Capítulo 4
4
La mansión y las tierras de Anurion el Verde no se parecían a nada que Daroir hubiera visto antes. Su idea de un palacio eran muros de mármol, techos altísimos y una arquitectura hermosa que celebrara la capacidad artística de su constructor mientras se mezclaba amablemente con el paisaje que lo rodeaba. Al menos en esto último el palacio excedía de sobras sus expectativas.
El palacio era un ser vivo cuyos muros parecían crecer de la roca de los acantilados, moldeados y configurados según los caprichos de su creador…, y Daroir descubrió que era una persona de muchos caprichos. Seres vivos crecían en cada rincón y recoveco, había enredaderas que reptaban por las paredes y grupos de árboles que formaban grandes bóvedas de hojas para crear grandiosos séquitos.
La arquitectura natural no sólo era sorprendente, sino también confusa, pues en cuanto un pasadizo se había formado volvía a reformarse solo, quizá porque el amo del palacio paseaba al azar por su hogar y hacía que nuevas flores crecieran a su paso. Cada espacio abierto dentro del palacio de Anurion era un lugar de maravilla y belleza, y Daroir imaginó de nuevo que así debía de ser Athel Loren.
Había creído que Kyrielle lo llevaría directamente junto a su padre, pero Anurion el Verde, según parecía, no seguía el horario de nadie más que el suyo propio, y cuando llegaron al palacio, en lo alto del acantilado, fue para comer pan y frutas frescas y verduras…, muchas de las cuales Daroir no pudo reconocer o tenían nombres sorprendentes que no pertenecían al élfico ni a ningún otro idioma que pudiera situar.
Pasó los tres días siguientes recuperando fuerzas y descubriendo cosas mientras acompañado de Kyrielle exploraban el palacio de su padre. Él siempre creciente y cambiante plano interior tan nuevo para ella como para él. Aparte de a Kyrielle, Daroir sólo vio a unos pocos sirvientes y a algunos guardias armados con lanzas por el palacio. Tal vez todo el retén de guardianes de Anurion permanecía en Saphery.
Cada mañana contemplaba el magnífico paisaje de Yvraine desde la más alta torre-árbol, saboreando la belleza de la irregular costa bordeada de densos bosques de coníferas y largos fiordos que separaban el paisaje del océano.
Profundos valles envueltos en niebla se extendían tierra adentro y bosques perpetuos se acercaban al filo del agua, donde el océano se extendía hacia las Islas Cambiantes y el Viejo Mundo de más allá. Al oeste, los pies de las Montañas Annulii se perdían en picos distantes que se alzaban dramáticamente hasta las nubes. El olor de la magia de las crudas energías contenida en ellas le hacía rechinar los dientes.
Kyrielle señaló al sur y Daroir vio las puntas de las destellantes mansiones y torres que eran todo cuanto podía verse de Tor Yvresse, la única ciudad importante de este reino oriental y morada del gran héroe Eltharion. Daroir tuvo que contener sus emociones al verla, tal era la dolorosa belleza de sus lejanas agujas.
Regresaba a menudo a las torres-árboles sólo para ver las luces de la ciudad, sabiendo que pronto tendría que viajar a Tor Yvresse para cruzar las montañas y regresar a los reinos interiores de Ulthuan.
Pasaba los días charlando de nimiedades, y los rápidos cambios de tema de Kyrielle desenterraban un poso de sofisticación en su interior que no había creído poseer.
Mientras hablaban, pronto quedó claro que saber de poesía no era el único talento artístico del que no había sido consciente hasta ahora. Una mañana, Kyrielle le ofreció una lira y le pidió que la tocara.
—No sé hacerlo —dijo él.
—¿Cómo lo sabes? Inténtalo.
Y eso hizo, y empezó a tañer las cuerdas como si hubiera tocado desde que nació, produciendo rítmicas melodías y maravillosas tonadas con la experimentada gracia y el saber de un bardo. Cada nota fluía de sus manos, aunque no tenía ningún conocimiento consciente de lo que hacía y no comprendía cómo era capaz de crear música tan hermosa cuando no podía recordar nada de ninguna lección ni de su habilidad.
