CAPÍTULO TERCERO

No leyó la carta inmediatamente a causa de un detalle muy ridículo y faltó poco para que no la leyera nunca. La había oído caer en el buzón en el momento en que, a las nueve menos cuarto, se disponía a salir. No había querido mostrar su apresuramiento a la señorita Trichet. Aún le quedaba por representar una pequeña comedia.

—Por cierto... Casi me olvido... Tengo qué entregarle dinero para la compra... De momento, tenga cien francos... Luego tendré cambio...

—No necesito dinero, señor... He solicitado cartillas de crédito...

La miró con viva extrañeza y en seguida apartó de ella los ojos. Nunca se había atrevido a utilizar tales cartillas por un montón de razones. Primero, porque usarlas se parecía mucho a contraer deudas. En segundo término, Marta imaginaba que con semejante sistema no podía saberse cuánto se gastaba, pues no era preciso sacar el dinero en la tienda billete a billete y moneda a moneda. Por último, y sobre todo, a criterio de Cardinaud y debido a sus recuerdos infantiles, las tarjetas de crédito eran algo así como un distintivo de cierta clase social, un privilegio de las personas que tenían criadas.

¡Tranquilamente, sin haberle preguntado nada, la señorita Trichet había hecho ingresar a la familia en el clan de quienes usaban tarjetas de crédito!

¡La señorita utilizaba la mantelería buena, la que se había reservado siempre para las grandes solemnidades! ¡También utilizaba los servicios del baño! Todo esto era curioso, al mismo tiempo agradable e irritante. La señorita tomaba todas las iniciativas. Ella misma había determinado sentarse a la mesa con Cardinaud, pero, en compensación, no lo hacía hasta que él se hubiera acomodado.

Había comprado flores. Lo hacía, tal vez, porque en las casas en que había trabajado antes siempre adornaban con flores la mesa. Incluso había bajado del dormitorio un velador que no se utilizaba. Lo ponía junto a la mesa, como en los grandes restaurantes, y así no tenía que molestarse para servir a la mesa; en cambio, Marta se levantaba tres o cuatro veces cada vez que comían. Torpemente, Cardinaud se despedía diciendo:

—Hasta luego...

Era entonces cuando acaecía el incidente ridículo: Cardinaud caminaba por el pasillo y se daba cuenta de que alguien iba detrás de él. No se atrevía a volverse y se preguntaba si... Estuvo a punto de olvidar la carta; se acordó repentinamente, en el último instante, abrió el buzón y deslizó el papel en el bolsillo, sin mirarlo...

Alguien esperaba detrás de él. Empujó el batiente de la puerta y en aquel momento, como niño obediente a quien se ha enseñado bien la lección, su hijo se acercó y dijo separando cuidadosamente las sílabas:

—Hasta luego, papá...

Simultáneamente, se puso de puntillas y levantó los labios.

Cardinaud se ruborizó. La señorita Trichet presenciaba inmóvil aquella escena que, evidentemente, había preparado.

—Hasta luego, hijo...

Dábase cuenta de que aquélla era una pequeña ceremonia que iba a repetirse cada vez que saliera de casa. La gobernanta, con la cabeza cubierta por el velo, permanecía en la puerta junto al niño, mientras Cardinaud se alejaba y se preguntaba si no estaría observándoles alguien desde la tienda de comestibles o desde el bar. La escena era propia de una película conmovedora. El chiquillo le veía alejarse y la señorita Trichet esperaba a que Cardinaud doblase la esquina para cerrar la puerta.

Iban a creerse que era él quien... Sin embargo, todo lo que estaba ocurriendo, las flores en la mesa, la urbanidad, el mantel bueno, los platos y la sopera de la vajilla, incluso el velo blanco, eran un conjunto de silenciosas atenciones que recordaban a Cardinaud la convalecencia en una clínica tras una operación quirúrgica, horas en las que todo el mundo se muestra amable con el paciente y procura ser agradable.

