VI

LA mejor piedad es disfrutar, cuando ello es posible. Es entonces cuando se hace lo máximo por salvar el carácter de la tierra como planeta agradable. Y el placer es contagioso.

GEORGE ELIOT, Middlemarch

Pese a haber andado un buen rato por los pasillos del hospital, la nariz de Mari Loli aún no se había acostumbrado a la desapacible mezcla de olores químicos cuando entró en la sala de espera y se instaló en uno de los asientos de plástico rígido azul. Suspiró. Había tenido una suerte loca, pensó mientras observaba la sala llena de gente. En menos de un mes, había conseguido visita con el especialista en el servicio de traumatología, donde la había mandado el médico del CAP para ver si ponían remedio a la rigidez de su nuca. Que pidiera fiesta dos veces en tan poco tiempo, a Jooose le había sentado como era de esperar. Pero a ella mucho no le había importado. Suspiró hondamente de nuevo. Su ánimo estaba tan nublado como la mañana bochornosa de junio. No era de extrañar, porque en el horizonte no había más que nubarrones y nubarrones. ¡Y no sería por falta de esfuerzos suyos para disiparlos! Había tenido valor para salir con el Delirio. Incluso para un revolcón con él. ¿Y qué? ¿Qué había ganado con ello? Florita y Estrella podían emperrarse en que echar kikis con regularidad era fundamental para el buen humor. Una estaba de acuerdo si los revolcones se parecían a los que recordaba con Manolo. Pero eso otro... Para eso, mejor montárselo sola. De esa salida, nada le había dicho a Florita. A Estrella, sí. Bueno, tardó unos cuantos días en poder hablar con ella. En casa no la encontraba nunca. En La Peluquería, no había forma: siempre estaba pillada con algún servicio de estética. Al final, se hartó. Le dejó el recado de que la llamase cuando tuviera un rato. ¡Qué rara estaba Estrella, jope! Cuando su hermana le devolvió la llamada, por el tono cortante, más parecía que le resultara una molestia que una alegría. Mari Loli le contó que el Delirio se la había cepillado como si de una sandía se tratara. Ahí consiguió arrancarle una carcajada. ¡Qué cosas tienes, Mari Loli! Después de las risas, le echó la bronca. ¡A ver si andaba con más ojo, caramba, que ya no era una niña! A los hombres había que saber elegirlos. ¿O se imaginaba que todos eran como Manolo, pendientes de que una lo pasase bien? Pues, no. Los había como el Delirio; a su bola. Mari Loli quiso protestar: Si a mí no me hacía falta ninguno, Estrella; yo con Manolo me bastaría y me sobraría, si no fuera por la pelandusca de Angelines... En este punto, Estrella empezó a salir de madre. ¡Qué malhumor gastaba, la condenada! A ver, Mari Loli, casi le chillaba, deja ya de echarle todas las culpas a Angelines. Suponiendo que estés en lo cierto y se trate de Angelines, ¿por qué va a ser ella sola la responsable? ¿No es Manolo bastante mayorcito para decidir lo que le conviene y lo que no? Además, continuaba, que sólo se vive una vez y cada cual defiende su felicidad de la mejor forma posible, ¿me sigues? Pues sí, la seguía, claro. Oye, Estrella, ¿te ocurre algo? Te noto muy nerviosa, cortó Mari Loli las lecciones. No, nada, contestó ella; ya me conoces, a veces me da un pronto y me pongo así. En eso llevaba razón, desde luego. Y como, cuando le daba por estar esquinada, lo mejor era no importunarla mucho, le dijo adiós y colgó.

—Dolores López. Despacho número cuatro.

Ésa era ella. Echó a andar por el pasillo. Despacho número uno, número dos, número tres... Aquí era. Junto a la puerta había un letrero: DRA. TERESA BELLIDO.

La puerta estaba sólo entornada. La empujó y entró.

Dentro, de pie junto a la mesa, con una carpeta en las manos, estaba la doctora, que no la había oído entrar. Mari Loli la contempló a sus anchas. Parecía salida de una de esas películas de guerra con muchos alemanes. Llevaba un uniforme de médica distinto a los que Mari Loli había visto hasta entonces. Una bata blanca anudada a la cintura y abotonada detrás, en la espalda. La falda, larga hasta media pierna, tenía bastante vuelo y caía en pliegues, como una capa. El escote era redondo, y en el bolsillo sobre el pecho podía leerse su nombre bordado en azul. Iba calzada con unos botines de tacón muy alto que le daban un aire más esbelto, un porte principesco. ¡Qué manera de llevar un uniforme! Claro que, a lo mejor, era hecho a medida, porque para que una bata de trabajo cayera tan, tan bien... Por la gracia, le recordaba a Florita, sólo que en mayor y más elegante. Una doña perfecta. Seguro.

Cuando la doctora levantó la cabeza, Mari Loli volvió a recordar a las enfermeras de las películas de alemanes: el mismo pelo muy rubio, los mismos ojos de un azul intenso, un cutis muy claro... Sólo que en las películas, ellas eran muy dulces y parecían ángeles. En el despacho, la doctora Bellido tenía un aspecto poco celestial. Daba la impresión de estar enfadada o, por lo menos, muy preocupada.

—¿Dolores López? —preguntó, sentándose detrás de la mesa.

Su voz era grave, algo rasposa, como de persona que fuma demasiado. La misma que se le pondría a Estrella dentro de nada. No era una voz fea, sólo que no encajaba con su aspecto fino.

Mari Loli hizo un gesto con la cabeza. Sí, era ella.

—Siéntese, por favor.

Tomó asiento y se quedó esperando a que volviera a prestarle atención. La doctora se había puesto a leer unos papeles de la carpeta, que iba barriendo con la punta de su melena lacia. ¡Qué brillo el de su pelo! ¿Qué diantre se pondría para que le reluciera como si un rayo de sol estallase sobre él? Quizás Estrella supiera cómo podía conseguirse tanta luz. ¡Y las manos! Eran manos de princesa de cuento: delgadas, suaves, sin una mancha, ni una peca, con los dedos largos y finos. En el anular se le enroscaba una serpiente de oro con dos ojos relucientes. ¡Menudos pedruscos! Las uñas impecables, esmaltadas en un tono muy oscuro. Con esas manos, pocos platos debía de fregar... Imposible. Debía de ser una de esas mujeres a quienes se lo dan todo hecho. Seguro que era una tipa con suerte.

—Vamos a ver, Dolores, le voy a hacer algunas preguntas —dijo levantando la vista—. ¿Qué edad tiene usted?

—Treinta y siete.

—¿Está usted casada?

—Sí.

—¿Tiene hijos?

—Sí.

—¿Cuántos y de qué edades? —seguía preguntando mientras dibujaba circulitos y cuadraditos y los unía con líneas.

Luego quiso saber dónde trabajaba y en qué consistía su trabajo. Cuándo empezó a sentir ese dolor. Si se lo podía describir.

—O sea, como si mi cogote fuera un bloque de cemento, ¿sabe? De pronto, me quedo así —Mari Loli hizo un gesto brusco con la cabeza, igual que si su cuello fuera una pieza mecánica de alguno de los juguetes de Anabelén—, y ya no me puedo mover durante mucho rato.

—Bueno. Quítese la camiseta, por favor, y échese boca abajo en aquella camilla. Voy a explorarla.

Mari Loli se quedó con el sujetador y la falda y se tumbó. El olor muy neutro, casi imperceptible de la cubierta de papel, sobre la camilla, se deslizaba a cada suspiro suyo por su nariz. Cada suspiro, también, provocaba un ligero aleteo del papel. La doctora seguía escribiendo.

—Vamos a ver —dijo, levantándose y colocándose junto a la camilla.

Unas nubecillas del perfume de la doctora, dulce y picante a un tiempo, borraron en un instante el del papel. La doctora le palpó cada centímetro de cuello. La columna, desde la nuca hasta la rabadilla. Le levantó un brazo, y luego el otro. Hizo lo mismo con las piernas. De vez en cuando, si la presión de sus dedos era muy fuerte, Mari Loli se quejaba débilmente.

—Ahora, póngase de pie.

La doctora se puso detrás de ella y, moviéndole el cuello, le inclinó la cabeza: hacia adelante, hacia atrás, a los lados.

—Ya puede vestirse.

La doctora había vuelto a enfrascarse en sus papeles. Mari Loli se puso la camiseta y, luego, fue a sentarse enfrente de ella, igual que al principio de la visita.

Entonces sonó el teléfono.

—¿Diga? —respondió—. ¡Ah! Eres tú.

Mari Loli en seguida supo que la doctora tenía un gran interés en hablar con la persona en cuestión. Se notaba muchísimo. Por el tono, cargado de vibración. ¿Sería un hombre o una mujer?

—Pensaba llamarte... Te hubiera llamado al despacho, si tú no te me hubieras adelantado.

La importancia de la llamada era evidente no sólo por el tono, sino también por la fuerza con la que sostenía el teléfono. Sus nudillos habían palidecido. Quien estuviera al otro lado del hilo había sacado del despachito a la doctora y se la había llevado muy, muy lejos del hospital. Estaba clarísimo que la había trasladado a otro mundo en el que poco significaba ser la doctora Bellido y tener delante a una paciente, Dolores López, con la nuca más tiesa que un poste.

—Javier, pensaba llamarte, sólo que tenía la seguridad de que, habiendo regresado ayer por la noche de Estados Unidos, esta mañana necesitarías dormir. Sí, sí, no quería que llamaras a casa, porque Carlos ignora que me hice las pruebas y, por supuesto, el diagnóstico. Y no se lo voy a decir por ahora.

La doctora Bellido carraspeó como si estuviera incómoda, además de preocupada, claro. La expresión de su cara se fue transformando en una mueca casi de sufrimiento.

—No. En tu clínica, no. Ya sabes qué opino de la privada. Mira, te llamo yo dentro de un rato. Ahora tengo trabajo. ¿De acuerdo?

Mari Loli se quedó muy quieta. Le daba la impresión de que era mejor no hablar. Le hubiera gustado fundirse para dejarla a solas con sus pensamientos. Pero allí seguían las dos, una frente a la otra, con las cabezas gachas.

Pasados unos segundos que tuvieron la duración de minutos, Mari Loli levantó la cabeza y observó a la mujer. Como si supiera que estaba siendo contemplada, la doctora alzó el rostro, dejó caer los párpados y, para cuando los volvió a levantar, ya había recuperado la calma de antes. Volvía a tener los ojos azules, brillantes, metálicos.

—Disculpe —dijo la doctora con su voz grave, nuevamente firme—. Vamos a seguir. Voy a pedirle una radiografía para ver cómo están las cervicales, aunque creo que estará todo bien.

Garabateó algo en un papel. Luego se lo alcanzó.

—Esto es para usted. Al salir, vaya al servicio de radiología y pida hora entregando este volante.

Mari Loli se quedó desconcertada. Y, entretanto no le hacían la radiografía esa, ¿ella, qué? ¿Cómo conseguía llevar adelante la casa, los niños y Cadena Dos? Claro que ¿cómo se lo decía? ¿Qué era un simple dolor en la nuca? Tal vez, los problemas de la doctora eran mucho más graves que los de Mari Loli. La médica la consideraría una boba, una quejica...

Mari Loli creyó ver una chispa de compasión en el fondo azul de los ojos de la doctora. Pues, se lanzaba.

—¿Y mientras? ¿Qué puedo hacer, doctora? Me duele mucho, sabe usted.

La doctora ladeó la cabeza y casi sonrió. El brillo metálico de su mirada había desaparecido.

—A ver, Dolores —dijo—, ¿ha tenido algún problema últimamente? Quiero decir si ha ocurrido algo en el trabajo o en casa que la haya puesto nerviosa o la tenga preocupada.

Como si la pregunta hubiera sido el pistoletazo de salida en una carrera de atletismo. Como si la doctora hubiera destapado un fregadero lleno con las penas de Mari Loli. Igual le ocurrió a ella con las lágrimas y los sollozos. Y el agua apenada se fue colando por el desagüe sin que nadie lo pudiese remediar. No era un llanto muy violento. No. Pero resultó un río de lágrimas imparable.

—Dolores, ¿qué le ocurre? ¿Me lo quiere contar? —preguntó la doctora con su voz grave, ahora más dulce.

Mari Loli le fue contando sus cuitas, sin acordarse de que a la doctora pudieran parecerle insignificantes comparadas con las suyas. Le hablaba como si las dos fueran conocidas de toda la vida... No, mejor que si fueran amigas. Casi con mayor libertad. Y a medida que se vaciaba el fregadero de las penas, Mari Loli se sentía un poco más ligera. Manolo y su forma de ser, Manolo y su distancia, Manolo y sus desprecios, Manolo y su amante, las rarezas de Manu, el pavor que le provocaban las rarezas de Manu, la pequeña, el dinero o, peor, la falta de dinero, el piso casi desahuciado, la perra, su trabajo en Cadena Dos... Lo único que calló fue el motel La Avioneta, porque le daba vergüenza. No le parecía algo de lo que una pudiera sentirse orgullosa, ni tampoco una catástrofe del tamaño de las demás. Tampoco le habló de María, porque nada había que decir. Realmente, la chavala no le ocasionaba ningún sufrimiento. Era, tal vez, lo mejor de su vida. Mari Loli se limpió los ojos y se sonó.

—Y dormir, ¿qué tal duerme? —preguntó la doctora, que había estado escuchándola con muchísima atención.

Mal. Dormía muy mal, le dijo Mari Loli, inundada de gratitud. No se atrevió a contarle el engorro de la sesión continua de su cerebro. Sólo que pasaba muchas horas despierta, dando vueltas y vueltas a las pegas de su vida.

La doctora se puso a escribir en un papel. Era una receta.

—Cada noche se toma una de estas pastillas antes de irse a la cama. La ayudará a estar menos angustiada y podrá dormir mejor. Dormir bien es fundamental para que le duelan menos las cervicales.

Luego la miró como si quisiera decirle algo pero le faltase valor. Al final, arrancó:

—Me imagino que no dispone de mucho tiempo libre, ¿verdad?

Mari Loli movió la cabeza. Sintió cómo todos los huesecitos del cuello crujían con ese movimiento.

—Le convendría encontrar algún ratito para usted. Por ejemplo, para hacer natación —la doctora se fue animando—. Seguro que en su barrio debe de haber algún polideportivo municipal. ¿No podría ir a la piscina cada semana, aunque fueran dos días, incluso uno solo? Sería bueno para sus cervicales, pero también para distraerla de su preocupaciones. Además, la ayudaría un poco a controlar el peso, porque debería usted tratar de bajar algunos kilos. Eso tampoco es conveniente para su columna vertebral.

De buena gana, Mari Loli la hubiera abrazado. Era tan poco frecuente encontrar a alguien que se preocupase por los demás. ¿Natación? ¿Tener tiempo para ir a nadar? Si era imposible, si... Aunque tal vez sí podría intentar hallar un rato para ella, pongamos una tarde a la semana. ¿Por qué no? Quizás en septiembre próximo, al empezar el nuevo curso, podía arreglarse con María. Las nenas se quedaban juntas en casa y ella, al polideportivo. Era una idea. Además, sólo de pensarlo, le hacía ya ilusión. Incluso, a lo mejor, tenía razón la doctora y adelgazaba un poco.

—Además, le convendría distraerse: ir al cine con las amigas, a bailar, no sé... Cualquier cosa que le guste.

Sí. El cine, bailar, salir... El problema era con quién.

Manolo regresaba de la cocina con una taza de café humeante y unas magdalenas. Se apalancó en el sofá y encendió el televisor. Por lo visto, pensaba pasarse la mañana del domingo en casa. Llevaba unos días de un humor de perros, como nunca antes le había conocido Mari Loli. Estaba nervioso, colérico, francamente intratable. Refunfuñaba por cualquier bobada: la comida, los críos, la perra, los postes de la aluminosis, la factura del teléfono... Con Mari Loli estaba a la greña constantemente. Ya no era la falta de conversación de todo ese tiempo atrás, sino los miles de motivos asomando en cualquier rincón para poder chillarle. Parecía siempre tener un berrido en la garganta listo para salir volando sobre ella o sobre cualquiera de la familia, exceptuando a Manu, por quien mostraba un cierto respeto, quizás por el muy impresionante desarrollo físico del chaval. Por suerte, las pastillas de la doctora Bellido habían sido un consuelo inesperado para Mari Loli. La nuca le dolía un poco menos y había recuperado parte de su flexibilidad. Por las noches dormía muy profundamente, sin que el león de la Metro se entrometiera en sus sueños, sin insomnios obligados, sin enterarse de nada, ni siquiera de los lloros de Anabelén. Durante el día, se sentía bastante bien, aunque algo mareada, como si estuviera flotando todavía en una nube de sueño. Eso era un inconveniente en Cadena Dos, porque bostezaba a menudo y sin poder evitarlo, y tenía menos agilidad que de costumbre. Florita, Julita y Luis Miguel se burlaban de ella con cariño. Parece que vayas sonámbula. ¿No será que te vas de juerga cada noche? En cambio, en casa, era una ventaja caída del cielo. Los berrinches de Manolo, como si no fuesen con ella. Claro que, a Manolo, esa placidez lo sacaba de quicio. ¿Se puede saber qué te pasa? Andas por casa igual que un fantasma. Bueno, mejor ser un espíritu y pasar a través de sus desplantes sin enterarse siquiera, ¿o no? Aunque, a saber qué lo tenía tan disgustado... A ella le daban ganas de contestarle: ¿y a ti?, ¿qué te ocurre?, ¿te van mal las cosas con Angelines? Porque, desde luego, llevaba unos días sin esa sonrisa de gilipollas incansable que se le colgaba de los labios en cuanto le daba por soñar despierto. No, si una hubiera estado feliz de pensar que el lío con Angelines iba mal, pero eso no mejoraba la relación en casa. Encima, ese domingo no estaba de servicio y parecía no tener intención de moverse. ¡Malo! Seguro que se enredaban en alguna pelea salvaje.

—¿No vas a salir? —quiso asegurarse Mari Loli.

Manolo sorbió su café con leche, maldijo, porque se había quemado los labios, y dejó la taza sobre la mesita baja.

—Me quedo.

—Aprovecharé para limpiar el camión.

Mari Loli metió en una bolsa trapos viejos y productos de limpieza. El cubo y el aspirador se los dejaría Bernabé, el de seguridad de la cochera. Para eso los había comprado el señor Abelardo, para que los utilizaran los conductores y limpiaran sus vehículos, aunque la mayoría de veces quienes se ocupaban del fregoteo eran las mujeres de ellos.

La cochera estaba cerca de su casa; a diez minutos andando.

Por el camino iba pensando en lo que podía dar de sí explorar el vehículo. ¿Iba a encontrar alguna pista en él? ¿Sabría algo Bernabé de esa historia que Manolo y Angelines se traían entre manos? Si se encontraban en la cochera, por fuerza tenía que haberse dado cuenta del marrón. A saber qué hacía cuando los veía llegar juntos, dispuestos a pegarse el lote... Se callaba, claro. Pero eso le parecía a Mari Loli un despropósito por parte de Manolo. Era meter en un lío al buenazo de Bernabé. Bien hubiera estado la lealtad del de seguridad hacia Manolo, al que conocía desde lo menos seis años atrás, pero ¿y José Antonio? Con José Antonio debía de tener la misma complicidad. Seguro. Entonces, puesto que Bernabé tenía vista a Angelines y por fuerza la relacionaba con José Antonio, ¿qué hubiera opinado de la historia? No se hubiera callado. Le hubiera hecho algún comentario a José Antonio, se hubiera metido con Angelines y su descaro o hubiera puesto a escurrir a Manolo.

¡Uf! Mari Loli fue aflojando el paso. Cada vez estaba más convencida de que la cochera no era el mejor sitio para los amantes. Quizás ni siquiera iba a pescar la más pequeña pista en la cabina roja... Bueno, ya puesta, llegaría hasta allí.

Llamó al interfono. Bernabé tardó un rato en contestar:

—¿Quién es?

—¡Huy!, ¿Y tú quién eres? —respondió Mari Loli, sorprendida por aquella voz femenina y juvenil.

—¿Yo? Yo soy María José. Pero usted ¿quién es?

—Soy Dolores, la mujer de Manolo Barragán —contestó Mari Loli, sin salir de su asombro. ¿Sería una amiga de Bernabé?

—¡Ah! Buenos días. Te abro.

La compacta verja metálica empezó a deslizarse sobre las guías. Mari Loli penetró en el recinto antes de que la puerta hubiese terminado el recorrido. Luego oyó el clic al detenerse el mecanismo y, de nuevo, el rumor de las ruedecitas sobre el carril. La verja quedó cerrada.

María José, una chica en pantalón corto y camiseta de tirantes, la estaba esperando de pie frente a su caseta, sujetando al enorme perro lobo, que sacaba unos insólitos y pavorosos colmillos. La chica observaba a Mari Loli con curiosidad. ¡Jope!, pensó Mari Loli, ni que una tuviera monos en la cara... Vale que una no tenía la pinta moderna de ella —una mezcla de chica-discoteca, con un mechón azul entre sus pelos cortos y oscuros, y gimnasta de alta competición, flexible y menuda—, pero tampoco como para que no le quitase los ojos de encima.

Mari Loli permaneció a unos metros de distancia. No se fiaba un pelo. A una no le daban miedo los perros, pero ese bicho siempre le había parecido un loco furioso. Más, incluso, que la perra esquizofrénica de su casa.

Mari Loli alargó el cuello para comprobar si Bernabé se encontraba en el interior de la caseta de seguridad. No vio a nadie. Aun así, preguntó por él.

—Ya no trabaja aquí. Se fue a primeros de año. Desde entonces estoy yo.

Mari Loli casi no podía creerlo. ¡Cómo cambiaban los tiempos! ¡Una mujer en un puesto peligroso como ése! Se lo dijo.

