I
El 2 de marzo de 1903 fue un mal día para August Esch, empleado subalterno de comercio de treinta años de edad; había discutido con su jefe y fue despedido antes de tener ocasión de despedirse por sí mismo. Y le molestaba más no haber podido decir él la última palabra que el hecho en sí del despido. Teniendo en cuenta, además, lo mucho que habría podido espetarle en pleno rostro a aquel hombre que, en realidad, ignoraba cuanto ocurría en su propio negocio, que se fiaba de las insinuaciones de un Nentwig, sin caer en la cuenta de que el tal Nentwig se embolsaba unas comisiones en cuanto se presentaba la ocasión, y que mantenía seguramente adrede los ojos cerrados porque el tal Nentwig debía de tener conocimiento de algunos manejos sucios. ¡Y de qué modo tan tonto se había dejado atacar por sorpresa! Con malas palabras le habían reprochado un error en los libros, y ahora, al reflexionar sobre ello, veía que no existía tal error. Pero los dos se habían gritado con tal furia que todo acabó en una discusión absurda, en el transcurso de la cual se encontró de pronto despedido. Naturalmente en aquel momento solo se le había ocurrido la conocida réplica de Götz von Berlichingen, mientras que ahora le venían a la mente toda suerte de respuestas oportunas. «Señor», eso es, «Señor», hubiera debido decir, y al mismo tiempo hubiera tenido que mirarle con todo desprecio; y ahora Esch lo dijo, en tono sarcástico: «Señor, ¿tiene usted una ligera idea de lo que ocurre en su negocio…?»; sí, en esta forma habría tenido que hablar, pero ahora era demasiado tarde. Después se había emborrachado y se había acostado con una chica, pero no había servido de nada; la rabia le duraba todavía y Esch seguía despotricando en su interior, mientras se dirigía a la ciudad por la orilla del Rin.
Oyó pasos tras él y, al volverse, vio a Martin, que se acercaba a toda prisa entre las dos muletas, apoyando en la madera la punta del pie de su pierna más corta. Solo le faltaba aquel tipo pisándole los talones. Esch habría continuado gustosamente su camino, aun a riesgo de recibir un muletazo en la cabeza —tenía bien merecido que le dieran de palos—, pero le pareció que era una mala jugada dejar que el lisiado corriera tras él, y se detuvo. Por otra parte tenía que preocuparse de buscar otro empleo, y Martin, que conocía a tanta gente, tal vez pudiera encontrarle algo. El tullido se acercó, dejó su pierna lisiada bamboleándose y dijo sin preámbulos:
—¿Despedido?
O sea que este ya lo sabía.
—Despedido —replicó Esch con acritud.
—¿Te queda dinero?
Esch se encogió de hombros; le alcanzaría para un par de días. Martin reflexionó.
—Creo que tengo un empleo para ti.
—Bien, pero de meterme en tu organización ni hablar.
—Lo sé, lo sé, te crees superior… Pero ya llegará. ¿Dónde vamos?
Esch no tenía una meta fija; y fueron a la taberna de mamá Hentjen. En la Kastellgasse Martin se detuvo:
—¿Te han dado un certificado decente?
—Tendré que ir a buscarlo.
—En la Mittelrheinische de Mannheim necesitan un contable para barcos o algo parecido… Siempre que no te importe irte de Colonia.
Entraron. Era un local bastante grande y oscuro, una taberna que de seguro frecuentaban los marineros del Rin desde hacía cientos de años; claro que, aparte de la bóveda ennegrecida por el humo, no quedaba nada de su largo pasado. Las paredes en torno a las mesas estaban recubiertas hasta media altura de madera marrón y un banco de obra corría a lo largo del muro. En la repisa había jarras de cerveza de Munich, y también podía verse una torre Eiffel de bronce. La torre Eiffel ostentaba una bandera negra-blanca-roja, y, si se miraba con más atención, se podían descifrar las letras doradas y desdibujadas de las palabras «Mesa reservada a los clientes». Entre las dos ventanas había una pianola con las tapas abiertas y se podía ver el cilindro de notas y el mecanismo interior. En realidad hubiera debido estar cerrada, y el que quisiera disfrutar de la música hubiera tenido que echar una moneda. Pero mamá Hentjen no era tacaña, y al cliente le bastaba meter las manos en el mecanismo y tirar de la palanca; todos los clientes de mamá Hentjen sabían cómo funcionaba el aparato. Frente a la pianola, toda la parte estrecha del fondo del local estaba ocupada por el mostrador, y detrás del mostrador había un gran espejo entre dos vitrinas llenas de multicolores botellas de licor. Cuando por la noche mamá Hentjen ocupaba su sitio en el mostrador, solía volverse, y, mirándose al espejo, retocaba con la mano aquel peinado que, como un rígido pan de azúcar, cubría de cabellos rubios su cráneo redondo y macizo. En el mostrador había algunas botellas grandes de vino y aguardiente. Porque los licores de distintos colores que llenaban las vitrinas eran raramente solicitados. Por último, entre el mostrador y una de las vitrinas, se hallaba, discretamente colocada, una jofaina de cinc con un grifo.
El local carecía de calefacción y su frío era maloliente. Los dos hombres se frotaron las manos y, mientras Esch se dejaba caer pesadamente en un banco, Martin manipuló en la pianola, que emitió roncamente en el helado ambiente las notas de la marcha de los gladiadores. Pese al ruido, se oyeron pronto pasos en una chirriante escalera de madera, y la puerta de vaivén situada junto al mostrador se abrió empujada por mamá Hentjen. Llevaba todavía el atuendo matinal de trabajo; se había atado un gran delantal de algodón azul por encima de la falda y no se había puesto todavía el corsé que usaba por las tardes, con lo que sus pechos colgaban como sacos dentro de la blusa de fustán a cuadros. Solo el peinado se mantenía erguido, como un rígido y correcto pan de azúcar, sobre el pálido rostro inexpresivo, cuya edad era muy difícil de precisar. Pero todo el mundo sabía que la señora Gertrud Hentjen contaba treinta y seis años de edad y era desde hacía mucho, mucho tiempo —habían calculado recientemente que debían de haber pasado catorce años— viuda del señor Hentjen, cuya amarillenta fotografía colgaba encima de la torre Eiffel, entre la licencia del establecimiento y un paisaje lunar, los tres con hermosos marcos negros cuajados de adornos dorados. Y a pesar de que el señor Hentjen, con aquella barba de chivo, parecía un infeliz aprendiz de sastre, su viuda le guardaba fidelidad; por lo menos no se podía decir nada de ella; y, caso de que alguno se atreviera a acercársele con miras matrimoniales, ella replicaba en tono desdeñoso: «Sí, claro, la taberna le vendría muy bien. Pero prefiero administrarla yo solita».
—Buenas, señor Geyring, buenas, señor Esch —dijo mamá Hentjen—. Hoy vienen ustedes muy pronto.
—Hace ya bastantes horas que estamos en pie, mamá Hentjen —repuso Martin—. El que trabaja quiere también comer.
Martin pidió queso y vino; Esch, que notaba todavía el vino de la noche anterior en la boca y en el estómago, pidió una copita de aguardiente. La señora Hentjen se sentó con ellos y quiso que le contaran las novedades. Esch hablaba con monosílabos y, aunque no se avergonzaba en absoluto de que le hubieran despedido, le molestaba que Geyring difundiera de esta forma el acontecimiento. «Sí, otra víctima del capitalismo», concluyó el sindicalista, «pero hay que reintegrarse al trabajo. Naturalmente, el señor barón, si quiere, puede permitirse el lujo de no dar golpe.» Pagó la cuenta y no permitió que Esch abonara su copa: «Hay que proteger a los parados…».
Cogió las muletas, que había dejado apoyadas a su lado, fijó la punta del pie izquierdo en la madera y salió del establecimiento tambaleándose entre los dos bastones.
Después de que él se hubo marchado, los otros dos permanecieron un rato en silencio; luego Esch señaló con el mentón hacia la puerta y dijo:
—Un anarquista.
La señora Hentjen encogió sus carnosos hombros:
—Y aunque lo sea, es un hombre honesto…
—Claro que es honesto —corroboró Esch.
Y la señora Hentjen prosiguió:
—… pero muy pronto le cogerán otra vez; ya en una ocasión le tuvieron encerrado seis meses. —Y añadió—: Claro que esto es asunto suyo.
Los dos callaron de nuevo. Esch reflexionaba sobre si Martin habría cojeado o no desde la infancia, un lisiado de nacimiento, se dijo, y en voz alta:
—A él le gustaría meterme en su asociación socialista. Pero yo no quiero.
—¿Por qué no? —preguntó la señora Hentjen sin interés.
—No va conmigo. Yo quiero llegar; si uno quiere llegar, tiene que haber orden.
La señora Hentjen tuvo que darle la razón:
—Es cierto, tiene que haber orden. Bueno, ahora tengo que ir a la cocina. ¿Comerá usted hoy aquí, señor Esch?
Esch lo mismo podía comer allí que en cualquier otra parte, pero, en definitiva, ¿por qué deambular con aquel viento helado?
—Aunque este año apenas nieva —dijo sorprendido por la comprobación—, el polvo de nieve le ciega a uno totalmente.
—Sí, fuera hace un tiempo pésimo —corroboró la señora Hentjen—. O sea que se queda usted aquí.
La mujer desapareció en la cocina; la puerta de vaivén osciló un buen rato aún, movimiento que Esch siguió apáticamente con la mirada hasta que la puerta se quedó quieta. Luego intentó dormir. Pero ahora sintió el frío del local; anduvo arriba y abajo, con paso un tanto duro y pesado, cogió el periódico que estaba sobre el mostrador, pero no pudo pasar las páginas de tan helados que tenía los dedos; también le dolían los ojos. Se decidió pues a buscar el calor de la cocina; entró con el periódico aún en la mano. «Quiere usted olisquear los pucheros, ¿no?», dijo la señora Hentjen, aunque al momento comprendió que hacía demasiado frío en el local, y, como tenía por costumbre no encender el fuego hasta después de comer, y se mantenía fiel a esta regla, le permitió que le hiciera compañía. Esch la observaba mientras ella trasteaba con las ollas, y le hubiera gustado cogerla por los pechos, pero la fama que ella tenía de ser inabordable hizo que este deseo muriera al nacer.
Cuando la muchacha que la ayudaba en la cocina salió un momento, Esch dijo:
—Esto de que usted quiera vivir tan sola…
—Vaya, conque ahora va a empezar usted también con esta canción.
—No —repuso Esch—, es solo un decir.
La señora Hentjen había adquirido una expresión extrañamente concentrada; era como si algo le diera asco, porque se sacudió haciendo oscilar sus senos y luego siguió trabajando con aquel semblante vacío y aburrido que todos conocían. Esch se puso a leer el periódico junto a la ventana; finalmente miró hacia el patio donde el viento levantaba pequeños torbellinos de polvo de nieve.
Más tarde llegaron las dos muchachas que por la noche hacían de camareras; venían sin lavar y medio dormidas. La señora Hentjen, las dos muchachas, la pequeña criada y Esch tomaron asiento alrededor de la mesa de la cocina y empezaron a comer, todos con los codos muy separados del cuerpo y las cabezas inclinadas sobre el plato.
Esch había preparado su ofrecimiento a los de Mannheim; solo faltaba adjuntar el certificado. En realidad estaba contento de que todo hubiera sucedido de aquel modo. No era bueno permanecer siempre en la misma colocación. Uno tenía que marcharse, cuanto más lejos mejor. Había que moverse; siempre se había mantenido fiel a este principio.
Por la tarde fue a la casa Stemberg & Cía., Vinos al por mayor y Bodegas, para recoger su certificado. Nentwig le hizo esperar ante la barrera de madera; gordo y fofo, echaba cuentas sentado en su escritorio. Esch golpeó impaciente la madera con las uñas. Nentwig se levantó, se acercó a la barrera y dijo mirándole desde lo alto:
—Paciencia, señor Esch. Ha venido por su certificado, claro. Pero no será tan urgente. Veamos. ¿Fecha de nacimiento? ¿Fecha de ingreso?
Esch, con la cabeza vuelta hacia otro lado, le dio estos datos, y Nentwig tomó nota. Después dictó algo y regresó con el certificado. Esch lo leyó:
—Esto no es un certificado —dijo, y devolvió el papel.
—¿Qué pasa?
—Tiene usted que certificar mi trabajo como contable.
—¡Usted, contable! Bastante ha demostrado lo que sabe hacer.
Había llegado el momento de ajustar cuentas:
—¡Creo que para sus inventarios necesitan ustedes un contable especializado!
Nentwig se desconcertó:
—¿Qué quiere usted decir?
—Quiero decir lo que digo.
Nentwig cambió de actitud y dijo casi amablemente:
—Con su agresividad únicamente consigue usted perjudicarse a sí mismo tiene un buen empleo y se disgusta con su jefe.
Esch se dio cuenta de su victoria y comenzó a explotarla:
—Con el jefe hablaré también.
—Por mí, puede usted hablar con el jefe tanto como quiera —dijo Nentwig arrogante—. Vamos a ver, ¿qué clase de certificado tiene que ser?
Esch exigió que el documento dijera: «celoso de su deber, de toda confianza, versado en todos los trabajos de contabilidad y oficina».
Nentwig quería deshacerse de él:
—No hay mucha verdad en todo esto, pero por mí…
Se volvió hacia el escribiente para dictarle la nueva versión.
Esch se había sentido ofendido:
—Así que no es verdad, ¿eh…? Entonces escriba usted, además, «muy recomendable desde todos los puntos de vista».
Nentwig hizo una reverencia:
—Lo que usted mande, señor Esch.
Esch leyó el nuevo escrito y se sintió satisfecho:
—Ahora la firma del jefe —dijo en tono imperioso.
A Nentwig esto le pareció ya demasiado, y gritó:
—¿Acaso la mía no le parece bien?
—Si usted tiene facultad para firmar, para mí es lo mismo —fue la generosa y ampulosa respuesta de Esch.
Y Nentwig firmó.
Esch salió a la calle y se dirigió al buzón más próximo. Silbaba; se sentía rehabilitado. Tenía el certificado; perfecto. Lo incluyó en el sobre que contenía su ofrecimiento a la Mittelrheinische. El hecho de que Nentwig hubiera cedido demostraba que no tenía la conciencia tranquila. Los inventarios habían sido, pues, falseados, y era necesario entregar aquel sujeto a la policía. Sí, constituía un simple deber ciudadano el denunciarle de inmediato. La carta se había deslizado sorda y suavemente dentro del buzón, y Esch, con los dedos aún en la trampilla del mismo, se preguntó si debía ir directamente a la comisaría. Indeciso, dio algunos pasos. Había hecho mal al enviar el certificado, hubiera debido devolvérselo a Nentwig; sacarle primero un certificado e ir luego a denunciarle no era honesto. Pero ya estaba hecho, y sin certificado le habría resultado muy difícil obtener el puesto en la compañía naviera Mittelrheinische. No le quedaría otra alternativa que volver a la casa Stemberg. Y se figuró que tal vez el jefe le daría el puesto de Nentwig por haber descubierto la falsificación, ya que Nentwig debería permanecer un tiempo en la cárcel. Pero ¿y si el propio jefe estuviera involucrado en las cochinadas? En cualquier caso, entonces, la investigación policíaca daría al traste con todo el tinglado. Esto daría como resultado una casa en quiebra, pero no una plaza de contable. Y en los periódicos se hablaría de «la venganza de un empleado despedido». Y, en definitiva, él acabaría siendo sospechoso de complicidad. Y, para él, no habría ni certificado ni posibilidad de encontrar trabajo en ninguna parte. Esch se alegró de la agudeza con que sacaba conclusiones, pero estaba furioso. «Sucia pocilga de cerdos», dijo para sus adentros. Se había detenido en la explanada delante de la ópera, y echaba sus maldiciones al viento que le llenaba los ojos de nevisca helada. No sabía qué hacer. Finalmente decidió aplazar la cuestión; en caso de que no le dieran el empleo los de la Mittelrheinische, siempre habría tiempo de dejar actuar a Némesis. Con las manos en los bolsillos de su raída chaqueta, a través de la tarde que iba oscureciendo, se dirigió, en realidad para guardar las formas, a la comisaría de policía. Observó a los centinelas durante un rato. Cuando apareció un coche celular lleno de detenidos, esperó a que descendieran todos y, al ver que el empleado cerraba la puerta sin que Nentwig apareciera entre ellos, se sintió decepcionado. Permaneció allí todavía un momento y por fin dio la vuelta y se encaminó hacia el Mercado Viejo. Las dos arrugas que le cruzaban las mejillas tenían ahora un surco más profundo. «Borrachín, mala uva», pensó regañándose a sí mismo. Descontento y de mal humor, pese a la victoria que tan amarga le estaba resultando, tuvo que emborracharse otra vez y acostarse con una muchacha.
La señora Hentjen, con el traje de seda marrón que, de ordinario, no solía ponerse hasta la noche, había pasado la tarde en casa de una amiga, y al regresar la invadió de nuevo aquella oleada de cólera que acostumbraba a sentir al contemplar aquella casa y aquel local en los que se veía obligada a vivir desde hacía tanto tiempo. Desde luego, con aquel negocio tenía uno bastante bien guardadas las espaldas, y, cuando sus amigas la alababan o lisonjeaban por su capacidad, experimentaba una sensación de bienestar que arreglaba muchas cosas. Pero ¿por qué no tendría a su cargo una tienda de lencería o una corsetería o una peluquería de señoras, en lugar de tener que habérselas todas las noches con aquella partida de borrachos? De no llevar el corsé bien apretado, las náuseas habrían agitado su cuerpo a la vista de aquella casa: hasta tal punto odiaba a los hombres que la frecuentaban y a los que ella tenía que servir. Aunque tal vez odiaba todavía más a las mujeres, siempre tan tontas y siempre persiguiendo a los hombres. No, entre sus amigas no había ninguna de esas que se pirran por los hombres, que se mezclan con estos sujetos y los admiten junto a sí como las perras. El día anterior había descubierto a la criada en el patio con un muchacho, y todavía le escocía agradablemente la mano con que le había dado de bofetadas: tenía ganas de emprenderla otra vez con la muchacha. Sí, las mujeres eran, quizá, más repugnantes aún que los hombres. Ella prefería a sus camareras o a las mujerzuelas que despreciaban a los hombres cuando tenían que acostarse con ellos: le gustaba hablar con estas mujeres largo y tendido, le gustaba que le contasen sus cosas, las consolaba y mimaba a fin de reparar sus sufrimientos. Por esta razón los empleos en la taberna de mamá Hentjen estaban muy solicitados, y las chicas los consideraban como algo codiciable que querían conservar a toda costa. Y mamá Hentjen se alegraba de que le tuvieran este apego y este afecto.
