CAPÍTULO PRIMERO

 

 

  WICHITA, a finales de abril, era un desbordado río de noticias, de chismes, de excitaciones.

  Avanzaba la primavera, el ganado tejano empezaba a fluir por la ruta de Chisholm y se desparramaba por las amplias llanuras de Kansas, convergiendo hacia los principales embarcaderos a lo largo del ferrocarril. En Wichita, las manadas habían comenzado a llegar a razón de una diaria, a veces hasta dos en una sola jornada.

  Los hoteles de la ciudad colgaban de sus puertas el letrero de: «No hay habitaciones».

  Las tiendas, que durante el invierno arrastraron una existencia lánguida, se veían llenas a todas horas. Y otro tanto ocurría con las tabernas, las salas de juego, prostíbulos y dancing hall.

  Era, en fin, el inicio de la gran temporada, la época de bonanza, que se prolongaría por todo el verano hasta bien avanzado el otoño. Si las previsiones no fallaban, y no había razón para ello, esta temporada sería todavía más lucrativa que todas las anteriores. Así había venido ocurriendo desde que Chisholm abrió la ruta al ganado tejano, sin que se entreviera, por el momento, cambio alguno probable de la situación.

  A Keyes Mac Andrew le tenía sin cuidado la fabulosa marcha ascendente de los negocios de la ciudad. Él no era ganadero, ni tendero, ni propietario de un saloon. Sin embargo, cuando aquella mañana Guy Rustlin le notificó el aumento de medio dólar diario en el precio del alojamiento, Keyes comprendió que, inevitablemente, era arrastrado por la corriente que de día en día imponía cambios en la ciudad.

  Normalmente, Keyes no comía en el hotel, por encontrar más económicos precios en cualquiera de los numerosos restaurantes frecuentados por los tejanos. Pero aquella misma mañana, en el sucio fonducho donde solía desayunar, encontró con sorpresa que habían subido en treinta centavos de dólar los dos huevos y el correoso bistec que tomó como almuerzo.

  Era cerca del mediodía cuando Keyes cruzó de nuevo la calle, en dirección a La Bella Betty.

  A sus casi cincuenta años, Betty Wayne ya no era la hermosa mujer que dio nombre y fama a uno de los más populares saloons de la costa del Pacífico. Betty, que poseyó una gran voz y una hermosa figura, había conocido a príncipes y magnates. Fue varias veces rica, otras tantas perdió su fortuna, y había sido, en suma, la protagonista de las historias más fabulosas del Oeste americano. Probablemente muchas de estas historias eran producto de la inventiva de la gente, pero esto a Mac Andrew, le tenía sin cuidado.

  Lo importante para Mac Andrew era que Betty le distinguía con su aprecio. Se trataba de una mujer inteligente, de amena conversación y un gran conocimiento de la vida.

  Aparte todo lo demás, era también la mujer mejor informada de Wichita.

  El dancing hall de Betty era un exponente del rápido desarrollo de la ciudad. Un año antes era un simple barracón de madera con un techo de lona. Hoy era un hermoso edificio de tres plantas, la inferior destinada a salón de baile y a bar. En los dos pisos superiores estaban las habitaciones de las pupilas de Betty.

  El dancing hall, no era necesario decirlo, era en realidad el más caro y refinado prostíbulo de Wichita.

  Aquella mañana, Betty Wayne se encontraba encaramada a un alto taburete ante el bruñido y larguísimo mostrador del bar, tomando su primer café del día. Era una mujer de formas opulentas, alta, vestida de seda verde. Todavía sus grandes ojos, bajo los que se formaban inoportunas bolsas, conservaban parte de aquella fiebre interior que la hizo famosa.

  Los ojos de Betty se animaron al ver entrar a Mac Andrew. Para Betty, este muchacho era uno de los tipos más interesantes de la ciudad; alto, ágil, musculoso, de facciones duras y ojos claros, de mirada a la vez franca y penetrante.

