Luciano saltó al cuello de David y le besó. Aquella modestia ponía fin a muchas dudas, a muchas dificultades. ¿Cómo no habría de redoblar su cariño por un hombre que llegaba a hacer por amistad las mismas reflexiones que él acababa de hacer por ambición? El ambicioso y el enamorado veían allanado el camino, el corazón del joven y del amigo sentíanse inundados de gozo. Fue uno de aquellos raros momentos de la vida en los que todas las fuerzas se ponen suavemente tensas, en que todas las cuerdas vibran al dar sonidos llenos y vigorosos. Pero aquella sabiduría de un alma hermosa excitaba aún en Luciano la tendencia que induce al hombre a atribuirlo todo a sí mismo. Todos decimos, más o menos, como Luis XV: ¡el Estado soy yo! La exclusiva ternura de su madre y de su hermana, la abnegación de David y la costumbre que tenía de verse objeto de los esfuerzos secretos de aquellos tres seres, le daban los vicios del hijo de familia, engendraban en él aquel egoísmo que devora al noble, y que la señora de Bargeton alentaba incitándole a olvidar sus obligaciones para con su hermana, su madre y David. Todavía no ocurría nada, pero ¿no había que temer que, al extender a su alrededor el círculo de su ambición, viérase obligado a no pensar más que en él y sólo en él?
Pasada esa emoción, David hizo observar a Luciano que su poema de San Juan en Patmos era quizá demasiado bíblico para ser leído delante de una sociedad para la cual la poesía apocalíptica debía ser poco familiar. Luciano, que se presentaba ante el público más difícil del Chareta, pareció inquieto. David le aconsejó que se llevara el libro de Andrés de Chénier, y que sustituyera un placer dudoso por uno cierto. Luciano leía a la perfección, agradaría necesariamente y mostraría una modestia que sin duda habría de serle útil. Como la mayor parte de los jóvenes, daban a la gente de mundo su inteligencia y sus virtudes. Si la juventud, que no ha fracasado todavía, carece de indulgencia para las faltas de los demás, también les presta sus magníficas creencias. Es preciso haber tenido una gran experiencia de la vida antes de reconocer que, según una frase ocurrente de Rafael, comprender es igualar. En general, el sentido necesario para comprender la poesía es raro en Francia, donde la inteligencia seca en seguida la fuente de las santas lágrimas del éxtasis, donde nadie quiere tomarse la molestia de buscar lo sublime, de sondearlo para descubrir lo infinito. Luciano iba a tener su primera experiencia de las ignorancias y de las frialdades mundanas. Pasó por casa de David para coger el volumen de poesías.
Cuando los dos amantes se encontraron solos, David se halló más cohibido que en ningún otro momento de su vida. Presa de mil terrores, deseaba y temía un elogio, quería huir, porque el pudor tiene también su coquetería. El pobre amante no se atrevía a decir una palabra que tuviera la apariencia de buscar una frase de gratitud; encontraba comprometedoras todas las palabras, y se mantenía callado, guardando una actitud de criminal. Eva, que adivinaba las torturas de aquella modestia, complacióse en gozar de aquel silencio; pero cuando David cogió el sombrero para marcharse, la joven sonrió.
—Señor David —le dijo—, si vos no pasáis la velada en casa de la señora de Bargeton, nosotros podemos pasarla juntos. Hace muy buen tiempo, ¿queréis que vayamos a dar un paseo a la orilla del Charenta? Hablaremos de Luciano.
David sintió deseos de prosternarse ante aquella deliciosa joven. Eva había puesto en el sonido de su voz recompensas inesperadas; había, con la ternura del acento, resuelto las dificultades de aquella situación; su proposición era más que un elogio, era el primer favor del amor.
—Solamente —dijo al ver un gesto que hizo David— dejadme unos instantes para que me vista.
David, que nunca había sabido lo que era una tonada, salió canturreando, lo cual sorprendió al honrado Postel y le inspiró violentas sospechas acerca de las relaciones de Eva y el impresor.
Las más pequeñas circunstancias de aquella velada influyeron mucho en Luciano, al que su carácter inducía a escuchar las primeras impresiones. Como todos los amantes inexpertos, llegó tan temprano, que Luisa no estaba aún en el salón. El señor de Bargeton se encontraba allí solo. Luciano había iniciado ya su aprendizaje de las pequeñas cobardías por las cuales el amante de una mujer casada compra su felicidad y que dan a las mujeres la medida de lo que ellas pueden exigir; pero todavía no se había encontrado cara a cara con el señor de Bargeton.
Aquel hidalgo era una de esas cortas inteligencias establecidas entre la inofensiva nulidad que todavía comprende y la orgullosa estupidez que no quiere aceptar ni entender nada. Penetrado de sus deberes para con la sociedad, y esforzándose por serle agradable, había adoptado la sonrisa del bailador como único lenguaje. Contento o descontento, sonreía. Sonreía ante una noticia desastrosa y al anuncio de un fausto acontecimiento. Aquella sonrisa respondía a todo por las expresiones que le confería el señor de Bargeton. Si era absolutamente necesaria una aprobación directa, reforzaba su sonrisa con una risa complaciente, no soltando una palabra más que en último extremo. Una entrevista cara a cara le hacía experimentar el único apuro que complicaba su vida vegetativa, veíase entonces obligado a buscar algo en la inmensidad de su vacío interior. La mayor parte del tiempo salía de apuros recordando las ingenuas costumbres de su infancia: pensaba en voz alta, os iniciaba en los menores detalles de su vida; os manifestaba sus necesidades, sus pequeñas sensaciones que, para él, parecíanse a ideas. No hablaba de la lluvia ni del buen tiempo; no daba en los lugares comunes de la conversación por los cuales se salvan los imbéciles, dirigíase a los más íntimos intereses de la vida.
—Por complacencia hacia la señora de Bargeton —decía—, he comido esta mañana ternera, que a ella tanto le gusta, y me ha dolido mucho el estómago. Sabía que me pasaría esto y, sin embargo, la he comido. ¿Podríais explicármelo?
O bien:
—Tendré que llamar para que me traigan un vaso de agua azucarada, ¿queréis vos también uno, para la misma ocasión?
Otras veces:
—Mañana montaré a caballo y me iré a ver a mi suegro.
Estas pequeñas frases, que no soportaban la discusión, arrancaban un no o un sí al interlocutor, y la conversación languidecía. El señor de Bargeton imploraba entonces la asistencia de su visitante apuntando hacia el oeste con su nariz de viejo dogo asmático; os miraba con sus grandes ojos de color diferente, de un modo que significaba: ¿Decíais? Los fastidiosos que ansiaban hablar de sí mismos, él los quería mucho, les escuchaba con una proba y delicada atención que le granjeaba entre ellos gran estima, de forma que los charlatanes de Angulema le atribuían una socarrona inteligencia, y pretendían que se le juzgaba mal. Así, cuando no tenían otros oyentes, aquellas personas venían a terminar sus relatos o sus razonamientos en compañía del gentilhombre, seguros de encontrar su sonrisa encomiástica. Estando siempre lleno el salón de su mujer, generalmente se encontraba en él a gusto. Se ocupaba de los detalles más insignificantes: miraba al que entraba, saludaba sonriendo y conducía ante su mujer al recién llegado; espiaba a los que se marchaban, y les acompañaba acogiendo sus despedidas con su eterna sonrisa. Cuando la velada era animada y veía que cada cual estaba ocupado en sus cosas, el feliz mudo permanecía sobre sus altas piernas como una cigüeña sobre sus patas, pareciendo escuchar una conversación política; o bien iba a estudiar las cartas de un jugador sin comprender nada, porque no sabía ningún juego; o se paseaba tomando rapé y haciendo la digestión penosamente. Naís era el lado bueno de su vida, le daba goces infinitos. Cuando ella desempeñaba su papel de dueña de la casa, él se repantigaba en una poltrona, admirándola; porque ella hablaba por él; además, había hallado un placer en buscar el sentido de sus frases, y como a menudo no las comprendía más que al cabo de mucho rato de haber sido pronunciadas, se permitía sonrisas que partían como balas enterradas y que luego despiertan. Por otra parte, el respeto que profesaba a su mujer rayaba en la adoración. Una adoración cualquiera ¿no basta para ser feliz en la vida? Como persona inteligente y generosa, Naís no había abusado de sus ventajas reconociendo en su marido la naturaleza fácil de un niño que sólo requiere ser gobernado. Había cuidado de él como se cuida un abrigo; lo mantenía limpio, lo cepillaba, lo guardaba, lo ahorraba; y sintiéndose de tal modo tratado, el señor de Bargeton había contraído por su mujer un afecto canino. ¡Es tan fácil dar una felicidad que no cuesta nada! La señora de Bargeton, no conociendo en su marido ningún otro placer más que el de la buena mesa, hacía que gozase de excelentes comidas, tenía compasión de él, nunca se quejaba; y algunas personas, al no comprender el silencio de su orgullo, prestaban al señor de Bargeton virtudes escondidas. Por otra parte, Naís le había disciplinado militarmente, y la obediencia de aquel hombre a la voluntad de su mujer era pasiva. Ella le decía: «Haz una visita al señor o a la señora tal o cual», y él iba disciplinado como un soldado. Así, delante de ella se mantenía en actitud rígida e inmóvil. En aquellos momentos se hablaba de nombrar diputado a aquel mudo. Luciano no hacía mucho tiempo que frecuentaba la casa para haber levantado el velo bajo el cual se escondía aquel carácter inimaginable. El señor de Bargeton, sepultado en su poltrona, pareciendo verlo y comprenderlo todo, haciendo una dignidad de su silencio, le parecía extraordinariamente imponente. En lugar de tomarle por un guardacantón de granito, Luciano hizo de aquel hombre una esfinge temible, como consecuencia de la tendencia que a las personas imaginativas induce a aumentarlo todo o a prestar un alma a todas las formas, y creyó necesario halagarle.
—He llegado el primero —dijo saludando con un poco más de respeto que el que generalmente se le concedía a aquel hombre.
—Es natural —respondió el señor de Bargeton;
Luciano interpretó esta frase como la indirecta de un marido celoso, púsose colorado y se miró en el espejo, buscando el modo de recobrar su serenidad.
—Vos vivís en el Houmeau —dijo el señor de Bargeton—; las personas que viven lejos llegan siempre antes que las que viven cerca.
—¿A qué será debido? —dijo Luciano asumiendo un aire simpático.
—No lo sé —respondió el señor de Bargeton, que volvió a su inmovilidad.
—No habréis querido investigarlo —repuso Luciano—. Un hombre capaz de hacer la observación puede encontrar la causa.
—¡Ah! —dijo el señor de Bargeton—. Las causas finales. ¡Je, je!
Luciano se devanó los sesos para reanimar la conversación que allí se estancó.
—La señora de Bargeton se estará vistiendo sin duda, ¿no? —dijo, estremeciéndose ante la necedad de esta pregunta.
—Sí, se está vistiendo —respondió con naturalidad el marido.
Luciano levantó los ojos para mirar las dos vigas salientes, pintadas de gris, y cuyo vacío estaba techado a cielo raso, sin encontrar una frase adecuada; vio entonces, no sin terror, la pequeña araña de almendras de cristal, despojada de su gasa y guarnecida de bujías. Las fundas de los muebles habían sido quitadas y la seda roja mostraba sus flores marchitas. Estos preparativos anunciaban uña reunión extraordinaria. El poeta concibió ciertas dudas respecto a su atuendo, porque iba con botas. Fue a mirar, con el estupor del miedo, un jarrón japonés que adornaba una consola de guirnaldas de la época de Luis XV; luego temió desagradar a aquel marido si no le cortejaba un poco, y decidió investigar si el hombre tenía alguna afición que él pudiera halagar.
—Raras veces salís de la ciudad, ¿verdad, señor de Bargeton? —dijo acercándose a él.
—Raras veces.
De nuevo el silencio. El señor de Bargeton espiaba como una gata recelosa los menores movimientos de Luciano, que estaba turbando su reposo. Cada uno de ellos tenía miedo del otro.
«¿Habrá concebido sospechas a cerca de mis asiduidades? —pensó Luciano—. Porque me parece sumamente hostil.»
En aquel momento, afortunadamente para Luciano, que se hallaba muy cohibido al tener que sostener las miradas inquistas con las que el señor de Bargeton le examinaba mientras él iba y venía, el viejo criado, que se había puesto una librea, anunció a Du Châtelet. El barón entró con gran soltura, saludó a su amigo Bargeton e hizo a Luciano una ligera inclinación de cabeza, que entonces estaba de moda, pero que al poeta le pareció sumamente impertinente. Sixto du Châtelet vestía un pantalón de blancura deslumbradora, con trabillas interiores que lo mantenían en sus pliegues, llevaba zapatos finos y medias de hilo escocés, y sobre su blanco chaleco flotaba la cinta negra de su monóculo. En fin, su levita negra era notable por su corte y forma parisienses. Era el lechuguino al que sus antecedentes ya anunciaban; pero la edad le había dotado de un pequeño vientre redondo bastante difícil de contener dentro de los límites de la elegancia. Teñíase el cabello y las patillas blanqueadas por los sufrimientos de su viaje, la cual le daba un aire duro. Su tez, en otro tiempo delicada, había adquirido el color cobrizo de las personas que vuelven de las Indias; pero sus movimientos, aunque ridículos por las pretensiones que conservaban, revelaban, sin embargo, al agradable secretario de una Alteza Imperial. Cogió el monóculo, miró el pantalón de mahón, las botas y el chaleco azul de Luciano, confeccionado en Angulema, en fin, a todo su rival de pies a cabeza. Luego volvió a poner el monóculo en el bolsillo de su chaleco, como si hubiera dicho: «Estoy satisfecho». Abrumado por la elegancia del financiero, Luciano pensó que tendría su desquite cuando mostrase a la reunión su rostro animado por la poesía; pero no por ello dejó de experimentar un intenso sufrimiento, que continuó el malestar interior que la pretendida hostilidad del señor de Bargeton le había ocasionado. El barón parecía como si dejara caer sobre Luciano todo el peso de su fortuna, para mejor humillar aquella miseria. El señor de Bargeton, que contaba con que no tendría que decir ya ni una sola palabra más, quedóse consternado ante el silencio que guardaron los dos rivales al examinarse el uno al otro; sin embargo, cuando se encontraba al cabo de sus esfuerzos, tenía siempre una pregunta que se reservaba como una pera para la sed, y juzgó necesario soltarla entonces, adoptando un aire preocupado.
—Bien, caballero —dijo a Châtelet—: ¿qué hay de nuevo? ¿Se dice algo por ahí?
—Bueno —respondió con mala intención el director de las contribuciones—, lo nuevo es el señor Chardon. Dirigios a él. ¿Nos traéis algún lindo poema? —preguntó el travieso barón arreglándose un ricito de la sien que se le antojó fuera de su sitio.
—Para saber si he triunfado, habría tenido que consultaros —respondió Luciano—. Vos habéis practicado la poesía antes que yo.
—¡Bah! Algún que otro sainete hecho por pasar el rato, canciones de circunstancias, romanzas que la música ha hecho resaltar, mi gran epístola a una hermana de Bonaparte (¡el muy ingrato!), no constituyen títulos para la posteridad.
En aquel momento, la señora de Bargeton apareció en todo el esplendor de una toilette estudiada. Lucía un turbante judío enriquecido con una horquilla oriental. Alrededor del cuello llevaba graciosamente una echarpe de gasa bajo la cual brillaban los camafeos de un collar. El vestido de muselina estampada, de manga corta, permitíale exhibir varios brazaletes en sus hermosos brazos de nivea blancura. Este atuendo teatral encantó a Luciano. El señor Du Châtelet dirigió galantemente a aquella reina unos cumplidos nauseabundos que la hicieron sonreír de placer, tan dichosa se sintió al verse elogiada en presencia de Luciano. No cambió más que una mirada con su caro poeta, y respondió al director de las contribuciones mortificándole con una cortesía que le dejaba excluido de su intimidad.
En aquel momento empezaron a llegar las personas invitadas. En primer lugar aparecieron el obispo y su vicario, dos figuras dignas y solemnes, pero que formaban un violento contraste: monseñor era alto y delgado, su acólito era bajito y gordo. Los dos tenían brillantes los ojos, pero el obispo estaba pálido y su vicario ofrecía un rostro colorado rebosante de salud. Tanto en el uno como en el otro, los gestos eran raros. Ambos parecían prudentes, su reserva y su silencio intimidaban, pasaban por ser muy inteligentes.
Los dos sacerdotes fueron seguidos por la señora de Chandour y su marido, personajes extraordinarios, que parecían inverosímiles a las personas que desconocen las provincias. El marido de Amelia, la mujer que se las daba de antagonista de la señora de Bargeton, el señor de Chandour, al que llamaban Estanislao, era un joven todavía delgado a los cuarenta y cinco años de edad, y cuya cara parecía una criba. Su corbata estaba siempre anudada de forma que presentaba dos puntas amenazadoras, la una a la altura de la oreja derecha, la otra bajada hacia la cinta roja de su cruz. Los faldones de su levita estaban violentamente revueltos. El chaleco, muy abierto, dejaba ver una camisa hinchada, cerrada por agujas sobrecargadas de orfebrería. En fin, todo su atuendo poseía un carácter exagerado que le daba tan grande semejanza con las caricaturas, que al verle los forasteros no podían reprimir una sonrisa. Estanislao se miraba continuamente con una especie de satisfacción, de arriba abajo, comprobando el número de los botones de su chaleco, siguiendo las líneas sinuosas dibujadas por su estrecho pantalón, y acariciando sus piernas con una mirada que se detenía amorosamente en las puntas de sus botas. Cuando cesaba de contemplarse de este modo, sus ojos buscaban un espejo, examinaba si sus cabellos conservaban el ondulado; interrogaba a las mujeres con mirada feliz, inclinándose hacia atrás, metiendo uno de sus dedos en el bolsillo de su chaleco, y colocando su cabeza un poco ladeada, marrullerías de gallo que tenían éxito en la sociedad aristocrática de la que él era el guapo. La mayoría de las veces sus frases contenían obscenidades como las que se decían en el siglo XVIII. Este detestable género de conversación le procuraba algunos éxitos con las mujeres, a las que hacía reír. El señor Du Châtelet comenzaba a inspirarle inquietudes. En efecto, intrigadas por el desdén del fatuo de las contribuciones indirectas, estimuladas por su afectación en pretender que era imposible hacerle salir de su marasmo, y picadas por su tono de sultán orgulloso, las mujeres le buscaban aún más afanosamente que en la época de su llegada, después de que la señora de Bargeton se había enamorado del Byron de Angulema. Amelia era una mujer bajita, gorda, blanca, de negros cabellos, que todo lo exageraba, que hablaba alto, moviendo la cabeza, como un pavo real mueve la cola, una cabeza recargada de plumas en verano y de flores en invierno; bella habladora, pero que no podía acabar su período verbal sin darle como acompañamiento los silbidos de un asma inconfesado.
El señor de Saintot, llamado Astolfo, presidente de la sociedad de agricultura, hombre de buenos colores, alto y grueso, apareció remolcado por su mujer, especie de figura bastante parecida a un helecho seco, a la que llamaban Lili, abreviación de Elisa. Este nombre, que suponía en la persona algo pueril, contrastaba con el carácter y las maneras de la señora de Saintot, mujer solemne, sumamente devota, y jugadora difícil y quisquillosa. Astolfo pasaba por ser un sabio de primer orden. Ignorante como una carpa, había escrito, sin embargo, los artículos Azúcar y Aguardiente en un diccionario de agricultura, dos obras plagiadas en detalle de todos los artículos de los periódicos y todas las obras antiguas en las que se trataba de estos dos productos. Todo el departamento le creía ocupado en un tratado sobre la agricultura moderna. Aunque permaneciese toda la mañana encerrado en su gabinete, todavía no había escrito dos páginas desde hacía doce años. Si alguien iba a verle, se dejaba sorprender emborronando papeles, buscando una nota extraviada o cortando la pluma; pero se pasaba en tonterías todo el tiempo que permanecía en su gabinete: leía largo rato el periódico, esculpía tapones con el cortaplumas, trazaba dibujos fantásticos en una hoja de papel, hojeaba Cicerón para coger al vuelo una frase o pasajes cuyo sentido pudiera aplicarse a los acontecimientos del día; luego, por la noche, procuraba llevar la conversación hacia un tema que le permitiese decir;
—Se encuentra en Cicerón una página que parece haber sido escrita para lo que sucede actualmente.