Ya divisaba al final de la calle las velas de dos pesqueros cuando se acordó de la carta. El sobre amarillo era uno de esos sobres de mala calidad que se venden en los estancos; el papel cuadriculado estaba roto y las palabras, escritas con tinta violeta, las había trazado alguien no habituado a escribir.

«En vez de mostrarte orgulloso, deberías vigilar a tu mujer para que no se líe los domingos por la tarde con el ijo de Titina en el Pequeño Bar Verde.

»Eres un povre cornudo.»

El escrito tenía faltas de ortografía. Hijo estaba escrito sin h y pobre con v.

Cardinaud se detuvo al borde de la acera. Estaba asombrado, el asombro era su sincera y primera reacción; asombrado por la vulgaridad, por la fealdad de la escritura, por las faltas de ortografía y por el grosero tuteo con que se le dirigía el anónimo comunicante; le asombraba también la maldad que destilaba la nota.

Decíase interiormente:

—Es imposible...

¡No; en el Bar Verde era imposible! Él mismo, aun siendo un hombre, no había puesto nunca los pies en aquel tugurio. Se pasaba por delante del local sin detenerse. Estaba al otro lado del canal, exactamente delante del puente. Había por allí tres o cuatro tabernuchas como las hay en todas partes, con pescadores vestidos de azul sentados a la puerta, pero la última, pintada de un color verde chillón del que procedía su nombre, era la más estrecha y sórdida; tenía en uno de sus lados un pasillo equívoco que conducía a sabe Dios qué habitaciones.

Cardinaud reanudó la marcha maquinalmente. Había doblado ya la esquina del muelle y al pasar por delante de la Lonja echó una mirada al interior, donde resonaba la voz del subastador. Titina estaba allí, cerca de las mesas de piedra, entre las otras mujeres.

Tenía ganas de entrar y preguntar cortésmente:

—Perdone, señora... ¿es cierto que su hijo ha vuelto?

¡Si lo hiciera, todo el mundo se echaría a reír! Titina, que tuteaba a todo el mundo, le tutearía a él también y le dedicaría alguna broma grosera.

Pasó, pues, de largo, entró en la oficina, se cambió de chaqueta, dejó la estilográfica encima de la mesa y fue a cerrar la ventana que había dejado abierta la mujer de la limpieza a fin de que se ventilara el local.

Tan preocupado estaba que no se dio cuenta de que Bourgeois se mostraba más chistoso, más cordial que de costumbre.

—¡Hola, mi buen amigo...! ¿Cómo va esa salud...?

Cardinaud se puso a separar el correo, abriendo cuidadosamente los sobres. Su pensamiento estaba lejos de la oficina. El hijo de Titina...

Evocó a un muchacho pelirrojo, con la cara llena de pecas, que era el único de la clase que calzaba zuecos y que siempre llevaba los bolsillos llenos de cosas para comer. Decíase que las robaba en las tiendas y él no lo desmentía sino que contestaba riéndose nerviosamente con voz de carraca.

Hacía mucho tiempo —quizá diez años—, que estaba ausente del pueblo.

—¡Pssiit...!

Bourgeois le estaba señalando la puerta del despacho del patrón, que había llegado varios minutos antes sin que Cardinaud se hubiese dado cuenta.

Llevando las cartas en la mano, Cardinaud llamó a la puerta, entró y pronunció las palabras de ritual:

—Buenos días, señor Mandine.

—Buenos días, querido Cardinaud.

Éste no captó el desacostumbrado «querido».

—Una carta certificada, de Orleáns, relativa al asunto Basset... Contestaré que mientras el certificado médico no sea más explícito...

Cardinaud no miraba nada. Inclinado sobre el escritorio, junto al hombro de Mandine, muy cerca de sus entrecanos cabellos que olían a lavanda, hacía desfilar las cartas una tras otra sin participar en aquel trabajo, como una máquina que siguiera funcionando solamente por inercia

—En cuanto a ese sardinero que reclama...

Había terminado. Recogió las cartas, se irguió y se dirigió a la puerta.

—¡Cardinaud!

Tenía la mano extendida ya hacia el pestillo y se volvió a medias.