Cada día le traía nuevas maravillas a medida que descubría que además de tocar música también podía crearla. Consciente ahora de que sabía tocar, una musa desconocida se agitó en su interior y compuso lamentos de tan evocadora majestad que llenaban de lágrimas los ojos de todos los que los oían. Cada descubrimiento provocaba tantas preguntas como las que respondía, y la frustración de Daroir creció mientras esperaba una audiencia con su invisible anfitrión.
Cada pieza del rompecabezas de su identidad que encajaba en su sitio no lo acercaba más a la verdad, y cada día se preguntaba por el anillo de plata que llevaba en el dedo. Cada día que pasaba sin conocer su verdadera identidad era un día que alguien lloraba su pérdida: un amigo, un hermano, un padre, una esposa…
La mañana del cuarto día de su estancia en el palacio de Anurion, Kyrielle entró en la brillante arboleda donde estaba sentado, y él dejó de contemplar los espectros de sus recuerdos y vio que le traía una arma.
Sin decir palabra, le entregó un cinturón de cuero del que colgaba una espada de hoja larga en una vaina de lo que parecía ser un metal denso y pesado. La vaina estaba adornada con tres anillos de oro en toda su longitud, pero por lo demás parecía sencilla y carente de ornamentación.
—¿Qué es esto? —dijo él—. ¿Quieres ver si sé luchar?
Ella negó con la cabeza.
—Por tus heridas, yo diría que eso está demostrado. No, llevabas esto cuando te encontré en la playa. ¿Lo reconoces?
—No —respondió él—. No recuerdo haberlo visto antes.
—¿Ni siquiera cuando estabas en el mar?
—No, estaba demasiado ocupado tratando de agarrarme a los restos para preocuparme por otra cosa. ¿Qué es lo que llevaba puesto, por cierto?
—Ibas vestido con la túnica de la guardia del mar de Lothern. Me han dicho que tu escudo de armas era el de lord Aislin.
—¿La guardia del mar? No tengo ningún recuerdo de haber servido a bordo de un barco, pero claro, tampoco tengo recuerdos de montones de cosas que he podido hacer desde que me salvaste, ¿no? Tal vez debería encaminar mis pasos hacia Lothern después de que haya hablado con tu padre.
—Si así lo quieres… —dijo Kyrielle—. No obstante, esperaba que te quedaras con nosotros un poco más.
Daroir oyó el tono seductor de su voz y supo que estaba haciendo funcionar sus hechizos con él. Apartó los pensamientos de quedarse aquí y dijo:
—Kyrielle, puede que tenga una esposa y familia. Cuando recupere las fuerzas, debería regresar con ellos.
—Lo sé, tonto —admitió ella—, pero ha sido maravilloso tenerte aquí y tratar de ayudarte a recuperar la memoria. Me entristecerá verte parchar.
—Y a mí me entristecerá marcharme, pero no puedo quedarme aquí.
—Lo sé —repitió ella—. Enviaré un mensajero a Lothern para que comunique a lord Aislin que estás aquí. Tal vez sepa en qué navío viajabas.
Él asintió y devolvió su atención al arma que ella le había entregado. Al tomarla en las manos le sorprendió su peso. La factura era sencilla, aunque claramente de manufactura élfica, pues había en ella una poderosa sensación de magia. Aunque dijo la verdad cuando declaró que no reconocía la espada, Daroir sintió una conexión con el arma, sabiendo de algún modo que era suya, pero no cómo ni por qué…
—Siento que debería reconocerla —dijo—, pero no la reconozco. Es mía, lo sé, pero no significa nada para mí. No la recuerdo.
Daroir empuñó el mango de la espada y trató de desenvainarla, pero el arma permaneció firme en la vaina, y no pudo sacarla por más que tiró de la hoja.
—Está atascada. Supongo que estará oxidada en la vaina.
—¿Una arma élfica oxidada? —se extrañó Kyrielle—. No lo creo.
—Prueba tú, entonces —repuso él, ofreciéndole la vaina.
—No —Kyrielle negó con la cabeza—. No quiero volver a tocarla.
—¿Por qué no?
—Me pareció… mal. No sé, no me gustó su contacto en mi mano.
—La magia… ¿es oscura?
—No lo sé. No puedo decir qué tipo de encantamiento han forjado en ella. Mi padre lo sabrá mejor.
Daroir se puso en pie y se colocó el cinto. Un agujero en la correa estaba particularmente gastado y no le sorprendió que el broche encajara allí con exactitud. Ajustó la daga en su cadera para poder alcanzarla con facilidad, aunque una daga que no podía ser extraída no ofrecía mucha protección.