—Mujer, peligroso... —respondió la chica—. Según cómo lo mires. De entrada, no es fácil asaltar la cochera. Está muy protegida por esa verja. Además, Tarzán no es nada sociable. Por si todo esto no bastara, hay una alarma conectada con la comisaría; no tengo más que apretar un botón y, en unos minutos, se presenta la patrulla.

Mari Loli decía que sí a todo, aunque pensaba que ella no hubiera querido ese trabajo para sí.

—Además —seguía María José—, aunque parezco poquita cosa, soy muy fuerte.

Mari Loli observó cómo sujetaba la cadena y mantenía al perro pegado a sus muslos, dándole palmaditas en la cabeza. Quieto, Tarzán, quieto, lo tranquilizaba. Los delgados brazos y piernas de la muchacha se tensaban por el esfuerzo; los músculos se dibujaban firmes y largos. Pensó que, probablemente, era cierto. Era una chica pequeña y flaca pero en absoluto débil. ¡Al revés! Aun pesando casi con seguridad el doble que la vigilante, Mari Loli no hubiera querido verse en el aprieto de tener que echarle un pulso.

Tarzán se había ido calmando. Dejó de desgañitarse y de dar saltos en sus intentos por romper las cadenas. Se apoyó sobre las cuatro patas, aunque sin dejar de mostrar aquellos terribles colmillos.

—No te conocía. Nunca te había visto por aquí —dijo la chica mientras ataba la cadena a una argolla de la pared, de modo que el perro pudiera alejarse poco.

El bicho se echó en el suelo, pero permaneció con las orejas levantadas y los ojos alerta.

—Una que no da abasto con todo.

—Querrás el aspirador, ¿no? —preguntó María José, que ya lo había sacado de la caseta y se lo entregaba—. Sabes dónde están las tomas eléctricas y el grifo, ¿verdad?

—Mujer, claro. Hace bastante que no vengo, pero no como para haberlo olvidado.

Mari Loli se alejó cargada con los trastos, arrastrando el aspirador.

Se subió al estribo de la cabina roja y abrió la portezuela con el juego de llaves de Manolo. Introdujo la cabeza en el interior para una rápida y primera impresión: allí no parecía haber nada raro, aunque era pronto para jurarlo. Mari Loli, María y Manu tumbados en la playa le recordaban que debía ir despacio. Mari Loli salió con el corazón encogido. ¡Qué tiempos aquellos!

Se dirigió a la parte posterior del camión. Abrió las puertas del remolque y echó un vistazo que no le permitió observar tampoco allí nada anormal. Mari Loli suspiró. Seguro que resultaba una pérdida de tiempo haber ido hasta la cochera, pero, por lo menos, se habría ahorrado pelear con Manolo.

Cuando acabó de pasar el aspirador por el remolque y ordenar cuatro trastos sin encontrar nada que pudiera ser considerado una prueba concluyente de las visitas de Angelines, se dirigió a la cabina. Vamos a ver ¿dónde podía haber escondido algo que a ella le sirviera? Buscó debajo del asiento, pero no había más que pelusa y polvo. Tal vez en la guantera... Costaba abrirla. ¿Estaría cerrada con llave? No. Después de forcejear, consiguió que la puertecilla saltase hacia adelante. Dentro había una revista. La cogió. Machos Solos, se llamaba. ¡Qué nombrecito! En la portada, un chico guapo, de mandíbula cuadrada, la miraba desde el fondo de sus ojos verdes. ¡Caray, con los ojos del fulano! Lo decían todo. Aunque también su boquita de rojísimos y abultados labios hablaba sin palabras. ¡Menuda potencia, cuánta provocación en los ojos y en la boca! Ven pa’cá, parecía decir. ¿Y los músculos? Porque el tío era puro músculo. Algo así como Manolo, pero en más joven y en más... Mari Loli no sabía qué, pero algo rarillo tenía el hombre. Sacaba pecho, lucía musculatura, con una pose un poco forzada, hasta incómoda, probablemente. Además, se había dado masaje con aceite o algo por el estilo, y su piel brillaba como si la hubiera barnizado con una capa del fijador de los dibujos con ceras de Anabelén. Tan sólo cubierto por un minúsculo taparrabos de piel de leopardo. Lo dicho: aunque el tipo tenía una pinta estupenda, algo había que no acababa de cuadrar. Abrió la revista, y entonces lo comprendió: ¡era de maricones!

Fue pasando páginas, y no había más que hombres. Solos, en parejas, en tríos, en grupos... Lenguas larguísimas, sexos inmensos, dedos que exploraban, culos que servían para todo... Sobándose, besándose, chupándose, entrándose, saliéndose, corriéndose...

¡Caray con la revista! A una le extrañaba un montón que Manolo tuviera eso en la guantera. No porque una se figurara que su marido nunca hubiera comprado revistas porno, sino porque no hubiera podido imaginar ni en mil años que se pusiera cachondo con eso. En fin, que Mari Loli hubiera puesto la mano en el fuego, segura de que Manolo se ponía a cien con las mujeres. Una, dos, veinticinco, las que fueran, con tal de que se tratase de señoras.

Pues ¡vaya sorpresa! Lo comentaría con Florita, que tenía mucha experiencia en cuestiones de pornografía. Ella sabría si era normal que Manolo las comprara.

Mari Loli metió la revista de nuevo en la guantera. Al hacerlo, le pareció que chocaba con algo blando. ¿Qué podía ser? Palpó con la mano un pequeño amasijo de ropa. Algo arrugadito, blando y suave. Lo sacó. Eran unas braguitas rojas, color sangre. Las puso planas sobre sus rodillas. ¡Caray!, qué cosa tan pequeñita. Con decir que a una no le pasarían ni por el muslo. Eran de blonda muy calada. Por delante estaban formadas por tres piezas. Una horizontal, coincidiendo con la cintura. Las otras dos se unían en un triángulo, una de cuyas puntas quedaba sobre la amapola. Allí, la blonda había desaparecido para dejar paso a una gasa finísima, transparente. No, si con aquello no se tapaba nada... Al revés, quedaría la cerecita enmarcada, como dentro de un cuadro. La blonda era de flores. De la cinturilla, donde se unían las tres piezas, cerca del ombligo, colgaba un lacito negro. Les dio la vuelta. Detrás, la pieza horizontal era idéntica a la de la parte delantera. En cambio, las otras dos se fundían en una única, minúscula y finísima tira de blonda. ¡Eso sí era un tanga y no el tangacereza que tan cachonda ponía a Florita! ¿Pero era de Angelines? Pues, caramba, una hubiera jurado que el trasero de Angelines, por bien hecho que estuviera, no cabía en esa braguita tan menuda.

—Julita, a caja dos. Julita —saltaba la voz de Jooose por los altavoces.

Mari Loli siguió reponiendo bolsas de compresas en uno de los estantes de perfumería.

—Adiós, reina —le dijo el Delirio, desde la zona de productos lácteos.

Adiós, hizo Mari Loli con la mano. No quería darle oportunidades claras para charlar porque no tenía malditas las ganas de repetir la experiencia de La Avioneta. Aunque el tío seguía siendo de lo más divertido.

Al cabo de unos instantes, Mari Loli vio a Julita avanzar por el camino de los tangacereza.

—Oye, Florita, que dice Jooose que no te has tomado el descanso esta mañana, y se está haciendo tarde. Que te vayas ahora; te sustituyo.

—Hija, se me ha pasado el tiempo volando, sin darme cuenta siquiera —contestó Florita, dejando su puesto libre a la otra.

Al pasar cerca de Mari Loli, Florita se agachó:

—Tú tampoco has tomado nada hoy. ¿Qué pasa? ¿Tienes miedo de que el pulpo del Delirio te ponga sus tentáculos encima y te obligue a salir a la calle con él?

—¡Qué cosas tienes, Florita! —protestó Mari Loli, aunque era cierto que, últimamente, no salía a tomar el cortado para evitar la compañía del representante de pastas.

—Anda, ven al bar; así nos leemos con calma la postal que te han mandado los de «Usted es nuestra estrella». Además, si vas conmigo, el tío nos deja en paz. Eso te pasa por haberle dicho que sí aquella mañana.

—Mujer, era mi cumpleaños... —se defendió Mari Loli.

¡Suerte que su amiga ignoraba hasta dónde había llegado con él! Seguro que, de haberlo sabido, no se lo hubiera perdonado.

Salieron a la calle.

—¡Qué cumpleaños y qué narices, Mari Loli! Tú eres tonta. Mira que hacer el ganso con ese grosero, teniendo a Luis al alcance de la mano... —dijo Florita, justo cuando pasaban por delante de la carnicería.

—¿A Luis? —preguntó Mari Loli, con sorpresa, bajando la voz como si pudiera ser oída por él.

Florita se impacientó:

—Contigo no hay manera, ¿eh? Tan mayorcita y no te enteras nunca de nada.

Entonces le acarició la mejilla, y Mari Loli se dio cuenta de que era un enfado de mentirijillas. Le contó que, por supuesto, Luis tenía interés en ella. ¿Pues no le guardaba a menudo carne? ¿Y los huesos para la perra? ¿Y el perfume de su cumpleaños?

—Mujer, como él es tan amable con todo el mundo...

—¿Con todo el mundo? —murmuró Florita, mirándola con los ojos entornados—. Te creerás tú que a mí o a Julita o a Luis Miguel nos guarda las láminas de los calendarios, nos pregunta por la familia o nos sonríe con cara de bobo, ¿no?

Mari Loli se encogió de hombros. Pues no lo había pensado, la verdad.

—Pero Luis es muy viejo —protestó.

—Mujer, muy viejo para mí, que tengo veintiséis, pero ¿para ti? Si sólo os lleváis siete años...

Mari Loli contó con los dedos.

—¿Cuarenta y cuatro? ¿Sólo tiene cuarenta y cuatro?

Florita afirmó moviendo la cabeza. Y siguió con las virtudes de Luis. Era amable y tierno y educado y limpio y simpático y trabajador...

—Bueno, vale ya, Florita. Para el carro. Que parece que, más que un amigo para salir de vez en cuando, me estés buscando un marido. Y, de eso, ya tengo.

Florita se echó a reír.

—Tienes razón.

Cuando ya entraban en el bar, insistió: que estaba bien eso de tener alguien con quien ir al cine o a bailar y, luego, ¿quién sabía si algo más?

Mari Loli recordó a la doctora Bellido. Ella también había insistido en la conveniencia de divertirse, de olvidarse un poco de las preocupaciones, de encontrar algo de tiempo para ella. Tal vez era lo que andaba necesitando y, como una boba, no se había dado cuenta de que eso, precisamente, le ofrecía Luis.

—Dos cortaditos cuando puedas —pidió Florita. Encendió un cigarrillo—. Anda, saca la postal.

Señora López: le agradecemos que haya llamado a nuestro programa, «Usted es nuestra estrella», para participar en él. Como usted ya sabe, llamar es sólo el primer paso. A partir de ahora, todavía le queda un camino que recorrer hasta llegar a nuestro plató. No se desanime. Seguro que usted se contará entre nuestras estrellas. Debe mandarnos una fotografía suya con el traje que se pondrá para la actuación. Además, en el dorso de la foto, tiene que escribir su nombre y apellidos, dirección, edad, tipo de actuación que efectuará (canto, baile, teatro...) y si precisa alguna música para ello y cuál. En nombre de todo el equipo, muchísimas gracias por su colaboración.

—Bueno. ¿Te vas a hacer la foto? —preguntó Florita.

—No. Tengo una que me servirá; del bautizo de Anabelén.

—¿La has traído? —Y viendo que Mari Loli negaba con la cabeza, Florita prosiguió—: Mujer ¿y a qué esperas? Anda, búscala, y yo te ayudo a escribir lo que te piden.

El bar estaba medio vacío. El ruido de los autobuses no permitía oír las conversaciones de los parroquianos de otras mesas. El camarero iba a la suya. Mari Loli pensó que era el momento ideal para comentarle a Florita lo que había encontrado en el camión de Manolo.

—Oye, de esas revistas guarras de las que hablas a veces... ¿os compran muchas?

Florita dio un sorbo a su cortado mientras apagaba el cigarrillo.

—Bastantes. No nos podemos quejar.

—¿Y quiénes las compran?

—Casi siempre hombres.

—¿Y qué clase de tíos son?

Florita miró la hora y encendió otro cigarrillo.

—¿Nos quieres ir cobrando? —le dijo al camarero. Luego siguió—: A veces chicos jóvenes.

—¿Jóvenes, muy jóvenes? ¿Como mi hijo, un poner?

—Más o menos.

—¡Oye, pero si son muy pequeños para ver esas guarradas, tú!

—Ay, Mari Loli, hija, ¿tú cuándo vas a abrir los ojos? Te creerás que tu hijo es un niño de teta, ¿no? ¿Cómo es posible que las madres siempre seáis las últimas en enteraros de que vuestros niños ya tienen pelos por todas partes?

Mari Loli suspiró.

—Bueno, ¿y quién más?

Florita se quedó mirándola como si no comprendiera la pregunta. Al fin, dijo:

—¡Ah! Que quién más compra revistas porno. Pues parejas.

—Ya. ¿Y cómo son esas parejas?

—Normales. ¿Cómo van a ser, si no? Unos a quienes les va la marcha y se lo pasan de miedo. Como Pepe y yo.

—¿Y quién más?

—Pues, no sé... tíos normales a los que les gustan esas revistas y también tíos raros.

—¿Cómo, raros?

—Raros. Tipos que están medio locos o son medio curas o yo qué sé. Se las compran para hacerse pajas.

—Oye, ¿y las de maricones? ¿Ésas, quiénes las compran?

—Pues, los maricones, claro.

—Claro... ¿Sólo?

—¿Sólo, qué? —Florita, cejijunta, miró fijamente a Mari Loli—: Pero ¿se puede saber qué mosca te ha picado con las revistas porno? ¿Desde cuándo te interesan tanto? Tú me escondes algo, rica, así que suéltalo.

Mari Loli miró a su alrededor para cerciorarse de que, en un descuido, el Delirio o Jooose no hubieran entrado en el bar y estuvieran en la mesa de al lado. Bajó la voz para contarle por qué tenía interés.

—¡¿Manolo tenía una de ésas en la cabina del camión?! ¡Anda, laleche, menuda sorpresa!

—Pues sí... ¿Tú qué pensarías de algo así? ¿Será que va con una a quien le molan esas cosas?

—No sé, chica. No me parece que sea muy corriente que a las tías les gusten los tíos haciéndoselo entre ellos... Pero podría ser, claro. Oye, ¿estás segura de que Manolo tiene un lío con una perica? ¡A lo mejor es del otro barrio, y tú sin enterarte!

Mari Loli se molestó con su amiga. ¿Manolo, marica? Nunca, joder, con lo macho que era...

—Bueno, vale, vale. No hace falta que te pongas así.

—Además, que también encontré en la cabina unas bragas rojas de lo más provocativo, ni te figuras...

Florita la miró con sorna.

—A lo mejor es de esos a los que les encanta vestirse de tía.

—Si te crees que las bragas se las pone él, vas confundida. Primero, que Manolo nunca haría algo así...

—Fíate de la virgen y no corras.

—... y segundo, que son unas bragas tan pequeñas que casi parecen de niña. Eso es lo que me extraña... Desde luego, no creo que a ti te entrasen, mira lo que te digo.

—¡Joder! Hoy nos la ganamos: han pasado veinticinco minutos.

—Vamos, deprisa.

Entraron en Cadena Dos a la carrera.

—Tenéis un morro de aquí a Cáceres, ¿no? —protestó Julita—. Llegáis con más de diez minutos de retraso.

—¡Jo! ¡Qué picajosa andas hoy! —le contestó Florita.

Julita le cedió el puesto. Cuando Luis Miguel iba a hacer lo mismo con Mari Loli, los altavoces escupieron:

—Mari Loli a administración; teléfono. Mari Loli.

—¡Jope! Vaya mañanita. ¿Ahora qué tripa se le habrá roto a alguien? Oye, quédate unos minutos más en mi puesto, Luis Miguel.

El chico le contestó con un loquetudigas resignado.

El auricular del teléfono de administración estaba descolgado y apoyado sobre la mesa.

—¿Diga?

—Mari Loli. Soy Angelines.

—Hija, Angelines, ¿cómo se te ocurre llamarme al súper?

—Te llamo a Cadena Dos porque en casa no hay forma de pillarte.

—Bueno, ya sabes, voy de cabeza...

—Mari Loli, ¿qué te ocurre? ¿Por qué me hablas en ese tono?

—¡Uf! No seas pesada, Angelines. No me pasa nada. Ya te digo que tengo mucho trabajo y tal.

—Pues parece que tengas algo contra mí.

—Pues... Oye, no seas pesada, anda. Bueno, ¿qué querías? ¿O sólo has llamado para decirme esto?

—Llamaba para contarte algo que llevo casi dos meses intentando explicarte, pero ya veo que no es el momento.

—Pues, no. No lo es.

—Estás imposible, Mari Loli. ¿Sabes qué te digo? Que cuando quieras algo, me llames tú.

Y le colgó el teléfono. ¡Encima! ¡Cómo se había vuelto Angelines! ¡Cómo se crecía desde que estaba enrollada con Manolo! Se creería poco menos que una mujer irresistible. Y a ella la consideraría una alelada, una imbécil... además de gorda, claro. ¿Pues no se permitía incluso darle lecciones? La muy...

El berrinche le duró a Mari Loli dos horas, hasta que Luis asomó por Cadena Dos para recordarle que le había guardado un poco de carne.

—Al salir, paso a recogerla —le dijo desde la caja.

Florita le guiñó un ojo.

¿Tendría razón Florita? ¿Sería que el hombre estaba interesado en ella? Pero ¿cómo podía ese hombre haberse fijado en ella? Un hombre tan educado como él. Tan leído, porque ¡anda que no sabía de todo...! Ella, sin embargo, una ignorante. Mientras lidiaba con el lector del código de barras y la caja registradora y las tarjetas o los cambios, no podía quitárselo de la cabeza. Florita llevaba razón. Luis era un encanto fuera de lo común. Amable y siempre de buen humor. Verdad era que no se reía como el Delirio, con aquellas carcajadas grandonas que retumbaban en su pecho, ni muchísimo menos con las canicas de Manolo. Sin embargo, nunca perdía la sonrisa. Mari Loli no podía recordar ni una sola ocasión en que la hubiese saludado con el gesto torcido. ¿De qué servían las canicas saltarinas de Manolo si una jamás las oía rodar por ella? Mucho mejor una sonrisa imborrable, ¿o no? Además, tan atento, escuchándola con tantas ganas... Parecía que no sólo las orejas sino también los ojos, la boca, las manos, le servían a Luis para acechar sus palabras. Mari Loli no estaba acostumbrada a tanto interés, por lo menos de un hombre. Quienes siempre habían estado dispuestas a oír lo que tuviera que contar habían sido Angelines y Estrella, pero ahora... Estrella no quería enterarse de nada. Mari Loli no quería que Angelines se enterase de nada. Así estaban. Lástima que Luis pareciese un poco viejo. Pero, bueno, para ser amigos, ¿qué más daba? Porque fijo que eso era lo que pretendía Luis: su amistad. Sólo que Florita lo confundía con devaneos amorosos. Muy propio de ella.

A las cuatro, Mari Loli se agachó y pasó por debajo de la puerta alzada a medias.

Luis estaba inclinado sobre el mostrador, colocando las piezas de carne con tal amor que más parecía que decorase el escaparate de una joyería. ¡Qué hombre, señor!

—Luis, hola.

—Mari Loli...

Salió de detrás del mostrador y se besaron. El Broduai había logrado lo que la timidez de los dos no había conseguido en varios años de amistad. Habían aprendido a saludarse. Algo tan fácil como darse un beso... ¿Por qué no se les había atinado hasta que él le regaló el perfume y ella, sin tener que pensarlo ni un instante, porque eso era lo que le salía del alma, le dio un par de besos? Ahora, Mari Loli recordó cómo se había sonrojado el carnicero con aquellos primeros besos. ¿Andaría en lo cierto Florita?

Mari Loli sintió mucho no haberse rociado con el perfume ni un solo día. ¿Se habría dado cuenta él de que nunca olía a Broduai? Seguro que sí. Con lo observador que era...

—Luis, tú sabes que me encantó el perfume, ¿verdad?

—Mujer, ¡qué cosas dices! Pues, claro que lo sé. ¿Cómo me haces esta pregunta?

—Verás... Supongo que te extrañará que no me lo ponga ningún día.

Luis sonrió y movió la cabeza.

—No. No me sorprende. Me imagino que quieres que te dure, y lo reservas para ocasiones especiales.

Mari Loli lo contempló atónita. ¿Cómo podía saberlo? ¿Cómo acertaba en la razón exacta? Ese hombre era... era mágico, ¿o no? Aunque, bien era cierto que las ocasiones especiales no abundaban en la vida de una. En fin...

—¿Sabes qué se me ocurre? —Luis empezó como si recitase algo de carrerilla; luego pareció encallarse—. Pues...

¿Qué diantre querría decirle que le costaba tanto? A Mari Loli le hubiera gustado echarle un cable, porque creía que estaba sufriendo. Lo animó con una sonrisa y le puso la mano sobre el antebrazo, mientras le sugería:

—¿Pues...?

—Yo... Pensaba que quizás podría brindarte alguna de esas ocasiones especiales para que te perfumes.

Mari Loli lo miró con los ojos enormes, sin retirar su mano del antebrazo de él. ¿La estaba invitando a salir?

—Algún día que tuvieras tiempo —siguió diciendo él—, podríamos ir por ahí, a tomar algo y a charlar. No sé... Tal vez un sábado por la tarde, porque, la verdad, aquí, a la salida de tu trabajo, nunca nos alcanza para mucho, ¿no?

Se quedó callado de golpe. Como avergonzado.

—¡Qué buena idea, Luis! Me encantaría salir a tomar algo y a charlar contigo.

—¿De verdad?

—Pues claro.

Como el día de su cumpleaños con su perfume, sin reflexionar mucho, Mari Loli se lanzó a darle un beso.

—¡Qué cariñosa eres!

—¿Qué te parecería el sábado por la tarde?

—¿Este sábado?

—Sí.

—Perfecto. Me parecería perfecto. ¿Qué vas a hacer con Anabelén?

—No te preocupes. Seguro que María se ocupará de ella.

—Anda, reina, que ya llegamos y la mama te dará un vaso de naranjada —Mari Loli animó a la niña, que se había sentado en el suelo y se negaba a seguir—. Si ya estamos en casa...

Era verdad, aunque también lo era que hubiera utilizado el mismo argumento incluso si se hubieran hallado a dos horas de su destino. Tenían ya enfrente el parterre de los niños y los perros.

La chiquilla se puso en marcha y, por fin, se metieron en el incierto frescor del portal.

—¡Ay, mi nena! Verás qué naranjada te da la mama.

Anabelén palmoteó alborozada y, mientras su madre abría el buzón y sacaba la correspondencia, se puso con los brazos en cruz a dar vueltas como una peonza.

—¡Ay, menos mal! —exclamó Mari Loli al darse cuenta de que los dos sobres llevaban el membrete del ayuntamiento del barrio.

La exclamación de Mari Loli se superpuso al aparatoso aterrizaje de Anabelén, que, mareada por las vueltas en plan peonza, había dado con su cabeza contra el portal de la finca. Inmediatamente, se desencadenó su llantina.

—¡Que te estés quieta! ¡Que te vas a hacer daño! —decía Mari Loli entrecortadamente a causa de la zurra mansa que le iba propinando, más por su propio sobresalto que por las travesuras de la cría. Luego, incluso siendo los golpes blandos, se sintió culpable y le dio un par de besos sonoros—. ¡Ea!, ya está.

Subieron hasta el séptimo, todavía la niña hipando y moqueando, y Mari Loli con el corazón galopando por la culpa, los azotes y las cartas. ¡Ojalá los hubieran admitido! Porque fijo que en los sobres estaba la respuesta a su solicitud de campamentos para Manu y María. No los abría en el ascensor porque le faltaban manos, pero en cuanto llegara a casa...

Cuando entró en el piso, lo primero fue coger la botella de refresco y darle la naranjada a la cría, a ver si se le pasaba la rabieta. Lo segundo, fregar los orines del chucho que, para variar, se arrastraba como si en lugar de un perro fuera un gusano y soltaba un chorrito en cada baldosa.

Por fin pudo dedicarse a los sobres. ¿Por qué serían dos? Eso a Mari Loli le parecía extraño. Tratándose de la misma familia y la misma dirección, hubieran podido mandar uno solo, ¿o no? Más que extraño, sospechoso.

Abrió el primero con angustia, el corazón arrugado. La nota era muy breve. Estaba escrita a máquina. Casi no se molestó en leerla toda, porque a la vista, en letras mayúsculas, estaba lo primordial. María Barragán. Admitida. Las fechas de los campamentos iban de 25 de junio a 25 de julio. Había que pagar antes del 20 del junio. Bueno, no quedaba mucho tiempo. Quizás la madre de Débora podría llevar el dinero cuando fuera a ocuparse del de su propia hija.

Abrió el segundo sobre. La carta era igualita a la primera, sólo que en el espacio del nombre estaba el de Manu, en lugar de «admitido» habían escrito «no admitido», y la fecha de los campamentos estaba en blanco.

¡Joder, joder! Se lo venía sospechando. Había sido una intuición.

Mari Loli se desparramó en el sofá, mientras la perra, a quien le tocaba la tarde encantadora, le lamía las puntas del calzado. La niña se había sentado en el suelo, cerca de su madre, y repartía razonablemente la naranjada entre su estómago y su camiseta de verano.

¿Qué iba a hacer? ¿Qué iba a hacer? ¡Vaya problemón le colocaban los del ayuntamiento! Trabajar el mes de julio mientras el mala pieza de Manu disponía de todo el tiempo libre para hacer lo que le viniera en gana... Nada de provecho, fijo. Sobaría en la cama hasta la hora de comer y pingonearía por las calles hasta la madrugada. Eso sin contar con que asaltaría el frigorífico o el armarito de la despensa y la dejaría a cero de provisiones. Pues sí que. Con tantas facilidades como se le presentaban, una veía lo que se avecinaba: forzar coches, vaciar pisos, traficar con caballo, cuando no soplárselo... Julio iba a ser un sinvivir. A sus aflicciones matrimoniales, se añadiría la angustia por Manu.

—Mama, mama.

Anabelén había aparecido acunando una muñeca. Mientras Mari Loli aupaba a la chiquilla hasta el sofá, oyó la puerta del piso.

—¿Cómo puedes ser tan tontalhigo, niña? —preguntaba Manu, con tonillo desalmado.

—Yo seré tontalhigo, guapo, pero las he aprobado todas, en cambio, tú... —se defendió María.

—¡¿Y a quién coño le importa aprobar?!¿A mí?! ¡¿Te crees que a mí me importa?!... Eres más tonta que cagar hacia arriba.

Mari Loli se enderezó para gritar:

—¿Se puede saber qué os pasa? ¿Tenéis que pelearos siempre? ¿Nunca vamos a tener la fiesta en paz?

—Éste, que es un imbécil.

—La que habla...

—¡Bueno, basta ya! ¡Me tenéis hasta las narices!

Por un momento se callaron los dos. Manu se acercó a su hermana pequeña, que había tumbado la muñeca en el sofá y le daba el biberón. Le hizo una carantoña a la cría y luego se arrodilló para jugar con la perra.

Escáner gimió, atormentada por las manazas de Manu.

—Le vas a hacer daño...

—Y dale. ¿No ves que le gusta?

—Mira, mama —dijo María, descargando la mochila y sacando un papel del interior—. Son las notas. Lo he aprobado todo.

Mari Loli cogió el papel mientras su cuerpo se esponjaba con orgullo. ¡Todo aprobado! ¡Qué portento! Nada que ver con sus propios resultados escolares cuando tenía la edad de su hija. Y pensar que nunca daba un duro por ella. ¡Caray! Ésa había salido a su tía. Voluntariosa. Con empeño, llegaría hasta donde se propusiera. Como Estrella.

Mari Loli abrazó a su hija y le dio dos besos.

—¡Ay, nena! Qué contenta estoy.

María le devolvió los besos, y permanecieron unos segundos abrazadas.

—¿Sabes qué te digo? —dijo Mari Loli apartando un poco a su hija para verle la cara—, que para celebrarlo te compro ese bañador que tanto te gustaba.

—¡Qué guay, mama! —María le dio otro beso y se separó de ella.

Aunque tuviera que ahorrar por otro lado, la chavala se lo había ganado. Además, lo iba a necesitar para ir de campamentos. ¡Ay, los malditos campamentos!

—¿Puedo bajar a la calle con Anabelén?

—Sí. Y llévate de paso a la perra, que aún no ha bajado a mear.

Mari Loli y Manu se quedaron solos en la salita. Mari Loli, de pie junto al sofá, observando a su hijo. Manu, tumbado junto a la mesita baja, contemplando el techo con interés.

—Y tú, ¿qué?

—¿Qué, de qué?

—De las notas.

—¡Ah!

Manu siguió tumbado.

—Deja de mirar hacia el techo, que estoy aquí.

El chaval se puso en pie. Malo, se dijo Mari Loli. Aquélla no era buena señal; anunciaba lo peor.

—¿Qué? ¿Has aprobado alguna? —preguntó Mari Loli confiando en que alguna se hubiera salvado, aunque, bien era verdad, muchas ilusiones no se hacía.

A diferencia de María, ése no daba un palo al agua. Jamás lo veía con un libro abierto o escribiendo en un papel. ¡Qué pena de chaval, madremía!

Manu negó con la cabeza.

—¡¿Ninguna?!

—Ninguna.

—Pero ¿será posible? ¿Qué vamos a hacer contigo?, ¿me lo quieres decir?

Manu se encogió de hombros.

—No me gusta estudiar, te lo he dicho muchas veces.

—Ya, pero, hijo, aún no tienes edad para trabajar. Además, que si pusieras un poco de interés por tu parte...

—Oye, no me des la vara, que ya he tenido bastante con la tutora, ¿vale?

—No me contestes mal, que me tienes hartísima.

—¡Joder!, para estar peleando contigo, mejor me largo a la calle.

La dejó con la palabra en la boca y se fue dando un portazo.

Mari Loli volvió a sentarse en el sofá. ¡Maldita fuera! Ya se le había anudado la cuerda en el pecho, ya la nuca estaba rígida. Tenía que calmarse, sí, que poniéndose nerviosa no arreglaba nada. ¡Qué lástima de trifulca con Manu! Tantos días vividos con placidez, sin que nada la perturbase gravemente y, de pronto, ¡zas!, de nuevo ese dolor en la nuca, y las dificultades para respirar. Todo por esa discusión inútil... No. No sólo por eso. También los suspensos y el ayuntamiento eran responsables de su estado. ¡Menuda faena le habían hecho! Allí estaba ella, con la respiración atorada y la nuca como un poste. Total para nada, porque con darle vueltas y lamentarse tampoco conseguiría que los del ayuntamiento cambiasen de opinión. No. Ir a protestar no serviría de nada. Si por lo menos conociera a alguien que pudiera echarle una mano, alguien que trabajase allí, alguien...

¡Claro! ¿Cómo no había atinado antes con Pili? ¡Ella era asistenta social en el ayuntamiento! Pues, nada; bajaba al quinto y se lo pedía. Pero, por muy vecinas que fuesen, ¿tenía derecho una a asaltarla en su piso para tratar de obtener un favor? Tal vez no. Mari Loli no estaba segura de haberla ayudado mucho cuando su desgracia. Bueno, los primeros días, sí. Se acercó tres o cuatro veces a preguntar si necesitaba algo. Como todas. Luego espaciaron las visitas para terminar por olvidarse de ella a los dos meses del drama. Bien era verdad que tampoco le parecía a Mari Loli que ir a verla sirviera de mucho. Pili, como un gorrioncillo, pequeña, indefensa, muda, sentada en un extremo del sofá, no parecía enterarse de nada, ni siquiera del pretendido consuelo vecinal. Miraba a las vecinas solícitas, con sus desbocados ojos de cervatillo, como si todavía estuviera viviendo el horror de días atrás, pero nunca abría la boca. Eso sí, se agravó su costumbre de dar respingos y sobresaltarse, se multiplicó el número de ocasiones en que se sonrojaba violentamente.

El caso era que, ahora, Mari Loli no estaba segura de que la vecina estuviera dispuesta a ayudarla de mil amores con lo de Manu.

El aullido de una sirena hirió la tarde. A Mari Loli, el corazón le dio un salto. Las sirenas de los bomberos, de los policías, de las ambulancias siempre le parecían de mal agüero y, en aquel momento, muchísimo más. Seguro que era una forma de aviso. ¿Y si significaba que los maderos iban a pillar a Manu? Le sudaban las manos sólo de imaginar a un policía llamando a la puerta para avisar de la detención del chaval. Aquel pensamiento decidió a Mari Loli. Sí. Hablaría con Pili.

¿Qué hora era? Las cinco y media. Todavía la pillaba antes de que se fuese a trabajar. ¡Con ese horario tan cómodo que tenía! Ya le hubiera gustado a Mari Loli currar sólo de seis a nueve cada tarde.

Pili la miró desde el recibidor de su piso como si Mari Loli fuese una aparición. Así de pasmada observaba siempre al personal. El rostro cubierto de rubor y los ojos grandes y húmedos. A lo peor ya nunca se recuperaría de su desgracia, pensó Mari Loli. La pobre, tan jovencita y no servir ya para mucho. Y mira que era mona... En fin. Pili no acertaba a pronunciar una palabra. Al final, se recuperó:

—Hola. Dime...

—Pues... venía a hablar contigo un momento. ¿Puedo pasar?

La vecina agarró la puerta con firmeza, como si, de no hacerlo, temiera salir volando. Se sonrojó más todavía, o al menos esa impresión le dio a Mari Loli, y todavía tardó un poco en contestar:

—Pues... me voy a trabajar dentro de diez minutos.

—Ya. Te voy a robar poquito tiempo. Quería pedirte un favor.

—¡Ah!

La vecina abrió la puerta por completo:

—Pasa.

Mari Loli la siguió por el pasillo hasta la salita. Había que ver lo menudita que era. Si seguía pareciendo una cría, como cuando se instaló en el bloque. Si María abultaba mucho más que ella...

—¿Te importa esperar un momento mientras me calzo y me peino? Me estaba arreglando para ir al trabajo.

—No, mujer, claro.

Pili desapareció camino de su habitación.

La casa estaba tal y como Mari Loli la recordaba. Todo exactamente igual que hacía un año. ¡Calla! Un año, no. Más. Debía de ir ya para año y medio. ¡Qué barbaridad! Cómo pasaba el tiempo... Si parecía ayer que Pili y su marido se habían mudado a vivir al bloque, y di, tú, que echando las cuentas debían de ser casi dos años y medio. Cuando se instalaron en el quinto, eran la pareja más jovencita del edificio. Estarían sobre los veintitrés o veinticuatro años. Quién les iba a decir que la felicidad les duraría tan poco... Porque mira que eran una pareja maja, y se les veía contentos a los dos. Aunque, eso sí, ella, ya entonces, muy rarita. Tan tímida, tan calladita, tan suave, tan poca cosa... Tan criatura, sí, pero igual tuvo que apechugar con lo que le cayó encima. Que cuando la policia la llamó para decirle que su marido había muerto en un accidente de tráfico, se lo soltaron así, ¡zas!, sin miramientos. ¡La bomba! A Mari Loli aún ahora se le ponían todos los pelos de punta. No sabe qué hubiera sido de ella si, al año de vivir con Manolo, le hubiera ocurrido algo por el estilo. Temblando para el resto de su vida se hubiera quedado. Quienes aquel mediodía la vieron salir de su casa dicen que la pobrecilla iba muda, blanca como si no tuviera una gota de sangre, como si la muerta fuera ella, andando igual que si fuera sonámbula o se hubiese chutado algo. ¡No iba a estar enloquecida, si acababa de casarse, como quien dice, y ya se había quedado viuda! No acertó a contar nada a ninguna vecina, tan alterada la dejó la noticia. Y fue una pena verdadera, porque como su marido y ella estaban solos en la ciudad, sola fue a identificar al cadáver. ¡Menudo papelón! Con lo amargo que debe de ser un trance como ése... Y lo que encontró fue como para echar a correr y no parar hasta caer reventada. A Mari Loli, una vecina le contó que le hicieron entrar en el depósito de cadáveres, una habitación parecida a la cámara frigorífica de Luis, con un armario dividido en compartimentos, como si fueran grandes cajones. En cada cajón guardaban a un muerto. Resultó que, cuando abrieron el del marido, lo primero que ella vio fue la cabeza y lo siguiente, los pies y el resto del cuerpo. Un horror, le contaba la vecina a Mari Loli, con decir que, en el accidente, el marido resultó decapitado. En lugar de colocar la cabeza en su sitio, junto al cuello, la dejaron en los pies, al lado de los zapatos. Mari Loli lo escuchaba tapándose la boca, ahogando sus propios gritos, igual que si, de aquella forma, pudiera contener mejor el espanto. ¿Cómo no entender que, después de tanta mala sombra, la vecinita no levantase cabeza?

—Ya estoy.

—Verás...

Mari Loli le explicó el problema rápidamente para evitarle llegar tarde al trabajo. Mencionó sólo muy de paso la golfería de Manu, no fuera a fastidiarse, por esta razón, la posible ayuda de Pili. Insistió mucho más en su desazón de madre, en lo intranquila que viviría aquel mes de julio con el chaval dando vueltas sin nada que hacer en todo el día, en la jugarreta que le habían hecho los del ayuntamiento...

La vecina contestó que, por mucho que le hubiera gustado ayudarla, no estaba en sus manos cambiar esa decisión.

—Mujer, inténtalo, por lo menos.

Ya en el rellano, cuando se despedían, Pili contestó que vería si podía hacer algo. El caso fue que no pudo. Se lo dijo al cabo de dos días cuando se cruzaron en la portería.

Ese sábado por la tarde, Mari Loli salió a la calle sintiéndose burbujear de alegría. No sólo estaba contenta por su cita con Luis, sino también por lo leído en los ojos de su hija al probarse el traje de baño. No el de sus suspiros, sino otro, que, en opinión de la vendedora, le sentaría mejor. Y así fue. ¡Estoy chupi!, se pasmó María. Mari Loli se detuvo unos segundos frente al escaparate de una tienda y se observó. Llevaba el mismo conjunto que la noche del motel La Avioneta. ¡A ver...! Lo único decente que colgaba en su armario. Desde luego, con los zapatos de tacón alto y la falda negra de tubo parecía mucho más esbelta. Sí. La vendedora del bañador estaba en lo cierto: incluso con un cuerpo bien distinto al de las tops, una podía estar como un pimpollo, ¡caray! Sólo era preciso acertar en la forma de arreglarse. Y disponer de dinero, claro. Ésa era la única pega.

Mari Loli se atusó el flequillo. Se había peinado a golpes de secador, imitando a Estrella. Se había maquillado al estilo de la vendedora de La Perfumería. Se había rociado generosamente con Broduai en honor a Luis. El resultado era bastante bueno. Mari Loli tenía la corazonada de que Luis era de esos hombres que, cuando una se arregla, se percatan del gesto. No como el Delirio que, la famosísima noche, si se fijó en su atuendo, tampoco lo dijo. O Manolo, un poner, que nunca se enteraba de nada.

Luis y ella habían quedado a las seis en una cafetería del centro de la ciudad. Mari Loli no recordaba haber estado nunca en ese sitio. Desde luego, no le sonaba de nada. Tampoco la calle, aunque sabía que caía cerca de la Rambla. Esperaba ser capaz de encontrar calle y cafetería sin perder demasiado tiempo, porque ya eran casi las seis y quería ahorrarle una espera a Luis. Sin embargo, no era fácil andar rápidamente entre el gentío que bajaba por el paseo central de la Rambla. Mari Loli llevaba años sin pisar aquella zona de la ciudad un sábado a media tarde y se maravilló de los incesantes ríos de cabezas que fluían desde las escaleras del metro o desde las calles laterales hasta el río principal. ¡Bueno, cómo estaba aquello!

Al final, consiguió llegar a esa calle y encontrar la cafetería. ¡Jope! Menudo sitio había elegido Luis. No estaba mal, ¡qué va!, sólo que era muy distinto a lo que una se había figurado. Nada de neones, ni plásticos de colores, ni música estridente, ni olor a hamburguesas o a tomate dulce de ese americano, ni camareros o camareras muy marchosos. No. De entrada, el olor y, luego, la decoración. El local olía que alimentaba. La mezcla de olores era estupenda. El aroma espeso y cálido del chocolate, y el aroma dulzón y brillante del azúcar a punto de caramelo, y el aroma tostado y amargo del café, además del olor nervioso a mantequilla fundida junto con el olor suave y blando de los bollos recién horneados. Eran olores tan fuertes, tan directos, tan anchos que le ocupaban a Mari Loli toda la nariz, se le desparramaban por el cerebro y le llenaban la boca de saliva. Cerró los ojos para concentrarse mejor en aquellas sensaciones. ¡Mmmmm! Cuando los volvió a abrir, se tropezó con fotografías y recortes de prensa enmarcados y colgados en las paredes pintadas de color café con leche muy clarito. Las mesas tenían la superficie de mármol blanco y las patas de hierro negro. Sobre cada mesa, un jarrito pequeño de cristal con algunas violetas.

—¡Mari Loli!

Se dio la vuelta hacia la voz de Luis. Estaba en un extremo de la cafetería, con el brazo en alto para llamar su atención.

Mari Loli se acercó. Él le tomó la mano y, antes de decir o hacer nada, la contempló unos instantes con simpatía. Más que eso. La observaba con una mezcla de admiración y agradecimiento. Se notaba su satisfacción por aquel encuentro. Mari Loli se sintió muy importante. ¡Qué increíble: un tipo tan fino como Luis se pirraba por ser amigo de ella!

—Mari Loli... ¡pero qué guapa estás!

Lo dicho. ¡Cómo le iba a pasar por alto que aquélla no era la mariloli de diario!

—Estás estupenda con esa falda negra. A ver: deja que te mire bien.

Sin soltarle la mano, Luis se alejó dos pasos para observarla mejor en su conjunto.

—Y los zapatos de tacón alto, qué bien te sientan. Sí. Estás muy, muy bien.

Luego se acercaron sin soltarse la mano. Parecía que estaban trenzando unos pasos de baile. Mari Loli ignoraba el nombre de la danza y, sin embargo, no se equivocaba. Se sentía comodísima en aquella cafetería con Luis. Como si se hubiese estado entrenando toda la vida para ese momento. Como si fueran amigos desde mil años atrás y no necesitaran decirlo todo. Conocía los movimientos, los pasos, los gestos precisos. Entonces se besaron: un beso en cada mejilla.

—Oye, si hueles a Broduai. ¿A que sí?

Mari Loli se puso a reír. ¡Menudo era Luis!

—Me encanta tu risa, ¿sabes? —dijo él, todavía sujetándole la mano.

¿Andaría Florita en lo cierto? ¿Sería que Luis tenía interés por una más allá de la pura amistad? ¿Sería normal que un tipo como Luis le dijera a una amiga cuánto le gustaba su risa? ¡Ay, qué lío!