—Acérquese un momento, amigo Cardinaud...

Así diciendo, el señor Mandine se frotaba las gordezuelas manos con la fruición de quien está viviendo un momento agradable.

—¿Enfadado?

—No, señor...

—¡Vamos, hombre, no ponga esa cara...! ¡Amigo mío, tenga usted...!

Del cajón en el que los había guardado, Mandine sacó tres billetes nuevos de mil francos y los tendió a Cardinaud con una sonrisa llena de malicia.

—¡Ahí tiene el dinero! Eso le enseñará a ser más sincero con un viejo amigo como yo...

Por primera vez, la mirada de Cardinaud expresó desconfianza. Debería haber dado inmediatamente las gracias sonriendo también, pero en cambio permaneció junto a la puerta, en actitud un poco rígida.

—¡No sea usted lúgubre, diantre...! Eso mismo les ha sucedido a otros antes que a usted, amigo mío, y han salido adelante sin mayor daño... Este dinero puede usted devolvérmelo entregándome algo cada mes... Fije usted mismo la cantidad que le parezca conveniente...

¿Cómo cogió Cardinaud los billetes? ¿Qué palabras balbuceó? Lo cierto es que sin saber cómo se encontró de nuevo en su despacho, donde le esperaba la divertida mirada de Bourgeois.

De pronto, lo comprendió todo: ¡lo sabían!

¡La gente lo sabía! En el pueblo se preguntarían irnos a otros:

—¿Conoces la aventura que le ha ocurrido al hijo de Cardinaud...?

¡Se reían! ¡Aquello Ies resultaba a todos tan divertido que Mandine, tras negarle la víspera los tres mil francos por creer que los pedía por simples dificultades económicas, se los daba ahora, cuando sabía que se trataba de un asunto de faldas y que tal asunto le permitía burlarse de su empleado!

—¿Está de buenas el patrón? —preguntó Bourgeois.

La cara de Cardinaud permanecía rígida como si estuviera hecha de una materia pétrea. Su voz tenía un tono neutro cuando contestó:

—¡Hágame el favor de ocuparse de su trabajo, señor Bourgeois!

Algo acababa de ocurrir aunque no pudiera decirse exactamente en qué momento. Tal vez mientras Cardinaud estaba junto a la puerta, se produjo un chasquido semejante al que hace el disparador de una máquina fotográfica: las facciones se le endurecieron, cambiaron su natural materia y ya no hubo comunicación entre el espíritu y lo exterior, entre el fondo y la superficie.

La víspera, Cardinaud había llorado varias veces. Llegó a mirar a las personas con ojos ansiosos, casi suplicantes; habíase ruborizado; había temblado.

Ahora, tenía un perfecto dominio de sus reflejos y estaba tan tranquilo, tan terriblemente sereno, que a él mismo le daba la impresión de hallarse fuera de la vida.

63

—Haga el favor de pasarme el expediente Mondanel. Llame al teléfono número 223; luego, vaya a cobrar la póliza vencida de Saupiquet... ¡Dese prisa, señor Bourgeois!

* * *

A causa de la señorita Trichet había ido a cenar a su casa. La había dejado en la alcoba de cortinas corridas haciendo compañía a los niños y ahora estaba en la barca que llevaba pasajeros de una a otra orilla del río. Delante de él, por encima del muro de piedra del muelle, veía la estrecha portada verde del bar, su mugriento toldo, los tres veladores sin clientes y la penumbra viviente del interior.

Conocía al barquero desde hacía tiempo, desde toda su vida. El viejo sabía que él se casó con la hija de Vauquier. Hubiera podido preguntarle si el domingo, poco antes de mediodía...

El campanario de la iglesia de San Nicolás erguía su fina flecha en un cielo de límpido azul propio de tarjeta postal y las fachadas blancas de las casas bajas adquirían un tono rosado diluido. Grupos azules de pescadores aparecían diseminados en la atmósfera límpida del atardecer como si los hubiera situado así un escenógrafo.