Kyrielle se situó junto a él y le alisó la túnica y le sacudió los hombros y el pecho con la yema de los dedos.
—Ya está —dijo con una sonrisa—. Un guapo guerrero de los pies a la cabeza.
Él le devolvió la sonrisa y sintió hacia ella una atracción creciente que no tenía nada que ver con sus capacidades mágicas. Era hermosa, y no había ninguna duda de que la deseaba, pero llevaba un anillo de compromiso que sugería que su corazón pertenecía a otra…
Aunque sabía que no debería sentir semejante atracción hacia Kyrielle, a una parte más profunda de él no le importaba y la deseaba de todas formas. ¿Era esa parte de quien era realmente? ¿Era un marido infiel o un seductor desvergonzado que mantenía una fachada de vida familiar mientras se divertía con otras mujeres?
Parecía que era la primera cosa que tenía sentido desde que fue rescatado del océano. La idea de traición agitó algo en su interior, arrastrando un recuerdo olvidado de una infidelidad similar, pero ¿fue él quien había causado el daño o se lo habían causado a él?
Miró a los ojos de Kyrielle y no sintió ninguna culpa por los sentimientos que albergaba hacia ella. Reflejada en sus rasgos había la misma atracción y extendió la mano para acariciarle la mejilla.
—Eres preciosa, Kyrielle —dijo.
Ella se ruborizó, pero él notó que sus palabras la afectaban y sintió algo que le pareció deliciosamente familiar. Se inclinó hacia adelante para besarla, y ella cerró los ojos y entreabrió los labios.
Antes de que sus bocas pudieran tocarse, sonó un rumor de hojas, como si una pared de ramas se separara tras ellos, y una alta figura envuelta en ropajes verdes y que murmuraba para sí entró en la arboleda con los brazos extendidos.
Una fluctuante bola de luz flotaba entre sus manos, como un millón de diminutas luciérnagas enjauladas en un globo invisible de cristal.
Se volvió a mirarlos y frunció el ceño, como si no los reconociera, antes de decir:
—Ah, estás aquí, querida. ¿Te importaría ayudarme con esto? He creado un nuevo tipo de abeja esta mañana, pero son bastante más molestas de lo que pretendía, y me parece que necesito tu ayuda para asegurarme de que no causen más daño…
«Por fin —pensó Daroir—. Anurion el Verde».
* * *
Eldain vio la ciudad de Tor Elyr quedar atrás mientras el capitán Bellaeir maniobraba el Señor de los Dragones a través de las esculpidas islas rocosas de la bahía y guiaba su proa, recién adornada con el Ojo de Isha, por los canales que conducían al Mar Crepuscular.
Estaba de pie en uno de los lados del barco, envuelto en una capa azul zafiro, aunque la temperatura era suave y el viento que hinchaba las velas era agradable.
Se estremeció al recordar la última vez que se hizo a la mar y viajó en barco hasta una tierra lejana. Caelir lo acompañaba y había plantada una semilla que engendraría amargos frutos en la tierra de los elfos oscuros. En los raros días en que permitía que el sol calentara su piel, podía convencerse a sí mismo de que había sido la malvada influencia de la Tierra del Frío la que había hecho florecer aquella semilla, pero sabía bien que sus acciones tenían sus raíces en su mismo interior.
Había pasado casi un año desde que vio por ultima vez Tor Elyr, pero era tan hermosa como recordaba, las blancas torres de cristal de los castillos de la isla se alzaban de las rocas picudas que sobresalían del agua como las hendiduras de un glaciar. Una red de puentes de plata unía los castillos entre sí, y el corazón de Eldain se apenó al verlos perderse tras él.
—Volveremos muy pronto —dijo Rhianna, rodeándolo con sus brazos y apoyando la barbilla en su hombro tras acercarse a él por detrás.
—Lo sé.
—Nos hará bien viajar. Hemos pasado demasiado tiempo encerrados en Ellyr-charoi. He echado de menos el sol en el rostro y el aire marino en los pulmones. Ya puedo sentir la magia de Ulthuan haciéndose más fuerte a mi alrededor.
Eldain sonrió, y recordó una vez más que su esposa era una maga de no poco poder.
—Tienes razón, por supuesto —dijo, sorprendido al descubrir que hablaba en serio.
