– V –

El lugar es agradable. La luz tenue y la música suave de jazz generan un clima íntimo y distendido. En el medio del salón, a la derecha, se encuentra la barra, en el centro las mesas, contra la pared unos boxes con sillones amplios, y al fondo se distingue una escalera que, intuye, debe conducir a los baños. No bien entra percibe que todos los espacios están armados para dos personas, y que es un lugar frecuentado mayoritariamente por la comunidad gay. Era obvio. Por algo lo llamó Ganímedes, uno de los amores homosexuales más famosos de la mitología clásica.

Tiempo atrás, estos establecimientos eran mirados con cierto recelo, cuando no con burla. Hoy, por suerte, los homosexuales no necesitan esconderse, porque después de una intensa lucha, han logrado que se reconozcan sus derechos. Pablo se enorgullece de haber sumado su voz tanto en los medios de comunicación como en el Congreso de la Nación, para que esto se lograra. Gracias a todo ese camino recorrido, Los Ases, lejos de ser un reducto oscuro y secreto, es uno más de los muchos pubs que abundan en Buenos Aires.

Camina hacia la barra con decisión y se sienta en una banqueta alta. De inmediato, un joven lo atiende con amabilidad.

—¿Puedo servirte algo?

—Sí. Una copa de Syrah, por favor.

—Cómo no. Enseguida.

—Esperá. —Lo detiene—. Mejor Malbec.

—Bueno, como prefieras.

A los pocos segundos, se sorprende al advertir que está disfrutando del momento. El gusto intenso del vino y la música de Egberto Gismonti han logrado el milagro: a pesar de todo lo vivido en estas últimas horas, está relajado.

Minutos después, por encima de la barra, el muchacho coloca un copón frente a él y con maestría lo llena hasta la mitad. Luego lo mira, le sonríe, y sirve un poco más.

—Regalo de la casa, por ser la primera vez.

Rouviot aprovecha la confianza que genera el tuteo para iniciar un diálogo.

—¿Cómo te diste cuenta de que no había venido antes?

—Porque la mayoría de nuestros clientes son habitué. Cada tanto, alguno trae un nuevo amigo que se enamora del lugar y, a partir de ese momento, vuelve, y así se va armando la cadena. —Le estira la mano—. Bienvenido. Julián.

—Encantado. Pablo. —Siente que la puerta se ha abierto, y sabe que debe aprovecharlo—. En realidad, el lugar me lo recomendó un amigo, Dante Santana, ¿lo ubicás?

—No.

—Él conoce a alguien que trabaja acá, Flavio.

El gesto de Julián cambia, apenas.

—Ah, sí. Pero Flavio no trabaja acá, aunque es cierto que viene casi todos los días. Pero no es empleado del lugar, es cuentapropista.

—No entiendo.

Pausa.

—¿Usted es policía? —pregunta con voz grave.

—No, te lo juro.

La sinceridad de la respuesta es tan evidente que el joven se relaja y vuelve a tutearlo.

—Mejor, me habías asustado. Aunque no tengo motivos, porque nosotros no tenemos nada que ver con ese negocio.

Tiene la tentación de preguntar de qué negocio le habla, pero siente que de esa manera volvería a cerrar la puerta. Está desconcertado, pero es analista y su mayor virtud es lograr que la gente hable. Si puede hacerlo todo el tiempo en el consultorio, ¿por qué su técnica no va a funcionar ahora?

—¿Y entonces? —le pregunta.

—Entonces, vas a tener que hablar directamente con él. En este momento hay otros chicos que, si te interesa, puedo presentarte.

—No, gracias, prefiero esperarlo.

Luego de ese comentario, Pablo ya no tiene dudas acerca de cuál es el negocio. Si Julián no le hubiera propuesto presentarle a otros chicos, sospecharía que se trata de una cuestión de drogas. Ahora, en cambio, está convencido de que es un tema de prostitución.