  Lo más notable de Mac Andrew, a juicio de Betty Wayne, era que, siendo un pistolero, no lo pareciera. Vestía con sencilla elegancia pantalón de tubo estrecho y levita entallada, pero ni las ropas eran absolutamente nuevas ni de excepcional calidad.

  La distinción del joven pistolero, más que en sus ropas, residía en la forma de llevarlas, y por supuesto, en lo bien proporcionado de su figura. Por debajo de la levita, ni demasiado alto ni exageradamente bajo, pendía sobre su costado, en sencilla revolverá, un singular «Colt» 44 de acero pavonado y empuñadura de madera negra.

  No había lujos extravagantes en Mac Andrew, al contrario de lo que solía ser bastante frecuentes en los individuos de su profesión cuando disfrutaban de un buen empleo.

  —¡Hola, Mac! —saludó Betty con desenfadado ademán.

  —Hola, Betty, buenos días. ¿Se levantó Pauline?

  —Llegaste tarde. Hace un rato que Pauline salió para el Temple. Ven a mi lado, ¿tomarás una taza de café?

  —Gracias, acabo de desayunar y almorzar de una sola vez.

  —¿Una cerveza, entonces?

  —No me apetece.

  Betty hizo una seña al hombre que estaba detrás del mostrador.

  —Smiley, sirve un whisky a nuestro amigo.

  Keyes levantó sus anchos hombros, como resignándose. No importaba que el whisky no le apeteciera en estos instantes. Nadie podía rechazar impunemente una invitación hecha por Betty Y además, el whisky de Betty era excelente, el mejor de la ciudad.

  Keyes, por motivos que no eran del caso, no se había levantado de buen humor aquel día. Esta circunstancia no era rara en Mac Andrew, en los últimos tiempos. Algo que le torturaba por dentro hacía que la más pequeña contrariedad le pusiera de mal humor.

  Se encaramó a una de las banquetas.

  —¿Qué nuevas hay por ahí, Mac? —preguntó Betty.

  Keyes hizo un gesto de hastío.

  —La ciudad se está poniendo imposible. Cada día son más numerosos esos malditos tejanos. Lo invaden todo, lo compran todo, y los precios suben y suben… No sé dónde iremos a parar, de seguir así.

  —¿No te gustan los tejanos, Mac?

  —Soy uno de ellos, mal que me pese —gruñó Keyes, aceptando el vaso que le presentaba el barman.

  —Tal vez conozcas a dos de tus paisanos que acaban de llegar. Tú habrás oído hablar de Jens Ogilvie.

  —Sí, aunque no le conozco personalmente.

  —¿Y a Millard Farr?

  —¿Farr está en la ciudad? —preguntó Keyes con ligero sobresalto.

  —Llegaron juntos, en el primer tren de la mañana. Inmediatamente se dirigieron a ver a Moran.

  Keyes crispó su mano sobre el vaso. Su rostro, sin embargo, no dejó traslucir emoción alguna.

  —Conozco a Farr. Es un mal bicho.

  —Es evidente que Moran ha pedido refuerzos —continuó Betty—. Parece que estamos en vísperas de librar la gran batalla contra Marcus Kent. ¿Tú qué crees?

  —No sé nada. ¿Cómo quieres que lo sepa? Ni siquiera me habían dicho que Farr y Ogilvie vinieran como refuerzo —repuso Keyes con brusquedad.

  Betty lo observó atentamente, mientras él apuraba el whisky de un trago y depositaba luego el vaso sobre el mostrador.

  —¿Qué ocurre contigo, Mac? —preguntó—. No te veo normal estos días.

  —¿Por qué? Soy el de siempre.

  —Bien, si tú lo dices.

  Keyes abandonó la banqueta.

  —Gracias por tu whisky, Betty Sigue siendo de lo mejor, lo mismo que tus chicas. Iré a verles la cara a mis paisanos. Hasta luego.