Quizá sería, en efecto, bueno viajar, ver ciudades y lugares de Ulthuan que no había visto antes. Cuando terminara este asunto con el padre de Rhianna, tal vez podrían viajar a Lothern y visitar algunas tierras lejanas.
Se volvió dentro de su abrazo y la enlazó por la cintura.
—Te quiero.
—Lo sé, Eldain —dijo Rhianna, y la esperanza en sus ojos fue como un rayo de sol después de una tormenta, lleno de la promesa de que todo irá bien.
La atrajo hacia sí y juntos contemplaron la joya de Ellyrion mientras se deslizaba hacia el horizonte.
El viaje desde Ellyr-charoi había durado más de lo normal, pues Yvraine no era tan buena a caballo como Rhianna y él. Sus corceles podían transportarlos rápidos como el viento a través de bosques y llanuras, pero Yvraine no poseía la habilidad innata de los jinetes de Ellyrion. Como resultado, cuando llegaron a Tor Elyr, la continuación de su viaje resultó afectada por la noticia de que una arca negra había atacado los barcos de lord Aislin cuando patrullaban las costas occidentales de Ulthuan. Sólo un navío había sobrevivido al encuentro, pero su capitán había logrado avisar del ataque druchii, y ahora en Lothern se estaban preparando todas las naves posibles para la defensa en caso de ataque.
Como consecuencia, los tres viajeros se vieron obligados a esperar la llegada de un pequeño velero desde Cledor para que los transportara a Saphery a través del Mar Interior. Este contratiempo molestó a Yvraine, que caminaba de un lado a otro como un león craciano enjaulado por el retraso forzoso, aunque Eldain y Rhianna aprovecharon la oportunidad para cenar en las exquisitas hosterías de Tor Elyr y para cabalgar alegremente por las salvajes estepas.
En realidad, a Eldain no le disgustaba el retraso, y ahora disfrutaba lejos de los sofocantes confines de la Torre Hipocrena y su culpa. Sólo estar al aire libre había mejorado su estado de ánimo de modo inmensurable, y se había reído por primera vez en lo que le parecían años cuando Rhianna y él salieron a cabalgar por el puro placer de hacerlo.
A medida que pasaban los días quedó claro que Yvraine no llevaba mucho tiempo al servicio de los señores del conocimiento, pues el tema salió a colación una noche mientras los tres cenaban en la torre más alta de Tor Elyr, en un salón comedor de paredes de cristal.
Rhianna le preguntó por las tierras que había visitado en cumplimiento de su deber, sólo para recibir una pausa bastante tensa antes de que la maestra de la espada contestara.
—Solamente Ellyrion —respondió.
—¿Eso es todo? —dijo Eldain—. Creía que viajabais por todo Ulthuan.
—Lo haré cuando complete esta misión para Mitherion Ciervo de Plata.
Eldain advirtió rápidamente lo que eso significaba.
—Entonces ¿ésta es tu primera misión?
—Lo es. Todo el mundo debe empezar de alguna forma.
—En efecto —admitió Rhianna—. Incluso aquellos nacidos para ser reyes no se convierten en grandes sin dar su primer paso humilde por un camino largo y sinuoso.
Yvraine miró agradecida a Rhianna, y Eldain comprendió en ese momento que, a pesar de toda su frialdad externa, Yvraine Hoja de Halcón tenía un desesperado temor a fracasar.
Al pensar ahora en la maestra de la espada, Eldain la vio sentada en la proa con su arma ante ella mientras intentaba meditar. Había hablado antes de las dificultades de meditar a bordo de un barco, pero Eldain sólo podía imaginar lo difícil que debía ser conseguir cualquier tipo de silenciosa reflexión en uno tan pequeño.
—Es muy joven —observó Eldain.
Rhianna siguió su mirada.
—Sí que lo es, pero tiene buen corazón.
—¿Cómo lo sabes?
—Los señores del conocimiento no aceptan a cualquiera en las filas de los maestros de la espada. Sólo aquellos que desean la sabiduría llegan a entrar en la Torre Blanca; todos los demás confunden sus pasos hasta que vuelven donde empezaron.
—¿Qué sabiduría hay en usar una espada tan grande?
Rhianna sonrió y negó con la cabeza.