Arriba, en el primer piso, estaba su hermosa habitación: enorme, abarcaba con sus tres ventanas que daban a la calleja todo el ancho de la casa sobre la taberna y el vestíbulo; en el fondo, donde abajo se encontraba el mostrador, el cuarto formaba una especie de alcoba, protegida por una cortina de colores claros. Si se corría la cortina, una vez acostumbrados los ojos a la oscuridad, podían verse las camas de matrimonio. Pero la señora Hentjen no usaba este cuarto y nadie sabía si se había usado alguna vez. A una habitación tan grande es muy complicado y costoso dotarla de buena calefacción, y por eso era muy comprensible que la señora Hentjen hubiera elegido como sala de estar y dormitorio la pequeña habitación situada sobre la cocina y que usara la sala oscura y fría para guardar mercancías fácilmente corrompibles. Incluso las nueces que la señora Hentjen solía adquirir en otoño habían sido llevadas allá y yacían en gruesa capa sobre el suelo, cruzado por dos anchas franjas de linóleo verde.
La señora Hentjen, todavía de mal humor, subió a la habitación a buscar salchichas para la noche y, como el ser humano cuando está iracundo se distrae fácilmente, tropezó con las nueces, que rodaron con un ruido irritante ante sus pies. Cuando, además, pisó una, su ira aumentó y, mientras la recogía, a fin de remediar la pérdida, e iba separando cuidadosamente la cáscara rota de la nuez y se llevaba a la boca los pedacitos blancos recubiertos de amarga piel amarillenta, iba dando gritos para que acudiera la muchacha de la cocina; finalmente aquella pécora la oyó y subió atropelladamente la escalera, para ser recibida por un desordenado aluvión de insultos: naturalmente el tener trato con muchachos iba unido a robar nueces —las nueces hubieran tenido que estar junto a la ventana y resulta que uno tropezaba con ellas justo al franquear la puerta; las nueces no se trasladan por propia iniciativa desde la ventana. Cuando se disponía a levantarle la mano y la chica se protegía ya con el brazo, la señora Hentjen notó una piel de nuez en la boca y se limitó a escupir despectivamente; luego bajó al local, seguida de la llorosa muchacha.
En cuanto entró en la taberna, donde flotaban ya espesas nubes de humo de tabaco, experimentó, como casi todos los días, aquella sensación de angustia casi incomprensible pero difícil de dominar. Se dirigió al espejo y retocó maquinalmente el rubio pan de azúcar que cubría su cabeza, se alisó el vestido y no recobró la calma hasta cerciorarse de que su aspecto era excelente. Contempló ahora los conocidos rostros entre los clientes y, aunque obtenía más ganancias con las bebidas que con las comidas, sentía más simpatía por los comedores que por los bebedores. Salió de detrás del mostrador y pasó por entre las mesas preguntando si todos estaban bien atendidos. Y, cuando un cliente pedía otra ración, llamaba con cierta satisfacción a la camarera. Realmente la cocina de mamá Hentjen era algo que valía la pena.
Geyring ya estaba allí; sus muletas permanecían apoyadas junto a él; había cortado la carne que tenía en el plato en pedacitos y comía mecánicamente, al tiempo que sostenía con la mano izquierda uno de aquellos periódicos socialistas que siempre asomaban por sus bolsillos. A la señora Hentjen le gustaba Geyring, en parte porque, al ser un lisiado, no era un hombre completo, en parte porque no acudía a la taberna a emborracharse, ni a armar jaleo, ni a causa de las chicas, sino porque sencillamente su trabajo le exigía permanecer en contacto con los navegantes y trabajadores del puerto. Y, sobre todo, a ella le gustaba porque todas las noches cenaba en su taberna y siempre alababa su cocina. Se sentó a su lado.
—¿Ha estado Esch aquí? —preguntó Geyring—. Ha conseguido el empleo en la Mittelrheinische. El lunes empezará.
—Lo ha conseguido gracias a usted, señor Geyring —dijo la señora Hentjen.
—No, mamá Hentjen, todavía no hemos llegado a que la organización pueda proporcionar empleos… Falta mucho para esto… Pero ya llegará. Yo únicamente puse a Esch sobre la pista. ¿Por qué no se ha de ayudar a un muchacho de su valía aunque no sea de los nuestros?
Mamá Hentjen no se mostró muy interesada:
—Bueno, coma usted a gusto, señor Geyring, voy a traerle algo extra como obsequio mío.
Fue al mostrador y regresó con un plato que contenía una rodaja no muy grande de embutido, adornada con unas hojitas de perejil. El arrugado rostro de Geyring, rostro de un niño de cuarenta años, le sonrió agradecido con sus feos dientes, y él puso su mano sobre la de ella, blanca y carnosa, mano que ella retiró de inmediato un poco sorprendida.
Al cabo de un rato llegó Esch. Geyring levantó la mirada del periódico y le dijo:
—Enhorabuena, August.
—Gracias —contestó Esch—. O sea que ya lo sabes. Ha ido todo sobre ruedas, contestaron a vuelta de correo y me dieron el empleo. Muchas gracias por haberme dado la idea.
Pero su expresión, bajo aquel pelo oscuro y corto como un cepillo, reflejaba el estado de ánimo vacío y envarado propio del hombre descontento.
—Lo he hecho con sumo gusto —dijo Martin; luego se volvió hacia el mostrador y alzando la voz añadió—: Aquí tenemos a nuestro nuevo pagador.
—Buena suerte, señor Esch —dijo secamente la señora Hentjen, si bien salió de detrás del mostrador para tenderle la mano.
Esch, que quería demostrar que no todo el mérito era de Martin, sacó su certificado del bolsillo:
—No habría sido tan sencillo, si Stemberg no hubiera tenido que darme un certificado tan bueno.
Subrayó el «hubiera tenido» con intención, y añadió «esa compañía de cerdos». La señora Hentjen leyó el informe con aire distraído y dijo:
—Es un informe estupendo.
Geyring también lo leyó y corroboró:
—Sí, la Mittelrheinische puede estar satisfecha de haber reclutado un elemento de primera clase… Ahora tendré que decirle al presidente Bertrand que me pague una comisión por este servicio.
—Un contable perfecto, ¿verdad?, perfecto —se vanaglorió Esch.
—Es bonito poder decir esto de uno mismo —dijo la señora Hentjen—. Ahora está usted naturalmente muy orgulloso, señor Esch, y tiene sobrados motivos para ello. ¿Quiere comer algo?
Claro que quería, y, mientras la señora Hentjen le contemplaba complacida viendo que le gustaba la comida, él explicó que pronto viajaría Rin arriba y que confiaba en que le enviaran fuera; entonces habría viajes hasta Kehl y Basilea. Entretanto se fueron uniendo a ellos otros conocidos; el nuevo tesorero hizo servir vino para todos, y la señora Hentjen se retiró. Comprobó con desagrado que Esch tocaba a la camarera Hede cada vez que ella pasaba cerca de su mesa y que finalmente la hizo sentar junto a él para que bebiera con el grupo. Pero como las consumiciones subieron mucho, cuando los señores se fueron después de medianoche y se llevaron a Hede, ella le dio disimuladamente un marco.
A pesar de todo, Esch no estaba satisfecho con su nuevo empleo. Le parecía que había conseguido este puesto al precio de su salvación o, por lo menos, de su honestidad. Ahora que todo marchaba y que incluso había percibido un adelanto para el viaje en la filial que la Mittelrheinische tenía en Colonia, le entraron de nuevo las dudas sobre si debía o no formular la denuncia. Desde luego era evidente que él tendría que estar presente en las comprobaciones judiciales y que entonces no podría marcharse y, por tanto, perdería probablemente el empleo. Por un momento pensó en resolverlo enviando una carta anónima a la policía, pero desechó la idea: no podía borrarse una indecencia con otra. Para colmo le fastidiaban sus escrúpulos de conciencia; al fin y al cabo no era ningún niño, le importaban una mierda los curas y la moral; había leído todo tipo de cosas y, una vez que Geyring le presionaba de nuevo para que se afiliara al partido socialdemócrata, le había respondido: «No, no pienso unirme a vosotros los anarquistas, pero, para que veas que en parte cumplo tus deseos, tal vez me una a los librepensadores». Y aquel tipejo desagradecido había respondido que esto le daba igual. Así son los hombres, bueno, pues a Esch también podía darle igual.
A la postre hizo lo más sensato: llegado el momento, partió. Pero se sentía desplazado a la fuerza; la usual alegría de viajar no hacía acto de presencia, y, de todos modos, dejó en Colonia parte de sus cosas; dejó incluso su bicicleta. En cualquier caso, el dinero recibido para el viaje le hizo sentirse generoso. Y de pie en la estación de Maguncia, con un vaso de cerveza en la mano, con el billete en el sombrero, se acordó de los que había dejado y quiso demostrarles su afecto, y, como precisamente pasaba el vendedor de periódicos empujando su carrito, compró un par de postales. Quien merecía más que todos un saludo era Martin, pero a un hombre no se le mandan postales. Por eso la primera la dirigió a Hede; la segunda la destinó a mamá Hentjen. Después pensó que la señora Hentjen, con lo orgullosa que era, tal vez se sentiría ofendida al recibir una postal al mismo tiempo que una empleada suya y, como hoy le daba igual, rompió la primera y solo envió la de mamá Hentjen; enviaba cariñosos saludos para ella, para todos sus queridos amigos y conocidos, y para las señoritas Hede y Thusnelda desde la hermosa ciudad de Maguncia. Después se sintió de nuevo un poco solo, bebió otro vaso de cerveza y continuó su viaje a Mannheim.
Debía presentarse en la oficina central. La compañía naviera Mittelrheinische S. A. poseía un edificio propio no lejos del puerto Mühlan, una sólida casa de piedra, con columnas junto a la puerta. Daba a una calle asfaltada, muy apropiada para circular en bicicleta; era una calle nueva. La pesada puerta de cristales y hierro forjado, que de seguro se podía mover fácil y silenciosamente, estaba entreabierta, y Esch entró. Le gustó el mármol del vestíbulo. En lo alto de la escalera colgaba un letrero de cristal en cuya transparente superficie se leía en letras doradas: «Dirección». Se encaminó hacia allí. Cuando ya tenía el pie en el primer peldaño de la escalera, oyó una voz a sus espaldas: «¿Adónde va, por favor?». Se volvió y vio al portero, vestido con una librea gris en la que brillaban unos botones plateados; en la gorra también llevaba un galón de plata. Todo esto era muy bonito, pero Esch se sintió molesto: ¿qué pretendía de él aquel tipo?
—Me tengo que presentar aquí —contestó escuetamente, y se dispuso a continuar su camino.
Pero el otro no se amilanó:
—¿En la dirección?
—¿Dónde si no? —repuso Esch con acritud.
En el primer piso, la escalera terminaba en un amplio y oscuro vestíbulo. En el centro había una enorme mesa de roble y alrededor algunas sillas acolchadas. Evidentemente todo era muy elegante. Allí había otro tipo con botones plateados y le preguntó qué deseaba.
—Quiero ir a la dirección —dijo Esch.
—Los señores están celebrando una reunión del consejo administrativo —dijo el conserje—. ¿Es algo importante?
Esch no tuvo más remedio que explicarse; mostró sus papeles, el escrito de admisión, la orden de pago del adelanto para el viaje.
—También tengo un par de certificados —añadió, disponiéndose a presentar también el informe de Nentwig.
Pero constató decepcionado que aquel tipo no se dignaba ni echar una ojeada a los papeles:
—Aquí no tiene usted nada que hacer con esto. En la planta baja, al fondo del pasillo, la segunda escalera… Infórmese abajo.
Esch se quedó quieto un momento; no quería concederle el triunfo al conserje de la puerta, y preguntó de nuevo:
—¿O sea que no es aquí?
El conserje le daba ya la espalda, indiferente:
—No, esto es la antesala del presidente.
Esch se enfureció; pues no metían poco ruido con su presidente, muebles acolchados, ordenanzas plateados; a Nentwig le encantaría todo esto. Bah, un presidente de esa clase no debía de valer mucho más que un Nentwig. Pero de buena o de mala gana, Esch tuvo que retroceder. Abajo estaba el portero. Esch le miró con atención para ver si ponía mala cara, pero como el hombre tenía un aire totalmente indiferente, Esch dijo:
—Tengo que ir al departamento de admisión de personal —y se hizo mostrar el camino. A los dos pasos se volvió y, señalando con el pulgar hacia lo alto de la escalera, preguntó—: ¿Cómo se llama el de allá arriba, vuestro presidente?
—Presidente Von Bertrand —respondió el portero, y en su tono había algo que parecía respeto.
Y Esch, también con cierto respeto, repitió para sí «Presidente Von Bertrand»; aquel nombre lo había oído ya en alguna parte.
En el departamento de personal se enteró de que ejercería sus funciones en los almacenes del puerto. Cuando salía de nuevo a la calle, un carruaje se detuvo frente al edificio. Hacía frío; en los bordillos de las aceras y en los recodos de las paredes había nieve en polvo acumulada allí por el viento; uno de los caballos golpeaba el asfalto con los cascos. Se veía que estaba impaciente, y con razón. «Sin carruaje no puede hacer nada el señor presidente», pensó Esch, «en cambio nosotros podemos ir a pie.» No obstante, aquello le gustó y estaba contento de pertenecer a la empresa. Suponía, al menos, un triunfo sobre Nentwig.
En los almacenes de la Mittelrheinische, ocupó su puesto tras una mampara de cristal, al fondo de un largo tinglado. Junto a su mesa estaba la del funcionario de aduanas, y detrás brillaba una pequeña estufa de hierro. Si a uno le fastidiaba el trabajo y se sentía de nuevo solo y abandonado, encontraba siempre algo que hacer en los vagones y en los trabajos de carga. Tenía que reemprenderse la navegación a los pocos días y en las embarcaciones todo estaba en movimiento. Había grúas que oscilaban y descendían como si pretendieran picotear cuidadosamente alguna cosa de los novios, y había otras que se inclinaban sobre el agua como puentes inacabados. Naturalmente, todo esto no era nuevo para Esch, pues en Colonia había más o menos lo mismo, pero allá la larga hilera de los cobertizos resultaba familiar, era algo de lo que uno ni se daba cuenta, y, si alguien le hubiera obligado a reflexionar sobre ello, habría considerado las edificaciones, las grúas y los embarcaderos casi como algo absurdo que tenía que existir para atender inexplicables necesidades de los seres humanos. Ahora, en cambio, todo esto de lo que él formaba parte, se había transformado, en instalaciones lógicas y convenientes, y esto le hacía bien. Mientras que antes le sorprendía, con frecuencia desagradablemente, que hubiera tantas firmas exportadoras y que los tinglados, todos iguales, que se extendían a lo largo de la orilla, ostentaran tantos letreros de firmas distintas, ahora cada empresa adquiría su propia individualidad, individualidad que uno reconocía en la persona de los almacenistas, gordos o delgados, y en la de los contramaestres, rudos o amables. Hasta las inscripciones de los departamentos aduaneros de la Alemania imperial que se encontraban a la entrada de la zona acotada del puerto resultaban agradables: le hacían a uno adquirir conciencia de que se movía en tierra extranjera. Era una vida atada y al mismo tiempo libre, la que uno llevaba en este refugio de mercancías, que podían acumularse aquí sin pagar derechos, y era un aire de fronteras el que se respiraba detrás de las verjas de hierro de la zona aduanera. Y, a pesar de que él no llevaba uniforme y era, por así decirlo, únicamente un empleado privado, la vida en común con los funcionarios de aduana y los empleados ferroviarios le había convertido casi en un personaje oficial, que llevaba además en el bolsillo una cédula de identificación que le permitía circular por toda la zona acotada sin trabas de ningún tipo, saludado casi amistosamente en la puerta principal por los guardias. Y entonces devolvía el saludo, tiraba el cigarrillo ostentosamente dibujando un arco en el aire, para respetar la prohibición de fumar que figuraba casi en todas partes, y, convertido en un perfecto «no fumador», dispuesto en todo momento a reprender a los civiles que pudieran contravenir eventualmente el reglamento, se dirigía a largos y pesados pasos hacia la oficina, donde el jefe del almacén tenía ya las listas sobre su mesa. Entonces se pone uno los guantes de lana gris con las puntas de los dedos cortados, para que no se hielen las manos en el frío gris y polvoriento del tinglado, coge la lista y controla las cajas y los fardos amontonados. Caso de que una de las cajas esté fuera de su sitio, no dejará de mirar impaciente o con recriminación al jefe de almacén, responsable de la colocación, a fin de que reprenda a su vez a los trabajadores correspondientes. Y cuando más tarde el funcionario de aduanas que está haciendo su ronda entra en la casilla de cristal, alaba el calor de la estufa encendida, se desabrocha el cuello de la camisa del uniforme, se despereza entre exclamaciones de bienestar y se deja caer contra el respaldo de la silla, las listas están ya controladas y ordenadas en el fichero, y el examen no es severo, sino que ambos hombres se sientan frente a la mesa y comentan tranquilamente las entradas. Después el empleado ratifica la lista con la acostumbrada rúbrica de su lapicero azul, coge la copia, la guarda en su escritorio y, si les apetece, se van a la cantina.
Desde luego, Esch había mejorado con el cambio, si bien la justicia había salido perjudicada. Con frecuencia no podía dejar de pensar —y era lo único que enturbiaba su satisfacción— en si no existiría algún medio de formular la denuncia que el deber le exigía; entonces todo estaría en orden.
El inspector de aduanas Balthasar Korn procedía de una región de Alemania muy sobria. Había nacido en la zona intermedia entre las culturas bávara y sajona y recibido sus impresiones de juventud en la montañosa ciudad de Hof en Baviera. Su mentalidad oscilaba entre una sobria rudeza y una sobria codicia y, después de haberle llevado a alcanzar el grado de primer sargento en el servicio militar activo, aprovechó la ocasión que el Estado previsor brinda a sus fieles soldados y pasó al servicio de aduanas. No se había casado y vivía con su hermana Erna, también soltera, en Mannheim, y, como le fastidiaba sobremanera ver vacío el cuarto que daba al patio, convenció a August Esch para que dejara la cara habitación de la pensión y se acomodara en su casa por un precio más módico. Y aunque no estimaba del todo a Esch porque, al ser este luxemburgués, no podía comentar su servicio militar, no le habría disgustado traspasarle no solo el cuarto sino también la hermana. No escatimaba las correspondientes alusiones, que la muchacha, ya madurita, acompañaba con gestos avergonzados de denegación y con risitas. Incluso llegaba a poner en peligro la buena fama de su hermana, pues no tenía ningún reparo en llamar «señor cuñado» a Esch en la cantina ante todo el mundo, con lo cual era inevitable pensar que el así llamado compartía la cama de su patrona. Pero si Korn actuaba de tal forma no era ni mucho menos solo por broma, sino que pretendía, en parte mediante la insistencia, en parte por la presión de la opinión pública, que Esch cambiara la situación ficticia en que él le colocaba con su actuación por una realidad sólida.
