III
LA MUJER VERDADERA
Ez cueurs guastez de tout poinct, ne sourd que venins di vindicte.
«Les Cent Contes drólatiques» (tercera décena, «Berthe la repentie»).
El amor crea en la mujer una mujer nueva; la de la víspera ya no existe al día siguiente.
LOS MARANA
Aproximadamente durante una semana, madame de Langeais esperó volver a ver al marqués de Montriveau; pero Armand se contentó con enviar todas las mañanas su tarjeta a la mansión de Langeais. Cada vez que la duquesa recibía esta tarjeta no podía contener un estremecimiento, dominada por siniestros presentimientos, confusos como un vaticinio de desdicha. Al leer aquel nombre, tan pronto creía sentir en sus cabellos la mano poderosa de aquel hombre implacable, como aquel nombre le pronosticaba unas venganzas que su espíritu inquieto le hacía parecer atroces. Lo había estudiado demasiado bien para no temerlo. ¿La asesinaría? ¿Y si aquel hombre de cuello de toro la destripase, lanzándola por encima de su cabeza? ¿La lanzaría al suelo para pisotearla? ¿Cuándo o cómo la atacaría? ¿La haría sufrir, y qué género de sufrimiento pensaba imponerle? Empezaba a arrepentirse. Durante algunas horas, si él hubiese venido, ella se hubiera echado en sus brazos con un completo abandono. Todas las noches, al adormecerse, surgía ante ella el rostro de Montriveau bajo un aspecto distinto. Unas veces era su sonrisa amarga, otras la contracción jupiterina de sus cejas, su mirada de león o un altivo encogimiento de hombros, que lo convertía en un ser terrible. Al día siguiente, la tarjeta le parecía manchada de sangre. Vivía agitada por su nombre, mucho más que lo estuviera por el amante fogoso, terco y exigente. Su aprensión crecía aún más en el silencio; se veía obligada a aprestarse, sin ayuda de nadie, a una lucha horrible, de la que no podía hablar.
Aquel alma, altiva y dura, era más sensible a las solicitaciones del odio que antes lo fuera a las caricias del amor. ¡Ah, si el general hubiese podido ver a su amante en el momento en que los pliegues de su frente se unían en su entrecejo, para sumirse en amargos pensamientos, en el fondo de aquel tocador donde había saboreado tantas alegrías, quizás hubiese concebido grandes esperanzas! ¿No es la altivez uno de los sentimientos humanos que sólo pueden engendrar acciones nobles? Aunque madame de Langeais guardase el secreto de sus pensamientos, podemos suponer que monsieur de Montriveau había dejado de serle indiferente. ¿No es una inmensa conquista para un hombre la de ocupar los pensamientos de una mujer? En el alma femenina hay necesariamente que progresar, en un sentido o en otro. Ponedla ante un animal terrible; caerá de rodillas, sin duda alguna, y esperará la muerte, pero si la bestia es clemente y no la mata, ella amará al caballo, al león o al toro, y hablará de ellos satisfecha. La duquesa se sentía bajo las garras del león: temblaba, pero sin odio.
Aquellas dos personas, que se enfrentaban de manera tan singular, se encontraron tres veces en sociedad durante aquella semana. Y cada vez, en respuesta a sus preguntas coquetas, la duquesa recibía de Armand saludos respetuosos y sonrisas que mostraban una ironía tan cruel, que confirmaban todas las aprensiones que la tarjeta de visita le inspiraba por las mañanas. La vida es lo que la hacen ser los sentimientos y éstos abrieron un abismo entre aquellos dos seres.
La condesa de Sérizy, hermana del marqués de Ronquerolles, daba un gran baile a principios de la semana siguiente, al que debía asistir madame de Langeais. La primera figura que vio la duquesa al entrar fue la de Armand. Esta vez la esperaba, o así lo pensó ella al menos. Sus miradas se cruzaron. Un sudor frío surgió de pronto de todos los poros del cuerpo de Antoinette. Creía a Montriveau capaz de cualquier venganza inaudita, proporcionada a la situación de ambos. Había encontrado ya la venganza, ella estaba dispuesta, cálida e hirviente. Los ojos del amante traicionado la fulminaron y de su rostro irradiaba un odio dichoso. Así, pese a su voluntad de expresar frialdad e impertinencia, la mirada de la duquesa permaneció apagada. Fue a situarse junto a la condesa de Sérizy, quien no pudo evitar decirle:
—¿Qué tenéis, mi querida Antoinette? Me producís espanto.
—Me pondré buena después de una contradanza —respondió ella dando la mano a un joven que se adelantó a recibirla.
Madame de Langeais se puso a bailar con una especie de furor y de vehemencia que redobló la mirada abrumadora de Montriveau. El marqués permaneció de pie, ante los espectadores que contemplaban el baile. Cada vez que su amante pasaba ante él, su mirada seguía la cabeza que giraba, clavándose en ella como la de un tigre en su presa. Terminado el vals, la duquesa fue a sentarse junto a la condesa, y el marqués no cesaba de mirarla, mientras hablaba con un desconocido.
—Sí, señor —le decía—, una de las cosas que más me impresionaron en este viaje…
La duquesa era todo oídos.
—… fue la frase que pronuncia el guardián de Westminster al mostrar el hacha con la que según se dice, un hombre enmascarado cortó la cabeza de Carlos I, en memoria del rey que se las dijo a un curioso.
—¿Y qué dijo? —preguntó madame de Sérizy.
—¡No toquéis el hacha! —respondió Montriveau con un tono que encerraba amenaza.
—A decir verdad, señor marqués —dijo la duquesa de Langeais—, miráis mi cuello con un aire tan melodramático al repetir esta vieja anécdota, que conocen todos cuantos han estado en Londres, que ya me parece veros empuñando un hacha.
Pronunció estas últimas palabras riendo, aunque bañada en un sudor frío.
—Pero, teniendo en cuenta las circunstancias, esta historia tiene mucha actualidad —respondió él.
—¿Y cómo es eso, por favor? ¿Podéis decirme por qué?
—Porque, señora, vos habéis tocado el hacha —le dijo Montriveau.
—¡Qué profecía tan encantadora! —repuso ella sonriendo con una gracia afectada—. ¿Y cuándo caerá mi cabeza?
—Yo no deseo ver caer vuestra linda cabeza, señora. Únicamente temo para vos una gran desgracia. Si os cortasen el pelo ¿no lamentaríais la pérdida de vuestros hermosos cabellos rubios, de los que sabéis sacar tanto partido?…
—Pero hay personas a las que las mujeres hacen muy gustosas tales sacrificios, y a menudo incluso a hombres que no saben disculparlas un malhumor pasajero.
—De acuerdo. Pero supongamos que, de repente, mediante un procedimiento químico, un gracioso os arrebatase vuestra belleza, haciéndoos aparentar cien años, a pesar de que, para nosotros, sólo tenéis dieciocho. ¿Qué haríais entonces?
—Pero, señor mío —dijo ella, interrumpiéndole—, las viruelas son nuestra batalla de Waterloo. Al día siguiente conocemos a los que nos aman de verdad.
—¿No echaríais de menos este rostro delicioso que…?
—¡Ah, sí, mucho, pero menos por mí que por aquél cuya alegría constituyese! Sin embargo, si me amasen sinceramente, ¿qué me importaría la belleza?
—¿Qué decís a eso, Clara?
—Es una especulación peligrosa —respondió madame de Sérizy.
—¿Se podría demandar a Su Majestad, el rey de los brujos —prosiguió madame de Langeais—, cuando haya cometido el delito de tocar el hacha, a pesar de que aún no he ido nunca a Londres?…
—Not so —dijo él, dejando escapar una risa burlona.
—¿Y cuándo comenzará el suplicio?
Montriveau sacó fríamente el reloj y consultó la hora con una convicción realmente espantosa.
—No terminará el día sin que os ocurra una horrible desgracia…
—No soy una niña fácil de asustar, o, mejor dicho, soy una niña que no conoce el peligro —dijo la duquesa—; voy a bailar, sin temor, al borde del abismo.
—Estoy encantado, señora, de saber que tenéis tanto carácter —respondió Montriveau al ver cómo iba a ocupar su sitio en la contradanza.
A pesar de su aparente desdén por las negras predicciones de Armand, la duquesa era presa de verdadero terror. Apenas cesó la opresión moral y física en que la mantenía su amante cuando éste salió del baile. Con todo, después de disfrutar un momento del placer de respirar a sus anchas, se sorprendió al notar que echaba de menos las emociones causadas por el miedo, hasta tal punto la naturaleza femenina siente avidez por las sensaciones extremas. Esta añoranza no era amor, pero ciertamente pertenecía a los sentimientos que lo preparan. Después, como si la duquesa experimentase de nuevo la emoción que M. de Montriveau le había hecho sentir, recordó el aire de convicción con que había consultado la hora y, dominada por el espanto, decidió retirarse.
Era cerca de medianoche. Uno de los criados que la esperaba le puso el manto y la precedió para acompañarla al coche; después, cuando estuvo sentada en el interior del vehículo, se hundió en cavilaciones harto naturales, provocadas por la predicción del monsieur de Montriveau. Cuando el coche hubo llegado al patio, penetró en un vestíbulo casi idéntico al de su mansión, pero, de pronto, no reconoció la escalera; luego, en el momento en que se volvía para llamar a sus servidores, varios hombres la asaltaron con rapidez, amordazándola con un pañuelo, atándole las manos y los pies y llevándosela. Ella lanzó un grito terrible.
—Señora, tenemos orden de mataros si gritáis —le susurraron al oído.
El pánico de la duquesa era tan enorme que nunca supo explicar por dónde ni cómo la transportaron. Cuando recuperó el sentido, se encontró, atada de pies y manos, con cuerdas de seda y tendida sobre el canapé de un cuarto de soltero. No pudo contener un grito al ver los ojos de Armand de Montriveau, que, sentado tranquilamente en un sillón y envuelto en su batín, fumaba un cigarro.
—No gritéis, señora duquesa —dijo, sacando rápidamente el cigarro de la boca—. Tengo migraña. Además, voy a desataros. Pero escuchad bien lo que tendré el honor de deciros.
Desató delicadamente las cuerdas que ataban los pies de la duquesa.
—¿De qué os servirían vuestros gritos? Nadie puede oírlos. La educación que habéis recibido os impide hacer muecas inútiles. Si no queréis permanecer tranquila, si pretendéis luchar conmigo, os ataré de nuevo las manos y los pies. Creo que, en resumidas cuentas, os respetáis demasiado para permanecer sobre este canapé, como si estuvieseis en vuestra casa, tendida sobre el vuestro; frío aún, si vos quisierais… Me habéis hecho derramar muchas lágrimas, que ocultaba a todo el mundo, sobre este canapé.
Mientras Montriveau le hablaba, la duquesa paseó a su alrededor esa mirada de mujer, furtiva, pero que sabe verlo todo aunque parezca distraída. Le gustó mucho aquel aposento, bastante parecido a la celda de un monje. Flotaban en el ambiente el alma y el pensamiento del hombre que lo ocupaba. Ningún adorno alteraba la pintura gris de las paredes desnudas. En el suelo había una alfombra verde. Un canapé negro, una mesa cubierta de papeles, dos butacones y una cómoda, sobre la que había un despertador, una cama muy baja, cubierta de un cubrecama rojo, bordeado por una greca negra, revelaban las costumbres de una vida reducida a la mínima expresión. Sobre la chimenea había un candelabro de tres brazos que, por su forma egipcia, evocaba la inmensidad de los desiertos por los que había vagado tanto tiempo aquel hombre. A un lado de la cama, entre el pie de ésta, sostenida por las enormes patas de esfinge que se entreveían bajo los pliegues de la tela, y una de las paredes laterales de la estancia, se hallaba una puerta, oculta por una cortina verde, de listas rojas y negras, sujeta mediante grandes anillas a una barra. La puerta, por la que habían penetrado los desconocidos, tenía un cortinaje igual, pero recogido por un alzapaño. Al mirar, por última vez, las dos cortinas para compararlas, la duquesa se dio cuenta de que la puerta más próxima al lecho estaba abierta, y que los resplandores rojizos procedentes de la pieza contigua se traslucían por el fleco de la parte inferior. Esta luz mortecina despertó su curiosidad natural. Distinguió confusamente en las tinieblas unas formas extrañas, pero en aquellos momentos no pensó que pudiera provenirle peligro alguno y quiso satisfacer una curiosidad más acuciante:
—Señor, ¿es indiscreto preguntaros qué pensáis hacer conmigo? —dijo con penetrante impertinencia y sarcasmo.
La duquesa creyó adivinar un amor excesivo en las palabras de Montriveau. Además, para raptar a una mujer, ¿no hay que adorarla?
