12. El año que murió Franco

Mirando el féretro cubierto de banderas no podía creer que ahí se le sepultaran tantas ilusiones. Cien días de vicesecretario del Movimiento y no le había dado tiempo ni a hacerse a la idea de qué significaba su trabajo. Cuanto más pensaba en ello más se emocionaba; bajo aquel sólido trozo de madera que apenas si se veía porque las banderas superpuestas, de España, de Falange y la Tradicionalista, lo ocupaban todo. Allí, cruel destino, yacía el cadáver de Fernando Herrero Tejedor, descerebrado en el más idiota de los accidentes de tráfico. La oscura caja con herrajes encerraba una ambición política que poco antes de morir empezaba a ser colmada. Uno de los hombres mejor situados para el futuro, que acababa de tomar la recta final, dispuesto a conseguir el primer puesto, ya no quitaría el sueño a nadie que no fueran sus familiares.

Como en una rueda loca se habían sucedido los acontecimientos en aquel siniestro 12 de junio de 1975. Triste coincidencia la de la corrida de la Beneficencia, que les tenía a todos juntos en la plaza de toros de Las Ventas, incluso a su mujer, Joaquina Algar, y a él, Adolfo Suárez, mientras Pablo Fernández Cobo, el veterano conductor de la Secretaría General del Movimiento, se acercaba en el Dodge oficial SGM 0232 al cruce de Adanero, entre la nacional 403 y la carretera RN-VI. Fue entonces cuando Fernando Herrero, algo adormilado en el asiento trasero, dijo: «Desearía tomar un café». Pablo volvió la cabeza para afirmar, con la seguridad que da conocer al dedillo la zona: «Cuando pasemos la Isleta hay un bar», y ya todo fue un inmenso vacío. Un camión Pegaso, matrícula de Cáceres, conducido por Germán Corral Gómez, se empotró incomprensiblemente sobre el ministro del Movimiento.

Allí quedó, pasados seiscientos cincuenta metros del kilómetro 108, un coche Dodge oficial que iba a una velocidad juzgada excesiva por la propia Jefatura Central de Tráfico. El ministro Herrero Tejedor murió en el acto. Sorprendentemente su vehículo fue atrapado por un camión cargado, que no podía sobrepasar los sesenta kilómetros por hora. Sobre misterios como éste llegó un día Newton a descubrir la ley de la gravedad. Pero ahora eso poco importaba, el chófer no tardará en ser amnistiado y el juicio no se verá nunca. La compañía de seguros, en atención a la personalidad del fallecido, llegará a entregar a la viuda ocho millones de pesetas, teniendo en cuenta «el brillante futuro político del finado», y la historia acumulará un enigma más. De poco servía recordar que la muerte le sobrevino en Villacastín, tan cerca de aquel salón donde él había celebrado la última misa de réquiem por el SEU; de poco servía también que fuera el primer y único ministro fallecido en accidente de automóvil en toda la historia del Régimen franquista.

La película de aquellas horas no podría desmenuzarse sin tener en cuenta lo que significaba de pérdida irreparable para la carrera de Adolfo Suárez. Estaba a punto de terminar la corrida de toros en Las Ventas cuando le avisaron de la catástrofe, y él, cogiendo a Joaquina del brazo, le comunicó el accidente. De poco valió que dijera que estaba malherido ella supo que ya había muerto, su intuición fue más rápida. Mientras los que la rodeaban no sabían qué hacer, qué decir, adónde dirigirse, ella les tranquilizó, porque «así lo quiere Dios», y sin un grito, reconcentradamente triste, intentó ver, antes de que le enterraran, un cadáver irreconocible. Pocos matrimonios como aquél; desde la infancia juntos e imperturbables ante crisis, hijos y vaivenes políticos; todo como el primer día. Y ahora no le quedaban más que los recuerdos.

Lo mismo que él. Tenía en la memoria bien vivo el día que recibió la noticia que le hizo correr a visitarle. Herrero Tejedor acababa de ser nombrado ministro secretario general del Movimiento. Aquel inolvidable 4 de marzo lo dejó todo —ENTURSA, YMCA, PROGRESA, Gordillo, y hasta Tarruella, con quien había roto después de las desventuras de la Corporación Europea de Marketing— para ver a Fernando y pedirle la vicesecretaría. No fue fácil; primero, porque no deseaba cesar al que ocupaba el cargo, Antonio José García y Rodríguez Acosta, y segundo, porque tenía un importante competidor en otro discípulo de Herrero, que además pertenecía a la carrera fiscal, Tomás Pelayo Ros.

No le importó mucho la crisis del mes de marzo; para él, lo único importante consistía en que Fernando Herrero era ministro. Estaba algo apartado de la vida política; los negocios le absorbían demasiado. Fernando Suárez en Trabajo, Sánchez-Ventura en Justicia, Álvarez Miranda en Industria, y Cerón para el Comercio. Lo fundamental es que Herrero Tejedor volvía a la Secretaría General del Movimiento y esta vez como ministro. Decían que Arias Navarro estaba harto de Utrera Molina, ministro del Movimiento. Después de haber servido de ariete para echar a Pío Cabanillas en octubre de 1974, por pecado de lesa liberalidad en el Ministerio de Información, cuando le acompañó, voluntaria y dignamente, el ministro de Hacienda, Barrera de Irimo, Utrera se engrandeció de tal modo, animado por los ultras que le «manipulaban», que se lanzó de la mano de José Antonio Girón a la liquidación política del presidente del Gobierno. Incluso había llegado a plantear a Franco la fórmula: o Arias o yo. Pobre hombre, acabó ahí. No midió sus fuerzas. Se permitía el lujo de atacar a su presidente desde la prensa del Movimiento que él controlaba, y cuando Arias Navarro reaccionó, ya estaba en la calle.