—No te burles, Eldain. Para algunos el camino de la sabiduría se encuentra en el ejercicio del dominio físico de los caminos del guerrero. Yvraine habrá pasado muchos años entrenándose al pie de los señores del conocimiento.
—Lo sé —afirmó Eldain—. Estaba bromeando. Estoy seguro de que es pura de corazón, pero es como si se hubiera aislado del mundo que la rodea. En la vida tiene que haber más que meditar y practicar con una espada.
—Lo hay, pero para cada uno de nosotros hay un camino, y si el suyo la lleva a la ruta del magisterio de las armas, entonces somos afortunados porque viaja con nosotros. Puede que sea una viajera sin experiencia, pero será una guerrera formidable, de eso no te quepa ninguna duda.
—Sólo estamos navegando por el Mar Interior —apuntó Eldain—. ¿Qué podría sucedemos aquí? Estamos perfectamente a salvo.
—Como estoy segura que pensaba Caledor justo antes de que lo atacaran los asesinos camino de Chrace para convertirse en Rey Fénix hace tantos años.
—Ah, pero él estaba perfectamente a salvo —dijo Eldain—, pues los cazadores de Chrace le salvaron la vida.
—Pero el argumento sigue siendo válido —suspiró ella—. Es mejor tener una maestra de la espada y no necesitar su ayuda, que necesitarla y no tenerla.
—Muy cierto —admitió él—. Pero ¿has llegado a verla hacer algo con esa espada?
—No, no la he visto, pero el ejercicio de su arte es privado, Eldain.
—Bueno, esperemos que sepa usarla si surge la necesidad.
—No creo que tengas que preocuparte por eso —dijo Rhianna.
* * *
—Hmmm… aparte de la de la cabeza no hay nada que sugiera una herida lo bastante grave para causar la pérdida de la memoria —dijo Anurion el Verde, retirando un grupo de artilugios de plata de la cabeza de Daroir. El archimago comprobó las lecturas del aparato medidor y asintió para sí antes de fruncir el ceño y colocar los calibradores sobre su propio cráneo y comparar los resultados.
Se hallaban en el estudio de Anurion, aunque llamarlo estudio le confería un grado de formalidad que no poseía. Estaba compuesto por un híbrido de paredes de mármol y materia viva: altos árboles curvados por arriba para formar un gracioso arco con hojas que llegaban al suelo como cuerdas emplumadas. Plantas y partes de ellas cubrían cada superficie, colgando de cestas que flotaban en el aire o estaban suspendidas de gallardetes de luz mágica que borboteaba en cuencos de plata. Capullos en flor subían por las patas de sillas y mesas, cada una de las cuales había crecido hasta adquirir su forma actual en vez de haber sido producto del trabajo de un artesano.
Un denso aroma terroso flotaba en el aire junto a un millón de olores de las mareantes especies de flores que cubrían casi toda la superficie de la cámara. Los olores de tantos seres vivos tendrían que haber sido abrumadores, pero a Daroir le resultaron fascinantemente agradables, como si Anurion hubiera conseguido de algún modo hallar la combinación exacta para asegurar que el aire siguiera siendo agradablemente fragante.
Cuando Kyrielle y su padre hubieron controlado a las sañudas abejas, el archimago se había vuelto hacia Daroir.
—Así que eres el que no tiene memoria, ¿no? —le preguntó.
—Lo soy, mi señor —respondió Daroir, pues nunca era buena idea mostrar descortesía a un poderoso archimago.
Anurion agitó una mano quitándose importancia.
—Oh, deja todas esas tonterías de «mi señor», muchacho. Los halagos no me ayudarán a devolverte la memoria. Podré hacerlo o no podré. Ven, sígueme a mi estudio.
Sin decir otra palabra, Anurion se internó en las profundidades de su palacio orgánico, guiándolos a través de grandes catedrales de poderosos árboles y grutas de belleza sin igual. Con cada una de las nuevas y magníficas vistas, Daroir tenía que recordarse que éste era uno de los palacios «menores» del archimago. Aunque asuntos más acuciantes ocupaban sus pensamientos mientras seguía a Kyrielle y a su padre, esperaba un día poder visitar el gran palacio de Anurion en Saphery.
A Daroir le pareció que la ruta que seguían los llevaba a través de un puñado de arboledas y claros de mármol y hojas por los que ya habían pasado antes, y se preguntó si Anurion conocía el camino de su propio palacio… o si semejante conocimiento era siquiera posible.