A medida que se acercaba al establecimiento, Cardinaud distinguía en el claroscuro del bar unos rostros, las manchas, más oscuras, de las ropas y el delantal blanco de una camarera con las piernas desnudas.

Sentóse en la terraza. No quería volverse ni mirar lo que pasaba a su espalda en aquel interior desde el que le llegaban vaharadas de vino y de alcohol.

—¿Qué desea?

Cardinaud se estremeció: era como si ya le confirmaran la acusación de la carta anónima. La joven que le había hecho la pregunta era una hija de Titina. Se había vuelto con frecuencia a mirarla en la calle, cuando ella trabajaba con su madre en la Lonja de Pescado.

La muchacha se encogió de hombros y dijo:

—Bueno... Cuando se decida...

—Sírvame cualquier cosa... Vino, si quiere...

—¿Una copa de moscatel?

—Sí...

Ella debía tener dieciocho o diecinueve años. Delgada, desnuda bajo el vestido negro alegrado por la blancura del delantal, era alta y de senos puntiagudos que temblaban cada vez que hacía un movimiento. Tenía los labios carnosos, rojos, húmedos, y la mirada cínica.

Cardinaud sabía que cualquiera podía poseerla, lo mismo que sucedía con su madre, Titina. A veces, cuando la veía desde la ventana de la oficina andar por el muelle, a Cardinaud se le ocurrían ciertos pensamientos que le ruborizaban y le hacían circular una sangre más cálida por las venas.

Detrás de él, murmuraron. Alguien se echó a reír y una voz preguntó:

—¿Es en serio...?

No sabía si estaban refiriéndose a él y sentíase molesto, humillado por encontrarse en la taberna. Temía que pasara por allí alguien del pueblo.

¿Qué pensarían que había ido a hacer el hijo de Cardinaud al Bar Verde?

—¡Tome...! Un franco y medio...

Fingió que buscaba dinero en el bolsillo, para recuperar el ánimo y atreverse.

—¿Es cierto que su hermano ha vuelto a Sables?

—¿Qué puede importarle eso a usted?

Cardinaud miraba los pies de la joven, calzados con alpargatas...

—Me han dicho que el domingo...

—Mi hermano es libre de venir a Sables cuando quiera...

Una vez hecho el primer esfuerzo, ¿no valdría más llevar el heroísmo hasta el final? Levantó los ojos. Nadie hubiera podido saber cuánto le costó hacerlo.

—Escuche, señorita...

¡Qué poco faltó para que su tono resultara suplicante...! La joven mostraba ahora una sonrisa encanallada... Había dirigido hacia el interior del bar, hacia la penumbra, una mirada de inteligencia que debía significar:

—¿Qué os había dicho...? Oídle...

¡Pues bien: no le importaba! ¡Que riesen cuanto quisieran! ¿Acaso no se había reído también Mandine? ¿Acaso Bourgeois no había dado muestras dos o tres veces de aguantarse la risa?

—... Desearía saber si su hermano recibió aquí una visita el domingo pasado... La visita de una mujer...

La hija de Titina se saltó entonces los límites del descaro. Balanceándose de derecha a izquierda, cimbreando el torso con toda la flexibilidad de su riñones, y con una mano metida en el bolsillo del delantal, preguntó en tono de burla:

—¡Ni que se tratara de la suya, señor Cardinaud!

Se oyó un ruido en el interior del local, pero Cardinaud no distinguió nada.

—... Pero si lo que quiere es encontrar a esa pareja, llega un poco tarde...

Con la mano extendida, reclamó:

—... Un franco y medio...

Al levantarse, Cardinaud estuvo a punto de tirar la mesita. No se había alejado ni tres metros cuando varias personas, entre las que se encontraba una mujer de rasgos bastos, se precipitaron hacia la puerta para verle marchar.

El barquero estaba en la orilla opuesta y con objeto de no permanecer allí esperándole, Cardinaud dio un rodeo por los astilleros y el dique.

¡Qué cosa más rara! A medida que avanzaba, se iba calmando, experimentaba una curiosa sensación de tranquilidad y las palabras que continuamente acudían a su cerebro eran:

—¡Es cierto!

