Yo no estaba en el despacho, pero más o menos debió de transcurrir así la conversación. Y así es como nos volvimos a ver, nosotros dos nos mirábamos. El guardián Stahlhelm dijo casi amenazador:
—Ya sabe usted que no puede hablar sobre su caso ni una sola palabra. ¡Les dejo como máximo cinco minutos!
Nos miró amenazador y de repente se volvió y se dirigió hacia la otra punta del pasillo y fijó la mirada con mucho interés hacia la calle dándonos su ancha espalda.
Nosotros, sin embargo, nos abalanzamos el uno sobre el otro, nos abrazamos y nos besamos y lloramos un poco de emoción y alegría y nuestro hijo también estaba entre nosotros dos y preguntó:
—Papá, ¿por qué ya no vives con nosotros? Papá, ¿por qué vives en esta casa tan horrible? Papá, ¿a partir de ahora tendremos que vivir siempre en esta casa tan horrible?
Pero dentro de esos momentos de alborozo y alegría llegó el momento en que mi mujer lanzó una precavida mirada sobre los hombros del vigilante —él seguía dándonos la espalda— y entonces me susurró una palabra remarcándola bien, y esa palabra era el apellido de nuestros patronos, traidores y Judas: «¡Sp.!» Y entonces nos embarcamos en una larga historia, es decir, Suse la contaba, pues yo apenas tenía nada que contar sobre mi monótona vida. Esa visita que no tuvo lugar seguramente se alargó más de cinco minutos, quizá quince, quizá incluso cincuenta minutos, el tiempo se nos iba entre las manos... Hasta que finalmente el vigilante se dio la vuelta y dijo:
—¡Ahora sí que definitivamente deberían acabar!
Y ante nuestra mirada de amargura:
—¡Bueno, por mí que sean dos minutos más! ¡Pero ahora sí que sólo serán dos minutos!
Y finalmente nos separamos, mi mujer se dirigió hacia la libertad allá fuera, yo sin embargo volví a mi celda, con el pecho agitado por los sentimientos. Repasé mentalmente todo lo que me acababa de contar y casi me dominaron la ira y el odio por tantas profundas infamias. Mi oscuro sentimiento no me había engañado en la memoria; yo había observado acertadamente: en esa mirada de la reina destronada había odio, ese infame odio que el asesino abriga contra su víctima, y esa mujer no era mucho mejor que una asesina, sólo le faltaba la valentía para asesinar con sus propias manos, era tan cobarde que confiaba la tarea a otros.
Cuando me detuvieron y Suse se quedó sola en casa con el niño, lo primero que quiso hacer fue telefonear a mi editor, pero la centralita no atendía sus llamadas y la situación se repitió en los días posteriores: habían cortado la línea. También el cartero sólo repartía el correo a los patronos del piso de abajo, a ella no le había llevado ni la prensa. También había intentado alcanzar la calle pasando junto al centinela, pero éste le dijo bruscamente que no le estaba permitido abandonar la casa y que si intentaba huir tendrían que disparar contra ella. Y a su pregunta de cómo conseguiría los víveres para ella y para su hijo, él simplemente le contestó que eso era cosa suya. Quizá la señora Sp. le haría el favor de hacerle la compra, aunque de ella no podía esperar demasiado, teniendo en cuenta que su marido era un canalla traidor que pretendía atentar contra la vida del Führer. Ésa fue la primera señal silenciosa, que le hizo pensar que quizá la señora Sp. estaba del otro lado, era prácticamente imperceptible, pero hizo que mi mujer recelara.
Hubiera estado bien si la amiga judía hubiese seguido en casa, hubiera podido enviar un mensaje a Berlín con ella, pero ya durante la última fase del registro se había escapado y ni se había enterado de mi detención. Mi mujer permanecía en casa muy intranquila. «¿Adónde se han llevado a mi marido? —se preguntaba—. ¿Cuándo volverá?»
Gracias a Dios no le vino a la memoria ese titular en letra gruesa «¡Abatido cuando huía!», ella no se preocupaba por mi vida, sólo por nuestra separación. Pero siempre había sido una persona paciente, que sin quejarse sabía arreglárselas en las situaciones más difíciles que le deparara el destino, ella tenía su trabajo y al niño y así trabajó y alejó esos turbios pensamientos. Le asombró un poco que los Sp. no se hubieran pasado por su casa después de ese acontecimiento y revolución y cuando empezó a anochecer, bajó a casa de ellos para pedirles que le compraran leche fresca y verdura para el niño. Encontró a los dos viejos en una habitación prácticamente a oscuras, sentados mudos como muertos, la reina hacía encaje de bolillos con su fina aguja sin ver nada, como le gustaba hacer, y el viejo dormitaba un poco con su rostro de actor, como también a él le gustaba hacer.
Fue recibida con bastante amabilidad y colmada de esa compasión y pena repleta de palabras que Suse tanto odiaba, pero que ahora debía escuchar pacientemente, y le preguntaron qué es lo que había pasado y qué es lo que yo debía de haber hecho.
El que mi mujer les asegurara que yo no había hecho nada, que debía tratarse de una equivocación que se aclararía rápidamente, fue recibido con un silencio frío y rechazo, y cuando ella, algo alterada, añadió que quizá todo estaba relacionado con la visita del señor von S., que quizá por su apellido habían tomado por un judío, pero que era de origen francés y descendiente de la aristocracia renana, también se topó con un frío rechazo. Esa noche la señora Sp. ya fue tan lejos como para afirmar que ella conocía a la SA y a su Führer tan bien que nunca se producían abusos de ningún tipo. Como ocurría con frecuencia, seguramente el hombre hacía de las suyas sin que la mujer lo supiera y después era ella la que tenía que cargar con las peores consecuencias. Estaba demasiado oscuro para saber a quién estaba mirando la señora Sp. cuando decía estas palabras, si a mi mujer o a su propio marido, aunque en cualquier caso el señor Sponar suspiró profundamente. La reina destronada añadió además que conocía, sí, era buena amiga del Ortsgruppenleiter, el líder del grupo local del Partido, un contratista de apellido Gr.[öschke]; al día siguiente le preguntaría de qué acusaban realmente al señor Fallada y ella informaría con gusto a mi mujer, siempre que se lo permitieran.
A mi mujer no le gustaron ni el tono ni las palabras de nuestra patrona, les pidió rápidamente si le podían hacer la compra y quiso marcharse. Aunque no pudo deshacerse de ellos tan rápidamente, pues los Sp. [empezaron] a quejarse de mi imprudencia, que también ponía en peligro su futuro. Habían llegado a un acuerdo en firme sobre una renta que les iba a abonar y sobre su derecho a vivir en esa casa mientras vivieran, ¿cómo estaba el tema? ¿Había adquirido por lo menos ya las hipotecas? A mi mujer le desagradaron estas quejas, pues parecía, y llamaba la atención, que ya no se podía contar conmigo. Se puso en pie y dijo brevemente que nosotros cumpliríamos con nuestras obligaciones, era lo mismo si era el marido o la mujer la que se ocupaba de ello; oyó extrañada un profundo suspiro de alivio y se fue.
No quiero extenderme aquí en cómo a mi mujer se le fueron abriendo los ojos paulatinamente ante la perfidia de los Sp., cómo día a día fue reconociendo cada vez más que el miedo a tener que sufrir una vejez en la pobreza había convertido a estos dos patronos en unos criminales sin escrúpulos. La mayoría de noticias las recibía a través de una viejecita, que repartía la prensa y el pan, y que se había compadecido de todo corazón de esa mujer sola y con un embarazo muy adelantado. A pesar de lo aislada que estaba nuestra casa, el pueblo permanecía bien atento, sabía mucho y sospechaba aún más.
Esa noche en la que yo les hice a los Sp. esa propuesta tan generosa, según mi punto de vista, de ocuparme de su vejez impidiendo que dieran el consentimiento a la subasta de su casa, no se lo pensaron tal como me habían dicho, sino que fueron a pedir consejo a un amigo, el contratista Gröschke, el líder del grupo local del Partido. Yo mismo no puedo decir que conociera bien a este hombre, sólo lo vi en una ocasión mucho más tarde, un hombre delgado con una cabeza extrañamente pequeña y un rostro duro. Como muchos otros maestros en su profesión tuvo que declararse en bancarrota durante los terribles años de la falta de trabajo, probablemente no por falta de capacidad, sino por la necesidad general de esos tiempos o porque se afilió al Partido o por las tres razones juntas. Así que estuvo en bancarrota y no es difícil de imaginar la vida miserable que debió de llevar un pequeño hombre arruinado en un pueblo de campesinos, duro y orgulloso de sus propiedades. Pero ahora el Führer se había hecho con el timón y con él diez mil pequeñas vidas en bancarrota, firmemente decididas a recibir ahora su parte de poder y propiedades. De la noche al día se convirtieron en señores de la vida y de la muerte, y si no llegaron a tanto, sí de la felicidad y desgracia de sus compatriotas, y si antes alguien se había comportado duramente con ellos, ahora estaban decididos a tratar a sus conciudadanos mucho más duramente.
¿Qué consejo le podía dar un hombre como él a su buen amigo Sp. cuando le expuso mi-su caso? ¿A su amigo, del que sabía que vivía de una miserable renta de la seguridad social y que residía en una casa que en cualquier día le podían incautar? Seguramente debió de decir algo así: «Ese hombre es escritor y no está afiliado al Partido y, por los chistes que ha permitido que su visita judía le cuente, sabemos que está en contra del Partido. Ya sólo por eso podríamos detenerlo. Aunque eso no serviría de mucho, pues en medio año o en un año estaría de nuevo en la calle, y nosotros seguiríamos igual. No, debemos acusarlo de algo muy grave y para ello llevaremos a cabo un registro de su casa, seguramente encontremos algo. Y si no encontramos nada, si realmente es así, entonces lo detenemos por esa grave acusación y como tampoco lo interrogaremos, no podrá justificarse. Naturalmente, lo mejor sería que intentara escapar, pues entonces nos desharíamos de él para siempre.
»Aunque naturalmente todo eso lo haremos cuando haya liquidado las hipotecas y se haya convertido prácticamente en el dueño de la casa. Tú di que sí a su propuesta, aunque sin dar tu consentimiento a la ejecución de la subasta. Conozco a esta gente de la ciudad, no pueden esperar, nada es lo suficientemente rápido para ellos, comprará en cuanto se lo digas. Entonces se convertirá en el dueño y en cuanto lo apartemos de en medio será un juego de niños negociar con su mujer. Ella no podrá subastar sin tu consentimiento y para ella vivir allí se convertirá en un verdadero tormento, ya sé cómo hacer para que sea así. Aunque no dejaremos que se mude hasta que haya pagado el alquiler por el máximo tiempo posible y, sobre todo, hasta que te haya pagado la renta prometida para el resto de tus días y de los de tu mujer, ¡y te puedo jurar, Sp. que tú y tu mujer viviréis aún muchos años!» Ésas debieron de ser más o menos las palabras del viejo curtido en mil batallas y vapuleado como el cuero duro en muchas peleas de salón, naturalmente que no lo planteó todo de una vez, sino que cada pequeño plan debía de ir surgiendo del anterior, hasta que juntos hubieron pergeñado toda esa fascinante vileza. Sin embargo, para evitar los remordimientos de conciencia, los tres argüirían muy satisfechos que yo era un enemigo del Partido. Con esa bonita excusa, en los siguientes diez años se cometieron tantas vilezas en Alemania que la que he recordado aquí me parece muy pequeña, inocente e inofensiva.
Mi mujer se enteró de ello sólo poco a poco; por aquí una observación hecha por los Sp., por allí una palabra oída en boca de la señora de limpieza. Ya está bien que ese chaparrón no se le viniera encima de una sola vez, hubiera sido demasiado para ella. Pero el cuerpo se acostumbra a los más terribles venenos, sólo que deben añadirse poco a poco. Mientras tanto los días pasaban uno tras otro, había un centinela apostado en la calle, otro centinela detrás junto al Spree, y no pasaba nada. Si ella hubiera sabido dónde estaba yo, entonces hubiera intentado antes escapar de esa cárcel, pero no sabía nada. (El bueno del médico naturalmente no pudo llevarle ningún mensaje, para evitar eso habían colocado al centinela.) Finalmente fue la señora mayor la que le informó de que en el pueblo se contaba que yo estaba en la cárcel cercana de Fürstenwalde. Nada más recibir esa señal mi mujer ya había tomado la decisión. Esperó a última hora de la tarde, tras la comida, hasta que oscureciera. Entonces, con el fin de confundir a los malvados Sp., dejó correr el agua de la bañera al máximo, puso la radio a un volumen alto y sacó al niño que dormía en la cama y lo vistió. Con el niño en los brazos, dejando todas nuestras pertenencias, bajó en calcetines hasta el jardín, se calzó los zapatos y caminó sigilosamente hasta el portón de entrada. Hacía tiempo que ya había observado que los centinelas, especialmente de noche, aún seguían haciendo la guardia, pero que, ya cansados de tantas horas de vigilancia, no se la tomaban tan en serio: a menudo recorrían la calle de arriba abajo. Ella esperó a ese momento en el que el miembro de la SA se había alejado unos ochenta o cien pasos, cruzó la calle hacia las oscuras ramas de los pinos y se adentró sin rumbo al oscuro bosque. Lo más difícil de todo era cargar con el niño en brazos que, muy excitado, no quería volver a dormirse y no dejaba de hacer preguntas todo el rato. Sin embargo, finalmente consiguió tranquilizarlo (y también a sí misma) contándole pequeñas historias en voz baja. Prosiguió avanzando por el bosque oscuro y sin camino, se golpeó contra ramas que no veía, tropezó con raíces, en alguna ocasión cayó al suelo, pero firme en su propósito su voluntad la impulsó hacia delante. Tenía la estación de tren lo suficientemente cerca, pero temía acercarse hasta allí. Ahora ya se había convencido de que nuestros enemigos eran capaces de todo. Quizá habían enviado su descripción a la estación, un retrato fácilmente reconocible: una mujer con un embarazo muy avanzado. Así estuvo tanteando por el bosque, siempre adelante, hasta que hubo dejado atrás el pueblo. Entonces buscó la carretera y la encontró y prosiguió por ella algo más cómoda, la misma carretera por la que yo había pasado en aquella «cafetera» unas semanas atrás. También ella pasó por donde ellos quisieron que yo me apeara y donde luché por mi vida. Yo vi ese sitio soleado y siempre lo recordaré bañado por el sol, con esas ramas de pino resecas. Ella pasó por ahí de noche, el lugar por donde pasaba no le decía nada, los latidos de su corazón no se aceleraron por ello. Vivimos en un extraño planeta, y los que están más cerca aún siguen viviendo muy alejados los unos de los otros.
Nuestro pequeño pueblo no se encuentra tan lejos de la ciudad de Fürstenwalde, no está ni a diez kilómetros, pero para una mujer con un embarazo tan avanzado y con un niño de tres años en los brazos se convierte en un camino muy largo. Durante semanas había permanecido en casa sin moverse y ahora no paraba de andar y de andar. En ocasiones el niño iba andando junto a ella, entonces ella se volvía a sentar en un mojón y descansaba durante un rato. Ella naturalmente pensaba en los dos niños que llevaba dentro y se decía que no podía ser bueno para ellos toda esa excitación y esa preocupación y todo ese agotamiento, que todo ello no ayudaba. Y que cada kilómetro se hacía largo como una milla y que el dolor de sus pies hinchados la torturaba, tampoco eso ayudaba. Y tampoco el que pensara con incertidumbre y preocupación en mí y en nuestro futuro, eso tampoco ayudaba. Su voluntad era la que la hacía seguir adelante, ella seguía por el camino que debía, ya fuera liso o impracticable, no tenía elección. La noche la rodeaba, y quizá las estrellas estaban sobre ella, y la acompañaba una brisa. Pero mientras hacía eso también pensaba en aquellos cuyas acciones habían provocado todo eso, el que tuviera que desplazarse de noche con sigilo por caminos ocultos como una vagabunda. Pensaba en aquellos que se habían hecho con el régimen en Alemania y de golpe habían aniquilado la más pequeña libertad personal y habían abierto las puertas a toda arbitrariedad y espíritu pendenciero. Ese pensamiento sí que la ayudó. Pues ayudó a que ese corazón bondadoso e indulgente aprendiera a odiar, hizo que esos ojos, que normalmente siempre sólo habían sabido ver la bondad en la vida, se volvieran clarividentes, y nunca, ni durante un segundo, ha vacilado en su odio durante los siguientes diez años. Sabía que esas personas eran malas y que querían lo peor. Puede ser que en su camino hicieran alguna cosa bien aquí o allá, pero como lo que quieren es lo peor, eso no cuenta y ellos se vendrán abajo. Lo peor no puede vencer. Lo obtenido por el mal camino no puede durar. ¡Y esperemos que pronto toda esta maldad se derrumbe!
Llegó a Fürstenwalde, ya había amanecido, y se dirigió a la estación de tren. Se lavó, también al niño, y desayunaron un poco. Entonces fueron a verme, me vio de nuevo, sano y de buen humor, y los dos nos quitamos un peso de encima. Para más adelante sólo pude darle el siguiente consejo: «Ve a ver a Rowohlt, al padrecito, ¡él sabrá cómo salir de esto!»
Así que ella fue a verlo, a ese salvador de sus autores en todas sus necesidades del cuerpo y del alma y él supo darle consejo. «Uno debe acudir siempre a las más altas instancias», dijo Row. y telefoneó a un famoso abogado,51 un hombre que había defendido del Partido al incendiario del Reichstag, que en todo caso finalmente fue ejecutado. Vinieron juntos: el famoso abogado, el famoso editor Rowohlt y la mujer del escritor. Mi mujer estaba algo indignada porque se dio cuenta de que el abogado, dicho sea de paso un señor muy grosero y un viejo miembro del Partido, no sólo no encontró nada emocionante en su historia, pues le pareció un caso entre los demás, sino que además el abogado dijo muy complacido:
—¡Eso encaja excelentemente, estimada señora! El jefe del distrito de Lebus es un antiguo compañero de colegio mío. Ahora mismo cogemos un automóvil y nos vamos a verle, ¡y le apuesto lo que quiera a que en media hora a su marido lo ponen en libertad!
Esa nunca esperada perspectiva de mi puesta en libertad desterró en mi mujer toda la indignación por la indiferencia con la que él recibió un caso tan escandalosamente injusto, se subió toda alegre a un automóvil con el abogado, saludó con la mano de nuevo al editor e iniciaron el viaje. No tenemos ni idea de qué pudo hablar el abogado con el jefe de distrito, quizá sobre conspiraciones contra la persona del Führer o sobre chistes políticos buenos y malos y el señor von S. Aún seguimos siendo gente completamente apolítica y algo así no significa nada para nosotros. En todo caso el abogado entró corriendo en la antesala donde estaba mi mujer, que esperaba con el corazón en un puño, le puso una hoja de papel en la mano y le dijo:
—¡Coja usted el automóvil y vaya lo más rápido posible hasta Fürstenwalde! ¡Ésta es la orden de libertad inmediata de su marido, pero hoy es domingo, y a partir de las doce del mediodía ninguna cárcel de Juzgado alemana deja salir a un preso hasta el día siguiente, lunes! ¡Así que póngase en camino, quizá lo consiga usted!
Y ella realmente lo consiguió, cinco minutos antes del mediodía interrumpió al polvoriento escribano del Juzgado mientras éste mordía su portaplumas y a las doce y cinco los dos ya estábamos de nuevo juntos en la calle, ¡tan felices!
Naturalmente que lo primero que hicimos fue ir a Berlín a ver a mi editor, le dimos las gracias por su acertada mediación y celebramos con una gran comida nuestra victoria (¡consideramos mi puesta en libertad como una victoria definitiva sobre nuestros enemigos!), recogimos a nuestro hijo y volvimos a casa, debo confesar, henchidos de sentimientos de triunfo y venganza.
Aún era de día cuando llegamos a nuestro pueblecito. Desde la estación de tren anduvimos por el estrecho camino a través del bosque hasta nuestra casa. El centinela había desaparecido de la calle, aunque casualmente el señor Sp. estaba en el jardín y nos miraba absorto a los tres, absorto... Pasamos junto a él sin saludarlo y subimos a nuestra casa. Ay, si yo hubiera tenido más conocimiento del mundo y hubiera sido algo más diplomático no hubiera hecho nada, sino que hubiera dejado tranquilamente que los Sp. hicieran conjeturas y cavilaran junto con su Gr., lo suficientemente seguro con la orden de puesta en libertad del jefe de distrito que llevaba en el bolsillo. Con el tiempo todo hubiera vuelto a su cauce, yo hubiera actuado como si no supiera nada de las vilezas de los Sp., de alguna manera me hubiera deshecho de esos peligrosos enemigos y así poco a poco hubiera conseguido la villa.
¡Sin embargo no podía esperar, no podía callarme, no estaba dispuesto a hacer concesiones! Me senté a la máquina de escribir y redacté una carta para el señor Sp.: «Apreciado señor Sp. 1. Rescindo inmediatamente el alquiler de esta vivienda. 2. Retiro mi oferta de tal y cual por el derecho de vivienda y renta en vida. 3..., 4....» Era una lista de este tipo de puntos vengativos. Metí la carta en un sobre, la dejé en la mesa del recibidor y me metí en la bañera, bañando mi cuerpo en el agua caliente, bañando mi alma en los sentimientos de venganza.
¿Y qué es lo que conseguí? ¡Pues una segunda visita de la SA! A la mañana siguiente —apenas habíamos terminado de desayunar— ya estaban de nuevo allí. Esta vez sólo tres hombres altos con su Führer, que yo aún no conocía, no tan recubierto de oro, pero, en todo caso, allí estaban decididos a no menos que sus antecesores. En vano les remití a mi orden de puesta en libertad, a mis derechos como ciudadano de anular un contrato. Me explicó que había intentado aprovecharme de la situación de apuro de un Volksgenosse, un compatriota y buen alemán, con el fin de beneficiarme personalmente. Eso iba en contra de un principio básico n. y él estaba en su derecho de sólo por ello volver a encerrarme. Yo no tenía derecho a perjudicar al viejo Sp. por la villa, sólo porque yo era un gordo ricachón. ¡O bien me declaraba dispuesto ahora mismo a considerar esa carta como si nunca se hubiera escrito y cumplir con todo a lo que me había comprometido o podía atenerme a las consecuencias! Hizo un gesto significativo. ¡Y, añadió, en esta ocasión procurarían que yo fuera a parar a un lugar de donde mi astuto abogado no pudiera sacarme!
Era la primera vez en mi vida que me enfrentaba a un intento de extorsión n. como ése y debo confesar que la desvergüenza con la que me la presentaron me dejó estupefacto a más no poder.
—Pero por lo menos me dejarán que rescinda mi alquiler de esta casa —le contesté escandalizado—. ¡No quiero seguir viviendo aquí!
—No se le permite a usted rescindir el alquiler de esta casa —me contestó— pues así aumentaría usted la situación crítica de este compatriota. ¡Evidentemente, usted puede vivir donde le plazca, pero usted deberá seguir pagando el alquiler de esta casa! Naturalmente que el señor Sp. intentará, si usted así lo desea, encontrar otro inquilino que abone lo mismo, al mismo coste, por supuesto. Si lo consigue podrá hacer lo que le plazca. Como puede usted ver, siempre saldremos a su encuentro. Bien, ¿qué decide usted? ¿Viene usted con nosotros o cumplirá con sus obligaciones?
¿Qué salida tenía? Me conformé, furioso por dentro. Quizá el jefe leyó algo de mis sentimientos en mi rostro, pues dijo:
—Y le sugiero que se comporte de la manera más amable con los Sp. ¡A la menor grosería será castigado severamente por nosotros!
Y entonces se marcharon.

 

27.IX.44. ¡Estábamos sentados allí y habíamos perdido todas las oportunidades! Yo concretamente no me atrevía a mirar a mi mujer, pues ya me había dado cuenta de todo el daño que nos había hecho de nuevo mi irreflexivo arrebato de cólera. Ninguno de nosotros quería decir palabra. Finalmente, yo dije poniéndome en pie:
—¡Ya sé que he vuelto a hacer una estupidez, me doy cuenta, no hace falta que me mires así, Suse! Pero por esta razón no quiero quedarme a vivir aquí; no puedo volver a ver a esos dos falsos hipócritas; y si tuviera que verlos todos los días estoy seguro de que haría más estupideces. Ahora me voy a ir al pueblo y voy a intentar conseguir un automóvil que nos lleve a Berlín, mientras tú empieza a hacer las maletas. Coge sólo lo necesario para un largo viaje. ¡Y coge también el gran baúl, Suse! ¡Tengo la sensación de que no volveremos a vivir aquí!
Dicho esto lancé una larga y algo melancólica mirada hacia mi estudio grande y lleno de luz, la primera estancia que pudimos amueblar a nuestro gusto con un carpintero aún enamorado de su profesión. Suse siguió mi mirada y seguramente se sentía también algo nostálgica, aunque dijo toda valiente:
—Seguro que lo mejor es que nos alejemos de esta gente falsa, yo tampoco puedo volver a verlos, sobre todo a la mujer. Él es sólo un pobre hombre y con su chaqueta de terciopelo siempre me recuerda a un conejo. Pero ¿será ahora mismo Berlín lo más conveniente para nosotros? Se acerca el verano y para el niño seguro que sería mejor el verde y el agua, tal como lo teníamos aquí. Y también para mí. Y para ti segurísimo.
(Ahora, lo sabía yo, se refería a los bares de Berlín.)
—¡Qué va! —dije yo, de repente muy animado por el pensamiento de iniciar un cambio completo de lugar y de personas. Ya había descubierto que después de las pasadas semanas plenas de excitación me sería totalmente imposible estar sentado en la campiña—. Qué va, primero nos mudaremos a la pensión St.[össinger],52 ahora mismo voy a llamar a ver si tienen disponible una habitación grande para nosotros. Y lo que venga ya veremos. Con los tiempos que corren uno no puede hacer ningún plan. ¡Ya lo ves, todo sale completamente diferente a lo que uno había pensado!
Después de encomendar todo nuestro futuro a la pura casualidad, empecé a preparar nuestra mudanza, lo que mi hijo y yo encontramos suficientemente entretenido. Para mí sólo se produjo un momento de incomodidad, cuando llamé abajo a la puerta de los Sp. y entré con un recibo y billetes en la mano, con el fin de pagar por adelantado el alquiler y su renta de los siguientes tres meses. Él no pudo esconder su agitación y fue de un lado para otro en busca de pluma y tinta y apenas pudo garabatear su firma, por otra parte de tan altos vuelos. Sin embargo, la reina se encontraba junto a la ventana muy envarada, como si se hubiera tragado una escobilla, y no dejaba de hacer encaje de bolillos, lo que sonaba seco y malvado. Sus ojos oscuros pasaban continuamente de su marido a mí, de repente dejó caer las agujas, alargó la mano y le dijo a su marido de forma imperiosa:
—¡Sponar, enséñame eso!
Él lo hizo a toda prisa, ella empezó a contar y leyó repetidas veces lo que había escrito en el recibo y entonces me lo alargó cogiéndolo con las puntas de dos dedos y me dijo con maldad:
—¡Sin embargo, los muebles y todas las cosas se quedarán aquí como fianza por todo a lo que tenemos derecho! ¡No se llevarán nada más!
A eso podría haberle replicado con algunas palabras, pero lo que necesitábamos con más urgencia ya lo habíamos cargado en el automóvil que esperaba frente a la entrada del jardín, pues yo había dejado para el último minuto esa incómoda visita de despedida e incluso Suse y el niño ya se habían subido. Por otra parte, había recibido mi primera reprimenda por precipitarme demasiado y una reprimenda de este tipo hasta a mí me duraba unas cuantas horas. Así que no moví ni un músculo de mi rostro, que según todos los libros de aventuras es la señal de un autocontrol importante en una situación de trepidante peligro y me dirigí mudo hacia la puerta. Entonces la reina sentenció con su voz profunda y malvada:
—¡Le deseo a su mujer un parto de lo más feliz!
¡Y ese deseo sonó tan malvado e infame, que por mí me hubiera dado la vuelta y hubiera estrangulado a esa mujer malísima con mis propias manos!
Aunque de nuevo me reprimí y me di toda la prisa posible para no tener que oír ni una palabra más. Respirando de nuevo me subí al automóvil junto con mi gente querida y le dije al chófer:
—¡Vámonos! ¡Vámonos!
Aún tenía miedo de que fueran detrás de nosotros. Mi mujer me preguntó preocupada:
—¿Ha pasado algo más? ¡Estás completamente pálido!
—No —le contesté yo—. Todo ha ido como la seda. Y a partir de ahora no pensaremos en todo esto.
Y despidiéndome vi de camino hacia el pueblo una casa que ostentaba la inscripción «Contratista Karl Gröschke», llamé la atención de Suse sobre ello y se la enseñé, qué casa más fea era, ideada por la simple fantasía de un albañil en esa tierra arenosa. Y yo empecé a entusiasmarme con las bonitas construcciones del sur de Alemania, donde la casa más sencilla incluye una parte de belleza, ya sea sólo por su distribución o su estructura, y donde también el más sencillo trabajador de la madera es en sí un artista, aunque ello sólo se vea en la forma en la que talla una cuchara de madera con su cuchillo. Así me olvidé pronto del pueblecito B. y de sus habitantes y entonces llegamos a Berlín y a la pensión St., y nuestra vida se llenó de experiencias nuevas, de forma que todo por lo que habíamos pasado se enterró un poco. Ya habíamos vivido en una ocasión en la pensión St., que se encuentra en la vieja parte oeste de la ciudad, en una calle tranquila y todavía arbolada, aunque entonces por poco tiempo. Sin embargo, nos gustó mucho. Era una pensión muy elegante, pero no muy grande, debía disponer de no más de quince o como mucho veinte habitaciones. La dueña 53 era una vieja y muy inteligente judía que mi mujer y yo apreciábamos mucho, y que era muy exacta con los asuntos del dinero y no muy justa con sus facturas. Aunque ella sabía muy bien separar eso de lo humano, y seguía siendo, a pesar de que era la dueña de la pensión, una señora de la cabeza a los pies. No, señora es la palabra equivocada, era una mujer de gran cultura y muy maternal, que siempre estaba dispuesta a prestarle a alguien todo su apoyo. Había aprendido a pasar por alto, muy sonriente, las miles de particularidades de un grupo de huéspedes internacional y variopinto. Seguro que en su casa también residían personajes sospechosos, estafadores internacionales, pero ello no la incomodaba, siempre que en su casa no cometieran ninguna estupidez y pagaran sus cuentas puntualmente. Es verdad que no se producía ninguna cosa sucia, allí no se llevaban mujeres de dudosa reputación y no se flirteaba con las muy guapas sirvientas de la casa. En ese caso los ojos de esa pequeña, vieja y redonda mujer judía refulgían, ¡y al huésped, por muy solvente que fuera, sólo le quedaba una salida: marcharse! Si uno llegaba en alguna ocasión borracho a casa y armaba jaleo a pesar de la hora, ella lo pasaba por alto con una sonrisa. Aunque en lo que se refiere a la limpieza era implacable, tanto frente a sus huéspedes como frente a sus chicas del servicio, que no [podían] limpiar a fondo con la frecuencia deseada esas habitaciones tan enormes.
Naturalmente era típico del escritor Hans Fallada que sólo cinco minutos tras la toma del poder se buscara una pensión judía internacional como residencia y que, con total alegría, enviara su correspondencia desde allí. ¡Lo estúpidamente inocente que he llegado a ser! Por entonces ya estaba en curso, por ejemplo, mi solicitud para que me aceptaran en el Sindicato de Escritores del Reich,54 y esa solicitud era una cuestión primordial para nosotros. Ya que al escritor al que le hubieran rechazado una vez su petición ya no le estaba permitido desde ese momento publicar ni una sola línea más, ya fuera en forma de libro o en un periódico o revista. Así que yo tenía motivos para ser precavido, pues mi situación ya era lo suficientemente comprometida, tal como he contado. Aunque yo no pensaba en la precaución. A aquellos que me advertían y reprochaban que vivir en una pensión judía era como suicidarse, un hecho que ante la siempre en aumento cantidad de soplones y delatores —¡otro resultado del régimen n.!— no podía pasar inadvertido, yo les contestaba de forma arrogante:
—¡Pero si me gusta vivir allí! En cuanto se les prohíba a los arios vivir en pensiones judías entonces me mudaré. ¡Hasta entonces permaneceré allí!
Dicho sea de paso mi solicitud de aceptación en el Sindicato de Escritores tuvo un destino extraño, a pesar de algunas alegaciones por mi parte y de mi abogado: nunca la contestaron. Nunca fui miembro del Reichsschrifttumskammer, simplemente me dejaron seguir trabajando «provisionalmente», ya que mi petición nunca fue rechazada; es decir, que no fue tramitada. Aún a día de hoy, once años después de la toma del poder, sigue siendo así. Para los señores del R.S.K. esta reglamentación tiene la ventaja de que no tienen que excluir a aquel autor que se ha vuelto totalmente impopular: ¡si nunca ha sido miembro! Además, en su estado de incertidumbre este autor será aun más valiente que uno que está afiliado, al cual siempre pueden procesar para ser excluido. (Yo ciertamente no fui más obediente por esa razón, sino que para esos señores fui fuente de alguna que otra preocupación.) En los primeros años le pregunté en alguna ocasión a mi abogado cómo iba el asunto de la afiliación, a lo que él sólo contestaba con una señal:
—¡Oh, no remueva, no remueva el asunto! ¡Ni me lo recuerde! ¡Mientras su petición no haya sido rechazada le está permitido seguir trabajando! ¡Así que adelante!
A pesar de que aún nos encontramos de forma provisional en la pensión extranjera St., no puedo abstenerme de informar aquí de la gran torpeza en la que incurrí justamente por esos tiempos. Recibí una carta del Ministerio de Ilustración pública y Propaganda, firmada por el mismo señor G.[oebbels], que decía así: «Apreciado señor F., le llamo la atención de que la editorial Bonnier publica en lengua sueca su obra, editorial que es una de las principales difamadoras de Alemania. Le ruego que en el futuro lo tenga en cuenta, p.p. Dr. G.»
Con este escrito me dirigí a mi buen R. Pensamos que para ser una carta de un ministro tenía un estilo inusualmente bueno, especialmente nos gustó la frase final, que conectaba tan líricamente con su precursor. Aunque esa alegría no alejó la preocupación de tener que responder y, sobre todo, a lo de que «en el futuro lo tenga en cuenta», a lo que no estábamos del todo dispuestos. Finalmente conseguimos redactar el siguiente escrito: «Apreciado señor ministro, cuando firmé hace años mis contratos con la editorial Bonnier yo no sabía que se dedicaba a difamar a Alemania. Sí que sabía que las memorias del presidente del Reich von Hindenburg55 fueron publicadas por esta editorial y aún lo son. ¡Heil Hitler! Hans Fallada.» ¡Y efectivamente le envió este maravilloso escrito al ministro! No, realmente ninguno de los dos podemos maravillarnos que esta semilla de insensatez e irreflexión germinara un día en maldad, que a mí personalmente no me afectó tanto, pero que el pobre de R. tuvo que pagar muy caro de una u otra forma y de lo que quizá tenga que hablar más adelante.
Así que en la pensión St. nos encontrábamos muy a gusto. No sólo por la comida, que de verdad era inusualmente buena y de la que mi mujer aprendió mucho. No sólo aprendió a hacer postres austriacos, desde el strudel de manzana hasta los Kaiserschmarren, no, sino que también conocimos y apreciamos platos coloniales como pollo con arroz al curry, pimientos rellenos, ