XII

Fue fácil llevarlo a la cama y acostarlo. Mandó Paquita que le trajesen café y aguardiente, y ella misma le ayudó a beberlo. Farruco, sentado en la cama, hipaba. No había dicho una sola palabra. No había hecho sino llorar y esconderse el rostro. El aguardiente le templó un poco. Paquita, sentada junto a él, intentaba consolarle.

—Ya verás. Nos iremos a Madrid. Y tú serás mi hijo, llevarás mi nombre, me heredarás. Yo tengo muchos amigos en la Corte. Puedo hacer que entres en palacio, o en el Ejército si prefieres. Haremos lo que te guste, y si Madrid no te gusta nos marcharemos a donde quieras. Pero ya verás cómo te gusta Madrid.

Para Paquita, Madrid era vida social e intrigas de palacio. Habló deliberadamente de personas ignoradas de Farruco, de hechos que Farruco no entendía, con ánimo de embarullarle y hacerle olvidar y dormir siquiera por aquella noche. Llegó a referirse a lindas muchachas de las que podría ser amigo y entre las que acaso hallaría novia: todo le resbalaba al muchacho en el corazón. Seguía llorando, pero en su mente empezaba a hacerse un poco la claridad, sus pensamientos daban vueltas a la misma idea y sus sentimientos a la misma pena, y todo se mezclaba y ardía en su interior.

No podía ser marino. Esto es lo que repetía su corazón, las palabras que escuchaba en su interior, las claras palabras ardientes. Asistía a la ruina de sí mismo, encerrada en aquellas palabras. Todo lo que durante años había imaginado se desmoronaba, y, de aquellos sueños, le quedaban en las manos, como remos inútiles de un bote zozobrado, el latín, el francés y el álgebra aprendidos. Los hubiera borrado de su memoria, lo borraría todo si pudiera; olvidaría hasta el nombre de las letras y todo lo que alrededor había ido acumulando en aquellos años porque le había parecido necesario para llevar noblemente el uniforme: las buenas palabras corteses y los buenos modales: todo lo que había amado porque le habían dicho que era conveniente, y aún necesario, a un guardia marina.

Estaba como náufrago, y los remos inútiles flotaban a su lado. No pensó que pudieran servirle, todavía, de sostén; no podía pensarlo. Permanecían a su lado —palabras latinas, verbos franceses, teoremas, modales— como cosa que ya no le pertenecía; no como robados, sino como lo que nunca había sido suyo, como no eran suyos la casa donde había vivido, ni los criados que le sirvieran, ni el padre que había esperado, ni aun los amores que le habían acogido. Nada era suyo. Y cuanto había pensado de sí mismo, cuanto había esperado, tampoco podía pensarlo ni esperarlo, porque tampoco le pertenecía. Estaba como náufrago desnudo, y le acometía la angustia del náufrago.

—¡Paquita! ¿Qué va a ser de mí?

—¿Pero no me estás oyendo? Nos iremos, te olvidarás de todo. Ya verás cómo dentro de poco eres otro hombre. Yo haré lo que tú quieras.

Le estorbaban la voz, el calor, las caricias de Paquita. Le estorbaban y le humillaban, porque le hablaban y acariciaban como a un niño. Quería estar solo, necesitaba quedarse a solas, en silencio, sin luz, para escucharse sin embarazo. Y si decía algo, que nadie le respondiese. Mintió.

—Quiero dormir.

—Duérmete. Apagaré la vela y me quedaré cuidándote.

—No, no, vete.

—Tendrás que cenar algo.

—No quiero nada. Vete. Déjame.