Nadie sospechó que el sustituto de Utrera Molina en el Movimiento iba a ser Herrero Tejedor. Pocos sabían la excelente impresión que causó a Franco el informe redactado por Herrero, como fiscal del Tribunal Supremo, sobre el atentado que costó la vida al almirante Carrero Blanco. El informe le impactó, especialmente el que afirmara contundentemente que «lo único cierto es que llevaban seis meses preparando el atentado», y por supuesto no se creía los nombres de presuntos implicados que había dado la policía. Además, Herrero había participado en las restringidas reuniones convocadas por Carrero Blanco en las que se discutían los temas «secretos», como el de los Servicios de Información, y pocos recordaban que en la última reunión de este grupo el almirante había solicitado la unificación de los diferentes servicios de espionaje, a lo que el ministro de la Gobernación, Arias Navarro, se había opuesto. Herrero entonces se mantuvo neutral y se abstuvo de apoyar a ninguno de los dos. Por muchas razones, Franco le consideraba un hombre ideal para estar junto a Arias Navarro, sin apoyarle ni contradecirle. Porque Franco recelaba de todos, y cuantos más poderes tuvieran, más recelaba. Arias no tenía por qué constituir una excepción.

Insistió tanto Adolfo cerca de Fernando Herrero Tejedor, que se vio obligado a nombrarle vicesecretario. No le gustó mucho la reflexión que hizo el ministro a algunos amigos para justificar que le eligiera a él: «Si no le nombro, se me muere». Aunque su presión sobre el protector Herrero fue irresistible, en el fondo de su corazón pensaba que de fracasar en el intento no se hubiera muerto. Estaba tan seguro que lo conseguiría que no hizo planes para el caso de que errara. Asedió a doña Joaquina y a su marido hasta que leyó el nombramiento en el Boletín Oficial; no quería esta vez dejar nada al azar, y por eso lo planificó concienzudamente. Incluso había forzado una intervención en las Cortes, por segunda vez desde que pisó el edificio en 1967, sobre la Ley del Libro. Pidió expresamente a los miembros de la ponencia —Ortí Bordás, Rumeu de Armas, Ramón Díez y Viola Sauret—, que le dejaran defender la posición oficial. El 11 de marzo, una semana después del decreto por el que Herrero Tejedor era ministro, Adolfo Suárez dedica a la Ley del Libro un floreado discurso redactado por los expertos del Ministerio de Información y Turismo, en el que se habla de Sieyès, el canónigo francés teórico del revolucionario «Tercer Estado», y de Fouquet, el autor de El culto a la incompetencia. Tremenda ironía la de defender el libro quien no había leído nunca ninguno. Pero no podía dejar pasar la ocasión de mostrarse públicamente como un político bragado. Sus exhibiciones iban dirigidas a Herrero, que estaba llamado a desempeñar un papel histórico; porque si Franco había sido el inductor de su reaparición política, el Príncipe Juan Carlos tampoco era ajeno. Fernández Miranda y Herrero Tejedor estaban situados en el primer plano de los hombres del futuro rey, de ahí que recelaran tanto uno de otro. Torcuato no tenía más competidor, en el fondo, que Herrero, y viceversa.

Le costaba por eso mucho más hacerse a la idea de que aquello que contemplaba con la mirada perdida era el ataúd de su protector. Llevaba velando el cadáver, entre los cirios desempolvados del Consejo Nacional, desde hacía un par de horas, y las imágenes del pasado estaban tan frescas que podía rememorarlas hasta en sus mínimos detalles. Su toma de posesión como vicesecretario fue un éxito. Tuvo lugar tres días después del decreto de nombramiento firmado por Franco, el 22 de marzo, a las once de la mañana, en el despacho de Fernando Herrero, lleno hasta rebosar. Como dijo el Arriba, «no cabía un alfiler».

«Los hombres del Movimiento me conocéis, pues no en balde he permanecido vinculado a esta casa durante diecisiete años y trabajando en sus muros durante ocho». Quiso empezar así su discurso para evitar malentendidos, porque Herrero le había ordenado tajantemente que llevara camisa azul. Según él, había gente que no le quería bien. Ya sabía que le consideraban un intrigante, un pasillero demasiado servicial. Y por eso mismo les recordó su veteranía en el Movimiento: «Soy hombre de creencias sólidas, y por ello toda mi realidad vital —en lo personal, en lo familiar y en lo político— profundiza en las raíces últimas de mi fidelidad a España y a sus hombres, y de mi lealtad a un Régimen nacido en la necesidad de recuperar la identidad nacional del país y su legitimidad como Estado, que encabezado por el Generalísimo Franco ha sabido dar respuesta en circunstancias cambiantes y, desde luego, no fáciles, al reto de mantener unido su destino como país, acelerar su progreso y posibilitar su vida democrática». Quizá se había excedido un poco, pero esas cosas se dicen siempre en esos casos. «Te pido, ministro secretario, que hagas llegar al Jefe Nacional del Movimiento [Franco] mi gratitud por su generosa designación y, especialmente, el testimonio de la lealtad de este español de filas que aprendió en la dureza de su tierra abulense a ser fiel a la palabra dada y estricto cumplidor de sus obligaciones». Como el círculo era de convencidos, nadie aplaudió sus palabras, pero causaron gran efecto.

La periodista Ana Baselga, que estaba presente, recogió la toma de posesión en el diario Arriba, bajo el título «Un acto cordial», con frases emocionantes: «Entre las camisas azules que vimos en el acto, a más de las del vicesecretario saliente y la del entrante, advertimos la del actor Sancho Gracia… Después de los discursos vinieron los “enhorabuenas”. Por allí desfiló el “tout” Ávila. Vimos a nuestro delegado nacional, Emilio Romero, a Fernando López, a Juan Gómez Málaga, a Juan Gich, a Valentín Gamazo, a García Rebull, a Francisco Abella… También Pilar Primo de Rivera, Lula de Lara y Belén Landáburu». Nombres señeros de entre lo más granado del conservadurismo franquista, el entonces denominado «búnker».