  Salió a la calle y se dirigió al Fortune Temple. La calle hervía de heterogéneo público, formado en su mayoría de vaqueros tejanos. También eran bastante numerosos los mexicanos, fáciles de reconocer por sus grandes sombreros y su rostro atezado, y, mezclados con ellos, cada uno con su típica nota de color, individuos de entallada levita, rancheros, soldados, empleados del ferrocarril, cazadores de búfalos y orientales.

  El Temple, lujoso salón de juego, había nacido con la ciudad y creció al mismo tiempo que ésta, pasando a ocupar un lugar preeminente entre los garitos de su misma categoría. Su dueño, Peter Moran, era además, propietario de otros saloons o tenía participación directa en gran número de tabernas, casas de juego y prostíbulos.

  Un ejemplo de asociación del prepotente Moran lo constituía su participación en el negocio de La Bella Betty Moran construyó a sus expensas el nuevo edificio, y Betty aportó su prestigio y conocimientos del negocio. Muchas de las empleadas de Moran en otros saloons utilizaban La Bella Betty como dormitorio.

  Este era el caso de Pauline, la novia de Mac Andrew, empleada de Moran en el Fortune Temple.

  Al contrario de lo que ocurría en otras partes, la hora era indiferente para la parroquia habitual del Temple.

  A cualquier hora del día o de la noche, los bares y salas de juego de Wichita se veían abarrotados de vaqueros, todos afanados en gastar lo más rápidamente posible el dinero que tan penosamente ganaron a lo largo de la ruta.

  Pese a ser temprana la hora y coincidir casi con la del almuerzo, el Temple acogía a buen número de público que probaba fortuna en la ruleta o los naipes, o simplemente estaba allí para mirar o tomar una copa.

  El baile no estaba permitido en el Temple, pese a que disponía de una magnífica pianola mecánica, pero las chicas ejercían eficazmente su función de reclamo, animando a los vaqueros a beber como esponjas y jugar como descosidos.

  Invariablemente, los vaqueros salían esquilmados del garito, aunque contentos y convencidos de haberse divertido en grande.

  Pauline vio entrar a Mac Andrew y le saludó con un ademán desde la mesa donde, con otra compañera, animaba con su presencia el juego de una partida de naipes, entablada con desiguales fuerzas entre tres rubios tejanos y dos tahúres afectos a la casa.

  Sabiendo que Pauline no podría abandonar la mesa hasta el final de la partida, Keyes se dirigió al mostrador.

  —Hola, Mac.

  Un hombre salió de la fila de vaqueros amorrados ante el mostrador. Era Millard Farr, un tipo alto, enjuto de carnes, de tez olivácea, cabellos oscuros y veinticinco o veintiséis años de edad. Mac Andrew le conocía de dos años atrás en Dallas.

  Millard Farr, que era zurdo y enfundaba el revólver al lado izquierdo, sostenía en la mano derecha un jarro de cerveza, el cual levantó a modo de brindis mientras sonreía mostrando una fila de dientes amarillentos.

  —No te habrás olvidado de mí, Mac.

  —No —fue la seca respuesta de Keyes.

  —Nunca esperé que te salvaras de aquel balazo.

  —La herida no era tan grave como parecía en un principio. ¿Cómo quedaste de tu pierna? —replicó Mac Andrew con hiriente mordacidad.

  La faz de Farr adquirió un tinte terroso. Ya no sonreía.

  —Digamos que quedamos empatados en aquella ocasión, aunque mi disparo fuera mejor que el tuyo —murmuró el pistolero, haciendo una mueca—. Tú tienes un pedazo de pulmón menos… y yo suelo resentirme de la pierna con los cambios de tiempo. Mi pierna me anuncia con anticipación cuándo está para llover. Esto es muy útil… y de paso me recuerda que tengo una cuenta pendiente contigo. La que no acabamos de arreglar en Dallas.

  —¿Has venido de tan lejos para un arreglo de cuentas, Farr?

  —Vine para trabajar con Moran, pero resultó un incentivo saber que te encontraría aquí.

  Los dos hombres se contemplaron con hostilidad.

  —¡Eh, Mac! —llamó el hombre que atendía al mostrador—. El patrón dijo que te presentaras a él, en cuanto llegaras. Está en el despacho.