—En absoluto, señora —respondió él, lanzando con gracia su última bocanada de tabaco—. Estáis aquí por poco tiempo. Ante todo, quiero explicaros lo que sois y lo que soy yo. Cuando os insinuáis en vuestro diván, en la intimidad de vuestro tocador, yo no encuentro palabras para expresar mis ideas. Después, en vuestra casa, al menor pensamiento que os desagrada tiráis del cordón de vuestra campanilla, gritáis con voz estentórea y ponéis a vuestro amante de patitas en la calle, como si fuese el último de los miserables. Aquí, me siento libre de espíritu. Aquí, nadie puede señalarme la puerta. Aquí, seréis mi víctima por algunos instantes, y tendréis la extremada bondad de escucharme. No temáis nada. No os he raptado para injuriaros, para obtener de vos, por la violencia, lo que no he sabido merecer, lo que no habéis querido concederme de buena gana. Esto sería indigno. Es posible que vos concibáis la violación, pero yo no la concibo.
Con un movimiento seco lanzó su cigarro al fuego.
—Señora, el humo os molesta, sin duda, ¿no es verdad?
Levantándose acto seguido, tomó una cazoleta puesta a calentar en la chimenea, quemó en ella varios perfumes y purificó el aire. El asombro de la duquesa sólo podía compararse con su humillación. Estaba en poder de aquel hombre, y aquel hombre no quería abusar de su poder. Aquellos ojos que antes irradiaban tanto amor, los veía ahora tranquilos y fijos como dos estrellas. Se echó a temblar. Después, el terror que Armand le inspiraba aún aumentó más, a causa de una de esas sensaciones petrificantes, análogas a las agitaciones sin movimiento que se experimentan en las pesadillas. Permaneció, transida por el temor, creyendo ver cómo el resplandor, medio oculto tras la cortina, adquiría intensidad bajo el estímulo de un fuelle. De pronto los reflejos, que se habían hecho más vivos, iluminaron a tres personas enmascaradas. La horrible visión desapareció tan repentinamente, que ella la tomó por una ilusión de óptica.
—Señora —prosiguió Armand, contemplándola con una frialdad desdeñosa—, un minuto, un solo minuto me bastará para heriros en todos los momentos de vuestra vida, la única eternidad de que yo puedo disponer. No soy Dios. Escuchadme bien —dijo, haciendo una pausa para dar solemnidad a su discurso—. El amor vendrá a vos siempre que lo deseéis; ejercéis un poder sin límites sobre los hombres; pero, acordaos de que un día llamasteis al amor, y el amor vino puro y cándido, tanto como puede serlo en esta tierra; tan respetuoso como violento; acariciador, como el amor de una mujer abnegada, o como el de una madre por su hijo; tan grande, en fin, que rayaba en locura. Vos os habéis burlado de este amor, habéis cometido un crimen. El derecho de toda mujer es negarse a un amor que comprende que no puede compartir. El hombre que ama sin hacerse amar, no debe inspirar compasión, y no tiene derecho a quejarse. Pero, señora duquesa, atraer, fingiendo un sentimiento, a un desgraciado privado de todo afecto, hacerle comprender la dicha de toda su juventud, para arrebatársela; robarle su felicidad futura; matarlo no solamente en un instante, sino por la eternidad de su vida, envenenando todas sus horas y todos sus pensamientos, esto, para mí, es un crimen espantoso.
—Señor…
—Aún no puedo permitiros que me respondáis. Escuchadme; prestadme atención aún. Además, tengo derecho sobre vos; pero sólo quiero los del juez sobre el criminal, para despertar vuestra conciencia. Si ya no tenéis conciencia, yo no os lo censuraré, pero… ¡sois tan joven! Prefiero pensar que aún debéis sentir el corazón rebosante de vida. Si os creo lo bastante depravada como para cometer un crimen que las leyes no castigan, no os considero tan degradada como para no comprender el alcance de mis palabras. Continúo.
En aquel momento, la duquesa oyó el ruido sordo de un fuelle, con el que los desconocidos que había entrevisto, atizaban, sin duda, el fuego cuya claridad se proyectaba en la cocina; pero la mirada fulgurante de Montriveau la obligó a permanecer palpitante, con su mirada fija en ella. Fuese cual fuese su curiosidad, el fuego de las palabras de Armand la interesaba aún más que la voz de aquel fuego misterioso.
—Señora —dijo él después de una pausa—, cuando, en París, el verdugo debe poner su mano sobre un pobre asesino, para tenderlo sobre la tabla en que la ley quiere que se tiendan los asesinos, para cortarles la cabeza…, como vos sabéis, los periódicos lo notifican a ricos y pobres, a fin de que unos puedan dormir tranquilos y otros vivan sin cometer locuras. Pues bien, vos que sois religiosa, y hasta un poco devota, haced decir misas por ese hombre: sois de su misma familia, pero de la rama ilustre. Ésta puede reinar en paz, vivir dichosa y libre de cuidados. Impulsado por la miseria o por la cólera, vuestro hermano de prisión sólo ha dado muerte a un hombre; pero vos habéis matado la felicidad de un hombre, su vida más hermosa, sus más caras creencias. El otro esperó ingenuamente a su víctima y la mató a pesar suyo, pues temía el patíbulo; pero vos… vos habéis acumulado todas las fechorías de la debilidad contra una fuerza inocente; habéis domesticado a vuestro paciente para devorarle mejor el corazón, lo habéis cebado con caricias; no habéis omitido ninguna de las que podían hacerle suponer, soñar y desear las delicias del amor. Le habéis exigido mil sacrificios para rechazarlos todos. Le habéis hecho ver la luz antes de ser. ¡Admirable valor!
Semejantes infamias son un lujo que no comprenden esas burguesas de las que os burláis. Ellas saben entregarse y perdonar; saben amar y sufrir. Hacen que nos sintamos pequeños ante la grandeza de su abnegación. A medida que ascendemos en la sociedad, encontramos tanto barro como en su parte inferior; con la sola diferencia de que allí está endurecido y dorado. Sí, para encontrar la perfección en lo innoble, hace falta una esmerada educación, un gran nombre, una bella mujer, una duquesa. Para caer en lo más bajo, había que estar en lo más alto. Expreso mal lo que pienso, sufro todavía demasiado por las heridas que me habéis infligido; pero no creáis que me quejo. No. Mis palabras no son la expresión de ninguna esperanza personal, ni contienen la menor amargura. Sabedlo bien, señora: os perdono y este perdón es demasiado total para que no tengáis que quejaros de haberlo venido a buscar a pesar vuestro… Únicamente ocurre que, podríais abusar de otros corazones, tan niños como el mío, y debo evitarles estos dolores. Por lo tanto, me habéis inspirado un pensamiento justiciero. Expiad vuestra culpa en esta tierra; Dios quizás os perdonará, así lo deseo, pero es implacable y os castigará.
Al oír estas palabras, los ojos de aquella mujer abatida, desgarrada, se llenaron de lágrimas.
—¿Por qué lloráis? Permaneced fiel a vuestra naturaleza. Habéis contemplado, sin emoción, las torturas del corazón que destrozabais. Basta ya, señora, reportaos. Yo no puedo sufrir más. Otros os dirán que vos les habéis dado la vida; pero yo os digo, con deleite, que me habéis dado la nada. Tal vez adivináis que yo no me pertenezco, que debo vivir para mis amigos, y que entonces tendré que soportar conjuntamente la frialdad de la muerte y las penas de la vida. ¿Tendréis tanta bondad? ¿Seréis como los tigres del desierto, que causan primero la herida y después la lamen?
La duquesa prorrumpió en llanto.
—Ahorraos esas lágrimas, señora. Si creyese en ellas, sería para desconfiar. ¿No será acaso uno de vuestros artificios? Después de todos cuantos habéis empleado, ¿cómo pensar que puede haber en vos algo de verdadero? En lo sucesivo, nada de cuanto hagáis tiene ya el poder de emocionarme. Esto es todo.
Madame de Langeais se levantó con un movimiento lleno de nobleza y de humildad a la vez.
—Tenéis el derecho de tratarme duramente —dijo, tendiéndole una mano que él no tomó—. Vuestras palabras aún no son lo bastante duras, y merezco este castigo.
—¿Castigaros yo, señora? ¿Pero castigar, no es acaso amar? No esperéis de mí nada parecido a un sentimiento. Podría hacerme, en mi propia causa, acusador y juez, carcelero y verdugo; pero nada de eso haré. Voy a cumplir ahora mismo un deber, que no se halle inspirado por ningún deseo de venganza. La venganza más cruel, en mi opinión, consiste en desdeñar una venganza posible. ¿Quién sabe? Quizá seré ministro de vuestros placeres. De ahora en adelante, al llevar con elegancia la triste librea, el sambenito con que la sociedad reviste a los criminales, quizás os veréis obligada a demostrar la probidad que éstos demuestran. ¡Y entonces, amaréis!
La duquesa escuchaba con una sumisión que no era fingida, ni calculada con coquetería; sólo tomó la palabra después de un intervalo de silencio.
—Armand —dijo—, me pareció que, al resistir al amor, obedecía al recato y al pudor propios de la mujer, y no es de vos de quien yo esperaba tales reproches. Os armáis de todas mis debilidades para echármelas en cara convertidas en crímenes. ¿Cómo no habéis supuesto que yo pude haberme visto arrastrada, más allá de mis deberes, por todas las curiosidades del amor, para sentirme enojada y desolada de haber ido demasiado lejos, al día siguiente? ¡Ay, pequé por ignorancia! Había tan buena fe, os lo juro, en mis faltas como en mis pensamientos. Mi dureza revelaba más amor, mucho más, que mis complacencias. ¿Y, además, de qué os quejáis? La entrega de mi corazón no os bastó y exigisteis brutalmente mi persona…
—¡Brutalmente! —exclamó monsieur de Montriveau.
Pero él se dijo:
«Si permito que me arrastre a estos juegos de palabras, estoy perdido».
—Sí, entrasteis en mi hogar como en la casa de una mujerzuela, sin el respeto, sin ninguna de las atenciones del amor. ¿No tenía derecho a reflexionar? Pues bien, reflexioné. La inconveniencia de vuestra conducta es excusable: se hallaba motivada por el amor; dejádmelo creer así, en vuestra propia justificación. Pues bien, Armand, en el mismo instante en que, esta noche, me anunciabais calamidades, yo creía en nuestra felicidad. Sí, tenía confianza en este carácter noble y altivo del que me habéis dado tantas pruebas… Y yo era toda tuya —añadió, inclinándose al oído de Montriveau—. Sí, tenía un extraño deseo de hacer feliz a un hombre sometido a tan violentas pruebas por la adversidad. Puesta a escoger señor, yo quería a un gran hombre. Cuanto más alta me sentía, menos deseaba descender. Confiando en ti, veía extenderse toda una vida de amor cuando tú me mostrabas la muerte… La fuerza nada es sin la bondad. Amigo mío, tú eres demasiado fuerte, para mostrar maldad hacia una pobre mujer que te ama. Si cometí errores, ¿no puedo alcanzar el perdón? ¿No puedo repararlo? El arrepentimiento es la misericordia del amor y quiero ser bien misericordiosa contigo. ¿Cómo no había yo de compartir, con todas las mujeres, estas incertidumbres, estos temores, estas timideces, que son tan naturales cuando existe unión de por vida, aunque vosotros rompéis con tanta facilidad esta clase de vínculos? Esas burguesas, con las que me comparas, se entregan, pero combaten. Pues bien, yo he combatido, pero he aquí que… ¡Dios mío, no me escucha! —exclamó, interrumpiéndose.
Se retorció las manos y exclamó:
—¡Pero yo te amo! ¡Soy tuya!
Se postró de hinojos ante Armand.
—¡Tuya, tuya, mi único, mi sólo dueño!
—Señora —dijo Armand intentando alzarla—, Antoinette ya no puede salvar a la duquesa de Langeais. No creo en una ni en otra. Hoy os entregaréis, pero quizá mañana os negaréis. Ningún poder del cielo ni de la tierra sabría garantizarme la dulce fidelidad de vuestro amor. Las prendas de vuestro amor pertenecen al pasado, y ya no tenemos pasado.
En aquel momento, un resplandor brilló, tan vivamente, que la duquesa no pudo evitar volver la cabeza hacia la cortina, y vio esta vez, con toda claridad, a tres hombres enmascarados.
—Armand —dijo—, no quisiera teneros en mala opinión. ¿Qué hacen ahí esos hombres? ¿Qué tramáis contra mí?
—Esos hombres son tan discretos como lo seré yo acerca de lo que va a suceder aquí. Ved únicamente en ellos mis brazos ejecutores y mi corazón. Uno de ellos es un cirujano…
—¡Un cirujano! —dijo—. Armand, amigo mío, la incertidumbre es el más cruel de los dolores. Hablad, decidme si queréis mi vida: os la daré y no será necesario que me la arrebatéis…
—¿No me habéis comprendido? —replicó Montriveau—. ¿No os he hablado de justicia? Voy a explicaros lo que he decidido hacer con vos —añadió fríamente, tomando un trozo de acero que estaba sobre la mesa—, a fin de que cesen vuestras aprensiones.