Esch se trasladó de buen grado a casa de Korn. Él, que tanto había deambulado ya, se sentía en esta ocasión como abandonado. Tal vez se debiera a las calles numeradas de Mannheim, tal vez a que echaba de menos el olor de la taberna de mamá Hentjen, o quizá influyera en ello el asunto de aquel puerco, Nentwig, que todavía le pesaba en el ánimo. En resumen, se sentía solo, y por eso se quedó en casa de los dos hermanos, y siguió allí pese a que desde hacía tiempo veía de dónde soplaba el viento en casa de los Korn, y pese a que no pensaba entablar relación de ningún tipo con aquella mujer de aspecto avejentado: no hacía ningún caso del prolijo y rico ajuar que Erna había ido acumulando en el transcurso de los años y que le había mostrado con orgullo, ni tampoco le encandilaba la libreta de ahorro, con más de dos mil marcos, que ella en cierta ocasión le enseñara. Pero los esfuerzos de Korn para obligarle a caer en la trampa eran tan divertidos, que uno podía arriesgarse un poco; naturalmente había que andar prevenido y no dejarse engañar. Por ejemplo: cuando, camino de su casa, se encontraban en la cantina, Korn raras veces permitía que Esch se pagase la cerveza; y, cuando se habían desatado en improperios contra la mala calidad de las bebidas de Mannheim, nada podía hacer desistir a Korn de que debían ir a la Spatenbräu. Y si Esch se llevaba la mano al bolsillo, Korn siempre protestaba: «Ya tendrá usted ocasión de tomarse la revancha, querido cuñado». Y cuando se arrastraban por la Rheinstrasse, el señor inspector de aduanas se detenía puntualmente frente a los escaparates iluminados y apoyaba su manaza en el hombro de Esch: «Mi hermana hace tiempo que desea un paraguas como este, se lo compraré el día de su santo», o: «Todas las casas deberían tener una plancha de gas como esta», o: «Si mi hermana tuviera una máquina de lavar, sería feliz». Y como Esch no decía nada ante tales comentarios, Korn se ponía tan furioso como en otro tiempo contra los reclutas que se negaban a comprender el modo de desmontar el fusil, y cuanto más en silencio permanecía Esch andando a su lado, más encolerizaba a Korn la expresión un tanto insolente que Esch adoptaba.
Con todo, si Esch callaba en estas ocasiones, no era por avaricia. Era ahorrador y no desaprovechaba las pequeñas ventajas que pudieran presentarse, mas la contabilidad sólida y legalista de su alma no le permitía aceptar mercancías sin pagar; un servicio exige otro servicio recíproco, y las mercancías requieren un pago; además consideraba innecesario meterse en una compra precipitada; incluso le hubiera parecido cruel y grosero hacer realidad los tenaces requerimientos de Korn. Por el momento había encontrado una forma muy curiosa de desquite que, por una parte, le permitía complacer un poco a Korn, pero por otra dejaba bien claro que él no tenía prisa por casarse. Después de cenar solía invitar a Korn a darse un garbeo, lo cual les llevaba a tabernas atendidas por camareras y terminaba indefectiblemente en las callejas de mala fama. A menudo la cuenta de los dos ascendía a una bonita suma —aunque Korn se veía obligado a pagar su propia compañera—, pero valía este dinero contemplar cómo regresaba Korn a su casa: caminaba junto a él enfurruñado, con el negro bigote de cepillo totalmente en desorden, mordisqueándolo a menudo y rezongando de pésimo talante que aquella vida licenciosa a la que Esch le inducía tenía que terminar. Además Korn al día siguiente hablaba en tales términos a su hermana que la hería en sus sentimientos más delicados, echándole en cara que no sería nunca capaz de retener a un hombre junto a ella. Y si su hermana, refunfuñando, le enumeraba la de veces que había conseguido hacerlo, él le hacía resaltar despectivamente su soltería.
Un día halló Esch buena ocasión para saldar parte de su deuda. En su recorrido por los almacenes de expedición, su siempre alerta curiosidad fue atraída por la forma curiosa de unas cajas y bultos de un material teatral que estaban descargando. Un caballero pulcramente afeitado se deshacía en gestos e improperios; gritaba que trataban sus pertenencias, de incalculable valor, como si fueran leña para el fuego, y como Esch, que estaba contemplando la operación con grave expresión de entendido, dio a los trabajadores del almacén un consejo innecesario, que tuvo el efecto de hacerle aparecer ante el caballero como persona digna y especializada, el extranjero dejó caer sobre él una catarata de palabras y pronto surgió entre ellos un diálogo cordial, en el transcurso del cual el caballero, llevándose la mano al sombrero, se presentó como el director Gernerth, Gernerth con th, nuevo arrendatario del teatro Talía, que se sentiría gratamente complacido —entretanto habían finalizado las operaciones de descarga— si el señor inspector de expediciones asistiera con su honorable familia a la brillante función de estreno, para lo cual le proporcionaría gustosamente localidades a un precio reducido. Y como Esch asintiera con entusiasmo, el director se llevó la mano al bolsillo sin más preámbulos y extendió un vale para tres entradas gratuitas.
Así pues, Esch estaba ahora sentado entre los hermanos Korn ante una mesa cubierta con un blanco mantel en el teatro de variedades, cuyo programa se inició con una nueva atracción: las imágenes en movimiento llamadas cinematográficas. Estas imágenes no despertaron en ellos gran interés, ni tampoco en el resto del público; todos las tomaron poco en serio y únicamente las consideraron una introducción a la auténtica representación, aunque todos quedaron subyugados por la moderna forma artística en que se les ofrecía una comedia cuya comicidad se basaba en los efectos producidos por la ingestión de unas píldoras purgantes y en que los momentos críticos eran subrayados con redobles de tambor. Korn golpeaba sonoramente la mesa con la palma de la mano, la señorita Erna reía tapándose la boca con la mano, al tiempo que miraba picarescamente a Esch por entre los dedos, y Esch se sentía tan orgulloso como si fuera él mismo el inventor y autor del espectáculo. El humo de sus cigarrillos ascendía rectamente hacia la nube de tabaco que pronto flotó pegada al techo bajo de la sala, nube que atravesaban, adquiriendo matices plateados, los haces de luz de los focos que desde la galería iluminaban la escena. En el descanso que siguió a la exhibición de un artista cuyo arte consistía en silbar, Esch encargó tres vasos de cerveza, aunque en el teatro todo era evidentemente más caro que en cualquier otra parte, pero se alegró de que la cerveza fuera floja e insípida, de modo que se resolvió no encargar otra ronda e ir a beber algo a la Spatenbräu una vez terminada la representación. Se sintió nuevamente generoso y, mientras la prima donna expresaba lo mejor que podía su pasión y su dolor, murmuró: «Sí, el amor, señorita Erna».
Cuando se levantó de nuevo el telón tras el clamoroso aplauso que todo el público dispensó a la cantante, todo brillaba como plata, y allí arriba estaban unas mesitas niqueladas y otros objetos, también de níquel, pertenecientes a un malabarista. Sobre el terciopelo rojo que en parte cubría y en parte adornaba el aparato, descansaban las bolas y las botellas, las banderitas y las mazas, y también una enorme pila de platos blancos. De una escalera terminada en punta e igualmente niquelada y reluciente colgaban unos puñales, tal vez dos docenas, cuyas largas hojas no brillaban menos que todo el metal de la escena. El malabarista vestía un frac negro y le acompañaba una ayudante, que evidentemente llevaba consigo solo para que mostrase su belleza al público, pues llevaba una malla atornasolada muy ceñida al cuerpo y su única tarea consistía en alcanzarle al malabarista las banderitas o los platos, o en tirárselos cuando él los requería con una palmada en mitad de un ejercicio. Ella hacía todo esto con una graciosa sonrisa en los labios, y, cuando él le tiró las mazas, emitió un suave grito exótico, ya para atraer sobre sí la atención de su señor, ya para mendigar un poco del amor que él, inflexible, le negaba. Y aunque el malabarista sabía de sobra que su dureza de corazón le podía hacer perder la simpatía de la masa del público, no se dignó ni mirar a la hermosa; solo cuando llegó el momento de corresponder a los aplausos con una reverencia, señaló con un gesto displicente a su ayudante, indicando con ello que le cedía a ella un tanto por ciento de estos. A continuación, como si la afrenta que él le acababa de infringir no hubiera tenido lugar, se dirigen como buenos amigos al fondo del escenario, cogen entre los dos una gran tabla negra que nadie había visto antes y la acercan al andamio niquelado donde la fijan. Después la empujan, animándose mutuamente con suaves gritos y sonrisas, hasta colocarla inclinada como una rampa, y la atan después con hilos metálicos, que van surgiendo aquí y allá en el suelo y entre los postes. Una vez hecho esto, la hermosa ayudante emite de nuevo su suave y peculiar grito y salta con gran solemnidad sobre la tabla, la cual es tan alta que ella apenas alcanza el borde superior con los brazos extendidos. Entonces distingue uno en la parte de arriba de la tabla dos asideros a los que se coge ahora la ayudante, que se apoya con el dorso en la tabla, y esta postura forzada y artística, que hace resaltar aún más su figura con el traje relumbrante sobre el negro de la tabla, le confiere el aspecto de una crucificada. Pero ella no pierde su graciosa sonrisa, ni siquiera cuando el hombre se le acerca y la mira escrutador con los ojos entrecerrados y modifica su postura levemente, dando a entender a todos que hasta los milímetros cuentan. Todo esto tiene lugar a los acordes de un suave vals, cuyas notas enmudecen a una señal del malabarista. Se hace el silencio en la sala; desprovisto de toda música, una extraña soledad se apodera del escenario, y los camareros no pueden servir comidas ni cerveza; en actitud expectante, permanecen de pie junto a las puertas del fondo iluminadas de amarillo; todo aquel que estaba comiendo devuelve el tenedor al plato, aunque contuviera un bocado, y solo se sigue oyendo el rumor del foco que el electricista dirige de lleno sobre la crucificada. El malabarista prueba ya uno de los largos puñales en su mano asesina; echa hacia atrás la parte superior del cuerpo, y ahora es él quien emite el áspero y exótico grito, al tiempo que el cuchillo escapa silbante de su mano, cruza zumbando el escenario y se clava con un ruido sordo en la negra madera, junto al cuerpo de la muchacha crucificada. Antes de que uno se dé cuenta, tiene las manos llenas de puñales relucientes como espejos y, mientras sus gritos son cada vez más frecuentes, más bestiales y vehementes, silban los cuchillos con creciente rapidez cortando el aire tembloroso del escenario, se van clavando en la madera en trepidante sucesión y enmarcan el esbelto cuerpo, los delicados brazos desnudos, enmarcan un rostro que sigue sonriendo, con la mirada fija y sometida, un rostro conquistador e implorante, atrevido y angustiado al mismo tiempo. A Esch le faltó muy poco para levantar los brazos al cielo, crucificado él también, deseando interponer su propio cuerpo entre los amenazadores cuchillos y la tierna muchacha; y si el malabarista, como a veces suelen hacer, hubiera preguntado si algún caballero del público quería subir al escenario para colocarse ante la tabla negra, con seguridad Esch se habría ofrecido. Sí, era un pensamiento casi voluptuoso el imaginarse allá solo y abandonado, y que los largos cuchillos pudieran clavarle a la tabla como si fuera una cucaracha; pero, rectificó, él debería estar con el rostro contra la tabla, pues no se ensarta ningún escarabajo por el lado del abdomen: y la idea de hallarse con el rostro pegado a las tinieblas de la tabla, sin saber en qué momento le alcanzaría por detrás el cuchillo mortal para atravesarle el corazón y dejarle clavado a la tabla, encerraba un atractivo tan extraordinario y misterioso, constituía un anhelo de tan nueva fuerza y madurez, que se sobresaltó, como arrancado de un sueño de felicidad, cuando los redobles del tambor, del bombo y las trompetas de la orquesta subrayaron alegres la actuación del malabarista, que acababa de tirar, triunfante, el último puñal, en tanto la muchacha se deslizaba fuera del marco que la rodeaba, ahora ya completo, y los dos, cogidos de la mano, trazando arcos a guisa de saludo con el brazo que les quedaba libre y efectuando una pirueta simétrica, se inclinaban ante el público aliviado. Eran las trompetas del juicio. El culpable era aplastado como un gusano; ¿por qué no era atravesado como una cucaracha? ¿Por qué la muerte en lugar de llevar una guadaña no puede llevar un largo alfiler, o por lo menos una lanza? Uno espera siempre ser llamado a juicio, pues, por más que una vez haya estado a punto de ingresar en las filas de los librepensadores, tiene su propia conciencia. Oyó decir a Korn: «Ha sido sensacional», y esto le sonó como una blasfemia; y cuando la señorita Erna opinó que, aunque se lo pidieran, ella no se exhibiría así, desnuda, ante el público, dejando que le echaran cuchillos, para Esch fue ya demasiado y apartó con un brusco movimiento la rodilla de Erna que se apoyaba en la suya; a gente como esa no se la podía tratar bien; advenedizos sin conciencia, eso eran, y no le impresionaba en absoluto que la señorita Erna corriera continuamente a confesarse, al contrario; hasta la vida que llevaban sus amigos de Colonia le parecía más sólida y decente.
En la Spatenbräu bebió Esch en silencio su cerveza negra. Traía en su espíritu un sentimiento que podría calificarse de nostalgia. Especialmente cuando afloró al exterior en el momento en que se trató de enviar una postal a mamá Hentjen. Que Erna quisiera participar con las palabras «cordiales saludos de Erna Korn» era muy natural, pero que Balthasar se empeñara también en intervenir y estampara una gran rúbrica tras «saludos, Korn, inspector de aduanas» era una especie de homenaje a la señora Hentjen, y Esch se enterneció tanto que se sintió vacilar: ¿había satisfecho hasta el final su deuda de honesto desquite? En realidad, para completar la fiesta, hubiera debido deslizarse en la habitación de Erna y, de no haber rechazado antes a Erna de forma tan brusca, seguramente no habría encontrado la puerta cerrada. Sí, este habría tenido que ser el justo y apropiado final, pero no hizo nada para llevarlo a cabo. Le atacó una especie de parálisis y no se preocupó más de Erna, no buscó su rodilla, y no ocurrió nada, ni en el camino de regreso ni después. Tenía, en cierto modo, remordimientos de conciencia, pero luego, August Esch constató tras madura reflexión que ya había hecho bastante y que incluso podía haberle acarreado pésimas consecuencias el dedicarse en demasía a la señorita Korn: sentía pesar sobre sí un destino que levantaba su lanza amenazadora dispuesto a castigarle si continuaba comportándose como un cerdo, y algo en su interior le decía que debía permanecer fiel a alguien, aunque no sabía a quién.
Mientras Esch sentía todavía en sus espaldas la punzada de su conciencia, hasta el punto de llegar a pensar que le había atacado una corriente de aire frío, y por la noche se friccionaba la espalda con una poderosa loción hasta donde le alcanzaba el brazo, mamá Hentjen se alegró por las dos postales que él le había enviado y, antes de pegarlas definitivamente en el álbum de postales, las colocó en el marco del espejo que había detrás del mostrador. Por las noches las cogía y las mostraba a los clientes habituales. Tal vez lo hizo también para que nadie pudiera decir de ella que mantenía correspondencia en secreto con un hombre; al hacer pasar las postales de mano en mano ya no estaban dirigidas a ella sino a la taberna, personalizada en ella por pura casualidad. Por eso también estuvo de acuerdo en que Geyring se encargara de responder, si bien no permitió que el señor Geyring corriera con los gastos, sino que adquirió el día siguiente una hermosa postal, de esas llamadas panorámicas, tres veces más larga que las de tamaño corriente, que reproducía Colonia en toda la extensión de su ribera azul oscura del Rin, y con espacio suficiente para muchas firmas. Ella la encabezó con estas palabras: «Muchas gracias por las hermosas postales, mamá Hentjen». Luego Geyring dijo en tono autoritario «las damas primero», y firmaron Hede y Thusnelda. A continuación venían los nombres de Wilhelm Lassman, de Bruno May, Hoelst, Wrobek, Hülsenschmitt, John, el nombre del mecánico inglés Andrew, del piloto Wingast y, finalmente, tras algunos más que apenas podían descifrarse, el nombre de Martin Geyring. Después Geyring escribió la dirección: «Señor August Esch, contable diplomado, Puerto Franco de la Compañía Naviera M. R., S. A., Mannheim» y a continuación pasó el producto ya terminado a la señora Hentjen, quien, tras una detenida lectura, abrió un cajón de la caja, para coger del canastillo metálico, cuyo compartimento más amplio contenía los billetes de banco, un sello de correos. Ahora aquella enorme postal con tantas firmas le parecía casi un honor excesivo para Esch, quien no figuraba ni mucho menos entre los clientes distinguidos de su taberna. Pero como ella perseguía la perfección en todo cuanto hacía y en la amplia postal, pese a los numerosos nombres, había quedado un espacio en blanco lo suficiente grande como para herir su sentido de la belleza y ofrecerle la posibilidad de demostrarle a Esch cuáles eran sus límites, ocupándolo con un nombre de humilde condición, mamá Hentjen llevó la postal a la cocina para hacerla firmar por la criada, y se sintió doblemente satisfecha, ya que con ello podía también proporcionar a la muchacha una satisfacción, muy económica por cierto.
Cuando regresó al local, Martin estaba sentado en su sitio habitual, en el rincón junto al mostrador, absorto en la lectura de uno de sus periódicos socialistas. La señora Hentjen se sentó a su lado y, como tantas otras veces, le dijo bromeando: «Señor Geyring, acarreará usted mala fama a mi local si continúa leyendo aquí sus periódicos sediciosos». «Bastante rabia me dan a mí esos emborronadores de periódicos», fue la respuesta, «mientras nosotros trabajamos, ellos llenan papeles con idioteces.»
Nuevamente, la señora Hentjen se sintió un poco decepcionada frente a Geyring, pues siempre esperaba de él manifestaciones revolucionarias y llenas de odio en las que ella pudiera apacentar su propia aversión hacia el mundo. A menudo había echado una ojeada a los periódicos socialistas pero, a decir verdad, lo que había hallado en ellos le había parecido siempre muy pacífico, y por eso esperaba que el diálogo vivo le ofreciera algo más que el impreso. La tranquilizaba, por una parte, que Geyring no tuviera en buena consideración a la gente de la prensa, pues siempre le había parecido justo que uno despreciara a los otros, pero, por otra, se quedaba sin lo que esperaba. No, no había nada que hacer con un anarquista así, con alguien que permanecía sentado en su oficina del sindicato como un sargento de policía en la suya, y la señora Hentjen tuvo de nuevo el firme convencimiento de que el mundo solo era una confabulación entre los hombres establecida únicamente para perjudicar y decepcionar a las mujeres. Hizo otra tentativa:
—¿Qué es lo que no le parece bien en sus periódicos, señor Geyring?
—Arman mucho ruido con tonterías —refunfuñó Geyring—. Con su palabrería revolucionaria vuelven loca a nuestra gente y nosotros hemos de pagar el pato.
La señora Hentjen no comprendió bien; además, el asunto había dejado de interesarle. Pero por cortesía dijo suspirando:
—Desde luego, las cosas no son fáciles.
Geyring pasó una hoja y contestó en tono distraído:
—Efectivamente, las cosas no son fáciles, mamá Hentjen.
—Y un hombre como usted, siempre al pie del cañón, incansable desde la mañana hasta bien entrada la noche…
—Para nosotros tardará aún mucho en llegar la jornada de ocho horas —contestó Geyring, casi con satisfacción—. Primero será para todos los demás.
—Y a una persona así se le ponen trabas…
La señora Hentjen estaba asombrada, meneó la cabeza y contempló su peinado en el espejo.
—En el Reichstag y en los periódicos gritan mucho esos judíos —explotó Geyring—, pero cuando se trata de servir al sindicato desaparecen por el foro.
Esto sí lo comprendió la señora Hentjen, y en tono ofendido añadió:
—Están en todas partes, se hacen con todo el dinero y se arrojan sobre las mujeres como machos cabríos.
En su rostro se reflejaba de nuevo el asco. Martin levantó la vista del periódico y no pudo evitar una sonrisa:
—No hay para tanto, mamá Hentjen.
—O sea, que ahora se pone usted de parte de ellos… —en su voz se reflejaba una histérica agresividad—. No sabéis hacer otra cosa que apoyaros mutuamente, vosotros, los hombres. —Y a renglón seguido añadió—: Otra población, otra mujer.
—Es posible, mamá Hentjen —contestó Martin riendo—, pero es difícil que en otra parte haya una cocina tan buena como la de mamá Hentjen.
La señora Hentjen se apaciguó:
—En Mannheim tampoco —afirmó, mientras le tendía a Geyring la postal para que la enviara a Esch.
El director teatral Gernerth formaba parte ahora del círculo más estrecho de amigos de Esch. Pues Esch, hombre impetuoso e impulsivo, compró al día siguiente una entrada para la representación, no solo porque tenía ganas de volver a ver a la valerosa muchacha, sino también para poder buscar al terminar la función al un tanto sorprendido Gernerth en la oficina de dirección y presentarse a él como un espectador que ha pagado su entrada; además aprovechó la circunstancia para agradecerle una vez más la agradable velada del día anterior. El director Gernerth, que temía el pedido de nuevas entradas gratis y se disponía a cerrar decididamente la cartera, tuvo que mostrarse, en cambio, gratamente sorprendido. Ante tan amable acogida, Esch permaneció allí un rato y consiguió su segundo propósito: conocer al malabarista señor Teltscher y a su valerosa amiga la señorita Ilona, ambos de origen húngaro; especialmente la señorita Ilona, que dominaba muy mal el alemán, mientras el señor Teltscher, que trabajaba con el nombre artístico de Teltini y que en escena hablaba pseudoinglés, procedía de Presburgo.
El señor Gernerth, en cambio, era natural de Eger, circunstancia que causó gran alegría a Korn la primera vez que se habían encontrado, pues Eger y Hof son ciudades tan cercanas que a Korn le parecía una casualidad maravillosa que dos personas casi compatriotas se encontraran precisamente en Mannheim. Pero sus manifestaciones de alegría y sorpresa fueron pura retórica, porque el hecho de ser casi paisanos, en otra ocasión menos propicia, habría despertado en él solo indiferencia. Invitó a Gernerth a su casa y a conocer a su hermana, pues no podía soportar que su presunto cuñado tuviera amigos en privado, y por idénticos motivos el señor Teltscher fue asimismo invitado muy pronto a tomar café.
Ahora estaban sentados en torno a la mesa redonda, sobre la cual, al lado de la tripuda cafetera, se apilaba una artística pirámide de pasteles que Esch había traído, y la lluvia de la melancólica tarde de domingo corría por los cristales. El señor Gernerth, que se esforzaba por animar la conversación, dijo: «Tiene usted una vivienda muy bonita, señor inspector, grande y luminosa…», y miró por la ventana hacia la triste calle de suburbio llena de charcos. La señorita Erna especificó que era simplemente modesta, como correspondía a su condición, pero que el hogar propio era realmente lo único que embellecía la existencia. El señor Gernerth se sintió en vena poética: el hogar propio, más valioso que el oro, sí, ella podía decirlo, pero para un artista era un sueño irrealizable; ay, para él no existía el hogar; claro que tenía una vivienda, una bonita vivienda allá en Munich, donde se encontraban su mujer y sus hijos, pero él apenas conocía a su familia. ¿Que por qué no la llevaba consigo? Esta no era vida para los niños, cambiar de residencia a cada estación y todo lo demás. No, sus hijos no serían artistas, sus hijos no. Evidentemente era un buen padre y su buen corazón emocionó no solo a la señorita Erna sino también a Esch. Y tal vez porque se sentía solo, comentó: «Yo soy huérfano, puede decirse que no conocí a mi madre». «¡Dios mío!», suspiró la señorita Erna. Pero el señor Teltscher, a quien no parecía gustar el triste tema de la conversación, hizo bailar una taza de café en la yema de un dedo y todos se rieron, con excepción de Ilona, que permanecía sentada en la silla con aire ausente y que probablemente economizaba las sonrisas que se vería obligada a prodigar para amenizar la velada. Vista de cerca no era ni con mucho tan dulce y encantadora como en escena, incluso quizá un poco vulgar; su rostro era levemente fofo, con unas grandes bolsas debajo de los ojos llenas de pecas, y Esch, que se estaba volviendo desconfiado, sospechó que tal vez su hermoso pelo rubio no era auténtico, sino una peluca; pero estas ideas desaparecieron en cuanto se imaginó el cuerpo de la muchacha rodeado por puñales zumbantes. Después se dio cuenta de que los ojos de Korn también recorrían este cuerpo e intentó atraer la atención de Ilona hacia él, preguntándole si le gustaba Mannheim, si ya conocía el Rin y otras cuestiones geográficas. Desgraciadamente no tuvo éxito, pues Ilona se limitó a contestar solo de vez en cuando y equivocadamente con un «sí, desde luego», y daba la impresión de no desear establecer ningún contacto ni con él ni con Korn; bebía su café con aire serio y meditabundo, e incluso cuando Teltscher le susurró algo en su idioma patrio, evidentemente algo desagradable, apenas le prestó atención. La señorita Erna, entretanto, le estaba diciendo a Gernerth que una feliz vida familiar era lo más hermoso de este mundo, y le daba a Esch golpecitos con la punta del pie, ya fuera para animarle a imitar el ejemplo de Gernerth, ya fuera únicamente para distraer su atención de la húngara, cuya belleza, sin embargo, no dejó de alabar: pues no escapó a su mirada de lagartija la codicia con que su hermano contemplaba a aquella mujer, y le pareció más conveniente que la hermosa le tocara en suerte a su hermano y no a Esch. Acarició pues las manos de Ilona, y alabó su blancura, corrió la manga hacia arriba y dijo que la señorita tenía una piel finísima, Balthasar podía comprobarlo. Balthasar le puso encima su garra peluda. Teltscher se rió y dijo que todas las húngaras tenían una piel suave como la seda, a lo cual Erna, que también tenía piel, replicó que todo dependía del cuidado con que se tratara y que ella se lavaba el rostro con leche todos los días. Ciertamente, dijo Gernerth, ella poseía un cutis maravilloso, un cutis en verdad internacional, y el rostro marchito de la señorita Erna se iluminó en una amplia sonrisa que dejó ver unos dientes amarillos y un hueco entre las muelas a la izquierda del maxilar superior, y enrojeció hasta las sienes, donde le colgaban unos pequeños mechones castaños algo descoloridos.
Había ido cayendo la tarde; la mano de Korn sostenía cada vez con más firmeza la de Ilona, y la señorita Erna esperaba que Esch, o por lo menos Gernerth, hiciera otro tanto con la suya. No se atrevía a encender la lámpara, porque temía que Balthasar se opusiera a tal estorbo, pero por fin tuvo que levantarse para ir a buscar el licor, elaborado por ella misma, que se conservaba en una garrafa azul sobre la cómoda. Comunicando a todos orgullosamente que la receta era un secreto suyo, escanció el brebaje, que tenía un ligero sabor a cerveza pasada, pero que, en opinión de Gernerth, era delicioso, criterio que reforzó besándole la mano. Esch recordó que mamá Hentjen no podía soportar a los bebedores de aguardiente y le llenó de satisfacción pensar que ella tendría muchas cosas en contra de Korn, quien ingería una copa tras otra haciendo chasquear la lengua y relamiéndose el oscuro bigote hirsuto. Korn sirvió también a Ilona, y probablemente correspondía a su inmutable indiferencia e inmovilismo el permitir que él le acercase la copa a los labios y el no dar la menor importancia al gesto de él cuando rozó con sus labios y su bigote el borde de la copa diciendo que esto era un beso. Es muy posible que Ilona no comprendiera, en cambio Teltscher tenía que darse cuenta de lo que estaba sucediendo y era inaudito que lo contemplara impasible. Tal vez sufriera en su interior, pero era demasiado educado para provocar una escena. Esch sintió enormes deseos de intervenir en su lugar, pero se acordó del tono áspero con que Teltscher requería en escena los servicios de la animosa muchacha. ¿Acaso pretendía humillarla intencionadamente? ¡Algo tenía que ocurrir, uno debía interponerse con los brazos extendidos! Pero Teltscher le puso con alegre ademán la mano en el hombro, le llamó colega y confrère y, como Esch le mirase interrogativamente, le dijo señalando a las dos parejas: «Bueno, nosotros, los solteros, debemos mantenernos unidos». A lo que la señorita Erna, cambiándose de sitio y sentándose entre Esch y Gernerth, repuso: «Entonces yo tengo que apiadarme de ustedes». «Claro, un pobre artista siempre resulta poca cosa», replicó molesto el señor Gernerth. «¡Ay, esos comerciantes!» Teltscher opinó que Esch no debía permitir que se dijera esto, ya que únicamente en la profesión de comerciante se podían encontrar solidez y amplios horizontes. También el teatro podía considerarse, evidentemente, como un negocio, y de los más difíciles; por eso sentía profundo respeto por el señor Gernerth, el cual no solo era su director sino en cierto modo también su socio y a quien, desde luego, dentro de su estilo, podía considerarse un buen comerciante, aunque no siempre supiera sacar provecho de sus posibilidades de éxito en la medida correspondiente. Él, Teltscher-Teltini, podía opinar sobre ello con conocimiento de causa, porque había empezado como comerciante antes de dedicarse a la profesión de artista. «¿Y cuál es el final de la canción? Pues que estoy sentado aquí, cuando podría tener en América contratos estupendos… ¿O es que mi número no es de primera?» A Esch le vino de pronto a la mente un recuerdo confuso: ¿qué tenía el comercio para que lo alabasen tanto? Y esta solidez tan ponderada estaba muy lejos de ser real. Se lo dijo sin ambages y concluyó: «Naturalmente, hay diferencias. Por ejemplo, el señor Nentwig y el presidente Von Bertrand son ambos hombres de negocios, el primero es un cerdo y el segundo… el segundo es otra cosa, es mejor». Korn refunfuñó en tono despectivo que Bertrand era un oficial fugado del ejército, todo el mundo lo sabía, y que, por tanto, no tenía de qué presumir. A Esch no le disgustó oír esto; así pues la diferencia no era tan grande. Sin embargo, Bertrand era mejor a pesar de todo. Por otra parte Esch no quería profundizar en estas cosas. Teltscher, entretanto, seguía hablando de América: allá era todo maravilloso, se podía llegar muy alto, sin necesidad de matarse trabajando inútilmente como aquí. Y recurrió a una cita: «América, para ti todo es fácil». Gernerth suspiró; si uno al menos fuera lo bastante comerciante, las cosas serían de otra manera: él había sido muy rico una vez pero, pese a su talento comercial, tenía la confianza infantil de un artista, y todo el capital, casi un millón de marcos, le había sido arrebatado mediante una estafa. ¡Para que viera el señor Esch lo rico que había sido el director Gernerth! Tempi passati. Pero sabría rehacerse. Pensaba en un monopolio teatral, una sociedad anónima por cuyas acciones la gente se pelearía. Solo había que adaptarse a los tiempos que corrían y, desde luego, reunir el capital. Besó nuevamente la mano de la señorita Erna, se hizo llenar otra vez la copa y dijo relamiéndose: «Delicioso», sin soltar la mano que se le abandonó deliberada y gozosamente. Pero Esch, absorto en lo que estaba oyendo, apenas se dio cuenta de que el zapato de la señorita Erna se posaba sobre el suyo. Solamente entrevió, de lejos y en la oscuridad, que la amarillenta mano de Korn surgía por debajo de la axila de Ilona y no era difícil adivinar que el poderoso brazo de Balthasar Korn rodeaba la espalda de la muchacha.
Por fin tuvieron que encender la luz, y todos se pusieron a hablar a la vez, excepto Ilona, que permaneció en silencio. Y como se acercaba la hora de la función y no tenían ganas de separarse, Gernerth invitó a sus anfitriones a presenciar la representación. Se arreglaron y tomaron el tranvía para ir al centro de la ciudad. Las dos señoras se sentaron en el interior y los caballeros permanecieron en la plataforma fumando sus cigarrillos. La fría lluvia salpicaba sus rostros enrojecidos, y era agradable.
El comerciante al que August Esch solía comprar sus cigarros a buen precio se llamaba Fritz Lohberg. Era un hombre joven, más o menos de la misma edad que Esch, y tal vez por esta razón Esch, que de ordinario trataba con gente mayor, le hablaba como si el otro fuera idiota. No obstante, este idiota estaba adquiriendo importancia en su vida, una importancia no decisiva, pero en realidad al propio Esch le habría tenido que sorprender la facilidad con que se había acostumbrado a aquella tienda y se había convertido en cliente de Lohberg. La tienda le cogía de camino, cierto, pero no era motivo suficiente para que se sintiera en ella como en su casa. Desde luego era una tienda muy pulcra en la que daba gusto detenerse: el claro y puro aroma de tabaco que flotaba en la estancia proporcionaba al olfato una agradable sensación y resultaba grato pasar la mano por el pulido mostrador, en uno de cuyos extremos había siempre algunas cajas de cigarros de muestra y una cajita de cerillas junto a la caja automática, bellamente niquelada. Si uno compraba algo, recibía gratis un paquete de cerillas, lo cual demostraba una delicada generosidad. También había un enorme aparato para cortar los cigarros, y si uno quería encender de inmediato su puro, no tenía más que tendérselo al señor Lohberg y este le cortaba la punta con un breve chasquido. Era un buen lugar para pasar el rato; claro, soleado y agradable tras sus relucientes escaparates, y en estos días fríos lleno de un calorcillo bueno y podríamos decir uniforme, que se extendía por las blancas baldosas y se distanciaba benéfico de la polvorienta y excesivamente caldeada jaula de cristal del almacén. Todo esto bastaba para acudir gustosamente a este lugar después del trabajo o en el descanso del mediodía. Entonces se alababa el orden, se despotricaba sobre la porquería en que uno tenía que moverse; pero esto no se decía muy en serio, ya que Esch sabía perfectamente que el hermoso orden que él mantenía en sus libros y listas de almacén no podía traspasarse a los montones de cajas, fardos y toneles, por mucho que quisiera el encargado. Aquí en la tienda, en cambio, reinaba un extrañamente tranquilizador orden rectilíneo y una precisión casi femenina, que resultaba tanto más extraña cuanto para Esch era casi inimaginable, o al menos solo podía imaginárselo con disgusto, que una chica pudiera vender cigarros; pese a su pulcritud, era un trabajo de hombre, algo que le hacía pensar en la buena camaradería: así tenía que ser la amistad entre hombres y no tan ocasional y burda como la solidaridad sin orden de un secretario de sindicatos. Pero Esch no se planteaba problemas sobre tales cuestiones; solo surgían así, de paso. En cambio resultaba extraño y sorprendente que Lohberg no se mostrara contento con la suerte que le había tocado, y con la que hubiera podido ser feliz, y todavía resultaban más grotescas las razones que Lohberg aducía y que demostraban claramente que era un idiota. Pues, aunque había colgado de la caja automática un letrero de cartón que decía «Fumar no perjudica a nadie», y aunque adjuntaba a las cajas de cigarros hermosas tarjetas que, además de indicar la casa comercial y las especialidades, llevaban escritos los versos «Quien siempre hierbas puras ha fumado, nunca al médico ha necesitado», él mismo no creía en ello, fumaba sus propios cigarrillos solo por sentido del deber y por mala conciencia, y, en el constante temor del cáncer llamado de los fumadores, experimentaba en el corazón, en el estómago, en la faringe, los funestos efectos de la nicotina. Era un hombrecillo pequeño y flaco, con un oscuro esbozo de bigote y unos ojos sin brillo en los que destacaba el blanco, y tanto sus modales como sus movimientos, un poco sinuosos, contrastaban de modo tan chocante con todas sus convicciones como el negocio que regentaba, que sin embargo no tenía intención de cambiar por otro: no solo veía en el tabaco el envenenamiento del pueblo y el despilfarro del bienestar nacional, repitiendo constantemente que había que liberar al pueblo de ese veneno, sino que se erguía en defensor de una vida y una esencia alemana auténticas, grandes, naturales, y su mayor pesar era no poder ostentar una rotunda musculatura y una rotunda rubiez. Compensaba un poco esta desventaja siendo miembro de asociaciones antialcohólicas y vegetarianas y por eso tenía junto a la caja registradora buen número de revistas especializadas que le eran enviadas, en su mayor parte, desde Suiza. No cabía duda, era un idiota.