Luis señaló las dos sillas y preguntó:

—¿Dónde quieres sentarte?

—Me da igual.

—¿Prefieres de espaldas o de frente al local?

—De verdad que...

—Mira, ponte aquí —dijo Luis, cediéndole el sitio—. Desde aquí verás toda la cafetería.

—¿Y tú? —preguntó ella, sin decidirse a ocupar la silla.

—¿Yo? Yo te veré a ti, que es mejor.

¡Qué encanto! Una no estaba acostumbrada a tanta delicadeza. No sólo las frases bonitas, los comentarios tiernos, estremecían su corazón sino, sobre todo, que él estuviera más pendiente de la comodidad de Mari Loli que de la suya. En general, la gente no se preocupaba mucho por el personal, ¿verdad? Manolo, por ejemplo. Siempre se servía el mejor trozo de carne. Si hacía frío y había que cerrar la ventana, gritaba: ¡Mari Loli, esa ventana!; no iba a tomarse la molestia de levantarse él, ¿no?

Mari Loli se sentó y, mientras, Luis permaneció junto a ella ayudándola a arrimar la silla.

—Anda, mira a ver qué te apetece —dijo Luis cogiendo una de las dos cartas apoyadas sobre el florerito de las violetas y entregándosela.

Luis leía su carta. Mari Loli fingía hacerlo pero, en realidad, le observaba a él con el rabillo del ojo. Vestido de calle, sin su uniforme, estaba bastante bien. Quizás no se podía decir que fuera guapo, pero sí, interesante. ¡Caray! ¿Cómo una no se había dado cuenta hasta ahora? Claro, la culpa era de aquel inmaculado uniforme de carnicero. No era que a Mari Loli le molestase la limpieza del mandil, sino que el blanco resultaba un color poco adecuado para Luis. Siendo él tan pálido de piel, de ojos, de cabellos, no ofrecía ningún contraste. Le daba un aire muy desvaído. Como si sobre un manto de nieve alguien dejase caer una rosa blanca. En cambio, hoy llevaba una chaqueta de mezclilla gris oscuro con motitas claras. Bien cortada, elegante, con mucha clase. Luis parecía un banquero con aquel traje. Debajo, una camisa gris marengo. Un color muy atrevido y moderno. Mari Loli nunca hubiera imaginado que una camisa casi negra pudiera resultar favorecedora. Y, sin embargo, así era. Sus ojos azules, normalmente sosos, ahora destacaban vivamente gracias a las ropas oscuras. También el pelo lucía más airoso. Incluso la piel resultaba llamativa sin aquel tono rosáceo poco agradable, acaso efecto de las luces con que iluminaba las piezas de carne. Y las manos tan cuidadas, con las uñas cortas y muy limpias.

—Estás muy guapa —repitió Luis, sacándola de sus pensamientos.

—Tú también lo estás —le contestó Mari Loli.

—Muchísimas gracias —sonrió Luis—. ¿Qué quieres tomar?

¡Vaya! Tanto rato pensando en cómo le sentaba la ropa y ni siquiera le había echado un vistazo a la carta.

—¿Tú qué vas a tomar?

—Yo... —Luis la miró con picardía—. ¿Te gusta el chocolate?

—¡Me encanta!

—Pues, ¿qué te parece si nos portamos mal y nos tomamos un chocolate con nata?

—Me parece una idea estupenda.

Una señora mayor, con un delantal blanco, ribeteado de puntillas sobre una bata negra, les tomó la nota. Mientras esperaban la merienda hablaron poco y se miraron mucho. ¡Caray! Mari Loli no salía de su asombro. Cuanto más le observaba, más curiosa le resultaba la transformación de Luis. Más elegante, más fino, con más clase que nunca. Y, sin embargo, seguía comportándose como el de siempre. Tan habitual, tan cercano, tan amable y cariñoso. Esa familiaridad de él, la tranquilizaba, aunque, a la vez, la tenía pasmada. ¡Jolín!, qué suerte había tenido una: un hombre tan leído, tan elegante, interesado en ser su amigo... Mari Loli no se notaba perdida, sino todo lo contrario. Un sentimiento muy particular la recorría entera. Un sentimiento de proximidad, de camaradería. Igual que en la danza de su encuentro, tenía la sensación de haber vivido esa escena otras veces, de conocer a Luis de mucho, muchísimo atrás.

Llegó la camarera con las dos tazas de chocolate con sus trémulas islas blancas.

Resultó que el chocolate, tan rico, fue como tomarse una copa de champán. Bueno, era un decir. No que se hubieran achispado con el brebaje, claro. Pero aquella bebida dulce y calentita les soltó la lengua y se pusieron a charlar casi atropelladamente, con tantas ganas como si llevasen un año sin verse. Lo cierto era que tenían mucho que contarse y poco tiempo para ello. Cuando rebañaron las tazas y se limpiaron los labios con la servilleta, habían dejado de estar apoyados contra el respaldo de la silla y se habían ido inclinando sobre la mesa, de modo que, ahora, sus cabezas se rozaban.

Mari Loli hablaba de su trabajo en el supermercado. Y ese Luis tan buen mozo era el de siempre: pendiente de sus palabras, ladeando la cabeza como si quisiera atenderla mejor y animándola a seguir con su dulce sonrisa.

—Me gusta tu sonrisa, ¿sabes? —dijo él en aquel momento.

¿Eso era un comentario de amigo o algo más?

Mari Loli no contestó. Lo miró con cariño.

Quizás estimulado por su mirada, Luis añadió:

—Tienes una sonrisa de luz.

¡De luz! ¡Caray! Nunca, nunca, nunca, ni en mil años, a una le habían dicho algo tan divino. ¡Jope! Era como para escribir esa frase en un papel y colgarla en la pared de su habitación para leerla cada noche varias veces antes de dormirse. Pero fijo que esa delicadeza era una señal de un interés particular de Luis. ¿O estaría confundiéndose?

Mari Loli volvió a sonreír. Luis le devolvió la sonrisa. ¡Cómo relucían sus ojos, madremía! En los ojos kilovatios de la Fecsa, decía la letra de Telepatía Total, ¿no? Pues Mari Loli acababa de entender qué significaba aquello. Y, lo mejor, parecía que el hombre no pudiese hacer nada por apagar ese resplandor. ¡Jope! Años hacía que nadie la miraba de ese modo. ¡Una hoguera en la mirada!

Sin darse cuenta, se fueron inclinando más sobre la mesa hasta que no sólo sus cabellos se tocaron, sino también sus antebrazos.

Mari Loli se quedó muy quieta. Aun sin mirar, podía percibir la cercanía de él. Durante unos instantes, apenas escuchó lo que él decía. Estaba mucho más pendiente de sus manos, tan próximas... ¿Qué hacía? ¿Se retiraba un poco? ¿Se iba a creer él que...? Al final, se olvidó de sus manos y atendió a lo que Luis le contaba. Una vez más, lo mucho que le envidiaba esa familia y esos tres hijos. A él le hubiera encantado tener varios, pero no había tenido ninguno. Le hubieran podido aliviar esa soledad tan honda que sintió al enviudar. Tal vez, incluso, hubieran podido ayudarle en el negocio, que él sólo se apañaba, pero cada vez un poco peor. Mari Loli lo escuchaba, como siempre, aunque en esta ocasión sin la angustia de saber a Anabelén aguardándola en la guardería; sólo con la preocupación de saber que a las ocho en punto debía abandonar el local y llegar a tiempo para ocuparse de la cena de la pequeña. Así habían quedado con María, que se había citado a las nueve con sus amigas.

—No sabes tú lo duro que es llegar a casa por las noches, y que no haya nadie esperándote. Cenar solo. Ver el telediario solo. Sentarte en un sillón a leer solo.

Mari Loli suspiró. Sí... Lo entendía, claro. Pero, algunas veces, ¡hubiera dado la luna! con tal de estar sola y no tener que ocuparse de nadie, sólo de ella misma. O sólo de las niñas, que eran muy ricas. Pero Manu... ése era otro cantar.

—Yo creo que exageras. Seguro que no es para tanto.

¡¿Cómo no iba a ser para tanto?! Iba a ser para muchísimo de seguir por aquel camino. Sólo había faltado la trastada del ayuntamiento.

—¿Qué trastada? —se extrañó Luis.

—¿No te lo he contado?

La pregunta estaba de más. Mari Loli sabía perfectamente que Luis nunca olvidaba algo de ella y, menos, tratándose de una cuestión importante. Lo puso al día.

—Ya me dirás... ¿Cómo me apaño ahora?

Luis se quedó pensando unos minutos, muy serio, con la cabeza ladeada.

—Se me ocurre una solución —dijo—. ¿Qué te parece si me lo quedo de aprendiz en la carnicería?

Mari Loli casi se sintió aturdida, un poco mareada con la propuesta de Luis. ¿Cómo era posible que aquel hombre, sin ninguna relación con Manu, se tomara más interés por él que su propio padre? De verdad que Luis y todas sus atenciones hacia ella eran un regalo de la vida, ¿o no?

Sin darse cuenta, con su natural espontaneidad, Mari Loli avanzó su mano derecha hasta colocarla sobre el puño de Luis. Lo acarició brevemente. Entonces, cuando vio la expresión de asombro en los ojos de él, se sintió avergonzada. ¿Habría hecho mal? ¿Qué habría pensado? Si sólo era una caricia de amiga agradecida... Desconocía ese paso del baile. Levantó la mano volando.

—¿Serías capaz de algo así? —preguntó con la voz cargada de dudas y admiración.

—Pues, mujer, por ayudarte sería capaz de mucho más. Por otro lado, ya no sólo es pensando en ti y el crío, sino también en mí. Hace tiempo que debería haberme buscado un ayudante.

—Sí, claro, pero ¿pero tú sabes lo mala pieza que es mi hijo? No te haces idea, vamos —dijo Mari Loli con un aspaviento.

Luis la tranquilizó. Él no creía que Manu fuese tan desastre como ella opinaba. Por otro lado, consideraba lógico que, siendo su madre y teniendo que lidiar con sus desplantes y trastadas, viera el futuro emborrascado. Pero él confiaba en que fueran problemas ocasionales derivados de la adolescencia y de la falta de motivación por los estudios.

—Si te parece, lo probamos durante los meses de verano. Si no funciona, pues, oye, en septiembre lo olvidamos.

Ella murmuró que quizás se podía intentar, claro.

Luis insistía en darle confianza. Si salía mal, no pasaba mucho. Pero ¿y si salía bien? ¿Y si al chaval le gustaba trabajar en la carnicería?

—Creo que ya te lo he dicho otras veces: hay gente que no sirve para los estudios y, sin embargo, metida en un trabajo que le interesa, resulta una joya.

¿Una joya, su Manu? A Mari Loli le costaba creerlo, pero, en fin, por probar no se perdía nada. Además, con eso se resolvía el problema de julio. Y, apurando, también el de agosto, porque ¿a ver quién era el listo que conseguía algo de Manu durante el mes de vacaciones?

También hablaron de María y de la perra. De la perra, muy poco, la verdad. Porque, cuando ella se lamentó del maldito chucho y de sus ataques de locura, del día en que tuvieron la mala ocurrencia de darle permiso a Manu para quedarse con él, de la trabajera ocasionada por sus meadas intempestivas y sus paseos obligados, Luis la interrumpió:

—No soporto a los perros y me resulta difícil entender cómo hay personas con uno en casa.

¿Cómo que no los soportaba? Pues ¿no le guardaba carne o huesos para Escáner muchísimas tardes?

—¡Huy! Estás confundida, Mari Loli —replicó Luis, que llevaba unos minutos adelantando el puño milímetro a milímetro hasta la mano de ella. Se había quedado a unos escasos dos centímetros de indecisión para tocarla—. A quien se lo guardo es a ti.

La perra no le importaba lo más mínimo. Menos aún: no quería verla ni en pintura. Los bichos, en general, le parecían sucios. Podían contagiar enfermedades a las criaturas. Si por lo menos estaban al aire libre, le daban menos grima, pero encerrados en un piso...

—Me parece un hábito muy poco higiénico.

¡Qué bien hablaba Luis! Como siempre, Mari Loli estaba maravillada por sus palabras.

Cuando terminaron con la perra, se pusieron con María, que no le acarreaba ningún problema, sino todo lo contrario, pero que era demasiado buenaza. Luis la interrumpió:

—Pero, vamos a ver, Mari Loli, ¿tú qué pretendes con tus hijos? Manu, que es un poco granuja, te parece un golfo sin remedio. En cambio, la otra, más buena que el pan, te parece una boba.

¡Ay!, pues era verdad, tú. ¿Sería que una no se aclaraba? En realidad, era miedo que, de tan buenaza, resultase pánfila y le ocurriese lo mismo que a su madre.

—¿Y a ti qué te ha ocurrido, si puede saberse?

Mari Loli miró el reloj. A ver si se le iba a pasar la hora. No. Todavía había tiempo para confesarle sus problemas, aunque le daba un poco de apuro. De eso, jamás se había atrevido a decirle ni palabra.

Mari Loli notó contra su rodilla la de él. Fue un contacto leve pero cálido, que la decidió. Se lanzó a las confidencias. Y Luis la miraba con una cara nueva y los ojos más brillantes aún.

—¡Sí que lo siento, Mari Loli!

Se lo acabó contando todo. Era tan fácil hablar con él.

Luis la escuchó, con ganas pero sin hacer comentarios, como si le pareciera más prudente guardarse la opinión. Aunque —Mari Loli lo notaba— Luis estaba de su lado y en contra de Manolo. ¡Vaya si se notaba!

Luis levantó su mano muy despacito, como para evitar que un movimiento brusco provocase un replegamiento de la de ella, y le arrebujó el puño. El corazón de Mari Loli brincó. ¿Sería un gesto de amigo-amigo o significaría algo más? Bueno, fuera lo que fuera, ella se sentía cómoda dentro de la mano de él. Aunque, ¿y si su inmovilidad originaba un equívoco? ¡Bah! ¡Qué más daba! Ella estaba contenta, y él, feliz. ¡Las ocho y cinco! Tenía que salir volando si no quería que María llegase tarde a su cita con las amigas.

—¿Vas en metro? —preguntó, mientras sacaba un billete de la cartera y lo dejaba sobre la mesa. Cuando vio a Mari Loli afirmar con la cabeza, añadió—: Vamos. Te acompaño.

En la calle había mucha menos gente que antes. Pudieron andar deprisa. Casi no se hablaron hasta llegar a la parada.

—Bueno, adiós —dijo Mari Loli.

—¿Cómo que adiós? No, no. Cojo el metro contigo, así tenemos tiempo para charlar un rato más y no nos despedimos de esta manera tan brusca. ¿No te parece?

En el metro, ya más tranquila, Mari Loli le puso al corriente de su afición por el baile.

—¿Y qué es lo que bailas? —quiso saber él.

—¡Huy!, de todo. Pero lo que más me gusta es la salsa, los mambos, los cha-cha-chás, los merecumbés... ¿Te canto mi canción preferida?

—¡Por favor, sí!

... bailando este meneíto,

yo sé que tú me dirás:

Ay, merecumbé pa’bailar.

—¿Sabes que cantas muy bien?

—¿Tú crees? Pues, bailar, bailo mejor. Fijo.

—¿Y vas a menudo a bailar?

—¿Yo? Qué más quisiera... No. Bailo sola en mi habitación.

Luis la miró con ternura y también con un poco de pena. No, le dijo, no tenía por qué compadecerla. Mari Loli lo pasaba pipa con sus servilletas rojas sobre los apliques de la cabecera y con la música enlatada. Aunque —era verdad— ahora hacía mucho, mucho, que no estaba de humor para esas historias.

—¿Y no te divertirías más en una sala de fiestas de verdad?

—¡Bueno! Dónde vas a parar... Eso sería la mundial.

—¿Sabes qué te digo? Que un día tú y yo salimos a bailar.

Olga oyó el ruido del auricular al ser dejado sobre una superficie dura. Con el suyo pegado a la oreja, se levantó de la silla. La ventana enmarcaba el paisaje, que recordaba un dibujo infantil. Los dos azules, el del mar y el del cielo, separados en el horizonte por una línea de color indefinido. El sol, suspendido en el cielo, como una gran moneda dorada. La arena ya empezaba a reverberar bajo una luz muy blanca. Las ramas de las palmeras permanecían inmóviles, sin que el más leve soplo de aire las balanceara. Tenían ya el verano encima, se dijo.

—¿Olga?

—Sí, dime.

—Susana dice que te espera a comer con ella «en su lecho de dolor». Eso ha dicho, aunque no parece muy doliente.

—Bien. Pues, sobre las dos estaré ahí.

Olga colgó el teléfono, comprobó la hora y salió del despacho. Se dirigió a la biblioteca a por el último número del Journal of Science para fotocopiar un artículo.

Saludó al bibliotecario y cogió la revista.

—Te la devuelvo en seguida.

Bajó las escaleras y se acercó a la fotocopiadora de su planta. Hojeó la revista. Antes de encontrar el artículo que buscaba, tropezó con otro, cuyo título la intrigó, y empezó a leerlo en diagonal.

—Buenos días, Olga.

Levantó la vista para saludar a Mariano. Como siempre, y a pesar del calor de junio, él seguía con sus eternas camisas de manga larga. ¡El frío del reino del microscopio electrónico! Aunque temía el bochorno del verano, Olga no se hubiera cambiado por su compañero.

Sólo cuando él desapareció, Olga se dio cuenta de que había malgastado casi un cuarto de hora de pie junto a la máquina, leyendo un texto sobre inteligencia artificial, que, claro, no guardaba ninguna relación con la comunidad bentónica. Ni siquiera ante ella misma podía justificar esa distracción. Podría ganar el premio a la científica más organizada del universo. Eso sería si alguien conociera sus debilidades de los últimos tiempos, si alguien hubiera podido adivinar hasta qué punto se columpiaba por las ramas, perdiendo de vista su objetivo principal. Pasó las páginas de la revista buscando el artículo. Ahí estaba: «Prioridades económicas y socioculturales para la conservación marina», por B. Jones. Tecleó en la fotocopiadora su código para que el servicio de administración pudiera imputar el coste de las copias a su proyecto y colocó la revista sobre la superficie de cristal.

Cuando acabó, devolvió la revista y fue a su despacho. Hasta que apareciera Cloe y se pusieran a trabajar juntas, tenía una media hora por delante, tiempo más que suficiente para leer ese texto... si no se ponía a divagar, claro. Atacó el artículo con atención, escribiendo, a ratos, algún signo o frase en los márgenes del papel. Al terminar, se puso en contacto con ese profesor de la Escuela de Ciencias del Oceáno de Gales. Lo felicitó por el trabajo y le hizo un par de preguntas y un par de observaciones. Cuando terminaba la redacción del mensaje, entró Cloe en su despacho.

—Hola, Cloe. Vamos a empezar en seguida. Dentro de una hora tengo reunión de departamento.

—De acuerdo —dijo la becaria arrastrando una silla y sentándose junto a ella y frente a la pantalla del ordenador.

Olga mandó el mensaje al galés y luego entró en los archivos de Word. Pinchó la carpeta inflig.feb98.

Estaban redactando el informe final de la campaña en el mar de Ligur. Olga quería que Cloe se familiarizara con esos papeles, cuyo interés no era sólo administrativo —justificar ante la Unión Europea la subvención del proyecto—, sino también científico, ya que les permitían ordenarse las ideas y racionalizar todos los pasos efectuados y, además, constituían un material previo excelente para preparar la presentación de sus conclusiones en el workshop de julio.

—Bien, bien, bien, vas a ver qué alumna tan aventajada tienes —dijo Cloe con su jovialidad habitual. Y, luego, engolando la voz, continuó, como si recitase una lección magistral—: La estructura del informe se basaba en cinco puntos. A saber: introducción, metodología, resultados, conclusiones y propuesta de nuevos proyectos a partir de los resultados obtenidos en éste.

—Exacto —respondió Olga, sonriendo afectuosamente—. Continuemos, pues, con los resultados, que era en lo que trabajábamos ayer.

Durante más de una hora estuvieron enfrascadas en la redacción del documento y en el transporte de figuras dentro del mismo, hasta que el timbre del teléfono interior las interrumpió.

—Olga, te estamos esperando —dijo Marina.

—¡Ah! Lo siento. Se me ha pasado la hora por completo.

Colgó el teléfono y, mientras cogía la libreta de las reuniones, preguntó a Cloe:

—¿Tienes trabajo todavía en el laboratorio?

Cloe unió las puntas de los dedos de su mano derecha y las abrió y cerró varias veces en un gesto muy expresivo.

—¡Montones! —exclamó.

—Bueno, pues anda, vete para allí y esta tarde o mañana seguimos.

—¿Te importa si continuamos mañana? Lo digo porque voy a meterme en un trabajo que debo terminar por narices.

—De acuerdo. Mañana, pues. A primera hora.

Olga entró en el despacho de Marina.

—Perdonad. Me he despistado.

—No importa —respondió Silvia—. Así nos ha dado tiempo a tomarnos con calma el café, ¿verdad?

Marina le entregó un papel a Olga, quien, después de leerlo, frunció el ceño. ¡Uf! Le encantaría saber qué estaba haciendo ella en esa reunión. Ninguno de los puntos a tratar eran de su interés. Hubiesen podido prescindir de su presencia sin dificultad. Olga pensó que, una vez más, Marina había ido más allá de lo estrictamente necesario. ¡Ay, ese celo profesional superlativo...! En fin, pese a no considerar ninguno de los tres puntos de su incumbencia, aguantaría estoicamente hasta el fin para no irritar a Marina, que tenía de nuevo la susceptibilidad a flor de piel, tal vez porque la respuesta del Journal of Science a sus modificaciones se hacía esperar.