No faltó nadie de los importantes; se tragaron algunos sapos, pero allí permanecieron muchos de los que creyeron que Adolfo, después de ENTURSA, estaba acabado. El tiempo diría cómo podía él ir acabando con ellos. Renacía de las cenizas, y de las frustraciones que había sentido durante el año 1974, el más complicado de su vida, porque siendo rentable, le había dejado una sensación de intranquilidad y de nerviosismo. Cuando el 7 de abril cesó en la presidencia de ENTURSA, no quiso que nadie le volviera a mencionar aquella etapa. Casualmente, ese mismo día que dejó ENTURSA daba comienzo el juicio de Matesa; infeliz coincidencia que no auguraba nada bueno.

Acaso todo se resumía ahora en recordar, ante el cadáver de Fernando Herrero, cien días llenos de promesas. ¿O había más? ¿No sería posible que tan desgraciado accidente abriera nuevas perspectivas a su carrera política? Al fin y al cabo, el «rearme ideológico» del Régimen que había propuesto el difunto podía ponerlo en práctica él, si no en el terreno ideológico, que no era precisamente lo suyo, sí al menos buscando los grupos que tuvieran esperanzas de ganar esa partida. No estaba en condiciones de rearmar ideológicamente nada, pero pocos lo explicarían y lo concretarían tan bien como él. Que otros pensaran lo que él iba a hacer realidad le parecía imprescindible, pero necesitaba intuir quiénes serían los idóneos para orientarle. Torcuato Fernández Miranda quizá fuera el más competente de los candidatos.

Como la vicesecretaría llevaba aparejada la pertenencia al Consejo Nacional del Movimiento y al Consejo de Estado, se puso en contacto con Torcuato para que le ayudara en el discurso de toma de posesión en el Consejo de Estado. Aunque era el más inútil de los órganos institucionales, por su vago carácter consultivo y no vinculante, daba prestancia pertenecer a él. Hizo su ingreso el 24 de abril, y tuvo por padrinos —¡por qué no olvidarlo!— a dos desaforados «ultras»: José Ignacio Escobar Kirkpatrick, marqués de Valdeiglesias, y Miguel Vizcaíno Márquez, algo más tibio que el anterior. Pero Adolfo consideraba entonces que debía ser un «ultra» y dejarse de escrúpulos. El discurso de Antonio María de Oriol y Urquijo, presidente del Consejo de Estado, no desentonó en aquel ambiente de cartón piedra. El que llamó la atención, hasta el punto de provocar alguna sonrisa, fue el suyo; los muy canallas se dieron cuenta de que desprendía un tufillo, el de Torcuato, que les olía a familiar.

Posiblemente Torcuato se había burlado de él sugiriéndole aquellas frases que no sabía cómo pronunciar, y cuyo sentido no captaba muy bien: «Se nos ha dicho muchas veces que vivimos en una época de transición, cuajada de riesgos para toda la sociedad, y por ello de inmensa responsabilidad para la actual clase política. En esta difícil coyuntura, en esta época de transición entre el estado conformado de la realidad social, conviene no olvidar que, junto al quehacer operativo de la Administración, frente a los auxilios, postulaciones y servicios que tienden a mejorar la sociedad, hay que mantener aquel respeto a la norma actualizada que garantiza, con la presencia del derecho, la justicia objetiva de estas acciones. De ahí que me parezca de sustancial importancia la función de este Consejo de Estado…». Después de esto debió notar que le miraban como transidos. Desde las genialidades perifrásticas de Jesús Fueyo y Muñoz Alonso, los dos filósofos por antonomasia del sistema, no se conocía en el Régimen otra pluma semejante que la de Torcuato Fernández Miranda. Aunque es posible que en este caso se le hubiera ido la mano, y había dejado que cualquier plumífero pergeñara el discurso a partir de algunas ideas dejadas caer con su habitual tono desvaído.

Al día siguiente se declaró el estado de excepción en Guipúzcoa y Vizcaya. La vida política del país se calentaba grado tras grado, acercándose a la combustión a pasos agigantados. La experiencia del País Vasco la iba a vivir personalmente días después, el 12 de mayo, cuando se le designó para ir a Bilbao y asistir al funeral por dos víctimas de ETA, un guardia civil y un policía. Le acompañó el subsecretario de la Gobernación, Luis Peralta España, quien hizo un enérgico discurso contra el terrorismo y contra la pasividad y colaboración del Estado francés con el terrorismo vasco. Inmediatamente después de oírle, Adolfo, emocionado, le abrazó diciéndole: «Luis, me siento orgulloso de haberte acompañado»; para que entendiera bien que aunque él no había intervenido, se sentía solidario con su alocución.

Cuando recordaba a Fernando Herrero siempre se lo imaginaba como su superior; no podía quitárselo de la cabeza. Le había ayudado en todas las ocasiones. Primero en Ávila, luego en Madrid, perdonando sus veleidades y sus ambiciones, posteriormente llevándole a Planes Provinciales, y ligándole al Opus Dei; a decir verdad, había sido en este aspecto el más escrupuloso de cuantos opusdeístas había conocido. Después, en Segovia, se había mostrado comprensivo en el lío del derrumbamiento de Los Ángeles de San Rafael, y hete aquí que ahora se cumplían cien días desde que le puso otra vez en órbita como vicesecretario del Movimiento. Le había enseñado muchas cosas, pero sobre todo tres fundamentales: la paciencia, nunca pelear en público y esperar varios días antes de tomar una decisión. Las imprescindibles para alcanzar ambiciosas metas.