Esch, a quien le encantaba fumar, zamparse grandes filetes de carne y beber vino siempre que se presentaba la ocasión, no se habría dejado impresionar por los argumentos del señor Lohberg, a pesar de la fascinadora palabra «redención», repetida una y mil veces, si no hubiera visto un curioso paralelismo con la actitud de mamá Hentjen. Desde luego, mamá Hentjen era una mujer sensata, incluso excesivamente sensata, y no tenía nada que ver con este galimatías. Pero cuando Lohberg, fiel a las directrices calvinistas, que recibía a través de las revistas desde Suiza, tronaba como un cura contra los placeres sensuales y al mismo tiempo, como si fuera un orador socialista en una reunión de librepensadores, defendía una vida libre y sencilla en el seno de la naturaleza, cuando hacía pensar por su mezquina persona que el mundo tenía un gran fallo, un terrible error en el libro de contabilidad, que solo podía redimirse mediante una milagrosa inserción, en toda esta confusión únicamente quedaba claro que el negocio de mamá Hentjen y la tienda de tabacos de Lohberg padecían el mismo mal: ella tenía que ganarse el sustento con hombres borrachos, y también odiaba y despreciaba su medio de vida y su clientela. Sin lugar a dudas, era una extraña coincidencia, y Esch pensó en escribir a mamá Hentjen al respecto, para que también se sorprendiera de la casualidad. Pero no lo hizo, porque reflexionó mejor y supuso que tal vez a la señora Hentjen le chocaría o incluso la ofendería que la comparase a un hombre que, a pesar de todas sus virtudes, era un idiota. Lo dejó pues para comunicárselo de palabra: pronto iría a Colonia por exigencias del trabajo.
De todos modos, el caso Lohberg merecía ser discutido; una noche en que compartía la mesa con Korn y la señorita Erna, no pudo abstenerse de hablar de ello.
Los dos hermanos conocían, por supuesto, al comerciante de tabacos. Korn había comprado a veces en su tienda, pero nada había notado sobre sus peculiaridades: «Nadie lo diría por su aspecto», expresó como conclusión a una serie de pensamientos internos, con los que se adhería a la opinión de Esch de que se trataba de un idiota. La señorita Erna, en cambio, concibió una profunda aversión hacia aquel doble espiritual de la señora Hentjen y se preguntaba, sobre todo, si la señora Hentjen no sería el gran amor del señor Esch, tanto tiempo secreto. Debía de ser una dama muy virtuosa, pero creía sinceramente poder rivalizar con ella. En cuanto a las virtudes del señor Lohberg, naturalmente no resultaba agradable que alguien, en este caso su hermano, llenara las cortinas de humo, pero al menos esto indicaba que había un hombre en la casa. «Un hombre que no hace nada, que solo bebe agua…», ella buscaba las palabras, «me resultaría repugnante.» Y entonces preguntó si el señor Lohberg había conocido el amor de alguna mujer. «Seguro que este idiota es todo inocencia», opinó Esch, y Korn, presintiendo que con ello obtendría su aprobación, exclamó: «¡El casto José!».
Fuera por eso, fuera porque mantenía vigilado a su inquilino, o simplemente porque así ocurrió, lo cierto es que Korn se convirtió también en asiduo cliente de la tienda de Lohberg, y Lohberg se echaba a temblar cada vez que entraba el inspector de aduanas haciendo sonar sus tacones. Su temor no era injustificado. Una de las noches siguientes, poco antes de cerrar, llegó Korn con Esch a la tienda de Lohberg y dijo en tono autoritario: «Prepárate, muchacho, hoy vas a perder tu inocencia».
Lohberg puso ojos de espanto y señaló con un gesto a un hombre con el uniforme del Ejército de Salvación que estaba en el local.
—Un enmascarado —dijo Korn.
—Un amigo mío —presentó, muy confuso, Lohberg.
—Nosotros también somos amigos —hizo constar Korn, y tendió su manaza al tipo del Ejército de Salvación.
Era un muchacho pelirrojo, pecoso, con granos, a quien habían enseñado que hay que mostrarse amistoso con todas las almas; sonrió abiertamente a Korn y lanzó un cable a Lohberg:
—El hermano Lohberg nos ha prometido incorporarse hoy a luchar en nuestras filas. Por eso he venido a buscarle.
—Si se trata de lucha, nosotros vamos con vosotros. —Korn estaba entusiasmado—. Somos amigos…
—Todos los amigos son bienvenidos entre nosotros —dijo el risueño soldado del Ejército de Salvación.
Lohberg no fue consultado; tenía una expresión de chiquillo atrapado en falta y cerró la tienda con aire asustado. Esch había contemplado divertido la escena, pero como le molestaban los aires que se daba Korn, dio unos golpecitos benévolos en la espalda de Lohberg, exactamente igual que Teltscher solía hacerlo con él.
Salieron al barrio de Neckar. Cuando llegaron a la Käfertalerstrasse, oyeron ya tambores y platillos, y las piernas de soldado de Korn siguieron el ritmo. Al llegar al final de la calle, vieron a la luz del atardecer a los miembros del Ejército de Salvación a la entrada del parque. Había caído una nieve fina y acuosa, y allí donde se había reunido el pequeño grupo la nieve se había convertido en una especie de sopa negra, que se introducía helada dentro de las botas. El teniente estaba de pie sobre un banco y elevaba la voz en la naciente oscuridad: «¡Venid a nosotros! ¡Dejaos salvar! ¡El Redentor se acerca para liberar a las almas prisioneras!». Pero muy pocos acudían a su llamada, y cuando sus soldados, acompañados de tambores y platillos, entonaron un cántico sobre el amor redentor y elevaron al cielo su aleluya «¡Oh, Señor, Dios de los ejércitos, líbranos de la muerte!», casi ninguno de los civiles presentes se unió al canto, y seguramente la mayoría solo contemplaba el espectáculo por simple curiosidad. Y, pese a que los bravos soldados cantaban con toda la fuerza de sus pulmones y las dos muchachas batían ruidosamente los tambores, hubo cada vez menos gente a su alrededor a medida que iba oscureciendo y al poco tiempo estuvieron solos con su teniente y tenían de espectadores solo a Lohberg, Korn y Esch. Lohberg, probablemente, se hubiera unido a los cánticos, lo hubiera hecho sin avergonzarse ni sentir ningún temor ante Korn o ante Esch, si Korn no le hubiera ordenado mientras le daba con el codo en las costillas: «¡Cante con ellos, Lohberg!». No era una situación agradable para Lohberg y se alegró de que llegara un policía y les ordenara circular. Entonces se dirigieron a la Thomasbräu. Y habría sido, sin embargo, maravilloso que Lohberg hubiera cantado, sí, hasta puede que hubiera ocurrido un pequeño milagro, pues había faltado muy poco para que Esch elevara también su voz en alabanza del Altísimo y del amor redentor; en efecto, había faltado únicamente un ligero impulso, y tal vez el canto de Lohberg hubiera sido este impulso. Pero esto ya pertenecía al pasado.
Esch no comprendía lo que acababa de suceder allí fuera: las dos muchachas habían tocado los tamboriles, mientras su comandante permanecía de pie sobre el banco y las dirigía con un gesto, y todo ello recordaba curiosamente las órdenes que Teltscher daba a Ilona sobre el escenario. Tal vez fuera la calma repentina del atardecer, que enmudecía aquí en el límite de la ciudad, como enmudecía la música en el teatro, o la inmovilidad de los negros ramajes de los árboles que se destacaban rígidos contra el cielo cada vez más oscuro, mientras detrás en la plaza se encendían las luces en forma de arco. Todo seguía siendo incomprensible. A través de los zapatos penetraba hiriente el frío de la nieve derretida; pero no era solo por eso que Esch hubiera preferido estar sobre el banco seco, predicando la redención y la salvación, sino que sentía dentro de sí nuevamente aquella extraña sensación de huérfana soledad, y de repente había comprendido con terrible claridad que tendría que morir completamente solo. Le embargó una vaga y sin embargo curiosa esperanza de que todo sería mejor, mucho mejor, si hubiera podido estar encima del banco: vio a Ilona ante él, a una Ilona vestida con el uniforme del Ejército de Salvación, una Ilona que elevaba sus ojos hacia él en espera de un gesto liberador para tocar el tamboril y entonar el himno. Pero Korn se había plantado a su lado con su sonrisa de conejo, sacando la cabeza del cuello mojado del abrigo, y esta visión hizo que se desvaneciera la esperanza. Esch torció la boca, su expresión se tornó despectiva y casi le pareció bien que no existiera ninguna comunidad. En cualquier caso, se alegró de que el policía los hubiera dispersado.
Delante iba Lohberg con el soldado del Ejército de Salvación, sucio de barro, y con una de las dos muchachas. Esch pisoteaba la nieve tras ellos. Sí, ya toquen el tambor o lancen los platos, basta con que se lo ordenen, es siempre lo mismo y lo único que varía es el traje. Y entonan cánticos al amor en cualquier parte. «Amor perfecto y redentor», Esch no pudo contener la risa y decidió comunicar su opinión al respecto a la valiente muchacha salutista. Cuando llegaron cerca de la Thomasbräu, la muchacha se detuvo, apoyó el pie en un saliente del muro, se inclinó y empezó a abrocharse los cordones de las mojadas y deformadas botas. En aquella postura, así encogida, el negro sombrero de paja inclinado sobre las rodillas, era una masa completamente inhumana, un aborto de la naturaleza, aunque poseía, sin embargo, cierto realismo mecánico, por así decirlo, y Esch, que en otras circunstancias habría aprovechado tal postura para dar una palmadita a la parte del cuerpo más sobresaliente, se asustó un poco al comprobar que no sentía ningún deseo de hacerlo, y casi le pareció que se había derrumbado un puente más entre él y sus semejantes y echó de menos Colonia. En aquella ocasión, en la cocina, él había deseado ponerle las manos debajo de los pechos; sí, a mamá Hentjen le estaba permitido agacharse para abrocharse los zapatos. Pero como todos los hombres tienen idénticos pensamientos, Korn, que cuando estaba de buen humor tuteaba a todo el mundo, señaló a la muchacha: «¿Crees que se dejaría?». Esch le lanzó una mirada envenenada, pero Korn persistió en su idea: «Seguro que estos soldados lo hacen entre sí». Entretanto habían llegado a la cervecería y penetraron en la sala clara y ruidosa, donde olía agradablemente a asado, cebollas y cerveza.
Aquí sufrió Korn una decepción, pues los miembros del Ejército de Salvación no se dejaron convencer y no quisieron sentarse con ellos a la mesa, sino que se despidieron y se congregaron para vender sus periódicos en la sala. También Esch hubiera preferido que no le dejaran solo en compañía de Korn: todavía se agitaba en su alma un resto de esperanza de que ellos pudieran restituirle lo que había sentido allá, bajo la oscura arboleda, y que no había logrado descifrar aún. Claro que, por otra parte, estaba bien que huyeran de las tontas burlas de Korn y todavía habría sido mejor que se llevaran con ellos a Lohberg, pues Korn intentaba resarcirse a costa de Lohberg embromándole y procurando que el infeliz quebrara sus principios por medio de una ración de carne con cebolla y una jarra de cerveza. Pero el débil se mantuvo firme, dijo pausadamente: «Con la vida de los seres humanos no se juega», y no tocó ni la carne ni la cerveza, de modo que Korn, nuevamente decepcionado, y furioso además, tuvo que resignarse a ingerir él lo encargado, para que el camarero no se lo llevara intacto. Esch contemplaba el fondo oscuro de su jarra; era curioso que la salvación dependiera de que uno bebiera o no. Sin embargo, le estaba casi agradecido a aquel idiota obtuso de suaves modales. Lohberg permanecía sentado en silencio, sonriendo, y de vez en cuando uno imaginaba que iban a brotar lágrimas de sus grandes ojos blancos. Pero cuando los miembros del Ejército de Salvación, en sus idas y venidas por entre las mesas, se acercaron de nuevo a ellos, se puso en pie y pareció como si fuera a gritarles algo. Mas no lo hizo, en contra de lo que cabía esperar, sino que simplemente se quedó de pie. De pronto, sin más ni más, dijo una palabra carente de sentido, incomprensible para todos los que la oyeron; en voz muy alta y clara dijo: «Redención», y luego volvió a sentarse. Korn miró a Esch y Esch miró a Korn. Pero cuando Korn se llevó un dedo a la frente, para indicar con un movimiento circular el estado mental de Lohberg, la imagen cambió de modo altamente extraño y alarmante, y pareció que la palabra «redención» flotara liberada por encima de las mesas, retenida y no obstante liberada por un mecanismo invisible y giratorio, liberada también por los labios que la habían pronunciado. Y aunque el desprecio por el idiota no disminuyera ni un ápice, parecía que el reino de la redención existía, podía existir, debía existir, aunque solo fuera porque Korn, aquel pedazo de bestia muerta de anchas posaderas que estaba sentado en la Thomasbräu, era incapaz de pensar hasta la próxima esquina, y no digamos los confines de la libertad redimida. Y, pese a que Esch no por eso iba a transformarse en un dechado de virtudes, sino que golpeó la mesa con la jarra para pedir otra cerveza, sin embargo se quedó silencioso igual que Lohberg, y cuando Korn, tras levantarse todos de la mesa, propuso ir en busca de mujeres con el casto José, Esch se negó a acompañarlo hoy, dejó plantado en la calle al chasqueado Balthasar Korn y acompañó a su casa al comerciante de tabacos, oyendo con gran satisfacción tras de sí los improperios que les lanzaba Korn. Había cesado de nevar y, en el cálido viento que se había levantado, flotaban las feas palabras como vaporosas cintas primaverales.
En esta tribulación especial que se apodera de todo ser humano cuando dejada atrás la niñez, empieza a darse cuenta de que deberá acudir solo, rotos todos los puentes, al encuentro de su muerte única y exclusiva, en esa tribulación especial que en realidad hay que llamar ya temor de Dios, el hombre busca una compañía para poder, cogido de la mano de otro, avanzar hacia el oscuro portalón, y cuando la experiencia le ha enseñado cuán innegablemente delicioso es acostarse con otro ser humano, piensa que esta íntima unión de la piel puede durar hasta la tumba: aunque muchas cosas parezcan repugnantes, porque tienen lugar entre sábanas ordinarias y mal tendidas, o porque se podría creer que a una chica solo le interesa ser protegida por un hombre en los últimos años de su vida, sin embargo no se debe olvidar nunca que cualquier ser humano, aunque tenga la piel amarilla, sea pequeño y canijo y le falte visiblemente un diente arriba a la izquierda, invoca con sus gritos, a pesar del agujero dental, aquel amor que lo debe preservar de la muerte por la eternidad, de un miedo a la muerte que diariamente desciende con la noche sobre la criatura que duerme en soledad, un miedo que lo lame y lo envuelve como una llama, en el momento en que se despoja de sus ropas, como lo está haciendo ahora la señorita Erna: se desabrochó el descolorido corpiño de terciopelo rojo y dejó caer al suelo la falda de color verde oscuro, así como la enagua. También se quitó los zapatos; en cambio, conservó puestas las medias y el refajo blanco almidonado, sí, no acababa de decidirse a desabrocharse el corsé. Tenía miedo, pero ocultaba el miedo tras una sonrisa astuta y, a la luz oscilante de la vela que ardía sobre la mesilla de noche, se deslizó en la cama sin acabar de desnudarse.
No tardó mucho en oír los pasos de Esch en el vestíbulo; hacía mucho ruido, mucho más del que correspondía a las operaciones que realizaba. Tal vez eran incluso innecesarias tales operaciones, pues ¿para qué tenía que ir a buscar agua por segunda vez?, y el cubo no era tan pesado como para que se viera obligado a dejarlo en el suelo con tanto ruido, y precisamente ante la puerta de Erna. Cada vez que la señorita Erna le oía, no quería ser menos y también hacía ruido: se acomodaba en la cama chirriante, chocaba adrede contra la pared y, como si estuviera medio dormida, suspiraba: «¡Dios mío!», y recurría también a la tos y al carraspeo. Pero Esch era un hombre de comportamiento impulsivo y, tras haberse comunicado telegráficamente un rato con Erna de este modo, entró decidido en la habitación de la mujer.
Ahí estaba la señorita Erna, en su cama, y sonreía pícara y maligna, pero al mismo tiempo amable, mostrando el hueco donde le faltaba un diente. En realidad a él no le gustaba. De todos modos, hizo caso omiso de sus amonestaciones: «Pero, señor Esch, haga usted el favor de salir inmediatamente», y permaneció tranquilamente en la habitación, y no lo hizo solamente porque era una persona de grosera sensualidad, como la inmensa mayoría de los hombres; no lo hizo solamente porque dos personas de distinto sexo que conviven bajo un mismo techo apenas pueden escapar a la mecánica de su corporalidad y se rinden a ella irreflexivamente con la consideración «¿y por qué no?»; no lo hizo solamente porque intuía lo mismo en ella y no tomaba en cuenta sus amonestaciones; no lo hizo desde luego únicamente por seguir el impulso de sus bajos instintos, aun cuando entre estos se pudieran contar también los celos, que se despiertan en cualquier hombre cada vez que ve a una muchacha coqueteando con un tipo como el señor Gernerth, sino que para el hombre Esch era también un hecho que el placer que todo hombre cree buscar como un fin en sí mismo obedece a una finalidad superior, que él apenas intuye pero que sin embargo le domina, y que no es otra cosa que el propósito de aturdir aquel miedo poderoso que va más allá de sí mismo, aunque a veces parezca ser únicamente el miedo que se apodera del viajante de comercio, cuando se acuesta en una solitaria cama de hotel, lejos de la mujer y de los hijos; miedo y placer del viajante, que se acuesta con una camarera fea y avejentada, empleando a veces desgarradoras obscenidades y sintiendo muy a menudo remordimientos. Esch, naturalmente, al dejar violentamente el cubo en el suelo, no pensaba en la soledad que había caído de nuevo sobre él desde que abandonó Colonia, no pensaba tampoco en la soledad que reinaba en el escenario momentos antes de que Teltscher hiciera silbar sus rutilantes cuchillos. Pero ahora, al sentarse al borde de la cama de la señorita Erna e inclinarse sobre ella deseándola, quería algo más de lo que se supone anhela un hombre en el ardor del deseo, porque detrás de lo aparentemente tan palpable, y tan vulgar, se esconde siempre la nostalgia, la nostalgia del alma prisionera que busca la redención de su soledad por medio de una salvación que valía para él y para ella, sí, quizá para todos los hombres y desde luego también para Ilona, una salvación que la mujer Erna no le podía procurar, porque ni ella ni él sabían qué era lo que él buscaba. Por eso la cólera que le invadió cuando ella no le permitió llegar al final y lo rechazó suavemente con las palabras «Cuando seamos marido y mujer», y no fue solo la cólera propia del hombre despechado ni el enfado de haber descubierto la mascarada de la vestimenta de ella; era algo más, era desesperación lo que traslucían sus palabras, aunque tuvieran apariencia de algo noble, cuando, desengañado, replicó: «Bueno, pues no». Y aunque para él la negativa fue como una advertencia de Dios señalándole la castidad, salió inmediatamente de la casa en busca de una muchacha más complaciente. Esto mortificó a Erna.
Desde aquella noche hubo entre Esch y la señorita Erna una guerra abierta. Ella no dejaba escapar ninguna oportunidad para excitar el deseo de Esch, y él aprovechaba cualquier pretexto para intentar llevar a la cama a la recalcitrante sin promesa de casamiento. Las hostilidades se iniciaban por la mañana, cuando ella le llevaba el desayuno a la habitación apenas terminaba él de vestirse, concupiscente atención maternal que le llenaba de furor, y terminaban por la noche, tanto si ella cerraba su cuarto como si le permitía entrar en él. Ninguno de los dos pronunciaba nunca la palabra «amor» y, aunque no estalló entre ambos un odio declarado sino que se limitaban a intercambiar bromas malignas, se debía a que todavía no se habían poseído mutuamente.
Esch pensaba a menudo que con Ilona hubiera sido distinto y mejor, pero, por extraño que parezca, no se atrevía ni a rozarla con el pensamiento. Ilona era algo superior, como lo era también, en cierto modo, el presidente Bertrand. Y a Esch no le ofendió que una de las bromas de Erna consistiera en impedir que él se comunicara con Ilona, antes al contrario, le parecía bien, aunque le exasperaban los chuscos aspavientos y las irónicas burlas. Ahora Ilona iba casi todos los días a la casa, y entre ella y Erna había nacido una especie de amistad. Lo que ambas pudieran tener en común era un misterio para Esch: cuando él llegaba a casa y percibía el barato y penetrante perfume de Ilona, que siempre le excitaba, encontraba a las dos mujeres sumidas en un extraño y mudo diálogo: Ilona no había aprendido ni una palabra más de alemán y la señorita Erna tenía que conformarse con acariciar a su amiga, colocarla frente al espejo y toquetear con admiración su peinado y sus vestidos. Esch se sentía casi siempre excluido. Erna parecía querer ocultarle incluso la presencia de su amiga. Una noche en que estaba sentado inocentemente en su cuarto, sonó la campanilla de la puerta. Oyó que Erna abría, y no habría sospechado nada, si de pronto no hubiera girado la llave de su puerta. Se abalanzó hacia ella: ¡estaba cerrada! ¡Aquella mujerzuela lo había encerrado! Y aunque de suyo habría tenido que ignorar aquella broma tonta, el impulso de rebeldía fue más fuerte que él y empezó a gritar desaforadamente y a golpear la puerta, hasta que por fin la señorita Erna abrió y se deslizó en el cuarto con una sonrisita de conejo. «Bien», dijo, «ahora me puedo dedicar a usted… Tenemos visita, pero ya se ocupa de ella Balthasar.» Esch escapó furioso de allí.
Una noche que llegó tarde a casa, percibió de nuevo en la entrada su perfume. O sea que ella había estado otra vez allí, o estaba todavía, porque acababa de descubrir su sombrero colgado en la percha. Pero ¿dónde se escondía? La sala estaba a oscuras. En la estancia contigua se oía a Korn que roncaba. ¡Ella no se habría ido sin sombrero! Atisbó ante la puerta de Erna; tuvo la deprimente e inquietante idea de que las dos mujeres estaban juntas en la cama. Oprimió el picaporte con sumo cuidado; la puerta no cedió, estaba con el cerrojo echado, como siempre que la señorita Erna deseaba realmente dormir. Esch se encogió de hombros y se dirigió a su cuarto haciendo mucho ruido. Pero no podía permanecer en cama; miró en la sala; el perfume flotaba todavía en el aire y el sombrero seguía en la percha. Algo no marchaba bien, estaba seguro, y Esch recorrió la casa sigilosamente. De pronto le pareció percibir un susurro en la habitación de Korn; desde luego, Korn no era de esos tipos que suelen susurrar, y Esch escuchó con mayor atención: Korn gemía, gemía sin lugar a dudas, y Esch, un hombre que nada podía temer de una persona como Korn, salió huyendo descalzo hacia su cuarto, como si algo horrible le persiguiera. Hubiera querido taparse los oídos.
Por la mañana Erna le despertó de un sueño pesado y, antes de que él pudiera preguntar nada, le dijo: «¡Pst, una sorpresa. ¡Levántese!». Esch se vistió a toda prisa y, cuando entró en la cocina donde Erna estaba ocupada en sus quehaceres, ella le tomó de la mano y le condujo de puntillas a su habitación, entreabrió ligeramente la puerta y con un gesto le indicó que mirase dentro. Allí vio a Ilona: dejaba colgar fuera de la cama el brazo muy blanco, todavía sin ninguna herida de cuchillo; en su rostro, un poco hinchado, se destacaban las oscuras bolsas de debajo de los ojos, y dormía.
Desde aquel día Ilona aparecía con frecuencia a altas horas de la noche y pasó relativamente bastante tiempo hasta que Esch comprendió que Ilona pasaba la noche con Balthasar Korn, y que Erna, por así decirlo, encubría con su propio cuerpo los amores de su hermano.
Martin le visitó en su oficina del almacén. Era curioso comprobar que aquel proscrito, que parecía tener que ser expulsado por cualquier portero de empresa que respetase las órdenes, encontrase siempre la forma de entrar y, sin ocultarse lo más mínimo, con absoluta tranquilidad, se pasease por los talleres oscilando sobre sus muletas, sin que nadie le detuviera, recibiendo incluso amables saludos por parte de muchos; probablemente se debía también a que nadie se atreve a meterse con un lisiado. Precisamente en su trabajo a Esch no le hacía ninguna falta el secretario del sindicato; Martin hubiese podido esperarle perfectamente fuera, pero, por otra parte, era un hombre en quien se podía confiar: sabía cuándo podía venir y cuándo debía alejarse; era un tipo decente. «Buenos días, August», le saludó con sencillez. «Solo quería saber cómo te van las cosas. Estás muy bien aquí; has ganado con el cambio.» ¿Acaso el tullido quería recordarle que debía estarle agradecido por este maldito Mannheim? De todos modos, no se podía hacer responsable a Martin por el asunto surgido entre Korn e Ilona; así que Esch, si bien de mal talante, respondió que sí, que había sido un buen cambio. Y era verdad, en cierto modo. Pues ahora que Martin le hacía recordar su anterior trabajo y Nentwig, Esch se sentía feliz de haber perdido de vista Colonia. Seguía manteniendo en secreto la mala acción de Nentwig, como si él hubiera sido su cómplice, y el hecho de poderse encontrar en cualquier esquina con aquel pillastre le quitaba todas las ganas de regresar allá. Colonia o Mannheim, en realidad daba igual… ¿Dónde debería uno vivir para verse libre de tanta porquería? No obstante, preguntó a Martin qué novedades había en Colonia. «Más tarde», contestó Martin. «Ahora no tengo tiempo. ¿Dónde almorzarás?» Y en cuanto lo supo, se alejó aprisa con andares de pato.
Esch, a pesar de todo, se alegraba de aquel reencuentro y, como era un hombre impaciente, se le hizo muy larga la espera hasta el mediodía. Durante la noche había llegado la primavera y Esch dejó su chaqueta en el almacén. El pavimento brillaba al sol del mediodía con alegres reflejos entre los cobertizos, y había surgido de pronto la hierba, tierna y fresca, en las esquinas de las edificaciones, entre las piedras. El cálido sol del mediodía calentaba el ambiente. Al pasar por delante de las rampas de carga y descarga, pasó la mano por los rebordes de hierro que recubrían los extremos de las planchas ásperas de madera, y también el hierro estaba caliente. Caso de no ser trasladado a Colonia tendría que hacerse traer pronto su bicicleta. Se respiraba profundamente, con facilidad, y la comida tenía un sabor distinto, tal vez porque las ventanas del restaurante estaban abiertas. Martin le contó que había venido a causa de una huelga; de no ser por eso, habría tardado más tiempo. Pero en las fábricas del sur de Alemania y en las de Alsacia estaba ocurriendo algo y estas cosas trascienden enseguida.
—Por mí, pueden hacer todas las huelgas que quieran, pero nosotros debemos mantener la calma. Una huelga de transportistas sería hoy una auténtica locura… Somos un sindicato pobre y de la central no puede esperarse ni un céntimo… Sería una bonita manera de echarlo todo a rodar. Naturalmente no se puede contar con los navegantes; cuando un mulo de esos se empeña en ir a la huelga, ni el diablo puede evitarlo. A mí, tarde o temprano, me matarán a golpes. —Decía todo esto sin amargura, con aire benévolo—. Ahora ya me gritan otra vez que estoy pagado por los armadores.
—¿Por Bertrand? —preguntó Esch interesado.
—Evidentemente, también por Bertrand.
—Qué cerdo —exclamó Esch.
Martin se rió:
—¿Bertrand? Es un hombre dignísimo.
—Vaya, vaya, con que un hombre dignísimo… ¿Es verdad que es un oficial renegado?
—Sí, parece que abandonó la carrera militar. Y eso no hace más que hablar a favor del hombre.
¿O sea que esto hablaba a favor del hombre? No había nada claro, pensó Esch furioso, nada estaba claro, ni siquiera en un día tan hermoso de primavera.
—Yo solo quisiera saber por qué sigues ocupándote de estas cosas.
—Cada uno se encuentra en el lugar donde Dios le ha puesto —dijo Martin, y su cara de niño envejecido adquirió una expresión de piedad.
Después le transmitió a Esch saludos de mamá Hentjen y añadió que todos esperaban con alegría que Esch les visitara pronto.
Después de comer se dirigieron a la tienda de Lohberg. Les sobraba un poco de tiempo y Martin descansó en la maciza silla de roble que estaba frente al mostrador y que era tan sólida y limpia como todo lo que había en el local. Martin, habituado a mirar cualquier papel impreso que se pusiera a su alcance, hojeó las revistas suizas antialcohólicas y vegetarianas.
—¡Diantre! —exclamó—. He aquí casi a un correligionario. —Lohberg se sintió halagado, pero Esch le agrió la alegría—: Sí, pertenece a la cofradía de los hermanos de la limonada. —Y, para anonadarle aún más, añadió—: ¡Geyring tiene hoy una gran reunión, pero una reunión auténtica, nada de Ejército de Salvación!
—Por desgracia —comentó Martin.
Lohberg, que sentía una debilidad por las reuniones públicas y por los discursos, propuso inmediatamente asistir.
—Déjelo para otra ocasión —dijo Martin—. Esch, por lo menos, no debe acudir, pues podría perjudicarle que le vieran allí. Además, puede que las cosas se compliquen.
Esch no temía precisamente poner en peligro su empleo, pero, cosa extraña, el asistir a la reunión le parecía casi una traición respecto a Bertrand. Lohberg, en cambio, dijo en tono audaz: «Yo iré de todos modos», y Esch se sintió avergonzado por el hermano de la limonada: no, no era posible abandonar a un amigo que estaba en peligro, y, si lo hacía, jamás podría presentarse de nuevo ante mamá Hentjen. No obstante, se calló lo que había decidido. Martin explicó: «Creo que los armadores nos enviarán algunos agentes provocadores; a ellos les conviene mucho que se produzca una huelga salvaje». Y aunque Nentwig no era armador, sino el obeso administrador de un negocio de vinos, a Esch le dio la impresión que aquel malvado había metido su gordinflona mano en este pérfido asunto.
La reunión, como de costumbre, tuvo lugar en la sala de una pequeña taberna. Ante la puerta había unos policías que examinaban a los que entraban, y estos fingían no reparar en los agentes del orden. Esch llegó tarde; cuando se disponía a entrar, alguien le dio una palmadita en el hombro y, al volverse, se encontró con el inspector encargado de la vigilancia del puerto: «¿Qué le trae por aquí, señor Esch?». Esch recobró el dominio inmediatamente. En realidad, simple curiosidad; se había enterado de que Geyring, el secretario del sindicato, a quien él había conocido en Colonia, iba a hablar aquí, y como él en cierta manera pertenecía al ramo, le interesaba todo aquello. «Yo no se lo aconsejo, señor Esch», dijo el inspector, «precisamente porque usted pertenece al ramo, como acaba de decir; aquí la cosa está que arde y en nada puede beneficiarle quedarse.» «Quiero echar un vistazo», resolvió Esch, y entró.
La sala de bajo techo, adornada con retratos del emperador, del gran duque de Baden y del rey de Würtemberg, estaba de bote en bote. En el estrado había una mesa cubierta con un paño blanco y detrás de ella cuatro hombres sentados; uno de ellos era Martin. Esch, con un poco de envidia al principio por no poder ocupar él también un lugar destacado, se sorprendió de haber notado siquiera la existencia de la mesa, dado el ruidoso caos que reinaba en la sala. Y pasó un buen rato hasta que vio que un hombre se había subido a una silla en mitad de la sala y soltaba un discurso ininteligible, subrayando cada palabra —le gustaba sobre todo la palabra «demagogo»— con un gesto grandilocuente, como arrojándola contra la mesa del estrado. Era una especie de diálogo desigual, ya que la respuesta de la mesa era solo el tintineo de una campanilla a la que nadie hacía caso, pero que al fin se impuso, cuando Martin, apoyado en el respaldo de la silla y en las muletas, se levantó y acalló el griterío. En realidad no se entendía bien lo que estaba diciendo, con aquel tono algo cansado, rutinario e irónico del típico orador habituado a reuniones públicas, pero Esch se dio cuenta de que Martin valía más que todos los que vociferaban a su alrededor. Casi parecía que a Martin no le importara hacerse escuchar, pues de pronto se calló y aguantó impertérrito las imprecaciones de: «vendido a los capitalistas», «cerdo estatal», «socialista imperial», hasta que entre todos los silbidos se oyó uno más penetrante… y en medio del repentino silencio subió al estrado un oficial de la policía y dijo brevemente: «En nombre de la ley, se suspende la asamblea. Despejen la sala». Y mientras Esch era empujado a través de la puerta por los que querían salir, tuvo tiempo de ver que el oficial se dirigía a Martin.
Como obedeciendo una consigna, se precipitaron casi todos hacia la salida trasera del local. Desde luego no les sirvió de nada, pues entretanto la policía había rodeado completamente la casa, y todos tuvieron que identificarse o ir a la comisaría. En la entrada principal el tumulto era menor; Esch tuvo la suerte de encontrarse de nuevo con el inspector del puerto y pudo decirle rápidamente: «Tenía usted razón; una vez y no más», y así escapó al registro que hacía la policía. Pero la cosa no había terminado. La gente se quedó frente al local; se comportaban con moderación y solo proferían de vez en cuando gritos de protesta contra el comité, el sindicato y Geyring. Pero de pronto corrió el rumor de que los del comité y Geyring habían sido arrestados, y solo se esperaba a que la gente se marchara, para llevárselos. Entonces se produjo una conmoción general: Todos empezaron a silbar y parecía que la multitud iba a arremeter contra la policía. El amable inspector de policía, junto al que Esch se había quedado, le dio un golpecito: «Ahora sí tiene usted que esfumarse, señor Esch», y Esch, viendo que nada podía hacer allí, se retiró hasta la esquina más próxima, con la esperanza de encontrar a Lohberg en alguna parte.
Ante el local, el tumulto duró todavía un buen rato. Después aparecieron seis policías a caballo y, como estos animales, aunque dóciles, son también un poco locos, y por eso ejercen una influencia mágica sobre muchas personas, este pequeño refuerzo hípico fue decisivo. Esch vio todavía que varios obreros, con las manos esposadas y entre el silencio asustado de los demás, eran escoltados por la policía, y luego la calle quedó vacía. Donde había todavía un par de personas juntas, estas eran dispersadas bruscamente por los policías, ahora impacientes y brutales, y Esch, suponiendo con fundamento que a él no le tratarían con mayor consideración, despejó el campo.
Fue a la tienda de Lohberg. No había regresado aún, y Esch esperó de pie junto a la puerta, en la cálida noche primaveral. Ojalá no se hubieran llevado también a Lohberg con las manos esposadas. Aunque, en realidad, hubiera sido en cierto modo divertido. ¡Lo que diría Erna, si viera encadenado a aquel dechado de virtudes! Cuando Esch se disponía ya a abandonar la espera, apareció Lohberg, terriblemente excitado y casi llorando. Nunca le había pasado nada igual. Y había sido terrible. Poco a poco y de forma muy confusa supo Esch que la reunión se había desarrollado, al principio, con toda normalidad, aunque le habían gritado al señor Geyring, que había hablado muy bien, toda clase de asquerosidades. Luego se había levantado un tipo que evidentemente era uno de los agentes provocateurs de que el propio señor Geyring había hecho mención al mediodía, y había pronunciado un discurso tremendo contra los propietarios, contra el Estado y contra el propio emperador, de modo que el oficial de policía había amenazado con disolver la reunión si continuaba en aquel tono. En forma incomprensible, el señor Geyring, que debía saber perfectamente qué clase de pájaro era aquel individuo, no lo había desenmascarado como agent provocateur, sino que le protegió incluso y exigió que se le permitiera hablar. Entonces la cosa se puso naturalmente cada vez más fea y por fin la reunión fue disuelta. Los del comité y Geyring habían sido efectivamente detenidos: lo podía afirmar con plena certeza, pues había sido uno de los últimos en abandonar la sala.
Esch estaba desconcertado, en realidad más desconcertado de lo que quería admitir. Solo sabía que debía beber algo, beber vino, a fin de poner orden en el mundo: Martin, que estaba en contra de la huelga, había sido arrestado, arrestado por una policía que estaba de parte de los armadores y de un oficial renegado, una policía que arremetía bárbaramente contra un inocente… ¡tal vez porque se le había quedado a deber la cabeza de Nentwig! Y, sin embargo, el inspector del puerto se había comportado muy amablemente con él, e incluso le había protegido. Esch sintió de pronto una profunda cólera contra Lohberg; aquel maldito idiota con su eterna limonada estaba probablemente consternado solo porque esperaba una reunión pobre y edificante y no comprendía que las cosas podían ponerse muy duras. Aquella manía de constituir asociaciones le pareció de pronto a Esch nauseabunda: ¿para qué tantas asociaciones? No hacen más que cimentar el desorden y son probablemente las que provocan todo esto. De mal talante, la emprendió contra Lohberg: «Llévese de aquí esta maldita limonada o se la tiro al suelo… Si bebiera usted vino de verdad, al menos sería capaz de dar explicaciones más sensatas». Pero Lohberg se limitó a mirarle con ojos muy abiertos, en cuyo blanco se destacaban unas venitas rojas, y desde luego era totalmente incapaz de hallar una solución a las dudas de Esch, dudas que se acrecentaron a la mañana siguiente, cuando se supo que los cargadores y navegantes habían suspendido el trabajo en señal de protesta por la detención de Geyring, secretario de su sindicato. El ministerio público había presentado contra Geyring una acusación por el delito de incitar a la rebelión.
