Relaciones peligrosas
Unos capítulos atrás, para reflexionar sobre algunas cuestiones referidas a la Represión, nos apoyamos en una escena de la película El príncipe de las mareas y me gustaría, para entrar en la temática de las relaciones peligrosas, volver a ese film, pero esta vez a su primera escena.
Una cámara aérea sobrevuela un paisaje hermoso de ríos y esteros ilustrando el relato en off del protagonista que nos cuenta que nació en un pueblo de pescadores, que vivió en una casita blanca que su tatarabuelo ganó en un juego de lanzamiento de herraduras y que fue quedando como herencia a su padre, el cual era pescador y tenía un barco camaronero que le permitía manejar algunos días. Vemos imágenes de él y sus dos hermanos corriendo y jugando y todo parece ser un paraíso.
Hasta que la voz nos dice que ese padre que lo llevaba al río y le dejaba manejar el barco hubiera podido ser un buen padre si no hubiera sido tan violento.
En ese momento el director nos muestra desde fuera de la casa, ensombrecidas por las cortinas, las imágenes de una discusión en la que el marido acusa a su mujer de no respetarlo y ambos se gritan hasta que se ve a los niños que abren la puerta y salen corriendo.
El personaje reflexiona y dice que la mayoría de los niños no pasa por las cosas que pasaron ellos, que tienen una vida normal y rutinaria, y concluye diciendo: «Siempre he envidiado a esos niños».
Por último su relato pasa a la descripción de la madre y nos cuenta que era una mujer muy hermosa, que solía llevar a sus hijos a expediciones por los bosques y que acostumbraba reunirlos para contarles cuentos e inventarles historias fantásticas que ellos seguían con atención y entusiasmo.
«Cuando era un niño —dice Tom, el protagonista— yo creía que mi madre era la mujer más maravillosa del mundo… no soy el primer niño que se equivoca al juzgar a sus padres.»
Ya instalados en un clima pesado y un poco angustioso, nos enteramos de que esos tres hermanos habían inventado un ritual muy particular: se quitaban la ropa y corrían por el muelle hasta zambullirse en el agua. Una vez sumergidos, formaban un círculo tomados de la mano y permanecían allí todo lo que podían aguantar, hasta que ya no les quedaba más aire y se veían obligados a subir a la superficie para respirar. Ése era el juego que más les gustaba, porque debajo del agua existía un mundo silencioso y lleno de paz. Un mundo en el que no existían padres.
Les pido que incorporen la sensación potente de desprotección y angustia que esos chicos tenían. Su miedo, su vulnerabilidad y su necesidad de escapar, aunque más no fuera por unos instantes, de una realidad cruel y amenazante. Una realidad hecha de relaciones violentas que ellos no podían evitar.
Y elijo esta escena porque, por lo general, cuando hablamos de relaciones peligrosas la tendencia inicial es pensarlas dentro del marco de la pareja, ya que por tratarse de un vínculo tan fuerte y particular ésta se adueña de nuestros primeros pensamientos cuando hacemos referencia a los celos, la dependencia o la agresión.
La pareja aparece como el núcleo principal de nuestras relaciones, y eso no tiene por qué extrañarnos, ya que el mundo parece estar armado para ser vivido de a dos. La sociedad propone un modelo de vida tan a la medida de dos que confunde no estar en pareja con estar solo, y esa supuesta soledad le resulta inexplicable e inquietante.
Siempre que alguien nos invita a alguna reunión o a alguna fiesta nos pregunta con quién vamos a ir. Como si una persona no pudiera estar sola, ya sea porque lo elige o porque la elección de otro lo ha dejado, como dice Serrat, «chupando un palo sentado, sobre alguna calabaza».
Pero preferí elegir como disparador una escena que plantea las relaciones peligrosas desde el marco mismo de ese primer lazo que establece una persona en su infancia, que es con los padres. Porque la influencia que este vínculo fundante tiene en lo que será el futuro emocional de una persona es de una importancia crucial.
¿Un chico que ha tenido una infancia violenta,
será inexorablemente un hombre violento?
