III

«Los oídos oyen,

los ojos ven.

Pero ¿qué hace la conciencia?»

Tendría que haber desconfiado al ver la puerta de la cabaña abierta de par en par. Pero Seami se encontraba en un estado en el que se olvida toda precaución. Había pasado momentos muy malos. En su prolongado deambular por el país no había encontrado ningún trabajo. Y se había acostumbrado a robar. Habilidad no le faltaba. Una vez robó un pato que después asó en pleno campo. Otra vez, en el mercado, aprovechando el despiste de un tendero se metió un pescado bajo la camisa. En una ocasión que robó un manojo de rábanos, medio pueblo salió corriendo detrás de él, pero consiguió burlar a sus perseguidores escondiéndose bajo una barca que yacía quilla arriba en la playa; allí mismo, en esa guarida de madera, se zampó los rábanos, con tierra incluida.

A diferencia de mendigar, robar no hería su orgullo. Se había dictado a sí mismo una moral según la cual robar no era deshonroso cuando no encontraba trabajo ni nada que comer en ninguna parte. Pero, más que estas penurias, lo que de veras lo angustiaba era el recuerdo de Toshua. No conseguía olvidar su ternura, sus caricias, y deseaba con fuerza volver a sentirlas. La imagen de su hermana se le aparecía sin cesar en sus ensoñaciones; a veces lo absorbía con tal intensidad que no prestaba atención adonde dirigía sus pasos. Y de tal forma, absorto en ese recuerdo, fue a parara una ladera boscosa. No se dio cuenta de que se encontraba en la montaña hasta que comenzó a jadear cuando la cuesta se volvió muy empinada. Más tarde vio en lo alto, entre los troncos de los árboles, la cabaña. Siguió andando, empujado por el hambre. A decir verdad, no sólo por el hambre. Había creído ver a Toshua allí; Toshua que le sonreía y le hacía señas para que subiera. Cuando por fin llegó a la cabaña, su hermana había desaparecido. Maldijo su suerte, pero dado que siempre asociaba ésta con el recuerdo de su hermana, su voz interior le dijo que no había llegado hasta allí por casualidad, sino porque había algo para robar.

Seami entró en la cabaña. Junto a la chimenea, en la que ardía un pequeño fuego, vio una mesa con escudillas —todas tapadas—, una tetera y tazas de té. Al levantar la tapadera de una de las escudillas descubrió que estaba repleta de arroz frío. Sin vacilar, cogió un puñado con la mano y se llevó a la boca todo lo que pudo. Tragó precipitadamente un gran bocado de arroz; algo en su interior le ordenaba que se diera prisa, y estiró la mano de nuevo para coger un segundo puñado. En ese preciso instante sintió algo parecido a un arañazo en la nuca. Con la mano que tenía libre hizo un movimiento rápido. Sólo cuando sus dedos sintieron el contacto del metal, cayó en la cuenta de que había alguien a su espalda, alguien que tenía una espada y que podría cortarle de cuajo la cabeza de un momento a otro. Se dio la vuelta y vio a un hombre cuya cabeza parecía estar formada por un montón de pelo alborotado, una barba descuidada y unos ojos que echaban chispas. El hombre cortó el aire con la espada y la dirigió hacia el pecho de Seami.

—Matadme —dijo Seami, altivo—. ¿A qué esperáis? Os he robado. Me habéis sorprendido con las manos en la masa. No hay nada que discutir.

El hombre emitió un sonido ronco, expresión de su malhumor.

—Coge la escudilla —ordenó a Seami—. Siéntate y come todo lo que quieras.

Sin dudarlo ni un instante, Seami obedeció. El hombre se quedó mirando cómo el joven cogía el arroz a puñados y se atiborraba.

—La voracidad... —murmuró el hombre para sus adentros—, esa voracidad insaciable.

Cuando la escudilla estuvo vacía, Seami, inseguro, alzó la cabeza y contempló al hombre, esta vez con mayor detenimiento. La espada había desaparecido como por arte de magia. Ese objeto era lo que más le había impresionado, pues le otorgaba poder. Sin la espada, su hosco anfitrión aparecía ahora rudo y basto.

Seami se llevó las manos a la nuca. Al observar sus dedos vio que estaban manchados de sangre. Dirigió al hombre una mirada cargada de reproche. De nuevo oyó aquel sonido ronco.

—No es nada, sólo un rasguño.

—¿Es ésta vuestra cabaña? —preguntó Seami.

—Así es...

—¿Y cómo os llamáis?

El hombre rió. En lugar de decir su nombre, respondió:

—La gente de este lugar me llama Salvaje. Soy un ronin. Un samuray que ya no tiene señor.

—¿Puede un samuray vivir sin señor? —preguntó Seami, algo perplejo.

—Si tiene una buena espada... —dijo Salvaje con una sonrisa burlona—. Al principio iba por los pueblos y de vez en cuando me cargaba a alguien. Ahora ya no hago esas cosas. La gente me trae lo que necesito para sobrevivir, hasta aquí mismo a veces, y me lo deja sobre una piedra. Es una especie de impuesto. Cuando necesitan que alguien los ayude con la espada, pueden confiar en mí.

—Ahora, acabad de una buena vez conmigo —dijo Seami, testarudo—. Está claro que os he robado...

—Matarte... creo que eso no te vendría nada mal —dijo Salvaje al tiempo que lanzaba una carcajada.

—¿Sentís compasión por mí? —preguntó el joven Seami.

—Compasión... —dijo Salvaje con desgana—. No, nada de eso, lo que ocurre es que se me hace aburrido, matar y matar y matar...

Seami miró a su alrededor buscando con la vista algún objeto que delatara la presencia de una mujer, pero no descubrió ni ropa femenina ni peines ni nada por el estilo.

—¿Tenéis mujer? —preguntó Seami, curioso.

—No —respondió Salvaje, que pareció meditar y acordarse de algo—. Las mujeres son a veces una hermosa manera de pasar el tiempo, pero también muy peligrosa.

—¿Por qué? —preguntó Seami, cada vez más relajado.