¡Naturalmente! ¡Era verdad! ¡Lo sabía! ¡Ya no sería necesario que indagara a las dos de la tarde! ¡No solamente era cierto sino que otros, como Mandine y Bourgeois, se habían enterado antes que él!

Todo el pueblo, pues, lo sabía.

—La señora de Cardinaud se ha fugado con Emilio, el hijo de Titina...

Seguía siendo algo increíble, inverosímil y turbador, pero al menos se trataba de un hecho, de una certidumbre.

Se había fugado con Emilio y ambos se habían ido desde el Bar Verde.

Pero él la encontraría.

¡Sencillamente!

Quedaba determinado así.

* * *

Cardinaud dio con su habitual calma el biberón de las seis a la pequeña. Luego vistió a Juan, que ya casi no hablaba de su madre sino que preguntaba:

—¿Cuándo vendrá la señorita?

En realidad, la señorita Trichet también debía estar enterada. ¡Por eso le rodeaba de tantas y discretas atenciones!

Ahora vería la señorita Trichet que él no estaba abatido y que miraba a la realidad de frente.

También tuvo lugar aquella mañana la ceremonia de la despedida, con la joven y su velo blanco a la puerta mientras Juan veía cómo su padre se alejaba.

—Creo, señor Bourgeois, que voy a cambiar la fecha de mis vacaciones y, por tanto, tendrá usted que cambiar también la suya...

El día anterior no hubiera hablado así. No le gustaba molestar ni contrariar a nadie en lo más mínimo, pero sabía que Bourgeois debía irse el sábado siguiente para hacer una excursión en compañía de varios amigos.

Sin embargo, él era de mayor edad y más antiguo en la oficina, por lo que tenía derecho a elegir la fecha de sus vacaciones.

Con el mismo aire resuelto entró en el despacho del señor Mandine. No llevaba esta vez el correo en la mano como de costumbre.

—Señor Mandine, he venido a pedirle permiso para tomarme las vacaciones a partir de hoy. Hay poco trabajo en este momento y Bourgeois podrá realizarlo. También debo pedirle...

Los dedos le temblaron a pesar de su firmeza de ánimo, pero había tomado la resolución de seguir adelante.

—... permiso para cobrar un adelanto de dos mil francos... Seguramente habré de realizar ciertos gastos...

¡Caramba! ¡De los dos, era Mandine el que parecía estar más violento y azorado! Era él quien no comprendía nada y miraba a su empleado con un respeto mezclado de inquietud.

—Como usted quiera, Cardinaud... Es evidente que en las circunstancias penosas y difíciles en que usted... Bueno, ya me entiende... Es mi deber...

—Muchas gracias, señor Mandine... Bourgeois le traerá el correo...

El patrón se consideró obligado a ponerse en pie para estrecharle efusivamente la mano.

—Mi querido Cardinaud, ya sabe usted el afecto con que... Escuetamente: estoy de todo corazón a su lado... Pienso en sus hijos, en...

—Gracias, señor...

Tres minutos después, Cardinaud estaba en el muelle... ¡Era libre a las nueve y cuarto de la mañana! ¡Tenía libertad para ir donde quisiera!

¡Era libre por espacio de quince días, ya que le correspondían quince días de vacaciones!...

Mujeres en traje de baño o vistiendo ropas ligeras se dirigían hacia la playa cargando con chiquillos y bolsos de colores. El calor empezaba a notarse. La atmósfera, en las zonas soleadas, parecía estremecerse como un líquido a punto de hervir.

Cardinaud siguió por la segunda callejuela y tomó luego por otra, muy inclinada, que llevaba al Paseo. Percibió el rítmico ruido de un cepillo de carpintero y el crujido de las virutas. Tras recorrer unos metros más, entró en un taller de ebanistería.

—¡Qué sorpresa! —exclamó su hermano al verle.

Luciano Cardinaud estaba incómodo. No esperaba ver a su hermano Huberto en su casa a semejante hora y recelaba del motivo de la visita.

—Siéntate... Espera... Voy a quitar todo eso de la silla...

—No vale la pena...

De todos los Cardinaud, Luciano era el más plebeyo. Catalina, su mujer, era hija de un comerciante de sardinas que empujaba el carrito por las calles pregonando su mercancía. Catalina, a su vez, vendía golosinas que colocaba en una mesa plegable frente al colegio de niñas. No obstante, poseían alrededor de una docena de casas en los distritos pobres y otras cerca de la iglesia de San Nicolás.

—¿Cómo no estás en la oficina...? ¿Y los niños?

—Los niños están bien... He venido a pedirte una información... Tú conoces al hijo de Titina...

—A Emilio... Sí... —Luciano lo sabía. Bastaba observar su creciente nerviosismo.

—¿Es cierto que ha regresado al pueblo?

—Así lo he oído decir... Al parecer, venía herido y se ocultó por la parte de...

—En el Bar Verde... —preciso Huberto—. Su hermana, que trabaja allí como camarera, me lo ha dicho...

Luciano, lo mismo que momentos antes Mandine, le observó con admiración.

—Bueno, ¿y qué...? —preguntó Luciano para no prolongar un silencio excesivo y molesto.

—Nada... Catalina conoce a los que viven por aquella parte... Seguramente habrá oído decir... Querría que me dijeras lo que cuentan por ahí...

Cuando Huberto Cardinaud iba a la escuela, uno de sus compañeros estuvo gravísimamente enfermo, a la muerte. Se decía que llegó a tener 42 grados de temperatura. Unos días después, paliducho, con los cabellos más finos, el niño volvió a clase y Cardinaud recordaba el interés con que él lo miraba, como si se tratara de un ser diferente, como si el hecho de haber estado a punto de morir le confiriese para siempre una superioridad concreta sobre sus semejantes.

Aquel recuerdo volvió a su mente al ver que Luciano le miraba como él había mirado antaño al niño escapado de la muerte. Esto le satisfizo. Si en el taller hubiera habido un espejo, habría dirigido una mirada furtiva a su imagen.

Aquello estaba muy bien. Habían creído que era hombre acabado, aniquilado, y se presentaba en casa de todos como un resucitado. ¡Y se maravillaban de su calma, de su sangre fría! ¡Era él quien les atacaba!

—Tú que conoces esos chismorreos mejor que yo...

Él, Huberto, se había ido de aquel barrio; se había marchado de aquel ambiente donde todos se conocían y se contaban entre sí las ajenas historias.

—¿Dónde ha estado el hijo de Titina durante estos últimos años?

—Dicen que estaba en África... enrolado en las tropas coloniales... Parece que luego hubo complicaciones con él y dejó el ejército... Algunos dicen haberlo visto en el Gabón...

—¿Hace tiempo que volvió?

—Unos diez días... Lo desembarcaron del Aquitania, que descargó madera en el muelle comercial, donde Tinant... ¿De veras no quieres sentarte...? ¿Un cigarrillo...?

Luciano estaba liando uno y esto constituía para Huberto un signo de vulgaridad. Por la parte soleada de la calle pasaban a veces grupos de gentes que iban hacia el Paseo, en dirección a la playa. En el suelo, entre las virutas, había una botella de vino empezada con un vaso puesto al revés sobre el cuello.

—Me pregunto cuándo conocería a Marta... —murmuraba Roberto Cardinaud.

—¿Tú crees que...?

—¡Bien lo sabes tú!

—¡Se dicen tantas cosas!

—Esto es cierto...

¡Claro que sí! ¡Era cierto! Lo que la gente debía saber de una vez para siempre es que él estaba enterado y que no se pondría colorado delante de nadie.

—¿Qué te han dicho? Puedes hablar...

—Se asegura que él ni siquiera ha ido a ver a su madre, que no ha salido de la habitación y que han tenido que llevarle al médico allí...

—¿Y qué más?