Aún tenía fijo en su recuerdo el momento en que Herrero Tejedor estuvo dudando si dejar la Secretaría General del Movimiento para dedicarse exclusivamente a la asociación Unión del Pueblo Español; parecía decidido a lanzarse a la pelea política, sin cobertura, a pecho descubierto. Fue la única ocasión en que la paciencia y la moderación de su protector se vieron desbordadas. Hubo de ser doña Joaquina, su mujer, quien le hiciera enfrentarse a la evidencia; cargado de hijos y sin más patrimonio personal que su trabajo, la política no era más que jugar a la ruleta apostando a un número, y luego sentarse esperando a que saliera.

Rectificó a tiempo y sólo los íntimos conocieron aquella audacia del hombre que lo pensaba todo, pero que veía que su momento político no acababa de llegar. En el fondo, Fernando Herrero Tejedor aspiraba a jefe de Gobierno de la Monarquía que se anunciaba; eso no lo podía dudar nadie, porque era inevitable que Franco se muriera al fin, y no se los llevara a todos por delante, como iba a suceder con él mismo. Las reflexiones que se le ocurrían a Adolfo en aquel momento permitían hacerse una imagen de su porvenir, de haber seguido como el más cercano colaborador del futuro primer ministro. Ahora recordaba aquellas operaciones en las que había ayudado, desempeñando funciones muy por encima de su responsabilidad. Por ejemplo, en las entrevistas de Fernando Herrero con la oposición —ilegal, porque legal no había ninguna— tratando con hombres como Antonio García López,[1] el financiero que se decía socialdemócrata y que tan buenos contactos tenía en Estados Unidos, y en las áreas militares de Occidente. O las entrevistas con el PSOE (histórico),[2] en las que fue útil el hermano del ministro, su buen amigo José Luis Herrero Tejedor, empleado en la embajada española de Lisboa. O aquellas entrevistas más audaces, con personajes distantes del sistema, como Raúl Morodo, su vecino de Puerta de Hierro, a quien había visto él expresamente designado por Herrero.

Esos contactos gozaban del encanto de estar jugando a político con futuro; le obligaban a no perder la relación de Andrés Casinello, el hombre de los antiguos Servicios de Información de Carrero Blanco, a las órdenes del coronel San Martín, que ahora estaba en el Servicio de Información de la Guardia Civil, y con quien empezaba a enhebrarse una amistad íntima y utilísima. El vicesecretario del Movimiento tenía, entre otros encargos, el de llevar el carcomido Servicio de Información del Movimiento, al que Cassinello prestaba consejos y eficaces sugerencias.

Mirando con atención la sala funeraria, que se vaciaba y se volvía a llenar por momentos, recapacitaba sobre el mejor regalo que le había donado el difunto Fernando Herrero: la Unión del Pueblo Español (UDPE). Una «asociación política» dentro de la más estricta legalidad, con ciento treinta promotores, entre los que se contaban las primeras figuras del Régimen. Hay que tener en cuenta que se vivía la furia asociativa —nada que ver con los denostados y prohibidos partidos—, y que incluso algunas asociaciones estaban a punto de aprobarse, como la Reforma Social Española, que dirigía Cantarero del Castillo, o la Proverista, que cabalgaba cual caballero andante de la mano de una figura supuestamente abducida de algún otro planeta, Manuel Maysounave.

La Unión del Pueblo Español tenía a su favor genuinas implicaciones con el Gobierno en ejercicio, experiencia que le habría de ser muy útil a Adolfo un año más tarde, cuando funde la UCD. Herrero Tejedor, desde su gabinete ministerial, no sólo pertenecía a ella sino que además la patrocinaba, y se jactaba públicamente de que en ella estaba el embrión del futuro grupo que posibilitaría el tránsito de Franco a la Monarquía. Muerto el ministro, había llegado la oportunidad de tomarla en sus manos y capear a los «camisas viejas» del franquismo.

No cabía darle más vueltas. Su etapa de vicesecretario estaba acabada y, cosa curiosa, en esta ocasión carecía de esperanzas de que le nombraran a él para sustituir al difunto. Posiblemente alguien le propondría, pero el Régimen estaba demasiado enmarañado por las luchas intestinas para que un joven de cuarenta años pudiera aspirar a competir con los padres de la patria, que ya habían empezado a repartirse los despojos del Movimiento mientras velaban el cadáver de Fernando Herrero Tejedor.

Acababa de perder a su protector más constante, y éste le había dejado en el momento que más lo necesitaba. Posiblemente unos meses más tarde no le hubiera sido tan brutal la pérdida, y tan imprescindible para su carrera política. En cien días no había tenido tiempo de darse a conocer ni de trenzar relaciones más audaces, que le sirvieran de trampolín para el inmediato futuro. Cuando se lleva varios años luchando por abrirse camino a codazos, y algo falla, nunca se parte de cero, al menos hay la experiencia acumulada, y las historias bien guardadas en el cajón de los recuerdos.

La suerte esta vez no le había sonreído, y por las miradas que le dirigían, notaba que todos pensaban lo mismo. De nuevo volvían a repetir que su futuro político había terminado. Incluso algunos iban más lejos y a escondidas apuntaban ciertas características del gafe. Luis Ángel de la Viuda, por ejemplo, uno de sus amigos más cercanos, afirmaba a quien quisiera escucharle: «Se acabó la carrera de Adolfo». Resultaba obvio que carecían de confianza en él y en su habilidad para buscar nuevos recursos que cubrieran el desamparo en el que se encontraba. En el sistema de Franco, sin existir los partidos, había sin embargo unas «familias» que se arropaban, que conspiraban juntas, que se mezclaban y se dividían sucesivamente, pero que al final, gregariamente, volvían a reunirse y a planificar sus escaladas. Para cabalgar solo se necesitaban apoyos firmes de los que aún carecía. El Príncipe Juan Carlos podía ser uno de ellos; Fernández Miranda otro, complementario del anterior. De todos los caminos a elegir, ése era el que parecía no sólo posible, sino también el más rentable.