En realidad, lo que esta pregunta conlleva es una vieja discusión entre el libre albedrío y el determinismo. Y esto me plantea, como analista, una imposibilidad de tomar partido de manera drástica por una u otra opción.
Ya saben ustedes que el libre albedrío le supone al hombre la libertad para elegir las cosas de su vida, mientras que el determinismo sostiene, en cambio, que el destino ya está escrito y es inmodificable.
Evidentemente el psicoanálisis no es una teoría determinista, ya que mal podría alguien ser analista si no creyera que tiene la posibilidad de ayudar a alguien a cambiar su destino. Pero tampoco podemos sostener a rajatabla la postura en favor del libre albedrío, si como tal suponemos la libertad total.
Porque el sujeto, como ya dijimos, está sujetado a su historia, a su deseo, a su inconsciente y a las palabras que otros han volcado sobre él. Dentro de esa sujeción tiene un límite en el cual puede moverse y elegir qué tipo de vida o de relaciones quiere para sí. Pero esa libertad jamás será completa.
No es tan fácil como suponer que alguien pudiera decir: «Estuve pensando y acabo de decidir que me voy a enamorar de un hombre que me pegue». No.
Por el contrario, atravesada por el dolor y la incomprensión, esa persona viene a análisis y dice que no puede explicarse por qué hizo ese tipo de elección y de dónde le viene esa tendencia autodestructiva. Y lo que ocurre es que una elección de amor es, muchas veces, una manera más en la que puede aparecer el inconsciente, un modo particular de recordar, ya no con ideas o palabras sino con actos, algo que no se pudo resolver y que tiene su origen en esas relaciones primarias.
Por eso decimos que el análisis no se propone ir en busca del bienestar de una persona, que el paciente se sienta mejor o que recupere un equilibrio perdido. De un análisis esperamos mucho más. Esperamos que cambie la vida y el destino de un paciente. De modo que no podemos pensar que ese destino ya está escrito y es inmodificable, pero tampoco ignorar que nadie puede saltar por encima de sus rodillas y que, por ende, la libertad total es una utopía.
Ahora bien, nos preguntábamos si alguien que fue golpeado, necesariamente será un golpeador y hay que decir que ese tipo de experiencias vividas en la infancia dejan huellas profundas de las que no es fácil desprenderse. Porque la violencia es una manera más de comunicarse que tiene, obviamente, reglas propias y consecuencias tremendas, pero que no deja de ser por eso, un modo de comunicación.
Tanto el que grita, como el que pega, o el que es amenazado, está estableciendo una dinámica que sostiene el vínculo a un costo altísimo, un costo que no vale la pena pagar (aclaro para disgusto de los que sustentan lo maravilloso del amor incondicional) y hay dos maneras diferentes de repetir este modelo en la adultez.
Una es quedarse en el mismo lugar del maltratado y elegir como pareja, por ejemplo, a una persona que le pegue o que le grite como lo hacían en su infancia sus padres o sus abuelos. Es decir que en este caso lo que se repite de un modo exacto es el lugar subjetivo en el que esa persona aprendió a relacionarse.
La otra manera de sostener el modelo es cambiar de lugar pero no de reglas. Es el caso de aquellos que, habiendo sido golpeados, ahora son golpeadores. Es decir que repiten la forma de vincularse a través de la violencia, pero mudan su lugar de agredidos a agresores.
Pero ¿puede alguien que vivió esas situaciones traumáticas cambiar su destino de violencia por otro con reglas más sanas y menos dolorosas?
Como dijimos, es la obligación de un analista evaluar en cada caso la posibilidad de si eso es o no posible y trabajar con su paciente para torcer lo que parece inevitable. Para lo cual hay que recorrer un camino arduo que lleva muchas veces a cuestionar a los padres, lo cual suele generar mucha angustia en los pacientes.
No es nada sencillo reconocer que se ha tenido unos padres enfermos. Por lo general, la tendencia es justificarlos ya sea aludiendo a su ignorancia, o al hecho de que trabajaban mucho y llegaban cansados y por eso tenían poca paciencia, o que ellos a su vez habían tenido que pasar por una infancia difícil.