Entonces recitaba su pasaje con gran asombro de parte de los oyentes, que decían entre sí:
—Verdaderamente, Astolfo es un pozo de ciencia.
Este curioso hecho se refería en toda la ciudad, y la mantenía en su halagadora opinión acerca del señor de Saintot.
Después de esta pareja, vino el señor de Bartas, llamado Adriano, el hombre que cantaba las tonadas de bajo y que tenía enormes pretensiones en lo que a la música se refiere. El amor propio le había establecido sobre el solfeo; había comenzado por admirarse a sí mismo mientras cantaba, luego se había puesto a hablar de música y había terminado por ocuparse de ella de un modo exclusivo. El arte musical habíase convertido para él en una monomanía; no se animaba más que cuando hablaba de música, y padecía durante una velada hasta que le pedían que cantase. Una vez había comenzado a cantar, su vida comenzaba también: se exhibía, se alzaba sobre los talones al recibir felicitaciones, hacíase el modesto; pero, no obstante, iba de grupo en grupo para cosechar elogios; luego, cuando todo había sido dicho, volvía a la música iniciando una discusión a propósito de las dificultades de su canción o alabando al compositor.
El señor Alejandro de Brebian, el héroe de la sepia, el dibujante que infestaba las habitaciones de sus amigos con producciones ridiculas y echaba a perder todos los álbumes del departamento, acompañaba al señor de Bartas. Cada uno de ellos daba el brazo a la mujer del otro. Según la crónica escandalosa, esta transposición era completa. Las dos mujeres, Lolota (señora Carlota de Brebian) y Fifina (señora Josefina de Bartas), igualmente preocupadas por un alfiler, por un adorno, o por algunos colores heterogéneos, vivían devoradas por el deseo de parecer parisienses, y descuidaban la propia casa, donde todo andaba mal. Si las dos mujeres, apretadas como muñecas dentro de unos vestidos económicamente confeccionados, ofrecían en ellas una exposición de colores insolentemente peregrinos, los maridos se permitían, en su calidad de artistas, un desaliño provinciano que hacía que resultaran curiosos a la vista. Sus trajes raídos les daban el aspecto de los comparsas que en los teatrillos representan a la alta sociedad invitada a las bodas.
Entre las figuras que desembocaron en el salón, una de las más originales fue la del conde de Senonches, aristocráticamente llamado Jacobo, gran cazador, altivo, enjuto, pálido, amable como un jabalí, arrogante como un veneciano, celoso como un moro, y que vivía en buena inteligencia con el señor Du Hautoy, de otro modo llamado Francis, el amigo de la casa.
La señora de Senonches (Ceferina) era alta y hermosa, pero cubierta ya de barrillos por cierto ardor de hígado que la hacía pasar por mujer exigente. Su talle esbelto y sus delicadas proporciones le permitían unas maneras lánguidas que olían a afectación, pero que reflejaban la pasión y los caprichos siempre satisfechos de una persona amada.
Francis era un hombre asaz distinguido, que había abandonado el consulado de Valencia y sus esperanzas en la diplomacia, para irse a vivir a Angulema al lado de Ceferina, llamada también Zizina. El ex cónsul cuidaba de la casa, se encargaba de la educación de los niños, les enseñaba las lenguas extranjeras, y dirigía la fortuna del señor y de la señora de Senonches con entera abnegación. La Angulema noble, la Angulema administrativa, la Angulema burguesa, habían comentado desde hacía mucho tiempo la perfecta unidad de aquel hogar de tres personas, pero, a la larga, aquel misterio de trinidad conyugal pareció tan raro y tan lindo, que el señor Du Hautoy habría parecido enormemente inmoral si hubiera manifestado intenciones de casarse. Por otra parte, la gente empezaba a sospechar misterios inquietantes en el apego excesivo de la señora de Senonches por una ahijada, llamada señorita de La Haye, que le servía de dama de compañía, y a pesar de ciertas imposibilidades aparentes ofrecidas por las fechas, se encontraban parecidos asombrosos entre Francisca de La Haye y Francis du Hautoy. Cuando Jacobo salía a cazar por los contornos, todo el mundo le preguntaba por Francis, y él contaba las pequeñas indisposiciones de su intendente voluntario, que le daban pie para estar con su mujer. Esta ceguedad parecía tan curiosa en un hombre celoso, que sus amigos disfrutaban haciéndola resaltar y la anunciaban a aquellos que no conocían el misterio, con objeto de divertirles. El señor Du Hautoy era un precioso dandy cuyos pequeños cuidados personales habían degenerado hacia el amaneramiento y la puerilidad. Se ocupaba de su tos, de su sueño, de su digestión y de su comer. Ceferina había hecho que su factótum se convirtiera en un melindroso; ella le enguataba, le encapillaba, le medicaba, le atiborraba de manjares escogidos; le recetaba o le prohibía tal o cual alimento, le bordaba chalecos, cabos de corbata, y pañuelos; había terminado por acostumbrarle a llevar cosas tan lindas, que le metamorfoseaba en una especie de ídolo japonés. Su armonía era, por otra parte, completa. Zizina miraba con cualquier pretexto a Francis, y éste parecía extraer sus ideas de los ojos de Zizina. Criticaban, sonreían juntos, y parecían consultarse hasta para decir los más sencillos buenos días.
El más rico propietario de los contornos, el hombre por todos envidiado, el señor marqués de Pimentel y su mujer, que reunían entre los dos cuarenta mil libras de renta, y pasaban el invierno en París, llegaron del campo en calesa con sus vecinos, el señor barón y la señora baronesa de Rastignac, acompañados de la tía de la baronesa y de sus hijas, dos encantadoras jóvenes, muy educadas, pobres, pero vestidas con aquella sencillez que tanto hace resaltar los encantos naturales. Aquellas personas, que ciertamente constituían la minoría selecta de la reunión, fueron recibidas con un frío silencioso y un respeto preñado de celos, sobre todo cuando vieron la distinción de la acogida que les dispensaba la señora de Bargeton. Aquellas dos familias pertenecían al pequeño grupo de personas que en las provincias se mantienen por encima de los comadreos, no frecuentan ninguna sociedad, viven en un retiro silencioso y guardan una imponente dignidad. El señor de Pimentel y el señor de Rastignac eran interpelados por sus títulos; ninguna familiaridad mezclaba a sus mujeres ni a sus hijas en la alta sociedad de Angulema, estaban demasiado próximos a la nobleza de corte para perder el tiempo en las bobadas provincianas.
El prefecto y el general llegaron los últimos, acompañados del hidalgo rural que por la mañana había llevado a la imprenta de David su memoria sobre los gusanos de seda. Era sin duda algún alcalde de distrito recomendable por sus buenas propiedades; pero su modo de hablar y de vestir revelaban que carecía del hábito de frecuentar la sociedad; sentíase cohibido dentro de su ropa, no sabía dónde poner las manos, giraba alrededor de su interlocutor mientras hablaba, se levantaba y volvía a sentarse para responder cuando le dirigían la palabra, parecía dispuesto a prestar un servicio doméstico; mostrábase sucesivamente obsequioso, inquieto, grave, se apresuraba a reír un chiste, escuchaba de un «modo servil, y a veces adoptaba un aire socarrón creyendo que se burlaban de él. Varias veces durante la velada, impulsado por su memoria, trató de hablar de gusanos de seda; pero el desdichado señor de Séverac fue a caer en manos del señor de Bartas, que le contestó hablando de música, y en las del señor de Saintot, que le citó a Cicerón. Hacia la mitad de la velada, el pobre alcalde terminó por entenderse con una viuda y su hija, la señora y la señorita Du Brossard, que no eran las dos figuras menos interesantes de aquella sociedad. Una sola palabra lo dirá todo: eran tan pobres como nobles. Presentaban en su atuendo aquella pretensión al lujo que revela una secreta miseria. La señora Du Brossard alababa con muy poca habilidad y en todo momento a su alta y gruesa hija, de veintisiete años de edad, que pasaba por ser muy hábil tocando el piano; le hacía compartir oficialmente todas las aficiones de los jóvenes por casar, y en su deseo de colocar a su querida Camila, en una misma velada había pretendido que a ésta le encantaba la vida errante de las guarniciones y la vida sosegada de los propietarios que cultivan sus tierras. Las dos poseían aquella dignidad agridulce de las personas a las que todo el mundo se complace en compadecer, por quienes la gente se interesa por egoísmo, y que han sondeado el vacío de las frases consoladoras con las que el mundo extrae un placer del hecho de acoger a los desgraciados. El señor de Séverac contaba cincuenta y nueve años, era viudo y no tenía hijos; madre e hija escucharon con devota admiración los detalles que él les dio acerca de sus criaderos de gusanos de seda.
—A mi hija siempre le han gustado los animales —dijo la madre—. Además, como la seda que hacen esos animalitos interesa a las mujeres, os pediré permiso para ir a Séverac a mostrarle a mi Camila cómo se cosecha eso. Es tan inteligente, que en seguida comprenderá todo lo que le digáis. ¿Acaso no comprendió en un día la razón inversa del cuadrado de las distancias?
Esta frase puso fin gloriosamente a la conversación entre el señor de Séverac y la señora Du Brossard, después de la lectura de Luciano.
Algunos contertulios se deslizaron familiarmente en medio de la reunión, así como dos o tres hijos de familia, tímidos, silenciosos, engalanados como relicarios, felices por haber sido invitados a aquella solemnidad literaria y el más atrevido de los cuales charló mucho rato con la señorita de La Haye. Todas las mujeres se alinearon, muy serias, formando un círculo alrededor del cual los hombres se quedaron de pie. Aquella asamblea de personas extrañas, de indumentaria heteróclita, de caras serias, llegó a ser impresionante para Luciano, cuyo corazón palpitó cuando se vio objeto de todas las miradas. Por muy audaz que fuese, no sostuvo fácilmente aquella prueba, a pesar del aliento que le infundía su amante, quien desplegó el fausto de sus reverencias y sus más preciosas gracias al recibir a los conspicuos personajes del Angoumois. El malestar que experimentaba fue prolongado por una circunstancia fácil de prever, pero que debía asustar a un joven todavía poco familiarizado con la táctica del mundo. Luciano, todo ojos y oídos, oíase llamar señor de Rubempré por Luisa, por el señor de Bargeton, por el obispo y por algunos complacientes de la dueña de la casa, y señor Chardon por la mayor parte de aquel público tan temido. Intimidado por las miradas interrogadoras de los curiosos, presentía su apellido burgués al solo movimiento de los labios, y adivinaba los juicios anticipados que se formulaban acerca de él con aquella franqueza provinciana a menudo rayana en la descortesía. Aquellos continuos alfilerazos le indispusieron aún más consigo mismo. Aguardó con impaciencia el momento de dar comienzo a su lectura, con objeto de asumir una actitud que pusiera fin a su suplicio interior; pero Jacobo refería su última partida de caza a la señorita de Pimentel; Adriano hablaba del último astro musical, de Rossini, con la señorita Laura de Rastignac; Astolfo, que se había aprendido de memoria de una revista la descripción de un nuevo arado, hablaba de esto con el barón. Luciano, pobre poeta, no sabía que ninguna de aquellas inteligencias, salvo la de la señora de Bargeton, era incapaz de comprender la poesía. Todas aquellas personas, faltas de emociones, habían acudido engañándose a sí mismas sobre la naturaleza del espectáculo que les aguardaba. Hay palabras que, semejantes a las trompetas, a los címbalos, a los tambores de los saltimbanquis, atraen siempre al público. Las palabras belleza, gloria, poesía, tienen sortilegios que seducen a los espíritus más bastos.
Cuando todo el mundo hubo llegado, cuando las charlas hubieron tocado a su fin, no sin mil advertencias dadas a los interruptores por el señor de Bargeton, al que su mujer envió como un suizo de iglesia que hace resonar el bastón sobre las losas, Luciano se sentó ante la mesa redonda, al lado de la señora de Bargeton, experimentando una violenta conmoción en el alma. Anunció, con voz trémula, que, para no defraudar la expectación de nadie, iba a leer las obras maestras recientemente descubiertas de un gran poeta desconocido. Aunque las poesías de Andrés de Chénier hubieran sido publicadas el año 1819, nadie en Angulema había oído hablar aún de este poeta. Todo el mundo quiso ver en tal anuncio una artimaña de la señora de Bargeton para no herir el amor propio del poeta y para que los oyentes se encontraran más a sus anchas. Luciano leyó primero El joven enfermo, que fue acogido con frases aduladoras pronunciadas en voz baja. Luego El ciego, poema que a aquellos espíritus mediocres les pareció largo. Durante su lectura, Luciano fue presa de uno de aquellos sufrimientos infernales que sólo pueden ser comprendidos por eminentes artistas o por aquellas personas a quienes el entusiasmo y una gran inteligencia colocan a su mismo nivel. Para ser traducida por la voz, así como para ser captada, la poesía requiere una atención sagrada. Es preciso que se establezca entre el lector y el auditorio una íntima alianza, sin la cual no pueden tener efecto las eléctricas comunicaciones de los sentimientos. Si falta esta coherencia de las almas, el poeta se encuentra entonces como un ángel que tratara de entonar un himno celestial en medio de las risas y burlas del infierno. Ahora bien, en la esfera en que se desarrollan sus facultades, los hombres inteligentes poseen la vista circunspecta del caracol, el olfato del perro y el oído del topo; ven, huelen y oyen todo a su alrededor. El músico y el poeta se saben admirados o incomprendidos con la misma rapidez con que una planta se agosta o se reanima en una atmósfera amiga u hostil. Los susurros de los hombres que sólo habían acudido allá por sus mujeres, y que hablaban unos con otros de sus negocios, resonaban en el oído de Luciano por las leyes de esa peculiar acústica; de la misma manera que veía los hiatos simpáticos de algunas mandíbulas violentamente entreabiertas, y cuyos dientes le hacían befa. Cuando, semejante a la paloma del diluvio, buscaba un rincón favorable donde su mirada pudiera posarse, encontraba los ojos impacientes de personas que evidentemente pensaban aprovecharse de aquella reunión para interrogarse acerca de algunos intereses positivos. Con excepción de Laura de Rastignac, de dos o tres jóvenes y del obispo, todos los asistentes se aburrían. En efecto, aquellos que comprenden la poesía, tratan de desarrollar en su alma lo que el autor ha puesto en germen en sus versos; pero aquellos oyentes gélidos, lejos de aspirar el alma del poeta, ni siquiera escuchaban sus acentos. Luciano experimentó, pues, un desaliento tan profundo, que un sudor frío empapó su camisa. Una mirada de fuego disparada por Luisa, hacia la cual se volvió, le dio el valor suficiente para concluir; pero su corazón sangraba por mil heridas.
—¿Encontráis muy divertido todo esto, Fifina? —dijo a su vecina la flaca Lilí, que quizás esperaba asistir a un espectáculo circense.
—No me preguntéis mi opinión, querida, los ojos se me cierran tan pronto como oigo leer algo.
—Espero que Naís no nos dará a menudo versos, por la noche —dijo Francis—. Cuando oigo leer después de cenar, la atención que me veo obligado a prestar perturba mi digestión.
—Pobre gatito mío —le dijo Ceferina en voz baja— tomaos un vaso de agua con azúcar.
—Está muy bien declamado —dijo Alejandro—, pero yo prefiero el whist.
Al oír esta respuesta, que pasó por ingeniosa a causa del significado inglés de la palabra, algunas jugadoras pretendieron que el lector tenía necesidad de descansar. Con este pretexto, una o dos parejas se escabulleron hacia el gabinete. Luciano, suplicado por Luisa, por la encantadora Laura de Rastignac y por el obispo, volvió a despertar la atención, gracias al brío contrarrevolucionario de los Yambos, que varias personas, seducidas por el calor con que fueron declamados, aplaudieron sin comprenderlos. Esa clase de gente es influible por la vociferación, de la misma manera que los paladares groseros son excitados por los licores fuertes. Durante un instante en que se tomaron sorbetes, Ceferina envió a Francis a que viese el volumen, y dijo a su vecina Amelia que los versos leídos por Luciano estaban impresos.
—Es muy sencillo —respondió Amelia con visible gozo—, el señor de Rubempré trabaja en una imprenta. Es —dijo mirando a Lolota— como si una mujer hermosa se hiciera ella misma los vestidos.
—Él mismo ha imprimido sus poesías —dijéronse las mujeres.
—¿Por qué se llama entonces señor de Rubempré? —preguntó Jacobo—. Cuando un noble trabaja con sus propias manos, debe renunciar a su apellido.
—Ha renunciado efectivamente al suyo, que era plebeyo —dijo Zizina—, pero para tomar el de su madre, que es noble.
—Puesto que sus versos se hallan impresos, podemos leerlos nosotros mismos —dijo Astolfo.
Esta estupidez complicó la cuestión hasta que Sixto du Châtelet se dignó decir a aquella ignorante concurrencia que el anuncio no había sido una precaución oratoria, y que aquellas hermosas poesías pertenecían a un hermano monárquico del revolucionario María José Chénier. La sociedad de Angulema, con excepción del obispo, de la señora de Rastignac y de sus dos hijas, a quienes aquella gran poesía había cautivado, creyóse engañada y se ofendió a causa de tamaña superchería. Elevóse un sordo murmullo; pero Luciano no lo oyó. Aislado de aquel mundo odioso por la embriaguez que le era producida por una melodía interior, esforzábase en repetirla, y veía las caras como a través de una nube. Leyó la lúgubre elegía sobre el suicidio, compuesta en estilo clásico, en la que se respira una sublime melancolía; luego aquella en la que se encuentra este verso:
Tes vers sont doux, j’aime à les répéter.
Tus versos son dulces, me gusta repetirlos.
Finalmente terminó por el suave idilio titulado Néère.
Sumida en un delicioso sueño de la fantasía, con una mano en sus bucles, que había deshecho sin darse cuenta, otra mano dejada colgando, con los ojos distraídos, sola en medio del salón, la señora de Bargeton sentíase por primera vez en su vida transportada a la esfera que le era propia. Considerad cuán desagradablemente vino a distraerla Amelia, que se había encargado de comunicarle los deseos públicos.
—Naís, nosotros habíamos venido para oír las poesías del señor Chardon, y vos nos dais versos impresos. Aunque esos fragmentos sean muy lindos, por patriotismo esas señoras preferirían vino de la región.
—¿No os parece que la lengua francesa se presta poco a la poesía? —dijo Astolfo al director de las contribuciones—. Encuentro mil veces más poética la prosa de Cicerón.
—La verdadera poesía francesa es la poesía ligera, la canción —respondió Châtelet.
—La canción demuestra que nuestra lengua es muy musical —dijo Adriano.
—A mí me gustaría conocer los versos que han ocasionado la pérdida de Naís —dijo Ceferina—; pero la forma en que ha acogido la petición de Amelia, indica que no está dispuesta a ofrecernos de ellos una muestra.
—Ella se debe a sí misma al hacérselos recitar —repuso Francisco—, porque el talento de ese hombrecito es su justificación.
—Vos, que habéis sido diplomático, alcanzadnos esto —dijo Amelia al señor Du Châtelet.
—Nada más fácil —contestó el barón.
El ex secretario de la princesa, acostumbrado a aquellos pequeños manejos, fue al encuentra del obispo y supo ponerle al corriente de lo que se trataba. Rogada por monseñor, Naís viose obligada a pedir a Luciano algún fragmento que supiese de memoria. El rápido éxito del barón en esta negociación le valió una lánguida sonrisa de Amelia.
—Decididamente, ese barón es muy ingenioso —dijo a Lolota.
Lolota se acordaba de la frase agridulce de Amelia acerca de las mujeres que sé hacían ellas mismas los vestidos.
—¿Desde cuándo reconocéis a los barones del Imperio? —díjole sonriendo.
Luciano había intentado deificar a su amante en una oda que le dedicó bajo un título inventado por todos los jóvenes al salir del instituto. Esta oda, tan complacientemente acariciada, embellecida por todo el amor que sentía en su corazón, parecióle la única obra capaz de competir con la poesía de Chénier. Miró con aire bastante fatuo a la señora de Bargeton diciendo: ¡A ELLA! Luego se dispuso muy ufano a desarrollar aquella pieza ambiciosa, porque su amor propio de autor se sentía a sus anchas tras las faldas de la señora de Bargeton. En aquel momento, Naís dejó escapar su secreto a los ojos de las mujeres. A pesar de la costumbre que tenía de dominar a aquella sociedad desde la altura de su inteligencia, no pudo por menos de temblar por Luciano. Sintióse cohibida, sus miradas pidieron en cierto modo indulgencia; luego viose obligada a permanecer con los ojos bajos, a medida que iban desgranándose las estrofas siguientes.