Todavía Paquita le dio un beso y le dijo palabras de consuelo; después, apagó la luz y se fue. Oyó Farruco el ruido de la llave que le cerraba por fuera; y se sintió prisionero de su propia desesperación. Se había acostado para mejor engaño de Paquita, pero, en cuanto sus pasos se alejaron, volvió a sentarse en la cama y a hundir la cabeza entre las manos. Le subía a la boca, en vaharadas ácidas, el aguardiente, y, en el alma, también como alentadas irreprimibles, la rabia por la amabilidad de Paquita, por todo lo que le había hecho y por sus promesas. Ella sabía que él no podría ser feliz, y quería engañarle. Hubiera preferido que se mantuviese dura, que volviera a pegarle, que le llamase «bastardo» y le despreciase; así podría volverse contra ella, desahogar en alguien su furor. Quedaría más tranquilo y quizá pudiese dormir. Paquita le había acostado como a un niño enfurruñado por un capricho incumplido; no había tenido escrúpulos en desnudarle. Le había acostado con la misma camisa que llevaba, porque su ropa de dormir la tenía en Los Corrales. A lo mejor se la pondría su hermano para dormir en la cama que, hasta entonces, había creído suya.

Su hermano. No lo había recordado en medio de la congoja, y ahora, sólo de mentarlo con el pensamiento, se le representó con fuerza. Lo vio vestido de alférez, pero de cabeza borrosa, sin ojos y sin cara, como si la escondiera en la oscuridad; pero de ella salía una risa monótona y ofensiva, una risa que iba derechamente a su corazón. La acompañaba con movimientos de manos, con dedos que se adelantaban y engrandecían hasta ser gigantescos, y que le apuntaban. Pero a él no le importaban las risas ni los insultos, sino el uniforme azul, galoneado de oro; el espadín que colgaba al lado izquierdo, el bicornio que cubría el rostro oscuro. No los llevaba puestos, sino como si le salieran de la carne, como si hubieran nacido en ella, como si fueran tan de Carlos como su piel. Sintió un odio atroz. Y el odio ahuyentó todos sus pensamientos, hasta quedar sólo en el corazón, y moverle, y arrancarle de la cama.

Se vistió frenéticamente, a tientas, sin hacer ruido. Tentó la puerta cerrada y luego abrió la ventana. Podía descender: lo había hecho otras veces, jugando, y podía hacerlo ahora, porque la rabia aseguraría sus pies y sus manos en el descenso. Ató los zapatos y se los echó al hombro, buscó el retenedor colgante y húmedo de la lluvia, y se agarró a él hasta que los pies tropezaron con el reborde de la ventana inferior. Calculó en la oscuridad la distancia que le separaba del seto, y se dejó caer. Quedó enredado en los mirtos, se desembarazó de ellos, calzó los zapatos, y con sigilo fue hacia las cuadras. Dio un silbido y algo se movió dentro.

—¡Canelo! ¡Eh, Canelo!

Relinchó el caballo, pero no se acercó. Fue hacia él, le desató las riendas y salió al jardín.

Llovía mansamente. Había luz en el comedor. Paquita tocaba en el piano un aire triste. Farruco cabalgó y salió al galope. Los cascos del caballo resonaron en medio de la lluvia. Se abrió una ventana y alguien se asomó pero Farruco no escuchaba ni miraba hacia atrás. Corría por la vereda del bosque. Salió al camino, pero no lo siguió, sino los atajos que conocía bien, entre sembrados que golpeaba la lluvia. Así llegó a Los Corrales. Puso el caballo al paso y se aproximó calladamente. Por encima de la tapia, sin afrontar la puerta, miró hacia la casa. Parecía de fiesta. Las tres ventanas del comedor estaban iluminadas, y las otras, las del salón, y también el zaguán, con dos faroles encendidos. Frente a la puerta había un coche de caballos.

Dejó a Canelo amarrado a un árbol del camino, saltó la cerca y se acercó a la casa pisando macizos de flores, envuelto en húmeda fragancia. Trepó a las ramas altas del nogal frontero a la puerta y, desde ellas, miró al interior. Veía la mesa alumbrada con los candelabros de plata; tres personas sentadas, y la sombra vencida de Xirome, que pasaba y repasaba con bandejas en la mano. Las ramas del nogal caían sobre la balconada, pero no se atrevió a saltar por miedo al ruido. Descendió y subió por las enredaderas. Amparado en las sombras miró al interior.