—Parece ser... Bueno, siempre según los rumores... dicen que estaba escondido en la bodega del Aquitania... Hubo un tumulto... Cierta noche, Emilio llegó como pudo al Bar Verde... No sabía que su hermana servía allí... Era una chiquilla cuando él se fue... pero Emilio era cliente de la casa, ¿comprendes?

74

¡No! Cardinaud no comprendía aún, pero no había perdido una sola palabra. Las anotaba mentalmente todas. Repasaba las palabras, los hechos y las imágenes.

—¿Dónde está el Aquitania?

—No lo sé... Es un barco de Delmas y Vieljeux, una firma de La Rochelle... Habrá vuelto al puerto de partida o regresado a África.

—¿Qué más cosas se dicen?

—Dicen que Emilio se marchó de Sables el domingo...

—¿A qué hora?

—Por la noche...

Así pues, mientras que Cardinaud iba a casa de sus padres, a casa de los Vauquier luego, cerca del cementerio, mientras llamaba a casa de los Herbemont y se encontraba una persona para que cuidase de los niños, mientras volvía por el paseo del mar en bicicleta, Marta había estado allí, cerca de él... Hubiera bastado con que el azar... una casualidad cualquiera...

—¿Cuándo se conocieron?

—No lo sé...

—Ella nunca me habló de él... —comentó Roberto gravemente, sin acrimonia, como si mencionara un problema indiferente.

—Es preciso creer o suponer... —dijo Luciano vagamente.

—Sí; hay que creer... Es curioso...

Curioso y triste, muy triste, más triste que todo lo demás, más que el drama en sí mismo. ¡Eso explicaba tantas cosas! Entre otras, una frase de la madre de Cardinaud:

—Tu mujer es amable, pero tiene la sangre de horchata, no siente afición por la vida...

Marta era un ser a quien se tenía la impresión de verlo a través de una gasa. Hacía lo que debía hacer. Ponía buena voluntad. No podía hacérsele reproche alguno. Paseaba. Cuidaba a los niños. Cocinaba lo mejor que podía y la casa estaba bien atendida. Pero...

No se trataba de una calidad de la sangre, como afirmaba mamá Cardinaud, para quien todas las personas menudas y delgadas eran anémicas.

—Me pregunto dónde pueden haberse ido...

Luciano tuvo una respuesta desafortunada:

—No muy lejos, porque Emilio no debía tener mucho dinero...

Al menos, éste era un detalle que nadie conocía, excepto, tal vez, el señor Mandine: ¡los tres mil francos que Marta se había llevado!

¡Pues su mujer no solamente había ido a reunirse con Emilio en el sórdido Bar Verde, sino que se había llevado el dinero, el dinero del hogar, el dinero de la casa!

—Gracias, Luciano...

—¿Qué vas a hacer...? Mamá está preocupada por ti...

—¿Por qué?

Sí: ¿por qué preocuparse por él?

—Deberías ir a verla...

Iría. Iría para demostrarle que estaba sereno, que no había motivos para dramatizar la situación.

—Hasta la vista, Luciano...

—Hasta la vista, Huberto...

—Besa a Catalina y a los niños de mi parte...

A cien metros, se volvió y vio a Luciano con la garlopa en la mano y el cigarrillo apagado entre los labios, que le miraba alejarse por la perspectiva cada vez más estrecha de la empinada calle.

Un poco más tarde, bajaba la escalera de piedra y penetraba en el sótano donde había pasado su infancia. Su madre, con las rodillas separadas bajo el delantal azul, desgranaba guisantes. La besó en la frente, como de costumbre, hizo que el gato abandonara el sillón de mimbre en el que tomó asiento luego y dijo con serenidad:

—Marta se ha marchado con Emilio... El hijo de Titina...

Si se hubiera escuchado, si por un resto de superstición no hubiese temido desafiar a la suerte, habría añadido con la misma naturalidad:

—Voy a buscarla...

¡Y a llevarla de nuevo a su casa, que era donde había de estar!

Su madre le miraba con la misma expresión que él ya había observado en la señorita Trichet y en Luciano: como a una persona que acaba de salir de una grave enfermedad y que requiere cuidados.