  —Bien, Funny, gracias —dijo Mac Andrew. Miró a Farr y dijo—: Con tu permiso, iré a ver qué quiere el patrón.

  —Sí, ve —dijo Farr, displicente—. Lo nuestro puede esperar.

  Keyes cruzó el salón en dirección al despacho de Peter Moran.

  Hombre de gustos refinados, pese a su humilde procedencia, Moran tenía su despacho amueblado con elegancia y comodidades. Tal vez la única nota discordante del conjunto fuera el propio Moran, un hombretón grueso, pelirrojo, de aspecto brutal y cara de bulldog.

  —Bien, Mac —dijo Moran, abandonando el largo cigarro sobre el cenicero de plata—. Hoy es día de paga, voy a darte lo tuyo.

  Abrió el cajón de la mesa y sacó un fajo de billetes muy usados, de los que separó unos cuantos, que empujó en dirección a Mac Andrew, guardando el resto en el cajón.

  —Aquí tienes, son ciento cincuenta dólares.

  —Te has equivocado, Moran. Los míos son doscientos justos.

  —No —negó Moran fríamente, volviendo a tomar su cigarro—. Fueron doscientos hasta el mes pasado. Ahora son ciento cincuenta.

  —¿A qué obedece la rebaja? —preguntó.

  —Hay artículos que aumentan de valor con el tiempo, y otros que se deprecian muy aprisa o acaban por no valer nada —repuso Moran, clavando sus ojillos de puerco en el rostro de Keyes—. Tú te encuentras en el último de los casos.

  —¿Estoy depreciándome tan aprisa que ya sólo valgo ciento cincuenta al mes? —interrogó Keyes, sin ocultar su irritación.

  —Te he estado regalando doscientos mensuales, desde hace casi un año. Durante los últimos nueve meses no has hecho nada que mereciera el sueldo que te daba. Pero eso se acabó, Mac. Millard Farr y Jens Ogilvie han venido para trabajar conmigo. Puedo prescindir de ti, ya no me eres indispensable.

  —¿Quiere eso decir que me echas, Moran? ¿Estoy despedido? —interrogó Mac Andrew, casi sin poder dar crédito a lo que escuchaba.

  —Puedes ir a ofrecerle tú revólver a Marcus Kent… pero no te lo aconsejo. Kent y su pandilla de matones serán barridos a balazos cualquier día de éstos, a poco tardar. Tal vez te convenga cambiar de aires… tú ya me entiendes.

  Keyes entendió perfectamente la insinuación de Moran.

  —No puedes obligarme a abandonar también la ciudad, Moran —dijo.

  —Yo no te obligo a nada. Te he dado un consejo de amigo. Millard Farr está aquí, y viene con ganas de desquitarse contigo por lo de Dallas.

  —Ese no es asunto tuyo.

  —No —admitió Moran, haciendo una mueca.

  —¿Sabe Ritchie de esto? —preguntó Keyes.

  —No, pero es inútil que acudas a él para que interceda por ti.

  —Nunca pensé hacerlo —repuso Keyes con voz acidulosa. Recogió lentamente los billetes que estaban sobre la mesa, los guardó en el bolsillo interior de su levita y se despidió con un ademán—. Sigues adeudándome cincuenta dólares, Moran. Ese fue el trato, y no te los perdono.

  —¿Es una amenaza? —rugió el garitero, apartando el cigarro de sus dientes.

  Keyes Mac Andrew abandonó el despacho, sin molestarse en contestar.

 * * *

 

  Johnny Ritchie se alojaba en el Continental Hotel, y nunca se levantaba antes del mediodía. Era, pues, una buena hora para encontrarle, bien estuviera levantándose o almorzando en el restaurante del propio hotel.

  No habiéndole encontrado en el comedor de la planta baja, Keyes subió hasta la habitación de Ritchie, llamando a la puerta.

  Una voz soñolienta inquirió desde dentro, la identidad del inoportuno. Keyes dio su nombre y la puerta se abrió.