Pero el primer paso que debe dar quien quiera escapar de ese modelo es reconocer que en esa dinámica vincular con la que se criaron algo estaba mal y permitirse la sensación de enojo o incluso la vergüenza que aceptar esto pueda generar.
Cierta vez estaba trabajando con un paciente que había tenido una infancia difícil en un hogar con mucha violencia psicológica. En ese punto del análisis él había comprendido que repetía, aunque a su manera y de un modo mucho más sutil, aquellos mecanismos agresivos y recuerdo que en una sesión en la que estaba muy angustiado hablando del tema, me preguntó: «¿Y qué debería hacer, entonces… olvidarme de mis padres y cortar mi relación con ellos para siempre?»
Decía Borges que sólo una cosa no hay, y es el olvido. Comparto esa sentencia y digo, junto a Freud, que recordar es la mejor manera de olvidar. De modo que consideré que su pregunta aludía a un hecho imposible de conseguir, ya que nadie puede ignorar voluntariamente su historia. No es posible olvidarse de los padres pero, lo que sí alguien puede hacer, es asumir que ha tenido unos padres enfermos, que se relacionaron a partir de la agresión y el maltrato y decidir que ese tipo de relaciones no son las que desea y elige para su vida actual.
Ese mismo paciente me decía que no podía alejarse, no verlos más y decir: «listo, ya está, no tengo más padres». Y mi intervención fue aclararle que no se trataba de eso, porque hacerlo sería una negación, un mecanismo de defensa para no terminar de asumir lo que le había pasado. Claro que tenía padres, pero debía aceptar que tenía esos padres, y que no los iba a olvidar ni a dejar de tenerlos, por más que decidiera no verlos más.
Como imaginarán, este hombre se estaba enfrentando a una decisión durísima, pero necesaria en su caso.
Y estuvo sin verlos casi tres años. Hasta que un día, después de haber trabajado mucho sobre esto en análisis y luego de haber resuelto algunas ataduras que lo ligaban a esos mandatos, ya con una pareja con la que se sentía feliz y alejado del modelo violento familiar, el paciente recuperó sus ganas de ver a sus padres… un ratito, como me decía.
Comprendió que no se trataba de transformarse en agresor y devolver ojo por ojo y diente por diente, ni tampoco de poner la otra mejilla y seguir permitiendo que se lo lastimara, sino que la mejor manera era evitar el golpe y, para lograr esto, el único modo era no estar allí cuando ese golpe llegara. Es decir, no quedarse ni participar en vínculos que se sostuvieran en una modalidad agresiva de comunicación.
Muchos padres al ver las cosas de las que son capaces sus hijos se preguntan: «¿Pero qué habré hecho yo de mal para que me saliera así?».
Ésa es, en general, una pregunta retórica que espera una respuesta segura: nada.
Sin embargo, creo que no estaría mal tomarla como una pregunta abierta y cuestionarse, seriamente, si algo en el modo en el que fue vivida la infancia de ese hijo no ha influido de alguna manera en sus conductas presentes y, en ese caso, cuánto tienen o no que ver esos padres con la realidad de la cual hoy se quejan.
En algunos momentos, la cultura ha avalado la violencia
Pero la infancia de este paciente no ha sido una excepción. Por el contrario, la historia de la violencia de los padres con respecto a los hijos ha tenido un consenso imperdonable a lo largo de la historia.
Pensemos un segundo en la palabra «chirlo». Observen cómo suena casi cariñosa o juguetona. Y eso no es una mera casualidad sonora, sino que tiene que ver con la voluntad de dulcificar un hecho agresivo. Pero ¿quién no ha escuchado decir alguna vez que un chirlo a tiempo viene bien? ¿Que un chirlo no le hace mal a nadie?
Aún hoy, y a pesar del avance de la psicología y la pedagogía en el mundo, cuesta desandar ese viejo camino que aceptaba como normal el uso de la violencia de los padres hacia los hijos.