—Una vez tuve una —recordó Salvaje—. Una cristiana. Pero un buen día vino un hombre con la orden de que debía pisotear la cruz y abjurar de su fe. Ella se negó, y la mataron. Yo estaba de viaje con mi señor. Cuando volví a casa, ya no había nada que hacer. Fue entonces que dejé a mi señor. Pasé mucho tiempo buscando al que había matado a mi mujer, mucho tiempo. Quería vengarme, pero no lo encontré. Con el tiempo se me hizo tedioso seguir buscando. De mi mujer me acuerdo de tanto en tanto, y a veces imagino que vuelvo a encontrarla. Y cada vez que eso ocurre lo único que consigo es enfadarme conmigo mismo. Pero, qué cosas digo... Tú eres todavía demasiado joven para entenderlo.

—No, en absoluto —dijo Seami—. Sé lo que se siente, por experiencia.

—¿Tú? ¿Qué vas a saber tú? —dijo Salvaje riendo con sorna.

—Sí, yo estoy enamorado de mi hermana —dijo Seami—. Me acosté con ella y luego nos separamos. Ella se fue hacia el sur, yo hacia el norte.

Salvaje lo miró boquiabierto.

—¿Que te acostaste con tu hermana? —repitió, incrédulo, y sacudió la cabeza.

—Sí... ya os lo he dicho, la amo —prosiguió Seami—. Es muy hermosa. Creo que es la mujer más hermosa del mundo.

—Imbécil —dijo Salvaje—. Hay muchas mujeres y muchas distracciones aparte del amor. ¿En qué piensas cuando no piensas en tu hermana?

—Pienso en ella casi todo el tiempo.

Salvaje suspiró como si le dolieran las muelas.

—No hay una sola mujer que se merezca que uno piense tanto en ella.

—¿Cómo decís? ¿No amasteis vos a aquella mujer a la que quisieron obligar a que abjurara de su fe? No debió de ser para vos la más guapa ni la mejor, pues de lo contrario me comprenderíais.

—Solemos considerar la mejor a aquella que hemos querido —le replicó Salvaje—, pero te diré una cosa: cuando mejor se está, es cuando nos libramos del amor que nos atormenta.

—¿Y cómo se logra eso?

—Proponiéndose algo muy difícil, algo que mantenga totalmente ocupado el pensamiento, la atención y la fantasía.

—¿Por ejemplo?

—Llegar a dominar la espada.

—¿Y eso cómo se consigue?

—Yo podría enseñarte. Pero te advierto una cosa: si quieres aprender, deberás romperte el lomo. Y al final, sólo habrás aprendido a matar.

—¿Y no a defender el honor? —pregunto Seami.

—El honor se sobrevalora —dijo Salvaje—. Aquí, en la soledad de la montaña, se desvanece en el aire.

—Mi bisabuelo Ashikaga —explicó Seami— luchó en el sitio de Osaka.

—Espero que del lado de los vencedores.

—En el bando del clan Toyotomi.

—Entonces sólo se llevó la gloria, pero del botín, nada —dijo Salvaje.

—¿No ibais a enseñarme el manejo de la espada? —le recordó Seami.

Una expresión de seriedad empañó el rostro de Salvaje.

—Debes saber una cosa: mientras se aprende a manejar la espada se habla poco. Sólo lo imprescindible. Nada de conversaciones como ésta. El silencio estimula la concentración.

—¿Me creéis si os digo que llevo dos semanas sin hablar con nadie, aparte del fantasma?

—¿El fantasma de quién?

—Mi hermana... Al menos como yo la conservo en la memoria.

Salvaje volvió a estallar en carcajadas.

—Mataremos a ese fantasma, ya lo verás —dijo—. Exorcizaremos al demonio de ese amor, jovencito.

Seami no había oído nunca la palabra «exorcizar». Si con ella Salvaje quería decir que lograría hacerle olvidar su amor por Toshua, se engañaba. Seami estaba convencido de que nadie podría borrarla de su recuerdo. No obstante, llegar a ser invencible con la espada le parecía una perspectiva tentadora.

—¿Cuándo empezamos?

—Hoy, no —dijo el Salvaje—. Primero tienes que dormir bien.

—También sueño siempre con ella —confió Seami al hombre.

—Voy a preparar un poco de té. Eso calmará tu ánimo —dijo Salvaje.

El hombre, sin dejar de sacudir la cabeza, se acercó al fuego y siguió farfullando en voz alta, para que Seami lo oyera:

—Juro por Buda que desde hace mucho no pasaba por mi cabaña un bicho tan raro.

A la mañana siguiente comenzó la instrucción.

Antes del mediodía, Salvaje impartió a Seami algunas nociones de lectura y escritura.

—¿Es necesario todo esto? —preguntó el joven.

Salvaje no respondió. «Claro, el silencio», recordó Seami.

Por la tarde, el ronin dijo que irían a cortar leña. Y Seami cortó leña, pilas interminables de leña. No intercambiaron una sola palabra.

Así transcurrió el primer mes, y Seami obedecía sumiso. En escritura y lectura hacía rápidos progresos, sin que ello le valiera, no obstante, ni un solo elogio. Por eso se enorgulleció cuando un día Salvaje dijo, sin darle mayor importancia, que últimamente siempre encontraba el hacha bien afilada. Era Seami quien se ocupaba de hacerlo.

Sin embargo, aún le quedaba tiempo para pensar en Toshua. Su imagen se le aparecía con frecuencia cuando cogía el hacha para ir a talar, pero no le parecía muy apropiado descargarla sobre el rostro tan bello y amado. Decidió, por lo tanto, no pensar más en ella cuando iba a buscar leña. Pero cuando dormía, Toshua se le aparecía en casi todos sus sueños. Una vez Salvaje le preguntó de improviso, y con marcado retintín, cómo le iban las cosas con su gran amor. Seami, no sin vacilar, explicó el sueño que había tenido con Toshua. Cada vez que vacilaba, Salvaje le formulaba preguntas e insistía en que describiera la escena con pelos y señales. El resto del tiempo casi no hablaban. Sólo lo indispensable.