  Entró Keyes en una habitación que ya conocía, un cuarto más bien pequeño, cuyo aire viciado olía a respiración humana, a sudor y a cuero. Ritchie cerró la puerta y abrió la ventana para que entraran a raudales la luz y el aire.

  —¿Qué hora es? —preguntó, entrecerrando sus ojos deslumbrados.

  —Algo más de las doce.

  Ritchie se dejó caer cansinamente en el borde de la cama. Era un hombre de aspecto agradable, de sonrisa abierta, no tan alto como Keyes, de facciones atractivas, pelinegro y con ojos verdes. Tenía cuatro años más que Mac Andrew, que contaba veinticuatro, pero apenas se advertía la diferencia.

  —¿Qué te trae por aquí? —interrogó Ritchie, alcanzando sus botas.

  —Acabo de ver a Peter Moran. Johnny, ¿tú sabías que Moran tuviera el propósito de despedirme? —interrogó Keyes.

  Johnny Ritchie levantó la cabeza con vivacidad.

  —¿De dónde has sacado que Moran quiera despedirte? —exclamó.

  —Ya lo hizo.

  —¿Cómo?

  —Me despidió. Me pagó ciento cincuenta dólares en lugar de los doscientos de costumbre, y a continuación me dijo que había decidido prescindir de mis servicios. Que durante nueve meses había estado pagándome un dinero que no gané, y que esto había terminado.

  Johnny acurrucó los párpados, contemplando a Mac Andrew con ojos que iban cambiando de expresión. Acabó apartando la mirada para contemplar pensativamente sus botas.

  —Bueno, Mac —murmuró—. Si Moran lo dijo así…

  Bien mirado, no te has esforzado mucho en este tiempo por merecer el dinero que te pagaban.

  —¿Y tú, Johnny? ¿Qué hiciste tú para merecerlo?

  Ritchie pegó un respingo, mirando a Keyes con disgusto.

  —¿Y lo preguntas? —protestó—. Sostuve dos peleas en este tiempo; maté a Hendrick Jones… herí a un vaquero… obligué a Hands Walsh a marcharse de la ciudad. ¡No podrá decirse de mí que estuviera con los brazos cruzados!

  —Es cierto que hiciste un gasto regular de pólvora. Pero, ¿en qué contribuiste a beneficiar a Moran? Fueron tus peleas particulares, nada que complaciera a Moran o que él te hubiese mandado hacer.

  —Mac, escucha. Si le guardo las espaldas a Moran y soy temido por sus enemigos, cuando alguien piensa en liquidarlo a él tiene que tenerme en cuenta a mí. ¿Lo comprendes?

  —Nadie puede poner en duda mi lealtad hacia Moran.

  —Pero, ¿es que no te das cuenta, idiota? —protestó Ritchie—. Cuando uno vive del revólver tiene que comportarse con arreglo a unas normas. No basta crearse una reputación y echarse a sestear. Tiene que demostrar que sigue estando en forma, lanzar y aceptar retos, hacerse de notar, reverdecer de tiempo en tiempo los laureles que ganó.

  En nuestra profesión, amigo mío, no se puede vivir solamente del recuerdo de las hazañas pasadas. La competencia es fuerte, el tiempo pasa aprisa, y a poco que uno se descuide, se olvidan de él. Mírate en ti mismo. ¿Quién se acuerda hoy del nombre del vaquero que mató a King Campbell? ¡Nadie!

  —Bueno, nunca me gustó que se me recordara por aquello —dijo Keyes.

  —Sin embargo, gracias a «aquello», te coloqué en el gang de Moran. Durante casi un año has estado cobrando doscientos mensuales, viviendo como un rey, sin dar golpe… y no parecía que eso te disgustara. ¿Quieres decirme qué piensas hacer ahora?

  —Nada.

  —Nadie puede vivir sin hacer nada.

  —Bueno, buscaré algo… cualquier cosa que no tenga que ver con Moran ni con el recuerdo de King Campbell.