Son muchas las preguntas que se agolpan en su cabeza, pero sabe que no es conveniente que se deje invadir por ellas en este instante. Necesita estar despejado y tranquilo si quiere sacar provecho de su visita al lugar. Está seguro de que Santana estuvo allí y, a esta altura, cualquier cosa puede ser fundamental. Resuelto a inspeccionar el lugar, se pone de pie y camina hacia la escalera. Sube y comprueba que, efectivamente, conduce a los baños. No obstante, siguiendo por un pasillo angosto que sale al costado, se encuentra con un amplio espacio donde la luz es tan tenue que dificulta la visión. Luego de unos segundos sus ojos se acostumbran a la oscuridad y comprueba que se trata de un reservado que, en este momento, se encuentra casi vacío. Solo una pareja conversa en uno de los sillones del fondo. Antes de bajar, se detiene en el lavatorio y se moja la cara. Es uno de sus rituales, algo que suele hacer entre pacientes para despejarse. Al descender, saluda a algunas personas que le sonríen intentando no ser descortés. Vuelve a la banqueta, toma la copa, bebe un trago, y siente una mano sobre su hombro izquierdo. Gira, sorprendido, y se encuentra con el rostro de un joven de grandes ojos marrones y sonrisa amplia.

—Me dijo Julián que me buscabas.

—¿Flavio?

—Sí, ¿cómo estás? —Lo saluda con un beso—. Vos sos…

—Pablo. Dante Santana me habló de vos.

—Dante —repite sin perder la sonrisa—. Hace mucho que no lo veo, me tiene preocupado. Pero es mi culpa.

—¿Por qué?

—Porque yo sé que no conviene hacerse amigo de los clientes. No es bueno mezclar el corazón con los negocios. —Se hace un silencio—. ¿Me invitás algo de tomar?

—Por supuesto, lo que desees.

Flavio le agradece y con un gesto le indica al barman que le sirva algo.

—Lo de siempre. —Lo mira unos segundos antes de hablar—. ¿Y bien?

—Y bien, ¿qué?

—Imagino que Dante te contó cómo funciona esto.

—La verdad es que no me dijo demasiado.

—Bueno, te explico. Cobro cien dólares la primera hora, por adelantado, y después vemos, según cómo me sienta. Servicio completo, por supuesto. ¿Estás de acuerdo?

—Sí, claro —responde y mete la mano en el bolsillo interior del saco, pero Flavio lo detiene.

—No, Pablito, acá no. El dueño del lugar es un buen tipo y nos deja parar en su boliche, pero no quiere saber nada de esto. Así que, si te parece, mejor nos vamos a algún lugar y allí arreglamos todo. —Lo mira insinuante.

—¿Y a dónde vamos?

—No lo sé, vos dirás. Un hotel, tu departamento…

—Prefiero ir a uno de los reservados de acá arriba.

El joven lo observa sorprendido.

—Mirá que, entonces, el servicio es limitado. Te dije que el bar no quiere problemas.

—No te preocupes. —Lo mira Pablo—. Para lo que yo ando buscando, alcanza y sobra.

—Como quieras.

De inmediato, se pone de pie y camina hacia el fondo. Rouviot lo sigue mientras piensa cuál será la mejor forma de abordarlo. Por lo general, elige ir de frente, pero dado lo delicado del caso, cree que será mejor cambiar de estrategia. No cree que un taxi boy tenga muchas ganas de tener tratos con la policía por inmiscuirse en un intento de homicidio. Y, en el breve momento que compartieron, percibió algo de lo que no tiene dudas: ese muchacho tiene un sentimiento especial por Santana, y quizás esa sea la grieta por la cual pueda avanzar.

Conocedor del terreno, Flavio se sienta en un box estratégicamente ubicado para que, desde ningún lugar del salón, pueda verse lo que ocurre allí. Ante la ausencia de sillones enfrentados, Rouviot se sienta a su lado.

—Primero, lo primero. —Le hace un gesto rozando el pulgar y el índice de su mano derecha.

—Ah, sí, claro. —Extrae la billetera—. Imagino que aceptás pesos.

—No siempre, pero con vos voy a hacer una excepción. Me caés bien.

—Gracias. —Cuenta el dinero y se lo entrega.

El joven lo guarda y se le acerca.

—¿Y por dónde querés que empecemos?

—Por Dante —responde mientras le pone la mano en el pecho y lo aleja con cuidado.

—Ah, bueno. Veo que sos de los que se calientan escuchando relatos ajenos.

Pablo sabe que no puede ser sincero, pero hace tiempo ha comprendido que no hay mejor mentira que la que se arma con retazos de verdad.

—No. En realidad, somos amigos y, al igual que vos, ando con ganas de encontrarlo.

Flavio asiente y toma de su trago antes de hablar.

—¿Y de dónde lo conocés?

No esperaba esa pregunta, pero está preparado para responderla.