Por fin, su viaje terminó en el estudio de Anurion, y tanto Kyrielle como él contemplaron asombrados la enorme diversidad de vida que florecía allí. Plantas y árboles que Daroir nunca había visto antes y que probablemente no existían antes de que las manipulaciones de Anurion el Verde los crearan.
—Sentaos, sentaos… —había dicho Anurion, indicándoles una larga mesa cubierta de textos de aspecto antiguo y un puñado de botellas transparentes que contenían licores de colores diversos. Daroir estuvo a punto de preguntar dónde debería sentarse cuando una retorcida colección de ramas brotó del suelo de tierra y se entrelazó hasta tomar la forma de un elegante sillón.
Y así había comenzado una agotadora serie de pruebas que Daroir no podía comprender. Anurion había tomado muestras de su saliva y su sangre antes de medir su cuerpo, su altura, su peso y por fin las dimensiones de su cráneo.
—Bien —dijo Anurion—. Tengo la información física que necesitaba, muchacho, pero tendrás que contarme todo lo que recuerdas antes de que mi hija te pescara en el océano. No omitas nada: el menor detalle podría ser vital. ¡Vital!
—No hay mucho que contar —empezó Daroir—. Recuerdo haber estado flotando en el mar, agarrado a los restos del naufragio… y eso es todo.
—¿Esos restos eran parte de tu navío?
—No lo recuerdo.
Anurion se volvió hacia su hija.
—¿Trajeron los guardias esos restos a palacio además de a este pobre desgraciado? —preguntó.
—No, no se nos ocurrió —negó Kyrielle con la cabeza.
—Hmmm, lástima. Podrían tener la clave —afirmó Anurion—. Pero no importa, uno hace lo que puede con las herramientas que tiene disponibles, ¿no? Bien, así que no sabemos nada de tu barco, y dices que no recuerdas nada excepto haber estado en el mar, ¿es correcto?
—Así es. Todo lo que recuerdo es el mar —confirmó Daroir.
Anurion recogió un extraño artilugio con muchos agujeros que unió a un puñado de cables y luego lo colocó sobre la cabeza de Daroir, ajustándolo sobre su frente.
—¿Para qué es esto? —preguntó éste.
—Silencio, muchacho —ordenó Anurion—. Mi hija dice que murmurabas algo cuando te encontró. ¿Qué decías?
—No lo sé. Ojalá lo supiera, pero no lo sé —dijo Daroir.
—Lástima —repuso Anurion, ajustando los alambres sobre su cabeza, tensándolos y dejando un hilo de cobre colgando sobre su hombro—. Kyrielle, espero que tú sí recuerdes qué estaba farfullando.
—Sí, padre —dijo ella—. Era algo sobre Teclis, y que había que decirle algo. Algo que tenía que saber.
—¿Y eso no te suena familiar, muchacho? —preguntó Anurion, volviendo su atención hacia Daroir.
—No, nada en absoluto.
—Fascinante —apuntó Anurion—. Frustrante pero fascinante. ¿Qué información podría tener un marinero de baja estofa que fuera interesante para el gran Señor del Conocimiento de la Torre Blanca?
—No tengo ni idea —respondió Daroir—. Sigues haciéndome preguntas para las que no tengo respuesta.
—Contén tu ira, muchacho —le exigió Anurion—. Estoy dedicando tiempo de mis valiosas investigaciones para tratar contigo, así que ahórrame tu malestar y simplemente contesta lo que te pregunto. Bien… Kyrielle me dice que posees una daga que no puede ser desenvainada, ¿no? Déjame verla.
Daroir se levantó del sillón de ramas y se desabrochó el cinturón. Luego tendió la daga envainada al archimago.
—Pesada —manifestó Anurion, cerrando los ojos y pasando sus largos dedos por la vaina—. Y claramente encantada. Esta arma ha derramado sangre, mucha sangre.
Anurion asió el mango, pero al igual que Daroir, no pudo sacar la daga de su vaina.
—¿Cómo puede extraerse? —preguntó Kyrielle.
—Tal vez no se pueda —respondió Anurion—. Al menos por nosotros.
—Un pobre encantamiento, entonces —declaró Daroir.
—Quiero decir que tal vez no pueda ser desenvainada por ningún otro hombre aparte de quien la forjó o sin la palabra de poder adecuada. Sólo la magia más poderosa puede deshacer ese encantamiento.