Un día Salvaje le ordenó que en adelante se ocupara también de mantener el fuego siempre encendido, día y noche. Al joven le pareció una exigencia algo exagerada, pero si el Maestro se lo ordenaba, él no era quién para contradecirlo. Incluso llegó a sentir como un privilegio la obligación de levantarse a cada hora para alimentar la chimenea. Seguía soñando con Toshua, pero ahora, en los sueños, tenía que recorrer largos y sinuosos caminos y sortear incontables dificultades para dar con ella; cuando la encontraba, en el preciso instante que tendía los brazos hacia la imagen de su hermana, dispuesto ya a tocar sus muslos o sus pechos, oía que el rumor de las llamas, al que siempre estaba atento durante toda la noche, le pedía más leña. Dejar en ese punto la trama del sueño significaba despertarse con una sensación de frustración, es cierto, pero por otro lado le proporcionaba una gran satisfacción saber exactamente en qué momento debía levantarse a reavivar el fuego.

Los dos primeros meses que pasó en la cabaña, lo único que hacía durante las primeras horas de las noches era arrugar una y otra vez la frente y rascarse los callos. Hasta que un día se le metió en la cabeza que a la mañana siguiente Salvaje comenzaría sin falta el adiestramiento. Pero pasaron semanas y semanas en las que no hacía nada que no fuera practicar caligrafía, cortar leña y ocuparse del fuego. Los sueños con Toshua seguían, pero ahora la imagen de su hermana se le presentaba extrañamente borrosa y pálida.

Se sentía bien por lo que respecta al trabajo, pese a estar muy ansioso por el enorme placer que se prometía cuando diera comienzo su formación como espadachín. Fue así que empezó a inventar jueguecitos con la madera que cortaba, y a partirla adoptando las más descabelladas posturas. Se aburría, de día y de noche, y para colmo por las noches el fantasma volvió a aparecérsele con más frecuencia. Sin embargo, algo había cambiado. De los recuerdos de Toshua desapareció esa fuerte impresión de realidad. En el recuerdo, su hermana tenía ahora un aspecto extraño, rígido, y ya no olía como antes. Seami se dijo que había sido un error quedarse en la cabaña de Salvaje. Antes de que esta historia comenzara, siempre había sido feliz cada vez que pensaba en Toshua y evocaba algunos de los momentos que habían pasado juntos en el horno de la tahona de la aldea. Ahora, las imágenes del rostro y el cuerpo de Toshua eran cual hoja caída de la rama en otoño, una hoja que yacía en el suelo, cada día más seca y amarillenta, hasta acabar convertida en polvo.

Por último, al final del tercer mes se permitió un único día más de aburrimiento total antes de marcharse. Puesto que se tenía por generoso, antes de despedirse quería ofrecer al Maestro, que en las últimas semanas había estado incluso más silencioso que al principio, la oportunidad de darle su visión del estado de las cosas.

Mientras, ya había aprendido tantos signos que era capaz de redactar una breve y categórica invitación a entablar esa conversación. La escribió, pues, y la pasó por debajo de la puerta de la habitación en la que dormía Salvaje. Allí seguía a la mañana siguiente, y por la noche. Se mantuvo en el mismo lugar un día, dos, tres, a pesar de que Salvaje había abierto y cerrado varias veces la puerta; era imposible que no la hubiera visto, o pasar por allí de manera que la nota permaneciera siempre donde Seami la había dejado. Al final, el joven creyó advertir que el trozo de papel ya no estaba tan limpio como el primer día, y eso lo puso de peor humor. Cuando por la noche se le apareció Toshua, la despidió con cajas destempladas: «Por favor, ahora déjame en paz. Debo concentrarme en lo que voy a decir a este loco. Creo que va a estallar una pelea entre nosotros. Una pelea a vida o muerte.» Después se puso a repasar mentalmente todas las frases ofensivas que le soltaría a la cara cuando mantuvieran la tan ansiada conversación.

Al ver que nada ocurría, decidió expresar de forma verbal y con todas las letras lo que había escrito en la nota. Al levantarse a echar leña, recogió del suelo el trocito de papel. Había pensado quemarlo pero, tras echarle un breve vistazo, se dio cuenta de que no estaba plegado como lo había dejado él un par de días antes; observó también que se hallaba en blanco. Este descubrimiento redobló su ira. No se trataba sólo de que el Maestro hubiera ignorado sin más una invitación formal, sino de que no le importaba en absoluto tomar el pelo al alumno más aplicado que jamás tendría.

Dejaría pasar un día más, se dijo; después se iría para no regresar jamás. Esa noche soñó con la gran espada de su Maestro. Sin embargo, no era Salvaje quien la blandía, sino él mismo, pero nadie lo miraba mientras la empuñaba con destreza. Habría deseado que al menos Toshua apareciera para aplaudirlo. En ese momento recordó que, en sus últimos encuentros, no le había hecho caso y la había echado.

La pericia con que en el sueño blandía la espada, y la sensación que acompañaba esa imagen, lo volvieron a disuadir de la idea de escapar. En los días siguientes, el Maestro lo atormentó con todo tipo de indirectas y humillaciones. Como consuelo sólo le quedaba la frase que había oído una vez, en relación con la historia del bisabuelo: «Soportar de verdad es soportar aquello que uno no se cree capaz de soportar.» La noche siguiente Toshua se le apareció en sueños y le dijo que se casaría con otro hombre. Seami protestó y la acusó de infidelidad. Al poco se despertó porque tenía que ir a reavivar el fuego, y ya no escuchó lo que ella replicaba a esos reproches.

Por la mañana, lleno de rabia y convencido de que Toshua lo había dejado por otro, se vio obligado a actuar con valentía. Se presentó ante Salvaje, lo saludó con una reverencia y le preguntó en tono cortés cuándo tendría lugar la primera lección.

El Maestro respondió:

—Bueno, la carpa que quiere lombrices acostumbra a volar cuando no le gusta la comida.

Seami se pasó varios días cavilando sobre ese misterioso comentario, hasta que decidió que no contenía ninguna verdad profunda y que tampoco representaba una auténtica respuesta a su pregunta. Por lo tanto, decidió arrodillarse otra vez ante el Maestro y repetir la pregunta. Esta vez la respuesta fue:

—En cuanto estés preparado.

Seami no dijo nada y permaneció sentado. Le pareció que el maestro reprimía una carcajada.

—Por lo visto, no tienes suficiente trabajo —dijo Salvaje—. Por cierto, ¿cómo va tu amorcito?

Seami no respondió. El Maestro lo miró a los ojos. Seami tuvo la impresión de que podía ver, en el fondo de su alma, la despedida de Toshua.