Recuerdo a un paciente que me dijo con orgullo que su padre le pegó hasta los veinte años. Y que por eso él había salido tan derecho… es decir, sin posibilidad de elegir ninguna curva… El paciente era homosexual y, aunque ya dijimos que es una elección de amor perfectamente sana, este desdén por las curvas no había sido un mandato menor en su vida.
En una película en la que la actriz Niní Marshall interpretaba su recordado personaje «Catita» —caracterizada como esa mujer un poco cursi, de clase humilde y poca instrucción, pero con mucho coraje y una enorme dignidad—, hay una escena en la que un hombre la hace a un lado con un pequeño empujón y ella, enojada, lo mira y le dice: «Oiga, diga… tenga cuidado, que yo ya tengo marido para que me pegue».
Fíjense qué graciosa es la escena, pero qué significativo, a la vez, es esto de que en el imaginario social el marido tuviera el derecho de pegarle a su mujer. Y esta idea sostenida por muchos años, desgraciadamente, no ha sido del todo superada y, aún hoy si una mujer va a contarle a alguien que su marido la ha golpeado no es extraño que reciba el siguiente comentario: «Pero… ¿por qué se enojó tanto? ¿vos qué le hiciste?»
Estas preguntas, que a veces son formuladas sin ninguna mala fe, no hacen sino develar una idea inconsciente que todavía recorre a muchos sectores de la sociedad: la idea de que la persona golpeada es de algún modo responsable por lo que le ha pasado; una variante más del fatídico: «algo habrán hecho».
Pero, por suerte, las sociedades avanzan y en ese camino han empezado a darle un lugar a estos reclamos. De este modo se ha instalado la cuestión de la violencia de género como algo importante y ese aporte no es menor.
Pero, si queremos ser justos, debemos establecer que la violencia es algo que, por lo general, ejerce el más fuerte sobre el más débil, y por eso las personas que más sufren la violencia son los niños y las mujeres, porque es más fácil pegarle a un chico que a un grande, a una mujer que a un hombre.
Pero esto no quiere decir que no haya mujeres golpeadoras, ni mucho menos niega la existencia de la violencia psicológica, algo en lo que las mujeres pueden ser tan fuertes y crueles como los hombres.
No son pocas las veces que el maltrato aparece bajo la forma de la palabra, y ya hemos resaltado en este libro cómo la palabra tiene el poder de lastimar a una persona y de condicionar su destino.
Un paciente joven, profesional, que se desempeñaba como empleado jerárquico en una empresa multinacional, me relató que su esposa, a la que describía como una mujer afectuosa y muy compañera, a veces se enojaba y le recriminaba que era siempre el mismo quedado, que no se sabía defender y que por eso su jefe hacía con él lo que quería. Ahí podemos observar un acto de suma violencia disimulado ya que, ocultas detrás de un tono tranquilo y una actitud de crítica reflexiva, esas palabras son dardos que humillan y lastiman el narcisismo de alguien.
No son pocas las personas que establecen ese tipo de vínculos que no dañan el cuerpo, pero cuya peligrosidad es tal que generan insatisfacción y dolor psíquico permanentes.
Por eso debemos tener cuidado y no estigmatizar a la violencia solamente como una cuestión de género, sino más bien prestarle atención en todas sus manifestaciones, independientemente de que venga de un padre a un hijo, de un joven a un anciano o de un hombre a una mujer. La violencia es violencia por el modo de relación que establece y el daño que causa y no por las características de los actores en juego.
El dolor de Luciana
En mi libro Palabras cruzadas está relatado el caso de una paciente joven de nombre Luciana.
Luciana llegó a la primera entrevista casi sin poder hablar. Dijo que era una basura y que se merecía todo lo que le ocurría. En un momento, muy fuerte para mí, se abrió apenas la camisa y me mostró un moretón que era la prueba innegable de que estaba siendo golpeada.
No es sencillo ver eso y mantenerse equilibrado. Recuerdo que me invadió una sensación de rabia y de impotencia. Más aún, cuando me dijo que ella se lo merecía porque era mala.