Le mostró una cruz de Lorena adaptada a la extremidad de una varilla de acero.
—Dos de mis amigos están poniendo en estos momentos al rojo una cruz, cuyo modelo es éste. Os la aplicaremos a la frente, ahí, entre los dos ojos, para que no podáis ocultarla con unos brillantes y sustraeros así a las preguntas del mundo. De este modo llevaréis sobre la frente la marca infamante que se aplica en el hombro de vuestros hermanos los presidiarios. No sufriréis mucho, pero temía una crisis nerviosa, o que ofrecieseis resistencia, y…
—¿Resistencia? —dijo ella, palmoteando de alegría—. No, no, ahora querría ver aquí a la tierra entera. ¡Ah, Armand mío, marca, marca pronto a tu criatura como una pobre cosilla que te pertenece! Pedías prendas de mi amor, y ahí las tienes todas juntas. ¡Ah, no veo más que clemencia y perdón, felicidad eterna en tu venganza!… Cuando hayas señalado así a una mujer como tuya, cuando tengas un alma esclava que llevará tu marca, no podrás ya entonces abandonarla jamás, serás mío para siempre. Al aislarme sobre la tierra, te encargarás de mi felicidad, so pena de ser un cobarde, y sé que eres noble y grande. Pero la mujer que ama, siempre se señala a sí misma. Venid, señores, entrad y marcad a la duquesa de Langeais, marcadla sin tardanza. Así será siempre de monsieur de Montriveau. Entrad en seguida, todos; mi frente arde más que vuestro hierro.
Armand se volvió con presteza para no ver a la duquesa arrodillada y palpitante. Pronunció una palabra e hizo desaparecer a sus tres cómplices. Las mujeres, habituadas a la vida de los salones, conocen el juego de los espejos. Así, la duquesa, interesada en leer bien en el corazón de Armand, era todo ojos. Armand, que no se fiaba de su espejo, dejó ver dos lágrimas rápidamente enjugadas. Todo el porvenir de la duquesa estaba en aquellas dos lágrimas. Cuando se acercó a madame de Langeais para levantarla, la encontró de pie; ella se creía amada. Así, su corazón latió tumultuosamente cuando oyó que Montriveau le decía, con aquella firmeza que ella sabía afrontar antaño perfectamente, cuando se burlaba de él:
—Os perdono, señora. Podéis creerme: esta escena será como si nunca hubiese ocurrido. Pero ahora vamos a despedimos. Prefiero pensar que habéis sido franca en vuestro canapé al mostraros coqueta, y también franca aquí, en las efusiones de vuestro corazón. Adiós. Ya no tengo fe. Seguiríais atormentándome, seríais siempre la duquesa y… Adiós, no nos comprenderemos jamás. ¿Qué deseáis ahora? —dijo asumiendo el aspecto de un maestro de ceremonias—. ¿Regresar a vuestra casa, o volver al baile de madame de Sérizy? He utilizado todo mi poder para dejar vuestra reputación intacta. Ni vuestros criados, ni nadie, podrá saber lo que ha pasado entre nosotros, durante este cuarto de hora. Vuestros servidores creen que estáis en el baile; vuestro coche no ha salido del patio de madame de Sérizy; vuestro cupé puede encontrarse también en el patio de vuestra mansión. ¿Adónde queréis ir?
—¿Qué me aconsejáis, Armand?
—No hay Armand que valga, señora duquesa. Ahora somos dos extraños.
—Llevadme pues al baile —dijo ella, curiosa aún por poner a prueba el poder de Armand—. Arrojad de nuevo al infierno del mundo a una criatura que sufría en él y que debe continuar sufriendo, si para ella ya no existe felicidad.
¡Oh, amigo mío, y sin embargo ahora os amo como aman vuestras burguesas! Os amo tanto, que me arrojaría a vuestros brazos en el baile, ante todo el mundo, si me lo pidieseis. Este mundo horrible no me ha corrompido. Aún soy joven y me habéis rejuvenecido más. Sí, soy una niña, tu niña; tú acabas de crearme. ¡Oh, no me eches de mi Edén!
Armand hizo un gesto.
—¡Ah, si salgo, déjame llevar algo de aquí, una nadería! Esto, para ponérmelo esta noche sobre el corazón —dijo, apoderándose de un guante de Armand, que envolvió en su pañuelo—. No —prosiguió—, no pertenezco a ese mundo de mujeres depravadas; tú no lo conoces y así, no puedes apreciarme. Es preciso que lo sepas: unas se entregan por algunos escudos; otras son sensibles a los regalos; en este mundo todo es infame. ¡Ah, querría ser una simple burguesa, una obrera, si prefieres, una mujer que esté por debajo de ti, a una mujer cuyo afecto se alía con las grandezas humanas! ¡Ah, Armand mío, hay entre nosotras mujeres nobles, grandes, castas, puras, que, entonces, resultan deliciosas! Yo querría poseer todas las noblezas para sacrificártelas todas; la desgracia a hecho de mí una duquesa, pero hubiera querido nacer cerca del trono, para sacrificártelo todo. Sería una modistilla para ti y reina para los demás.
Él la escuchaba mientras humedecía sus cigarros.
—Cuando deseéis partir —le dijo— me avisaréis…
—Pero yo querría quedarme…
—¡Ah!, mas no…
—¡Mira, ése está mal arreglado! —exclamó ella, tomando un cigarro y devorando la parte húmeda por los labios de Armand.
—¿Serías capaz de fumar? —le preguntó él.
—¡Oh, qué no haría yo para agradarte!
—Bien, idos ya señora…
—Obedezco —dijo ella, llorando.
—Es necesario que os cubráis la cara para no ver por dónde vais a pasar.
—Estoy dispuesta, Armand —dijo ella, vendándose los ojos.
—¿Veis algo?
—No.
Él se arrodilló con suavidad.
—¡Ah, te oigo! —dijo ella, sin poder contener un gesto lleno de gentileza, creyendo que aquel fingido rigor iba a cesar.
Él quiso besarle los labios y ella se los ofreció.
—Veis, señora.
—Es que soy un poco curiosa.
—¿Así, me seguís engañando?
—¡Ah —exclamó ella con la rabia propia de la grandeza menospreciada—, quitadme este pañuelo y sacadme de aquí, señor, que no abriré los ojos!
Armand, seguro de su sinceridad al oír su acento, guió a la duquesa que, fiel a su palabra se mantuvo noblemente ciega; pero al llevarla paternalmente de la mano para hacerla tan pronto subir como bajar, Montriveau estudió las vivas palpitaciones que agitaban el corazón de aquella mujer, invadida con tal prontitud por un auténtico amor. Madame de Langeais, feliz de poder hablarle así, se complació en decírselo todo, pero él permaneció inflexible; y, cuando la mano de la duquesa lo interrogaba, la suya permanecía muda. Por último, después de caminar cierto trecho juntos, Armand le dijo que se adelantase; ella avanzó y se percató de que él impedía que su vestido rozase las paredes de una abertura sin duda estrecha. Esta atención conmovió a madame de Langeais, pues aún revelaba un poco de amor; pero fue, en cierto modo, el adiós de Montriveau, que la abandonó sin pronunciar palabra.
Al sentirse en una atmósfera cálida, la duquesa abrió los ojos y se encontró sola ante la chimenea del tocador de la condesa de Sérizy. Su primer cuidado consistió en reparar el desorden de su atavío; no tardó en ajustar bien su traje y en restablecer el encanto de su peinado.
—Vaya, mi querida Antoinette; os hemos estado buscando por todas partes —dijo la condesa, abriendo la puerta del tocador.
—He venido a respirar aquí —repuso ella—. En los salones hace un calor insoportable.
—Creíamos que os habíais ido, pero mi hermano Ron querolles me ha dicho que ha visto a vuestros servidores esperando.
—Estoy agotada, querida; dejadme descansar un momento aquí.
Y la duquesa se sentó en el diván.
—¿Qué tenéis? ¡Tembláis de pies a cabeza!
Entró el marqués de Ronquerolles.
—Tengo miedo, señora duquesa de que os suceda algún accidente. Acabo de ver a vuestro cochero, y está borracho como una cuba.
La duquesa no respondió: miraba a la chimenea y hacia los espejos, buscando en ellos las señales de su paso; después experimentó una sensación extraordinaria, al verse en medio de los placeres del baile, después de la terrible escena que acababa de dar up nuevo curso a su vida. Se echó a temblar violentamente.
—Tengo los nervios de punta por la predicción que me ha hecho monsieur de Montriveau. Aunque se trata de una broma, temo que su hacha de Londres no me deje dormir tranquila. Voy a comprobarlo. Adiós, querida. Adiós, señor marqués.
Atravesó los salones, donde la detuvieron varios cortejadores, que le inspiraron lástima. Encontró el gran mundo pequeño, a pesar de ser ella su reina, y ella, a su vez, viose humillada y pequeña. Además, ¿qué eran los hombres ante el que ella amaba de verdad y cuyo carácter había vuelto a adquirir las proporciones gigantescas que quedaron momentáneamente disminuidas ante ella, pero que, entonces, quizás engrandecía desmesuradamente? No pudo evitar dirigir una mirada a su servidor, que la había acompañado, y lo vio medio dormido.
—¿No habéis salido de aquí? —le preguntó.
—No, señora.
Al subir a su carroza, distinguió, efectivamente, a su cochero en un estado de embriaguez que en cualquier otro momento la hubiera asustado; pero las grandes sacudidas de la vida arrebatan al temor todos sus alimentos vulgares. Además, llegó sin incidentes a su casa, pero se sentía cambiada y presa de sentimientos totalmente nuevos. Para ella, no había más que un hombre en el mundo, y sólo para él deseaba tener algún valor en lo sucesivo.
Si los filósofos pueden definir prontamente el amor, ateniéndose a las leyes de la naturaleza, los moralistas se hallan en un aprieto mucho mayor para explicarlo, cuando quieren considerarlo bajo todos los aspectos en que ha manifestado la sociedad. Con todo, y a pesar de las herejías de las mil sectas que dividen a la iglesia del amor, existe una línea, recta y tajante, que divide netamente sus doctrinas, una línea que las discusiones no harán nunca curva y cuya inflexible aplicación explica la crisis en que la duquesa de Langeais, como casi todas las mujeres, se había hundido. Aún no amaba: sentía una pasión.
(El amor y la pasión son dos estados distintos del alma que los poetas y los hombres de mundo, los filósofos y los necios, confunden continuamente. El amor comporta reciprocidad de sentimientos, la certeza de determinados goces, que nada altera, y un intercambio de placeres demasiado constante, una adhesión demasiado completa entre los corazones para no excluir los celos. La posesión se convierte, entonces, en un medio y no en un fin; una infidelidad hace sufrir, pero no separa; el alma no se siente ni más ni menos ardiente o turbada, conoce una dicha incesante; finalmente, el deseo extendido por un soplo divino de uno a otro extremo sobre la inmensidad del tiempo lo tiñe todo de un mismo color: la vida es azul como un cielo puro. La pasión es el presentimiento del amor y de su infinito, al que aspiran todas las almas que sufren. La pasión es una esperanza que quizá será burlada. Pasión significa simultáneamente sufrimiento y transición; la pasión cesa cuando la esperanza ha muerto. Hombres y mujeres pueden, sin deshonrarse, concebir varias pasiones; ¡es tan natural lanzarse a la búsqueda de la felicidad!, pero, en la vida, no hay más que un solo amor. Todas las discusiones, escritas o verbales, que giran en tomo de los sentimientos, pueden resumirse en estas dos preguntas: «¿Es una pasión? ¿Es el amor?». Como el amor no existe sin el conocimiento íntimo de los placeres que lo perpetúan, la duquesa se encontraba, pues, bajo el yugo de una pasión; así, experimentaba sus agitaciones devoladoras, sus involuntarios cálculos, sus agotadores deseos; todo, en fin, cuanto expresa la palabra pasión: ella sufría. En medio de los trastornos de su alma, surgían torbellinos alzados por su vanidad, por su amor propio, por su orgullo o por su altivez; todas estas variedades del egoísmo existen. Había dicho a un hombre: «¡Te amo, soy tuya!». ¿La duquesa de Langeais podía haber proferido inútilmente estas palabras? Debía ser amada o abdicar de su papel social. Al sentir, entonces, la soledad de su amplio lecho, en el que la voluptuosidad aún no había puesto sus cálidos pies, rodaba por él y se revolvía, repitiéndose:
«¡Quiero ser amada!».
Y la fe que aún tenía en ella le inspiraba la esperanza de conseguirlo).
La duquesa estaba picada, la vanidosa parisién humillada, la verdadera mujer vislumbraba la felicidad, y su imaginación, redentora del tiempo perdido por la naturaleza, se complacía haciendo llamear en ella los inextinguibles fuegos del placer. Casi alcanzaba las sensaciones del amor; pues, en la duda que la atenazaba, se sentía feliz repitiéndose: «¡Le amo!». Deseaba pisotear el mundo. Montriveau se había convertido en su religión.
Pasó el día siguiente en un estado de estupor moral mezclado con agitaciones corporales, que nada podría expresar. Rompió tantas cartas como escribió, e hizo mil suposiciones imposibles. Al llegar la hora en que antes venía Montriveau, quiso creer que vendría y se complació en esperarlo. Su vida se concentró en un solo sentido: el del oído. Cerraba a veces los ojos y se esforzaba por escuchar a través de los espacios. Deseó después el poder de aniquilar todos los obstáculos que se alzaban entre ella y su amante, a fin de lograr aquel silencio absoluto que permite oír los ruidos a enormes distancias. En aquel recogimiento, el tictac de su reloj de péndulo se le hizo odioso; era una especie de parloteo siniestro que terminó por parar.
Sonó la medianoche en el salón.
—¡Dios mío! —se dijo—. ¡Qué dichosa sería al verlo aquí! Y pensar que antes venía, impulsado por el deseo. Su voz resonaba en este tocador. ¡Y ahora, nada!
Al acordarse de las escenas de coquetería que había interpretado, y que le habían arrebatado, unas lágrimas de desesperación brotaron de sus ojos durante largo tiempo.
—La señora duquesa —le dijo su doncella— quizá no sabe que son ya las dos de la madrugada. ¿Acaso se encuentra indispuesta la señora?
—Sí, voy a acostarme; pero recuerda, Suzette —dijo madame de Langeais secándose sus lágrimas—, que no debes entrar nunca en mis habitaciones sin que te lo ordene, y no pienso decírtelo otra vez.
Durante una semana, madame de Langeais frecuentó todas las casas en las que esperaba encontrar a monsieur de Montriveau. Contrariamente a sus costumbres, llegaba pronto y se retiraba tarde; no bailaba y en cambio, tocaba. ¡Tentativas inútiles!
No pudo conseguir ver a Armand, cuyo nombre no se atrevía a pronunciar. Sin embargo, una noche, en un momento de desesperación, dijo a madame de Sérizy, con toda la despreocupación e indiferencia que le fue posible fingir:
—¿Acaso estáis reñida con monsieur de Montriveau? ¿Cómo es que no lo he visto más en vuestra casa?
—¿De veras no viene por aquí? —respondió la condesa, riendo—. Además, me han dicho que no se le ve por parte alguna. Sin duda dedica sus atenciones a alguna mujer.
—Yo creía —prosiguió la duquesa con dulzura— que el marqués de Ronquerolles se contaba entre sus amigos…
—Nunca oí decir a mi hermano que lo conociese.
Madame de Langeais no respondió. Madame de Sérizy creyó poder fustigar entonces, impunemente, una amistad discreta que durante tanto tiempo le había sido amarga, y volvió a tomar la palabra:
—¿Así, echáis de menos a este triste personaje? He oído decir cosas monstruosas de él: heridlo y no volverá nunca ni perdonará nada; amadlo y os arrojará. A todo lo que yo decía de él, uno de esos que lo ponen por las nubes me respondía siempre: ¡Pero sabe amar! No cesan de repetírmelo: «Montriveau lo daría todo por un amigo, tiene un alma inmensa». ¡Ah, bah, la sociedad no quiere almas tan grandes! Los hombres de este carácter están bien en su casa; que se queden en ella y que nos dejen con nuestras fruslerías. ¿Qué decís a eso, Antoinette?
A pesar de su mundo, la duquesa parecía agitada; sin embargo, dijo con una naturalidad que engañó a su amiga:
—Me disgusta dejar de verlo; este hombre me interesaba mucho y sentía por él una sincera amistad. Aunque me encontréis ridícula, mi querida amiga, las almas grandes me gustan. Entregarse a un necio, ¿no es confesar claramente que no se tiene más que sentidos?
Madame de Sérizy únicamente había distinguido a hombres vulgares, y en aquel momento su amante era un hombre apuesto y elegante, el marqués de Aiglemont.
La condesa abrevió su visita. Después, cuando madame de Langeais vio una esperanza en la retirada absoluta de Armand, se apresuró a escribirle una carta humilde y dulce que había de hacerlo volver a ella, si aún la quería. Hizo que su ayuda de cámara le llevase la esquela al día siguiente y a su regreso le preguntó si la había entregado en propia mano a Montriveau; cuando el servidor le respondió afirmativamente, no pudo contener un movimiento de alegría.
(Armand estaba en París, donde vivía solo en su casa, sin frecuentar la sociedad. La amaba, pues. Durante todo el día, ella esperó respuesta, y la respuesta no llegó. En medio de las crisis renovadas que le suscitaba su impaciencia, Antoinette justificó aquel retraso: Armand se sentía embarazado y su respuesta le vendría por correo; pero, al llegar la noche, ya no pudo seguir engañándose. Día terrible, entreverado de sufrimientos agradables y de palpitaciones extenuantes, excesos del corazón que gastan la vida. Al día siguiente, envió al servidor a Armand, en busca de respuesta.
—El señor marqués me ha hecho decir que vendrá a casa de la señora duquesa —respondió Julien.
Ella desapareció para no revelar la dicha que sentía y se dejó caer en su canapé para dar rienda suelta a sus primeras emociones.
«Vendrá».
Este pensamiento le desgarró el alma. Malhaya, en efecto, a los seres para quienes la espera no es la más horrible de las tempestades y fecundación de los más dulces placeres; pues no recibe la llama que despierta las imágenes de las cosas y duplica así su naturaleza, atrayéndonos tanto a la esencia pura de las cosas como a su realidad. En amor, esperar es agotar, incesantemente, una esperanza cierta, entregarse al flagelo terrible de la pasión, dichosa sin los desencantos de la verdad. Emanación constante de fuerza y de deseos, la espera es quizás al alma humana lo que son, para ciertas flores, sus perfumadas exhalaciones. No tardamos en dejar los espléndidos y estériles colores del coreopsis o de los tulipanes para ir a aspirar, con repetido deleite, los deliciosos aromas del naranjo y de la volkamería, dos flores que, sus respectivas patrias, han comparado, involuntariamente, a jóvenes desposadas rebosantes de amor, bellas por su pasado, bellas por su porvenir).
La duquesa se inició en los placeres de su nueva vida al sentir, con una especie de embriaguez, estas flagelaciones del amor. Después, al cambiar de sentimientos, encontró otros destinos y mejor sentido a las cosas de la vida. Al precipitarse en su tocador, comprendió lo que son los adornos más rebuscados, los cuidados corporales más minuciosos, cuando los dirige el amor y no la vanidad; estos aderezos la ayudaban a soportar el transcurrir monótono del tiempo. Terminado su aseo, volvió a las agitaciones excesivas, al sobrecogimiento nervioso de aquel horrible poder que pone en fermentación todas las ideas, y que quizá no sea más que una enfermedad, cuyos sufrimientos resultan agradables.
La duquesa estaba preparada a las dos de la tarde; dieron las once y media de la noche y monsieur de Montriveau aún no había llegado. Explicar las angustias de esta mujer, que podía pasar por el niño mimado de la civilización, sería pretender decir cuántas poesías puede concentrar el corazón en un pensamiento, pretender pesar la fuerza exhalada por el alma al oír sonar una campanilla, o calcular la vida que consume el abatimiento causado por un coche, que continúa rodando sin detenerse.
—¿Se estará burlando de mí? —se preguntó la infeliz, al oír tocar la medianoche.
Palideció, sus dientes entrechocaron y se golpeó las manos al penetrar en aquel tocador donde antes, pensaba, él aparecía sin que lo llamasen. Pero se resignó. ¿No le había hecho palidecer y tambalearse bajo las flechas aceradas de su ironía? Madame de Langeais comprendió el horror del destino de las mujeres que, privadas de todos los medios de acción que poseen los hombres, deben esperar, cuando aman. Presentarse ante el amado es un error que muy pocos hombres saben perdonar. La mayoría de ellos consideran una rastrera humillación esta adulación celestial; pero Armand tenía un alma grande y debía de formar parte del pequeño número de hombres que saben corresponder, con amor eterno, a semejante exceso de amor.
—Pues bien, iré yo —se dijo ella, dando vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño—. Iré a él, le tenderé la mano, sin que tal acción me fatigue. Un hombre escogido ve promesas de amor y de constancia en todos y en cada uno de los pasos que da una mujer hacia él. Sí, los ángeles deben ascender de los cielos para venir a los hombres y yo quiero ser un ángel para él.
Al día siguiente, escribió uno de esos billetes en que sobresalen el ingenio de las diez mil madames de Sévigné con que cuenta actualmente París. Sin embargo, saber lamentar sin rebajarse, volar plenamente con ambas alas, sin arrastrarse humildemente, reñir sin ofender, sublevarse con gracia, perdonar sin comprometer la dignidad personal, decirlo todo y no declarar nada: había que ser la duquesa de Langeais y haber sido educada por la princesa de Blamon Chauvry para escribir tan delicioso billete.
Julien partió. El emisario era, como todos los ayudas de cámara, víctima de las idas y venidas del amor.
—¿Qué os ha respondido monsieur de Montriveau? —preguntó ella a Julien con toda la indiferencia que fue capaz de fingir, cuando él volvió a darle cuenta de su misión.
—El señor marqués me ha rogado que diga a la señora duquesa que estaba bien.
¡Terrible reacción del alma sobre ella misma! Recibir ante testigos curiosos la pregunta emanada del corazón, y no poder murmurar, bajo un silencio obligatorio. ¡Uno de los mil dolores del rico!
Durante veintidós días madame de Langeais escribió a monsieur de Montriveau sin obtener respuesta. Ella terminó por decir que estaba enferma para dispensarse de cumplir sus obligaciones mundanas, ya fuese hacia la princesa, por la que sentía gran afecto, o hacia la sociedad en general. Sólo recibía a su padre, el duque de Navarreins; a su tía, la princesa de Blamont-Chauvry; al viejo vidame de Panders, su tío-abuelo materno, y al tío de su marido, el duque de Grandlieu. Estos personajes creyeron fácilmente en la enfermedad de madame de Langeais, al encontrarla cada día más abatida, más pálida y más enflaquecida. Los vagos ardores de un amor real, las irritaciones del orgullo herido, el constante escozor del único desdén que pudo alcanzarla, sus arranques en pos de unos placeres perpetuamente deseados, perpetuamente traicionados; todas estas fuerzas, excitadas en vano, minaban su doble naturaleza. Pagaba los atrasos de su vida equivocada.
Finalmente, salió para asistir a una revista militar en la que debía hallarse presente monsieur de Montriveau. Asomada al balcón de las Tullerías, con la familia real, la duquesa vivió una de aquellas fiestas largo tiempo recordadas. Aparecía sublime de languidez, y todas las miradas la saludaron con admiración. Cambió algunas miradas con Montriveau, cuya presencia la hacía tan bella. El general desfiló, casi a sus pies, en todo el esplendor del uniforme militar, cuyo efecto sobre la imaginación femenina es reconocido incluso por las personas más melindrosas. Para una mujer muy enamorada, que no había visto a su amante desde hacía dos meses, aquel instante fugaz debió de parecer, sin duda, esa fase del sueño en que, de una manera fugitiva, la vista alcanza una naturaleza sin horizontes. Únicamente las mujeres, o los jóvenes, son capaces de imaginar la avidez absorta y delirante que expresaron los ojos de la duquesa. En cuanto a los hombres, si bien durante la juventud han experimentado, en el paroxismo de sus primeras pasiones, estos fenómenos del poder nervioso, más tarde los olvidan tan completamente que llegan a negar estos éxtasis lujuriantes, único nombre posible que pueden tener tan magníficas intuiciones. El éxtasis religioso es la locura del pensamiento desprendido de sus lazos corpora les; mientras que, en el éxtasis amoroso, se confunden, se unen y abrazan las fuerzas de nuestras dos naturalezas.
Cuando una mujer está presa de las furiosas tiranías que humillaban la cerviz de madame de Langeais, las revoluciones definitivas se suceden con tal rapidez, que es imposible dar cuenta de ellas. Los pensamientos nacen entonces en cadena y corren por el alma como esas nubes arrastradas por el viento sobre un fondo plomizo, que oculta el sol. A partir de entonces, los hechos lo dicen todo. Veamos los hechos, pues.
Al día siguiente de la revista, madame de Langeais envió su carroza y sus criados de librea a la puerta del marqués de Montriveau, donde esperaron desde las ocho de la mañana hasta las tres de la tarde. Armand vivía en la rue de Tournon, a unos pasos de la Cámara de los Pares, en donde aquel día había sesión. Pero, desde mucho tiempo antes de que los Pares empezasen a entrar en el palacio, algunas personas distinguieron el coche y las armas de la duquesa. Un joven oficial, desdeñado por madame de Langeais y recogido por madame de Sérizy, el barón de Maulincour, fue el primero en reconocer la librea. Inmediatamente corrió a casa de su amante para contarle, pidiéndole que guardase secreto, esta extraña locura. Acto seguido, la noticia se difundió telegráficamente por todos los corrillos del faubourg Saint-Germain, llegó a palacio, al Elíseo-Borbón, se convirtió en la comidilla del día y en el tema de todas las conversaciones, desde el mediodía a la noche. Casi todas las mujeres negaban el hecho, pero de una manera que no lo desmentía; y los hombres lo creían, demostrando el más indulgente interés por madame de Langeais.
—Ese salvaje de Montriveau tiene un alma de bronce y sin duda habrá exigido este escándalo —decían unos, echando la culpa de lo sucedido a Armand.
—Bien —decían otros—, madame de Langeais ha cometido la más noble de las imprudencias. Renunciar ante todo París y por su amante, al mundo, a su posición, a su fortuna, a la consideración, es un golpe de estado femenino tan magnífico como la cuchillada de ese peluquero que tanto emocionó a Canning en la audiencia de lo criminal. Ni una sola de las mujeres que censuran a la duquesa sería capaz de hacer esta declaración digna de los tiempos antiguos. Madame de Langeais es una mujer heroica al exhibirse con esta franqueza. Ahora ya no puede amar a nadie más que a Montriveau. ¿No hay cierta grandeza en una mujer que dice: «No tendré más que una pasión»?
—¿Qué sería de la sociedad, señor mío, si así honrara al vicio, sin mostrar el menor respeto por la virtud? —dijo la condesa de Granville, esposa del fiscal de la audiencia.
Mientras en palacio, en el arrabal y en la Chaussée-d’Antin se hacían cábalas y conjeturas sobre el naufragio de esta virtud aristocrática; jóvenes presurosos corrían a caballo para asegurarse, viendo el coche en la rue de Toumon, de que la duquesa estaba verdaderamente en casa de monsieur de Montriveau, ella yacía, palpitante, en el fondo de su tocador. Armand, que no había dormido en su casa, paseaba por las Tullerías con monsieur de Marsay. Entre tanto, los abuelos de madame de Langeais se visitaban, citándose en casa de la condesa, para sermonearla y hallar los medios de hacer abortar el escándalo producido por su conducta.
A las tres, el duque de Navarriens, el vidame de Pamiers, la vieja princesa de Blamont-Chauvry y el duque de Grandlieu se encontraban reunidos en el salón de madame de Langeais, esperándola. A ellos, como a muchos curiosos, los servidores de la casa les dijeron que su señora había salido. La duquesa no había exceptuado a nadie de esta consigna. Aquellos cuatro personajes, ilustres en las esferas aristocráticas, cuyas revoluciones y pretensiones hereditarias consagra anualmente el Almanaque de Gotha, merecen un rápido esbozo, sin el cual esta pintura social quedaría incompleta.
La princesa de Blamont-Chauvry era, en el mundo femenino, la más poética ruina del reinado de Luis XV, a cuyo apodo ella había contribuido durante su bella juventud, según se decía, con su parte proporcional. De sus antiguas gracias sólo le quedaba una nariz muy saliente, fina, curvada como una espada turca, y principal adorno de un rostro que parecía un viejo guante blanco; todo ello venía completado por algunos cabellos, rizados y empolvados, chinelas de tacón, un sombrero de encaje con cintas, mitones negros y otras prendas anticuadas. Mas, para hacerle cumplida justicia, conviene añadir que tenía una idea tan elevada de sus ruinas, que se descotaba por las noches, llevaba guantes largos y aún se teñía las mejillas con el carmín clásico de Martin.
La temible amabilidad oculta entre sus arrugas, un fuego prodigioso en sus ojos, una dignidad profunda en toda su persona, un ingenio de triple dardo en la lengua, en su cabeza una memoria infalible, hacían de esta venerable anciana una verdadera potencia. Tenía, en su cerebro apergaminado, todos los pergaminos nobiliarios de Europa y conocía, al dedillo, las alianzas de las casas principescas, ducales y condales del continente, incluso hasta dónde se hallaban los últimos hermanos de Carlomagno. Así, ninguna usurpación legítima podía pasarle desapercibida.
Los jóvenes que querían estar bien vistos, los ambiciosos y las jovencitas, le rendían constantes homenajes. Su salón dictaba la ley en el faubourg Saint-Germain. Las palabras de aquel Tayllerand femenino tenían valor de decretos. Algunas personas iban a pedir su consejo sobre cuestiones de etiqueta o de urbanidad, o a recibir lecciones de buen gusto. La verdad era que ninguna dama de su edad sabía guardar como ella la tabaquera en el bolso; y al sentarse o al cruzar las piernas, movía la falda con una precisión, con una gracia que desesperaba a las jóvenes más elegantes. Tuvo voz de cabeza durante una tercera parte de su vida, pero no pudo impedirle que descendiese a las membranas nasales, lo que la hacía extrañamente significativa. De su gran fortuna sólo le quedaban ciento cincuenta mil libras en bosques, generosamente devueltos por Napoleón. Así, todo era en ella considerable: bienes y persona.
Aquella curiosa antigualla estaba sentada en una poltrona, a un lado de la chimenea, hablando con el vidame de Pamiers, otra ruina contemporánea. Aquel viejo señor, antiguo comendador de la Orden de Malta, era un hombre de talla elevada, larguirucho y endeble, con el cuello siempre tan apretado, que le coloreaba las mejillas, las cuales desbordaban ligeramente por encima de la corbata, todo lo cual contribuía a mantenerle la cabeza erguida; actitud plena de suficiencia en algunas personas, pero justificada en él por su espíritu volteriano. Sus ojos saltones parecían verlo todo y, efectivamente, lo habían visto todo. Se ponía algodón en los oídos. Por último, el conjunto de su persona, ofrecía un arquetipo de líneas aristocráticas, menudas y frágiles, suaves y agradables que, parecidas a las de la serpiente, pueden encorvarse a voluntad, incorporarse, hacerse fluidas o rígidas.
El duque de Navarreins se paseaba a todo lo largo y lo ancho del salón, en compañía del duque de Grandlieu. Ambos duques frisaban en los cincuenta y cinco años, aún no muy maduros, ambos gruesos y rechonchos, bien nutridos, de tez algo rojiza, ojos fatigados y labios inferiores ya colgantes. Sin el tono exquisito de su lenguaje, sin la afable cortesía de sus modales, sin su soltura, que, de repente, podía trocarse en impertinencia, un observador superficial hubiera podido tomarlos por banqueros. Pero el error cesaba al escuchar su conversación, erizada de precauciones con los que temían, seca o vacía con sus iguales, pérfida para los inferiores, que los personajes de la corte o los hombres de Estado saben amansar mediante verbosas delicadezas y herir, con una palabra inesperada. Éstos eran los representantes de aquella gran nobleza que quería morir o permanecer íntegra, que merecía tantos elogios como censuras y que será siempre imperfectamente juzgada, hasta que un poeta la muestre feliz al obedecer al rey, expirando bajo el hacha de Richelieu, y despreciando la guillotina del 89 como una sucia venganza.
Estos cuatro personajes se distinguían, todos ellos, por una voz aguda y débil, que armonizaba particularmente con sus ideas y su porte. Por otra parte, la igualdad más perfecta reinaba entre ellos. La costumbre que adquirieron en la corte de ocultar sus emociones, sin duda les impedía manifestar el disgusto que les causaba la extravagancia de su joven pariente.
A fin de evitar que los críticos tachen de pueril el comienzo de la escena siguiente, quizá sea necesario observar aquí que, en una ocasión en que Locke se encontraba en compañía de unos señores ingleses, famosos por su ingenio y personajes que se distinguían, tanto por sus maneras, como por su eficiencia política, se divirtió malévolamente tomando su conversación taquigráficamente, por un procedimiento particular, y los hizo desternillarse de risa al leérsela luego. Las clases superiores, en efecto, hablan, en todos los países, un argot de oropel que, lavado en las cenizas literarias o filosóficas, da una cantidad escasísima de oro en el crisol. En todas las clases sociales, salvo en algunos salones parisienses, el observador halla las mismas ridiculeces, que sólo se diferencian por la transparencia o el espesor del barniz. Así, las conversaciones substanciales constituyen la excepción social, y la beocia hace el gasto de la conversación, por lo general, en las diversas zonas de la sociedad. Si bien, en las altas esferas, se habla, forzosamente, mucho, se piensa poco en ellas. Pensar representa una fatiga y los ricos prefieren ver discurrir la vida sin esforzarse. Así, hay que considerar el fondo de las expresiones por grados —desde el pilluelo de París hasta el par de Francia— para comprender la frase de Tayllerand: Los modales lo son todo, traducción elegante de este axioma jurídico: La forma arrastra el fondo. A los ojos del poeta, la ventaja continuará estando por el lado de las clases inferiores, que nunca dejan de imprimir cierta tosca poesía a sus pensamientos.
Esta observación quizás haga comprender, también, la esterilidad de los salones, su vaciedad, su falta de profundidad, y la repugnancia que las personas superiores experimentan, cuando tienen que entregarse, en ellos, al detestable comercio consistente en hacer intercambio de pensamientos.
El duque se detuvo de pronto, como si hubiese concebido una idea luminosa, y dijo a su acompañante:
—¿Así, habéis vendido a Thornton?
—No, está enfermo. Mucho me temo que voy a perderle, y esto me afligirá mucho; es un caballo excelente para la caza. ¿Sabéis cómo está la duquesa de Marigny?
—No, no he ido a visitarla esta mañana. Me disponía a ir a verla, cuando habéis venido para hablarme de Antoinette. Pero ayer estaba muy mal, en situación desesperada; le dieron la extremaunción.
—Su muerte cambiará la situación de vuestro primo.
—No la cambiará en nada; hizo la partición en vida y se reservó una pensión, que le pasa su sobrina, madame de Soulanges, a la que ha dado sus tierras de Guébriant, de renta vitalicia.
—Será una gran pérdida para la sociedad. Era una buena mujer. Su familia echará mucho de menos sus consejos y su experiencia, que pesaban mucho. Entre nosotros sea dicho, era el cabeza de familia. Su hijo, Marigny, es un hombre agradable; tiene rasgos de ingenio; es un buen conservador. Sí, es agradable, muy agradable… ¡Oh, en cuánto a agradable, se lleva la palma! Pero… es incapaz de llevar una casa. Y lo extraordinario es que no tiene un pelo de tonto. El otro día cenaba en el círculo con todos esos ricachos de la Chaussée-d’Antin y vuestro tío (que siempre va ha hacer su partidita) lo vio. Sorprendido al encontrarlo allí, va y le pregunta si pertenecía al círculo. «Sí, no acudo a otro lugar; vivo con los banqueros». ¿Y sabéis por qué? —dijo el marqués dirigiendo una sonrisa ladina al duque.
—No.
—Se ha encaprichado de una recién casada, esa menudita madame Keller, la hija de Gondreville, una mujer que, según dicen, está muy de moda en esos círculos.
—Pero Antoinette no se aburre, según parece —dijo el viejo vidame.
—El afecto que siento por esta mujercita hace que me entregue, en estos momentos, a un singular pasatiempo —le respondió la princesa, guardándose la tabaquera en el bolso.
—Mi querida tía —dijo el duque deteniéndose—, estoy desesperado. Sólo un hombre de Bonaparte podía ser capaz de exigir de la buena sociedad semejante incomodo. Que quede entre nosotros, Antoinette hubiera debido elegir mejor.
—Querido —respondió la princesa—, los Montriveau tienen solera y cuentan con muy buenas alianzas. Están entroncados con toda la alta nobleza de Borgoña. Si los Rivaudoult d’Arschoot, de la rama Dulmen, se extinguiesen en Galitzia, los Montriveau heredarían los bienes y los títulos de los d’Arschoot; los heredarían por su bisabuelo.
—¿Estáis segura?
—Lo sé mejor que el propio padre de éste, al que conocía mucho y que, precisamente, lo supo por mí. Aunque era caballero de las Ordenes, se burlaba de ellas; era un enciclopedista. Pero su hermano supo aprovecharse bien de ellos en la emigración. He oído decir que sus parientes del Norte se portaron muy bien con él…
—Desde luego que sí. El conde de Montriveau murió en San Petersburgo, donde lo encontré —dijo el vidame—. Era un hombre muy corpulento, que sentía una pasión increíble por las ostras.
—¿Comía muchas? —preguntó el duque de Grandlieu.
—Diez docenas diarias.
—¿Sin sentirse mal?
—En absoluto.
—¡Oh, pero esto es extraordinario! ¿Y este gusto no le provocó ataques de piedra, ni la gota, ni ninguna molestia?
—No, se encontraba perfectamente bien; murió de accidente.
—¡De accidente, decís! La naturaleza le ordenó que comiese ostras; sin duda le eran necesarias, pues, hasta cierto punto, nuestros gustos predominantes se hallan condicionados por nuestra naturaleza.
—Soy de vuestro parecer —dijo la princesa, sonriendo.
—Señora, vos siempre entendéis las cosas con malicia —dijo el marqués.
—Quiero solamente que comprendáis que estas cosas sonarían muy mal en los oídos de una joven —respondió ella.
Y se interrumpió para exclamar:
—¡Pero esta sobrina mía! ¡Esta sobrina!
—Mi querida tía —dijo monsieur de Navarreins—, aún me cuesta trabajo creer que haya ido a casa de monsieur de Montriveau.
—¡Bah! —dijo la princesa.
—¿Qué pensáis, señor vidame? —preguntó el marqués.
—Si la duquesa fuese una ingenua, yo creería que…
—Pero una mujer que ama se vuelve ingenua, mi pobre vidame. ¿No estaréis envejeciendo?
—¿Qué hacer, en fin? —dijo el duque.
—Si mi querida sobrina es juiciosa —respondió la princesa—, irá esta noche a la corte, puesto que, por suerte, estamos en lunes que es día de recepción; ocupaos de rodearla bien y de desmentir ese ridículo rumor. Hay mil maneras de explicar las cosas, y, si el marqués de Montriveau es hombre galante, se prestará a hacerlo. Daremos sus buenas razones a esos niños curiosos…
—Pero es difícil atacar de frente a monsieur de Montriveau, mi querida tía, es un discípulo de Bonaparte y hombre de posición. ¡Desde luego! es un personaje, tiene un mando importante en la guardia, donde es de mucha utilidad. No posee la menor ambición. A la primera palabra que le desagradase es capaz de decirle al rey: «Aquí tenéis mi dimisión. Dejadme en paz».
—¿Así, qué piensa?
—Piensa muy mal.
—Verdaderamente —dijo la princesa—, el rey sigue siendo lo que ha sido siempre: un jacobino flordelisado.
—¡Oh, pero un poco moderado! —dijo el vidame.
—No, lo conozco de antiguo. El hombre que decía a su mujer, el día en que ella asistió al primer banquete de la corte: «¡Allí están los nuestros!», señalándole el patio, no podía ser más que un negro desalmado. Vuelvo a encontrar perfectamente a MONSIEUR en el rey. El mal hermano, que votaba tan mal en su escaño de la Asamblea Constituyente, debe pactar con los liberales, dejarles hablar y discutir. Ese santurrón que se las echa de filósofo será tan peligroso para el segundón como lo fue para el primogénito; pues no sé si su sucesor podrá salir de los apuros que se complace en crearle este hombre grueso de espíritu pequeño; además, lo execra y sería feliz si pudiese decirse, al morir: «No reinará mucho tiempo».
—Tía, es el rey, tengo el honor de pertenecerle y…
—¿Pero, querido, vuestro cargo os impide hablar francamente? Sois de linaje tan bueno como el de los Borbones. Si los Guisa hubiesen tenido algo más de resolución, Su Majestad, hoy, sería un pobre hidalgo. Me voy de este mundo a tiempo; la nobleza ha muerto. Sí, todo está perdido para nosotros, hijos míos —dijo, mirando al vidame—. ¿Crees que la conducta de mi sobrina debería ser la comidilla de la ciudad? Ella ha hecho mal, yo no la apruebo, un escándalo inútil es una falta; me desagrada mucho este modo de faltar a las conveniencias, yo la eduqué y sé que…
En aquel momento, la duquesa salió de su tocador. Había reconocido la voz de su tía y oyó pronunciar el nombre de Montriveau. Iba con su vestido de casa, propio de las mañanas; y cuando apareció, monsieur de Grandlieu, que miraba distraídamente por la ventana, vio regresar el coche de su sobrina sin ella.
—Mi querida hija —le dijo el duque tomándole la cabeza entre las manos para besarle la frente—. ¿Así, no sabes lo que pasa?
—¿Pasa algo extraordinario, mi querido tío?
—Que todo París te cree en casa de monsieur de Montriveau.
—¿Tú no has salido, verdad, mi querida Antoinette? —dijo la princesa tendiéndole la mano, que la duquesa besó con afecto respetuoso.
—No, querida madre, no he salido. —Volviéndose para saludar al vidame y al marqués, agregó—: He querido que todo París creyese que estaba en casa de monsieur de Montriveau.
El duque alzó las manos al cielo, se las golpeó desesperadamente y se cruzó de brazos.
—¿Pero es que no sabéis cuáles serán los resultados de esta barbaridad? —dijo por último.
La vieja princesa se levantó de pronto sobre sus talones y miró a la duquesa, que se ruborizó y bajó la mirada. Madame de Chauvry la atrajo dulcemente hacia ella y le dijo:
—Permitid que os bese, angelito.
Después la besó en la frente muy afectuosamente, le estrechó la mano y prosiguió, sonriendo:
—Ya no estamos en tiempos de los Valois, mi querida hija. Habéis comprometido a vuestro marido y vuestra situación en el mundo; sin embargo, conseguiremos arreglarlo todo.
—Pero, mi querida tía, yo no quiero arreglar nada. Deseo que todo París sepa o diga que yo estaba esta mañana en casa de monsieur de Montriveau. Destruir esta creencia, por falsa que sea, es perjudicarme considerablemente.
—¿Así, hija mía, queréis perderos y afligir a vuestra familia?
—Mi padre y mi familia, al sacrificarme a sus intereses, me condenaron, sin proponérselo, a desdichas irreparables, Podéis censurarme, porque procure endulzar mi suerte, pero en realidad deberíais compadecerme.
—¡Esforzaos, sí, esforzaos por dar un buen partido a una joven! —murmuró monsieur de Navarreins al vidame.
—Mi querida pequeña —dijo la princesa, sacudiendo los granos de rapé que le habían caído en la falda—, sed feliz si podéis; aquí no se trata de turbar vuestra felicidad, sino de ponerla de acuerdo con las costumbres del trato social. Aquí, todos sabemos que el matrimonio es una institución defectuosa atemperada por el amor. ¿Pero es necesario, al tomar un amante, poner la cama en la vía pública? Vamos, sed un poco razonable, escuchadme.
—Os escucho.
—Señora duquesa —dijo el duque de Grandlieu—, si los tíos tuviesen la obligación de velar por sus sobrinas, tendrían una situación en el mundo; la sociedad les debería honores, recompensas, prebendas, como las concede a las gentes del rey. Por lo tanto, no he venido para hablaros de mi sobrino, sino de vuestros intereses. Calculemos un poco. Si os proponéis dar un escándalo, yo conozco el paño y no me gusta nada. Langeais es un hombre avaro, endiabladamente egoísta; se separará de vos, se quedará con vuestra fortuna, os dejará pobre y por consiguiente, sin consideración. Las cien mil libras de renta que, últimamente, habéis heredado de vuestra tía-abuela materna, pagarán los gastos de sus amantes, y vos quedaréis atada y agarrotada por las leyes, obligada a decir amén a todo esto. ¿Que monsieur de Montriveau os abandona?… Buen Dios, mi querida sobrina, no nos enfademos; un hombre no os abandonará joven y bella; sin embargo, hemos visto tantas mujeres bonitas abandonadas, incluso entre princesas, que permitiréis que haga una suposición, casi imposible, quiero creerlo: ¿Qué sería de vos sin vuestro marido? Cuidadlo, pues, del mismo modo que cuidáis vuestra belleza, que, si bien se mira, además de marido es el paracaídas de la mujer. Os veo feliz y amada para siempre; no tengo en cuenta ningún acontecimiento desgraciado. Pero admitiéndolo así, por dicha o por desgracia, imaginemos que tenéis hijos. ¿Qué vais a hacer con ellos? ¿Haréis de ellos unos Montriveau? No os hagáis ilusiones: no heredarán toda la fortuna de su padre. Querréis darles toda la vuestra y él toda la suya. ¡Dios mío, nada más natural! Pero las leyes se pondrán contra vos. ¡Cuántos procesos hemos visto incoados por los legítimos herederos contra los hijos del amor! Estos procesos se ventilan en todos los tribunales del mundo. Quizá recurriréis a un fideicomiso: si la persona en quien depositáis vuestra confianza os engaña, la verdad es que la justicia humana no sabrá nada de ello, ¡pero vuestros hijos quedarán arruinados! ¡Escoged bien, pues! ¿Veis en qué perplejidades os encontráis? De todas maneras, vuestros hijos serán sacrificados necesariamente a las fantasías de vuestro corazón y privados de la situación que les corresponde. Mientras sean pequeños, serán encantadores, pero un día os reprocharán haber pensado más en vos que en ellos. Todo esto, nosotros, los viejos gentilhombres, ya lo sabemos. Los niños se hacen hombres, y los hombres son ingratos. Aún recuerdo haber oído decir, después de cenar, al joven de Horn, en Alemania: «Si mi madre hubiese sido una mujer honrada, yo sería príncipe reinante». Este si nos hemos pasado la vida oyéndoselo decir a los plebeyos; y ha sido la causa de la Revolución. Cuando los hombres no pueden acusar a su padre, ni a su madre, echan la culpa de su mala suerte a Dios. En suma, mi querida niña, estamos aquí para iluminaros. Voy a resumir lo que he dicho en una frase que debéis meditar: una mujer no debe dar nunca razón a su marido.
—Mi querido tío, he llegado a calcular tanto que era incapaz de amar. Entonces sólo veía, como vos, intereses en vez de sentimientos, que ahora son lo único que cuenta para mí —dijo la duquesa.
—Pero, mi querida pequeña, la vida no es más que una combinación de intereses y de sentimientos —le replicó el vidame—, y para ser feliz, sobre todo en la posición que ocupáis, hay que intentar poner de acuerdo los sentimientos con los intereses. Que una modistilla haga el amor siguiendo los dictados de su fantasía, aún se concibe; pero vos tenéis una gran fortuna, una familia, un título, un lugar en la corte y no debéis tirar todo esto por la ventana. Para conciliario todo, ¿qué venimos a pediros? Que eludáis hábilmente la ley de las conveniencias sociales, en vez de violarla. Buen Dios, yo pronto cumpliré ochenta años y no recuerdo haber encontrado, bajo ningún régimen, un amor que valiese el precio que vos queréis pagar por el de este joven afortunado.
La duquesa impuso silencio al vidame con una mirada tal que, si Montriveau la hubiese podido ver, se lo hubiera perdonado todo…
—Esto sería de gran efecto en el teatro —dijo el duque de Grandlieu—, y no significa nada cuando se trata de vuestros bienes parafernales, de vuestra posición y de vuestra independencia. No sois agradecida, mi querida sobrina. No encontraréis muchas familias en que los parientes tengan el valor de aportar las enseñanzas de la experiencia y hacer oír el lenguaje de la razón a jóvenes cabezas alocadas. Si preferís condenaros, podéis renunciar a vuestra posición en dos minutos, de acuerdo. Pero reflexionad bien cuando se trate de renunciar a vuestras rentas. No conozco a ningún confesor que pueda absolveros de la miseria. Considero que tengo derecho a hablaros así; porque, si os perdéis, sólo yo podré ofreceros asilo. Soy casi el tío de Langeais, y solamente a mí me darán la razón si le echo la culpa.
—Hija mía —dijo el duque de Navarreins arrancándose a una dolorosa meditación—, ya que habláis de sentimientos, permitidme observar que una mujer que lleve vuestro nombre se debe a unos sentimientos distintos de los que experimentan las gentes del vulgo. ¿Queréis dar la razón, pues, a los liberales, a esos jesuitas de Robespierre que se esfuerzan por cubrir de oprobio a la nobleza? Hay ciertas cosas que una Navarreins no puede hacer sin faltar a su apellido. Vuestra culpa no os deshonraría solamente a vos, sino a todo vuestro linaje.
—¡Vaya —dijo la princesa—, ya salió el deshonor! Hijos míos, no hagáis tanto ruido por las idas y venidas dé un coche desocupado, y dejadme a solas con Antoinette. Los tres vendréis a cenar conmigo. Yo me encargo de arreglar bien las cosas. Vosotros, los hombres, no entendéis nada, ya empezáis a hablar con acritud y no quiero que os enfadéis con la querida hija mía de mi alma. Así, hacedme el favor de iros. Los tres aristócratas adivinaron sin duda las intenciones de la princesa; saludaron a sus parientes y monsieur de Navarreins besó a la joven en la frente, diciéndole:
—Vamos, querida niña, sé juiciosa. Si tú quieres, aún es tiempo.
—¿No podríamos encontrar, en la familia, a un buen mozo que oponer a ese Montriveau? —dijo el vidame al bajar por la escalera.
—Hijita mía —dijo la princesa, indicando con una seña a su pupila que tomase asiento en una silla baja, a su lado, cuando ambas estuvieron solas—, no sé que exista nada más calumniado en este bajo mundo que Dios y el siglo XVIII, pues, al evocar los sucesos de mi juventud, no recuerdo que una sola burguesa hubiese pisoteado las conveniencias como vos acabáis de hacerlo. Los novelistas y los escritores de tres al cuatro han desacreditado el reinado de Luis XV, pero no los creáis. La Du Barry, querida, valía tanto como la viuda Scarron y como persona, valía más. En mi época, las mujeres sabían conservar su dignidad, en medio de sus galanterías. Las indiscreciones nos han perdido. De ahí viene todo el mal. Los filósofos, esa gentuza que hemos admitido en nuestros salones, nos han pagado nuestras bondades con la descortesía y la ingratitud atreviéndose a hacer el inventario de nuestros corazones, a calumniarnos en masa y en detalle y a despotricar contra el siglo. El pueblo, que está muy mal situado para juzgar lo que sea, ha visto el fondo de las cosas sin distinguir su forma. Pero en aquella época, corazón mío, los hombres y las mujeres fueron tan notables como en otras épocas de la monarquía. Ni uno solo de vuestros Werther, ninguna de vuestras notabilidades, como las llamáis, ni uno solo de vuestros pisaverdes de guantes amarillos y cuyos pantalones disimulan la flacura de sus piernas, atravesaría Europa disfrazado de buhonero, para ir a encerrarse, arriesgando su vida y desafiando los puñales del duque de Modena, en el tocador de la hija del regente. Ninguno de vuestros pequeños tísicos, de antiparras de concha, se ocultaría durante seis semanas en un armario, como hizo Lauzun, para infundir valor a su amante mientras ésta daba a luz. ¡Había más pasión en el meñique de monsieur de Jauzourt, que en toda vuestra raza de chisgarabíes, siempre enzarzados en discusiones bizantinas y que prefieren una enmienda a una mujer! ¿Encontraríais hoy un paje capaz de dejarse matar y enterrar bajo el piso de una habitación, por haber tenido la osadía de besar el dedo enguantado de una Koenigsmark? Hoy en día, a decir verdad, parece como si los papeles hubiesen cambiado, y las mujeres tuviesen que perseguir a los hombres. Estos caballeretes, que valen menos, se tienen en mayor aprecio. Creedme, querida, todas esas aventuras, que hoy se han hecho públicas y que sirven para asesinar a nuestro buen rey Luis XV, en su tiempo eran secretas. Sin aquel atajo de poetastros, de copleros, de moralistas mantenidos por nuestras doncellas, para que escribiesen estas calumnias, nuestra época hubiera tenido mejores modales literarios. Justifico el siglo, no lo que éste tiene de accesorio. Quizás hayan existido cien mujeres de calidad perdidas; pero esos picaros han aumentado su número hasta un millar, como hacen los gacetilleros, al calcular los muertos del bando derrotado. Además, no sé qué pueden reprocharnos la Revolución y el Imperio: estas épocas fueron licenciosas, sin espíritu, groseras y me producen asco. ¡Son los lugares de mala fama de nuestra historia! Este preámbulo, mi querida niña —prosiguió después de una pausa—, ha tenido por objeto poder decirte que, si Montriveau te gusta tú eres muy dueña de amarlo como te plazca, y tanto como puedas. Yo sé por experiencia que, a menos que te encerremos, y esto ya no se lleva hoy, harás lo que te venga en gana: lo mismo hubiera hecho yo a tu edad. Con la sola diferencia, hijita mía, de que yo hubiera renunciado al derecho de engendrar duques de Langeais. Así es que pórtate con decencia. El vidame tiene razón: ningún hombre vale ni uno solo de los sacrificios que en nuestra locura cometemos, para pagarles su amor. Ponte en situación, pues, de poder continuar siendo la esposa de monsieur Langeais, por si tuvieses la desgracia de arrepentirte de este amor. Cuando seas vieja, te alegrarás de poder oír misa en la corte y no en un convento de provincias; esta es toda la cuestión. Una imprudencia equivale a una pensión, a una vida errante, a estar a merced de tu amante; al disgusto causado por las impertinencias de mujeres que valen menos que tú, precisamente porque habrán sabido ser astutas y marrulleras. Era mil veces preferible que fueses a casa de Montriveau por la noche, en fiacre y disfrazada, que enviarle tu coche a pleno día. ¡Eres una tontuela, mi querida niña! Tu coche ha halagado su vanidad; tu persona le habría cautivado el corazón. Te digo lo que es justo y verdadero, pero sin enfadarme contigo. Tu falsa grandeza es de dos siglos atrás. Vamos, deja que arreglemos tus cosas, diremos que Montriveau emborrachó a tus lacayos para satisfacer su amor propio y comprometerte…
—¡Por el amor de Dios, tía —exclamó la duquesa levantándose de un salto—, no le calumniéis!
—¡Oh, mi querida niña! —dijo la princesa, cuyos ojos se animaron—. Querría que tuvieses ilusiones que no te resultasen funestas, pero toda ilusión debe cesar. Me enternecerías, si no fuese por mi edad. Vamos, no nos causes pesar, ni a él, ni a nosotros. Me encargo de contentar a todo el mundo, pero prométeme que, en lo sucesivo, no harás nada sin consultarme previamente. Cuéntamelo todo y es posible que te conduzca a un feliz desenlace.
—Tía, os prometo…
—¿Decírmelo todo?
—Sí, todo cuando puede decirse.
—Pero, corazoncito mío, es precisamente lo que no puede decirse lo que yo quiero saber. A ver si nos entendemos. Ven, deja que apoye mis labios resecos en tu hermosa frente. No, déjame hacer, no quiero que beses mis huesos. Los viejos tenemos nuestra propia cortesía… Vamos, acompáñame a mi carroza —dijo, después de abrazar a su nieta.
—Mi querida tía, ¿así, puedo ir a verle bajo un disfraz?
—Desde luego que sí, esto nunca puede negarse —dijo la anciana señora.
La única idea que la duquesa percibió claramente en el sermón que acababa de dirigirle la princesa, fue la del disfraz. Cuando madame de Chauvry se sentó en el interior de su coche, madame de Langeais le hizo un gracioso gesto de adiós y volvió a subir a sus habitaciones rebosante de contento.
—Mi persona le hubiera cautivado el corazón; mi tía tiene razón, un hombre no puede rechazar a una mujer bonita, cuando ella sabe ofrecerse bien.
Por la noche, en el círculo de la duquesa de Berri, el duque de Grandlieu y el duque de Maufrigneuse, desmintieron victoriosamente los rumores ofensivos que circulaban sobre la duquesa de Langeais. Eran tantos los oficiales y las personas que afirmaron haber visto a Montriveau paseando aquella mañana por las Tullerías, que aquella estúpida historia se cargó en cuenta a la casualidad, que acepta todo lo que se le da. Así, al día siguiente, la reputación de la duquesa volvía a estar limpia y brillante, pese al lance de su coche, como el yelmo de Mambrino después de haber sido bruñido por Sancho. Pero, a las dos de la tarde, en el bosque de Bolonia, monsieur de Ronquerolles se cruzó con Montriveau en una alameda desierta y le dijo sonriendo:
—¿Tu duquesa va bien, eh?
—Ahora y siempre —repuso el general, dando un golpe de fusta significativo a su yegua, que partió como una bala.
Dos días después de aquel inútil escándalo, madame de Langeais escribió a monsieur de Montriveau una carta que no obtuvo respuesta, como las precedentes. Esta vez ella había adoptado sus medidas y sobornó a Auguste, el ayuda de cámara de Armand. Así, aquella misma noche, a las ocho, fue introducida en casa de Armand, en un aposento distinto a aquél en que se desarrolló la escena que había permanecido en secreto. La duquesa supo que el general no volvería aquella noche. ¿Tenía dos domicilios? El servidor no quiso responder. Madame de Langeais había comprado la llave de aquella habitación, pero no toda la probidad de aquel hombre. Cuando el ayuda de cámara la dejó sola, vio sus catorce cartas puestas sobre un velador; no estaban manoseadas ni abiertas; el sello estaba intacto; Armand ni siquiera las había leído. Ante esto, ella se desplomó sobre una butaca y durante unos instantes perdió el conocimiento. Al volver en sí, vio que Auguste le hacía respirar vinagre.
—Un coche, pronto —dijo ella entonces.
Cuando llegó el coche, madame de Langeais descendió con una rapidez convulsiva, volvió a su casa, se acostó y dijo que no quería ver a nadie. Permaneció veinticuatro horas en cama, permitiendo únicamente que entrase en su habitación la doncella, para traerle algunas tazas de infusión de hojas de naranjo. Suzette oyó gemir a su señora y sorprendió algunas lágrimas en sus ojos, resplandecientes, pero rodeados de ojeras.
Dos días después, luego de haber meditado con las lágrimas de la desesperación el partido que le convenía adoptar, madame de Langeais sostuvo una conferencia con su secretario particular, y le encargó que realizase ciertos preparativos. Después envió a buscar al viejo vidame de Pamiers. Mientras esperaba la llegada del comendador, escribió a monsieur de Montriveau.
El comendador llegó puntual. Encontró a su joven prima pálida, abatida, pero resignada. Eran las dos de la tarde, aproximadamente. Aquella divina criatura nunca había estado tan poética como entonces, dominada por la languidez de su agonía.
—Mi querido primo —dijo el vidame—, vuestros ochenta años os han valido esta cita. ¡Oh, no sonriáis, os lo ruego, ante una pobre mujer en al colmo de la desdicha! Sois hombre galante y estoy convencida de que las aventuras de vuestra juventud os han enseñado a ser indulgente con las mujeres.
—Os equivocáis —dijo el anciano.
—¿De veras?
—Todo las hace felices.
—¡Ah! Bien, vos ocupáis el corazón de mi familia; quizá seréis el último pariente, el último amigo que me estrechará la mano. Por lo tanto, me creo con derecho a pediros un señalado favor. Hacedme, mi querido canónigo, un favor que no sabría pedir ni a mi padre, ni a mi tío Grandlieu, ni a mujer alguna. Debéis comprenderme. Os suplico que me obedezcáis y que olvidéis que me habéis obedecido, sea cual fuere el resultado de vuestras gestiones. Se trata de ir, provisto de esta carta, a casa de monsieur de Montriveau, para verlo, mostrársela y pedirle, como los hombres saben pedirse las cosas entre ellos, pues entre vosotros hacéis gala de una probidad, de unos sentimientos, que olvidáis con nosotras, para pedirle que la lea, no en vuestra presencia, naturalmente, pues los hombres prefieren ocultar ciertas emociones. Para manifestárselo, os autorizo a que le digáis, si lo creéis necesario, que de ello depende mi vida o mi muerte. Si él se digna…
—¡Si se digna! —repitió el comendador.
—Si se digna leerla —prosiguió con firmeza la duquesa—, hacedle una última observación. Lo veréis a las cinco; a esta hora él cena hoy en su casa, según yo sé; pues bien, por toda respuesta debe venir a verme. Si tres horas después, si a las ocho no ha salido, no habrá nada más que decir. La duquesa de Langeais habrá desaparecido de este mundo. No habré muerto, mi querido amigo, no; pero ningún poder humano podrá encontrarme en la tierra. Venid a cenar conmigo, al menos tendré a un amigo que me asistirá en mis postreras angustias. Sí, esta noche, mi querido primo, mi vida se decidirá; y suceda lo que suceda, no podrá ser más que cruelmente fogosa. ¡Partid! ¡Silencio! No quiero oír nada parecido a observaciones o consejos. Hablemos, riamos —le dijo, tendiéndole una mano que él besó—. Seamos como dos viejos filósofos que saben gozar de la vida hasta el momento mismo de su muerte. Me engalanaré y me mostraré muy coqueta para vos. Sois quizás el último hombre que habrá visto la duquesa de Langeais.
Sin responder, el vidame saludó, tomó la carta y cumplió el encargo. Regresó a las cinco y encontró a su parienta ataviada y compuesta, deliciosa, en fin. El salón estaba adornado con flores como para una fiesta. El ágape fue exquisito. La duquesa hizo destellar todos los brillantes de su espíritu para aquel anciano, y se mostró más atractiva que nunca. El comendador sólo quiso ver, de momento, un capricho de mujer joven; pero de vez en cuando, la falsa magia de las seducciones desplegadas por su prima palidecía. Tan pronto la sorprendía estremeciéndose, dominada por una especie de terror repentino, como tan pronto parecía escuchar en el silencio. Si entonces él le preguntaba:
—¿Qué tenéis?