—Supongo que te contó que se crio en un instituto de menores.

—Sí.

—Bueno, yo fui uno de sus profesores.

—¿En serio? Él nunca quiso hablar conmigo de esa época de su vida.

—Lo supuse. Como imaginarás, fue una infancia muy dolorosa.

—Sí, claro. Y contame, ¿cómo era él de chico?

Los dichos de Mansilla vuelven a su memoria.

—Era muy especial, diferente al resto. Tenía una mirada tierna y triste. No sé si sabés, pero en todos los años que estuvo allí, jamás recibió ninguna visita y pasaba los fines de semana solo. Por eso, yo solía ir a verlo para hacerle compañía, charlar un poco, o recomendarle algún libro. Era un apasionado de la literatura. El que más le gustaba, si no me falla la memoria, era uno de Mark Twain.

Para su sorpresa, Flavio sonríe.

—Lo sé. Es un fanático de esa novela, es más, me regaló un ejemplar para ver si podía iniciarme en el vicio de la lectura. Pero no lo consiguió. Mis vicios son mucho menos sanos.

Consciente de que cada dato cuenta, intenta disimular su ansiedad.

—¿Y recordás cuál era?

—Sí, la tengo en el cajón de mi mesa de luz. Príncipe y mendigo, pero no me pidas que te cuente de qué se trata porque nunca pude pasar de la primera página.

Pablo no necesita que lo haga. Conoce perfectamente el argumento. Tanto que no entiende cómo no se dio cuenta antes.

 

Se trata de un relato ambientado a mediados del siglo XVI que cuenta la historia de dos niños físicamente idénticos. Uno de ellos, Tom Canty, vivía en la mendicidad con la única compañía de un padre déspota y cruel. El otro, Eduardo, era hijo del rey de Inglaterra, Enrique VIII. Ocurrió que un día, mientras el mendigo espiaba cómo el príncipe se aburría en sus jardines, fue descubierto por un guardia que, al verlo, quiso echarlo del lugar. Pero el futuro monarca se apiadó de él y lo dejó pasar. Así, inesperadamente, el joven pobre se encontró frente al príncipe de Gales. Ambos se asombraron por el parecido y, casi como un juego, decidieron intercambiar sus vidas por un tiempo. Tom se colocó las prendas reales y Eduardo los harapos y, a partir de ese momento, el príncipe conocería la injusticia, el dolor y el hambre, en tanto que el mendigo viviría rodeado de lujos y riquezas. Al final de la obra, ya muerto su padre, Eduardo vuelve y toma su lugar como rey y, agradecido por la bondad que Tom había demostrado en su breve y equivocado reinado, decide premiarlo y sacarlo de la miseria para siempre.

 

—Por supuesto. —Maldice—. Príncipe y mendigo, la historia de un chico que roba la identidad de otro. ¿Cómo se me pudo escapar?

—Bueno —interviene Flavio, ajeno a los pensamientos de Rouviot—, no seas tan autoexigente. Hasta los profesores tienen derecho a olvidarse algunas cosas.

—Sí, claro —acota confundido por algo que le da vueltas en la cabeza y no puede identificar.

Por suerte, el joven lo rescata del silencio.

—¿Estás preocupado por él?

—Sí. Creo que puede haberse metido en problemas. —Flavio frunce el ceño—. ¿Qué pasa?

—Que yo sabía que eso iba a pasar.

—¿Por qué?

Lo mira un rato antes de responder.

—Pablo, como te imaginás, parte de mi trabajo es la discreción. La gente que me busca no solo paga por sexo, paga también por silencio. Y siempre respeto ese compromiso de confidencialidad, no sé si me entendés.

—Te comprendo mejor de lo que creés —confiesa—. ¿Sabés? Algunos dicen que soy muy perceptivo, y advierto que tenés un sentimiento muy fuerte hacia él. Creo que, a vos como a mí, te importa mucho Dante. ¿Me equivoco?

—No, no te equivocás. Él logró algo que nunca pensé que me iba a pasar.

—¿Qué cosa?

—Que me hiciera realmente amigo de un cliente.

Flavio tiene ganas de hablar, lo siente en el aire, y aprovecha el momento.

—¿Me querés contar?

—Lo conocí acá, hace un tiempo. Por lo general, los clientes prefieren ir cambiando de acompañante, irse a veces con algunos de nosotros, y a veces con otros. Debe ser por eso de que en la variedad está el gusto. Pero él no. Desde el primer día me eligió y durante unas semanas nos vimos bastante seguido.