A ELLE
Du sein de ces torrents de gloire et de lamière,
Où, sus des sistres d’or, les anges attentifs,
Aux pieds de Jéhova redisent la prière
De nos astres plaintifs;
Souvent un chérubin à chevelure blonde,
Voilant l’eclat de Dieu sur son front arrêté,
Laisse aux parvis des cieux son plumage argenté,
Et descend sur le monde.
Il a compris de Dieu le bienfaisant regard:
Du génie aux abois il endort la souffrance;
Jeune filie adorée, il berce le vieillard
Dans les fleurs de l’enfance;
Il inscrit des méchants les tardifs repentirs;
A la mère inquiète, il dit en rêve. Espère!
Et, le coeur plein de joie, il compte les soupirs
Qu’on donne à la misère.
De ces beaux messagers un seul est parmi nous,
Que la terre amoureuse arrète dans sa route;
Mais il pleure, et poursuit d’un regard triste et doux
La paternelle voûte.
Ce n’est point de son front l’éclatante blancheur
Qui m’a dit le secret de sa noble origine,
Ni l’éclair de ses yeux, ni la féconde ardeur
De sa vertu divine.
Mais par tant de lueur mon amour ébloui
A tenté de s’unir à sa sainte nature,
Et du terrible archange il a heurté sur lui
L’impénétrable armure.
Ah! gardez, gardez bien de lui laisser revoir
Le brillant séraphin qui vers les cieux revole;
Trop tôt il en saurait la magique parole
Qui se chante le soir!
Vous verriez alors, des nuits perçant les voiles,
Comme un point de Vaurore, atteindre les étoiles
Par un vol fratemel;
Et le marin qui veille, attendent un présage,
De leurs pieds lumineux montrerait le passage,
Comme un phare éternel.
A ELLA
Desde el seno de aquellos torrentes de gloria y de luz,— donde, con sistros de oro, los ángeles atentos, — a los pies de Jehová repiten la plegaria — de nuestros astros quejumbrosos;
A menudo un querubín de rubia cabellera, — velando el fulgor de Dios en su frente, — deja en los atrios celestiales su plateado plumaje, — y al mundo desciende.
Ha comprendido de Dios la mirada bienhechora: —del genio en cierne mitiga el sufrimiento; — joven adorada, acuna al anciano — en las flores de la infancia;
Inscribe de los malvados el tardío arrepentimiento; — a la madre inquieta le dice en sueños: ¡Espera! — y, con el corazón lleno de gozo, cuenta los suspiros — que se dan a la miseria.
De esos bellos mensajeros uno sólo se halla entre nosotros, — al que la tierra amorosa detiene en su camino; — pero él llora, y con mirada triste y dulce contempla — la paternal bóveda.
No es en modo alguno la blancura deslumbrante de su frente — quien me ha revelado el secreto de su noble origen — ni el fulgor de sus ojos, ni el fecundo ardor — de su virtud divina.
Pero deslumbrado, mi amor por tanta luz — ha tratado de unirse a su santa naturaleza, — y del terrible arcángel ha tropezado — con la impenetrable armadura.
¡Ah!, guardaos muy bien de dejar que vuelva a contemplar— al brillante serafín que hacia los cielos remonta el vuelo; — ¡tarde o temprano sabría la mágica palabra — que por la noche se canta! — Entonces le veríais atravesando el velo de la noche — como un punto de la aurora, llegar a las estrellas — con vuelo fraternal; — y el marino que vela, aguardando un presagio, — de sus pies luminosos mostraría la estela, — cual eterno faro.
—¿Vos comprendéis ese retruécano? —dijo Amelia al señor Du Châtelet con una mirada llena de coquetería.
—Son versos como todos nosotros, quien más, quien menos, hemos hecho al salir del colegio —respondió el barón con un aire aburrido, para obedecer a su papel de juzgador al que nada asombra—. En otro tiempo nos daba por las brumas osiánicas. Se trataba de Malvinas, de Fingales, de apariciones vagas y nebulosas, y de guerreros que salían de sus tumbas con estrellas en lo alto de sus cabezas. Actualmente este baturrillo poético es sustituido por Jehová, por los sistros, los ángeles, las plumas de los serafines y por todo el guardarropa del cielo remendado con las palabras inmenso, infinito, soledad e inteligencia. Se trata de lagos, de palabras de Dios, una especie de panteísmo cristianizado, enriquecido con rimas raras, muy rebuscadas, como gladiolo y Mausolo. En fin, hemos cambiado de latitud; en lugar de encontrarnos al Norte, estamos a Oriente, pero no por ello son más densas las tinieblas.
—Si la oda es oscura —dijo Ceferina—, la declaración se me antoja muy clara.
—Y la armadura del arcángel es un vestido de muselina bastante ligero —añadió Francis.
Aunque la cortesía exigiese que se encontrase la oda sumamente fascinante a causa de la señora de Bargeton, las mujeres, furiosas por no tener poeta a su servicio para que las tratase de ángeles, se levantaron como aburridas, murmurando con aire glacial: muy bien, muy lindo, perfecto.
—Si me amáis, no felicitaréis ni al autor ni a su ángel —dijo Lolota a su caro Adriano con un aire despótico al que éste tuvo que obedecer.
—Después de todo, se trata de frases —murmuró Ceferina Francis—, y el amor es una poesía en acción.
—Acabáis de decir, Zizina, una cosa que yo pensaba, pero que no habría sabido expresar en forma tan delicada —repuso Estanislao, examinándose a sí mismo de arriba abajo con mirada acariciadora.
—Yo no sé lo que daría —murmuró Amelia a Du Châtelet— para que se le rebajasen los humos a Naís, que se hace tratar de arcángel, como si fuera más que nosotras, y que nos está encanallando con el hijo de un boticario y de una enfermera, que trabaja en una imprenta y cuya hermana es una planchadora.
—Ya que su padre vendía galletas contra las lombrices —dijo Jacobo—, tenía que haber hecho que su hijo comiera de ellas.
—Continúa el oficio de su padre, porque lo que acaba de darnos nos parece una medicina —repuso Estanislao, asumiendo una de sus actitudes más provocativas—. Medicina por medicina, yo preferiría otra cosa.
En un momento, todos se habían puesto de acuerdo para humillar a Luciano con alguna frase de ironía aristocrática. Lilí, la devota, vio una acción caritativa en el acto de decir que ya era hora de aconsejar a Naís, la cual estaba a punto de hacer una locura. Francis, el diplomático, se encargó de llevar a buen término aquella estúpida conspiración en la que toda aquella gente mediocre se interesó como en el desenlace de un drama, y en la que vieron una aventura que contar al día siguiente. El ex cónsul, que se preocupaba poco por tener que batirse con un joven que, en presencia de su amante, se pondría furioso al oír una palabra insultante, comprendió que era preciso asesinar a Luciano con un hierro sagrado contra el cual la venganza fuera imposible. Imitó el ejemplo que le había dado el hábil Du Châtelet cuando se trató de lograr que Luciano dijese versos suyos. Fue a charlar con el obispo fingiendo compartir el entusiasmo que la oda había inspirado a Su Ilustrísima; luego le engañó haciéndole creer que la madre de Luciano era una mujer superior y de extraordinaria modestia, que suministraba a su hijo los temas de todas sus composiciones. El mayor placer para Luciano era ver que se hacía justicia a su madre, a la que adoraba. Una vez inculcada esta idea al obispo, Francis confió en el azar de la conversación para lograr que se pronunciara la palabra ofensiva que él había meditado hacer decir a Monseñor. Cuando Francis y el obispo volvieron al círculo en cuyo centro se encontraba Luciano, la atención subió de punto entre las personas que ya le estaban haciendo beber la cicuta a pequeños sorbos. Completamente ajeno a las maniobras de los salones, el pobre poeta sólo sabía mirar a la señora de Bargeton y responder torpemente a las torpes preguntas que le dirigían. Ignoraba los nombres y las cualidades de la mayor parte de las personas presentes, y no sabía qué clase de conversación había de sostener con unas mujeres que le decían unas tonterías de las cuales él se sentía avergonzado. Por otra parte, sentíase a mil leguas de aquellas divinidades angulemenses, al oírse llamar ora señor Chardon, ora señor de Rubempré, mientras que ellas se llamaban Lolota, Adriano, Astolfo, Lilí y Fifina. Su confusión llegó al colmo cuando, habiendo tomado Lilí por apellido, llamó señor Lilí al brutal señor de Senonches. Aquel Nemrod interrumpió a Luciano con un: «¿Señor Lulú?» que hizo a la señora de Bargeton sonrojarse hasta las orejas.
—Hace falta haber estado muy ciega para admitir aquí y presentamos a ese pobre diablo —dijo a media voz.
—Señora marquesa —dijo Ceferina a la señora de Pimentel, en voz baja, pero de forma que se la oyese—, ¿no encontráis un gran parecido entre el señor Chardon y el señor de Cante-Croix?
—El parecido es ideal —respondió sonriendo la señora de Pimentel.
—La gloria tiene seducciones que uno puede confesar —dijo la señora de Bargeton a la marquesa—. Hay mujeres que se enamoran de la grandeza como otras se enamoran de la pequeñez —añadió mirando a Francis.
Ceferina no comprendió, porque encontraba muy alto a su cónsul, pero la marquesa se puso del lado de Naís al echarse a reír.
—Sois muy afortunado, señor —dijo a Luciano el señor de Pimentel, que se corrigió para llamarle señor de Rubempré, después de haberle llamado Chardon—, vos no debéis aburriros nunca, ¿verdad?
—¿Trabajáis rápidamente? —le preguntó Lolota, con el mismo aire con que podía haber preguntado a un carpintero: «¿Tardáis mucho tiempo en hacer una caja?»
Luciano quedóse desconcertado ante este golpe brutal; pero levantó la cabeza al oír que la señora de Bargeton respondía sonriendo:
—Querida, la poesía no brota de la cabeza del señor de Rubempré como la hierba en nuestros patios.
—Señora —dijo el obispo a Lolota—, nunca sería bastante el respeto que pudiéramos sentir para las nobles inteligencias en las que Dios pone uno de sus rayos. Sí, la poesía es cosa santa. Quien dice poesía, dice sufrimiento. ¡Cuántas noches silenciosas no habrán valido las estrofas que vos admiráis! Saludad con amor al poeta, que casi siempre lleva una vida desgraciada, y a quien Dios ha reservado sin duda un lugar en el cielo entre sus profetas. Este joven es un poeta —añadió apoyando su mano en la frente de Luciano—, ¿no veis alguna fatalidad impresa en esta hermosa frente?
Feliz de verse tan noblemente defendido, Luciano saludó al obispo con una dulce mirada, sin saber que el digno prelado iba a ser su verdugo. La señora de Bargeton lanzó contra el círculo enemigo miradas llenas de triunfo, que se hundieron, como otros tantos dardos, en el corazón de sus rivales, cuya rabia fue en aumento.
—¡Ah! Monseñor —respondió el poeta, esperando golpear aquellas cabezas imbéciles con su cetro de oro—, el vulgo no tiene ni vuestra inteligencia ni vuestra caridad. Nuestros dolores son ignorados, nadie sabe de nuestros trabajos. El minero encuentra menos dificultad en extraer el oro de la mina que nosotros en arrancar nuestras imágenes a las entrañas de la más ingrata de las lenguas. Si el fin de la poesía consiste en poner las ideas en el punto preciso en que todo el mundo pueda verlas y sentirlas, el poeta debe recorrer incesantemente la escala de las inteligencias humanas con objeto de satisfacerlas a todas; debe esconder bajo los más vivos colores la lógica y el sentimiento, dos poderes enemigos; necesita encerrar todo un mundo de ideas en una sola palabra, resumir filosofías enteras en una descripción; en fin, sus versos son semillas cuyas flores deben abrirse en los corazones, buscando los surcos cavados por los sentimientos personales. ¿No hace falta haberlo sentido todo, para poder expresarlo todo? Y sentir intensamente, ¿no es acaso sufrir? Así, las poesías sólo nacen después de penosos viajes emprendidos por las vastas regiones del pensamiento y de la sociedad. ¿No fueron trabajos inmortales aquellos a los que debemos criaturas cuya vida se vuelve más auténtica que la de los seres que vivieron realmente, como Clarisa de Richardson, Camila de Chénier, Delia de Tíbulo, Angélica del Ariosto, Aloestes de Molière, Fígaro de Beaumarchais, y Don Quijote de Cervantes?
—Y vos, ¿qué es lo que vais a crearnos? —preguntó Du Châtelet.
—Anunciar tales concepciones —respondió Luciano—, ¿no es darse patente de hombre genial? Por otra parte, estos alumbramientos sublimes requieren una larga experiencia del mundo, un estudio de las pasiones y de los intereses humanos que yo no puedo haber realizado; pero ya estoy empezando —dijo con amargura, lanzando una mirada vengativa hacia aquel círculo—. El cerebro lleva desde hace mucho tiempo…
—Vuestro parto será laborioso —dijo el señor Du Haurtoy interrumpiéndole.
—Vuestra excelente madre podrá ayudaros —añadió el obispo.
Esta frase tan hábilmente preparada, esta venganza esperada encendió en todos los ojos un relámpago de alegría. En todas las bocas apareció una sonrisa de satisfacción aristocrática, aumentada por la imbecilidad del señor de Bargeton que se echó a reír al cabo de un rato.
—Monseñor, sois demasiado profundo para nosotros en este momento, y esas damas no os comprenden —dijo la señora de Bargeton, que con estas solas palabras paralizó las risas y atrajo sobre ella las asombradas miradas—. Un poeta que toma todas sus inspiraciones de la Biblia, tiene en la Iglesia una verdadera madre. Señor de Rubempré, recitadnos San Juan en Palmos, o el Banquete de Baltasar, para mostrar a monseñor que Roma sigue siendo la Magna parens de Virgilio.
Las mujeres cambiaron una sonrisa al oír que Naís decía estas dos palabras latinas.
Al principio de la vida, los ánimos más valerosos no están exentos de momentos de abatimiento. Aquel golpe había precipitado de pronto a Luciano al fondo del agua; pero golpeó con el pie, y volvió a la superficie, jurándose a sí mismo que dominaría a aquella sociedad. Como el toro herido por mil dardos, irguióse furioso, y se disponía a obedecer a la voz de Luisa, declamando el San Juan en Palmos; pero la mayor parte de las mesas de juego habían atraído a sus jugadores, que volvían a caer en la rutina de sus costumbres, encontrando en ella un placer que la poesía no les había dado. Además, la venganza de tantos amores propios irritados no habría sido completa sin el desdén negativo que testimoniaron para la poesía indígena abandonando a Luciano y a la señora de Bargeton. Todos parecieron preocupados: éste fue a hablar de un camino cantonal con el prefecto, aquél habló de variar los placeres de la tertulia haciendo un poco de música. La alta sociedad de Angulema, sintiéndose mal juez en cuestiones de poesía, sentía especial curiosidad por conocer la opinión de los Rastignac y de los Pimentel acerca de Luciano, y varias personas fueron al grupo de éstos. La alta influencia que esas dos familias ejercían en el departamento era siempre reconocida en las grandes circunstancias; todos les tenían celos y les cortejaban, porque todo el mundo preveía que habría de tener necesidad de su protección.
—¿Qué os parece nuestro poeta y su poesía? —dijo Jacobo a la marquesa en cuya propiedad cazaba.
—Para ser versos de provincias —dijo sonriendo—, no están mal, por otra parte, un poeta tan guapo no puede hacer mal ninguna cosa.
Todos encontraron adorable esta sentencia, y corrieron a repetirla atribuyéndole peor intención de la que en realidad había tenido la marquesa al pronunciarla. Du Châtelet fue entonces invitado a acompañar al señor de Bartas, que asesinó la sublime música de Fígaro. Una vez abierta la puerta a la música, fue preciso escuchar la romanza caballeresca compuesta bajo el Imperio por Chateaubriand, cantada por Du Châtelet. Luego vinieron las piezas a cuatro manos, ejecutadas por unas niñas, y reclamados por la señora Du Brossard, que quería hacer brillar el talento de su querida Camila a los ojos del señor de Séverac.
La señora de Bargeton, herida por el desprecio que todos testimoniaban a su poeta, pagó desdén con desdén, yendo a su gabinete y permaneciendo en él todo el tiempo que en el salón estuvieron haciendo música. Fue seguida del obispo, a quien su vicario había explicado la profunda ironía de su involuntario epigrama, y que deseaba arreglar la cosa. La señorita de Rastignac, a quien la poesía había cautivado, deslizóse al interior del gabinete, a escondidas de su madre. Al sentarse en su canapé, al cual arrastró a Luciano, Luisa pudo, sin ser oída ni vista, decirle al oído:
—¡Ángel querido, no te han comprendido! Pero…
«Tus versos son dulces, me gusta repetirlos.»
Luciano, consolado por este halago, olvidóse por un momento de sus dolores.
—No hay gloria a precio vil —le dijo la señora de Bargeton estrechándole la mano—. Sufrid, sufrid, amigo mío, seréis grande, vuestros dolores serán el precio de vuestra inmortalidad. Yo quisiera tener que soportar los trabajos de una lucha. Dios os guarde de una vida insípida y sin combates, donde las alas del águila no encuentran suficiente espacio. Yo envidio vuestros sufrimientos, porque vos, por lo menos, vivís. Desplegaréis vuestras fuerzas y esperaréis una victoria. Vuestra lucha será gloriosa. Cuando hayáis llegado a la esfera imperial en la que gobiernan las grandes inteligencias, acordaos de las pobres personas desheredadas de la fortuna, cuya inteligencia se aniquila bajo la opresión de un azote moral y que perecen después de haber sabido constantemente lo que era la vida sin poder vivir, que tuvieron ojos penetrantes y nada vieron, cuyo olfato era delicado y sólo percibieron el hedor de flores pestilentes. Cantad entonces la planta que se seca al fondo de una selva, sofocada por las lianas, por vegetaciones voraces, tupidas, sin haber sido amada por el sol, y que muere sin haber florecido. ¿No sería un poema de horrible melancolía, un tema muy fantástico? ¡Qué composición tan sublime la descripción de una joven nacida bajo los cielos del Asia o de alguna hija del desierto transportada a un frío país de Occidente, llamando a su sol bienamado, muriendo de dolores incomprendidos, igualmente anonadada de frío y de amor! Sería el trasunto de muchas existencias.
—Vos describiríais así el alma que se acuerda del cielo —dijo el obispo—, un poema que ya hace tiempo debiera haberse escrito, y que me ha complacido tener un fragmento de él en el Cantar de los cantares.
—Arriesgaos a esa empresa —dijo Laura de Rastignac, expresando una ingenua fe en el talento de Luciano.
—Francia necesita un gran poema sacro —dijo el obispo—. Creedme, la gloria y la fortuna pertenecerán al hombre de talento que trabaje para la religión.
—Lo hará, monseñor —dijo la señora de Bargeton, con énfasis—. ¿No veis la idea del poema, asomando ya como una llama de la aurora en sus ojos?
—Naís nos trata muy mal —decía Fifina—. ¿Qué estará haciendo?
—¿No la oís? —respondió Estanislao—. Está montada a caballo sobre sus grandes frases que no tiene pies ni cabeza.
Amelia, Fifina, Adriano y Francis aparecieron en la puerta del gabinete, acompañando a la señora de Rastignac, que iba a buscar a su hija para marcharse.
—Naís —dijeron las dos mujeres, encantadas de poder turbar la conversación del gabinete—, ¿seríais tan amable de interpretarnos alguna pieza?
—Querida —respondió la señora de Bargeton—, el señor de Rubempré va a recitarnos su San Juan en Patmos, un magnífico poema bíblico.
—¡Bíblico! —repitió Fifina, asombrada.
Amelia y Fifina volvieron al salón, llevando esta palabra como un tema para burlas. Luciano se excusó de recitar el poema, objetando su falta de memoria. Cuando reapareció, ya no despertó el menor interés. Todos charlaban o jugaban. El poeta había sido despojado de todos sus rayos, los propietarios no veían en él nada útil, las personas con pretensiones le consideraban como un poder hostil a su ignorancia, las mujeres celosas de la señora de Bargeton, la Beatriz de aquel nuevo Dante, según el vicario, le lanzaban miradas fríamente desdeñosas.
«He aquí, pues, el mundo», díjose Luciano descendiendo al Houmeau por las cuestas de Beaulieu, porque hay instantes en la vida en que se desea tomar el camino más largo, para mantener caminando el movimiento de las ideas en las que uno se encuentra y a cuya corriente quiere entregarse. Lejos de desanimarle, la rabia del ambicioso rechazado daba a Luciano nuevas fuerzas. Como todas las personas llevadas por su instinto a una esfera elevada a la que llegan antes de poderse sostener en ella, prometíase sacrificarlo todo para permanecer en la alta sociedad. Caminando, iba arrancándose uno tras otro los dardos envenenados que había recibido, hablaba consigo mismo en voz alta, reprendía a los necios con quienes había tenido que vérselas; encontraba respuestas ingeniosas para las necias preguntas que se le habían hecho, y se desesperaba de tener tanto ingenio cuando había pasado la ocasión. Al llegar a la carretera de Burdeos, que discurre serpenteando por el pie de la montaña y costea las orillas del Charenta, creyó ver, al claro de luna, a Eva y a David sentados sobre un tronco, junto al río, cerca de una fábrica, y descendió hacia ellos por un sendero.
Mientras Luciano corría hacia su suplicio en casa de la señora de Bargeton, su hermana se había puesto un vestido de percalina rosa de mil rayas, el sombrero de paja y un pequeño chal de seda; sencillo atuendo que hacía creer que iba muy engalanada, como les sucede a todas las personas en quienes una grandeza natural realza los más pequeños accesorios. Así, cuando se quitaba su vestido de obrera, intimidaba extraordinariamente a David. Aunque el impresor hubiera decidido hablar de sí mismo, no halló nada para decir cuando dio el brazo a la hermosa Eva para atravesar el Houmeau. El amor se complace en estos respetuosos terrores, parecidos a los que la gloria de Dios causa en los fieles. Los dos amantes caminaron en silencio hacia el puente de Santa Ana, para llegar a la orilla izquierda del Charenta. Eva, a quien pareció embarazoso aquel silencio, se detuvo hacia la mitad del puente para contemplar el río, que, desde allí hasta el lugar en que se estaba construyendo la fábrica de pólvora, forma un largo manto en el que el sol poniente proyectaba entonces una alegre estela de luz.
—¡Qué tarde tan hermosa! —dijo buscando un tema de conversación—. El aire es a la vez tibio y fresco, las flores embalsaman el ambiente, y el cielo es magnífico.
—Todo habla al corazón —respondió David tratando de llegar a su amor por analogía—. Para las personas que aman hay un placer infinito en encontrar en los accidentes de un paisaje, en la transparencia del aire, en los perfumes de la tierra, la poesía que ellas tienen en el alma. La naturaleza habla por ellos.
—Y también les suelta la lengua —dijo Eva riendo—. Estabais muy silencioso cuando atravesábamos el Houmeau. ¿Sabéis que me sentía molesta…?
—Es que os encontraba tan hermosa, que estaba como fascinado —respondió ingenuamente David.
—Entonces, ¿es que soy menos hermosa en este momento? —le preguntó la joven.
—No, pero soy tan feliz al pasear a solas con vos, que…
Se detuvo, confuso, y miró hacia las colinas por donde desciende la carretera de Saintes.
—Si encontráis algún placer en este paseo, estoy encantada por ello, porque me creo obligada a daros una velada a cambio de la que vos me habéis sacrificado a mí. Al negaros a ir a casa de la señora de Bargeton, habéis estado tan generoso como Luciano al arriesgarse a que ella se enojase a causa de su petición.
—No generoso, sino prudente —respondió David—. Puesto que estamos a solas bajo la bóveda del cielo, sin otros testigos más que las cañas y las matas que bordean el Charenta, permitidme, querida Eva, que os exprese algunas de las inquietudes que me ocasiona el paso que acaba de dar Luciano. Después de lo que acabo de deciros, mis temores os parecerán, así lo espero, un refinamiento de la amistad. Vos y vuestra madre habéis hecho todo para colocarle por encima de su posición; pero al excitar su ambición, ¿no le habéis destinado imprudentemente a grandes sufrimientos? ¿Cómo va a sostenerse en el mundo hacia el cual le llevan sus aficiones? ¡Le conozco! Tiene tendencia a querer las cosechas sin el trabajo. Los deberes de la sociedad le devorarán su tiempo, y el tiempo es el único capital de las personas que sólo tienen su inteligencia por fortuna; le gusta brillar, el mundo irritará sus deseos, deseos que ninguna suma podrá satisfacer, gastará dinero y no lo ganará; en fin, le habéis acostumbrado a creerse grande; pero, antes de reconocer una superioridad cualquiera, el mundo exige éxitos ruidosos. Ahora bien, los éxitos literarios sólo se conquistan en la soledad y por medio de una labor obstinada. ¿Qué es lo que dará la señora de Bargeton a vuestro hermano a cambio de tantas horas pasadas a sus pies? Luciano es demasiado orgulloso para aceptar la ayuda de esa mujer, y nosotros sabemos que aún es demasiado pobre para continuar viendo su sociedad, que es doblemente ruinosa. Tarde o temprano esa mujer abandonará a nuestro querido hermano, después de haberle hecho perder la afición al trabajo, de haber desarrollado en él la afición al lujo, el desprecio de nuestra vida sobria, el amor de los placeres y su inclinación a la ociosidad, ese desenfreno propio de las almas poéticas. Sí, mucho me temo que esa gran dama se esté divirtiendo con Luciano como si fuera un juguete: o le ama sinceramente y hará que él se olvide de todo, o no le ama y le hará desgraciado, porque está loco por ella.
—Me heláis el corazón —dijo Eva, deteniéndose en la presa del Charenta—. Pero mientras mi madre tenga fuerzas para ejercer su penoso oficio y mientras yo viva, el producto de nuestro trabajo bastará quizá para los gastos de Luciano, y le permitirán aguardar el momento en que empiece su fortuna. Jamás me faltará el valor, porque la idea de trabajar para una persona amada —dijo Eva animándose—, le quita al trabajo toda su amargura y su lado enojoso. Soy feliz al pensar para quien me estoy buscando tantas molestias, si es que en realidad se trata de molestias. Sí, no temáis, ganaremos el dinero suficiente para que Luciano pueda frecuentar la buena sociedad. En ella está su fortuna.
—En ella está también su ruina —repuso David—. Escuchadme, querida Eva. La lenta ejecución de las obras geniales exige una fortuna considerable o el sublime cinismo de una vida pobre. Creedme, Luciano tiene tanto horror a las privaciones debidas a la miseria, ha saboreado con tanta complacencia el aroma de los festines y el incienso de los éxitos, y su amor propio se ha desarrollado hasta tal punto en el gabinete de la señora de Bargeton, que lo intentará todo antes de caer de la situación en que se encuentra; además, el producto de vuestro trabajo jamás estará en relación con sus necesidades.
—¡Entonces, no sois más que un falso amigo! —exclamó Eva desesperada—. De otro modo no me desanimaríais así.
—¡Eva, Eva! —respondió David—. Yo quisiera ser el hermano de Luciano. Solamente vos podéis darme ese título, que le permitiría aceptarlo todo de mí, y que me daría el derecho de consagrarme a él con todo el santo amor que vos ponéis en vuestros sacrificios, pero llevando a ellos el discernimiento del calculador. Eva, querida niña mía, ¡haced que Luciano tenga un tesoro del que pueda disponer sin tener que avergonzarse! La bolsa de un hermano, ¿acaso no será como la de él mismo? ¡Si supierais todas las reflexiones que me ha sugerido la nueva situación de Luciano! Si quiere ir a casa de la señora de Bargeton, el pobre muchacho ya no debe ser mi regente de imprenta, ni puede vivir en el Houmeau; vos no debéis continuar siendo obrera, ni vuestra madre seguir desempeñando su profesión. Si vos consintierais en ser mi mujer, todo resultaría más fácil: Luciano podría vivir en el segundo piso de mi casa, mientras yo le construyera un apartamento encima del cobertizo al fondo del patio, a menos que mi padre quiera levantar otro piso. De este modo le arreglaríamos una vida sin preocupaciones, una vida independiente. Mi deseo de ayudar a Luciano me dará para hacer fortuna unos ánimos que yo no tendría si solamente se tratara de mí; pero depende de vos el autorizar mi abnegación. Quizás un día vaya a París, el único teatro donde él pueda salir a escena, y donde su talento será apreciado y recompensado. La vida en París está muy cara, y nosotros tres no seremos demasiados para ayudarle a residir allá. Por otra parte, tanto a vos como a vuestra madre, ¿no os faltará un apoyo? Eva, casaos conmigo por amor hacia Luciano. Más tarde quizá me amaréis al ver los esfuerzos que yo haré para servirle y para haceros dichosa. Nosotros dos somos igualmente modestos en nuestros gustos, necesitaremos poca cosa; la felicidad de Luciano será nuestro objeto principal, y su corazón será el tesoro en el que pondremos fortuna, sentimientos, sensaciones, ¡todo!
—Las conveniencias sociales nos separan —dijo Eva, conmovida, viendo cuán pequeño se hacía aquel gran amor—. Vos sois rico y yo soy pobre. Es preciso amar mucho para pasar por encima de semejante dificultad.
—Entonces, ¿no me amáis aún lo suficiente? —exclamó David, aterrado.
—Quizá vuestro padre se opondría…
—Bien, si no se trata más que de consultar a mi padre —respondió David—, vos seréis mi esposa. ¡Eva, querida Eva! En un instante acabáis de hacer que mi vida me resulte muy fácil. ¡Ay!, tenía el corazón muy cargado de sentimientos que no podía ni sabía expresar. Decidme solamente que me amáis un poco, y cobraré el valor necesario para hablaros de todo lo demás.
—En realidad —contestó Eva—, hacéis que me sienta cohibida; pero, puesto que nos confiamos mutuamente nuestros sentimientos, os diré que en mi vida no había pensado en otro hombre más que en vos. He visto en vos a uno de esos hombres a los cuales una mujer puede sentirse orgullosa de pertenecer, y yo, pobre obrera, no me atrevía a esperar tan alto destino.
—Basta, basta —dijo David, sentándose en el borde de la presa, a la cual habían vuelto, porque iban y venían como locos, recorriendo el mismo espacio.
—¿Qué os sucede? —preguntó Eva, expresando por primera vez aquella inquietud tan encantadora que las mujeres experimentan para un ser que les pertenece.
—Nada que no sea magnífico —repuso David—. Al ver toda una vida feliz, el espíritu queda como deslumbrado, el alma está abrumada. ¿Por qué soy yo el más dichoso? —dijo con una expresión de melancolía—. Pero lo sé muy bien.
Eva miró a David con aire coquetón y de duda, como pidiendo una explicación.
—Querida Eva, yo recibo más de lo que doy. Así, siempre os amaré yo más a vos que vos a mí, porque tengo más razones para amaros: vos sois un ángel y yo soy un hombre.
—Yo no soy tan sabia —respondió Eva sonriendo—. Os amo mucho…
—¿Tanto como a Luciano? —la interrumpió David.
—Lo suficiente para ser vuestra esposa, para consagrarme a vos y tratar de no daros ningún disgusto en la vida, de momento algo penosa, que habremos de llevar.
—¿Os disteis cuenta, querida Eva, que os amé desde el primer día en que os vi?
—¿Cuál es la mujer que no se siente amada? —inquirió la joven.
—Dejadme, pues, que os disipe los escrúpulos que os causa mi pretendida fortuna. Yo soy pobre, querida Eva. Sí, mi padre se ha complacido en arruinarme, ha especulado con mi trabajo, ha hecho como muchos supuestos bienhechores con las personas por ellos favorecidas en apariencia. Si llego a ser rico, será por vos. Éstas no son palabras de amante, sino la reflexión de un pensador. Debo daros a conocer mis defectos, y éstos son enormes en un hombre obligado a labrar su fortuna. Mi carácter, mis costumbres, las ocupaciones que me agradan me hacen inadecuado para todo lo que sea comercio y especulación, y sin embargo, no podemos llegar a ser ricos más que por medio del ejercicio de alguna industria. Si bien soy capaz de descubrir una mina de oro, soy singularmente inepto para explotarla. Pero vos, que por amor a vuestro hermano habéis descendido a los más pequeños detalles, que poseéis el talento de la economía y la paciente atención del verdadero comerciante, vos recogeréis la cosecha que yo haya sembrado. Nuestra situación, porque desde hace mucho tiempo me he introducido en el seno de vuestra familia, me oprime de tal modo el corazón, que he consumido mis días y mis noches buscando una ocasión de hacer fortuna. Mis conocimientos de química y la observación de las necesidades del comercio me han puesto sobre la pista de un descubrimiento lucrativo. Todavía no puedo deciros nada de ello, pues estoy previendo muchos retrasos. Quizá sufriremos aún durante algunos años; pero terminaré por hallar los procedimientos industriales tras los cuales voy en estos momentos, y en cuya pista yo no ando solo, y si llego el primero, nos procurarán una gran fortuna. No he dicho nada a Luciano, porque su carácter ardiente lo echaría todo a perder, convertiría mis esperanzas en realidades, viviría como un gran señor y quizá contraería deudas. Por lo tanto, guardadme el secreto. Vuestra dulce y amada compañía será lo único que pueda consolarme durante estas largas pruebas, de la misma manera que el deseo de enriqueceros a vos y a Luciano me dará constancia y tenacidad…
—Yo también había adivinado —dijo Eva interrumpiéndole— que vos erais uno de esos inventores que necesitan, como mi pobre padre, una mujer que cuide de ellos.
—¿Me amáis, entonces? ¡Ah! Decídmelo sin temor, a mí, que he visto en vuestro nombre un símbolo de mi amor. Eva era la única mujer que había en el mundo, y lo que era materialmente cierto para Adán lo es moralmente para mí. ¡Dios mío! ¿Me amáis?
—Sí —respondió Eva, alargando esta sencilla sílaba por el modo como la pronunció, como para describir la profundidad de sus sentimientos.
—Bien, vamos a sentarnos allá —dijo conduciéndola por la mano hacia una larga viga que se encontraba en el suelo, junto a una fábrica de papel—. Dejadme respirar el aire del atardecer, que escuche el canto de los grillos, que admire los rayos de la luna que tiemblan sobre las aguas; dejadme que me apodere de esta naturaleza en la que creo ver mi felicidad escrita en todas las cosas, y que se me aparece por primera vez en su esplendor, iluminada por el amor, embellecida por vos. Eva, ¡amada mía!, he aquí el primer momento de puro gozo que la suerte me haya concedido. Dudo que Luciano sea tan feliz como yo.
Al sentir la mano de Eva húmeda y trémula en la suya, David dejó caer en ella una lágrima.
—¿No puedo conocer el secreto? —dijo Eva con voz zalamera.
—Tenéis derecho a ello, porque vuestro padre ya se ocupó de esta cuestión que ahora va a convertirse en un asunto importante. He aquí por qué; la caída del Imperio va a hacer que sea casi general el uso de la tela de algodón, a causa de la baratura de este tejido, comparado con el de lino. En estos momentos, el papel se hace todavía con desechos de cáñamo y de lino; pero este ingrediente es caro, y su alto precio retrasa el gran movimiento que la prensa francesa adquirirá necesariamente. Ahora bien, no puede forzarse la producción de trapos, puesto que son el resultado del uso que se hace de la ropa de lino, y la población de un país sólo da una cantidad determinada, que únicamente puede aumentar con la cifra de los nacimientos. Para producirse un cambio sensible en su población, un país requiere un cuarto de siglo y grandes revoluciones en las costumbres, en el comercio o en la agricultura; de modo que si las necesidades de la papelería llegan a hacerse superiores a lo que Francia produce en cuanto a trapos, sea el doble, sea el triple, será preciso, para mantener el papel a un precio bajo, introducir en la fabricación del papel un elemento que no sean los trapos. Este razonamiento se basa en un hecho que ocurre aquí: las fábricas de papel de Angulema, las últimas en las que se fabricará papel con trapo de hilo, ven como el algodón está invadiendo la pasta en una progresión espantosa.
A una pregunta que le hizo la joven obrera, que no sabía lo que quería decir aquello de papel Pot, David le dio acerca de su fabricación unas explicaciones que en modo alguno estarán fuera de lugar en una obra cuya existencia material es debida tanto al papel como a la prensa; pero este largo paréntesis entre los dos amantes ganará sin duda con que lo resumamos.
El papel, producto no menos maravilloso que la impresión a la cual sirve de base, existía desde hacía mucho tiempo en la China cuando, por las vías subterráneas del comercio, llegó al Asia Menor, donde, hacia el año 750, según algunas tradiciones, se usaba un papel de algodón triturado y reducido a pasta. La necesidad de sustituir el pergamino, cuyo precio era excesivo, hizo que se inventase, por una imitación del papel bombiciano (tal fue el nombre del papel de algodón en Oriente) el papel de trapos, los unos dicen en Basilea, en 1170, por unos griegos refugiados; otros afirman que en Padua, en 1301, por un italiano llamado Pax. De este modo, el papel fue perfeccionándose lenta y oscuramente, pero es seguro que ya en tiempos de Carlos VI se fabricaba en París la pasta para hacer naipes. Cuando los inmortales Faust, Coster y Gutenberg hubieron inventado EL LIBRO, unos artesanos, desconocidos como tantos otros grandes artistas de aquella época, adaptaron la fabricación del papel a las necesidades de la tipografía. En aquel siglo XV, tan vigoroso y tan ingenuo, las denominaciones de los diferentes formatos de papel, lo mismo que los nombres dados a los tipos de letra, llevaron el sello del candor de aquel tiempo. Así, el Raisin, el Jésus, el Colombier, el papel Pot, el Ecu, el Coquille, el Couronne, fueron llamados de esta manera a causa de las uvas, de la imagen de Nuestro Señor, de la corona, del escudo, del pote, en fin, de la filigrana marcada en medio de la hoja, como más tarde, en tiempos de Napoleón, se puso un águila: de ahí el papel denominado Grand-Aigle. Asimismo se llamó caracteres Cicero, Saint-Augustin, Gros Canon, de los libros de liturgia, de las obras teológicas y de los tratados de Cicerón en los que estos caracteres se emplearon por vez primera. La letra itálica fue inventada por los Aldo, en Venecia, y ésta es la razón de tal nombre. Antes de la invención del papel mecánico, cuya largura es ilimitada, los mayores formatos eran el Grand-Jésus o el Grand Colombier; y aun éste no se utilizaba apenas más que para los atlas o los grabados. En efecto, las dimensiones del papel de imprimir estaban sometidas a las de las platinas de la prensa. En el momento en que hablaba David, la existencia del papel continuo parecía en Francia una quimera, aunque ya Dionisio Roberto de Essonne, hacia el año 1799, hubiese construido para fabricarlo una máquina que posteriormente trató de perfeccionar Didot-Saint-Léger. El papel vitela, inventado por Ambrosio Didot, sólo data de 1780. Estos datos demuestran en forma irrebatible que todas las grandes adquisiciones de la industria y de la inteligencia se hicieron con excesiva lentitud y por agregaciones inadvertidas, absolutamente igual a como procede la Naturaleza. Para llegar a su perfección, la escritura, ¡quizá también el lenguaje!…, hubieron de pasar por los mismos tanteos que la tipografía y que la fabricación del papel.
—Los traperos andan por toda Europa recogiendo trapos y compran los restos de toda clase de tejidos —dijo, al concluir, el impresor—. Estos residuos, clasificados, se almacenan por los comerciantes de trapo al por mayor, quienes abastecen a las fábricas de papel. Para daros una idea de este comercio, habéis de saber, señorita, que en 1814 el banquero Cardon, propietario de los almacenes de Buges y de Langlée, donde Léorier de l’Isle intentó desde 1776 la solución del problema que ocupó a vuestro padre, tenía un proceso con un tal señor Proust, a causa de un error de dos millones en trapo en una cuenta de diez millones de libras, alrededor de cuatro millones de francos. El fabricante lava los trapos y los reduce a una pasta clara, que se hace pasar, de la misma manera que una cocinera hace pasar la salsa por el tamiz, por un bastidor de hierro llamado forma, y cuyo interior contiene una tela metálica en medio de la cual se encuentra la filigrana que da su nombre al papel. Del tamaño de la forma depende entonces el tamaño del papel. En la época en que yo estaba en casa de los señores Didot, se acupaban ya de esta cuestión, y se están ocupando, todavía ahora; porque el perfeccionamiento que buscaba vuestro padre es una de las necesidades más imperiosas de estos tiempos. Voy a deciros por qué. Aunque la duración del lino, comparada con la del algodón, haga que, en definitiva, el lino sea menos caro que el algodón, como para los pobres se trata siempre de desembolsar la menor suma posible, prefieren dar menos que más, y sufren, en virtud del vae victis!, enormes pérdidas. La clase burguesa actúa como los pobres, y por ello hay falta de tela de hilo. En Inglaterra, donde el algodón ha sustituido al lino en las cuatro quintas partes de la población, ya no se fabrica más que papel de algodón. Este papel, que ante todo tiene el inconveniente de cortarse y romperse, se disuelve en agua tan fácilmente, que un libro de papel de algodón quedaría reducido a pasta sólo con permanecer en ella un cuarto de hora, mientras que un libro viejo no se echaría a perder aunque estuviese en remojo por espacio de dos horas enteras. Se pondría a secar el libro viejo; y aunque amarillento, el texto sería aún legible, la obra no habría quedado destruida. Llegamos a una época en que, al disminuir las fortunas por su igualación, todo se empobrecerá; queremos ropa y libros baratos, de la misma manera que la gente empieza a querer cuadros pequeños, por falta de espacio para colocar cuadros grandes. Las camisas y los libros no durarán nada, ésta será la consecuencia. La solidez de los productos desaparece en todas partes. Así, el problema a resolver es de la mayor importancia para la literatura, para las ciencias y para la política. Hubo, pues, un día en mi despacho una viva discusión acerca de los ingredientes de que se sirven en China para fabricar el papel. Allí, merced a las materias primas, la fabricación del papel ha alcanzado, desde su origen, una perfección de la que carece la nuestra. Entonces se hablaba mucho del papel de la China, al que su ligereza y finura hacen muy superior al nuestro, porque estas preciosas cualidades no le impiden que sea consistente; y aunque sea muy delgado, no presencia transparencia alguna. Un corrector muy instruido (en París se encuentran sabios entre los correctores: ¡Fourier y Pedro Leroux son en estos momentos correctores en casa de Lachevardière!…), el conde de Saint-Simon, que a la sazón era, como digo, corrector, vino a vernos en medio de la discusión. Nos dijo entonces que, según Kempfer y Du Halde, el broussonatia suministraba a los chinos el material para su papel, enteramente vegetal, como el nuestro, por otra parte. Otro corrector sostuvo que el papel de la China se fabricaba principalmente con una sustancia animal, la seda, tan abundante en aquel país. Hízose una apuesta delante de mí. Como los señores Didot son los impresores del Instituto, el debate fue sometido a unos miembros de esta asamblea de sabios. El señor Marcel, antiguo director de la Imprenta imperial, designado como árbitro en el asunto, mandó a los dos correctores al abate Grozier, bibliotecario del Arsenal. Ante el juicio del abate Grozier, los dos correctores perdieron la apuesta. El papel de la China no se fabrica ni con la seda ni con el broussonatia: su pasta procede de las fibras del bambú trituradas. El abate Grozier poseía un libro chino, obra a la vez iconográfica y tecnológica, en la que se encontraban numerosas figuras que representaban la fabricación del papel en todas sus fases, y nos mostró los tallos de bambú amontonados en el rincón de un taller de papel muy bien dibujado. Cuando Luciano me dijo que tu padre, con una especie de intuición peculiar en los hombres de talento, había vislumbrado el medio de sustituir los desechos de la ropa blanca por una materia vegetal muy común, tomada directamente de la producción territorial, como hacen los chinos al servirse de tallos fibrosos, yo clasifiqué todos los intentos realizados por mis predecesores y finalmente me puse a estudiar la cuestión. La mano de obra no vale nada en la China, una jornada vale tres sueldos: así los chinos pueden, al sacarla de la forma, aplicar su papel, hoja a hoja, entre unas tablas de porcelana blanc calentadas, por medio de las cuales lo prensan y le dan el lustre, la consistencia y esa ligereza y suavidad del raso que hacen de él el primer papel del mundo. Pues bien, hay que sustituir los procedimientos del chino por medio de alguna máquina, ya que con éstas se puede resolver el problema de la baratura que proporciona a la China el bajo precio de su mano de obra. Si llegásemos a fabricar a bajo precio papel de una calidad parecida al de aquel país, disminuiríamos en más de la mitad el peso y el espesor de los libros. Un Voltaire encuadernado que, con nuestros papeles vitela, pesa doscientas cincuenta libras, no pesaría más de cincuenta en papel de la China. Y he ahí, ciertamente, una conquista. El lugar necesario para las bibliotecas será una cuestión cada vez más difícil de resolver en una época en que el general empequeñecimiento de las cosas y de las personas lo invade todo, hasta los lugares donde éstas moran. En París, los grandes hoteles y los grandes apartamentos serán demolidos tarde o temprano; pronto desaparecerán las fortunas que estén en consonancia con las construcciones de nuestros padres. ¡Qué vergüenza para nuestra época fabricar libros que no tienen duración! Diez años aún, y el papel de Holanda, es decir, el papel hecho de trapos de lino, será totalmente imposible. Ahora bien, vuestro generoso hermano me ha comunicado la idea que tuvo vuestro padre de emplear ciertas plantas fibrosas para la fabricación del papel, ya veis que si salgo airoso de mi empeño, tendréis derecho a…
En aquel momento, Luciano dirigió la palabra a su hermana, interrumpiendo la generosa proposición de David.
—No sé —dijo—, si os ha parecido bella esta tarde, pero la mía ha sido muy cruel para mí.
—Pobre Luciano, ¿qué es lo que te ha ocurrido? —dijo Eva, fijándose en la animación del rostro de su hermano.
El poeta, irritado, refirió sus angustias, vertiendo en aquellos corazones amigos el raudal de ideas que le asaltaban. Eva y David escucharon a Luciano en silencio, afligidos al ver pasar aquel torrente de dolores que revelaba tanta grandeza como mezquindad.
—El señor de Bargeton —dijo Luciano, al terminar— es un viejo que sin duda se irá pronto al otro mundo a consecuencia de una indigestión; pues bien, yo dominaré entonces esa sociedad orgullosa, ¡me casaré con la señora de Bargeton! Esta tarde he leído en sus ojos un amor igual al mío. Sí, ella ha sentido mis heridas y ha calmado mis sufrimientos; es tan noble y tan grande como encantadora y hermosa. No, jamás me traicionará.
—¿No es hora ya de que le labremos una existencia tranquila? —dijo en voz baja David a Eva.
Eva apretó en silencio el brazo de David, el cual, comprendiendo sus pensamientos, apresuróse a contarle a Luciano los proyectos que había meditado. Los dos amantes estaban tan llenos de sí mismos como Luciano lo estaba también de sí; de modo que Eva y David, ansiosos de hacer que aprobara su dicha, no advirtieron el movimiento de sorpresa que hizo el amante de la señora de Bargeton al enterarse de que su hermana y David pensaban casarse. Luciano, que soñaba con una hermosa alianza para su hermana cuando él hubiera alcanzado una situación elevada, con objeto de consolidar su ambición con los medios que le reportarían una familia poderosa, quedó desolado al ver en tal unión un obstáculo más a sus éxitos en el mundo.
«¡Si la señora de Bargeton consiente en convertirse en la señora de Rubempré, jamás querrá ser la cuñada de David Séchard! —esta frase es la fórmula neta y precisa de las ideas que atenazaron el corazón de Luciano—. Luisa tiene razón —pensó con amargura—, las personas que poseen un brillante porvenir jamás son comprendidas por su familia.«
Si aquella unión le hubiera sido anunciada en un momento en que con la imaginación no acabara de asesinar al señor de Bargeton, sin duda le hubiera hecho prorrumpir en exclamaciones de alegría. Al reflexionar acerca de su situación actual e interrogar el destino de una joven bella y sin fortuna, de Eva Chardon, habría considerado aquella boda como una dicha inesperada. Pero vivía uno de esos sueños de oro en que los jóvenes, cabalgando en vagas probabilidades de éxito, franquean todas las barreras. Acababa de verse dominando a la sociedad, por lo cual el poeta sufría al caer tan pronto en la realidad. Eva y David pensaron que su hermano guardaba silencio abrumado por tanta generosidad. Para aquellas dos almas, su aceptación silenciosa era la prueba de una verdadera amistad. El impresor comenzó a describir con elocuencia dulce y cordial la dicha que les aguardaba a los cuatro. A pesar de las interjecciones de Eva, amuebló su primer piso con el lujo de un enamorado; construyó con ingenua buena fe el segundo para Luciano y la parte superior del cobertizo para la señora Chardon, hacia la cual quería desplegar todos los cuidados de una filial solicitud. En fin, hizo tan feliz a la familia y a su hermano tan independiente, que Luciano, fascinado por la voz de David y por las caricias de Eva, olvidó bajo las sombras del camino, a lo largo del Charenta tranquilo y brillante, bajo la estrellada bóveda y en la tibia atmósfera de la noche, la punzante corona de espinas que la sociedad le había clavado en la cabeza. El señor de Rubempré reconoció, en fin, a David. La volubilidad de su carácter volvió a sumirle pronto en la vida pura, laboriosa y burguesa que había llevado hasta entonces; la vio embellecida y libre de preocupaciones. El ruido del mundo aristocrático se alejó cada vez más. Finalmente, cuando llegó al Houmeau, el ambicioso estrechó la mano de su hermano y se puso al unísono con los dos felices enamorados.
—Con tal que tu padre no se oponga a esta boda… —dijo a David.
—Ya sabes que no se preocupa por mí; mi padre vive para él; sin embargo, mañana iré a verle a Marsac, aunque no sea más que para pedirle que haga las construcciones que necesitamos.
David acompañó al hermano y a la hermana hasta la casa de la señora Chardon, a quien pidió la mano de Eva, con la prisa de un hombre que no quiere esperar ni un solo instante más. La madre cogió la mano de su hija, la puso entre las de David con alegría, y el amante, alentado por ello, besó en la frente a su hermosa prometida, la cual le sonrió ruborizándose.
—Éstos son los esponsales de los pobres —dijo la madre levantando los ojos como implorando la bendición divina—. Sois muy valiente, hijo mío —dijo a David—, porque vivimos en la desgracia, y temo que ésta sea contagiosa.
—Seremos ricos y dichosos —dijo gravemente David—. Para empezar, vos ya no ejerceréis vuestra profesión de cuidar enfermos, y vendréis a vivir con vuestra hija y Luciano a Angulema.
Los tres hijos se apresuraron entonces a contarle a la madre, asombrada, su hermoso proyecto, entregándose a una de aquellas locas pláticas de familia en que sus miembros se complacen en almacenar todas las semillas y gozar por anticipado de todas las alegrías. Fue preciso poner a David a la puerta; él habría querido que aquella velada fuese eterna. Dio la una de la madrugada cuando Luciano acompañó, a su futuro cuñado hasta la Puerta Palet. El honrado Postel, inquieto por aquellos movimientos extraordinarios, estaba de pie detrás de la persiana; había abierto la ventana y se decía, viendo luz a aquellas horas en casa de Eva:
—¿Qué sucederá en casa de los Chardon?
Luego, al ver regresar a Luciano, le preguntó:
—¿Qué os Ocurre, muchacho? —Acaso tenéis necesidad de mí?
—No, señor —respondió el poeta—, pero como sois nuestro amigo, puedo deciros de qué se trata: mi madre acaba de conceder a David Séchard la mano de mi hermana;
Por toda respuesta, Postel cerró bruscamente la ventana, desesperado por no haber pedido antes la mano de la señorita Chardon.
En lugar de volver a Angulema, David tomó el camino de Marsac. Fue paseando hasta la casa de su padre, y llegó al huerto cercano a la casa en el momento en que salía el sol. El enamorado vio bajo un almendro la cabeza del viejo oso que se elevaba por encima de un seto.
—Buenos días, padre —dijo David.
—¡Cómo! ¿Eres tú, muchacho? ¿Por qué azar te encuentras de viaje a estas horas? Entra por ahí —dijo el viñador indicando a su hijo una pequeña cancilla—. Mis vides han echado flor todas ellas, ni una sola cepa se ha helado. Habrá más de veinte toneles por arapende; ¡y en la forma en que se ha estercolado!
—Padre, vengo a hablaros de un asunto importante.
—Bueno, ¿y cómo van nuestras prensas? ¡Debes ganar mucho dinero!
—Lo ganaré, padre, pero de momento no soy rico.
—Todos me reprochan aquí el modo de abonar las tierras —respondió el padre—. Los burgueses, es decir, el señor marqués, el señor conde, todos pretenden que le quito calidad al vino. ¿De qué os sirve la educación? ¿Para perturbaros el entendimiento? ¡Escucha! Esos señores cosechan siete, a veces ocho toneles por arapende, y los venden a sesenta francos el tonel, lo que representa a lo sumo cuatrocientos francos por arapende en los años buenos. Yo cosecho veinte toneles y los vendo a treinta francos, en total seiscientos francos! ¿Dónde están los tontos? ¡La calidad, la calidad! ¿Qué me importa a mí la calidad? ¡Que guarden para ellos la calidad, los señores marqueses! Para mí, la calidad son los escudos. ¿Decías?…
—Padre, me caso, venía a pediros…
—¿Pedirme? ¡Qué! Nada en absoluto, muchacho. Cásate, te doy mi consentimiento; pero para darte algo, me encuentro sin un céntimo. Los jornales me han arruinado. Desde hace dos años pago jornales por adelantado, impuestos, gastos de todas clases; el gobierno se lo lleva todo, lo mejor se lo lleva el gobierno. He aquí que los pobres viñadores no hacen nada. Este año no se presenta mal, pues, bien, ¡mis picaros toneles valen ya once francos! Sólo se cosechará para el tonelero. ¿Por qué has de casarte antes de la vendimia?
—Padre, yo sólo vengo a pediros vuestro consentimiento.
—¡Ah!, eso ya es otro asunto. ¿Con quién te casas, hijo mío, y esto sin curiosidad?
—Con la señorita Eva Chardon.
—¿Quién es? ¿De dónde ha salido esa mujer?
—Es la hija del difunto señor Chardon, el farmacéutico del Houmeau.
—Te casas con una muchacha del Houmeau, ¡tú, un burgués! ¡Tú, impresor del rey en Angulema! ¡He ahí los frutos de la educación! ¡Llevad, pues, vuestros hijos al instituto! ¡Ah!, ¿y es muy rica esa muchacha, hijo mío? —dijo el viejo viñador, acercándose a su hijo con aire zalamero—. Porque si te casas con una muchacha del Houmeau, debe tener mucho dinero. Bien, me pagarás mis alquileres. Sabes, muchacho, que ya me debes dos años y tres meses de alquiler, lo cual asciende a dos mil setecientos francos, que me vendrían muy bien para pagar al tonelero. A cualquier otro que no fuese mi hijo, estaría en el derecho de exigirle intereses; porque, después de todo, los negocios son los negocios; pero te los dispenso. Bueno, ¿qué es lo que tiene esa muchacha?
—Tiene lo que tenía mi madre.
El viejo viñador iba a decir: «Entonces no tiene más que diez mil francos». Pero se acordó de que había negado rendir cuentas a su hijo y exclamó:
—¡No tiene nada!
—La fortuna de mi padre era su inteligencia y su hermosura.
—¡Ve, entonces, con eso al mercado, y verás lo que te dan! ¡Qué desgraciados son los padres con sus hijos! David, cuando yo me casé, tenía por toda fortuna un gorro de papel en la cabeza y estos dos brazos, era un pobre oso de imprenta; pero con la buena imprenta que te he dado, con tu industria y con tus conocimientos, debes casarte con una burguesa de la ciudad, una mujer rica de treinta a cuarenta mil francos. ¡Deja tu pasión, y verás como yo te caso! Tenemos a una legua de aquí a una viuda de treinta y dos años, molinera, que tiene cien mil francos en tierras; ése es tu negocio. Puedes unir sus bienes a los de Marsac, pues están muy cerca unos de otros. ¡Ah, qué finca tendríamos, y cómo la administraría yo! Dicen que va a casarse con Courtois, su primer mozo, ¡tú vales aún más que él! Yo me encargaría del molino, mientras ella viviría en Angulema…
—Padre, ya estoy comprometido…
—David, tú no entiendes nada de comercio, te veo arruinado. Sí, si te casas con esa muchacha del Houmeau, tendrás que vértelas conmigo, te demandaré para que me pagues mis alquileres, porque no te auguro nada bueno. ¡Ah, mis pobres prensas, mis prensas! Hacía falta dinero para engrasaros, para manteneros y haceros trabajar. Sólo un año de buena cosecha podría consolarme de todo esto.
—Padre, me parece que hasta el momento presente, os he dado pocos ocasiones para que estuvierais apesadumbrado…
—Y tampoco me has pagado mis alquileres —respondió el viñador.
—Además del consentimiento para mi boda, venía a pediros que mandaseis levantar el segundo piso de vuestra casa y construir un alojamiento encima del cobertizo.
—¡Ni lo sueñes! Ya te he dicho que no tengo un centavo. Por otra parte, sería como tirar el dinero, porque ¿qué es lo que esto me reportaría? ¡Ah!, tú madrugas mucho para venir a pedirme unas construcciones que arruinarían a un rey. Aunque te hayan puesto el nombre de David, yo no tengo los tesoros de Salomón. Pero, ¿estás loco? Me han transformado a mi hijo en nodriza. ¡Ésa sí que producirá uvas! —dijo interrumpiéndose para mostrar a Davir una cepa—. ¡Estos sí que son hijos que no frustran las esperanzas de sus padres: les echáis estiércol, y os dan producto! Yo te puse en el instituto, pagué sumas enormes para hacer de ti un sabio, y te envié a estudiar en casa de los Didot; ¡y todo ello es para que me des como nuera a una hija del Houmeau, sin un céntimo de dote! Si no hubieses estudiado, y hubieras permanecido bajo mi vista, te habrías portado como yo hubiera querido, y hoy te casarías con una molinera que tiene cien mil francos, sin contar el molino. ¡Ah! ¿Para eso te sirve tu inteligencia? ¿Para creer que te recompensaré por ese hermoso sentimiento, mandando que te construyan palacios?… ¿Acaso diría la gente que desde hace doscientos años, la casa en que vives no ha albergado más que cerdos, y que la hija del Houmeau no puede dormir bajo su techo? Vamos, ¿es que se cree la reina de Francia?
—Bueno padre, construiré el segundo piso a mis expensas, será el hijo quien enriquezca al padre. Aunque esto sea el mundo al revés, no es la primera vez que se ven casos semejantes.
—¡Cómo, muchacho! ¿Tienes dinero para construir, y no lo tienes para pagar los alquileres? ¡Pillastre, estás abusando de tu padre!
La cuestión planteada de este modo resultaba difícil de resolver, porque el viñador estaba encantado de poner a su hijo en una situación que le permitiese no darle nada, mientras parecía paternal. Así, David no pudo alcanzar de su padre más que un consentimiento escueto para que se casara y el permiso para construir, a sus expensas, todo cuanto quisiera en la casa. El viejo oso, modelo de padres conservadores, hizo a su hijo el favor de no exigirle sus alquileres y de no quitarle los ahorros que había tenido la imprudencia de dejarle ver. David regresó triste: comprendió que en caso de desgracia no podía contar con el auxilio de su padre.
En todo Angulema no se habló más que de las palabras del obispo y de la respuesta de la señora de Bargeton. Los hechos más insignificantes quedaron tan deformados, aumentados y embellecidos, que el poeta convirtióse en el héroe del momento. De la esfera en que se desencadenó aquella borrasca, algunas gotas fueron a caer en la burguesía. Cuando Luciano pasó por Beaulieu para ir a casa de la señora de Bargeton, advirtió la atención envidiosa con que varios jóvenes le miraron, y oyó algunas frases que le enorgullecieron.
—He ahí un hombre feliz —decía un pasante de procurador llamado Petit-Calud, compañero de colegio de Luciano, muy feo, y con el cual Luciano asumía aires de protector.
—Sí, ciertamente, es una muchacho guapo, tiene talento, y la señora de Bargeton está loca por él —respondía un hijo de familia que había asistido a su lectura.
Había aguardado impacientemente la hora en que sabía encontraría a Luisa a solas, tenía necesidad de hacer aceptar el casamiento de su hermana a aquella mujer, que se había convertido en el árbitro de sus destinos. Después dé la velada anterior, Luisa se mostraría quizá más cariñosa, y este cariño podría traer un momento de felicidad. No se había engañado: la señora de Bargeton le recibió con un énfasis de sentimiento que a aquel novato en el amor le pareció un conmovedor progreso en la pasión. La señora de Bargeton abandonó sus hermosos cabellos de oro, sus manos y su cabeza a los besos inflamados del poeta que tanto había sufrido la víspera.
—¡Si hubieras visto tu rostro mientras estabas leyendo! —le dijo, porque el día anterior habían llegado al tuteo, a esta caricia del lenguaje, cuando, en el canapé, Luisa había secado con su blanca mano las gotas de sudor que por anticipado ponían perlas en la frente en que ella depositaba una corona—. Se escapaban chispas de tus hermosos ojos. Veía salir de tus labios las cadenas de oro qué suspenden los corazones de la boca de los poetas. Tú me leerás a Chénier entero, es el poeta de los amantes. Ya no sufrirás, no lo quiero. Sí, querido ángel, yo te haré un oasis en el que vivirás toda tu vida de poeta, activa, muelle, indolente, laboriosa y pensativa sucesivamente; pero no olvidéis que vuestros laureles son debidos a mí, que ello será la recompensa por los sufrimientos que habrán de sobrevenirme. Pobre amado mío, ese mundo no me perdonará más que a ti, se venga de todas las felicidades que él no comparte. Sí, siempre seré objeto de celos y de envidias. ¿No os disteis cuenta anoche? ¿No visteis con qué presteza esas moscas chupadoras de sangre acudieron a abrevarse en las picaduras que ellas mismas habían causado? ¡Pero yo era dichosa! ¡Hace tanto tiempo que no han vibrado todas las cuerdas de mi corazón!
Por las mejillas de Luisa corrían las lágrimas, Luciano le cogió una mano, y por toda respuesta la besó largo rato. La vanidad de aquel poeta fue, pues, acariciada por aquella mujer, como, antes lo había sido por su madre, por su hermana y por David. Todos continuaban alzando el pedestal imaginario en que él se colocaba. Mantenido por todo el mundo, tanto amigos como enemigos, en sus ambiciosas creencias, caminaba en una atmósfera llena de espejismos. Las jóvenes imaginaciones son tan naturalmente cómplices de estas alabanzas y de estas ideas, todo se apresura tanto a servir a un joven bien parecido, que hace falta más de una lección fría y amarga para disipar tales prestigios.
—Entonces, mi hermosa Luisa, ¿quieres ser mi Beatriz, pero una Beatriz que se deje amar?
La señora de Bargeton levantó sus hermosos ojos, que había mantenido bajos hasta entonces, y dijo desmintiendo sus palabras con una angelical sonrisa:
—¡Si lo merecéis… más tarde! ¿No sois feliz? ¡Tener un corazón que os pertenece!, poder decirlo todo con la seguridad de ser comprendido, ¿no es acaso la felicidad?
—Sí —respondió el poeta haciendo un mohín de enamorado contrariado.
—¡Criatura! —dijo ella en tono burlón—. Vamos, ¿no tenéis algo que decirme? Has entrado preocupado, Luciano.
Luciano confió tímidamente a su amada el amor de David por su hermana, el de ésta por David, y el proyectado casamiento.
—¡Pobre Luciano —dijo la señora de Bargeton—, tiene miedo de que le peguen o le regañen, cual si fuera él quien tuviera que casarse! Pero, ¿qué mal hay en ello? —continuó, pasando las pianos por los cabellos de Luciano—. ¿Qué me importa la familia en la cual tú eres una excepción? Si mi padre se casara con su criada, ¿te preocuparía mucho? Hijo mío, los amantes constituyen ellos solos toda su familia. ¿Tengo yo en el mundo otro interés que no seas tú? Sé grande, esfuérzate por conquistar la gloria. Estos son nuestros asuntos.
Luciano fue el hombre más dichoso de la tierra ante esta egoísta respuesta. En el momento en que escuchaba las insensatas razones por las cuales Luisa le demostraba que estaban solos en el mundo, entró el señor de Bargeton. Luciano frunció el entrecejo y sintióse cohibido. Luisa le hizo una seña y le rogó que se quedase a cenar con ellos, pidiéndole que leyera a Andrés Chénier hasta que llegasen los jugadores y los contertulios.
—No sólo causaréis placer a ella —dijo el señor de Bargeton—, sino también a mí. Nada me va mejor que oír leer después de la cena.
Mimado por el señor de Bargeton y por Luisa, y servido por los criados con el respeto que manifiestan para con los favoritos de sus amos, Luciano permaneció en el palacio identificándose con todos los goces de una fortuna cuyo usufructo le era entregado. Cuando el salón estuvo lleno de gente, sintióse tan seguro de la estupidez del señor de Bargeton y del amor de Luisa, que adoptó un aire dominador que su amante procuró alentar. Saboreó los placeres del despotismo conquistado por Naís, que ésta se complacía en compartir con él. En fin, durante aquella velada trató de desempeñar el papel de héroe de pequeña ciudad. Al ver la nueva actitud de Luciano, algunas personas pensaron que había progresado mucho en sus relaciones con la señora de Bargeton. Amelia, que llegó con el señor Du Châtelet, afirmaba esta gran desgracia en un rincón del salón donde se hallaban reunidos los celosos y los envidiosos.
—No hagáis a Naís responsable de la vanidad de un jovenzuelo orgulloso de encontrarse en un mundo en el que jamás había soñado poder entrar —dijo Du Châtelet—. ¿No veis que ese Chardon toma como favores las frases amables de una mujer de mundo, y que aún no sabe distinguir el silencio que guarda la pasión verdadera, del lenguaje protector que le merecen su belleza, su juventud y su talento? Las mujeres serían dignas de compasión si fueran culpables de todos los deseos que ellas nos inspiran. Él está ciertamente enamorado, pero en cuanto a Naís…
—¡Oh! Naís —repitió la pérfida Amelia—, Naís está muy satisfecha con esa pasión. ¡A su edad, el amor de un joven ofrece tantas seducciones! Una se vuelve joven a su lado, adquiere los escrúpulos de una doncella, las maneras de ella, no piensa en el ridículo… ¿Lo veis? el hijo de un farmacéutico se da aires de dueño en casa de la señora de Bargeton.
—El amor no conoce esas distancias —dijo Adriano, canturreando.
Al día siguiente, no hubo en Angulema una sola casa en la que no se discutiera el grado de intimidad en que se encontraban al señor Chardon, alias de Rubempré, y la señora de Bargeton: apenas culpables de algunos besos, todo el mundo les acusaba ya de la más criminal felicidad. La señora de Bargeton estaba expiando su realeza. Entre las cosas extrañas de la sociedad, ¿no habéis reparado en los caprichos de sus juicios y en la locura de sus exigencias? Hay personas a las que todo está permitido: pueden hace: las cosas más irrazonables; en ellas, todo está bien visto, todas sus acciones serán justificadas. Pero hay otra para las cuales el mundo es de una increíble severidad: éstas deben hacerlo todo bien, nunca equivocarse ni fallar, ni siquiera cometer una tontería; diríais que se trata de estatuas admiradas a las que se baja de su pedestal tan pronto como el invierno les ha hecho caer un dedo o roto la nariz; no se les permite nada humano, créese que están obligadas a ser siempre divinas y perfectas. Una sola mirada de la señora de Bargeton a Luciano equivalía a los doce años de felicidad de Zizina y de Francis. Un apretón de manos entre los dos amantes iba a conjurar sobre sus cabezas todos los rayos del Charenta.
David había traído de París un peculio secreto que destinaba a los gastos exigidos por su boda y para la construcción del segundo piso de la casa paterna. Ampliar aquella casa, ¿no era trabajar para él?, tarde o temprano le pertenecía, pues su padre contaba ya setenta y ocho años de edad. El impresor mandó construir en entramado el apartamento de Luciano, para no recargar las viejas paredes de aquella casa resquebrajada. Complacióse en decorar y en amueblar elegantemente el apartamento del primer pisó, donde la bella Eva había de pasar su vida. Fue un tiempo de alegría y felicidad completas para los dos amigos. Aunque estaba cansado de las mezquinas proporciones de la existencia provinciana, y fatigado de aquella sórdida economía que hacía de una moneda de cien sueldos una suma enorme, Luciano soportó sin lamentarse los cálculos de la miseria y sus privaciones. Su sombría melancolía había dejado paso a la radiante expresión de la esperanza. Veía brillar una estrella por encima de su cabeza; soñaba con una bella existencia estableciendo su felicidad sobre la tumba del señor de Bargeton, que de vez en cuando tenía difíciles las digestiones. Y la feliz manía de considerar la indigestión de su almuerzo como una enfermedad que había de curarse con la de la cena.
A comienzos del mes de septiembre, Luciano ya no era regente de imprenta, era el señor de Rubempré, alojado magníficamente, en comparación de la mísera buhardilla en la que Chardon vivía en el Houmeau; ya no era el hombre del Houmeau, vivía en la Alta Angulema, y comía aproximadamente cuatro veces por semana en casa de la señora de Bargeton. Admitido en la amistad de monseñor, era recibido en el palacio episcopal. Sus ocupaciones le situaban entre las personas más elevadas. En fin, un día había de ocupar su sitio entre los ilustres personajes de Francia. Ciertamente, al recorrer un lindo salón, un encantador dormitorio y un gabinete lleno de buen gusto, podía consolarse de percibir treinta francos al mes de los salarios tan penosamente ganados por su hermana y por su madre; porque estaba ya vislumbrando el día en que la novela histórica en la que estaba trabajando desde hacía dos años, El arquero de Carlos IX, y un volumen de poesías titulado Las Margaritas, difundirían su nombre en el mundo literario, dándole el suficiente dinero para saldar sus cuentas con su madre, su hermana y David. Así, hallándose engrandecido, prestando oído atento al eco de su nombre en el futuro, aceptaba ahora aquellos sacrificios con una noble seguridad; sonreía ante sus estrecheces, gozaba de sus últimas miserias. Eva y David habían antepuesto la felicidad de su hermano a la de ellos mismos. La boda había sido aplazada durante el tiempo que exigieran todavía los obreros para terminar los muebles, las pinturas y los papeles destinados a tapizar el primer piso: porque los asuntos de Luciano habían tenido la primacía. El que conociera a Luciano, no se habría extrañado de aquella abnegación; ¡era tan seductor!, ¡sus maneras eran tan mimosas!, ¡expresaba de un modo tan encantador su impaciencia y sus deseos!, siempre había ganado su causa antes de abrir la boca para hablar. El número de jóvenes a los que pierde este fatal privilegio es mayor que el de aquellos a quienes salva. Acostumbrados a los agasajos inspirados por una hermosa juventud, satisfechos con la egoísta protección que el mundo dispensa a un ser que les agrada, tal como da limosna a un pordiosero que inspira un sentimiento y le da una emoción, muchos de esos niños grandes gozan de este favor en lugar de explotarlo. Engañados en cuanto al sentido y los móviles de las relaciones sociales, creen siempre encontrar halagadoras sonrisas; pero llegan desnudos, calvos, despojados, sin valor ni fortuna, en el momento en que, como viejas coquetas y vie jos andrajos, el mundo les deja a la puerta de un salón o junto a una esquina. Por otra parte, Eva había deseado aquel aplazamiento, quería establecer económicamente las cosas necesarias a un joven hogar. ¿Qué podían negarle dos amantes a un hermano que, viendo trabajar a su hermana, decía con un acento salido del corazón: «¡Si yo supiera coser!» Además, el grave y observador David había sido cómplice de aquella abnegación. Sin embargo, desde el triunfo de Luciano en casa de la señora de Bargeton, tuvo miedo de la transformación que se operaba en aquél; temió verle despreciar las costumbres burguesas. En el deseo de probar a su hermano, David le puso a veces en la disyuntiva de elegir entre los goces patriarcales de la familia y los placeres del gran mundo, y al ver que Luciano les sacrificaba sus vanidosas satisfacciones, había exclamado:
—¡No lograrán corrompérnoslo!
Varias veces los tres amigos y la señora Chardon salieron a divertirse como suele hacerse en provincias: iban a pasear a los bosques cercanos de Angulema y que bordean el Charenta; comían sobre la hierba las provisiones que el aprendiz de David llevaba a cierto lugar y a una hora convenida; luego regresaban al atardecer, algo fatigados, sin haber gastado tres francos siquiera. En las grandes circunstancias, cuando comían en lo que se llama un restaurât, especie de restaurante campestre que ocupa el lugar intermedio entre el bouchon de provincias y la guinguette parisiense, llegaban a cien sueldos divididos entre David y los Chardon. David agradecía infinito a Luciano el que, en aquellas excursiones, olvidase las satisfacciones que encontraba en casa de la señora de Bargeton y las suntuosas comidas de sociedad. Todos querían entonces festejar al gran hombre de Angulema.
En tales coyunturas, en el momento en que casi no faltaba nada para el futuro hogar, durante un viaje que David hizo a Marsac para alcanzar de su padre que asistiera a su boda, esperando que el hombre, seducido por la belleza y las maneras de su nuera, contribuiría a los enormes gastos requeridos por el arreglo de la casa, ocurrió uno de aquellos acontecimientos que, en una pequeña ciudad, cambian completamente el aspecto de las cosas.
Luciano y Luisa tenían en Du Châtelet un espía íntimo que acechaba, con la persistencia de un odio mezclado con pasión y avaricia, la ocasión de provocar un escándalo. Sixto quería obligar a la señora de Bargeton a pronunciarse de un modo tan claro en favor de Luciano, que quedase lo que se llama perdida. Se las daba de humilde confidente de la señora de Bargeton; pero si bien admiraba a Luciano en la calle Du Minage, le criticaba en cualquier otra parte. Había conquistado insensiblemente las pequeñas entradas en casa de Naís, la cual ya no desconfiaba de su antiguo adorador; pero éste había ido demasiado lejos en sus conjeturas acerca de los dos amantes, cuyo amor seguía siendo platónico, con gran desesperación de Luisa y de Luciano. Hay, en efecto, pasiones que se embarcan bien o mal, como se quiera. Dos personas se arrojan a la táctica del sentimiento, hablan en vez de actuar, y se baten en campo abierto en lugar de efectuar un asedio. De este modo se enervan a menudo, fatigando sus deseos en el vacío. Dos amantes se dan entonces tiempo para reflexionar, para juzgarse. A menudo algunas pasiones que entraron en campaña con las banderas desplegadas, pimpantes, con un ardor capaz de derribarlo todo, terminan entonces por volverse a su casa, sin victoria, avergonzadas, desarmadas, confusas a causa del vano ruido que habían producido. Estas fatalidades se explican a veces por la timidez de la juventud y por las contemporizaciones en que se complacen las mujeres que empiezan, porque esta especie de engaños mutuos no les ocurren ni a los fatuos que conocen la práctica, ni a las coquetas acostumbradas a las maniobras de la pasión.
La vida de provincias es, por otra parte, singularmente opuesta a las satisfacciones del amor, y favorece los debates intelectuales de la pasión, como también los obstáculos que opone al dulce comercio que ata a tantos amantes, precipitan a las almas ardientes en bandos opuestos. Esa vida se basa en un espionaje tan meticuloso, en una transparencia tan grande de los interiores, admite tan poco la intimidad, que consuela sin ofender la virtud, las relaciones más puras son criticadas de un modo tan irrazonable, que muchas mujeres se ven censuradas a pesar de su inocencia. Algunas de ellas se arrepienten entonces de no saborear todas las delicias de una falta, cuyas desgracias les abruman con su peso. La sociedad que censura o critica sin ningún examen serio los hechos patentes a que abocan largas luchas secretas, es de este modo originariamente cómplice de tales desenlaces ruidosos; pero la mayor parte de las personas que clamaron contra los pretendidos escándalos ofrecidos por algunas mujeres calumniadas sin razón, jamás pensaron en las causas que determinan en ellas una resolución pública. La señora de Bargeton iba a encontrarse en aquella extraña situación en que se encontraron muchas mujeres, que sólo se perdieron después de haber sido acusadas injustamente.
Al comienzo de la pasión, los obstáculos asustan a las personas inexpertas; y los que encontraban los dos amantes se parecían mucho a los lazos con que los liliputienses habían atado a Gulliver. Se trataba de insignificancias multiplicadas, que hacían imposible todo movimiento y anulaban los más violentos deseos. Por ello, la señora de Bargeton veíase obligada a permanecer siempre visible. Si hubiera mandado cerrar la puerta en las horas que llegaba Luciano, todo habría sido dicho, tanto le hubiera valido fugarse con él. Es verdad que le recibía en aquel gabinete al que el joven se había acostumbrado tanto, que se creía el amo de la casa; pero las puertas permanecían concienzudamente abiertas y todo se desarrollaba en la forma más virtuosa del mundo. El señor de Bargeton paseaba por su casa como un abejorro, sin creer que su mujer quisiera estar a solas con Luciano. Si no hubiera habido más obstáculos que su marido, Naís habría podido muy bien hacerle salir de la casa o tenerle ocupado en algo; pero estaba abrumada de visitas, y tenía tantos más visitantes cuanto más se estaba despertando la curiosidad de la gente. Las personas provincianas tienen tendencia a hacer rabiar a los demás, les agrada contrariar las pasiones nacientes. Los criados iban y venían por la casa sin que se les llamara y sin avisar su llegada, como consecuencia de antiguos hábitos contraídos y que una mujer que nada tenía que ocultarles había dejado que adquiriesen. Cambiar las costumbres interiores de su casa, ¿no equivalía a confesar el amor del que aún dudaba todo Angulema? La señora de Bargeton no podía poner el pie fuera de su casa sin que la ciudad supiera adonde iba. Pasear a solas con Luciano por las afueras de la ciudad, habría sido sumamente imprudente: resultaría menos peligroso encerrarse con él en la casa. Si Luciano se hubiera quedado en casa de la señora de Bargeton pasada la medianoche, sin otra compañía, al día siguiente, todo el mundo habría comentado el hecho. Así, tanto dentro como fuera, la señora de Bargeton vivía siempre en público. Estos detalles describen la vida en provincias: en ellas, las faltas o son confesadas o son imposibles.
Luisa, como todas las mujeres arrastradas por una pasión sin tener la experiencia, reconocía una por una las dificultades de su situación, y se asustaba por ello. Su temor repercutía entonces en aquellas amorosas discusiones que roban las más bellas horas en las que dos amantes se encuentran a solas. La señora de Bargeton no poseía una finca a la cual pudiera llevar a su querido poeta, como hacen algunas mujeres que, con un pretexto hábilmente forjado, van a enterrarse en un rincón de la campiña. Cansada de vivir en público, exasperada por aquella tiranía más dura que dulces sus placeres, pensaba en la finca del Escarbas, y meditaba en la conveniencia de ir a ver allá a su anciano padre, tanto le irritaban aquellos mezquinos obstáculos.
Châtelet no creía en tanta inocencia. Espiaba las horas en que Luciano iba a casa de la señora de Bargeton, y se dirigía a ella unos instantes después, haciéndose acompañar siempre del señor de Chandour, el hombre más indiscreto del grupo de amigos, y al que cedía el paso para entrar, esperando siempre una sorpresa, buscando con tanta testarudez una casualidad. Su papel y el buen éxito de su plan resultaban tanto más difíciles, cuanto que él había de permanecer neutral, con objeto de dirigir a todos los actores del drama que deseaba hacer representar. Así, para adormecer a Luciano, al que lisonjeaba, y a la señora de Bargeton, que no carecía de perspicacia, habíase hecho amigo, para despistar, de la celosa Amelia. Para mejor espiar a Luisa y a Luciano, había conseguido desde hacía algunos días establecer entre el señor de Chandour y él una controversia acerca de los dos enamorados. Du Châtelet pretendía que la señora de Bargeton se burlaba de Luciano, que era demasiado orgullosa y lo bastante bien nacida para descender hasta el hijo de un farmacéutico. Este papel de incrédulo formaba parte del plan que se había trazado, porque deseaba pasar por el defensor de la señora de Bargeton. Estanislao sostenía que Luciano no era un amante desdichado. Amelia aguijoneaba la discusión deseando saber la verdad. Cada cual daba sus razones. Como sucede en las pequeñas ciudades, a menudo algunos íntimos de la casa Chandour llegaban en medio de una conversación en la que Du Châtelet y Estanislao justificaban a porfía su opinión por medio de excelentes observaciones. Era muy difícil que cada adversario no buscase partidarios al preguntar a su vecino: «Y vos, ¿cuál es vuestra opinión?» Esta controversia no perdía nunca de vista a la señora de Bargeton y a Luciano. En fin, un día, Du Châtelet hizo observar que cada vez que el señor de Chandour y él se presentaban en casa de la señora de Bargeton y Luciano se encontraba en ella, ningún indicio revelaba relaciones sospechosas: la puerta del gabinete estaba abierta, los criados iban y venían y nada misterioso anunciaba los lindos delitos del amor. Estanislao, que no carecía de cierta dosis de estupidez, prometióse llegar al día siguiente de puntillas, a lo cual la pérfida Amelia le animó grandemente.
El día siguiente fue para Luciano uno de aquellos en los que los jóvenes se arrancan algunos cabellos, jurándose a sí mismos que no habrán de continuar el estúpido papel de adorador. Habíase acostumbrado a su posición. El poeta, que con tanta timidez había cogido una silla en el sagrado gabinete de la reina de Angulema, habíase metamorfoseado en enamorado exigente. Seis meses habían sido suficientes para que se creyera el igual de Luisa, y quería entonces ser su dueño. Salió de su casa prometiéndose a sí mismo ser muy irrazonable, poner en juego su vida, emplear todos los recursos de una elocuencia enardecida, decir que no sabía dónde tenía la cabeza, que era incapaz de concebir una idea ni de escribir una sola línea. Hay en algunas mujeres cierto horror a los planes preconcebidos que hace honor a su delicadeza, les gusta ceder a los transportes de la pasión, y no a las conveniencias. Generalmente, a nadie le agrada un placer que quieran imponerle. La señora de Bargeton observó en la frente de Luciano, en sus ojos, en su fisonomía y en sus maneras, aquel aire agitado que revela una resolución adoptada de antemano: y se propuso burlar tal resolución, un poco por espíritu de contradicción, pero también por un noble principio del amor. Como mujer exagerada, aumentaba el valor de su persona. A sus propios ojos, la señora de Bargeton era una soberana, una Beatriz, una Laura. Se sentaba, como en la Edad Media, bajo el dosel del torneo literario, y Luciano había de merecerla después de varias victorias, tenía que eclipsar al joven sublime, a Lamartine, a Walter Scott, a Byron. Aquella noble criatura consideraba su amor como un principio generoso: los deseos que inspiraba a Luciano debían ser causa de gloria para él. Este quijotismo femenino es un sentimiento que da al amor una consagración respetable, lo utiliza, lo engrandece y lo honra. Empeñada en representar el papel de Dulcinea en la vida de Luciano durante siete u ocho años, la señora de Bargeton quería, como muchas mujeres de provincias, hacer comprar su persona por medio de una especie de servidumbre, por un tiempo de constancia que le permitiera juzgar a su amigo.
Cuando Luciano hubo iniciado su lucha con uno de aquellos enfados de los que se ríen las mujeres que aún son libres, y que sólo contristan a las mujeres amadas, Luisa adoptó un aire digno, y comenzó uno de sus largos discursos repletos de palabras altisonantes.
—¿Es eso lo que me habíais prometido, Luciano? —dijo al terminar—. No pongáis en un presente tan dulce unos remordimientos que más tarde emponzoñarían mi vida. ¡No echéis a perder el porvenir! Y lo digo con orgullo, ¡no estropeéis tampoco el presente! ¿Acaso no tenéis mi corazón por entero? ¿Qué os falta, entonces? ¿Es que vuestro amor se dejaría influir por los sentidos, siendo así que el más bello privilegio de una mujer amada es el de imponerles silencio? ¿Por quién me tomáis, pues? ¿Es que ya no soy vuestra Beatriz? Si no soy para vos algo más que una mujer, quiere decir que soy menos que una mujer.
—No le diríais otra cosa a un hombre a quien no amaseis —exclamó Luciano, furioso.
—Si no sentís todo lo que hay de verdadero amor en mis ideas, jamás seréis digno de mí.
—Ponéis en duda mi amor para dispensaros a vos misma de responder a él —dijo Luciano arrojándose a sus pies, llorando.
El pobre muchacho lloró muy en serio al verse tanto tiempo a la puerta del paraíso. Fueron lágrimas de poeta que se creía humillado en su poder, lágrimas de niño desesperado al ver que le niegan el juguete que pedía.
—¡Nunca me habéis amado! —exclamó.
—Vos mismo no creéis lo que estáis diciendo —respondió la señora de Bargeton, halagada por aquella vehemencia.
—Demostradme, entonces, que sois mía —dijo Luciano, con el pelo en desorden.
En aquel momento, llegó Estanislao sin ser oído, y vio a Luciano medio tumbado en el suelo, con lágrimas en los ojos y la cabeza apoyada en las rodillas de Luisa. Satisfecho por este cuadro suficientemente sospechoso, corrió a reunirse con Du Châtelet, que se hallaba a la puerta del salón. La señora de Bargeton se levantó apresuradamente, pero no alcanzó a los dos espías, que se habían retirado con precipitación, como personas inoportunas.
—¿Quién ha venido? —preguntó a sus criados.
—Los señores de Chandour y Du Châtelet —respondió Gentil, su anciano ayuda de cámara.
La señora de Bargeton volvió a su gabinete pálida y temblorosa.
—Si os han visto así, estoy perdida —dijo a Luciano.
—¡Tanto mejor! —exclamó el poeta.
La señora de Bargeton sonrió al oír este grito de egoísmo lleno de amor. En provincias, semejante aventura se agrava por el modo como es referida. En un santiamén, todo el mundo supo que Luciano había sido sorprendido en las rodillas de Naís. El señor de Chandour, satisfecho de la importancia que le daba este asunto, fue primero a contar el gran acontecimiento al Círculo, después de casa en casa. Du Châtelet se apresuró a decir por todas partes que él no había visto nada; pero al colocarse así al margen de los hechos, inducía a Estanislao a que hablase, le hacía descender a los más nimios detalles; y Estanislao, encontrándose ingenioso, añadía nuevos detalles a cada relato. Por la noche, la sociedad afluyó a casa de Amelia, pues a aquella hora las versiones más exageradas circulaban ya en la Angulema noble, donde cada narrador había imitado a Estanislao. Mujeres y hombres estaban impacientes por conocer la verdad. Las mujeres que se cubrían el rostro dando mayores muestras de estar escandalizadas y que hablaban de perversidad, eran precisamente Amelia, Ceferina, Fifina y Lolota, todas las cuales eran más o menos sospechosas de felicidades ilícitas. El cruel tema se variaba en todos los tonos.
—Bueno —decía la una—, esa pobre Naís, ¿sabéis—, yo no lo creo, porque tiene ante sí toda una vida irreprochable; es demasiado orgullosa para ser otra cosa que la protectora del señor Chardon. Pero si eso es verdad, la compadezco de todo corazón.
—Es tanto más de compadecer, por cuanto ha caído en un espantoso ridículo; porque podría ser la madre del señor Lulú, como le llamaba Jacobo. Ese poetastro cuenta a lo sumo veintodós años, y Naís, dicho sea entre nosotras, bien tendrá sus cuarenta.
—Yo —decía Châtelet— creo que la situación misma en que se encontraba el señor de Rubempré demuestra la inocencia de Naís. Uno no se pone de rodillas para volver a pedir lo que ya tiene.
—¡Depende! —dijo Francis con un aire picante, que le valió de Ceferina una mirada de reprobación.
—Pero contadnos bien lo que ha sucedido —preguntaban a Estanislao, constituyéndose en comité secreto en un rincón del salón.
Estanislao había terminado por componer un pequeño cuento lleno de obscenidades, y lo acompañaba con gestos y actitudes que incriminaban extraordinariamente el asunto.
—Es increíble —repetía la gente.
—A mediodía —decía una.
—Naís es la última de quien yo hubiera sospechado.
—¿Qué va a hacer ahora?
Luego, comentarios, suposiciones sin fin… Du Châtelet defendía a la señora de Bargeton, pero lo hacía tan mal, que atizaba el fuego del chismorreo en vez de apagarlo.
Lilí, desolada por la caída del más hermoso ángel del Olimpo angulemense, fue a llevar la noticia al Obispado. Cuando la ciudad entera estuvo completamente enzarzada en tales rumores, el afortunado Du Châtelet fue a casa de la señora de Bargeton, donde no había, ¡ay!, más que una sola mesa de whist; pidió diplomáticamente a Naís permiso para ir a conversar con ella en su gabinete. Los dos se sentaron en el pequeño canapé.
—Sin duda sabréis —dijo Du Châtelet en voz baja— de lo que está hablando toda Angulema…
—No —dijo la señora de Bargeton.
—Bien —repuso él— soy demasiado buen amigo vuestro para permitir que sigáis ignorándolo. Debo poneros en condiciones de hacer cesar unas calumnias que sin duda ha inventado Amelia, que tiene la fatuidad de creerse vuestra rival. Yo venía esta mañana a veros con ese mico de Estanislao, que me precedía algunos pasos, cuando, al llegar ahí —dijo mostrando la puerta del gabinete—, pretende haberos visto con el señor de Rubempré, en una situación que no le permitía entrar; volvió junto a mí muy azorado, arrastrándome, sin que yo pudiera darme cuenta de nada; y estábamos en Beaulieu, cuando me dijo la razón por la cual se había retirado. Si yo la hubiera conocido, no me habría movido de vuestra casa, con objeto de esclarecer este asunto en vuestro provecho; pero el volver a vuestra casa después de haber salido de ella, no probaba ya nada. Ahora bien, tanto si Estanislao ha visto mal como si tiene razón, no debe tener razón. Querida Naís, no permitáis que vuestra vida, vuestra honra y vuestro porvenir estén en manos de un tonto; imponedle silencio al instante. ¿Conocéis aquí mi situación? Aunque tenga necesidad de todo el mundo, estoy enteramente a vuestras órdenes. Disponed de una vida que os pertenece. Aunque hayáis rechazado mi cariño, mi corazón será siempre vuestro, y en toda ocasión os demostraré cuánto os amo. Sí, velaré por vos como un fiel servidor, sin esperanza de recompensa, únicamente por el placer de serviros, incluso sin que vos lo sepáis. Esta mañana yo he dicho en todas partes que me hallaba a la puerta del salón y que no vi nada. Si os preguntan quién os ha puesto al corriente de los rumores que circulan sobre vuestra persona, servios de mí. Me sentiré orgulloso de ser vuestro abogado defensor; pero, entre nosotros, el señor de Bargeton es el único que puede pedir cuentas a Estanislao… Aun cuando ese pequeño Rubempré hubiera hecho alguna locura, la honra de una mujer no podría estar a merced del primer atolondrado que se arroja a sus pies. Eso es todo.
Naís dio las gracias a Du Châtelet con una inclinación de cabeza y quedóse pensativa. Estaba cansada, sentía hastío de la vida de provincias, y a las primeras palabras de Du Châtelet, había puesto los ojos en París. El silencio de la señora de Bargeton colocaba a su sabio adorador en una situación embarazosa.
—Disponed de mí —dijo Du Châtelet—, os lo repito.
—Gracias —respondió ella.
—¿Qué pensáis hacer?
—Ya veré.
Una pausa prolongada,
—¿Tanto amáis, pues, a ese pequeño Rubempré?
La señora de Bargeton dejó escapar una desdeñosa sonrisa y se cruzó de brazos mirando las cortinas del gabinete. Du Châtelet salió sin haber podido descifrar aquel corazón de mujer altiva. Cuando se hubieron marchado Luciano y los cuatro fieles ancianos que habían llegado para hacer su partida de whist sin preocuparse de aquellos problemáticos cuentos, la señora de Bargeton detuvo a su marido, que se disponía a acostarse y abría ya la boca para decir buenas noches a su mujer.
—Venid, querido, tengo que hablaros —le dijo con cierta solemnidad.
El señor de Bargeton siguió a su mujer al gabinete.
—Amigo mío —le dijo—, quizá no he obrado bien al poner en mi solicitud protectora para con el señor de Rubempré un calor tan mal comprendido por las estúpidas personas de esta ciudad como por él mismo. Esta mañana, Luciano se arrojó a mis pies, ahí, haciéndome una declaración de amor. Estanislao entró en el momento en que yo hacía que se levantara ese niño. Con menosprecio de los deberes que la cortesía impone a un hildalgo para con una mujer en toda clase de circunstancias, ha pretendido haberme visto en una situación equívoca con ese muchacho, al que entonces yo trataba como se merece. Si ese joven atolondrado supiera las calumnias a que su locura está dando lugar, iría, lo sé muy bien, a insultar a Estanislao y le obligaría a batirse. Esta acción sería como una pública confesión de su amor. No necesito deciros que vuestra mujer es pura; pero pensaréis que hay algo de deshonroso para vos y para mí en el hecho de que sea el señor de Rubempré quien la defienda. Id en seguida a casa de Estanislao, y pedidle seriamente razón de las insultantes frases que ha dicho sobre mí; pensad que no debéis consentir que el asunto se arregle, a menos que se retracte en presencia de testigos numerosos e importantes. Conquistaréis de este modo la estima de todas las personas honradas; os comportaréis como hombre inteligente, como hombre galante, y tendréis derecho a mi aprecio. Voy a hacer que Gentil parta a caballo hacia el Escarbas, mi padre debe ser vuestro testigo; a pesar de sus años, sé que es hombre capaz de pisotear a ese muñeco que mancilla la reputación de una Nègrepelisse. A vos corresponde la elección de las armas, batios a pistola, disparáis a maravilla.
—Ahora mismo voy —dijo el señor de Bargeton, cogiendo el bastón y el sombrero.
—Bien, amigo —dijo su esposa, conmovida—, así me gustan los hombres. Sois un verdadero hidalgo.
Le ofreció la frente para que se la besara, y el anciano puso en ella un beso, feliz y ufano. Aquella mujer, que profesaba una especie de sentimiento maternal a aquel niño grande, no pudo reprimir una lágrima al oír resonar la puerta cochera.
«¡Cuánto me quiere! —pensó—. El pobre hombre aprecia la vida, y sin embargo, la perdería sin vacilar por mi causa.»
El señor de Bargeton no se preocupaba por tener que enfrentarse al día siguiente con un hombre y mirar fríamente el cañón de una pistola apuntando hacia él; no, lo que le preocupaba era una sola cosa, y temblaba a causa de ella al dirigirse a casa del señor de Chandour.
«¿Qué voy a decir? —pensaba—. ¡Bien habría podido Naís prepararme un tema!»
Y se devanaba los sesos con el fin de formular algunas frases que no resultaran ridiculas.
Pero las personas que viven, como vivía el señor de Bargeton, en un silencio impuesto por la estrechez de su inteligencia y por su escaso alcance, tienen en las grandes circunstancias de la vida una completa solemnidad. Hablando poco, se les escapan, naturalmente, pocas tonterías; además, al reflexionar mucho sobre lo que deben decir, su extrema desconfianza de sí mismos les lleva a estudiar tan bien sus discursos, que se expresan a maravilla por un fenómeno semejante al que desató la lengua de la burra de Balaam. Así, el señor de Bargeton se portó como un hombre superior. Justificó la opinión de aquellos que le consideraban como un filósofo de la escuela de Pitágoras. Entró en casa de Estanislao a las once de la noche, y encontró en ella numerosa compañía. Fue a saludar silenciosamente a Amelia, y ofreció a todos su estúpida sonrisa, que en las circunstancias presentes pareció profundamente irónica. Hízose entonces un gran silencio, como en la naturaleza cuando se aproxima una tormenta. Du Châtelet, que había regresado, miró sucesivamente de un modo muy significativo al señor de Bargeton y a Estanislao, a quien el marido ofendido abordó con cortesía.
Du Châtelet comprendió el sentido de una visita hecha a una hora en la que aquel anciano estaba siempre acostado: era evidente que Naís agitaba aquel brazo débil; y como su posición cerca de Amelia le daba derecho a inmiscuirse en los asuntos de la casa, se levantó, rogó al señor de Bargeton que le acompañara a varios pasos de distancia, y le dijo:
—¿Queríais hablar con Estanislao?
—Sí —dijo el hombre, contento de encontrar un entremetido que quizá se encargaría de hablar por él.
—Bien, id al dormitorio de Amelia —respondióle el director de las contribuciones, satisfecho de aquel duelo que podía volver viuda a la señora de Bargeton impidiéndole al mismo tiempo que se casara con Luciano, la causa del duelo.
—Estanislao —dijo Du Châtelet al señor de Chandour—, Bargeton viene sin duda a pediros cuenta de lo que andáis hablando sobre Naís. Venid a la habitación de vuestra mujer, y portaos los dos como hidalgos. No hagáis ruido, afectad gran cortesía, en fin, tened toda la frialdad de una dignidad británica.
Estanislao y Du Châtelet fueron en seguida al encuentro de Bargeton.
—Caballero —dijo el marido ofendido—, ¿vos pretendéis haber encontrado a la señora de Bargeton en una situación equívoca con el señor de Rubempré?
—Con el señor Chardon —repuso irónicamente Estanislao, que no creía que Bargeton fuese un hombre fuerte.
—Sea —dijo el marido—. Si no desmentís esas palabras en presencia de la sociedad que se encuentra en vuestra casa en este momento, os ruego que elijáis un testigo. Mi suegro, el señor de Nègrepelisse, vendrá a buscaros a las cuatro de la mañana. Hagamos cada cual nuestras disposiciones, porque el asunto sólo puede arreglarse en la forma que acabo de indicar. Yo escojo la pistola, soy el ofendido.
Durante el camino, el señor de Bargeton había meditado este discurso, el más largo que hiciera en su vida, y lo dijo sin pasión, con el aire más simple del mundo. Estanislao palideció y dijo para su capote:
«¿Qué es lo que he visto, después de todo?»
Pero, entre la vergüenza de desmentir sus palabras delante de toda la ciudad, en presencia de aquel mundo que parecía no querer saber nada de burlas, y el miedo, el terrible miedo que le atenazaba el Cuello con sus ardientes manos, optó por el peligro más remoto.
—Está bien. Hasta mañana —dijo al señor de Bargeton, pensando que el asunto podría arreglarse.
Los tres hombres salieron del dormitorio, y todo el mundo estudió sus fisonomías: Du Châtelet sonreía, el señor de Bargeton estaba exactamente cual que si se encontrase en su propia casa; pero Estanislao se mostró lívido. Al verle, algunas mujeres adivinaron el objeto de la conferencia. Las palabras «¡Van a batirse!» circularon de oído en oído. La mitad de la concurrencia pensó que Estanislao no tenía razón, su palidez y su actitud delataban una mentira; la otra mitad admiró el aire del señor de Bargeton. Du Châtelet se hizo el grave y el misterioso. Después de haberse quedado unos instantes examinando las caras, el señor de Bargeton se retiró.
—¿Tenéis pistolas? —dijo Châtelet al oído de Estanislao, que se estremeció de pies a cabeza.
Amelia lo comprendió todo y se sintió indispuesta, las mujeres se apresuraron a llevarla a su habitación. Prodújose un barullo terrible, todo el mundo hablaba a la vez. Los hombres permanecieron en el salón y declararon con voz unánime que el señor de Bargeton estaba en su derecho.
—¿Habríais creído a ese hombre capaz de comportarse de este modo? —dijo el señor de Saintot.
—En su juventud —dijo el implacable Jacobo— era uno de los más hábiles en el manejo de las armas. Mi padre me habló a menudo de las hazañas de Bargeton.
—¡Bah! Los colocaréis a veinte pasos y fallarán la puntería si cogéis pistolas de caballería —dijo Francisca a Du Châtelet.
Cuando todo el mundo se hubo marchado, Du Châtelet trató de tranquilizar a Estanislao y a su mujer explicándoles que todo iría bien, y que en un duelo entre un hombre de sesenta años y otro de treinta y seis, éste tenía todas las ventajas.
A la mañana siguiente, en el momento en que Luciano desayunaba con David, que había regresado de Marsac sin su padre, la señora Chardon entró muy azorada.
—Luciano, ¿sabes la noticia que se está comentando hasta en el mercado? El señor de Bargeton casi ha dado muerte al señor de Chandour, esta mañana a las cinco, en el prado del señor Tulloye. Parece ser que el señor de Chandour dijo ayer que te había sorprendido con la señora de Bargeton.
—¡Es falso! La señora de Bargeton es inocente —exclamó Luciano.
—Un hombre del campo a quien he oído contar los detalles, lo ha visto todo desde su carro. El señor de Nègrepelisse vino a las tres de la madrugada para asistir al señor de Bargeton, y dijo al señor de Chandour que si le ocurría alguna desgracia a su yerno, se encargaba de vengarle. Un oficial del regimiento de caballería ha prestado sus pistolas, que fueron probadas varias veces por el señor de Nègrepelisse. El señor Du Châtelet quería oponerse a que las pistolas fueran probadas; pero el oficial, a quien tomaron como árbitro en el duelo, dijo que a menos que se comportaran como niños, había que servirse de armas en toda regla. Los testigos colocaron a los dos adversarios a veinticinco pasos uno de otro, y el señor de Bargeton, que parecía estar allí como si hubiera ido de paseo, tiró primero y alojó una bala en el cuello del señor de Chandour, que cayó sin poder disparar. El cirujano del hospital ha declarado que el señor de Chandour tendrá el cuello torcido para el resto de sus días. He venido a comunicarte el resultado de ese duelo para que no vayas a casa de la señora de Bargeton, o para que no te dejes ver por Angulema, porque algunos amigos del señor de Chandour podrían provocarte.
En aquel momento, Gentil, el ayuda de cámara del señor de Bargeton, entró conducido por el aprendiz de la imprenta, y entregó a Luciano una carta de Luisa, redactada en estos términos:
«Sin duda os habréis enterado del resultado del duelo entre Chandour y mi marido. No recibiremos hoy a nadie; sed prudente, no os dejéis ver, os lo pido en nombre del afecto que me profesáis. ¿No os parece que el mejor empleo de esta luctuosa jornada es venir a escuchar a vuestra Beatriz, cuya vida ha quedado totalmente cambiada por este acontecimiento, y que tiene mil cosas que deciros?»
—Afortunadamente —dijo David—, mi boda ha sido fijada para pasado mañana; así tendrás ocasión para frecuentar menos la casa de la señora de Bargeton.
—Querido David —respondió Luciano—, me pide que vaya hoy a verla; creo que debo obedecerle, ella sabrá mejor que nosotros cómo debo comportarme en las presentes circunstancias.
—Entonces, ¿todo está a punto aquí? —preguntó la señora Chardon.
—Venid a verlo —exclamó David, satisfecho de poder mostrar la transformación que había experimentado el apartamento del primer piso, donde todo aparecía fresco y nuevo.
Allí se respiraba aquel suave espíritu que reina en los jóvenes hogares donde las flores de azahar y el velo de la desposada coronan todavía la vida interior, donde la primavera del amor se refleja en las cosas, donde todo es blanco, limpio y florido.
—Eva estará aquí como una princesa —dijo la madre—; pero habéis gastado demasiado dinero, ¡habéis hecho locuras!
David sonrió sin responder, porque la señora Chardon había puesto el dedo en lo más vivo de una llaga secreta que hacía sufrir cruelmente al pobre amante: sus previsiones habían sido rebasadas hasta tal punto por la ejecución de todas aquellas obras, que le resultaba imposible edificar encima del cobertizo. Su suegra tendría que esperar mucho tiempo para tener el apartamento que él quería ofrecerle. Los espíritus generosos experimentan los más intensos dolores al tener que faltar a esta clase de promesas, que en cierto modo constituyen las pequeñas vanidades del cariño. David ocultaba cuidadosamente su preocupación, con objeto de no herir el corazón de Luciano, que habría podido encontrarse abrumado por los sacrificios que por él se hacían.
—Eva y sus amigas también han trabajado mucho por su parte —decía la señora Chardon—. El ajuar, la ropa blanca, todo está a punto. Esas señoritas la quieren tanto, que, sin que ella lo supiese, le han recubierto los colchones con fustán blanco, con bordes de color de rosa. ¡Es muy bonito; ¡Dan ganas de casarse!
La madre y la hija habían empleado todos sus ahorros en proveer a la casa de David de todas aquellas cosas en que los hombres nunca piensan. Sabiendo cuán grande era el lujo que él desplegaba, porque se trataba de un servicio de porcelana pedido a Limoges, habían procurado que armonizara lo que ellas traían con lo que David compraba. Esta pequeña lucha de amor y de generosidad había de ser causa de que los dos esposos se encontraran cohibidos desde el comienzo de su vida matrimonial, en medio de todos los síntomas de una holgura burguesa, que podía pasar por lujo en una ciudad atrasada como era entonces Angulema. En el momento en que Luciano vio que su madre y David pasaban al dormitorio, cuyo tapizado azul y blanco, cuyos lindos muebles ya le eran conocidos, se escabulló hacia la casa de la señora de Bargeton. Encontró a Naís desayunando con su marido, el cual, habiendo cobrado apetito con su paseo matinal, comía sin preocuparse por lo que había sucedido. El anciano hidalgo campesino, el señor de Nègrepelisse, aquella figura impresionante, vestigio de la vieja nobleza francesa, se hallaba al lado de su hija. Cuando Gentil anunció al señor de Rubempré, el anciano de blancos cabellos le lanzó la mirada inquisitiva de un padre que siente vivo interés por juzgar al hombre a quien su hija ha distinguido. La extraordinaria belleza de Luciano le sorprendió tan intensamente, que no pudo reprimir una mirada de aprobación; pero parecía ver en las relaciones de su hija unos amoríos más que una pasión, un capricho más que una pasión duradera. El desayuno tocaba a su fin, Luisa pudo levantarse, y dejando a su padre y al señor de Bargeton, hizo una seña a Luciano indicando que la siguiera.
—Amigo mío —dijo con voz triste y gozosa al mismo tiempo—, me voy a París, y mi padre se lleva a Bargeton al Escarbas, donde permanecerá durante mi ausencia. La señora de Espard, una dama de la casa de Blamont-Chauvry con quien estamos emparentados a través de los de Espard, rama mayor de los Nègrepelisse, es en estos momentos muy influyente por ella misma y por sus padres. Si se digna reconocernos, voy a cultivar mucho su amistad; ella puede obtenernos con su influencia un cargo para Bargeton. Mis peticiones podrán hacer que la corte le apoye como diputado del Charenta, lo cual ayudará a su nombramiento aquí. La diputación podrá más tarde favorecer las diligencias que yo efectúe en París. Eres tú, querido, quien me ha inspirado este cambio de existencia. El duelo de esta mañana me obliga a cerrar mi casa por algún tiempo, porque habrá personas que tomarán partido por los Chandour contra nosotros. En la situación en que nos encontramos, y en una ciudad pequeña, una ausencia es siempre necesaria para que los odios se aplaquen. Pero, o saldré con la mía y no volveré a Angulema, o, si no logro mi propósito, aguardaré el momento en que pueda pasar todos los veranos en el Escarbas y los inviernos en París. Es la única vida de una mujer como es debido, he tardado demasiado en emprenderla. Hoy será suficiente para hacer todos nuestros preparativos, partiré mañana por la noche y vos me acompañaréis, ¿verdad? Saldréis antes que yo. Entre Mansle y Ruffec, os recogeré en mi coche y pronto estaremos en París. Allí, querido, es donde viven las personas superiores. Uno no se encuentra a gusto más que con sus iguales, en cualquier otra parte se padece. Además, París, capital del mundo intelectual, es el teatro de vuestros éxitos. Franquead pronto el espacio que de ella os separa, no dejéis que vuestras ideas se vuelvan rancias en la provincia, poneos en seguida en contacto con los grandes hombres que habrán de representar al siglo XIX. Acercaos a la corte y al poder. Ni las distinciones ni las dignidades salen al encuentro del talento que se marchita en una pequeña ciudad. Por otra parte, mencionadme las hermosas obras que hayan sido ejecutadas en provincias. Ved, por el contrario, al sublime y pobre Juan Jacobo, invenciblemente atraído por ese sol moral, que crea las glorias caldeando las inteligencias por medio del frotamiento de las rivalidades. ¿Acaso no debéis ocupar vuestro puesto en la pléyade que se produce en cada época? No podríais creer cuán útil le es a un joven talento el que la alta sociedad le haga brillar. Yo haré que se os reciba en casa de la señora de Espard; nadie tiene fácilmente acceso en su salón, donde encontraréis a los grandes personajes, a los ministros y embajadores, a los oradores de la Cámara, los pares más influyentes y personas ricas o famosas. Haría falta ser muy poco hábil para no suscitar su interés, cuando uno es guapo, joven y lleno de talento. Los grandes talentos carecen de mezquindad, os prestarán su apoyo. Cuando se os sepa bien situado, vuestras obras adquirirán un valor inmenso. Para los artistas, el gran problema a resolver es hacerse visibles. Allí se encontrarán para vos mil ocasiones de fortuna, de sinecuras y una pensión sobre el tesoro particular del rey. ¡A los Borbones les agrada tanto favorecer las letras y las artes! No solamente esto irá bien, sino que haréis fortuna. ¿Es la opinión, el liberalismo, el que da los cargos, las recompensas, y el que labra la fortuna de los escritores? Así, emprended el buen camino y llegad adonde van todos los «hombres de talento. Tenéis mi secreto, guardad el más profundo silencio y disponeos a seguirme. ¿No queréis? —añadió, sorprendida por la silenciosa actitud de su amante.
Luciano, estupefacto por la rápida ojeada que lanzó sobre París, al escuchar aquellas seductoras palabras, creyó no haber gozado hasta entonces más que de la mitad de su cerebro; parecióle que la otra mitad se descubría, tanto se agrandaron sus ideas; viose en Angulema como una rana bajo la piedra, al fondo de un pantano. París y sus esplendores, París, que aparece ante todas las imaginaciones provincianas como un Eldorado, apareciósele con su vestido de oro, con la cabeza ceñida de pedrerías reales, con los brazos abiertos para los talentos. Las personas ilustres iban a darle el espaldarazo fraternal. Allí todo le sonreía al genio. Allí no había ni hidalgüelos celosos que lanzasen palabras ofensivas para humillar al escritor, ni necia indiferencia para la poesía. De allí surgían las obras de los poetas, allí eran pagadas y se las hacía brillar. Después de haber leído las primeras páginas de El Arquero de Carlos IX, los libreros abrirían sus cajas y le dirían: «¿Cuánto queréis?» Comprendía, por otra parte, que, después de un viaje en el que serían casados por las circunstancias, la señora de Bargeton sería enteramente para él, que vivirían juntos.
A estas palabras; «¿No queréis?», respondió con una lágrima, cogió a Luisa por el talle, la estrechó contra su corazón y le cubrió el cuello de besos apasionados. Luego se detuvo de pronto, como herido por un recuerdo, y exclamó:
—¡Dios mío! ¡Mi hermana se casa pasado mañana!
Este grito fue el último suspiro del joven noble y puro. Los vínculos que atan los jóvenes corazones a su familia, a su primer amigo, a todos los sentimientos primitivos, iban a recibir un terrible hachazo.
—¡Bien! —exclamó la altiva Nègrepelisse—. ¿Qué tiene que ver la boda de vuestra hermana con el desarrollo de nuestro amor? ¿Tanto os interesa ser el corifeo de estas bodas de burgueses y obreros que no podéis sacrificarme sus nobles goces? ¡Vaya sacrificio! —dijo con desprecio—. ¡Yo he enviado esta mañana a mi marido a batiros a causa de vos! ¡Id, señor, dejadme! Me he equivocado.
Dejóse caer en el canapé. Luciano la siguió allá, pidiéndole perdón, maldiciendo a su familia, a David y a su hermana.
—¡Yo creía tanto en vos! —dijo la señora de Bargeton—.
El señor de Cante-Croix tenía una madre a la que idolatraba, pero para obtener una carta en la que yo le dijera: ¡Estoy contenta!, murió en medio del fuego. ¡Y vos, cuando se trata de viajar conmigo, no sois capaz de renunciar a una comida de boda!
Luciano quiso matarse, y su desesperación fue tan verdadera, tan profunda, que Luisa perdonó, pero dando a entender a Luciano que tendría que expiar aquella falta.
—Id, pues —dijo finalmente—, sed discreto, y encontraos mañana a medianoche a un centenar de pasos más allá de Mansle.
Luciano sintió que la tierra se hundía bajo sus pies, volvió a casa de David seguido de sus esperanzas como Orestes por las furias, porque vislumbró mil dificultades que se resumían todas en estas palabras terribles: «¿Y dinero?» La perspicacia de David le daba tanto miedo que se encerró en su lindo gabinete para recobrarse del aturdimiento que le causaba su nueva situación. Era, pues, preciso abandonar aquel apartamento con tanto cariño establecido, y hacer inútiles tantos sacrificios. Luciano pensó que su madre podría alojarse allí, David ahorraría de este modo la costosa edificación que había proyectado hacer al fondo del patio. Aquella partida debía favorecer a su familia, encontró mil razones perentorias a su fuga, porque no hay nada tan jesuítico como un deseo. En seguida corrió al Houmeau, al encuentro de su hermana, para comunicarle su nuevo destino y ponerse de acuerdo con ella. Al llegar ante la tienda de Postel, pensó que si no había otros medios, pediría prestada al sucesor de su padre la suma necesaria para su estancia en París durante un año.
—Si vivo con Luisa, un escudo diario será para mí como una fortuna, y ello no representa más que mil francos en un año —se dijo—. Ahora bien, dentro de seis meses seré rico.
Eva y su madre oyeron, bajo la promesa de un profundo secreto, las confidencias de Luciano. Las dos lloraron escuchando al ambicioso; y cuando quiso saber la causa de aquella pena, le dijeron que todo cuanto poseían había sido absorbido por la mantelería y por la ropa blanca, por el ajuar de Eva, por una multitud de adquisiciones en las que David no había pensado, y que ellas estaban contentas de haber efectuado, porque el impresor reconocía a Eva una dote de diez mil francos. Luciano les comunicó entonces su idea de pedir dinero prestado y la señora Chardon se encargó de pedir al señor Postel mil francos por un año.
—Luciano —dijo Eva con el corazón oprimido—, ¿no vas a asistir a mi boda? ¡Oh, vuelve, aguardaré unos días! Ella te dejará que vuelvas dentro de quince días, una vez que la hayas acompañado. ¡Bien nos concederá ocho días, a nosotras que te hemos criado para ella! Nuestra unión no será afortunada si tú no estás presente… Pero, ¿tendrás bastante con mil francos? —dijo de pronto, interrumpiéndose—. Aunque tu traje te sienta muy bien, sólo tienes uno. No te quedan más que dos camisas finas, y las otras seis son de tela burda. Solamente tienes tres corbatas de batista, las otras tres son de chaconada corriente; y además, tus pañuelos no valen nada. ¿Encontrarás en París una hermana que te lave la ropa el día que la necesites? Te hace falta más. No tienes más que un pantalón de mahón hecho este año, los del año pasado te van estrechos, será, pues, preciso que te vistas en París, y los precios de allí no son los de Angulema. Sólo tienes dos chalecos blancos que puedas llevar, los otros ya los he arreglado. Toma, te aconsejo que te lleves dos mil francos.
En aquel momento, David, que entraba, pareció oír estas últimas dos palabras, examinó al hermano y a la hermana guardando silencio.
—No me ocultéis nada —dijo.
—Bien —murmuró Eva—, se va con ella.
—Postel —dijo la señora Chardon entrando sin ver a David—, consiente en prestar los mil francos, pero solamente por seis meses, y quiere una letra de cambio aceptada por tu cuñado, porque dice que tú no ofreces ninguna garantía.
La madre se volvió, vio a su yerno y aquellas cuatro personas guardaron un profundo silencio. La familia Chardon comprendía cuánto había estado abusando de David. Todos estaban avergonzados. Una lágrima brilló en los ojos del impresor.
—¿No estarás, entonces, presente a nuestra boda? —dijo—. ¿No te quedarás con nosotros? ¡Y yo que he gastado todo lo que tenía! ¡Ah, Luciano, yo que le traía a Eva sus pobres joyas de novia —dijo enjugándose los ojos y sacando unos estuches del bolsillo—, no sabía que habría de lamentar el haberlas comprado.
Depositó encima de la mesa, ante la suegra, varias cajitas cubiertas de tafilete.
—¿Por qué pensáis tanto en mí? —dijo Eva con una sonrisa angelical.
—Querida mamá —dijo el impresor—, id a decirle al señor Postel que consiento en dar mi firma, porque veo en tu cara, Luciano, que estás decidido a partir.
Luciano inclinó lentamente la cabeza, añadiendo con tristeza:
—No me juzguéis mal, ángeles míos.
Cogió a Eva y a David, los besó y estrechó contra su pecho, diciendo:
—Aguardad los resultados, y sabréis cuánto os quiero. David, ¿de qué nos servirían nuestras elevadas miras, si no nos permitieran hacer abstracción de las pequeñas ceremonias en las cuales envuelven los sentimientos? A pesar de la distancia, ¿acaso mi alma no estará aquí presente? ¿No tengo un destino que cumplir? ¿Vendrán a buscar aquí los libreros mi Arquero de Carlos IX y Las Margaritas? Un día u otro, no debo hacer lo que hago hoy, podré encontrar jamás circunstancias más favorables? ¿No constituye toda mi fortuna entrar en el salón de la marquesa de Espard nada más llegar a París?
—Tiene razón —dijo Eva—. ¿No me decíais vos mismo que debía ir a París cuanto antes?
David cogió a Eva de la mano, la llevó al pequeño gabinete donde la joven dormía desde hacía siete años, y le dijo al oído:
—¿Decías que tiene necesidad de dos mil francos, amor mío? Postel no presta más que mil.
Eva miró a su prometido con una mirada angustiosa que reflejaba todos sus sufrimientos.
—Escucha, Eva adorada, vamos a empezar mal nuestra vida. Sí, mis gastos han absorbido cuanto poseía. No me quedan más que dos mil francos, y la mitad es indispensable para hacer marchar la imprenta. Dar mis francos a tu hermano es dar nuestro pan, es comprometer nuestra tranquilidad. Si yo fuera solo, ya sé lo que haría; pero somos dos. Decide.
Eva, como enloquecida, arrojóse en los brazos de su amante, le besó tiernamente y le dijo al oído, deshecha en llanto:
—Haz como si fueras solo. ¡Yo trabajaré para recobrar esa suma!
A pesar del más ardiente beso que dos prometidos hayan cambiado jamás, David dejó a Eva abatida, y volvió al encuentro de Luciano.
—No te preocupes —le dijo—, tendrás tus dos mil francos.
—Id a ver a Postel —dijo la señora Chardon—, porque los dos tenéis que firmar el papel.
Cuando ambos amigos volvieron, sorprendieron a Eva y a su madre de rodillas, rezando. Si bien sabían cuántas esperanzas había de realizar el retorno, comprendían en aquel momento todo lo que ellas perdían con aquella despedida; porque hallaban demasiado cara la felicidad venidera con una ausencia que iba a quebrantar su vida y arrojarlas a un abismo de temores sobre el destino de Luciano.
—Si llegases a olvidar esta escena —dijo David al oído de Luciano—, serías el más despreciable de los hombres.
El impresor juzgó sin duda necesarias estas graves palabras, la influencia de la señora de Bargeton no le asustaba menos que la funesta volubilidad del carácter que podía llevar a Luciano tanto por un camino bueno como por un camino malo. Eva hizo en seguida el paquete de Luciano. Aquel Hernán Cortés literario se llevaba muy poca cosa. Se puso su mejor levita, su mejor chaleco y una de sus dos camisas finas. Toda su ropa blanca, su traje, sus efectos y sus manuscritos formaron un paquete tan pequeño, que, para esconderlo a las miradas de la señora de Bargeton, David propuso enviarlo por la diligencia a su corresponsal, un comerciante en papel, a quien escribiría para que lo tuviera a disposición de Luciano.
A pesar de las precauciones tomadas por la señora de Bargeton para ocultar su partida, el señor Du Châtelet se enteró de ella y quiso saber si emprendía el viaje sola o acompañada de Luciano; envió a su ayuda de cámara a Rufrec, con la misión de examinar todos los coches que tomasen caballos de refresco en la posta,
—Si rapta a su poeta —pensó—, ha caído en mis manos. Luciano partió al día siguiente de madrugada, acompañado de David, quien se había procurado un cabriolé y un caballo, anunciando que iba a tratar de negocios con su padre, pequeña mentira que, en aquellas circunstancias era probable. Los dos amigos dirigiéronse a Marsac, donde pasaron parte del día en casa del viejo oso; luego, por la tarde, fueron más allá de Mansle, a esperar a la señora de Bargeton, que llegó al amanecer. Al divisar la vieja calesa sexagenaria que tantas veces había visto en la cuadra, Luciano experimentó una de las más vivas emociones de su vida y arrojóse en los brazos de David, el cual le dijo:
—¡Quiera Dios que sea por tu bien!
El impresor volvió a montar en su mal cabriolé, y desapareció con el corazón oprimido, porque tenía horribles presentimientos acerca del destino de Luciano en París.