—Bueno —espetó enseguida Salvaje—, a partir de ahora te ocuparás también de ir a buscar el agua.

A Seami, la nueva obligación le sonó a un ascenso.

Varias veces al día tenía que subir por la empinada cuesta dos cubos de agua llenos hasta los topes para que Salvaje tomara un baño en la cabaña. Entre otras cosas eso significaba que en adelante debería cortar la leña más deprisa; para la cantidad que se precisaba en esa época del año disponía ahora de la mitad del tiempo.

Además, Salvaje intensificó el ritmo de las lecciones de lectura y escritura, escogiendo para su discípulo textos más largos, que le obligaba a aprender de memoria. Cuanto más se retrasaba Seami en esta tarea, menos tiempo le quedaba para ir en busca de leña y agua.

Al principio trabajó hasta bien entrada la noche, a un ritmo que le permitiera completar todas las tareas. Tenía el sueño ligero. Salvaje lo despertaba de un codazo en las costillas cuando dejaba que se apagara el fuego. Ya no había tiempo para distracciones como las que antes se permitía, y no pensaba en nada que no fuera el trabajo, que realizaba a conciencia como si fueran a echarlo a la calle en caso de que no cumpliera. Y él no estaba dispuesto a dar gusto a Salvaje.

Con el tiempo cobró conciencia de que, aparte del trabajo, en su vida no habría otros intereses. Cada vez que bajaba por la cuesta con el cubo vacío, esperaba que en algún recodo se le apareciera Toshua. Pero cuando llegaba allí, sólo lo esperaba el aire.

Así transcurrió un año, al cabo del cual ya no quedaba nada de la imagen de Toshua ni tampoco de la ira que de tanto en tanto lo invadía y lo llenaba de ganas de escupir a la cara a su Maestro. Lo único que sentía era cansancio físico y emocional. Cuando perdió la poca fe que le quedaba en lo que hacía, cuando creyó que ya nada tenía sentido y una terrible monotonía se adueñó de sus días, una monotonía que lo hacía flaquear, decidió escapar la noche de luna llena. Si eligió esa noche fue porque en el fondo de su alma no había desaparecido su sentido de la alegría. Alegría era lo que experimentaba, a veces, cuando bebía agua del manantial y la saboreaba despacio; la forma de una rama también podía despertar en él de repente una intensa sensación de alegría. Esperaba con ansiedad la luz especial que bañaba el bosque las noches de luna llena, una luz lechosa en torno a las ramas negras. Tales sensaciones suavizaban su malestar y el malhumor.

Al fin huyó, pero no por el bosque que iluminaba la luna. Ocurrió algo que le hizo olvidar ese propósito. Estaba subiendo por enésima vez dos cubos repletos de agua por la pendiente cuando, por detrás, recibió un golpe brutal e inesperado justo en la oreja derecha. Presa de un dolor casi insoportable, cuando reaccionó se dio cuenta de que había caído a tierra. Los cubos rodaban libres cuesta abajo, y Salvaje lo contemplaba muy satisfecho desde cierta distancia, como si hubiera planeado esa mortificación mucho tiempo atrás. Se apoyaba en un nuevo cayado de bambú, que por lo visto había tallado especialmente para la ocasión.

El Maestro se permitió incluso una de sus escasas bromas:

—Saluda al fantasma de mi parte...

Seami estaba seguro de que no había pensado en Toshua; bueno, seguro, lo que se dice seguro, no lo estaba.

El dolor era desagradable, aunque peor era la impotencia que le hacían sentir esos obstinados lagrimones. Seami se los enjugó como si fueran mugre, y de rodillas se puso a explicar al Maestro el motivo de su tardanza. Apenas había comenzado a hablar cuando Salvaje lo interrumpió y dijo:

—Pero ¿qué es eso...? ¿Agua para el baño? Se pondrá sucia y habrá que tirarla.

Luego se dio la vuelta y se marchó, dejando a Seami atónito. El chico enarcó las cejas, se puso de pie y fue a recoger el cubo, pero no tuvo tiempo de dar siquiera tres pasos: otra vez la vara de bambú. Esta vez el golpe lo recibió en los hombros. Seami chilló de dolor, y se escabulló lo más rápido que pudo entre los arbustos, a gatas. Sólo cuando se sintió a salvo miró a su alrededor. Salvaje lo observaba con unos ojos severos. Seami se quejaba, y se le ocurrió pensar que el Maestro debía de haberse vuelto loco de remate. No sabía qué hacer, y se mantuvo semioculto, en cuclillas, sin moverse de su sitio, en tanto miraba a Salvaje con desconfianza. Permaneció en su escondite hasta que el loco regresó a la cabaña y cerró la puerta.

Mientras pensaba cuál sería a partir de entonces la forma más conveniente de comportarse, el joven bajó por la colina, recogió el cubo, lo llenó y volvió a subir. Estaba punto de echarlo en el tonel cuando su instinto le aconsejó que se agachara. No se equivocó: el tercer golpe sólo le rozó los hombros. Seami rodeó la cabaña a toda carrera, miró hacia atrás y vio que el terreno se encontraba despejado. El Maestro se había ido. Detrás de él oyó un débil rumor. Sin mirar, Seami dio un paso adelante, aunque no lo bastante rápido para escapar a un certero golpe en el coxis. Apretándose el punto dolorido, escapó corriendo en dirección a los bosques entre quejidos de dolor.

Antes de la hora de la cena se produjeron tres ataques más. Entretanto, el muchacho se había puesto tan nervioso que no quiso comer nada. Se quedó a la intemperie. Sólo cuando el viejo le ordenó que entrara, obedeció. Para sorpresa de Seami, Salvaje le acercó una escudilla llena de comida. Seami dio un paso atrás, se sonrojó y volvió a acercarse.

—¡Tonto! ¡Ni siquiera un viejo y loco maestro desperdiciaría los buenos alimentos! —exclamó Salvaje.

Comieron, como de costumbre, en silencio.

Después, en la penumbra Salvaje dijo:

—Un animal reacciona al oír el más leve rumor, el sonido de una hoja agitada por el viento, una piña que cae de algún pino. Un hombre disciplinado sólo se mueve cuando es necesario. —El Maestro hizo una pausa y añadió—: Un momento antes de que sea necesario.