Aquel hombre serio, de casaca brillante, tenía que ser su padre, y el mozo, su hermano Carlos. Tía Javiera estaba junto a él le hablaba sonriente, le acariciaba la mano. Carlos estaba de espaldas a la ventana y no podía verle la cara. Tenía enfrente, en cambio, la de su padre. Pegó al cristal de la vidriera la cara, mojada de la lluvia y las lágrimas, y contempló a su padre largamente. Parecía preocupado y ausente de la conversación entre Carlos y doña Javiera. Detrás, con la librea puesta, Xirome aguardaba. También estaba triste. Tía Javiera le dijo algo y Xirome corrió a servir vino al alférez de fragata. Tía Javiera levantó su copa para brindar, y Carlos también, pero el padre tuvo que ser avisado. Antes de alzar la suya, sonrió y dijo algo. Tía Javiera pronunció el brindis y bebieron. Después ella se levantó y besó a Carlos. Parecía muy animada.

El agua del alero caía sobre la espalda de Farruco y le empapaba la ropa. Subía del jardín el rumor de la lluvia. Alguien salió del zaguán, chapoteando, y se acercó al coche; Farruco se metió en la sombra para no ser visto. Una voz desconocida gritó abajo:

—¡Hay que traer los caballos! Van a marcharse.

Y dos hombres, con un farol, se alejaron hacia las cuadras. Farruco volvió a mirar. Ahora hablaba don Fernando. Movía las manos pausadamente y señalaba algo que había sobre el mantel. Farruco se empinó y pudo ver trozos de pan dispuestos en orden de batalla. Tía Javiera escuchaba con asombro, y, alguna vez, Carlos intervenía y señalaba también, como si remachase lo dicho por su padre.

Pero del exterior, por el camino, llegó un tintineo de cascabeles, que Farruco conocía muy bien. Volvió a esconderse y vio el coche de Paquita entrar en el jardín, y la vio a ella apearse sin esperar a que el lacayo la abriese, y entrar en el zaguán apresuradamente. Llegó en seguida al comedor. Don Fernando, tía Javiera, Carlos, se pusieron de pie. Paquita dijo algo y don Fernando se dirigió a Carlos como ordenándole salir. Xirome, torpón, abrió la puerta del salón.

Farruco recordó su barco, el navío en miniatura que adornaba la chimenea. Iba Carlos a verlo, quizá a tocarlo. Se deslizó por la cornisa hasta la ventana del salón. No se le ocurrió que pudiera resbalar, ni, al poner los pies, tentaba la firmeza del apoyo. Alcanzó la ventana, y vio a Carlos parado frente a la chimenea y al navío: alzó una mano y tocó las velas. Farruco empujó la vidriera con estrépito, saltó al interior y se interpuso entre el barco y su hermano.

—¡Quieto! ¡No lo toques!

De un manotazo derribó el navío. Saltaron los cañoncitos, estallaron las jarcias, se quebraron los mástiles, se rompieron las amuras y el fanal de popa quedó chafado. Alguien gritó en el comedor. Carlos, asombrado, no decía palabra; pero retrocedió ante la mirada furiosa, cargada de odio, de Farruco. Se abría la puerta del comedor. Farruco corrió a la ventana y se arrojó contra el nogal: las ramas le arañaron la cara, le desgarraron la ropa, pero pudo agarrarse y descender suavemente. De las cuadras regresaban los hombres del farol, chapoteando en el barro de la vereda. Vieron correr a Farruco hacia la puerta. Desde la ventana, la voz de Paquita le llamaba, angustiada. Farruco cabalgó endemoniado, en medio de la lluvia, y se hundió en las sombras. Paquita seguía llamándole, pero su voz se perdía en la distancia.

Madrid, 1953, algún día de otoño.