El entierro de Fernando Herrero tuvo una singular peculiaridad: muchos se acercaban a Adolfo para darle el pésame, no se sabe muy bien si por el protector muerto o por el fin de su irresistible ambición. Dos personajes le llamaron la atención a la salida del oficio: Laureano López Rodó y Torcuato Fernández Miranda. López Rodó, embajador entonces en Viena, se había desplazado a Madrid por variadas razones, a las que podía no ser ajena la de asistir al funeral por Fernando Herrero. Dos días antes del accidente que había costado la vida al ministro, Adolfo le había llamado a la embajada solicitando vehementemente su incorporación a la Unión del Pueblo Español, que estaba en situación de máxima vedette asociativa. Laureano rechazó la oferta desdeñosamente. Veinticuatro horas después, es decir, una jornada antes de la catástrofe, el propio Fernando Herrero se puso en contacto personalmente con López Rodó. A pesar de pertenecer a mundos espirituales tan semejantes como lo eran los del activismo opusdeísta, estaban hechos de muy diferente manera. La honestidad personal de Herrero Tejedor no ha sido cuestionada hasta ahora. Laureano le volvió a reiterar su negativa a la UDPE, aunque en un tono bastante diferente del que había empleado con Adolfo; que este mozo le llamara para proponerle algo en política ofendía la sensibilidad jerárquica de Laureano. Al fin y al cabo había sido un empleado suyo, y de ínfimo rango.

Laureano, al finalizar el funeral, se dirigió hacia Adolfo y le extendió la mano en un gesto amistoso, que pretendía ser entrañable; daba por terminadas las históricas rencillas nacidas primero en Radiotelevisión y luego con la afiliación a la Unión del Pueblo Español. Adolfo, por primera vez en su vida política, que se sepa, siguió hablando con quien lo estaba haciendo, mientras Laureano mantenía la mano extendida en señal de paz y de perdón. Cuando se dio cuenta de que el gesto no prosperaba, abandonó el lugar. Las relaciones entre los dos quedaban rotas definitivamente. Demasiada inquina debió tener acumulada Suárez para permitirse despreciar el saludo de un hombre tan sigiloso y expectante como López Rodó. Ahí quedó todo. Posiblemente llevaba esperando mucho tiempo para poder hacerlo. Porque Suárez no olvida. Los viejos fantasmas del resentimiento aparecían en los momentos que juzgaba no comprometedores para su carrera. No le faltó razón. Pocos hombres en la vida política del fin de siglo español concitaron sobre su persona tal cantidad de odios africanos como Laureano López Rodó; y tan pocas adhesiones.

Torcuato Fernández Miranda, por su parte, se limitó a una referencia, difícil de entender para los que rodeaban a Suárez en aquel momento. Le recordó la visita que le había hecho Adolfo en el Banco de Crédito Local, y apostilló, con gesto ambiguo, que debía reconocer lo inconveniente que hubiera sido pactar con Valcárcel. Parecía una charada, pero él la entendió perfectamente. A veces los acontecimientos demuestran que nuestra vara de medir no debe salir a relucir constantemente, sino sólo cuando hay estameña que comprar, o que vender.

La muerte del ministro del Movimiento tuvo un eco inmediato en los pasillos del Consejo Nacional. Los veteranos del «búnker» se dirigían a los jóvenes leones con un gesto que tenía traducción: habéis perdido la partida. Al principio el arcano no fue fácilmente desvelado. ¿A qué se referían? Pronto conocieron el fondo del asunto. Cuando el presidente del Gobierno, Arias Navarro, se dirigió a El Pardo para ofrecer diversos nombres que ocuparan la vacante, Franco escuchó sin interrumpirle. Figuraban varias personalidades novedosas, entre ellas, Adolfo Suárez. Al terminar, el viejo general, babeante y encogido, sólo añadió: «Está muy bien, está muy bien. Pero Pepe Solís es el mejor para ese puesto». Como marinero pillado en un renuncio, Arias recogió todas las velas y admitió la genialidad de la propuesta, que por cierto no estaba incluida en su lista; pero a tal tiempo, buena cara, y a mandar.

En los pasillos del Consejo Nacional ya se sabía que Franco se inclinaba por Solís para sustituir a Herrero Tejedor. Incluso podría decirse que entre El Pardo y el Consejo Nacional se produjo una comunidad de intereses que coincidían en la figura del veterano prestidigitador José Solís Ruiz. Por segunda vez ocupaba la Secretaría del Movimiento, y venía a ratificar algo que ya la práctica estaba constatando: el Régimen se envolvía sobre sí mismo, volvía a los orígenes, buscando entre los veteranos la seguridad que las jóvenes generaciones de políticos no le concedían.

La entrada de Pepe Solís en el edificio de Alcalá, 44, suponía, poco más o menos, que Adolfo saliera exactamente al mismo tiempo por la escalera de servicio. Por eso presentó su dimisión y esperó la respuesta, que confiaba iba a ser fulminante. Despreciaba la capacidad imaginativa del nuevo ministro, su suerte de embeleco palabrero. Solís no se dio por enterado durante algunas semanas de la existencia de su subalterno. Mientras Suárez insistía en entrevistarse con él para aclarar la situación, Solís no hacía referencia al tema y seguía su estilo de vida política, como si no existiera Adolfo Suárez.

El 3 de julio, como del rayo, nuestro hombre se enteró de que ya tenía un sustituto en la persona, algo arcaica, de Antonio Chozas Bermúdez, prolífico padre de familia, y no menos prolífico funcionario del Ministerio de Trabajo y Sindicatos. Todo fue rodado, porque ese mismo día le cesaron también como presidente de la Comisión de Turismo del IV Plan de Desarrollo, a propuesta del ministro de Planificación, Gutiérrez Cano, que puso a Tomás Maestre Aznar, un adversario de Suárez en el campo de los negocios turísticos. Para compensar, el Generalísimo Franco le concedía dos días más tarde la Orden Imperial del Yugo y las Flechas.