Supe después que su familia la acusaba de haber abandonado a su madre cuando ésta estaba enferma y su novio, lejos de contenerla, era quien la golpeaba. Y no sólo eso ya que, incluso, la obligaba a que cumpliera algunas fantasías sexuales que ella no deseaba en lo más mínimo, pero a las que en principio accedió de un modo sufriente para no contradecirlo.
Fue un largo camino el que nos permitió sacar a la luz el origen de esa sensación de ser merecedora de castigo y su falta de autoestima; origen que encontraba su raíz en un secreto familiar jamás contado.
Como analista, siempre me ha ocurrido sentir ese impacto cuando estoy frente a alguien maltratado, ya sea este maltrato físico o psicológico. Pero inmediatamente sé que no puedo quedar preso de esa angustia, y que tengo que ponerme a trabajar con todas mis herramientas para ver si, junto al paciente, logramos que se mueva de ese lugar sufriente.
Me ha ocurrido que, muchas veces, la sensación que tenían de que ese castigo era merecido era tan grande que no estaban dispuestos a abandonar su rol de maltratados.
En esos casos, siempre opté por interrumpir el tratamiento. Porque en el análisis no se trata de brindar un lugar para la queja o la pura catarsis del paciente, sino de cambiar el lugar subjetivo en el que está posicionado. Y si no quiere o no puede hacerlo, sostener el tratamiento deja al analista entrampado en el lugar de ser el testigo mudo y pasivo de un hecho de violencia. Y eso genera entre paciente y analista un vínculo perverso que de ninguna manera debemos permitir.
Pero, volviendo a Luciana, llevó mucho tiempo que decidiera que nadie podía tratarla de ese modo y que en definitiva, el lugar para hacerse cargo de sus culpas si es que existían motivos para ella, era el diván y no su casa y el medio la palabra y no los insultos o golpes que recibía.
Pero cuando por fin logró animarse y le comunicó a su novio que si volvía a agredirla ella iba a denunciarlo, él se rio y le dijo que podía denunciarlo todas las veces que quisiera ya que, de todos modos, no iba a pasar nada.
Y yo pregunto: ¿quién de nosotros no ha escuchado decir eso; que para qué vamos a denunciar un acto de violencia familiar si después no pasa nada? ¿Que lo que vamos a provocar es que el agresor se enoje aún más y entonces, cuando vuelva de la comisaría, todo sea todavía peor?
Dadas estas creencias, no es raro que la mayoría de las agresiones no se denuncie. Pero, además, a este motivo que de por sí es siniestro, porque deja a la persona perjudicada con una sensación de desprotección, se suma otro no menos grave. Y es que en este tipo de delitos en los que alguien es abusado, suele ocurrir que es la víctima y no el victimario quien siente vergüenza.
Nadie se avergüenza de haber sufrido un robo, o de haber sido agredido por una patota. Pero en cambio, cuando alguien sufre una violación o es golpeado sistemáticamente por alguien de su entorno íntimo tiene la sensación de sentirse humillado y, por ende, tiende a esconder el ultraje del que está siendo víctima.
A todos nos resulta indignante que esto sea así. Pero ocurre que los tiempos de las sociedades tienen una escala distinta de la de los hombres.
Cuando decimos que Argentina es un país muy joven, de apenas doscientos años, tenemos razón. Un hombre, en cambio, es ya un anciano a los noventa. Porque las sociedades tienen otros tiempos y, por ende, los cambios se van dando de a poco.
Hasta hace unos años las mujeres no votaban, si alguien se equivocaba o dejaba de amar a la persona con la cual se había casado, no se podía divorciar y debía sostener toda la vida una decisión tomada a lo mejor a los veinte años. No hace tanto que la patria potestad es compartida por ambos padres y el matrimonio igualitario, como dijimos con anterioridad, aun está en pañales. Y esto ocurre así porque la ley casi siempre va detrás de la realidad ya que es muy difícil legislar lo que aún no ha pasado.
Hasta que existió el primer robo nadie hubiera pensado en promulgar una ley que lo prohibiera. Había que esperar que esto ocurriera para que los legisladores se pusieran a discutir cuál era la mejor manera de evitarlo y cómo se iba a castigar a quienes incurrieran en ese delito.