—¿Más poderosa que la tuya? —preguntó Daroir.
—Eso está por ver. Pero la cuestión que más me intriga es cómo llegaste a poseer esta arma. No te confundas, joven… ¿Qué nombre te puso mi hija? Ah, sí, Daroir, qué adecuado. Llevas una daga encantada y no tienes memoria, aunque parece que posees algún conocimiento que tu mente inconsciente considera necesario presentar a lord Teclis. Sí, muy intrigante…
Daroir sintió que su paciencia empezaba a agotarse ante las excéntricas declaraciones del archimago, y un extraño calor empezó a acumularse en su cráneo, reduciendo todavía más su capacidad de aguante.
—¿Puedes ayudarme o no?
—Tal vez —replicó Anurion, sin levantar la cabeza de su escritorio.
—Eso no es respuesta —protestó Daroir—. Sólo dime: ¿puedes devolverme la memoria?
—¿Qué clase de respuesta quieres que te dé, muchacho? —repuso Anurion, volviéndose hacia él y agarrándolo por los hombros—. No tienes ni idea de la complejidad de la materia viva que compone tu carne. Incluso la más sencilla de las plantas está compuesta por millones y millones de elementos que la crean y le permiten funcionar como tal. Pues bien, a pesar de la evidencia de tus necias palabras, tu mente es infinitamente más compleja, así que agradecería que perdonaras que sea concienzudo, pues no quiero reducir más tu inteligencia actuando a lo loco —Anurion lo soltó y una expresión de sorpresa se extendió por su rostro, y una vez más ajustó los alambres de cobre alrededor de la cabeza de Daroir.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —inquirió éste.
—Magia… —respondió Anurion.
Kyrielle se levantó y se reunió con su padre, y una expresión de interés académico floreció en sus rasgos.
Daroir frunció el ceño ante su escrutinio, sintiéndose como una mariposa clavada en la página del cuaderno de notas de un coleccionista. Echó un vistazo a la mesa que tenía al lado y vio el tallo y las flores de una planta desconocida abierta como un cadáver en la mesa de un forense, y experimentó una súbita sensación de intranquilidad por lo que fuera que había picado el súbito interés del mago.
—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Qué quieres decir con «magia»?
Anurion se volvió y alzó un cuenco dorado lleno de un fluido plateado que ondulaba y reflejaba la luz como el mercurio. Se plantó de nuevo delante de Daroir y alzó la maraña de hilos de cobre que colgaban de su hombro, los desenrolló y colocó los extremos dentro del cuenco dorado.
Al principio fue tan leve que no estuvo seguro de estar viendo nada, un nimbo de luz formado en las profundidades del líquido que se intensificó lentamente hasta que pareció que Anurion sostenía en sus manos un sol en miniatura.
—Quiero decir que lo que sea que está causando tu amnesia no se debe a un golpe en la cabeza o a haber estado a punto de ahogarte.
—Entonces ¿qué es? ¿Qué le ha pasado a mi memoria?
—Has sido hechizado, muchacho —afirmó Anurion mientras retiraba los hilos de cobre del cuenco—. Esto te lo han hecho deliberadamente. Alguien no quería que recordaras algo antes de que zarparas.
La idea de que alguien hubiera manipulado sus recuerdos enojó a Daroir, y el horror de semejante violación mental le hizo sentirse casi físicamente enfermo.
—¿Puedes deshacer la magia? —preguntó Kyrielle.
Anurion se cruzó de brazos y Daroir vio la reticencia en sus ojos.
—Por favor —le rogó—. Tienes que intentarlo. Por favor, no puedo seguir sin saber quién soy ni de dónde procedo. ¡Ayúdame!
—Será peligroso —dijo Anurion—. Esa magia no se emplea a la ligera y no puedo ofrecerte ninguna garantía de que los recuerdos que guardas sobrevivan.
—No me importa —afirmó él—. Después de todo, ¿qué soy sino la suma de mis recuerdos? Sin ellos no soy nada…
Se quitó los hilos de cobre de la cabeza y, arrojándolos sobre la mesa, se plantó ante Anurion el Verde.
—Hazlo —insistió—. No importa lo que debas hacer. Por favor.
—Como desees. Empezaremos por la mañana —asintió Anurion.