Estas palabras, que sonaban tan bien, no consolaron al joven en lo más mínimo. Seami observaba fijamente aquel rostro y aquellos ojos encendidos, y hasta que llegó la hora de dormir recorrió cada rincón de la cabaña con suma atención. Después se puso a dormitar, siempre alerta, junto a la lumbre. Situó la esterilla en un rincón oscuro y allí durmió hasta que llegó la hora de reavivar el fuego. Dos veces oyó esa noche un ruido raro, y, sin perder un segundo, se puso en pie.

Transcurrió un buen número de días agotadores; Seami terminó con los nervios destrozados. Al fin, el muchacho recordó otra vez su decisión de escapar en cuanto llegara la luna llena. Recordó lo aburrida que le parecía su vida el día que había tomado esa decisión. Ahora lo único que deseaba era disponer de unos minutos de ese tranquilo y cómodo aburrimiento.

Aprendió a no dar nunca la espalda a Salvaje. Aunque cargara un montón de leña a la espalda, leyera un sutra o estuviera plácidamente sentado en el tonel, una parte de su ser permanecía siempre alerta. Cuando venía un golpe, dejaba todo lo que estuviera haciendo, se ponía a cubierto y arreglaba después el estropicio, cuando ya no lo amenazaba peligro alguno.

Con el tiempo aprendió también a salir corriendo cuando menos lo esperaba, y sin que se le cayera nada de lo que en ese momento llevara en la mano: leña, agua o las tiras de sutra. Lo sorprendía ver que era posible moverse con cuidado y a la vez terminar el trabajo en el tiempo de que disponía para ello.

Con los días, los cardenales y los miembros doloridos se hicieron menos frecuentes. Y hasta comprobó que el bambú no era todopoderoso en la mano de Salvaje. Descubrirlo le hizo sentir cierto orgullo, y sin ser totalmente consciente de ello logró también que poco a poco desapareciera el miedo.

Por último aprendió a comprender la gran diferencia que existe entre la atención adquirida y esa proximidad al pánico en que viven los animales salvajes y en la que agotan todas sus fuerzas. El juego se había vuelto cosa seria, y ya no sentía ira por su Maestro. Cada vez que recibía un golpe con el cayado de bambú, su primer pensamiento era de admiración: «Un enemigo del que se pueda estar orgulloso.»

Ya no entraba a ninguna habitación sin esperar un golpe. Ya no se acercaba distraído a la cima de una colina ni pasaba junto a un árbol sin prestar atención. La fantasía cedió paso a la más aguda atención. Cada acción debía realizarla con el mayor grado de concentración posible si quería salvarse del golpe y del consiguiente dolor. Y para evitar el encuentro con el dolor, aprendió a percibir todo lo que le rodeaba.

Más tarde llegaron tiempos en que atravesó un estado para él casi incomprensible: se pasaba minutos enteros ante la oscura puerta, convencido de que dentro lo esperaba el palo alzado. Se quedaba inmóvil dos, tres, cinco y hasta diez minutos, hasta que al final se decía que era una estupidez permanecer a la intemperie toda la noche. Y cuando entraba en la cabaña, el temido golpe le daba de lleno dos, tres veces, mientras la voz de Salvaje decía:

—Lo sabías, lo sabías y, sin embargo, decidiste entrar por esa puerta. Maldita sea, intenta por lo menos que tu Maestro alguna vez tenga una sensación gratificante.

Por eso se volvió escurridizo, evitaba los atajos, se propuso no andar nunca despistado. Seami desarrolló un sexto sentido para captar el consejo que le dictaba su instinto. Cuando el palo lo esperaba en una curva por la que pasaba a menudo, cambiaba de ruta y cogía un camino más largo. El tiempo no era, lo importante. También aprendió a no ir por ahí canturreando mientras trabajaba. Después de todo, qué necesidad había de anunciarles a los árboles que estaba de buen humor. Sin notarlo apenas, su ánimo se fue serenando. La necesidad de concentrarse ya no le permitía aquellas fantasías vanidosas de presentar ante un público imaginario sus poemas y discursos. Incluso el fantasma había desaparecido. A veces se sentía tentado a mirar a su alrededor para comprobar si seguía ahí o no, pero pronto le pareció que suponía una pérdida de tiempo. Su porfiadora conciencia se tranquilizó hasta tal punto que empezó a percibir el mundo exterior y a disfrutar de los sonidos que ahora oía.

El segundo año de aprendizaje terminó con un triunfo que a él le pareció increíble. Un día, mientras caminaba en silencio vio de repente la espalda de Salvaje que lo acechaba. En un breve instante experimentó una satisfacción que no tardó en convertirse en preocupación por las facultades de su Maestro. ¡Qué indefenso acechaba el viejo! ¡Qué ridículo se le veía! Y Seami pensó: «¡Cuán terrible y humillante debe de ser para él tener un alumno tan malo que sólo es capaz de sorprenderlo en una situación de lo más penosa!» Silencioso como una sombra retrocedió por donde había venido. Pero justo un momento antes de que Seami desapareciera de su campo visual, Salvaje se dio la vuelta. Sonreía.

Al día siguiente, el Maestro, sentado en un claro del bosque, llamó al joven, que se hallaba ocupado en su tarea. El alumno se arrodilló, hizo una reverencia y luego se sentó erguido ante él. Sus miradas se encontraron, se midieron y se dijeron en silencio muchas cosas. Después, Salvaje le hizo entrega de un cayado de bambú, uno nuevo, tallado especialmente para la ocasión. Seami lo cogió, tenso, hizo otra lenta reverencia y se marchó despacio. Ningún soberano habría estado más orgulloso de su cetro. ¡Y con qué sencillez, con qué naturalidad se lo había entregado el Maestro!

Seami llevaba el cayado con gran decisión mientras hacía rechinar los dientes. Lo cogía con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. El Maestro se lo quitó de las manos de un tirón. No fue exactamente como uno de los golpes que Salvaje le daba; antes bien, parecía que el bambú tuviera la capacidad de desplazarse solo por el aire. En los días que siguieron Seami tuvo que agacharse tantas veces a recoger el cayado que acabó por aceptar que nunca sería un buen espadachín. La destreza que se precisaba era algo que, obviamente, estaba más allá de sus posibilidades.