Marina había empezado ya a introducir el primer punto, y Silvia y Miguel seguían sus explicaciones. Olga fingió hacerlo; sin embargo, detuvo su atención en los cabellos negros, rizados y algo alborotados de la jefa de departamento. Marina resultaba una mezcla curiosa, empezando por su aspecto y acabando por su forma de ser. Vestía, calzaba y se peinaba como si en lugar de tener cincuenta y pocos años tuviera setenta. Largas faldas plisadas, blusas que se cerraban con un lazo en el cuello, anticuados vestidos de punto, zapatos salón de tacón bajo... Hubiera podido pasar por una monja vestida de seglar. Y, sin embargo, su aire mojigato no era devoción o gazmoñería sino espartano sentido de la sobriedad y la naturalidad. Precisamente, nada tenía de pánfila o beatorra. Era una mujer de cuerpo fibroso, largas piernas, finos dedos, mandíbula marcada y pómulos salidos. Una mujer que se movía con gestos rápidos y un poco bruscos. Esa forma de moverse, algo hombruna hasta cierto punto, no guardaba relación con su forma de ser, bastante tierna, incluso maternal y, desde luego, anacrónica y absurdamente romántica. De modo que resultaba una extraña combinación de Dustin Hoffman en Tootsie, Michelle Pfeiffer enloqueciendo de amor en Las amistades peligrosas y Vivien Leigh, con voz de ordeno y mando, en Lo que el viento se llevó.

Al terminar, Marina cedió la palabra a Silvia. Olga seguía con curiosidad fascinada la maleza que el rotulador de Marina iba trazando sobre el folio. Como siempre: cruces, flechas, estrellas, lunas... Olga se preguntó si también en esta ocasión las iniciales J.L.M. acabarían emborronando el papel y si las dibujaba de modo consciente o no. John L. Mooney. Ése era el significado de las tres iniciales o, por lo menos, de dos de ellas, ya que la L., incluso para su jefa, carecía de sentido.

Marina conoció a John en Estados Unidos. Cuando al terminar la tesis se fue a la Universidad de Seattle, ese biólogo, casi diez años mayor que ella y especializado en cetáceos, fue, a su llegada, el principal apoyo de Marina. La ayudó a conseguir una habitación en el campus universitario y propició su entrada en uno de los equipos de trabajo. Aunque a lo largo de ese primer año no se vieron más de diez veces, Marina se enamoró de él. Bien es verdad que se enamoró de forma platónica, puesto que ésa era su forma de pasión ideal. Poder quintaesenciar el objeto de su amor, sentirlo puro, carente de apetitos carnales, mantenerse en una relación inocente para evitar la tentación de suponerle miserias reflejo de las propias... Vamos, que a Marina, y en palabras suyas, le parecía perfecto ese amor virtual en el que permanecía sumida desde hacía ya veinticinco años o más. Aunque le confesó, en la ya lejana tarde de confidencias, que sí hubo una breve noche en que la realidad sustituyó a la fantasía. Marina estaba invitada a una cena en casa del profesor; no recordaba que John le hubiese contado el motivo. Había otros profesores y colaboradores de la universidad. Marina, que llevaba más de un año viviendo en Seattle y estaba muy bien integrada en su comunidad, había aceptado ir a la fiesta. La cena, una barbacoa en el jardín de John, resultó una excusa para que él presentase a su prometida, una joven canadiense con la que se iba a casar al cabo de quince días. Marina, a pesar de sentirse rota en varios pedazos después de la noticia, brindó con calor por los novios. Pero ¡qué expresión debió de reflejarse en sus ojos, en su boca, en su gesto!, que John percibió su turbación. Y, fuera por piedad y por hacerle más llevadera la noticia o por sacar partido de las circunstancias o quizás sin ninguna premeditación ni alevosía —aunque sí con nocturnidad—, John se ofreció a llevarla en su coche a la residencia del campus, al término de la cena. Y, allí mismo, en el asiento trasero de su Ford, la abrazó, la besó, la acarició y la amó. Ésa fue la primera y única experiencia sexual de Marina. Con John, porque dos semanas más tarde se casaba con la canadiense y, si bien es verdad que haber pasado por el registro civil no es impedimento para la infidelidad, lo cierto fue que él nunca más volvió a mencionar el ¿incidente? en el asiento trasero del Ford. También con respecto a otros posibles amantes, porque Marina permaneció ya para siempre vinculada emocionalmente —colgada hubieran dicho Édgar o María— a ese gran amor. Porque, pese a que Olga desconociera la magnitud de la pasión de Marina en aquella época, sí sabía hasta qué punto se había convertido actualmente en un sentimiento desbordante, núcleo de su vida afectiva. Tampoco era extraño, ya que Marina —según le había contado— había organizado el recuerdo de John de manera concienzuda. Le había construido un altar, como hubiera podido decir Susana de haber conocido la historia. Un altar en el que las pocas «prendas de amor» que él le había entregado —aunque hubiese sido sin ninguna pretensión amorosa—, o que ella había podido conseguir, eran regularmente veneradas por Marina. La carta que le había mandado a España cuando, al finalizar la tesis, él la invitó a Seattle, la foto de J.L.M. —o mejor, de lo que fue J.L.M, porque Olga estaba segura de que, pasados veinticinco años, John ya no era John—, un botón de la camisa que a él se le descosió en el asiento trasero del Ford y que Marina guardó, los tíquets de una excursión en hidroavión, hecha a la semana de haberse instalado en la ciudad norteamericana para sobrevolar la costa y ver a las orcas... En fin, todo un monumento a la perpetuación del recuerdo.

El caso era que Marina no se sentía nada frustrada por ese amor imaginario, sino todo lo contrario: era feliz con él. Además, tenía una ventaja incalculable sobre otros amores posibles —al margen, claro está, de su eterna pureza—: le dejaba todo el tiempo libre para dedicarse con intensidad salvaje a su trabajo de científica. ¡Qué desperdicio de vida!, hubiera exclamado Susana de haberse enterado. Cómo podía seguir pensando Marina en términos de inocencia después de haber pasado por el asiento trasero del Ford, era algo que a Olga le resultaba difícil de entender, aunque lo cierto era que Marina había convertido aquella relación sexual, sin más —por lo menos en lo que a él se refería—, en su muy particular revelación.

—¡Olga!

—¡Perdona! ¿Decías...?

—Te estaba preguntando tu opinión sobre lo que discutíamos.

¿Y cuál era la discusión?

—Lo siento. Estaba distraída.

—Eso parece. Bueno, vamos a dejarlo, porque ya es la una y Miguel tiene que irse, ¿o no?

Se pusieron de pie. Cuando estaban ya en la puerta, Marina retuvo a Olga, la invitó a sentarse de nuevo y esperó a que los dos compañeros hubieran salido para abordarla.

—Olga, ¿qué te pasa?

—¿Qué me pasa...? Nada. Qué me va a pasar.

—No sé qué es, por eso te lo pregunto. Pero que algo te ocurre es evidente.

—¿Lo dices por los despistes de hoy?

—No. Aunque eres una profesional muy responsable, no es la primera vez que te evades de una reunión y te pierdes en tus propios problemas. No. Lo digo por lo que ocurre desde hace... No sabría decir cuándo empezó. El caso es que, en mi opinión, estás algo baja de pilas. ¿Deprimida, tal vez?

¿Deprimida? Ni hablar, ella no estaba deprimida...

—¡Qué cosas tienes, Marina! No lo estoy, en absoluto.

—Oye, que una depresión no es un descrédito. Por lo menos no mayor que una cardiopatía o una apendicitis. Verás... —Marina se levantó y sacó del armario su bolso. Lo abrió para coger un espejito de mano, que entregó a su compañera—. Mírate.

Olga lo hizo.

—¿Y?

—¿Qué ves?

—Mi pelo, relativamente corto, ondulado, unos labios algo grandes, algunas patas de gallo...

—Ya basta, Olga. Conozco tu cara. No hace falta que me la describas. Háblame de tu expresión.

—¿Mi expresión?

—Sí, tu expresión. O no. Mejor, tu falta de expresión.

—No te entiendo.

—Olga, llevas mucho tiempo sin sonreír, sin reírte. Tu cara parece una máscara de tragedia griega. Siempre fijada en el mismo rictus...

—¿Amargo?

—No. Inexpresivo. Estás como si te hubieran borrado cualquier gesto que denotase algún estado de ánimo. Pareces, pareces... hipnotizada.

Olga se contempló en el espejo nuevamente. Marina tenía razón. Llevaba tiempo como si hubiese olvidado para que servían algunos músculos de su rostro. Su cara no traslucía ni la más pequeña emoción. Tampoco serenidad. Era una cara vacía, inmóvil.

—Además —insistió Marina—, estás siempre cansada. Bostezas continuamente y, en ocasiones, hasta dormitas. Sin ir más lejos, en la reunión del martes pasado, cuando Miguel nos expuso los resultados de sus gestiones con los de Statoil. Cierto que acabábamos de comer y que el plato de paella invitaba al amodorramiento, pero no sería precisamente a ti, que casi no lo probaste. Y ahí está la siguiente evidencia. Nunca has sido una mujer gruesa. Ni tan siquiera de complexión media, pero ahora mismo estás más delgada, mucho más de lo que sueles estar.

—Sí, lo sé. Perdí kilos durante la campaña.

—No. No se trata de que adelgazaras en el Hespérides. Conozco bien tu facilidad para perder peso y estoy acostumbrada a que regreses más delgada de las campañas. Sólo que, normalmente, en unas semanas o unos meses te sitúas otra vez en el punto de partida. Esta vez, no sólo no has regresado a él, sino que te has seguido alejando.

Monegal, hija, si Marina lleva razón, ¿por qué no se la concedes? Bueno, de acuerdo, bien que había dado en el clavo en una serie de cosas, pero de ahí a estar deprimida...

—Es cierto, Marina, estoy más delgada, más cansada, más inexpresiva...

—Más desinteresada... Porque, no sé si te habrás dado cuenta de que andas desvinculada de la vida del departamento, del instituto...

—Sí, es verdad, pero no creo que sean indicadores de una depresión...

—No, tienes razón. No lo son necesariamente, pero, en tu caso, cuando vas bostezando desde la mañana hasta el atardecer, cuando empiezas a tener más despistes de lo normal en ti, cuando adelgazas... Cuando todo eso ocurre, significa que estás en una época de problemas. —Marina vio que Olga estaba a punto de protestar e hizo un gesto rápido con las manos para poder terminar la explicación—. Hace muchos años que nos conocemos, muchos años que trabajamos juntas y que somos amigas. Sé muy bien de qué modo te afecta el estrés.

Por supuesto que lo sabe, Monegal. Conoce tus peores facetas en tus momentos más bajos. Como tú conoces las suyas.

—Igual es simple cansancio o falta de vitaminas o... No lo sé.

Marina tardó un momento antes de responder. Al fin, dijo:

—Es posible. Eso lo sabrás mejor tú que yo.

Olga se quedó pensativa. Marina le dio una palmadita en la rodilla.

—Bueno, oye, que no pretendo preocuparte, sino ayudarte.

—Lo sé, lo sé —murmuró casi para sí, volcada en su propio interior. Luego sacudió la cabeza, regresando de su viaje—. Bien, te dejo. He quedado con una amiga para comer y no quiero llegar tarde. Te agradezco que me hayas hablado de tus impresiones.

Desde el instituto hasta el dúplex de Susana, Olga anduvo como una sonámbula, casi sin sentir el sol desplomándose con toda la fuerza del mediodía. Desde luego, Marina tenía razón. Ya llevaba unos dos o tres meses en ese estado emocional que era como estar haciendo rafting: tan pronto en situación estable, como tambaleándose sobre uno de los lados de la barca neumática; ahora sintiendo miedo, ahora excitación; de pronto salvando un desnivel, luego navegando en un plano horizontal. Llevaba ya un tiempo con esa confusión y, sin embargo, en lugar de reflexionar sobre ello, se había dedicado a mirar para otro lado, para no enterarse mucho. Como siempre, ¿no, Monegal? Prefieres andar de puntillas sin hacer ruido y ver si los problemas se resuelven solos. ¿Te da miedo mirar de frente? Pues sí, era cierto. Si miraba de frente era consciente de su duda eterna respecto a cualquier cosa, y eso la asustaba. Y, sin embargo, como nunca antes, tenía la sensación de verse inevitablemente confrontada con su manera de ser, con sus características menos satisfactorias. Le parecía que su estructura rígida, su armadura defensiva, había empezado a ser socavada en un proceso que, quizás, no podía detenerse fácilmente. Recordó el cuento del pequeño Hans, el niño holandés que, por salvar a su país de quedar arrasado por el mar del Norte, que penetraba gotita a gotita por un minúsculo agujero del dique, había permanecido junto al muro, con el dedo taponando el orificio, por espacio de muchas horas hasta ser relevado por las gentes del lugar, que pusieron remedio a lo que podía haber sido un desastre y lo ensalzaron como héroe. Olga no se identificaba con el pequeño Hans, sino con el dique. Un minúsculo agujero se había abierto en él y, primero gota a gota, luego con mayor fuerza, un mar de dudas iba penetrando, de modo que el caudal era progresivamente mayor, el orificio crecía, y más posibilidades existían de que el muro terminara por desmoronarse. Si eso llegaba a ocurrir, Olga estaría sin protección de ningún tipo. ¿Cuál había sido el origen del ínfimo agujero? ¿Todo empezó con Jorge? Aunque, tal vez, cuando embarcó en el Hespérides ya llevaba un tiempo intuyendo algún descalabro entre ella y Alberto y, por esa razón, casi se enreda con el geofísico. O quizás su sueño sexual había influido en que casi lo llevara a la práctica con Jorge. ¿O tenía ese sueño recurrente por culpa de que el sexo con Alberto nunca había sido para tirar cohetes? En fin, ¿dónde estaba el principio de ese lío? Estuviera donde estuviera, ella andaba perdida en un laberinto. Odiaba esos laberintos, no soportaba esos obstáculos que la apartaban de sus rutinas y la dejaban sin protección frente a sus debilidades. Quizás debería aprovechar la visita a Susana para contarle lo que le estaba ocurriendo. De acuerdo, Monegal, hazlo, pero ¿de qué le hablarás? ¿De Alberto? No. ¿De Teresa y Alberto? Menos. Entonces, ¿de Jorge? Sí. Ésa sería una manera de empezar estupenda para Susana.

Le abrió la puerta la asistenta.

—¿Está despierta? —preguntó Olga.

—Sí. Está en la cama.

Olga se dirigió a la habitación de Susana. ¡Qué mala pata había tenido, la pobre! Desde luego, su historial ginecológico era como para figurar en el Guinness. Sólo había faltado ese quiste en un ovario, que, sin ser nada grave, la había obligado a pasar una vez más por el quirófano y, sobre todo, a estar en reposo por prescripción facultativa... aunque Olga podía imaginar hasta qué punto Susana se habría opuesto al facultativo que lo prescribió.

—Hola, Susana. ¿Cómo te encuentras? —Olga se acercó a darle un beso.

—Muy bien, aunque, te lo puedes figurar, ¡harta de estar en la cama!

Olga hizo un gesto con la mano.

—Anda, exagerada. Si no llevas ni dos días.

—Pues, como si fueran dos meses...

—Me lo figuro, sí.

—Bueno, no te quedes ahí de pie. Feel at home.

Olga se sentó en un silloncito art déco, idéntico a los de la sala de estar.

—¡Ay!, Olga, estoy encantada de que hayas venido a hacerme un rato de compañía. Eres un ángel de amiga.

—Verás, he venido para estar contigo, claro; pero, sobre la marcha, he cambiado de opinión...

—¡No me digas que te largas!

—No. Déjame hablar, por favor. Más que hacerte compañía, necesito tu ayuda.

Susana la miró, expectante.

—Necesito hablar contigo porque tengo un lío horroroso.

—¿Dónde?

—Aquí —repuso Olga, tocándose la cabeza.

—Habla. Soy toda oídos —dijo Susana.

Cogió el paquete de cigarrillos y el cenicero que descansaban sobre la mesilla de noche. Encendió un pitillo.

Antes de empezar a hablar, Olga miró a su amiga, casi su hermana, con la que había compartido tantos secretos a lo largo de años de amistad, aunque, ciertamente, Susana le había hecho más confesiones a ella, que no al revés. Pero no era sólo por pudor por lo que Olga no había compartido tantos abortos, amantes, zancadillas profesionales o viajes al otro extremo del mundo, sino porque no le habían ocurrido ni una centésima parte de las historias extrañas, fascinantes, divertidas o tristísimas que a Susana se le acumulaban en la vida como moscas sobre la fruta madura. Ya se habían encargado ambas de que así fuera.

—¿Recuerdas que no quise contarte nada de Jorge?

Susana abrió unos ojos verdes inmensos, pero se abstuvo de cualquier comentario hasta que Olga terminó su narración, bastante desordenada, en la que se mezclaban los días en el Hespérides, la última noche en el barco, su sueño de lujuria en brazos de un desconocido, el mismo sueño ya con rostro y nombre, la visita de Jorge al instituto.

—¡Joder, joder! Necesito un whisky, ¿tú no?

—No. Necesito una aspirina.

Olga salió a buscar las dos cosas. Al regresar, la reconvino:

—Dice Dori que no deberías beber whisky. Jean-Claude le ha advertido que estás tomando antibióticos y que la mezcla es mala.

—¡Qué va! Es mucho peor mezclar los antibióticos con las confesiones que me acabas de hacer y tomarlos sin alcohol.

—Haz lo que quieras. Dori va a traer la comida dentro de un cuarto de hora.

—Vale, pero ahora sigamos.

—Bueno, ¿tú qué piensas de todo eso?

—Pienso que tienes ganas de echarle un polvo a Jorge.

—Susana... No simplifiques, por favor.

—¿Y por qué no voy a simplificar? Muchas veces la vida es menos complicada de lo que pretendemos.

—¿Y Alberto? ¿Y mi vida de pareja? ¿Y...?

—Oye, oye, frena. He dicho un polvo. Eso no va a suponer el final de tu vida con Alberto, ¿o sí?

Olga negó con la cabeza mientras sopesaba la posibilidad de contarle que, también en ese terreno, había dificultades. ¡No, Monegal!, le dictó el sentido común, de momento tenemos bastante juego con esas cartas puestas boca arriba.

—Además, Olga, tu vida sexual con Alberto nunca ha sido estupendísima. Como te empeñaste en casarte con él sin haberte cepillado a nadie más... ¡Así no hay forma de aprender! Si es lo que digo: debería estar prohibido casarse con la primera persona con la que has echado un polvo.

—Susana, deja eso, por favor. Pasó hace un montón de años.

—¡Qué va! Está pasando ahora. No te das cuenta de que tu sueño es fruto de tu sexualidad reprimida.

—No empieces a hacer interpretaciones psicoanalíticas, anda.

—Vale, de acuerdo. Te lo diré de otra forma: estás que te sales, porque tu Alberto no se caracteriza precisamente por su pasión desenfrenada y, claro, andas por la noche soñando polvos.

La puerta de la habitación se abrió:

—¿Traigo las bandejas con la comida?

—Sí, por favor —dijo Susana.

—Yo voy a por la mía.

Cuando las dos tuvieron las bandejas sobre las rodillas, empezaron a comer y reanudaron la conversación.

—Bueno —dijo Susana—, centremos el problema. ¿Es Jorge? ¿Eres tú?

—El problema soy yo. El problema es que nunca sé qué quiero.

Susana la observó con fijeza.

—¿Cómo que no sabes lo que quieres? Si siempre lo has tenido clarísimo... Precisamente, ésa es una de tus características que más envidio yo, que ando a bandazos, que cada dos por tres cambio de opinión...

Olga movió la cabeza.

—No. Sé que doy esa impresión, pero, en realidad, soy todo lo contrario: soy la mujer indecisa por naturaleza. Precisamente, si me mantengo dentro de unas pautas muy rígidas es porque me resulta la única manera de transitar por la vida.

Susana había dejado el tenedor sobre el plato y miraba a Olga con asombro.

—No te puedo creer. Eso es algo nuevo. No me digas que siempre ha estado ahí y nos lo has ocultado alevosa y perfectamente.

—No. No ha sido un secreto mantenido a costa de traicionar nuestra amistad. Se trata de mi forma más profunda de ser, que he enterrado durante largos años, fingiendo que no existía, y que, de pronto, ha emergido de tal modo que ya no me es posible seguir dándole la espalda.

—Entonces, Olga-superorganizada, Olga-hipercrítica, Olga-topeordenada, Olga-orientada-al-deber, ¿son una invención?

—Más que una invención, un blindaje que me permite hacer frente a Olga-la-auténtica, indecisa, desorientada, perezosa, aterrorizada de perder sus relaciones estables, quizás, incluso, muy emotiva.

—¿De modo que te construiste una jaula que te permitiera mantener bajo control tu auténtica forma de ser?

—Algo así, creo.

—¿Y por qué?

Olga no contestó de inmediato. Parecía buscar la respuesta en su interior.

—Eso fue lo que aprendí de pequeña.

—No importa. Aún estás a tiempo de aprender nuevas formas de comportarte. Siempre hay tiempo para aprender. Mira, me parece que harías bien en psicopatizarte un poco, ¿sabes? Deja de ser tan impecablemente educada: suelta algún taco, no vayas a los funerales de gente a quien apenas conocías, cabréate cuando haga falta, vístete de rojo, pasa por la peluquería y que cambien tu aire serio y un poco masculino... Olvídate un poco del deber y de los demás, y preocúpate más por ti misma, explota tu lado lúdico.

—Probablemente tienes razón en lo que dices, pero, sobre todo, lo que debería es hacer frente a los problemas, en lugar de taparme los ojos para no verlos.

—Oye, ¿y por qué? ¿Por qué ha quedado al aire libre algo que tenías sepultado con tantísimo cuidado?

—No lo sé. No sé cuál ha sido la causa.

—¿Jorge?

—Tal vez, pero tampoco es seguro. Sólo estoy segura de las consecuencias: me siento instalada sobre arenas movedizas, estoy atravesando una crisis.

Susana sonrió.

—Es curioso que utilices la palabra «crisis».

—¿Por qué te parece curioso?

—Verás. Espera un momento.

Susana se levantó de la cama y salió de la habitación. Olga aprovechó el descanso para comer.

—Aquí estoy —dijo Susana enarbolando un tomo grueso de tapas negras. Luego, metiéndose en la cama, aclaró—. Un diccionario.

Lo abrió y buscó en él.

—Aquí —dijo—. Voy a leerte la definición de «crisis». Segunda acepción, la que nos interesa: «Situación complicada de un asunto o un proceso, en la que está en duda la continuación, la modificación o el cese de éstos.» Vamos, concretando: el proceso que está en revisión es tu vida sexual con Alberto o tu vida, sin más...

—Si fuera así, no tendría más remedio que preguntarme si toda mi vida hasta aquí no es más que una grave equivocación o mi relación con Alberto, un fracaso.

—¡Joder, con Olga la trágica! ¡Qué tendrá que ver un proceso de revisión y cambio con haber fracasado! Fracasar, fracasar... Nos echan al escenario de la vida sin darnos tiempo a ensayar, de modo que procedemos en muchos casos por ensayo y error, ¿qué otra solución tenemos?

—Desde luego, funcionando con el método experimental, como tú, no muchas más.

—Y, además —siguió Susana—, puede ocurrir que lo útil en un momento dado no sirva más tarde, que nuestras motivaciones cambien, que... ¡Qué sé yo! Y, sin embargo, no son fracasos.

—Tal vez tienes razón.

—Bien. Volvamos a la cuestión inicial. Como sabrás, la palabra crisis viene del griego. ¿Conoces su significado etimológico? Significa decidir. ¿No te parece relevante que, siendo ésa tu principal laguna (y siempre fiándome de lo que me has contado), hayas utilizado esta palabra?

Olga sonrió. Se sentía cómoda en la conversación con Susana. Le parecía menos dramático lo que le estaba ocurriendo.

—Sí, lo es.

—¿Por qué no llevas las bandejas a la cocina y le pides a Dori unos cafés?

Al regresar Olga con los cafés, Susana ya había encendido otro cigarrillo. Olga se sentó en la butaca después de dejar una de las tacitas en la mesita de noche.

—Bueno, entonces ¿qué hago?

—¿Qué haces de qué? Ahora no sé a qué te refieres.

Olga hizo un ademán casi como si estuviera espantando a una mosca.

—Me podría referir a distintas cuestiones, pero voy a centrarme sólo en una...

—El resto lo dejaremos para próximas sesiones de psicoterapia.

—Eso, ríete, antipática.

—No me río, tonta. Estoy encantada, si te sirve de algo hablar conmigo. Y no me divierte que lo estés pasando mal. Pero es cierto que me resultas más humana, más próxima, ¿sabes?

Olga asintió.

—Me refiero a Jorge.

—Creo que sólo tienes dos opciones: o le olvidas definitivamente o estableces contacto con él.

—¿Contacto? ¿Yo?

—Mujer, con lo que me has contado, no esperarás que lo haga él, ¿verdad?

—No, quizás no.

—Entonces, no empieces a oscilar como una boba entre las dos opciones sin decidirte por ninguna. Apuesta por una de ellas y lánzate a fondo.

—Y tú, por supuesto, optarías por establecer contacto con él.

—Claro. Creo que todos debemos escoger entre dos papeles: ser espectadores o actores en nuestra vida. Yo siempre he tenido muy claro que quería ser actriz. Es más, hay estudios que demuestran que no ando tan equivocada, que demuestran que quienes llevan las riendas de su propia vida obtienen resultados distintos y mejores, a los de quienes están convencidos de que la vida es una sucesión de fatalidades. De modo que ¿por qué no te decides a actuar?

—¿Y si me equivoco?

—Es cierto que, cuando una tiene que elegir entre dos caminos, puede tomar el equivocado. Pero permanecer quieta, sin aventurarse en ninguno, tampoco es la solución.

—¿Menos desestabilizante, tal vez?

—¿Por qué? Porque te da la impresión de que si las cosas no marchan bien, por lo menos tú no eres culpable, ya que nada has hecho para que tomen un rumbo u otro, ¿no es eso?

—Sí. Quizás... —contestó Olga, pensativa.

—No tomar ninguna decisión es tomar una, por defecto. Además, ir vegetando significa ir acumulando frustración y resentimiento.

—¿Y si todavía me meto en un laberinto más complejo?

—Puede ocurrir, desde luego. Lo importante es que tomes una decisión. ¿No estábamos en que ése era un aprendizaje que te faltaba?

—No sé qué hacer, Susana.

—¿Recuerdas? Audacibus fortuna iuvat, es decir, la suerte ayuda a los audaces. Creo que ser afortunado no es tanto una cuestión de azar (a unos les toca; a otros, no) como de ponerle una silla a la suerte para que, cuando pase por tu lado, se siente en ella.

—Tienes razón. Y, si me decido, ¿qué crees que debería hacer?

—No sé. Podrías utilizar algún mecanismo neutro, de modo que, si él no diera signos de interés, te batieses en retirada y se acabó.

—¿Por ejemplo, un correo electrónico con alguna excusa profesional?

—Por ejemplo. Me parece una buena idea. —Susana miró su reloj—. Oye, no quiero echarte, pero son las cuatro y media. ¿No tienes que ir al instituto?

—¡Huy!, ¿tan tarde? Sí, me voy.

Se acercó a la cama a darle un beso a Susana, que retuvo una de sus manos entre las suyas.

—Por cierto, ¿Jorge es casado?

—No. Está separado desde hace un año. ¿Por...? No me saldrás con prejuicios, ¿no?

Susana negó con la cabeza.

—¡Qué va! Te lo preguntaba por las teorías de mi manicura, ¿las recuerdas? —Antes de que Olga pudiera responder, Susana añadió—: Hay que buscarse amantes casados para evitarse líos.

Olga inició un gesto, dispuesta a protestar.

—Espera —la detuvo Susana—, precisamente, iba a decir que la teoría de mi manicura tiene fallos importantes. Resulta que se ha enamorado (aunque no era su intención, desde luego) del casado con el que lleva unos meses saliendo y lo está pasando fatal, porque el hombre le ha dicho que no se ve con ánimos para dejar a la mujer y a sus hijos. Total, ella está hecha unos zorros, y ha decidido dar por terminada la relación. Así que, hija, ya lo ves, en eso del amor, del sexo, de las relaciones, no puede haber reglas.

—Ya veo... Bien, antes de irme, ¿te traigo algo?

—No, nada, gracias. Voy a leer un rato.

Olga ya estaba en la puerta cuando Susana la detuvo:

—Espero que empieces a ejercitarte en la toma de decisiones. Piensa que no dispones de varios años para ésta. La vida va corriendo, el tiempo se termina y no tenemos otra posibilidad.

—¡Ay, cariño!, parece la letra de un bolero.

—Cuando me levanto con el espíritu de poetisa... Bueno, a lo que iba: tú eres capaz de tomar decisiones, porque yo te he visto hacerlo otras veces, de modo que ¡fuerza!

Anoche, anoche soñé contigo...

Olga abrió los ojos y se incorporó en la tumbona.

—María, ¿no te molesta la canción para trabajar? —le preguntó a su hija, que, apoyada sobre la mesa de la terraza, escribía en un cuaderno.

—¿Qué canción, mamá?

—Ésa... —Olga hizo un gesto en dirección al gimnasio.

—¡Ah! Jo, mamá, ni me había dado cuenta de que sonaba. Como estoy con el trabajo de sociales...

¡Qué suerte tener esa capacidad de concentración! Para ti la querrías, ¿no, Monegal? ¡Ay, sí! Especialmente en los últimos tiempos, cuando todo en su cabeza parecía andar manga por hombro.

—¿Quieres que te vaya a buscar los tapones de cera?

—Sí, cariño, por favor. Están en el botiquín.

La observó mientras entraba en la sala. Iba enfundada en un biquini a rayas de colores ácidos, azules y verdes. ¡Cómo había crecido! y, sin embargo, su cuerpo seguía sin desarrollarse. Seguro que el paso de María a la adolescencia sería tardío, como lo fue el suyo propio: a los quince años, dos después que Teresa y, sobre todo, cuatro más tarde que Susana.

... ¡Ay! Cosita linda, mamá.

—Toma, mamá.

Amoldó la cera en sus oídos. Volvió a echarse en la tumbona, cerró los ojos y se abandonó a los lametones aún suaves del sol. Sabía que, después de las once, huiría de la terraza porque no soportaría el calor. Pensó que, con los años, había ido perdiendo las ganas de tostarse. O quizás había perdido la resistencia para aguantar el sofoco, el sudor, la inmovilidad... Era incapaz de someterse a las largas sesiones de tortura infligidas a los veinte o a los treinta, en aras del bronceado. Sin embargo, si bien el sol se le antojaba un amante excesivo durante el cenit y en las horas anteriores y posteriores a él, le seguía pareciendo un amante espléndido en las bajas: delicado, envolvente, entregado, sensual, tomando a un mismo tiempo cualquier rincón de su cuerpo. Se sentía languidecer progresivamente en su abrazo. Se abandonaba a ese cosquilleo suave que acababa por provocar un incendio, primero en su piel, luego en su cerebro. Las imágenes eróticas nunca tardaban en llegar: se superponían unas a otras en ese duermevela en el que Olga se dejaba caer con complacencia. Ahora, como siempre, los rayos jugando entre sus piernas, sobre sus pechos, en sus labios, despertaron su deseo. Ahora, voluntariamente y con aguda lucidez, evocó su sueño recurrente y lo revivió despacio, con plena conciencia, poniéndole no sólo cara sino también nombre. Jorge, Jorge.

—Olga, ¿te apetece un zumo de naranja?

Sobresaltada, se incorporó bruscamente. Sintió en su pecho un estallido de cariño hacia Alberto, seguido de un intenso sentimiento de culpa. Una cosa era soñar; otra distinta, pensar.

—Lo siento. ¿Te he asustado?

—Supongo que estaba medio dormida. Eso habrá sido.

—¿Te traigo un zumo? Está empezando a hacer mucho calor, ¿no?

—Sí, cariño, gracias.

—A mí también, papá.

—De acuerdo.

Olga se había quedado sentada en la tumbona.

—María, te he apuntado al curso de inglés en Inglaterra, como el año pasado. Creo que no te lo había dicho, ¿verdad?

—No. ¿Cuándo me voy?

—El día 7 de julio, y regresáis el 7 de agosto.

—¿Antes podremos comprar los pantalones que te pedí?

—Podremos, sí.

—¿Esta tarde?

—No. Esta tarde hay la inauguración oficial del Centro Omega, y quiero ir. Si te parece, vamos cuando termines con este trabajo.

—Estupendo.

—¿Qué es estupendo? —preguntó Alberto, mientras les daba sendos vasos de zumo.

—Mamá y yo nos vamos de compras dentro de un rato —dijo María echando hacia un lado los cabellos que le barrían la cara.

—¡Ah! Bien, yo me voy. No me esperes a comer, Olga. Aún tengo mucho que hacer antes de las seis.

Olga le lanzó un beso, bebió unos sorbos de zumo y se recostó de nuevo en la tumbona, todavía con la culpa aleteando en su pecho. Monegal, manda la culpa a paseo durante un rato, ¿quieres? ¿No te recomendó Susana que te psicopatizaras un poco? Entonces pensaste que seguramente algo de razón tenía y que te quedaba mucho camino por recorrer en este sentido, ¿o no? Pues, ponte en marcha. Eso iba a hacer. Apartó de un manotazo los sentimientos de culpa, que se desvanecieron rápidamente sin dejar rastro, y volvió a sumergirse en la caricia de su amante solar y en las de Jorge. Desde que tuvo valor para mandar al geofísico un correo electrónico, muy profesional y bastante cálido, desde que él contestó con otro, bastante profesional y más cálido aún, aceptando participar como conferenciante invitado en el workshop de julio, se había regalado varias veces con ese sueño, ahora golosamente transformado en fantasía erótica. Alea iacta est, se rió Susana, cuando la llamó para decirle que había tomado una decisión, que se había puesto en contacto con Jorge y que él había respondido con agrado.

—La suerte está echada, ¿o no? —preguntó Susana, todavía entre risas—; ya has cruzado el Rubicón.

—Te equivocas —contestó Olga—; mi Rubicón será otro.

Esperaba ser capaz de vadearlo. Se temía. Temía sus indecisiones, que podían cruzar su vida al galope imprevisiblemente, echando a perder sus planes. Salir de sus rutinas habituales no sólo le provocaba inseguridad, sino reacciones inesperadas. Pero, en efecto, el primer paso estaba dado. Después de reflexionar largamente y de violentar su forma de ser —se había repetido varias veces a ella misma la recomendación de Susana: psicopatízate, Monegal, sal de tu jaula rígida, olvídate un poco del deber y dedícate algo más al placer...—, había decidido ponerse en contacto con Jorge. ¿Con qué excusa?, se había preguntado. Por fin se le ocurrió. Aunque el tema de sus estudios nada tuviera que ver con los de Álex o con los de ella misma, podían invitarlo a dar una charla. A Álex le había parecido una ocurrencia pertinente. Habrá que decírselo en seguida, dijo el geólogo, el tiempo se nos echa encima, además, si acepta, convendría invitarlo, también, a la reunión de fin de proyecto. Yo me encargo de ello, había respondido Olga, encantada con la sugerencia de Álex; la reunión de fin de proyecto, con la consiguiente juerga nocturna, iba a celebrarse en menos de dos semanas, de modo que quedaban diez días para verlo. ¡Sólo diez! Le parecía que no podía esperar tanto. Y, sin embargo, a ratos también estaba muerta de miedo.

—He terminado, mamá.

—Venga, vamos a ducharnos y nos lanzamos a consumir.

María la observó con una sonrisa.

—¿Qué te pasa, mamá? Llevas unos días de buen humor. Pareces tú otra vez y no esa mula a la que nos habías acostumbrado en los últimos tiempos.

—No sé qué será —dijo Olga riéndose—. Anda, ven a darme un beso.

¡Qué sagaz, la chiquilla! Casi antes que ella misma, María había percibido su cambio de humor. Era cierto: estaba más contenta, había recuperado la capacidad de sentir placer.

No tardaron ni media hora en estar listas para salir.

—Mami, ¿por qué no nos vamos a comer por ahí? A un McDonald’s o a un Kentucky...

—¡Ags!, María...

—Anda, mamá. Hace mucho que no comemos comida basura. Ser tan sanos no debe de ser bueno para la salud.

Olga se rió. Le dejaron una nota a Édgar para que, al regresar del entrenamiento de hockey, se reuniera con ellas en un local de comida rápida.

Las compras excedieron en dos camisetas y unas sandalias a los previstos pantalones.

—Mamá, estás despendolada, ¿sabes?

—Bueno, pues aprovecha, que eso no sucede a menudo. ¿Por qué no te quedas también este vestido?

—Mamá, por favor, no quiero llevar ni faldas ni vestidos. Ya lo sabes: sólo pantalones.

Sí, lo sabía, y era mejor no llevarle la contraria. Acuérdate, Monegal, desde pequeña María siempre ha tenido las ideas muy claras y las ha defendido con las uñas. Al final, acababa por imponer su voluntad, aunque sólo fuera porque el contrario se rendía de puro aburrimiento.

Cargadas de bolsas, se sentaron las dos en el restaurante de comida rápida. Al poco, apareció Édgar.

—¡Hola! —dijo—. Está muy bien que te hayas decidido a contaminarnos un poco con productos de desecho, mami. María y yo empezábamos a tener miedo de ser considerados especies en vías de extinción.

—Sí —añadió María—, creemos que ya el ayuntamiento está preparando un plan para protegernos. Purívoros, nos llaman.

—Anda, dejad de hacer el payaso e id a por un poco de contaminación estomacal.

—¿Qué te pedimos?

—Me da igual. Lo que vosotros decidáis. Supongo que todo sabe del mismo modo.

La comida transcurrió agradablemente entre hamburguesas, cucuruchos de patatas fritas y vasos grandes llenos de coca-cola, aunque hubo un conato de incendio, sofocado casi de inmediato por el humor bonancible de Olga. Édgar se empeñó en contarle lo absurdo de haberlo matriculado, sin previa consulta, al maldito curso de inglés.

—Siento decírtelo, mamá, pero igual es dinero tirado.

—Pero ¿por qué?

—Todavía no te lo puedo contar.

—Bueno, pues, cuando estés autorizado a desvelar el secreto, hablaremos de ello —respondió Olga, convencida, sin embargo, de que poco habría que discutir: Édgar aterrizaría en Inglaterra. ¿Qué razón podía haber para que ello no fuera así? Además, sólo les faltaría relajar más aún la disciplina.

Después de aquel período en que su hijo fue asaltado por una actividad febril frente al ordenador, había reaparecido el Édgar familiar, pegado a su walkman, soñando argumentos de novela, tumbado en la cama. Y lo que era peor, en opinión de Olga, el olor de marihuana había renacido en la habitación del futuro escritor. ¿Se creería que la hierba iba a activarle las neuronas, a engrasarle los circuitos y a favorecerle la inspiración? En fin ¿qué otro remedio podía quedar que mandarlo al curso de lengua? Sólo de imaginarlo indolente un día tras otro, se ponía enferma. ¡Nada, nada, a ver si los ingleses lo desasnaban!

—Venga, vámonos —concluyó Olga al cabo de un rato de sobremesa—. Quiero llamar a papá.

—¡Qué guay eres, mamá! ¿Tú sabes que existen unos teléfonos, llamados móviles...?

Olga no lo dejó terminar.

Al entrar en casa, se dirigió a su habitación, se quitó los zapatos y se sentó en la cama. Marcó el número de Omega. Quería ofrecerle su ayuda a Alberto. Se sentía mal con ella misma por no haberlo hecho antes, por haber estado comiendo con sus hijos sin tener en cuenta que él, probablemente, la necesitaba más en un día como ése. Debiera haberle brindado apoyo desde buena mañana. Aunque Alberto no lo manifestase, seguro que estaba un poco ansioso por que todo se desarrollase impecablemente por la tarde.

—El doctor Jordano no está. Ha salido a comer fuera y ha dicho que regresaría hacia las cinco. ¿Le dejo algún recado?

—No, no hace falta. Gracias.

De modo que había salido y no regresaría hasta una hora antes de la inauguración... ¿No andaba liadísimo con los preparativos? ¿Habría salido solo o acompañado? ¿Con gente del centro o habría aprovechado para verse con Teresa? Seguro que con ella, claro. Desde luego, Alberto mentía cada vez un poco mejor. Ahora, ni siquiera Olga, que tan bien lo conocía, era capaz de percibir su falsedad.

No resistió la tentación de llamar a casa de ella. Le salió el mensaje del contestador automático. Colgó el aparato, pensativa. Eso no demuestra nada, Monegal. Sólo sabes que Teresa y Carlos no están en casa a la hora de comer. Punto.

Aun con todo, la idea ya había taladrado su cabeza y andaba dando vueltas por su cerebro. Probablemente, tal como ella había supuesto, Alberto estaba nervioso con el lío de la inauguración. Su perfeccionismo exacerbado debía de llevarlo a temer que algo no saliera conforme a sus planes. Entonces, necesitado de un asidero, habría llamado a Teresa. Quizás ella actuaba como un ansiolítico. Se los imaginó comiendo en algún restaurante cercano a Omega. Luego pensó que se equivocaba. No estaban en la mesa, sino en la cama, y lo que dejaría tranquilo el ánimo de Alberto sería el sexo. Un buen polvo era el mejor ansiolítico. ¡Maldición! ¿Dónde quedaba ya su complicidad para hacer frente juntos a cualquier situación difícil? Y ella, con problemas de conciencia por sus ensoñaciones con Jorge... ¡Uf!

Empezó a prepararse para el acto de la tarde. Le apetecía arreglarse un poco, sobre todo porque la frase de Susana referida a su aspecto escasamente femenino martilleaba su orgullo. Abrió su armario para elegir la ropa. Susana tenía razón. Nunca se había preocupado mucho de su apariencia y ahí delante colgaban las pruebas evidentes del delito: camisas de algodón a rayas, pantalones de corte vaquero, chaquetas sobrias... negros, grises, algún beige y algún tostado. Apenas ningún signo de alegría, frivolidad o locura. ¡Ay, Monegal! Y pensar que tienes valor para juzgar el aspecto de Marina, recatado y gazmoño. O el de Teresa, sofisticado. O el de Susana, tan alocado, con su pelo rubio platino..., Deberías dejarte de juicios acerca de los demás y observarte críticamente a ti misma, ¿no crees? ¿Acaso no tienes una tendencia excesiva a enjuiciar y censurar mentalmente a los demás? ¿Acaso no es este comportamiento otra forma de defensa?

Como si esa idea hubiese sido un alfiler penetrando en un globo, se sintió perder gas. Se mareó. Trastabilló. Se sentó en la cama, a recuperarse. ¿Sería posible que la llevase a juicios envarados esa jaula rígida en la que se metía por miedo a perder el control, por miedo a andarse por las ramas de la vida en lugar de aterrizar en el centro mismo de ella? La conversación con Susana había resultado un revulsivo, no sólo en lo tocante a Jorge sino, sobre todo, en lo que se refería a su propia forma de ser. Además, le había sido útil, también, para mirar de frente otros aspectos de su personalidad. El control de su emotividad, por ejemplo. ¿No te das cuenta, Monegal?, te proteges de analizar tus sentimientos a base de racionalizar cualquier emoción, a base de trasladarlo todo a un plano puramente intelectual. Aunque le doliera, estaba obligada a admitir que era cierto. ¡Tantas veces había pensado en la incapacidad de Teresa para analizar y expresar sus emociones, y, finalmente, ella misma se comportaba de modo parecido! Y también había tachado a Miguel de rígido, acusándolo de mantener mala relación con sus compañeros de instituto, cuando en realidad ella también carecía de flexibilidad. Era cierto que pesaban sobre ella las enseñanzas aprendidas de la mano de su padre y de sus abuelos, a partir de la muerte de su madre: la obligación antes que la devoción. A fuerza de creer en ello, a fuerza de poner a prueba su voluntad para ordenar su vida de acuerdo con esa máxima, ya no sabía dónde se encontraba. Tal vez es el momento de revisar ciertas creencias, ¿no, Monegal? ¿O tal vez se animaba de ese modo para justificar su comportamiento con Jorge? No. No era eso. Por lo menos, no era sólo eso. Era el derrumbe de su dique el que la obligaba a mirar hacia aquella dirección. Sin su dique de contención, el mar de dudas de su personalidad invadía la tierra firme, y ella ya no se sentía segura de nada. Lo único evidente era la irreversibilidad del proceso. El dique al que siempre se había agarrado había desaparecido. Olga flotaba en sus dudas eternas y, si no quería morir ahogada en ellas, tenía que actuar. ¡Actuar!

Movió la cabeza. Bueno, a ver qué se ponía. Porque, desde luego, en el armario colgaban sus uniformes habituales y eso, ahora, ya no tenía remedio. Optó por un pantalón de hilo negro, una camisa de seda estampada en blanco y negro y una chaqueta negra. Quizás deberías ir pensando en comprar alguna pieza más desenfadada. Y en cambiar el peinado, como te sugirió Susana. ¿Seguro? ¿No serían demasiados cambios de una sola vez?

Llegó al Centro Omega un cuarto de hora antes de la inauguración. Aunque le incomodaba encontrarse con un Alberto recién salido de la cama con Teresa, no se veía capaz de presentarse a la hora en punto, como si fuera una invitada más a la recepción. Tantos años de complicidad merecían una pequeña atención, ¿o no?

Se dirigió al despacho de él. En la antesala, se encontró con su secretaria, que la saludó y avisó a Alberto por el teléfono interior.

—Puede pasar, señora Jordano.

—Gracias, Laura.

Alberto estaba sentado y se levantó al verla entrar.

—Hola, Olga.

—Hola. ¿Cómo estás? ¿Muy nervioso?

El timbre del teléfono se adelantó a la respuesta de Alberto.

—Razonablemente nervioso. —Hizo un gesto con la mano, indicándole que se sentase en la butaca, al otro lado de su mesa, mientras él descolgaba el aparato—. ¿Sí, Laura? Sí, pásamelo... Hola, ¿cómo estás?... Nada, en diez minutos...

Olga observó con curiosidad el despacho de Alberto, que no había pisado, antes, más de dos veces. Las dos anteriores era todavía un despacho moderno, elegante y cómodo, pero sin personalidad: una mesa de trabajo, otra de reuniones, ambas de una madera rojiza muy cálida, grandes butacas tapizadas en cuero negro y un ordenador portátil. Ahora, sin embargo, el espacio había cambiado, habitado por el espíritu de Alberto. ¿O sería gracias al sentido estético de Teresa que unas finas esteras de color gris cubrían la ventana? Y esa alfombra de tonos rojizos bajo la mesa de reuniones. Y, sobre todo, esas fotografías, sin duda obra de Carlos.

Olga se levantó para observarlas mejor. Efectivamente, firmadas por Carlos, aunque poco habituales en su catálogo, centrado en la figura humana. Cierto que, en el despacho de Alberto, mal hubieran encajado una fotografía de un hombre, de una mujer o de alguna criatura, y, sin embargo, dos moléculas de ADN resultaban muy acertadas. Ambas fotografías tenían el mismo formato, un rectángulo de grandes dimensiones. Sobre fondo negro. En una, dos largas cadenas de nucleótidos, en color violeta, formando una doble hélice que se mantenía unida mediante las bases nitrogenadas, esas estructuras de bolas y enlaces, azules, rojos, grises y plateados, que recordaban el Atomium de Bruselas. En la otra, la misma imagen con distintos colores: amarillo, verde, turquesa y plateado para las bases nitrogenadas, fucsia para las dos cadenas de nucleótidos.

—¿Te gustan? —preguntó Alberto, yendo a ponerse junto a ella.

—Mucho. Como todas las de Carlos...

—Sí —la interrumpió Alberto—, deberíamos ir saliendo. Hay ya un montón de gente esperando.

La sala de actos bullía de gentes diversas: desde personas vinculadas al mundo de la medicina o la investigación hasta periodistas de distintos medios. También el personal del centro había acudido a la inauguración.

—Siéntate aquí. —Alberto le indicó una de las butacas de la segunda fila—. La de al lado está reservada para Teresa.

Olga se quedó helada. ¿Iba a tener que compartir la inauguración con Teresa sentada a su lado? Aún no había encontrado la fórmula para reaccionar, para librarse de la compañía de ella, cuando ya Alberto la dejaba para subir al estrado. Se sentó, estupefacta.

Unos minutos más tarde, la sala estaba en silencio, Alberto empezaba a hablar y Olga respiraba aliviada porque Teresa no había aparecido. ¡Menos mal! Había tenido la educación o el sentido común —que Alberto parecía haber extraviado— de renunciar a la invitación.

—Señoras y señores, en nombre de los responsables del Centro Omega y en el mío propio, les doy la bienvenida al acto de inauguración. Ustedes saben que la idea de crear un centro de producción de radionúclidos emisores de positrones...

—Perdona, ¿me dejas pasar? —le susurró Teresa arrimándose a su fila de asientos.

Olga movió sus piernas hacia un lado y luego hacia el otro para dejarle espacio. Mientras pasaba casi por encima de su regazo, Olga no pudo dejar de observar la sobria elegancia del vestido color marfil de Teresa. Un vestido largo hasta debajo de las rodillas, con dos finos tirantes y un escote profundo, que ella lucía sin ninguna incomodidad. Olga maldijo sus pantalones negros.

Teresa se sentó a su lado concentrada en las palabras de Alberto. Olga sólo podía prestarle atención a un pensamiento obsesivo: ¿qué estaba haciendo Teresa allí?; ¿en calidad de qué estaba invitada al acto? Cuando, por fin, volvió a prestar atención a su marido, se enteró: les habían concedido la ayuda solicitada para el estudio de situaciones de rechazo en prótesis, evaluando los resultados con tomografías de emisores de positrones y utilizando el fluoro-desoxi-glucosa como radiofármaco. ¡Menuda excusa tan buena habían hallado los dos!

Se sentía contenta. Más que contenta, feliz, por haber sido capaz. Tan feliz que procuraba no pensar en lo que le esperaba en el futuro inmediato, en el mal rato que iba a pasar. Se sentía satisfecha de ella misma. Bien hecho, Monegal, así me gusta; que hayas tenido valor. En realidad, había sido más sencillo de lo que ella hubiera anticipado. Sólo había tenido que recuperar el espíritu juguetón que la poseyó cuando determinó con obstinación agasajarse con su baño klimtiano. Ella, que siempre había abominado de ese yo oscuro, imprevisible, domesticado a base de voluntad, se descubría invocándolo deliberadamente, y encantada de hacerlo. ¿No había dicho Susana que «audacibus fortuna iuvat»? Pues, claro... No iba a dejarlo para cuando fuera vieja —y ya no quedaba tanto—; era ahora o nunca. Suspiró satisfecha. Había sido ahora, porque ella así lo había decidido. ¡Cambio de imagen! Había pasado por una tienda de ropa y una zapatería y se había comprado un conjunto que, tan sólo diez días antes, no se hubiera atrevido a utilizar. Una vez en casa, aún cargada con las bolsas, había llamado a Susana para preguntarle cómo pensaba ir vestida.

—De putón verbenero —había contestado su amiga.

—Bueno, ¿qué te pondrás? —había insistido Olga.

—Un body de lo más indecente y provocativo; una pieza maestra de mi vestuario. Y una falda menos estrecha de lo que quisiera, ya sabes, las cartucheras, el chocolate, en fin... ¿Y tú?

—Me vestiré de discreto encanto de la burguesía —había respondido Olga.

Pero cuando Susana había requerido más información, no se la había dado. Nada, nada. Que imaginase lo que quisiese con esa respuesta. Seguro que se la figuraba vestida con alguno de sus aburridos conjuntos de siempre. Pues, no. Se había comprado uno con el que se sentía muy ella y, a la vez, algo sofisticada, bastante guapa y muy elegante. La divertía haberse ataviado de esa forma. Creía estar recuperando su capacidad de disfrutar de los pequeños placeres. ¡Y quién sabe, Monegal, si con un poco de entrenamiento, también de los grandes! Iba sentada en el Peugeot gris 405, al lado de Alberto, que conducía y que, de vez en cuando, le lanzaba todavía alguna mirada de asombro. Parecía pensar que ésa era una mujer distinta a la suya propia. Bueno, ¿y qué? ¿No había realizado él también un giro de ciento ochenta grados en su aspecto? Fuera la barba, peinado estructurado, ropa interior frívola y, ahora, por fin, el colmo: ¡hasta las manos se arreglaba! Casi se desmaya cuando, al regresar Alberto de la peluquería —¡otra vez, cómo no!—, se dio cuenta de que sus uñas no estaban cortadas algo chapuceramente, tal como él solía hacerlo, sino meticulosamente limadas, con la cutícula cuidadosamente retirada y, encima, brillaban igual que si estuvieran barnizadas con esmalte transparente. Se había percatado de ello al observarlo hacerse el nudo de la corbata.

—¿A ver? —había preguntado cogiéndole la mano—. ¿Te las has arreglado?

—Pues, sí, ¿qué tiene de raro? Me lo han hecho en la peluquería. Ya sabes que es uno de esos sitios unisex, con esteticistas que trabajan no sólo para ellas sino también para ellos. Y muchos hombres piden este servicio, ¿sabes?

Quizás era así, pero a ella le resultaba raro que a Alberto se le hubiera ocurrido. Probablemente lo habían inducido a hacerlo. Desde luego, en esa peluquería conocían bien los recursos para animar a su clientela al consumo.

Aunque Olga ya casi no se extrañaba de ninguno de los cambios en el físico de Alberto, éste no dejó de parecerle excesivo.

—No sé de qué te sorprendes; en Omega hay por los menos tres técnicos que se arreglan las manos. No me dirás que lo consideras un privilegio exclusivamente femenino, ¿verdad?

No, por supuesto que no. Además, Monegal, no te pongas pejiguera. ¿No has puesto tú misma rumbo hacia nuevas formas de arreglo personal?

De modo que iba tan orgullosa con su vestido tornasolado de color verde caqui con pinceladas de verde pistacho y verde pálido, largo hasta media pierna y con finos tirantes que destacaban el dorado de su piel, conseguido en la terraza de su piso. Había hecho caso a la recomendación de la vendedora acerca de los zapatos. Se había comprado unas sandalias negras de tacones, si no vertiginosos como los de Teresa, sí bastante altos para sus hábitos hasta el momento. Encima del vestido, una chaqueta corta —nada que ver con sus americanas de corte clásico o masculino—, de color hielo, había dicho la vendedora —aunque a Olga le parecía más acertado hablar de un blanco con una punta de gris o un blanco algo apagado—, cerrada con dos grandes botones de nácar. Pues, sí. Se sentía como una reina.

Al llegar, vieron el Audi 3 negro enfrente del restaurante. Teresa y Carlos ya se habían apeado, y Carlos le estaba dando las llaves al aparcacoches. Olga y Alberto se bajaron también del coche.

Carlos se acercó a ellos, tomándole la delantera a Teresa.

—¡Caramba!, Olga. ¡No pareces tú!

Olga se esponjó. Viniendo de Carlos, tan puntilloso en cuestiones estéticas, debería considerar el comentario un triunfo.

Entonces, Carlos se dirigió a Alberto:

—Está bien que tu mujer se haya decidido a abandonar el negro y el gris al que nos tenía acostumbrados. Se parecía a la sarcophaga carnaria, ¿verdad?, la mosca de la carne. O a esas mujeres de pueblo que, en cuanto asoma la muerte de refilón en sus vidas, se visten de luto y ya no se lo quitan en el resto de sus existencias. Total ¿para qué? Van a seguir muriendo personas cercanas... Aunque tampoco se puede decir que haya perdido la cabeza por completo: ni rosa fucsia, ni azul turquesa...

Ya estaba Carlos con sus bromas de mal gusto. La dejó preocupada, aparte de molesta. ¿Estaría mal con el conjunto nuevo? ¿Sería más evidente su delgadez? La inseguridad empezó a ganar terreno.

—Carlos, por favor —intervino la reina de las nieves, con violencia contenida.

—¡Qué sentido del humor tan agudo! ¿Qué pasa? ¿Os molesta una broma inocente? Todo lo sacáis de madre.

Carlos y Alberto se adelantaron hacia el restaurante, dejando solas a las dos mujeres.

—Estás muy bien, Olga. Te sienta estupendamente. Además, le cuadra a tu personalidad. No le hagas mucho caso a Carlos. Ya conoces su jocosidad ácida.

¡Qué jocosidad ni qué niño muerto, Monegal! Conoces bien lo mucho que le gusta hostigar a sus víctimas. Por ejemplo, a ti y, sobre todo, a Teresa. ¿Por qué no te atreves a enfrentarte alguna vez con él y le dices lo que piensas? Igual le hacías un favor y aprendía a tratar con la gente. Toda la gente. No sólo aquella a quien pretende seducir. Te lo dijo Susana, ¿recuerdas?, cabréate de vez en cuando. Y, además, se le ocurrió que, de paso, podía enfadarse con Teresa. ¿Quién le había pedido ayuda? ¿Desde cuándo afloraba un alma compasiva en la reina de las nieves? Por un lado, pretendía echarle un cable pero, por otro, le estaba poniendo la zancadilla. Olga se sintió enrojecer de ira contenida.

En ese momento se bajaban de un taxi Susana y Jean-Claude. Susana se colgó inmediatamente del brazo de él.

—¡Olga! —Susana silbó admirativamente y, luego, en un gesto cómplice, le guiñó un ojo—. ¡Menudo encanto de la burguesía! Así me gusta, que te vayas poniendo el mundo por montera.

Se besaron y entraron en el restaurante. Dentro los esperaban Alberto y Carlos, charlando con el maître.

—Nos han reservado mesa en el jardín, pero, si preferimos estar dentro, les queda una para seis. ¿Qué dicen nuestras tres gracias?

—¡En el jardín, en el jardín! —exclamó Susana.

—¿De acuerdo? —preguntó Alberto, mirando primero a Teresa y luego a Olga.

Mientras sacudía la cabeza para afirmar, Olga no podía dejar de observar que su opinión le importaba menos que la de Teresa. ¡Por fuerza el nudo que los unía debía de ser muy estrecho para que tuviera en cuenta sus deseos en primer lugar! Bueno, ¿y de qué se extrañaba? Acaso necesitaba más certidumbre que la advertida en la inauguración de Omega. Aquello sí había sido desfachatez: Teresa y ella, las dos en la segunda fila, compartiendo el puesto de mujeres de Alberto. Podía habérsele ocurrido que, aun después de tantos años de amistad —o precisamente por eso—, era una violencia innecesaria, ¿o no? Tampoco resultaba indispensable que su amante estuviera en el acto. ¿O sería que le costaba demasiado esfuerzo no verla en todo el fin de semana? Sería que no había tenido bastante con pasar el mediodía a su lado. Otra vez sintió en la boca el mismo rencor amargo que se había deslizado por ella la tarde de la inauguración. ¿Era imprescindible ser sometida a esa humillación? De nuevo sintió deseos de arañar, morder o golpear a Alberto. Por lo que le hizo en Omega. Por no haberse negado a la cena de hoy.

Salieron al jardín, que no podía ser considerado como tal, sino un patio interior entre altos edificios, sabiamente arreglado para simular un espacio campestre en mitad del cemento y el acero. La grava crujía bajo los zapatos, mientras avanzaban hacia la mesa, vestida ya con un largo mantel blanco y cubierta con un amplisímo parasol que los protegería del relente de la noche. Sobre la mesa, un centro de pensamientos morados y amarillos. En las paredes del patio, pasionaria trepadora.

Olga contempló a las dos parejas que caminaban por delante de la formada por Alberto y ella. Susana y Jean-Claude iban pegados el uno al otro, como si llevasen siglos sin verse y no pudieran soportar la falta de contacto. A Olga le constaba que Jean-Claude había anulado todos los viajes para poder estar al lado de ella antes, durante y después de la intervención, de modo que, por lo menos, habían disfrutado de tres semanas casi sin separarse. Y no tenían bastante, claro. Ninguno de los dos se hartaba nunca. Decía Susana: si un día no siento lo mismo, si un día ya no lo soporto, lo dejo, ¿sabéis? ¿Cómo se puede vivir junto a un tío al que te gustaría ver muerto? —y se refería a Teresa, por supuesto—. No, guapas, no. Para vivir con alguien, para compartir la vida con otra persona, se necesita estar totalmente enamorada, de lo contrario es un latazo inaguantable. Mucho, muchísimo mejor, sola que mal acompañada. Creo que Jean-Claude va a seguir siendo el tío ideal para mí hasta la muerte, pero, si no fuera así, lo cambio y listos. Llevaban ya diecisiete años en este plan, aunque, cuando se fueron a vivir juntos, ni ellos mismos imaginaban su durabilidad, porque los dos tenían unos currículums amorosos de lo más agitado. Encima, Jean-Claude el calmado había dicho respecto a su decisión de vivir con Susana la loca: tengo la impresión de estar sentándome sobre un barril de dinamita. Bueno, pues tantos años juntos, y la dinamita no había hecho explosión. Ni parecía que eso fuera posible en el futuro.

Teresa y Carlos andaban distantes, como si un muro los separase. No se hablaban y mucho menos se tocaban. Como si su desamor hubiese cristalizado en dos minerales contiguos pero ajenos uno al otro. ¿Qué era lo que los mantenía juntos? Tal vez les resultaba más rentable emocional y socialmente. Aunque la dificultad y la tensión de estar siempre fingiendo tenía que ser por fuerza un desgaste terrible. Esa impostura en la relación, ese simular de cara al exterior que todo marcha sin problemas... A Olga, una sola cena en la que se veía obligada a actuar de ese modo, ya se le antojaba un disparate insoportable. ¿Cuánto más resistirían Teresa y Carlos? Quizás seguirían así el resto de sus días porque, al parecer, los dos estaban dispuestos a aguantar cualquier desaire del otro sin inmutarse mucho. ¿O Carlos sí podía alterarse? ¿Cómo llevaría él una aventura de Teresa? Estaba por ver.

Y luego, ella y Alberto, uno junto al otro, sin la complicidad de antaño, pero todavía sin grandes resentimientos. O, por lo menos, de momento sólo rencores puntuales, como el que aún le amargaba los labios a ella. Era evidente que pequeños rencores podían acabar por formar una bola de rencor imparable. A saber lo que tardaría en aparecer... ¿Irían ellos dos a seguir el camino de Teresa y Carlos?

—¿Cómo nos sentamos? —preguntó Jean-Claude.

—Chico, chica —respondió Susana.

—De acuerdo, pero no por parejas —avisó Teresa.

Teresa, guapa, se te ve el plumero, pensó Olga. Monegal, suéltale un chasco. ¡Vamos! ¿No tuvo bastante con ocupar una silla en la sala de actos de Omega? Calma, calma...

Mientras esperaban los aperitivos, Olga aprovechó para ir al servicio. Al regresar los encontró con una copa de champán en la mano, algún cigarrillo encendido y escuchando a Susana, que había empezado a monopolizar la conversación, uno de sus hábitos.

—Os digo que sí, se la cepilló como si fuera una sandía. Me lo ha contado su hermana, que es mi manicura.

—¿Y qué esperaba? —preguntó Carlos—. ¿Que le declarase amor eterno?

—No, chico, pero, entre un extremo y el otro, habrá un término medio, digo yo —respondió Susana.

—¡Uf!, las mujeres sois un problema —respondió Carlos con hastío.

—Y vosotros, el metro de platino iridiado —contestó Susana con rabia.

—¿El metro de platino iridiado? —preguntó Alberto entre risas.

—Pues, sí. Sois la medida de todo. Por eso, por comparación, nos encontráis tan raras. No lo somos más que vosotros. Es un problema de mirada masculina.

—¿Qué quieres decir, Susana? Ahora no te sigo —dijo Jean-Claude.

—Quiero decir que la mirada que hay en el mundo, por culpa de una larguísima tradición, es la vuestra y, claro, lo distorsiona todo. Por poneros un ejemplo, sacan la noticia de que en el Estrecho han perecido, a bordo de una patera, veinte magrebíes, entre los cuales siete mujeres...

—¿Y? ¿Qué tiene de extraño? —preguntó Alberto.

—Pero ¿no te das cuenta? —se alteró Susana—. ¿Por qué tienen que diferenciar a las mujeres como bichos raros? ¿Por qué tienen que decir «entre»? ¿No sería más normal decir un grupo de trece hombres y siete mujeres? El problema siempre es el mismo: la perspectiva adoptada. Y siempre es la masculina.

—Bueno, nos hemos desviado mucho del tema inicial. Un hombre y una mujer tienen una aventura ocasional —intervino Carlos—, o no tan ocasional, y la mujer siempre está esperando a que le digan: te quiero, cuando, en realidad, eso no tiene nada que ver con el amor.