Así funcionan las cosas. Pero, por suerte, la instalación de la temática de la violencia de género ha impulsado muchos cambios que han venido a hacerse cargo de una realidad que demandaba alguna respuesta para un grave problema. Ya no desalientan en la comisaría a la mujer que va a denunciar una agresión sino que, por el contrario, la asesoran y la protegen; tampoco ya nadie mira con naturalidad que un padre golpee a sus hijos.
Mi pensamiento se aleja del de aquellos que sostienen que el mundo está cada vez peor. Por el contrario, creo que las sociedades van evolucionando, a sus tiempos, de modo tal que sin ser el nuestro un mundo perfecto —jamás lo será— al menos ya no mandan a las histéricas a las hogueras y nadie soportaría, sin asombro al menos, que ocurrieran las atrocidades cometidas durante la Edad Media.
Sigmund Freud, el creador del psicoanálisis, fue un hombre que atravesó muchos momentos difíciles en su vida. La muerte de una hija, sus hermanos exterminados por el antisemitismo, sus hijos detenidos e interrogados. Fue declarado enemigo del régimen y sus libros fueron quemados por los nazis.
Sin embargo sostuvo que, por suerte, la humanidad había progresado. «Durante la Edad Media me hubieran quemado a mí. Ahora se contentan con quemar mis libros».
Violentar a otro es no respetar sus deseos
Hemos dicho repetidas veces que el hombre es un sujeto del deseo y no de la necesidad y esto se ve claramente en la manera en la que han evolucionado las reglas de las relaciones de pareja.
Hasta hace un tiempo, la mujer necesitaba del hombre para subsistir. Por eso, cuando se acercaba a los 30 años y estaba soltera, todos empezaban a preocuparse en su entorno. «¿Vos no serás demasiado pretenciosa?», le decía la madre a una de mis pacientes.
Porque en ese momento la mujer era un sujeto de quien alguien debía hacerse cargo; en un principio el padre, más tarde el esposo. Y, obviamente, una situación así instaura algo que es ya de por sí peligroso, que es la dependencia. Porque el que se hace cargo de alguien adquiere derechos sobre esta persona.
El mejor ejemplo son los padres cuando el hijo es menor de edad. Ejercen sobre él un derecho que genera, a su vez, obligaciones, pero que coloca al dependiente en una situación de inferioridad. Y esto, cuando se da en una relación que debería ser de paridad, como la pareja, por ejemplo, es ya un acto agresivo.
Por suerte, en la actualidad, esta manera de relacionarse ha cambiado y las mujeres se han corrido de ese lugar de dependencia. Hoy, una mujer de treinta años no está pensando quién la va a mantener sino con qué se va a mantener a sí misma, qué va a estudiar, de qué desea trabajar e incluso si desea o no casarse o tener hijos. Cosas que eran impensadas hace apenas cincuenta años atrás.
Pero este hecho, que la mujer ya no necesite del hombre, lejos de ser algo menor, pone a ambos ante un desafío maravilloso que es el de hacerse desear mutuamente, ya que dos personas que no se necesitan eligen de todos modos estar juntos sólo cuando eso es lo que desean. Y esto los obliga a seducirse, escucharse y hacer esfuerzos por comprenderse y establecer acuerdos para vivir en pareja.
Una de mis pacientes me contó que, antes de ir a acostarse, se acercó a su marido que leía en el living y le preguntó si no quería quedarse a dormir con ella esa noche.
Obviamente que era un juego de seducción, dado que el esposo vive allí, pero aun así es maravilloso que alguien pueda ejercer ese derecho de decirle al otro que aún lo quiere en su vida, que lo sigue eligiendo.
En épocas más injustas, si una mujer quería separarse no tenía adonde ir, a no ser que volviera a casa de sus padres, si es que éstos se lo permitían. Por suerte ése no es ya un problema, dado que una mujer puede mantenerse sola, tener una vida autosuficiente y plena, y esto ya pone en juego algo que es mucho más sano, porque es del orden del deseo y no de la necesidad.