—¡Callad! —respondía ella.
A las siete la duquesa abandonó al anciano, para regresar a los pocos instantes, vestida como hubiera podido estarlo su doncella para ir de viaje; reclamó el brazo de su invitado, que quiso que la acompañara y se introdujo en un coche de alquiler. A las ocho menos cuarto, ambos se presentaron a la puerta de monsieur de Montriveau.
Armand, entre tanto, había meditado acerca del contenido de la siguiente misiva:
Amigo mío:
He pasado unos instantes en vuestra casa, sin que lo supieseis, he recogido mis cartas, oh Armand, entre nosotros no puede haber indiferencia, y el odio procede de un modo muy distinto. Si me amáis, cesad este juego cruel. Me mataríais. Más tarde esto causaría vuestra desesperación, al saber cuánto os amaba. Si por desgracia os he comprendido, si no sentís por mí más que adversión, ésta comporta desdén y aborrecimiento; en tal caso, abandono toda esperanza. Por terrible que pueda ser, este pensamiento será un bálsamo para mi prolongado dolor. Así nada os causará pesar, un día. ¡Ah, mi Armand, cómo deseo no causaros pesares! Si tal cosa hiciese, no quiero deciros los terribles efectos que esto causaría en mí. Viviría, pero ya no podría ser vuestra mujer. Después de haberme entregado enteramente a vos en pensamiento, ¿a quién podría entregarme? A Dios. Sí, los ojos que habéis amado durante unos momentos ya no volverán a ver ningún rostro de hombre; y pueda cerrarlos la gloria de Dios. Ya no oiré otras voces humanas, después de haber oído la vuestra, tan dulce al principio, tan terrible ayer, pues siempre estoy al siguiente día de vuestra venganza; así, pueda la palabra de Dios consumirme. Entre su cólera y la vuestra, amigo mío, sólo habrá para mí lágrimas y plegarias. Os preguntaréis, tal vez, por qué os escribo. ¡Ay, no me toméis a mal que aún conserve una lucecita de esperanza, que lance todavía un suspiro por la vida que voy a dejar para siempre!
Estoy en una horrible situación. Tengo toda la serenidad que las grandes resoluciones comunican al alma y aún siento los últimos fragores de la tempestad. En esta terrible aventura, que tanto me ha ligado a vos, Armand, vais del desierto al oasis, conducido por un buen guía. En cambio, yo me arrastro del oasis al desierto y vos sois mi guía despiadado. No obstante, solamente vos, amigo mío, podéis comprender la melancolía de las últimas miradas que dirijo a la felicidad, y sois el único al que puedo quejarme sin enrojecer. Si atendéis mi ruego, seré feliz; si os mostráis inexorable, expiaré mis culpas. En fin, ¿no es natural que una mujer quiera permanecer en el recuerdo de su amado, revestida de todos los sentimientos nobles? ¡Oh, único ser querido, dejad que vuestra criatura se entierre, convencida de que la encontraréis grande! Vuestras severidades me han hecho reflexionar y, desde que os amo tanto, me he hallado menos culpable de lo que pensáis. Escuchad, pues, mi justificación, os la debo; y vos, que lo sois todo para mí en el mundo, me debéis al menos un instante de justicia.
He sabido por mis propios dolores, cuánto os han hecho sufrir mis coqueterías; pero entonces yo estaba en una completa ignorancia del amor. Vos estáis en el secreto de estas torturas y vos me las imponéis. Durante los ocho primeros meses que me habéis concedido, no os habéis hecho amar. ¿Por qué, amigo mío? Me es tan imposible decíroslo como explicaros por qué os amo. ¡Ah, ciertamente, me sentía halagada al verme convertida en el objeto de vuestros apasionados discursos, en recibir vuestras miradas de fuego; pero me dejabais fría y sin deseos! No, yo no era mujer, pues no concebía la abnegación ni la felicidad de nuestro sexo. ¿De quién era la culpa? ¿No me habríais despreciado si me hubiese entregado sin pasión? Quizá lo sublime de nuestro sexo sea entregarse sin recibir ningún placer; quizá no tenga ningún mérito abandonarse a unos goces conocidos y ardientemente deseados. ¡Ay, amigo mío, ahora ya puedo decíroslo! Estos pensamientos se me ocurrieron cuando yo era tan coqueta con vos; pero ya os encontraba tan grande, que no quería que me debieseis a la piedad…
¡Qué palabras acabo de escribir! ¡Ah, he recuperado todas las cartas que os escribí y las he arrojado al fuego! Las he visto arder. Tú nunca sabrás el amor, la pasión, la locura que contenían.
Me callo, Armand, termino, no quiero deciros nada más de mis sentimientos. Si mis votos no han sido escuchados de alma a alma, tampoco podré, yo, mujer, seguir debiendo vuestro amor a la piedad. Quiero ser amada irresistiblemente o dejada despiadadamente. Si os negáis a leer esta carta, la quemaré. Si, después de leerla, no sois tres horas después mi único esposo para siempre, no me avergonzará saber que está en vuestras manos: el orgullo de mi desesperación será salvaguardia de cualquier injuria para mi memoria, y mi fin será digno de mi amor. Cuando ya no me encontréis sobre la tierra, pese a que aún estaré viva, no pensaréis, sin estremeceros, en una mujer que, dentro de tres horas, únicamente alentará para abrumaros con su ternura, una mujer consumida por un amor sin esperanzas y fiel, no en placeres compartidos, sino en sentimientos menospreciados. La duquesa de la Valliére lloraba una dicha perdida, su poder desvanecido, mientras que la duquesa de Langeais se sentirá dichosa de su llanto y continuará siendo un poder para vos. Sí, me echaréis de menos. Siento muy bien que no era de este mundo y os agradezco que me lo hayáis demostrado. Adiós, no tocaréis mi hacha: la vuestra era la del verdugo, la mía es la de Dios; la vuestra mata y la mía salva. Vuestro amor era mortal, no sabía soportar el desdén ni la burla; el mío puede soportarlo todo sin debilitarse, pues es vivo eternamente. ¡Ah, experimento un goce sombrío en aplastaros; en humillaros, a vos que os creíais tan grande, por medio de la sonrisa tranquila y protectora de los ángeles débiles que adquieren, al tenderse a los pies de Dios, el derecho y la fuerza de velar, en su nombre, sobre los hombres! No habéis tenido más que deseos pasajeros, mientras que la pobre religiosa os iluminará sin cesar con sus ardientes oraciones y os cubrirá siempre con las alas del amor divino. Presiento vuestra respuesta, Armand, y os cito… en el cielo. Amigo mío, allí la fuerza y la debilidad se miden por un mismo rasero; ambas son sufrimientos. Este pensamiento calma la agitación de mi última prueba. Estoy tan tranquila, que temería amarte si no fuese que por ti abandono el mundo.
ANTOINETTE.
—Mi querido vidame —dijo la duquesa al llegar ante la mansión de Montriveau—, hacedme el favor de preguntar al portero si está en casa.
El comendador, obediente a la manera de los hombres del siglo XVIII, se apeó y volvió para decir a su prima un sí que la hizo estremecer. Ante esta afirmación, apretó la mano del comendador, dejó que éste la besara en ambas mejillas, y le rogó que se fuese sin espiarla, ni querer protegerla.
—Pero ¿y los transeúntes? —preguntó.
—Nadie puede faltarme al respeto —respondió ella.
Éstas fueron las últimas palabras pronunciadas por la mujer elegante y por la duquesa. El comendador se fue. Madame de Langeais permaneció en el quicio de la puerta, envuelta en su manto y esperando que diesen las ocho. Sonó la hora fatídica. La infeliz esperó diez minutos más, un cuarto de hora; por último creyó ver una nueva humillación en aquel retraso, y la fe la abandonó. No pudo contener esta exclamación:
—¡Oh, Dios mío!
Después abandonó aquel funesto umbral. Fueron las primeras palabras de la carmelita.
Montriveau tenía una reunión con algunos amigos; les rogó que se diesen prisa en terminar, pero su reloj atrasaba y cuando salió para dirigirse a la mansión de Langeais, la duquesa, presa de un frío sudor, huía a pie por las calles de París. Se echó a llorar cuando llegó al bulevar de Enfer. Allí miró, por última vez, al París humeante, bullicioso, cubierto por la rojiza atmósfera producida por sus luces; después subió en un coche de punto y salió de aquella ciudad, para nunca más volver a ella.
Cuando el marqués de Montriveau llegó a la mansión de Langeais, no encontró en ella a su amada y se creyó burlado. Corrió entonces a casa del vidame, quien lo recibió en el momento en que se ponía la bata, pensando en la felicidad de su linda prima. Montriveau le dirigió una mirada terrible, cuya conmoción eléctrica fulminaba a hombres y mujeres indistintamente.
—¿Acaso os habéis prestado a una broma cruel, señor mío? —exclamó—. Vengo de casa de madame de Langeais y sus servidores me han dicho que ha salido.
—¡Por culpa vuestra, sin duda, ha sucedido una gran desgracia! —respondió el vidame—. Dejé a la duquesa a vuestra puerta…
—¿A qué hora?
—A las ocho menos cuarto.
—Quedad con Dios —dijo Montriveau, regresando precipitadamente a su casa para preguntar a su portero si aquella noche había visto una dama a la puerta de su casa.
—Sí, señor, una linda joven que parecía estar muy afectada. Lloraba como una Magdalena, en silencio, y se mantenía derecha como un poste. Por último ha dicho: «¡Oh, Dios mío!», antes de irse. Esta exclamación, con su permiso, nos ha partido el corazón, a mi mujer y a mí, que la observábamos sin que ella se diese cuenta.
Estas palabras hicieron palidecer a aquel hombre tan duro. Escribió unas líneas a monsieur de Ronquerolles, despachándoselas inmediatamente, y subió a sus habitaciones. Alrededor de medianoche llegó el marqués de Ronquerolles.
—¿Qué tienes, mi buen amigo? —dijo al ver al general.
Armand le tendió la carta de la duquesa para que la leyese.
—¿Qué ha sucedido? —le preguntó Ronquerolles.
—Estaba ante mi puerta a las ocho, y a las ocho y cuarto ha desaparecido. ¡La he perdido y la amo! ¡Ah, si mi vida me perteneciese, ya me hubiera hecho saltar la tapa de los sesos!
—¡Bah, bah! —dijo Ronquerolles—. Cálmate. Las duquesas no echan a volar como pajarillos. No podrá recorrer más de tres leguas en una hora; mañana nosotros recorreremos seis en el mismo espacio de tiempo. ¡Ah, peste! —prosiguió—. Madame de Langeais no es una mujer ordinaria. Mañana montaremos todos a caballo. Durante el día sabremos por la policía adónde ha ido. Necesita un coche, estos ángeles no tienen alas. Tanto si está de camino como oculta en París, daremos con su paradero. ¿No disponemos del telégrafo para detenerla sin necesidad de seguirla? Aún podrás ser feliz. Pero, mi querido hermano, has cometido el error que suelen cometer los hombres de tu temple, que juzgan a los demás espíritus según el suyo, sin saber hasta dónde puede estirarse la cuerda sin romperse. ¿Por qué no me avisaste antes? Yo te hubiera dicho: «¡Sé puntual!». Hasta mañana, pues —añadió, estrechando la mano de Montriveau, que permaneció mudo—. Duerme, si puedes.
Pero los más inmensos recursos de que jamás hayan dispuesto hombres de Estado, soberanos, ministros, banqueros, todos los poderes humanos, en fin, se desplegaron en vano. Ni Montriveau ni sus amigos pudieron hallar el menor rastro de la duquesa. Era evidente que se había enclaustrado. Montriveau resolvió registrar o hacer registrar todos los conventos del mundo. Necesitaba a la duquesa, aunque ello hubiese costado la vida a toda una ciudad. Para hacer justicia a este hombre extraordinario, conviene decir que, su furor apasionado, se renovó diariamente, sin disminuir, durante cinco años. Solamente en 1829 el duque de Navarreins supo, por casualidad, que su hija había partido hacia España, en calidad de doncella de lady Julia Hopwood, y que abandonó a dicha dama en Cádiz, sin que lady Julia llegase a apercibirse de que mademoiselle Caroline era la ilustre duquesa, cuya desaparición mantenía en vilo a la alta sociedad de París.
El lector comprenderá ahora, en toda su extensión, los sentimientos que animaron a los dos amantes cuando se encontraron en el locutorio de las carmelitas y en presencia de la madre superiora; y su violencia, que volvió a despertarse en ambas partes, servirá sin duda para explicar el desenlace de esta aventura.