Habían sido tres meses abundantes de proyectos que le dejaron un sabor de boca agridulce. La muerte de Herrero Tejedor había liquidado a uno de los políticos con posibilidades de timonear la transición, y Adolfo quedaba en la calle una vez más, con la cabeza llena de ensoñaciones y con más ganas de alcanzar la meta que nunca. Si en el primer momento el golpe le dejó anonadado, luego, por la experiencia, y posiblemente también porque su situación económica había cambiado, encajó el revés sin nerviosismos ni rasgarse las vestiduras. Se encontraba sin protector, pero eso mismo constituía un acicate para lanzarse a por todas. En los tres meses de vicesecretario había entrado en relación con algunos personajes, pocos, que a la larga podían serle útiles. Además, se iba de la vicesecretaría con una imagen de mártir, que era mil veces mejor que la de derrotado. A él le habían vencido los elementos, no el enemigo; aunque los elementos hubieran tomado forma de camión Pegaso. La historia jugaba esas pasadas.

Más importante que la Orden Imperial del Yugo y las Flechas fue la que le otorgó el director de la revista Blanco y Negro, Luis María Ansón. El 2 de julio de 1975, con una foto de cuerpo entero, estilo presidente USA, Adolfo Suárez acababa de ser designado el «político del mes de junio», distinción que el hábil Luis María concedía con cal y arena un mes tras otro. La columna editorial que acompañaba la foto afirmaba, entre otras cosas, que «su paso por la Vicesecretaría General del Movimiento le ha granjeado [a Adolfo Suárez] un gran prestigio de bien hacer político». Luego comenzaba la leyenda, que posteriormente se rectificaría, colocándola algunos meses antes: «Luis Carrero Blanco preparaba para comienzos de 1974 una crisis de gobierno. Adolfo Suárez hubiera sido ministro en esas fechas si el almirante Carrero Blanco no hubiera caído brutalmente asesinado».

Más tarde, la leyenda iría orientándose mejor, pero apenas unos días después de la muerte de Herrero Tejedor no se podían pedir maravillas. «De Adolfo Suárez —seguía incensando Blanco y Negro— pueden esperarse nuevos e importantes servicios al país, sobre todo en la hora gravísima de la transición, pues es hombre que ha sabido conectar con lo que el Príncipe y la sucesión significan de cara a un futuro abierto y estable».

La claridad y las sugerencias del último párrafo, a tenor de los acontecimientos posteriores, obligan a reflexionar. Con descaro ansoniano se nos sugiere que Suárez va a ser el hombre de la transición. El simple hecho de organizar un homenaje al cesado ex vicesecretario general del Movimiento, ya de por sí revela un propósito nada frecuente tratándose de ceses; lo común consistía en una cena en casa de un amigo, recordando felices tiempos pasados que no volverían. Esto es exactamente al revés. Dentro de las hipótesis que se barajan sobre este hecho hay dos que vamos a apuntar. La primera, despreciable desde el punto de vista histórico, es la casualidad. Como más de una vez los expertos futurólogos se han apuntado tantos, que sólo debían a la suerte o a la ventura, conviene señalarlo para librarnos de los profetas y de los milagreros, que sólo nos cuentan el día que acertaron, y no las novecientas noventa y nueve que fallaron. La otra tiene por protagonista a Luis María Ansón, quien figuraba como el más activo entre los consejeros de don Juan de Borbón, y hermano de Rafael, al que hemos encontrado ya en diversas ocasiones con Suárez. Los meses anteriores al juramento de Juan Carlos como sucesor de Franco, varios consejeros de su padre, don Juan de Borbón, reunidos en Estoril, intentan infructuosamente que el Príncipe no jure los llamados Principios del Movimiento Nacional, intento que podía considerarse otro ensayo más de la cuadratura del círculo, porque si iba a suceder a Franco, y éste no reconocía más principios —si le damos a este término su sentido laxo— que los del Movimiento, no había más que pasar por el aro.

A partir de este dato, el dilema de transformar la monarquía de Juan Carlos en régimen democrático se planteaba así: o el Rey, sucesor de Franco, cometía perjurio y rompía con la tela de araña de los Principios del Movimiento, o encontraba un presidente de Gobierno que con experiencia en la Secretaría General, es decir, en el aparato del partido único, hiciera la reforma pasando, como en los Testamentos, de la vieja ley a la nueva. Los cerebros grises de Estoril confeccionaron una lista de cinco candidatos a «hombres de la transición»: Fernando Herrero Tejedor, José Miguel Ortí Bordás, Eduardo Navarro, Rodolfo Martín Villa y Adolfo Suárez González. Los cinco pertenecían de longa data al Movimiento.

No tiene nada de raro entonces que en la primera quincena de julio se celebrara en el hotel Ifa de Madrid un homenaje al «político del mes», Adolfo Suárez, organizado por Luis María Ansón y la revista Blanco y Negro. Entre los asistentes estaban Juan Manuel Fanjul, el ministro José Solís, Antonio Chozas Bermúdez, Eduardo Navarro, Tomás Pelayo Ros, y hombres tan cercanos al homenajeado como su cuñado Aurelio Delgado y Luis Ángel de la Viuda. A los postres, el «político del mes», con un aplomo de hombre ungido para el futuro, dijo: «Soy un político que quiere seguir luchando por conseguir promocionar el sentido común, sentido común en la clase política española (sic) que debe vivir con gran responsabilidad al servicio de treinta y cinco millones de españoles. Creo que se trata en definitiva de intentar salvar seriamente un cálculo histórico rico en el que entran, a partes iguales, las reflexiones del origen, el sentido de la conservación y el talento para el cambio. En definitiva —Adolfo se repite, haciendo un improvisado cóctel político—, se trata de aunar facultades al servicio de la España de hoy y de la España del futuro, esa España que ha de encarnar Don Juan Carlos de Borbón».

No pasaron dos semanas desde el cese en la vicesecretaría cuando José García Hernández, ministro de la Gobernación, y viejo amigo de los tiempos de Radiotelevisión, le ofreció el ganapán de ser delegado del Gobierno en la Compañía Telefónica. Hay quien asegura que el Príncipe Juan Carlos no fue ajeno a la oferta. Para un político con ganas de moverse, la Delegación del Gobierno en Telefónica ofrecía innumerables oportunidades y ventajas. En primer lugar, tenía un sueldo holgado, no estaba sujeto a ningún tipo de horario, y las responsabilidades eran subsidiarias, aunque en algunos aspectos ofrecían oportunidades golosas.

El Consejo de Ministros del 24 de julio de 1975 nombra a Adolfo Suárez delegado del Gobierno en la Compañía Telefónica Nacional de España. La nota de prensa iba acompañada de un breve currículum, del que se habían eliminado algunas de las genialidades que Adolfo había hecho incluir en el de marzo, al salir vicesecretario. En aquella ocasión, Adolfo, según la biografía oficial, reproducida en la prensa, «se licenció en la Universidad de Madrid, donde también obtuvo el doctorado con la calificación de sobresaliente en todas las asignaturas», lo que no merece más calificativo que el de «calumnia». Porque ni hizo el doctorado ni obtuvo sobresalientes en su carrera más que uno, en el primer curso, y por sorpresa.

Sustituía en el cargo de Telefónica a su competidor, amigo y discípulo de Herrero Tejedor, Tomás Pelayo Ros. Sin ser una canonjía, se confiaba el puesto a hombres bienquistos del poder, por la particularidad de que las escuchas clandestinas de teléfonos debían tener su visto bueno. Preceptivamente se le comunicaba al delegado del Gobierno en la Compañía qué personas iban a ser escuchadas y por qué, teniendo en teoría el derecho de veto, que obviamente nunca fue usado por ninguno de los sucesivos personajes que pasaron por el edificio de la Gran Vía.

Por las mañanas Suárez visitaba su despacho, más bien algo tarde, y el resto del día lo dedicaba a sus relaciones políticas, especialmente concretadas en la Unión del Pueblo Español. Para facilitarle las cosas allí estaba de secretaria una mujer que le resolvía el trabajo cotidiano: Carmen Díez de Rivera. Se podría decir que salvo las firmas de rigor, todo su tiempo lo dedicaba a la asociación UDPE, heredera de Fernando Herrero Tejedor.

¿Qué era la UDPE? La mejor definición la da Ricardo de la Cierva en su Historia del franquismo: «En un esfuerzo agónico, el régimen alumbra una asociación política claramente continuista, que pretende recoger la herencia del franquismo sociológico: la Unión del Pueblo Español, cuyas siglas iniciales fueran UPE, y ante el evidente parecido con la “Unión Patriótica” de Primo de Rivera, se cambió a UDPE».

Las primeras reuniones gestadoras de la asociación se tuvieron en casa del periodista Emilio Romero, a finales del año 1974. En febrero del año siguiente se puso de largo en una visita al presidente Arias Navarro, para presentarle los objetivos del engendro. Le visitaron trece miembros prominentes del sistema: Jesús Fueyo, Carlos Pinilla, Herrero Tejedor, Labadíe Otermín, Emilio Romero… El presentador llamó la atención del presidente Arias al señalar que constituía «un mal augurio que seamos trece, presidente». A lo que Arias Navarro respondió sonriendo: «Somos catorce». Con lo que además de hacer un chiste, ratificaba las bendiciones oficiales a la Unión del Pueblo Español, nombre en el que se mezclaba la desfachatez falangista y la falta de sentido del ridículo que caracterizaba a aquellos presuntos líderes políticos.

Como ocurre en toda asociación progubernamental recién formada, había una vocación de emular al Partido Revolucionario Institucional mexicano, el famoso PRI, que desde la UDPE hasta la vocálicamente semejante UCD, parecía ser la meta de todo político que intentase aferrarse al poder, garantizándolo mediante elecciones regulares.

Ya en época de Herrero Tejedor en el Ministerio del Movimiento, éste intentó que se nombrara secretario a Adolfo Suárez, para coordinar las provincias, y visitarlas regularmente. La propuesta se rechazó enseguida, alegando la falta de prestigio en el candidato para ser capaz de aglutinar a los notables del sistema en las diversas regiones. Sin embargo, muerto Herrero Tejedor y cesado su vicesecretario, es el propio ministro Solís quien le propone para ejercer de presidente coordinador, nombramiento un tanto muelle que a algunos se les explicó como sencillo «coordinador», y que el interesado poco a poco fue convirtiendo, subrepticiamente, en «presidente». En el fondo se trataba de aglutinar a las fuerzas franquistas más vinculadas al Movimiento, para maniobrar en la transición, y constituirse en un partido político que usufructuara las redes que el Régimen había ido creando por todo el Estado en los cuarenta años.

Los últimos meses de Franco tuvieron unas características tan particulares, que merece la pena referirse a ellos en relación con la UDPE. Por entonces, el Régimen no moría, agonizaba, en un llamativo delirio que le llevará a envolverse en sí mismo. Como los matones desarmados, gritaban a los cuatro vientos que a ellos no les retiraría nadie, mientras Franco viviera, y muchos pensaban que alguno habría de ser el primero en vivir eternamente. Mientras el Generalísimo respirara, no había más opción que girar la noria de las asociaciones como quien juega con un mecano. En ese bricolaje ridículo, que retrata la capacidad política de la mayoría de la clase dominante del Régimen, la asociación UDPE parecía la favorita. De los «24 juegos de Geyper», la UDPE era el de «La Oca»; el más solicitado.