La necesidad, como ya dijimos, es uno de los pocos rasgos animales que aún nos queda; necesidad de respirar o de alimentarnos, por ejemplo. Pero cuando esa necesidad se instala en el ámbito del amor, todo se corrompe. El deseo, en cambio, introduce la capacidad de elegir y es allí donde encontramos un valor importante.
Retomando el tema de la violencia, digamos que el violento, como el posesivo, es alguien que básicamente no tiene respeto por el deseo ajeno. Pero esto que de alguna manera fue apañado o al menos, silenciado en otros tiempos, es algo de lo que ahora se habla y mucho.
Por eso no es lo mismo la mujer que en los años treinta soportaba una bofetada que la que lo hace hoy. Porque en aquellos tiempos, esta aberración culturalmente formaba parte de los usos corrientes y, además, no tenía adonde ir. En la actualidad, esa actitud de quedarse no responde a una dificultad de la época y la cultura, sino que es una conducta derivada de su propia subjetividad, algo de lo cual debe hacerse cargo para poder cambiarlo. Y allí es donde los analistas tenemos la posibilidad de hacer algo para revertir esa situación.
La violencia también tiene un comienzo
Es muy común que alguien no le dé importancia a las primeras señales que anuncian la presencia de una conducta violenta. Lo que la experiencia demuestra es que es muy raro que el maltrato comience desde el vamos con una agresión física. Por lo general, lo que se encuentra es que ya antes habían aparecido algunos signos más sutiles, un insulto, un portazo o una mala contestación, a los que la persona no le dio la debida magnitud.
En el caso de Luciana, la primera situación que ella recordó al repasar la historia de su pareja tuvo que ver con un enojo que tuvieron por una causa insignificante. En esa discusión su novio se puso muy tenso y le gritó que se fuera y saliera de su vista.
Unas semanas después, cuando ella salía rumbo al trabajo, la tomó con fuerza del brazo y la detuvo diciéndole que a él nadie lo dejaba con la palabra en la boca.
El último aviso fue ya mucho más claro. Habían peleado porque ella había llegado tarde luego de ir al cine con una amiga. Su pareja la acusó de estar con otro hombre y le advirtió que se cuidara mucho porque ella no sabía de lo que era capaz.
En la próxima discusión la tomó del cabello y la golpeó por primera vez.
Observemos cómo la violencia suele ir creciendo si no se la detiene. Es como un alud de piedras que caen barranca abajo y aumentan su velocidad y su fuerza en su recorrido hasta el instante del impacto final. Por eso el momento de marcar las pautas de una relación es al comienzo. Ante la aparición de ese primer grito o insulto es cuando alguien debe parar esa actitud con firmeza. Como le decía un paciente a su esposa que acostumbraba a gritar: «yo, en estas condiciones, no voy a seguir hablando».
Porque es innegable que, en muchas ocasiones, una discusión puede ser algo productivo, pero jamás lo será un insulto. Por el contrario, éste genera en el agresor la tentación de avanzar aún más, porque con cada uno de estos actos va perdiendo el respeto por el otro.
Y es en situaciones como éstas donde podemos observar lo peligroso de la idealización del amor de la que hablamos, de creer que con el amor todo se puede. Eso es mentira. Con el amor no basta.
Haciendo una analogía, podríamos decir con términos matemáticos que el amor es condición necesaria pero no suficiente para que un vínculo sea viable. Pongamos un ejemplo.
Es necesario que una figura tenga cuatro lados para que sea un cuadrado, pero no basta con eso. Además, es condición que esos cuatro lados sean iguales y que los cuatro ángulos sean rectos, si no, por más que la figura tenga cuatro lados, con eso no tendremos un cuadrado.
Lo mismo podríamos decir de la relación entre los vínculos y el amor. Es importantísimo amar a alguien para construir algo en común, pero no alcanza con eso y, si no le sumamos el respeto y la confianza, por ejemplo, no encontraremos en esa unión el clima necesario para, al menos, sentirnos bien.
Sin embargo, tras tanto tiempo de insistir con que el amor todo lo puede, no es de extrañar que alguien quiera sostener la relación a cualquier costo sólo por estar enamorado, cuando lo más sensato sería hacer el duelo por la ruptura de esa relación y verse libre para construir luego, una nueva, con reglas más sanas.
