda.

—Ahora métala.

Se introdujo perfectamente la tabla en la rendija y Damián Albolote saltó fuera del hoyo.

—Levántela.

Ventura Méndez intentó hacer palanca hacia abajo pero no se movía.

—¿Es que no puede?

—No.

Se colgó de la tabla con todo su peso. Crujió un poco. Entonces Rosa Antillón se colgó también.

—Bueno así está bien, dijo Damián Albolote.

Había pasado una cuerda por debajo.

—Ahora dejen la tabla.

Rosa Antillón se bajó de un salto y Ventura Méndez subió unos centímetros.

—Bájese usted.

Le pareció a Ventura Méndez que cualquier barra entraría más fácilmente en la tierra y con menos trabajo.

—Sujete aquí, dijo Damián.

En principio el tiempo utilizado con una cuerda tampoco era grande pero se requería un gran esfuerzo para mantener en vilo la caja de cinc. Y a todo eso había que añadir una segunda fase de trabajo que consistía en depositarla en terreno firme una vez que estaba en alto. (Porque si teóricamente ésta podía ser una operación sencilla en la práctica resultaba muy engorrosa.) Era necesario que Damián Albolote y un tercero se colocasen en los lados opuestos del hoyo; pero una vez que se conseguía alzar alguno tenía que moverse hacia donde estaba el otro para conseguir que apoyase la caja de cinc en la tierra de la superficie y bordear así el hoyo.

—¿Aguanta usted?, dijo Damián Albolote. Sujete bien ahora.

Para bordear la fosa, alguien tenía que ceder cuerda, porque se alargaban las distancias en el recorrido (que era siempre circular o rectangular). Después, una vez alcanzada la separación máxima, había que recoger por el contrario la cuerda que sobraba y una vez juntos, en el encuentro, se tiraba de las dos cuerdas hasta conseguir apoyarla de una forma definitiva.

—Venga, arriba, dijo Damián Albolote, yo daré las voces. El tablón quedaba sujeto a la tierra y sobresalía por encima del hoyo de un modo innecesario. Aun consiguiendo elevar la caja de cinc hasta la superficie habría después que elegir en cualquier caso una de estas dos soluciones:

a) O extraer la tabla de la tierra.

b) O continuar subiendo el ataúd muy por encima de la superficie hasta el final de la tabla.

—Venga uno; ¿qué pasa allí?, dijo Damián Albolote.

Se colgaban —Rosa Antillón y Ventura Méndez— de la tabla que no se movía.

—Pero ¿qué sucede?, dijo Damián Albolote, denme las cuerdas.

El inconveniente estaba en sujetar bien la caja.

—No hay argolla, dijo Damián Albolote, no hay nada.

Se arremangó el pantalón hasta los muslos.

—Venga.

Rosa Antillón reía.

—El diablo se la lleve, dijo Damián Albolote, el diablo se la lleve a la muy puñetera, ¿no pueden empujar más?

Para empujar Damián Albolote necesitaba sumergir la cabeza hasta el fondo y así tantear la tierra con las manos.

—Está en el infierno este maldito pijotero.

Le goteaba agua por el cuello hasta el mismo pantalón caqui.

—Ahora.

Al levantar la caja la tabla cedió y Damián Albolote gritó entonces, el ataúd agarrado por un extremo se torcía y podía volcarse. Salió por fin como una cuarta parte a la superficie, intacto, cubierto de tierra arenosa y amarilla.

—Venga que no se suelte; arriba, arriba ahora.

Rosa Antillón estaba de espaldas delante de Ventura Méndez con las piernas un poco separadas y los brazos tensos por el esfuerzo. Su vestido azul se movía con dulzura.

—No quiere subir del todo, dijo Damián Albolote.

Rechinaba los dientes y jadeaba. Se había puesto de cuclillas en la tierra y sostenía la caja entre las piernas.

—No, no quiere subir la jodida, que no quiere subir la cabrona.

Tenía los ojos cerrados y se movía en el espacio que quedaba sosteniendo el fondo de la caja.

—¿Es que no puedes ayudarme tú Rosa?, ¿qué haces parada allí? Sujeta mejor la cuerda cuando diga.

Empujaba de abajo arriba pero seguía sin haber espacio suficiente para su cuerpo y, al mismo tiempo, para la caja de cinc.

—Es que está enterrada y no sube.

Escarbaba con el pico en la tierra y la removía. Después bebió un trago largo de agua en una jarra y se limpió la boca con el antebrazo.

—Bueno hay que empezar otra vez. ¿Usted quiere ayudar?

Se dirigía a Ventura Méndez sin tener en cuenta que el secretario había dicho expresamente que era él quien mandaba.

—¿Qué dice?

—No, no ayudo. ¿Por qué no sube usted y estira desde arriba? No hace nada allí donde está.

—¿Que no hago nada aquí?, dijo Damián Albolote. Mire.

Con las dos manos había rodeado la caja intentando alzarla y la movía.

—¿Ha visto?

Era cuestión de amor propio. La trasladaba a golpes de un modo irregular.

—Ahora, dijo Damián Albolote.

La caja había quedado en el aire fuera, y se balanceaba a la altura de la superficie.

—¿Lo ve?, dijo Damián Albolote, ¿salía o no?