Pablo nota un gesto que parece una sonrisa, y registra que el muchacho ha empezado a sentirse cómodo. A excepción del entorno, el diálogo que está teniendo no es muy distinto al que se da en una sesión.

—¿De qué te acordaste?

—De que me dijo que nunca había estado antes con un chico, que siempre se había relacionado con mujeres, pero quería hacerlo por primera vez conmigo. Mirá, aquí la gente miente mucho. De hecho, nosotros no usamos nuestros nombres verdaderos, pero aun así le creí, y lo cuidé. Lo traté con dulzura, con suavidad, y fue una experiencia hermosa, incluso para mí. Y así estuvimos casi un mes, hasta que empezó a obsesionarse.

—¿Con vos?

—No, con uno de mis clientes. Al principio, pensé que estaba celoso de mí, pero después me di cuenta de que no era así, de que había perdido todo interés en que tuviéramos sexo. Solo le importaba que le hablara de él y le contara todo lo que pudiera de su vida, hasta que al final me pidió que se lo presentara. No pude decirle que no. Vos lo conocés desde chico, así que debés saber que tiene un magnetismo muy particular, y siempre logra lo que se propone. La cuestión es que al tiempo empezaron a salir, y Dante se enamoró de un modo infantil. Le dije que no fuera boludo, que no se enganchara, porque ese tipo era un divino, pero pertenecía a otro mundo.

Rouviot recuerda una frase que escuchó en una de las sesiones que Santana tuvo con José. Aquella en la que Dante protestó porque entendía que el analista estaba haciendo lo mismo que su amigo Flavio: pensar que él era un boludo.

—¿Qué querés decir con eso de que pertenecía a otro mundo?

—Que el flaco era un tapado.

—No entiendo.

—Quiero decir que solo venía a sacarse las ganas.

—Supongo que todos tus clientes hacen lo mismo.

—Sí, pero no hablo de las ganas de tener sexo, sino de las ganas de hacerlo con un hombre. Era una de esas personas que tienen un mundo luminoso y otro oculto. Para afuera, era un estudiante exitoso, hijo de una buena familia que debía casarse y tener hijos para no defraudar a sus padres. Y, en su interior, algunas veces, se permitía venir acá y satisfacer sus deseos.

—Y eso no te asombró.

—Para nada, es mucho más común de lo que te imaginás. Aquí, todo el tiempo, vienen tipos casados, con hijos. El asunto es que un día, hace unos cuantos meses, René dejó de venir. Una lástima, me gustaba. Ojalá vuelva algún día.

—¿René?

—Sí, el flaco del que te estoy hablando. Con Dante nos seguimos viendo, pero afuera de acá. Conversamos, compartimos momentos, y discutimos unas cuantas veces.

—¿Por qué?

—Porque no quería entender. Se le había metido en la cabeza la idea delirante de que René iba a dejar todo por él. Le dije que se olvidara, que eso no iba a pasar nunca, porque esa gente no deja todo con tanta facilidad.

—¿Y qué pasó?

—Que se enojó conmigo y no nos vimos más. De vez en cuando me respondía alguna llamada, pero eso era todo. Y, desde hace bastante, no sé más nada de él, ni siquiera puedo ubicarlo.

Flavio se interrumpe y termina su copa, Pablo hace lo mismo.

—Gracias, Flavio, o como sea que te llames. De verdad, te agradezco mucho todo lo que me contaste.

El joven le toma la mano.

—Todavía no se terminó el tiempo.

Pablo se suelta sin brusquedad.

—No importa. Quedate con el vuelto.

—Qué pena —comenta Flavio.

Rouviot se pone de pie para irse, pero el joven lo detiene.

—Pablo, ¿puedo pedirte un favor?

—Claro.

—Si llegás a ver a Dante, decile que me llame, que es una persona muy importante para mí.

Rouviot asiente, camina unos pasos, baja la escalera y sale del lugar con tres certezas. La primera, que Flavio tiene razón. Es un joven sensible y no le conviene encariñarse con sus clientes si no quiere sufrir. La segunda, que no solo los que brindan el servicio cambian sus nombres, también lo hacen quienes lo consumen. Y la tercera, que su deseo no va a concretarse jamás. René no va a volver nunca más a Los Ases, porque René está muerto.

La voz ausente
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