Pero claro, nos fue dicho también que lo hermoso es amar a alguien con locura y, si eso es sólo una metáfora, no hay problemas a la vista, pero cuando eso es cierto, estamos ante una situación peligrosa.
Me permito insistir en la necesidad de quitarle a la locura esa mirada romántica que ve en ella visos de genialidad o excentricismo. La locura es algo doloroso que lastima al enfermo y a su entorno. Nada hay en ella de atractivo ni envidiable.
Lo difícil no es amar con locura, para eso basta con entregarse sin oponer resistencia a lo peor de nosotros. Lo difícil es amar sanamente, controlando la ira, el malhumor, poniendo palabras en lugar de actos y comprendiendo que la pasión, cuando está al servicio del erotismo, puede llevar a disfrutes maravillosos, pero cuando esa misma pasión se vuelca sin freno en las discusiones puede tener consecuencias lamentables.
No es sencillo manejar esto, porque la pasión suele desplazarse por los diferentes afectos y mezclarse de un modo indiscriminado; por eso muchas parejas después de grandes peleas, en las que no faltan los gritos e incluso el maltrato físico, terminan teniendo relaciones sexuales, como si la situación de violencia los erotizara.
Y es posible que así sea; ya que la violencia, muchas veces, es una manera errónea de incentivar la pasión en una pareja. Errónea porque, en esos casos, la pasión aflora de una manera destructiva. Lo cual nos lleva a la conclusión de que, así como el amor, tampoco la pasión es intrínsecamente buena o mala, sino que esto dependerá de qué es lo que haga arder con su fuego.
Recuerdo que siendo chico asistí a un encuentro en el cual un sacerdote nos habló de lo que él llamó «la Pasión del Cristo». Sentado en un banco escuché ese relato primero con curiosidad, luego con atención y finalmente con horror. Y ciertamente no entendí qué de todo lo que el sacerdote acababa de contarnos podía haber sido erotizante para Jesús. Tiempo después comprendí que pasión significa también padecimiento.
Resulta muy interesante ver que se utilice una misma palabra para hablar del máximo placer y del máximo dolor, porque es una forma en la que el lenguaje desnuda la dualidad esencial que recorre al ser humano desde su propia sangre: Eros y Tánatos, la pulsión de vida enfrentada y entremezclada todo el tiempo con la pulsión de muerte.
¿Puede cambiar una persona violenta?
El cambio, como ya dijimos, es algo posible, pero muy difícil. Es el fruto de un proceso que implica, antes que nada, reconocerse enfermo y entregarse a una ardua lucha por controlar sus impulsos en tanto que se encuentra el origen de tanta agresividad. Pero lo que de ningún modo existe es el cambio milagroso.
Pensemos que si ni siquiera el menor de los hábitos puede cambiarse de un día para el otro, mucho menos algo tan arraigado en la personalidad.
Retomemos el caso clínico.
En el último tiempo de su relación, el novio de Luciana viendo que ella estaba a punto de denunciarlo, le prometió que sería otra persona distinta de la que ella había conocido hasta ese momento.
«Hablamos y él quedó en que iba a cambiar —me dijo en una sesión— y de verdad parece otro.»
Obviamente no le creí. Por supuesto que parecía otro, porque estaba fingiendo ser quien no era.
Por miedo a que lo echara de la casa o fuera a la policía él había cambiado todas sus actitudes de un modo exagerado. Ése no era un cambio, era apenas un fingimiento, como quedaría demostrado poco tiempo después.
Pero hay algo que es tanto o más importante que preguntarse si la persona con la que estamos puede cambiar su conducta agresiva. Y es entender que podemos elegir en qué vínculo nos quedamos y en cuál no.
Por supuesto que si alguien ha sostenido una relación de esas características es porque en algún punto está implicado en ese modelo enfermo, pero es preferible trabajar sobre uno mismo, preguntarse y analizar el porqué de esas elecciones, en lugar de esperar a que el cambio venga desde el otro.