Durante la representación, Esch estuvo sentado con Gernerth en la llamada oficina de la dirección, que le recordaba siempre su jaula acristalada del almacén. Allá fuera trabajaban Teltscher e Ilona, y Esch oía cómo se clavaban los silbantes cuchillos en la tabla negra. Sobre el escritorio había una cajita blanca que tenía pintada una cruz ginebrina y debía de contener el botiquín. Seguro que en ella no había ni siquiera vendas y que nadie la había abierto desde hacía años, pero Esch estaba convencido de que Ilona entraría de un momento a otro para vendarse sus sangrantes heridas. En lugar de Ilona entró Teltscher, algo sudoroso y con aire muy satisfecho; se secó las manos con el pañuelo y dijo: «Un trabajo de primera clase, un trabajo de gran mérito… lo cual significa una buena remuneración». Gernerth echaba cuentas en su bloc de notas: alquiler de la sala, 22 marcos; impuestos, 16 marcos; iluminación, 4 marcos; honorarios… «No me importune más con todo esto», dijo Teltscher, «me lo sé de memoria… He invertido cuatro mil coronas en el negocio, y no las veré nunca más… A mí me tenía que pasar esto… Señor Esch, ¿conoce usted a alguien que me pudiera sacar de este lío? Un veinte por ciento de rebaja y a usted el diez en concepto de comisión.» Esch conocía de sobras estos estallidos y ofertas, por eso no le causaban ya ningún efecto, si bien habría ofrecido a Teltscher lo que fuera con tal de hacerle desaparecer, a él y a Ilona.
Esch estaba de mal humor. Desde que encarcelaron a Martin la vida se había oscurecido en sus cimientos: no tenía importancia que las escaramuzas con Erna se hubieran hecho insoportables y francamente molestas, pero que Bertrand se hubiera aliado con la policía y que la policía se hubiera comportado de forma tan vil era más que suficiente para exasperarle a uno, y la relación entre Ilona y Korn, que ninguno de los dos, ni tampoco Erna, se esforzaban ya en ocultar, resultaba repugnante. Era nauseabundo. No quería ni pensar en ello; pero Ilona era un ser superior. Sí, lo mejor sería no saber nada más de ella y perderla de vista para siempre. Igual que al presidente Bertrand y su Mittelrheinische. Esch lo vio claramente en el momento en que entró Ilona, ya vestida de calle, y se sentó muda y seria, sin que ninguno de los hombres le prestara atención. Ahora aparecería enseguida Korn a buscarla; entraba y salía allí como Pedro por su casa.
Ilona se había enamorado sinceramente del corpulento Balthasar Korn, tal vez porque le recordaba algún amor de juventud con algún suboficial del ejército, o tal vez simplemente porque Korn era totalmente distinto a aquel Teltscher débil, hábil, indiferente y duro de corazón, no obstante, en su misma debilidad. Desde luego Esch no quería devanarse los sesos pensando en esa cuestión; ya era bastante que una mujer, a la que él mismo había renunciado porque estaba destinada a algo superior, fuera degradada por un tipo como Korn. Lo que resultaba inexplicable era la conducta de Teltscher. El tal individuo era sin duda un rufián, pero esto no molestaba a nadie. Además todo el asunto no podía beneficiar mucho a Teltscher: Korn no reparaba en gastos e Ilona, con el vestido nuevo que él le acababa de regalar, tenía un aspecto espléndido, tan espléndido que la señorita Erna ya no secundaba la costosa pasión amorosa de su hermano con la misma benevolencia que al principio, pero Ilona no quería aceptar un solo céntimo de Korn y él tenía que imponerle a la fuerza sus regalos; tanto le amaba ella.
Korn cruzó la puerta e Ilona se abrazó a su pecho uniformado con cariñosas palabras de lengua del este. ¡No, aquello no se podía soportar! Teltscher rió: «Ella tiene que divertirse», y mientras se alejaban los dos, Teltscher le gritó a ella unas palabras en húngaro, evidentemente malignas, que le valieron no solo una mirada llena de odio por parte de Ilona, sino también la amenaza por parte de Korn, dicha medio en serio y medio en broma, de que algún día mataría a ese judío lanzador de cuchillos. Teltscher no hizo el mínimo caso, sino que volvió a sus reflexiones de negocios:
—Tenemos que presentar algún número que no resulte caro y que atraiga al público.
—Vaya sensacional descubrimiento ha hecho el señor Teltscher-Teltini —dijo Gernerth, y siguió con las cuentas de su bloc. Después levantó los ojos—: ¿Qué les parecería un espectáculo de lucha femenina?
Teltscher silbó entre dientes:
—La idea merece ser tenida en cuenta. Claro que sin algo de dinero tampoco se puede llevar a la práctica.
Gernerth garrapateó unas cifras:
—Se necesita un poco de dinero, no mucho. Las mujeres salen baratas. También se necesitarían unas mallas… Habría que interesar a alguien en el asunto.
—Yo las entrenaría —dijo Teltscher—, y también podría hacer de árbitro. Pero ¿en Mannheim? —hizo una mueca despectiva—. Como si no se viera de qué modo marchan aquí los negocios. ¿Qué piensa usted de esto, Esch?
Esch no tenía una opinión definida, pero de pronto abrigó la esperanza de que, si se trasladaba el espectáculo, Ilona podría ser liberada de las garras de Korn. Y, como Colonia era el lugar más cercano, dijo que aquella ciudad le parecía el lugar más apropiado para números de lucha; el año anterior los hubo en el circo, desde luego hechos en serio, y tuvieron éxito. «También nosotros lo haríamos en serio», dijo Teltscher lleno de buenos propósitos. Hablaron todavía mucho tiempo de unas cosas y otras, hasta que finalmente se encargó a Esch que, en su inminente visita a Colonia, se pusiera en contacto con el agente teatral Oppenheimer, a quien Gernerth habría escrito entretanto. Y si Esch lograba además reunir algún dinero para el proyecto, esto no sería solo una prueba de amistad, sino que le proporcionaría también un beneficio.
Esch no conocía de momento a nadie que pudiera aportar dinero. Pero para sus adentros pensó en Lohberg, que podía ser considerado casi como un hombre rico. ¿Podría un casto José sentir algún interés por los combates de mujeres?
Aunque con las detenciones efectuadas, los trabajadores del puerto y los navegantes habían perdido a casi todos sus dirigentes, la huelga continuaba desde hacía ya diez días. Había algunos trabajadores voluntarios, pero como no bastaban para las tareas de carga y descarga ferroviarias, y la navegación estaba en parte paralizada, se les empleaba solo en los trabajos más urgentes. En los almacenes reinaba una tranquilidad dominical. Esch estaba de mal humor, porque probablemente no le sacarían de allí antes de que terminara la huelga, y vagaba ocioso por el almacén, se rascaba la espalda contra los quicios de las puertas y finalmente escribió a mamá Hentjen. Le contó los acontecimientos relacionados con el encarcelamiento de Martin, le habló de Lohberg, pero no le dijo nada de Erna y de Korn, pues esta historia le repugnaba. Después compró otra vez varias postales y las envió a diferentes muchachas con las que se había acostado en los últimos años y cuyos nombres recordaba. Fuera, en la sombra, se hallaban los contramaestres y los jefes de almacén, y tras las puertas correderas medio abiertas de un vagón de mercancías vacío se jugaba a las cartas; Esch pensó a quién más debía escribir e intentó contar el número de mujeres que había poseído hasta el momento presente. Al no conseguirlo, le pareció que tenía entre manos una inservible lista del almacén, y, para ponerlo en claro, empezó a anotar los nombres en un papel, poniendo al lado mes y año. Después echó la suma y se sintió satisfecho, sobre todo cuando apareció Korn y como de costumbre, empezó de nuevo a decir que Ilona era una mujer estupenda, una húngara ardiente. Esch se guardó la lista en el bolsillo y dejó hablar a Korn; de todos modos no podría seguir hablando mucho tiempo. En cuanto terminara la huelga, el señor inspector de aduanas ya podía empezar a correr tras su Ilona hasta Colonia, o más lejos todavía, hasta el fin del mundo. Y casi le dio pena aquel infeliz porque no sabía lo que le esperaba; Balthasar Korn siguió pavoneándose despreocupadamente de su conquista y cuando hubo charlado lo bastante sobre Ilona, sacó un juego de naipes. Con espíritu fraternal, buscaron a un tercero y jugaron a cartas todo el día.
Al anochecer Esch fue a la tienda de Lohberg, y lo encontró sentado, con un cigarrillo en los labios, sumido en la lectura de sus revistas vegetarianas. Las puso a un lado al entrar Esch y empezó a hablar de Martin:
—El mundo está envenenado —dijo—, no solo con nicotina y con alcohol y con alimentación animal, sino con un veneno peor, que apenas conocemos… Lleno de tumores que revientan.
Tenía los ojos húmedos y febriles; daba la impresión de estar enfermo; era muy posible que realmente algún veneno minara su cuerpo. Esch, delgado pero fuerte, de pie ante él, con la cabeza vacía de tanto jugar a las cartas, no comprendía el sentido de aquella perorata idiota, apenas comprendió que hacía referencia a la detención de Martin; todo yacía envuelto en una absurda neblina y solo quedaba claro que era necesario interesar al otro en la participación en el negocio teatral. A Esch no le gustaba andarse con rodeos:
—¿Quiere usted participar en el negocio teatral de Gernerth?
A Lohberg la pregunta le cogió totalmente de sorpresa y, con los ojos muy abiertos, se limitó a decir:
—¿Cómo?
—Sí, que si quiere formar parte del negocio teatral.
—Pero yo tengo ya mi negocio de tabacos.
—Usted ha dicho en repetidas ocasiones que no le gusta, y por eso pensé que sería más feliz en otro negocio.
Lohberg movió la cabeza:
—Mientras viva mi madre, he de seguir con la tienda. La mitad le pertenece a ella.
—Lástima —dijo Esch—. Teltscher cree que con espectáculos de lucha femenina se podría ganar el ciento por ciento.
Lohberg no preguntó qué era aquello de «lucha femenina», sino que se limitó a repetir:
—Lástima.
—Yo estoy también harto de mi trabajo —siguió Esch—. Ahora están en huelga; da asco verlos deambular tontamente de un lado a otro.
—¿Y qué quiere usted hacer? ¿Piensa dedicarse al teatro?
Esch reflexionó; el teatro significaba estar siempre con Gernerth y Teltscher en alguna polvorienta oficina de dirección. Las actrices, además, le repugnaban desde que se había movido entre bastidores; no eran muy distintas a Hede o a Thusnelda. En realidad, en un día como hoy, tan vacío, no sabía lo que quería. «Huir lejos», dijo, «a América.» En una revista ilustrada había visto fotografías de Nueva York; ahora le venían a la memoria; había también la fotografía de un combate de boxeo en América, y esto le hizo pensar de nuevo en las luchas femeninas.
—Si pudiera ganar rápidamente el dinero para el viaje, me iría enseguida.
Él mismo se sorprendió de estar concibiendo aquella idea en serio y, muy en serio, empezó a echar cuentas: tenía casi trescientos marcos; si los invertía en el negocio de las luchas, podría en efecto aumentarlos, y ¿por qué un hombre como él, fuerte, capaz de trabajar, con mucha práctica en contabilidad, no podía intentar en América lo mismo que aquí? Por lo menos vería algo de mundo. Tal vez entonces Teltscher e Ilona tendrían el contrato neoyorquino del que Teltscher hablaba siempre. Lohberg interrumpió el hilo de sus pensamientos: «Precisamente usted sabe idiomas, cosa que a mí me falta». Esch asintió satisfecho; sí, con el francés se defendería en cualquier parte y el inglés no tenía misterios… pero para participar en la financiación de las luchas, no necesitaba Lohberg saber idiomas. «No, claro que no, pero sí para ir a América», opinó Lohberg. Y aunque para Lohberg resultaba inimaginable que alguien —y él menos que nadie— pudiera vivir en una ciudad que no fuera Mannheim, se fueron convirtiendo paulatinamente casi en compañeros de viaje y discutieron los gastos del pasaje y el modo de sufragarlos. La conversación, por un proceso natural y lógico, recayó de nuevo en los combates femeninos y, tras toda clase de reflexiones, Lohberg llegó a la conclusión de que podía disponer perfectamente de mil marcos para invertirlos en el negocio de Gernerth sin perjuicio del suyo. Desde luego esto no bastaba para adquirir la parte de Teltscher, pero era un buen principio, sobre todo si se añadían también los trescientos marcos de Esch.
El día terminó mejor de lo que había empezado. De regreso a su casa, iba Esch cavilando de qué modo podría encontrar el resto del dinero, y de pronto le vino a la mente la señorita Erna.
Por mucho que sedujera a Erna vincularse a Esch mediante lazos financieros, también en esto se mantuvo fiel a su principio de no otorgar nada como no fuera a su marido. Cuando ella le expuso torpemente lo que pensaba, Esch montó en cólera: ¿qué imaginaba de él?, ¿acaso que quería el dinero para sí mismo? Pero, en el mismo momento de decir esto, se dio cuenta de que en realidad no se trataba en absoluto del dinero y de que la señorita Erna era aún más injusta de lo que se hubiera podido hacer entender: naturalmente el dinero tenía que servir para rescatar a Ilona, naturalmente había que impedir solo que se echaran cuchillos sobre muchachas indefensas, naturalmente él no quería el dinero para sí, pero esto no era todo, porque además no quería saber nada de Ilona —de eso ni hablar, cuando eran otros los que aportaban el dinero—, y le pareció incluso bien tener que renunciar, ¡le importaba un comino Ilona! Él tenía otros proyectos más elevados, y con razón le ofendió que Erna le acusara de pensar únicamente en sí mismo; su grosera respuesta estuvo justificada: ella podía dejar las cosas como estaban y guardarse su maldito dinero. Pero Erna interpretó su rudeza como sentimiento de culpabilidad, se alegró de haberle pillado en falta y rezongó que conocía esos manejos, pues recordaba a cierto viajante de comercio que no solo había gozado de sus favores, sino que, además, le había causado la dolorosa pérdida de cincuenta marcos.
Desde luego era un buen día para la señorita Erna. Esch le había pedido algo que ella pudo negarle, y además llevaba zapatos nuevos, que le producían gran satisfacción y en los que se sentía cómoda. Se había sentado en el sofá y dejó asomar las puntas de los pies, moviéndolas, por debajo de los bordes del vestido, gesto que era provocador y burlón al mismo tiempo; el leve chasquido del cuero le hacía bien y daba una agradable sensación en los tobillos. Ella no tenía ganas de terminar aquella divertida conversación y, pese al rudo punto final que había puesto Esch, le preguntó de nuevo para qué quería tanto dinero. Esch respondió otra vez que podía guardarse su maldito dinero. Lohberg colaboraría gustosamente en el negocio teatral.
—¡Ah, el señor Lohberg! —exclamó la señorita Erna—. Él sí tiene recursos y puede permitírselo.
Y con esta peculiar obstinación que caracteriza al amor en determinadas ocasiones y en virtud de la cual la señorita Erna se hubiera entregado antes a un hombre que le resultara indiferente que al señor Esch, que solo podía conseguirla matrimonialmente, se sintió inclinada a incordiar a Esch y a ofrecer su dinero a Lohberg. Jugueteó de nuevo con las puntas de los pies:
—Sí, asociarse con el señor Lohberg sería otra cosa. Es un hombre de negocios muy formal.
—Es un idiota —dijo Esch, en parte por convicción y en parte por celos, celos que llenaron de satisfacción a la señorita Erna, pues precisamente lo que pretendía era suscitarlos.
—A usted no se lo doy —dijo tratando de hurgar en la herida.
Por curioso que parezca, esto no causó ningún efecto. ¿A él qué le importaba, en realidad? Había renunciado a Ilona y, de suyo, era Korn quien debía preocuparse de liberarla de los cuchillos. Esch contempló cómo Erna movía las puntas de los pies. Vaya cara pondría Erna si se le dijera que, en último término, debía entregar su dinero para Balthasar. Claro que con esto no se lograría nada. Tal vez el que debía pagar realmente era Nentwig. Porque si se quiere redimir el mundo, hay que atacar el centro del veneno, como decía Lohberg; el centro del veneno era Nentwig, o tal vez algo que se ocultaba detrás de Nentwig, algo más grande —tal vez algo tan grande y tan oculto como un presidente en su aislamiento inaccesible—, algo que uno no conocía. Todo esto podía sacar de sus casillas a cualquiera y Esch, aunque era un tipo fuerte y nada nervioso, sintió deseos de pisar los pies oscilantes de la señorita Erna para obligarla a estarse quieta.
—¿Le gustan mis zapatos? —preguntó ella.
—No —respondió Esch.
La señorita Erna se extrañó:
—Pues al señor Lohberg sí le gustarán… ¿Cuándo le traerá por aquí? Desde hace unos días usted lo tiene escondido… En resumidas cuentas, ¿es por celos, señor Esch?
¡Por favor! Podía traerlo inmediatamente, si ella tenía tantos deseos de verle, afirmó Esch, que esperaba que los dos se pusieran de acuerdo sobre el negocio.
—No es necesario que venga enseguida —dijo la señorita Erna—, puede venir por la noche a tomar café.
Bien, ya le transmitiría el recado, dijo Esch, y se marchó.
Lohberg acudió a la cita. Sostenía la taza de café en la mano y daba vueltas con la cucharilla mecánicamente. Hasta mientras bebía, dejó la cucharilla dentro de la taza, y le molestaba en la nariz. Esch estaba sentado con las piernas muy abiertas, y preguntó si iba a venir Balthasar con Ilona y otras cosas de mal gusto. La señorita Erna no le escuchaba. Miraba con interés la raquítica cabeza de Lohberg y aquellos grandes ojos en los que destacaba el blanco; su aspecto, en verdad, hacía pensar que a la más mínima se echaría a llorar. Y ella se preguntó si aquel hombre lloraría caso de sentirse enardecido de amor y de pasión. Pensó con enojo en su hermano, por haberla arrastrado a este desesperante asunto con Esch, un hombre grosero que la llenaba de inquietud, mientras que un par de casas más allá existía un comerciante digno, muy bien situado, que enrojecía cuando ella le miraba. ¿Habría conocido ya mujer? Por todas estas razones y para excitar a Esch, llevó la conversación con gran habilidad hacia el tema del amor:
—¿Es también usted un solterón empedernido, señor Lohberg? Ya se arrepentirá cuando sea viejo, se ponga enfermo y se encuentre sin nadie que le cuide.
Lohberg enrojeció:
—Estoy esperando únicamente encontrar la mujer adecuada, señorita Korn.
—¿Y no se ha presentado todavía? —dijo la señorita Erna con una sonrisa prometedora, mientras alargaba el pie por debajo del borde de la falda.
Lohberg dejó su taza en la mesa con expresión de total desconcierto.
—Él no lo ha probado aún —intervino Esch, rezumando veneno.
Lohberg recobró el equilibrio en sus convicciones:
—Solo se ama una vez, señorita Korn.
—¡Oh! —exclamó la señorita Erna.
Esto era claro e inequívoco. Esch casi se avergonzó de su vida impura y no le pareció improbable que hubiera sido ese grande y único amor el que había unido a mamá Hentjen con su esposo, y tal vez por eso ella exigía castidad y abstinencia en sus clientes. Y debía de ser terrible para mamá Hentjen tener que pagar la breve felicidad vivida con la renuncia a cualquier otro amor, y pensando en esto dijo:
—Muy bien, pero ¿qué pasa con las viudas? De acuerdo con esta teoría ninguna tendría derecho a seguir viviendo… Sobre todo si no tienen hijos… —y, como recordaba muchas cosas leídas en revistas, añadió—: A las viudas, en realidad, habría que quemarlas, a fin de…, a fin de, por así decirlo, redimirlas.
—Es usted un hombre terrible, señor Esch —dijo la señorita Erna—. El señor Lohberg no se permitiría ni siquiera pensar una cosa tan horrible.
—La redención está en Dios —dijo el señor Lohberg—. Aquel a quien Dios concede la gracia del amor, la conserva más allá de la muerte.
—Es usted un hombre inteligente, señor Lohberg, y más de uno debiera tener muy presentes sus hermosas palabras —dijo la señorita Erna—. ¡Y aún sería más hermoso que dejarse quemar por un hombre ideal! Una cosa como esta…
Esch la interrumpió:
—Si hubiera justicia, no se necesitarían sus estúpidas asociaciones para la redención… Sí, sí, sorpréndase —casi gritaba—, no se necesitaría ningún Ejército de Salvación si la policía encerrara a la gente que lo merece en lugar de encerrar a inocentes.
—Yo solo me casaría con un hombre que pudiera tener una buena pensión de jubilado o que pudiera dejar a su viuda lo necesario para vivir, una seguridad, por así decirlo —dijo la señorita Erna—. Una se ha merecido esta clase de hombre.
Esch sintió hacia ella un profundo desprecio. Mamá Hentjen jamás hablaría de este modo. Pero Lohberg dijo:
—Aquel que no deja bien claros sus asuntos antes de morir, es un mal padre de familia.
—Usted hará muy feliz a su esposa —dijo la señorita Erna.
Lohberg prosiguió:
—Si Dios me concede la suerte de hallar una compañera, confío en poder decir con toda seguridad que llevaremos un auténtico matrimonio cristiano. Nos apartaremos del mundo exterior para vivir únicamente nuestra felicidad.
Esch dijo con escarnio:
—Sí, igual que Balthasar con Ilona… Y por la noche se le puede lanzar contra ella un cuchillo.
Lohberg se indignó:
—Aquel que se emborracha con aguardiente barato no sabe apreciar un sorbo de agua cristalina, señorita Korn. Una pasión no es un amor.
La señorita Erna aplicó lo de cristalino a su persona y se sintió halagada:
—El traje que él le ha regalado vale treinta y ocho marcos. Me informé en la tienda. Explotar así a un hombre… Yo nunca me lo permitiría.
—Es necesario imponer orden —dijo Esch—. El inocente está en la cárcel y el culpable anda libre por ahí. Habría que matarle o matarse uno mismo.
Lohberg intervino, conciliador:
—Con la vida de los hombres no se juega.
—No —dijo la señorita Erna—, a quien habría que matar es a la mujer que no tiene sentimientos para el hombre… Cuando yo tengo que ocuparme de un hombre, soy una persona con sentimientos.
—Un amor auténtico, como el que enseña el Evangelio, se basa en el respeto mutuo —dijo Lohberg.
—Y usted respetará a su esposa, aunque ella no sea tan culta como usted… Tanto más si es una persona con sentimientos, como debe serlo una mujer.
—Solo una persona que tiene sentimientos está preparada y es apta para recibir la auténtica gracia redentora.
La señorita Erna dijo:
—Usted debe ser seguramente un buen hijo, señor Lohberg, un hijo que siente agradecimiento hacia su mamaíta.
A Esch esta observación le puso furioso, más furioso de lo que él mismo advertía:
—Un buen hijo por aquí, un buen hijo por allá… Me río yo del agradecimiento. Mientras se sigan cometiendo injusticias, no habrá redención en el mundo… ¿Por qué se ha sacrificado Martin y está en la cárcel?
—El señor Geyring es una víctima del veneno que devora al mundo —respondió Lohberg—. Hasta que los seres humanos no vuelvan a encontrar los caminos de la naturaleza, no dejarán de causarse daño unos a otros.
La señorita Erna dijo que ella amaba también la naturaleza y que salía con frecuencia de paseo.
—Los sentimientos nobles de la humanidad —prosiguió Lohberg— únicamente pueden despertar y desarrollarse en el seno de la naturaleza libre de Dios, una naturaleza que nos reconforta.
—Con estas ideas no ha salvado usted todavía a nadie de la cárcel —dijo Esch.
—Esto lo dice usted… —opinó la señorita Erna—. Yo, en cambio, digo que una persona sin sentimientos no es una persona. Un hombre tan inconstante como usted, señor Esch, no tiene siquiera derecho a hablar… Bah, todos son iguales.
—¿Cómo se puede tener tan mala opinión del mundo, señorita Korn?
La señorita Erna suspiró:
—Desengaños de la vida, señor Lohberg.
—Pero la esperanza nos sostiene, señorita Korn.
La señorita Erna miró pensativa al vacío:
—Efectivamente, si no hubiera esperanza… —y sacudió la cabeza—. Los hombres carecen de sentimientos, y demasiada inteligencia tampoco es bueno.
Esch se preguntó si mamá Hentjen y su marido habrían hablado así cuando se prometieron.
—En Dios y en la naturaleza divina reside toda esperanza —dijo Lohberg.
Erna no quiso ser menos que Lohberg:
—A Dios gracias yo voy con frecuencia a la iglesia y a confesar… —y añadió en tono triunfal—: Y nuestra santa religión católica tiene quizá más sentimientos que la luterana. Yo, si fuera hombre, no me casaría con una luterana.
Lohberg era demasiado cortés para contradecirla:
—Toda manera de dirigirse a Dios es igualmente digna de respeto… Cuando Dios une a dos seres, les otorga también la posibilidad de mantenerse unidos… Lo único que cuenta es la buena voluntad.
Las virtudes de Lohberg le resultaron a Esch de nuevo repugnantes, pese a que, precisamente por ellas, le había comparado a menudo con mamá Hentjen.
—Cualquier idiota puede hablar por hablar —dijo fogosamente.
Despectiva, la señorita Erna informó:
—El señor Esch, como es natural, se conforma con cualquiera, no se preocupa ni de los sentimientos ni de la santa religión. Basta con que ella tenga dinero.
Lohberg dijo que se resistía a creer una cosa así.
—Pues puede usted creerlo, yo le conozco bien, no tiene sentimientos ni reflexiona… Las ideas que usted tiene, señor Lohberg, no las tiene cualquiera.
En este caso, opinó Lohberg, no podía evitar compadecerle, ya que le sería negada toda felicidad sobre la tierra.
Esch se encogió de hombros. ¡Qué sabía aquel infeliz de un mundo nuevo! Y dijo sarcástico:
—Antes restablezcan el orden.
Pero la señorita Erna había hallado la solución:
—Si dos personas trabajan juntas, si por ejemplo su esposa le ayuda en la tienda, entonces todo lo demás se da por añadidura, aunque el marido sea luterano y la mujer católica.
—Desde luego —dijo Lohberg.
—O si dos personas tienen algo en común…, intereses comunes, pongamos por caso, entonces hay que estar juntos, ¿verdad?
—Desde luego —dijo Lohberg.
La señorita Erna dirigió su mirada de lagarto hacia Esch mientras decía:
—¿Tendría usted algo en contra, señor Lohberg, de que yo también participara en el negocio teatral de que ha hablado el señor Esch? Ahora que mi hermano se ha vuelto tan inconsciente, yo, al menos, he de procurar que entre dinero en la casa.
¡Cómo podría oponerse el señor Lohberg! Y cuando la señorita Erna dijo que podía invertir la mitad de sus ahorros, o sea unos mil marcos, él, con sumo agrado por parte de la señorita Erna, exclamó:
—¡Oh, entonces seremos socios!
A pesar de todo, Esch no estaba satisfecho. El haber logrado lo que quería no tenía en resumidas cuentas importancia, tal vez porque ya había renunciado sin más a Ilona, tal vez porque el fin, en realidad, era otro y más importante, o tal vez simplemente porque —esto fue lo único que vio con absoluta claridad— de pronto se planteó serios escrúpulos:
—Hablen ustedes primero con Gernerth, el director de teatro Gernerth. Yo me he limitado a llamarles la atención sobre el negocio, pero declino toda responsabilidad.
Sí, dijo la señorita, ella ya sabía que él era un hombre al que no le gustaba hacerse responsable de nada, y no debía tener miedo de que se le pidieran cuentas. Él no era más que un soltero infiel, y ella prefería el dedo meñique del señor Lohberg a la persona entera del señor Esch. Y el señor Lohberg debía volver con más frecuencia a tomar una taza de café. ¿Lo haría? Y como ya era tarde y todos se habían puesto de pie, se cogió al brazo de Lohberg. La lámpara derramaba sus suaves reflejos sobre sus cabezas y ambos, erguidos ante Esch, parecían una pareja de recién casados.
Esch se quitó la chaqueta y la colgó en el perchero. Luego la sacudió un poco, la cepilló y examinó con atención su cuello raído. Había de nuevo alguna cosa que no marchaba debidamente. Había renunciado a Ilona, pero ahora tenía que contemplar cómo Erna se apartaba de él para ofrecer su corazón a aquel idiota. Esto iba en contra de todas las reglas de contabilidad, las cuales, como es sabido, exigen una contrapartida para cada partida. Por otra parte, seguramente —y agitó la chaqueta con un gesto de descaro—, si él quisiera, un tipo como Lohberg no podría desbancarlo tan aprisa; con aquel idiota podía él competir todavía ventajosamente; no, August Esch no era ni mucho menos un engendro, y empezó a caminar hacia la puerta, pero se detuvo antes de abrirla: bah, en realidad no le apetecía. Además, la persona que se encontraba al otro lado hubiera podido creer que él se arrastraba hasta ella en agradecimiento por sus miserables mil marcos. Esch volvió a su cama, se sentó en ella y se desabrochó los zapatos. Hasta ahí todo estaba en orden. Y que en el fondo le doliera no poder acostarse con Erna encajaba también dentro de un orden. El sacrificio es el sacrificio. No obstante, quedaba un error de contabilidad no aclarado, y de momento no se le ocurrió cuál podía ser: de acuerdo, no iría al encuentro de la hembra, renunciaría al placer. Pero ¿por qué lo hacía? ¿Tal vez para escapar al matrimonio? O sea que uno se sacrifica en nimiedades para rehuir el sacrificio auténtico y no tener que pagar con la propia persona. Esch se dijo: «Soy un cerdo». Sí, era un cerdo, ni un ápice mejor que Nentwig, el cual eludía también toda responsabilidad. ¡Un desorden en el cual el diablo se movía a sus anchas!
Y si no había orden en la contabilidad, tampoco podía haber orden en el mundo, y mientras no hubiera orden, seguiría Ilona a merced de los cuchillos, seguiría Nentwig escapando al castigo con descaro y engaños, y Martin seguiría consumiéndose eternamente en la cárcel. Reflexionó intensamente y, en el momento en que dejó caer al suelo los calzoncillos, salió de dudas: los otros habían puesto su dinero a disposición de la idea de los combates, y él, que no tenía dinero, tenía que pagar con su persona, no precisamente casándose, pero sí poniéndose a disposición de la nueva empresa. Y como esto, lamentándolo mucho, no podía conciliarse con su empleo en Mannheim, tenía que dejarlo. Así era como él podía pagar. Y como si tuviera que buscar una prueba convincente, se dio cuenta en este momento de que no hubiera debido permanecer más tiempo en una sociedad que había llevado a Martin a la cárcel. Y nadie tendría derecho a tacharle de desleal por ello; incluso el señor presidente habría de reconocer que Esch era un muchacho cabal. Ahora Esch ya no pensó más en Erna y se metió tranquilamente en la cama. El hecho de que le resultara agradable regresar a Colonia y al local de mamá Hentjen disminuía ciertamente el sacrificio, pero apenas pesaba en la balanza; mamá Hentjen ni siquiera había contestado a su carta. Y locales los había de sobra en Mannheim. No, el regreso a Colonia, esa cochina ciudad, representaba una disminución ínfima del sacrificio, era, a lo sumo, una bonificación en el pago, y ninguna ley prohibía una bonificación así.
El deseo de dar la noticia del éxito a Gernerth le llevó a reunirse con él a primeras horas de la mañana: ¡Haber logrado dos mil marcos con tanta rapidez era una proeza! Gernerth le dio unos golpecitos en el hombro y le dijo que era un tipo extraordinario. Esto reconfortaba. A Gernerth le sorprendió su decisión de abandonar el empleo para ponerse al servicio de la nueva empresa pugilística; sin embargo, no tenía nada que oponer. «Ya lo arreglaremos, señor Esch», le dijo, y Esch se dirigió a la oficina central de la compañía naviera.
En los pisos superiores de las oficinas de la Mittelrheinische había largos y silenciosos pasillos recubiertos de linóleo marrón. Las puertas ostentaban impecables letreritos y al fondo de uno de los corredores, detrás de una mesa alumbrada por una lámpara de pie, estaba sentado un conserje que le preguntaba a uno dónde quería ir y anotaba el nombre del visitante así como el motivo de la visita en un bloc de notas. Esch recorrió todo el pasillo y, como era la última vez que lo haría, observó detenidamente todos los detalles. Descifró los nombres de los letreros de las puertas, y al encontrarse, con gran sorpresa por su parte, con un nombre de mujer, se detuvo e intentó imaginarse a la persona que había detrás de aquella puerta: ¿Sería un empleado como cualquier otro que echaba cuentas inclinado sobre un pupitre, con manguitos negros para no mancharse al escribir, y, también como cualquier otro, hablaba fría e indiferentemente con las visitas? De repente se sintió atraído por aquella mujer desconocida que se encontraba tras la puerta, y la idea de una forma de amor nueva, sencilla, casi comercial, por así decirlo, un amor magistral, lo colmó por entero, un amor que debería ser tan liso, tan fresco, tan amplio y espacioso como aquellos pasillos cubiertos de linóleo. Pero luego, al observar la larga hilera de puertas con nombres masculinos, no pudo evitar pensar que aquella mujer sola rodeada de tantos hombres seguramente estaba tan asqueada como mamá Hentjen con su taberna. Experimentó de nuevo una profunda cólera contra los negocios, cólera contra una organización que, tras la fachada de un hermoso orden, de pasillos lisos, de bonitas y llanas contabilidades, oculta todas las infamias. Y a eso se le llama estabilidad. Ya sea simple apoderado o el propio presidente, no hay diferencia alguna entre un comerciante y otro. Y si Esch había lamentado por unos instantes dejar de ser miembro de la hermosa organización, dejar de formar parte de aquellos que podían entrar y salir de aquí sin ser detenidos, preguntados o anunciados por un conserje, ahora ya no lo lamentaba. Veía a un Nentwig sentado detrás de todas aquellas puertas, meros Nentwigs, todos confabulados, atentos solamente a procurar que Martin continuara consumiéndose en la cárcel. Le hubiera gustado bajar a la sección de contabilidad y decirles a los ciegos de allá que también ellos, por fin, tenían que evadirse de la esclavitud de las engañosas cifras y columnas numéricas y convertirse en seres libres como él; sí, debían hacerlo, incluso a riesgo de tener que emigrar a América como él, con él.
«Ha sido una actuación muy breve la suya», le dijo amablemente el jefe de personal, cuando se presentó en su oficina para solicitar un certificado. Esch estuvo a punto de revelar las verdaderas razones que le impulsaban a marcharse de aquella firma infame. Pero tuvo que resignarse a callar, porque el amable jefe de personal dedicaba ya su atención a otros asuntos, si bien iba repitiendo: «Una actuación muy breve… muy breve…». Lo repetía saboreando las palabras como si el término «actuación» le gustara de un modo especial y como si quisiera insinuar con él que tampoco el negocio teatral sería muy distinto o mejor siquiera que la empresa que Esch se disponía a abandonar. ¿Qué podía saber de aquello el jefe de personal? ¿Pretendía, en definitiva, acusarle de deslealtad y asestarle un golpe por la espalda? ¿Quería desmerecer su nueva colocación? Esch siguió con desconfianza los movimientos del hombre y comprobó con desconfianza el documento escrito a mano, aunque sabía bien que en las luchas pugilísticas nadie le pediría ningún certificado. Y como no se apartaba de su pensamiento la idea del negocio teatral, ni siquiera cuando se dirigió a la escalera por el corredor tapizado de linóleo marrón, ya no advirtió la tranquilidad y el orden que reinaban en el edificio, ni se fijó en la puerta que ostentaba un nombre de mujer, ni vio el letrero que decía «Contabilidad»; incluso la dirección y la presidencia, instaladas con toda su pompa en el edificio principal, le fueron totalmente indiferentes. Hasta que llegó a la calle no se volvió para mirar atrás, una mirada de despedida, se dijo, y se sintió como decepcionado al comprobar que no se detenía ningún carruaje ante la entrada principal. En realidad le hubiera gustado ver por lo menos una vez al tal Bertrand. Se oculta siempre, como Nentwig. Naturalmente es mejor no verle, no verle en absoluto, ni a él ni a Mannheim ni a nada que tuviera relación con uno u otra. «Hasta nunca», dijo Esch; sin embargo, incapaz de despedirse con tanta rapidez, permaneció allí en pie, guiñando los ojos porque el sol del mediodía se reflejaba en el asfalto de la calle nueva; se quedó quieto, esperando tal vez que se abriera sin ruido la puerta de cristal para dejar paso al presidente. Pero, aunque bajo la rutilante luz del sol pareciera que los batientes oscilaban, de modo que recordaban la puerta del mostrador, esto no era más que un espejismo, ya que los batientes siguieron firmes e inmóviles en su marco de mármol. No se abrieron y no salió nadie. Esch lo tomó como una insolencia: él tenía que estar ahí, de pie, bajo el sol, porque la Mittelrheinische se había establecido en una calle nueva, impecablemente asfaltada, en lugar de hacerlo en una calleja fresca y sombreada; le vino a la mente la cita de Götz; dio medio vuelta, cruzó la calle a grandes zancadas un poco torpes, dobló por la esquina siguiente, y cuando puso el pie en el estribo del tranvía que llegaba rechinante, estaba ya definitivamente decidido a abandonar Mannheim a la mañana siguiente y a dirigirse a Colonia para hacerse cargo de las negociaciones con el agente teatral Oppenheimer.