Además de los grandes nombres que visitaron al presidente Arias Navarro y que constituían el frontal de los senadores de la asociación, había otros que, habiéndose movido en el entorno del Opus Dei, se aprestaban a sumarse al carro de los «azules»; porque todos juntos podían garantizar mejor su supervivencia. Hombres como Fernando de Liñán, que había dejado de ser ministro al morir el almirante Carrero Blanco, o Agustín Cotorruelo Sendagorta, eran miembros de número del contubernio de la Unión del Pueblo Español.

Desde que el ministro Solís designa a Suárez presidente coordinador de la UDPE —decisión a la que tampoco es ajeno el Príncipe, que deseaba estar bien informado de la marcha del principal grupo franquista— el 17 de julio de 1975, en una «asamblea» donde la sugerencia del ministro se aprueba por unanimidad, Adolfo se rodea de un grupo de incondicionales, que luego pasarán con armas y bagajes a la Unión de Centro Democrático: Eduardo Ameijide, Fernando Abril Martorell, Manuel Ortiz, Rafael Ansón y Juan Gómez Arjona. La Junta Directiva, en los meses que Adolfo ejerce como presidente coordinador, la formaban la crème de la crème de dos generaciones, con ambición de futuro, del franquismo «pata negra»: Carlos Pinilla, Labadíe Otermín, Alberto Ballarín, Javier de Carvajal (un hombre de ENTURSA, que en la UDPE ocupaba la vicepresidencia), Fernando Ybarra y López Lóriga, Lample Operé y Francisco Escrivá de Romaní. Algunos viejos budas, como Jesús Fueyo y Emilio Romero, habían sido dejados por el camino.

La ocasión para aparecer ante la opinión pública como una organización de masas la tienen el día primero de octubre de 1975, en la plaza de Oriente. El alcalde de Madrid había convocado a las masas para manifestarse, una vez más, ante el Caudillo y demostrar que el Régimen no estaba aislado. Unos días antes habían sido ejecutados cinco antifranquistas. Se trataba del último crimen legal de la Dictadura, y la campaña interior e internacional fue notable. Como el perro de Pavlov, se puso en funcionamiento la máquina para darle al Generalísimo una bocanada de aire y de aliento, que buena falta le hacía, porque doce días después iba a empezar su interminable tránsito mortuorio.

Adolfo Suárez asiste a la concentración de la plaza de Oriente capitaneando un grupo que se pasará la mañana gritando «¡UDPE! ¡UDPE!» y lanzando octavillas del comunicado, escrito por Adolfo Suárez y sus colaboradores, que decía:

En estas horas difíciles es preciso repetirnos que no estamos solos librando la batalla de Occidente. Más allá de nuestras fronteras, fuerzas de seguridad de diversos países, a veces heroicamente, han logrado salvar nuestras representaciones oficiales, innumerables víctimas han sufrido, sin razón, agresiones y daños a manos de los enemigos de lo que España representa, infinidad de personas ven con asombro indignado el avance del terror manejado por las minorías comunistas, protegidas por el miedo y la mentira.

Una vez más, España es piedra de toque, objetivo y barrera. Pero también, una vez más, nadie podrá impedir que nuestra unidad y serenidad, nuestra decisión y nuestra firme voluntad de paz hagan posible proseguir el desarrollo ordenado hacia el futuro de la vida española, de acuerdo con la evolución que rigen nuestras leyes.

Pocos días antes de que el Generalísimo Franco entrara en la curva final de su vida, recibió a Adolfo Suárez y al equipo directivo de la Unión del Pueblo Español. Sería la última visita al Patriarca en vivo. Luego vendría el Consejo de Ministros del 17 de octubre donde, como un personaje de ciencia-ficción, el dictador seguiría la reunión ayudado por unos electrodos que le mantenían en contacto permanente con los médicos. Empezaba a llegar lo inevitable, mientras Adolfo Suárez y la UDPE seguían enfrascados en «la vía asociativa». Consciente o no, él no parecía ver políticamente más allá de esperar a que el destino se llevara al Generalísimo.

Cuando muera, el 20 de noviembre de 1975, la asociación redactará un comunicado farragoso y lacayuno:

El ejemplo de Francisco Franco, ejemplo de grandeza histórica, de entrega, de esfuerzo, de servicio, de fe en el destino colectivo de un pueblo, de firmeza contra presiones y violencias de todo tipo, es un reto y una lección que Unión del Pueblo Español hace suyos en esta hora solemne, sabiendo que esta opción comporta rigor y seriedad, esfuerzo y sacrificio.

Adolfo será el penúltimo en pasar ante el Rey en el funeral del «ejemplo de grandeza histórica», y se apresurará torpemente a decir, cuando le pregunten qué opina del mensaje de Su Majestad: «Tengo que leerlo con detenimiento. Me ha parecido extraordinario, tanto en el fondo como en la forma. Era el discurso que esperaba por la confianza absoluta y la seguridad que tengo en su preparación, y yo diría que en el profundo ensamblaje que existe entre el Rey y el pueblo español».

Diez días antes, uno de sus secretarios, Aurelio Sánchez Tadeo, visitó la casa de un viejo competidor de Adolfo en las elecciones a procuradores en Cortes de 1967. La madre de éste, con un dejo de ironía, preguntó si su «jefe» estaba preocupado por la enfermedad de Franco, y el otro respondió: «¡Qué va! Ni se inmuta; ahora es íntimo del Príncipe. Hacen “trial” juntos. Va con mucha frecuencia a “La Zarzuela”».