La cuestión ahora era saber cómo resolver aquello sin perder por completo la dignidad. Puesto que no había horas fijas para el entrenamiento, el joven llevaba siempre consigo el cayado y dejaba lo que estuviera haciendo cada vez que el Maestro atacaba; las peleas eran tan violentas que los dos siempre tenían la impresión de acabar muertos. Pero no se trataba sólo de saber cuándo. Apretando el cayado con puño de hierro, Seami se plantaba frente a su adversario y sabía que el secreto de la única victoria posible residía en conservar el arma en la mano un segundo más que la vez anterior. En cierto modo, la respuesta era luchando segundo a segundo, y él contaba los segundos como monedas que alguien cuenta antes de echarse a dormir por la noche. Pero por enésima vez caía el bastón a tierra. Resultaba increíble, era para volverse loco. Parecía cosa de brujos y Seami sentía ganas de espetar al Maestro: «¡Maldición! ¡Por qué no me dais nunca una oportunidad!» Sin embargo, a este pensamiento seguía el recuerdo de la historia del hijo del shogun. Éste había querido aprender a manejar la espada y pusieron a su disposición doce maestros de la corte que siempre se dejaban vencer por él, hasta que su petulancia y su ceguera aumentaron tanto que salió a recorrer mundo y se enzarzó en una pelea con un gigante que le cortó la cabeza de cuajo al primer golpe.

Seami descubrió que ahora el maestro doblaba ligeramente el pulgar antes de lanzarse al ataque. Si prestaba atención a esa señal, podía evitar el golpe en dos de cada diez ocasiones. Seami pensó: «Por fin aprendo algo.» Sin embargo, esa sensación de orgullo no duró mucho; Salvaje lo distrajo cuando se quedó mirándolo con la frente arrugada y doblando el pulgar, sin atacar. Seami ya había saltado para esquivar el golpe. El Maestro emitió un atronador grito de disgusto, interrumpió el combate y se marchó.

Durante muchas semanas, para Seami fue un enigma saber lo que Salvaje opinaba de su comportamiento, y permaneció atento a todas las pequeñas señales. Después oyó decir a su propia voz: «Cuántas veces luchamos contra el mismo hombre y conocemos, al hacerlo, sus pequeñas cualidades.»

Muy lentamente aprendió que, sin embargo, no era inútil estudiar al adversario. Pero el secreto de las acciones de éste radicaba en los ojos, no en los movimientos. Por lo tanto, había que concentrarse en los ojos. Todo lo demás llegaría de una manera natural.

Tras lo que a Seami le pareció una eternidad, aprendió no sólo a defenderse, sino también a atacar. Cuando fallaba, recibía su castigo: un golpe increíblemente doloroso en los dedos. Salvaje lo observaba un minuto, asentía con la cabeza, se daba la vuelta y se marchaba. Al parecer, el joven hacía grandes progresos. Pero a Seami la idea de que estaba progresando sólo lo hacía reír para sus adentros.

Un mes más tarde logró no sólo atajar un golpe, sino propinar al Maestro con su propio bastón un certero y contundente palazo en los hombros. Seami dejó caer de inmediato su arma, se arrodilló e imploró perdón. Para su sorpresa, el Maestro lo abrazó. La voz de Salvaje susurró con ese sentimentalismo propio del samuray: «Nunca olvidaré este golpe.» Un instante después, Seami estiró la mano desesperado hacia su bastón mientras los relámpagos iluminaban el claro del bosque.

Esa noche Salvaje dijo:

—Ya es hora de que empieces a manejar una auténtica espada. Iremos a ver a Mu. Él te forjará una. Así podrás decir: «Mis padres me engendraron como ser humano, mi Maestro me engendró como hombre.» No creo que pueda hacer por ti mucho más de lo que ya he hecho, salvo conseguirte una espada.

Todo ocurrió durante el camino de regreso del taller del forjador de espadas. Para poder pagar a Mu, Salvaje había desenterrado en el bosque, en el claro en el que siempre habían hecho las prácticas de lucha con bastón, una cajita de hierro de la que sacó unas barritas de plata por un valor equivalente a la espada. Después, cavaron un pozo en otro lugar y la enterraron allí.

—Ya conoces el lugar en el que guardo mis ahorros para los malos tiempos... tu herencia —dijo Salvaje—. Anoche tuve un sueño muy feo, sobre las circunstancias en las que conseguí estos bienes. Me temo que no me queda mucho por vivir. Si muero, o me matan, la plata que quede será para ti. Siempre quise tener un hijo. He dispersado mi semilla en todas las direcciones, hacia todos los puntos cardinales, y quién sabe, quizás en alguna parte una mujer que ya no recuerdo ha parido un hijo mío. Pero si es así, nadie me lo ha dicho. Tú ya luchas como yo hubiera deseado que mi propio hijo luchara. Por lo tanto, eres mi heredero de la espada. Si todo ocurre como me temo, sé listo. No toques la plata a menos que te encuentres en situación de extrema necesidad.

Seami, por supuesto, no dejó de tranquilizarlo con palabras cariñosas, y le dijo que estaba seguro de que aún viviría largo tiempo. No obstante, sin responder ni una palabra, el viejo Maestro pasó a explicarle cómo podría encontrar el escondite aunque transcurrieran muchos años:

—¿Ves esos tres pinos que hay allí, en el margen del claro? Todavía son jóvenes. Bueno, ahora date la vuelta. Mira allí arriba, ¿ves esa gran roca blanca? Da tres pasos en dirección a la piedra desde el pino del medio y estarás encima del lugar bajo el que he enterrado mi tesoro.

Después siguieron andando hasta el taller del herrero. Dos días de camino: tuvieron que vadear un río antes de llegar a otra aldea que se hallaba aislada entre altas montañas. Mu les había forjado una espada larga, c insistió en que Seami presenciara todo el proceso de la forja.

—La espada ha de acostumbrarse a ti desde el mismo día de su nacimiento —había dicho el pequeño y delgado herrero.

La espada estaba hecha de un maleable hierro magnético y de duro acero. El endurecimiento se llevó a cabo en un horno de carbón vegetal; el dorso y los lados de la espada se sumergieron en fango ardiente, dejando sólo al descubierto el filo.