  Ritchie miró, furioso, a su amigo.

  —¿Cómo cuidar vacas, tal vez? —inquirió con ironía.

  —Es posible, ¿por qué no?

  —¡No me digas que te gusta trabajar más de sol a sol, dormir en el suelo, cabalgar tras las vacas… y todo por un plato de judías y un dólar diario!

  Keyes sacudió la cabeza.

  —No se trata de si me gusta o no. De cualquier forma, lo prefiero a este modo absurdo de vivir. Creo que aquello era más real… y también más honrado.

  —¡Vamos, Mac, tú no puedes estar hablando en serio! Te ves desanimado, eso es todo. Tal vez no me has contado todo lo que ocurrió entre tú y Moran. ¿Estuvo mezclada Pauline en todo esto?

  —No —negó Keyes sombríamente.

  —¿Discutiste con Moran porque te rebajó cincuenta de tu soldada? No puedo creer que Moran te despidiera en vísperas de librar su gran batalla contra Kent. Es ahora cuando más necesita de nosotros.

  —¿No lo sabes? Jens Ogilvie y Millard Farr llegaron esta mañana para agregarse a la banda. Es por eso que ya no me necesita.

  —¡Millard Farr está en la ciudad! —exclamó Ritchie con acento de regocijo-A. ¡Eso es estupendo, Mac! Ahora tienes la oportunidad de ganarte de nuevo el respeto de cuantos te criticaban… Tu tropiezo con Farr te perjudicó bastante, empañando el éxito que obtuviste venciendo a Campbell en Santa Fe. ¡Mac, éste es tu desquite!

  —¿Estás pensando en enfrentarme de nuevo a Farr?

  —Supongo que lo estarás deseando. ¿O tal vez no? —interrogó Ritchie, mirando, escrutador, la expresión del rostro de su amigo.

  Mac Andrew volvió a sacudir su rubia cabeza.

  —Tal vez no haya forma de evitar ese enfrentamiento con Farr, pero no será por iniciativa mía, si nos encontramos. No lo haré por recobrar el respeto de los compañeros del gremio ni para que Moran me acepte de nuevo en su nómina. Johnny, acabo de descubrir que no tengo vocación de pistolero. Era una decisión que estaba dentro de mí, pero que no me atrevía a afrontar con valentía.

  Las verdes pupilas de Johnny Ritchie relampaguearon.

  —Tienes miedo, eso es lo que te ocurre —dijo con acento condenatorio—. Te iniciaste como un pistolero brillante hasta que tuviste tu tropiezo con Farr. A partir de ese instante, perdiste la confianza en ti mismo. Lo sabemos todos, eso es algo que llevas impreso en el rostro, Mac. Es posible que hagas bien en retirarte. Ya no sirves para este oficio.

  —No es lo que te figuras, Johnny —se defendió Keyes, sereno—. Ni después de matar a Campbell, antes de ocurrir lo de Farr, me sentí seguro de mi vocación. Siempre me he preguntado si no habría algo más limpio y más noble en qué emplear mi destreza en el revólver, y hoy, por fin, he llegado al final de mis dudas. No seré pistolero. No me gustan los pistoleros, y no me gustan desde que les conocí bien, haciéndome uno de ellos.

  —Pues no deja de ser una coincidencia que lo decidieras justo en el momento que Moran te daba con el pie en el trasero. ¿Sabes lo que pensarán de ti? ¡Que eres un cobarde que le teme a Millard Farr!

  —No le temo a Farr. El tendrá su oportunidad de medirse conmigo, ya que tanto lo desea. Pero ésa será la última concesión que haga a mi condición de pistolero, y sólo para que mis amigos no guarden un mal recuerdo de mí —dijo Keyes, dirigiéndose hacia la puerta.

  —¡Bah! —sopló Ritchie, haciendo un ademán despreciativo.

  La puerta se abrió y se cerró detrás de Mac Andrew. Johnny, furioso, arrojó violentamente una de las botas al extremo opuesto de la habitación.