—Quizás no, pero quizás sí —advirtió Teresa. Como todos la miraban expectantes, apagó su cigarrillo y prosiguió—: Aunque los postulados del investigador Paul MacLean acerca de la división del cerebro en tres secciones generales resultan una simplificación, me sirven para contaros lo siguiente. La sección más primitiva, que recibe el nombre de «cerebro de reptil», es la que gobierna nuestras conductas instintivas, probablemente la que usamos durante el cortejo, es decir, cuando flirteamos. Por encima del cerebro de reptil está el sistema límbico, que gobierna nuestras emociones básicas: el amor, el odio, la felicidad... La adaptación biológica depende de las cogniciones de este sistema, es decir, cogniciones viscerales ignoradas por el individuo, cogniciones de las que no somos conscientes. El enamoramiento se produce, casi con seguridad, en esta zona. Y, por último, por encima del sistema límbico, está el córtex, que procesa funciones básicas como la vista, el habla, la capacidad matemática y, por encima de todo, integra nuestras emociones y nuestros pensamientos. En el córtex tienen lugar las cogniciones noéticas. Esta parte del cerebro es la que piensa en «él» o «ella» cuando estamos enamorados.

—A ver si lo he entendido. El sistema límbico nos informa de nuestras emociones. El córtex nos ayuda a interpretar esas emociones pensándolas en forma de sentimientos —dijo Alberto.

—Algo así —admitió Teresa.

—¡Ja! —rió Carlos—. Ahora lo he entendido todo. El sistema límbico de una mujer le manda señales de que está cachonda, y su córtex le indica que quiere al tipo que la ha puesto en marcha. Es eso, ¿o no?

—Probablemente, muchas veces es así —dijo Olga, pensando en las reflexiones que ella misma se había hecho. ¿Sería también su caso con Jorge? ¡Qué más da lo que sea, Monegal!

—¡Estupendo! —casi gritó Susana—. Tengo una explicación parecida a la tuya, Carlos. A un tío se le pone dura y piensa: estoy que me salgo, me la tiraría aquí mismo. Su córtex es incapaz de avisarle que, quizás esta vez, quiere a la señora en cuestión. Conclusión: los hombres tenéis poquito córtex. O, por lo menos, poco córtex para elaborar sentimientos, aunque luego se os den muy bien las matemáticas...

—Lo cual sólo demuestra que a las personas nos queda mucho que aprender. A nosotros, los hombres, de vosotras, las mujeres. Y al revés —concluyó Jean-Claude.

—Probablemente será la única manera de hacer un mundo mejor.

Interrumpieron la discusión tres camareros, cargado cada uno con dos grandes platos. A la vez, como si estuvieran realizando un número de gimnasia sincronizada, depositaron la comida frente a los comensales y empezaron a recitar el nombre de cada plato:

—Nido de judías verdes con mousse de queso fresco con cebollino, salsa de boquerones y patata confitada en aceite de oliva virgen aromatizado con cebolletas.

—Foie-gras de oca fresco hecho en la casa, nueces frescas, pasas de Corinto, crujiente de manzana con gelée de Sauternes, reducción de vinagre de Módena y pan de campagne casero horneado con higos secos.

Durante unos días, Olga había tratado de concentrarse en ese tímido renacimiento de su hedonismo para ayudarlo a florecer o, cuando menos, para evitar que se desvaneciera otra vez. Por eso se esforzaba en no perder el buen humor, en no pensar excesivamente en la inauguración de Omega y en la presencia de Teresa a su lado. Se esforzaba por evitar el recuerdo de la cena con Teresa y Alberto, sentados uno junto al otro. Se esforzaba por apartar de su mente los dos sentimientos que amenazaban con obsesionarla: primero, la humillación; luego, la rabia. Tampoco quería entretenerse en diseccionar su relación con Alberto. ¿Ya estamos otra vez, Monegal? ¿Mirando hacia otro lado para no tener que hacer frente a los problemas? No. No se trataba de su eterno comportamiento de avestruz. Estaba dispuesta a dilucidar qué le ocurría a su pareja, sólo que no era el momento. Ahora debía concentrarse en esa recuperación gozosa, que no representaba el final de sus problemas pero, quizás, el principio del fin. Desde luego, su pensamiento, errante, persistía en resbalar en todas direcciones, nunca dispuesto a seguir durante mucho rato la marcada por Olga. Su memoria tampoco había mejorado. Los sustantivos, los horarios de las reuniones, las llaves de casa, se perdían en los agujeros negros y reaparecían con dificultad o cuando ya no los necesitaba. Tampoco había conseguido recuperar peso, ya que lo único que comía con fruición —¿o con compulsión?— eran las Digesta. Por lo menos, sus pasiones de sueño estaban bastante controladas. Al recuperar parte de su estabilidad emocional, sus hábitos de sueño tendían a la normalidad. ¿Has querido ignorar que en el pasado ya habías sufrido un episodio de somnolencia indomable como éste, Monegal?

No. No era cierto: no había pretendido enterrarlo en algún rincón de su cerebro. Simplemente, no había caído en ello. Cuando su madre murió, ella pasó una larga temporada durmiéndose a todas horas, como si sólo fuera capaz de permanecer despierta entre ocho de la mañana y cuatro de la tarde. A pesar de que ocurrió cuando tenía siete años, ahora lo recordaba con absoluta nitidez. O quizás recordaba la voz de su abuela contándoselo. Empezó a dormir más de lo razonable al tener conciencia de la gravedad del proceso que mantenía a su madre en cama. No podía decir cómo lo supo, pero sí, cuándo. Una tarde, acababa de llegar del colegio y había ido a dar un beso a su madre, delgada, delgadísima, con los labios y las uñas amoratados, extraviada en aquella cama excesiva. Al salir del cuarto, se había detenido en un escalón, de pronto afligida por una visión clarísima: la muerte de su madre. Retrocedió escaleras arriba, entró en su habitación y, agotada, se echó en la cama. A la mañana siguiente, su padre la despertó para ir al colegio y le contó que, la tarde anterior, al verla dormir tan profundamente, no habían querido despertarla. Así fue cada día, no sólo hasta que su madre murió sino hasta que consiguió hacerse a la idea, mucho tiempo después, de que ella ya no estaba y de que debía reaprender a vivir con ese vacío. Probablemente también, las enseñanzas de sus abuelos maternos y la inhibición afectiva de su padre tuvieron mucho que ver en la superación de su narcosis. Los deberes antes que los placeres. Y, obviamente, dormir al regreso del colegio no constaba entre los deberes, por lo tanto, debía de tratarse de una afición. Después de aquella primera gran crisis letárgica, había conseguido no caer en otras, gracias a la férrea disciplina aprendida en casa, a las rutinas desarrolladas por ella misma y aplicadas con constancia a su vida y a evitar todo lo que supusiera fragilizar su yo emocional. Aun así, ella conocía bien esa característica suya: cuando algo en su vida andaba mal, tenía tendencia a dormir más. Pero hasta casi los cincuenta años, no había vuelto a pasar por una crisis de tal calibre.

El caso era que andaba bastante menos adormilada, posiblemente por haber recuperado la capacidad de sentir placer. Vuelves a sonreír, le había señalado Marina. ¿No hace falta que saque el espejito, verdad? No, contestó Olga. Por supuesto, sabía que utilizaba sus músculos risorios de nuevo. Tampoco ignoraba que su próximo encuentro con Jorge jugaba un papel fundamental en ese cambio. A ratos, se sentía feliz de pensar que la noche de la fiesta estaba aún por llegar y que podía anticipar lo que ocurriría, recreándose, saboreándolo como si estuviera lamiendo lentamente un helado. A ratos, la invadía una impaciencia desatada y le parecía que no podía resistir ni un minuto más la espera: quería que fuese la noche de la fiesta ya. Sin embargo, llegado el día H, la impaciencia prácticamente desapareció y la alegría quedó algo atenuada por nuevos sentimientos, que entraron al galope en su cerebro: expectación, preocupación, temor. Aunque no quería, su pensamiento se trasladaba una y otra vez al instante en que Jorge y ella iban a encontrarse. ¿Sería capaz de mantener el tipo o perdería los papeles como la otra vez? Tal vez la paralizaría su crónica indecisión o viviría una turbulencia emocional como la del día en que Jorge visitó el instituto. Y a saber cómo aparecería Jorge esta vez... ¿Por qué había anulado a última hora la asistencia a la reunión que iban a celebrar geólogos y biólogos a lo largo del día? Quizás era cierta la razón esgrimida —una reunión imprevista, insoslayable y maratónica en el rectorado a las mismas horas—, pero cabía la posibilidad de que él, también, sintiera miedo de pasar por experiencias ya conocidas, por revivir lo que, sin duda, juzgó desaires de Olga, y estuviera posponiendo el encuentro. Entonces, ¿había cometido un error mandándole aquel mensaje para conectar de nuevo con él? ¿Había hecho el ridículo queriendo regresar a un punto quizás ya irrecuperable? Descubrió que las manos le sudaban de intranquilidad. Si, por lo menos, él hubiera mandado alguna señal a lo largo de esos días... Pero, no. Se había limitado al breve mensaje para anunciar que no asistiría a la reunión de final de proyecto y preparatoria del workshop. Un texto breve, nada cálido. Tampoco frío; sólo muy profesional y correcto.

Olga trató de concentrarse en el orden del día, no sólo por prurito profesional, sino también como terapia para olvidar su creciente intranquilidad. Todos los geólogos de la universidad y biólogos del instituto que habían participado en la campaña del mar de Ligur estaban presentes en la sala de actos. Olga y Álex se habían colocado en el estrado, cerca de la pizarra y de los proyectores de transparencias y diapositivas. Cada grupo había presentado sus datos y elaborado sus propias conclusiones; ahora, debían intentar establecer unas conclusiones conjuntas. Resultó mucho más fácil y rápido de lo que en principio habían pensado. Empezaron la reunión a primera hora de la mañana y, hacia las seis de la tarde, habían terminado.

—Bien —anunció Olga—, una vez solucionada la parte científica, podemos dejarlo aquí. Álex y yo nos quedaremos todavía un rato para discutir y revisar las cuestiones burocráticas. Nos encontraremos otra vez todos a las nueve y media para la juerga. ¿De acuerdo?

Los científicos se levantaron de sus sillas. Alguien se aseguró del nombre del local en el que iban a cenar. Olga lo recordó de nuevo a todos los asistentes, y éstos se fueron.

—Vamos a ver. ¿Cómo andamos de inscripciones? —preguntó Álex cuando la puerta se cerró.

—Estupendamente. Habrá mayor afluencia de la que habíamos previsto en un principio. ¡Suerte que se me ocurrió reservar ese hotel enorme en Palamós!

—Sí. Tú tenías razón —respondió Álex.

Estuvieron comprobando si se habían realizado los pagos de las inscripciones, viendo los títulos y abstracts de las ponencias que ellos mismos y otros científicos, externos a la campaña pero con proyectos similares, pensaban realizar durante el workshop. Olga miró el reloj dos veces, con preocupación. Cierto que por la mañana ya se había vestido con su nuevo conjunto pensando en la cena —pensando en Jorge, en realidad—, pero quería pasar por casa de Susana para que le echara una mano con el maquillaje. De seguir revisando papeles con Álex, no le iba a dar tiempo.

Pero continuaron. Faxes al hotel reservando habitaciones y salas de trabajo, control del estado económico, preparación de algunas actividades culturales complementarias...

Al final, Olga no pudo más. Ya eran las ocho. O le paraba los pies a Álex o renunciaba a pasar por casa de Susana. Y, más que un brochazo de Susana en el cutis, lo necesitaba en el alma.

—Álex, es muy tarde. Son las ocho y aún tengo que hacer. ¿Te parece que continuemos mañana?

Álex estuvo de acuerdo. Guardaron los papeles y salieron de la sala de actos.

Olga se dirigió a buen paso a casa de Susana, que debía de llevar tres cuartos de hora esperándola. Le abrió la puerta Jean-Claude.

—Hola, Olga. Susana está en el baño. Dice que pases.

—Hello, querida —dijo Susana desde la bañera—. Ya ves. Me he regalado con un baño relajante. Creía que ya no venías.

—Ya... bueno, aquí me tienes. Dispuesta para la sesión de...

—De recauchutado.

—Eso, de recauchutado. Estoy nerviosísima.

—Hija, relájate. Esto no es ningún examen.

—Me siento como si lo fuera.

—¡Ah! Pues, nada; antes de las pinturas de guerra vamos a aplicar una sesión de psicoterapia de emergencia.

—De acuerdo —dijo Olga. Luego, mirando el reloj, preguntó—: ¿Tendremos tiempo?

—De sobra, cariño.

Olga se sentó en el inodoro, de modo que veía casi de frente a Susana en la bañera.

—Vamos a ver —dijeron las dos al mismo tiempo.

Se rieron.

—¿Quién empieza? —preguntó Olga.

—Tú. Plantéale a la doctora lo que abruma tu espíritu, querida.

Olga le contó su intranquilidad.

—Mira, no puedo contestar por él, pero, si yo fuera tú, no me preocuparía ahora mismo de las razones que le hayan podido llevar a anular su asistencia a la reunión de hoy. Quizás, y lo considero lo más probable, era cierta esa reunión en el rectorado. En lugar de eso, ¿por qué no te planteas qué vas a hacer o qué vas a decirle para comprobar si sigues interesándole?

—Ya. En tu opinión, ¿cómo debo hacerlo?

—De cara. Ya sabes. Sin subterfugios, sin circunloquios, cuanto más clarito mejor.

—¿Y cómo?

—Por ejemplo, ¿por qué no le hablas de la gargantilla de nudo marinero, origen de los males aquella noche...? Por cierto, ¿dónde está la gargantilla? ¿Hace mucho que no te la pones? ¿La has desterrado de tu vida por haberse permitido interferir entre tú y Jorge?

—La perdí.

—¿La perdiste? ¡Coño! Lo que diría Freud en una ocasión como ésta...

—Más le valdría cerrar la boca porque, según la gansada que improvisase, yo le saltaría a la yugular.

—Te diré qué vamos a hacer. Yo soy Jorge. Tú, obviamente, Olga. A ver cómo te apañas. Empezamos. Buenísimo este vino que nos han servido. Nada que ver con lo que bebíamos en el Hespérides. ¿Te acuerdas?

—Sí.

—¡Ay, Olga...! Corazón, ¿podrías ponerle un poco más de imaginación al asunto? Jorge no te habla del Hespérides porque sí o por hablar del vino peleón que allí os visteis obligados a beber, sino por darte pie a desfacer entuertos. Esto es un globo sonda. Do you understand? Pongamos que tú aprovechas la coyuntura para decirle: no necesité el vino para ponerme como una moto; contigo tuve bastante.

—Susana, hija, ¿cómo le voy a decir algo así?

—No veo por qué no. Bueno, ensayemos algo menos directo. Aunque no sé por qué lado saldrá Jorge. Veamos esta otra entrada. Soy Jorge: Olga, ¿no llevas ya tu gargantilla?

—No, la he perdido.

—¡Ni hablar! Piensa una respuesta mejor.

Olga se quedó un momento pensativa, luego se lanzó:

—No. Me la he quitado por ti. No quiero que una gargantilla me impida el paso.

—¡Bieeeeeeeeeeeeen! —chilló Susana, entusiasmada.

Jean-Claude llamó a la puerta, la abrió e introdujo la cabeza en el baño.

—¿Estáis bien?

—Estamos estupendamente. ¿Por qué no nos traes una copa de champán para celebrarlo?

—Estás como un cencerro. No sé qué es lo que vais a celebrar, pero traigo el champán. ¿Tú también, Olga?

—También —contestó Susana antes de que ella tuviera tiempo de abrir la boca—. Forma parte de la terapia.

El tiempo que Jean-Claude tardó en presentarse con las dos copas, a ellas les bastó para preparar alguna estrategia más.

—Gracias, cariño —le dijo Susana a su marido—. Bien, lo bebemos y salgo de la bañera, que empiezo a estar arrugadita como una pasa.

Después de brindar por el éxito de la noche, Olga bebió un sorbo y, luego, dijo:

—En realidad, creo que estoy enamorada de los dos.

Susana la miró interrogativamente.

—¿De los dos?

—Sí. De Jorge y de Alberto.

—No creo, querida. Me parece imposible estar enamorada de dos personas a un tiempo. El enamoramiento es un sentimiento muy exclusivo. Amar, en cambio, no lo es.

—Entonces —admitió Olga—, me parece que estoy enamorada de Jorge. Además, creo que es la primera vez en mi vida que me siento así. Tan ida, tan fuera de mí, tan enajenada. Pero sigo queriendo a Alberto.

—Bueno, la meta del enamoramiento es el amor. Dicho en otras palabras, primero la pasión, luego el apego.

—Pues... fíjate que la mayoría de personas no llega a alcanzar el objetivo final. Se acaba el enamoramiento, y no queda nada. No han aprendido a amar...

—O se habían enamorado de la persona equivocada —interrumpió Susana.

—Sí... A mí, el apego me parece un sentimiento más noble que el enamoramiento, ¿sabes? En la medida en que en el enamoramiento hay una tormenta hormonal incontrolable, mientras que en el apego interviene la voluntad.

—¡Eh, eh, un momento! —dijo Susana poniéndose de pie en la bañera y abriendo el grifo de la ducha para enjuagarse—. Leí el libro de esa antropóloga que me recomendaste y aprendí algunas cosas. Por ejemplo, durante el enamoramiento una tromba de anfetaminas nos inunda el cerebro (por eso perdemos el apetito, estamos eufóricos, podemos permanecer toda la noche despiertos...), luego, cuando la novedad se desvanece, el cerebro incorpora las endorfinas, y sentimos paz y seguridad. De modo que, de acuerdo, en el apego interviene la voluntad, pero también las hormonas...

—Siempre que hayas elegido a la persona correcta, porque si con ella no sientes ni paz ni seguridad...

—... o te aburres como una ostra o te pasas la vida temiendo desplantes o peleas... De acuerdo, pero ¡ojo al parche con dos cuestiones! La primera, según esa antropóloga que tanto te gusta, la tendencia a separarnos también tiene un componente fisiológico. El exceso de seguridad provoca una respuesta por empacho. Las endorfinas cerebrales pierden su efecto y nos preparamos para el desapego, es decir, para el divorcio.

—¿Necesariamente?

—No lo sé —respondió Susana, frotándose enérgicamente—. La antropóloga es tuya, no mía. Se supone que tú la conoces mejor. Deberías saberlo. Incluso llega a decir ella que quizás estamos programados para la monogamia en serie: enamoramiento necesario para copular y procrear, apego para que los machos se encariñen con las hembras mientras éstas crían a los hijos y las protejan y las ayuden a obtener alimentos, y, por fin, separación. Y vuelta a empezar.

—¿Y segunda? Querías señalarme dos cuestiones, ¿recuerdas? Ésta era la primera.

—Sí. La segunda, no confundas el apego con la rutina. Está muy bien querer a alguien, pero seguir a su lado por puro hábito, sin sentimiento, es una estupidez.

—¿Lo dices por mí y por Alberto?

—No. Lo digo en general. Das el tipo de esas personas que se aferran a algo aunque esté terminado, sólo por el terror de la separación, sólo por no perder tus hábitos. Pero no estoy diciéndolo porque crea que es así. Os he visto durante muchos años a ti y a Alberto para saber, o creer que sé, dos cosas. Una, que os queréis. Y dos, que quizás él no sea exactamente el hombre de tu vida. Suponiendo que esta chorrada exista, claro —terminó Susana a carcajadas.

—Mmmm. Voy a meditar sobre todo lo que me has dicho.

—Harás bien, porque, además, si preguntas en otra parte, te darán consejos mucho más conservadores que los míos. ¿No te has fijado que la gente se resiste a admitir la separación de las parejas amigas?

—Susana, no tengo la menor intención de separarme de Alberto.

—Ni yo te lo estoy sugiriendo, tonta. Sólo te digo que, si un día llegas a esta decisión, no esperes que tu entorno te comprenda o te jalee, sino todo lo contrario; tratarán de disuadirte. Bueno, y basta de cháchara, que nos van a dar las uvas y tú, sin maquillaje.

Sentó a Olga en el taburete y le examinó la cara con atención.

—Bueno, antes que nada, una hidratante —dijo embadurnándole la cara—, porque tienes la piel tan reseca que parece la de un elefante. ¿Sabes qué te digo? Te voy a regalar una crema y espero que te la pongas.

—Lo haré. Formará parte del paquete de reformas a aplicar.

—Bien dicho.

Luego Susana perfiló, sombreó, empolvó, pintó, cepilló...

—¡Por favor, no te pases, Susana!

—No te preocupes, cariño. No soporto las caras rebozadas. Se trata de tener mejor aspecto, no de parecer una drag queen.

Al cabo de pocos minutos, le pidió que se levantara y se mirara en el espejo.

—¿Qué tal?

—Muy bien —contestó Olga, encantada—. Parezco yo, pero mejorada.

—Claro. Venga, siéntate, que falta un toque con el secador y el cepillo para dejarte un poco más airoso el pelo... ¡Ay, Olga!, no sé por qué no haces algo con tu peinado. Te lo he dicho muchísimas veces...

—Estaba pensando en ir a tu peluquería y pedirles un nuevo look. ¿Qué dices?

—¿Yo? Mujer, ya sería hora. Llevo siglos insistiendo.

—Bueno, pues, antes de que me vaya, me das el teléfono.

—¿Otra vez?

—¿Otra vez? ¿Cuándo me lo has dado?

—Creo que en más de tres ocasiones. Y la última fue durante las fiestas de Navidad en un restaurante, cenando contigo, con Alberto y Jean-Claude. ¿No lo recuerdas? Tú no tenías nada para apuntarlo, y lo hizo Alberto en una de sus tarjetas profesionales.