—Una espada —había dicho a Seami el herrero— no es un objeto inanimado. Con el tiempo, combate tras combate, adquiere la fuerza y los miedos de quien la empuña.

Seami se sintió muy orgulloso la primera vez que sostuvo el arma en sus manos.

También Salvaje había llevado su espada. El herrero les regaló dos fundas, y a continuación organizaron una especie de combate de prueba que consistía en frenar el golpe en el último momento y tocar el punto sobre el cual cae la hoja sólo con la fuerza necesaria para que el adversario la sienta.

Durante el camino de regreso tuvieron que trasladarse de nuevo en balsa. Soplaba un airecillo fresco, olía a pimpollos y a hojas nuevas. En la otra orilla encontraron un pueblo más grande junto a un cruce de caminos, y se sentaron al aire libre en una taberna. Por el lugar pasaba mucha gente que, como ellos, se encontraba de paso; la mayoría se dirigía a admirar, no muy lejos de allí, una espectacular plantación de cerezos en flor. Cerca de la taberna había tiendas de campaña y tenderetes en los que despachaban comidas y bebidas. En un pequeño escenario hacía demostración de su arte una compañía de acróbatas chinos. Entre la orilla del río y la taberna, unos hombres instalaban un podio; un cartel anunciaba las piezas que los actores se disponían a representar.

Cuando de camino a la taberna pasaron por ese lugar, Seami sintió la tentación de quedarse a esperar el comienzo de la función. Pero Salvaje ya le había advertido que el teatro no era algo que le gustara en especial y, en consecuencia, Seami reprimió ese deseo.

Se instalaron en un jardín de té, una extensión de césped rodeada de vallas y setos en la que se habían reunido unas cien personas, todas, al parecer, alegres y relajadas. La mayoría también había llegado a través del río para asistir a la peregrinación que se celebraría por la tarde en el jardín de los cerezos. Fue entonces cuando comenzó la tragedia. Seami observó que la piel del rostro de Salvaje adoptaba una coloración verdosa mientras sus ojos iban adquiriendo un fulgor agresivo.

—¿Qué os sucede? —preguntó después de observar al Maestro un buen rato para estar bien seguro de que lo que veía no era un descabellado producto de su imaginación—. ¿No os ha sentado bien la comida?

—Estoy maravillosamente bien —dijo Salvaje, y añadió con sarcasmo—: Hace un día precioso para morir.

—¿Por qué decís una cosa así? —preguntó Seami, asustado.

—Mira, mira allí, a la izquierda.

—Veo mucha gente en esa dirección. ¿A quién queréis que mire?

—Al samuray y a la mujer que se ha quitado el velo.

—Es muy hermosa.

—Bueno —dijo Salvaje, y rió—. Fea o guapa, muy pronto será viuda.

—¿Qué os permite afirmarlo?

—Porque seré yo quien se ocupará de que así sea.

—¿Y por qué?

—Se trata del hombre... Él es...

—¿Quién? ¿Quién es él?

—Sólo hay un hombre... aquél... al que llevo buscando todos estos años —dijo Salvaje en voz baja, arrastrando las palabras.

—¿Os referís a aquel que mató a la mujer que amabais?

—Exacto.

—¿Estáis totalmente seguro?

—No me cabe la menor duda.

—¿Y qué pensáis hacer?

—¿Y todavía no lo sabes? —dijo Salvaje—. Pues, matarlo. Aquí y ahora, antes de que vuelva a esfumarse.

—Pero... —replicó Seami, y recorrió con la vista a la pacífica multitud que, ajena a su conversación, comía, bebía y conversaba.

—Sí —dijo Salvaje—, aquí huele a paz. La espada ya se me está oxidando. Si lo que quiere es beber, le haré beber su propia sangre. —Rió contento—. Y a ti, te ordeno que te abstengas de intervenir. Pase lo que pase. Serás testigo de mi juicio. Y más tarde contarás a la gente que ningún asesino, que ningún cobarde puede andar seguro ni siquiera muchos años después del crimen, pues siempre puede aparecer quien le aplique el castigo merecido.

—Por lo menos permitid que os ayude a escapar si veo que corréis peligro.

—Nunca. Te quedarás sentado aquí. La espada en las rodillas y, suceda lo que suceda, te limitarás a mirar. Te prohíbo que intervengas.

—Pero... ¿por qué me ordenáis algo tan absurdo? —protestó Seami.

—Porque no se trata de tu venganza, sino de la mía. Me daría vergüenza llevarla a cabo si tuviera que valerme de la ayuda de otro. Además, ¿por qué quieres cargar a tus espaldas un karma tan horroroso?

—Un samuray debe a su señor una lealtad incondicional.

—Yo no soy tu señor.

—Pero sí mi maestro de la espada.

—Y como tal te ordeno que permanezcas aquí sentado y te limites a observar. Si caigo en este combate, ya sabes dónde está tu herencia; pero sólo ve a buscarla cuando no tengas más remedio.

Sin esperar otra palabra de Seami, Salvaje se puso en pie, cogió la espada y se dirigió hacia el hombre y la mujer que estaban sentados a muy pocos metros de la mesa que ellos ocupaban. Todo el mundo se inquietó al ver que Salvaje desenfundaba la espada al acercarse a la pareja.

—A vos no os gustan las cristianas, amigo —dijo Salvaje en voz bien alta y en un tono que por sí sólo era una provocación.

—¿Qué queréis de mí? —preguntó el hombre—. ¿No me estaréis confundiendo con otro? Si buscáis pendencia, id en busca de otro; nosotros no tenemos ganas de bronca.

—Ya veo que estáis a punto de embaucar a esta dama. Debéis de ser un gran poeta.

—Esta dama es mi esposa. Os lo advierto, también yo sé manejar la espada.

—Eso que lleváis en el cinto se parece más a un escarbadientes que a una espada...

—Os lo diré una vez más... Dejadnos en paz o llamaré a la guardia.

—De eso nada. Este asunto lo vamos a arreglar vos y yo como dos hombres. Por si acaso ya lo habéis olvidado... Ya se sabe que los hombres son muy olvidadizos cuando se trata de determinados acontecimientos, un olvido muy cómodo... Ya han pasado diez años. Todo ocurrió en un pueblo cerca de Nagasaki. En aquella época estabais muy ocupado persiguiendo cristianos. Al que no abjuraba y pisoteaba la cruz, lo matabais.

—¿Y qué? ¿Qué pasa si así fue? Yo obedecía órdenes de mi daimyo.

El hombre se había puesto en pie de un salto y había desenfundado la espada.

Salvaje mantenía la suya baja. Siguió hablando.

—Entre los cristianos que habéis matado había una joven mujer. Se llamaba Kesa.

—Bueno, había muchas. ¿Acaso creéis que me acuerdo de todas?

—Pues ya os acordaréis. Yo amaba a esa mujer.

—¿Y a mí eso qué me importa?

—Vos la matasteis. Ahora luchad. Será mejor que os defendáis, porque os mataré.

Salvaje golpeó con su espada la espada del asesino de Kesa. Un ruido estridente de acero vibrante cortó el aire. En Nu se formó un círculo de curiosos en torno a los dos hombres. Las espaldas de los mirones ocultaron a Seami la visión de los dos luchadores. Sólo oía los ruidos de las espadas, los hirientes insultos que se gritaban, los comentarios de los mirones... Hasta que al final no pudo soportarlo más. Dejó su espada en la mesa y se mezcló entre los espectadores. No tardó en darse cuenta de que el combate había entrado en la fase decisiva. Salvaje había conseguido poco a poco destrozar la ropa a su adversario. El hombre ya era sólo un montón de flecos que danzaban en torno a su cuerpo. Le sangraban la cabeza y las caderas. Cuatro o cinco sablazos más bastaron para dejarlo totalmente desnudo; Seami estaba seguro de que en ese momento Salvaje lo mataría. El Maestro era muy superior en el manejo de la espada. Sin embargo, mientras Salvaje asestaba un golpe en la pernera derecha de su contrincante se distrajo una fracción de segundo, cegado por su sed de venganza, y mostró su punto débil. El otro, que había cogido la espada con las dos manos, le dio un golpe en la cabeza y le partió el cráneo en dos. Salvaje tropezó y alcanzó a dar aún dos pasos, pero lo que allí se movía era sólo un horripilante cadáver. El ronin cayó muerto.

Por la noche, antes de proseguir el camino, sin rumbo fijo, Seami se sentó en algún lugar cerca del pueblo; desde allí se oían aún los gritos de los acróbatas y el murmullo de voces de mujeres y niños pequeños que compraban golosinas en los tenderetes que bordeaban el camino. El viento de la noche hacía gemir las flores de los cerezos que se bañaban en el río. Si se hubiera dado la vuelta, su vista habría tropezado con las linternas de color rojo sangre que habían encendido en el jardín de té. Una noche de lo más apacible. Resultaba difícil creer que un par de horas antes se hubiera celebrado un combate a vida o muerte. La guardia había confiscado la espada de Salvaje. La de Seami yacía al lado de éste, protegida por una funda de cuero. El se había ocupado de organizar el entierro del Maestro.

Las imágenes del combate no dejaban de asediarlo, y con increíble intensidad se mezclaban con el recuerdo de la escena de la muerte de su madre. A Seami le parecía haber vivido dos veces lo mismo. Era como si las imágenes se le apiñaran en el estómago y allí volvieran a cobrar vida. Tuvo que vomitar. Después se sintió mejor. No podía dormir y tenía los miembros rígidos. Se pasó la noche pensando hasta que empezó a clarear. Salvaje le había hablado de justicia. Probablemente el otro tampoco salvaría el pellejo. Pero ¿acaso era eso justicia? Y luego estaba ese impulso a comportarse según un estricto código del honor. Por más que viviera, Seami jamás podría actuar de esa manera. Recordó lo agradable que le había parecido la escena del jardín unas horas antes de que Salvaje descubriera a su antiguo enemigo.

De pronto lo invadió el deseo de ponerse a dibujar esa escena. Nunca había dibujado, pero estaba seguro de que sería capaz de hacerlo. Tomó el aire como lienzo y empezó a trazar líneas, líneas blancas en el aire gris. La imagen surgió ante sus ojos. Cuántos la contemplarían y se regocijarían al mirarla. Esa atmósfera alegre y distendida del día en que la gente acudió a admirar los cerezos se transmitiría a todos los que contemplaran su dibujo, aunque no hubieran estado allí. Vio, en rojo y en negro, a los dos contendientes. Los dos colores debían tener el tono exacto capaz de trasmitir el espanto que él había sentido.

Pensó una vez más en lo que le había dicho Salvaje antes de ponerse en pie para ir a desafiar a su rival. Sintió que esas palabras seguían teniendo validez, como si le hubieran indicado un camino vital que no era forzosamente el de la espada; ser sólo un observador, hablar en imágenes, ser fiel a ese camino, transformar en continuo presente lo que en un instante se convertía en pasado. Tenía que destruir muchos sueños, muchas ilusiones, y pasaron aún algunas horas hasta la salida del sol antes de que se decidiera a coger la funda con la espada y, alzándola bien alto por encima de su cabeza, lanzarla al río. No tenía idea de cómo llegaría a ser un dibujante, un pintor, pero rechazó el pensamiento de que se encontraba en una situación tan desesperada como para desandar el camino por el bosque y desenterrar la herencia del Maestro. Tomó la carretera que estaba pisando con la sensación de que todo lo que había vivido hasta ese momento sólo había sido un prólogo. En su interior vibraba un optimismo cuyo origen tardó mucho tiempo en comprender. Su alma se sentía bien. Había abandonado para siempre el camino de la espada, en el que se había adentrado tras conocer a Salvaje. Sabía que para ser artista se necesitaba talento, pero estaba totalmente convencido de que ése era su camino.

De repente volvió a recordar la escena en el horno de la tahona. No sólo volvió a ver a Toshua, sino que la sintió a su lado; percibió de nuevo el aroma de su piel. Y eso también quería dibujarlo, eso más que ninguna otra cosa. Comprendió —no sin dolor ni tormento— el valor de los recuerdos y su ambivalencia, y también la dicha de la eternidad, de lo que no se pierde. Se puso a esbozar escenas, cosas que no quería perder. No sobre papel. Sólo en su fantasía.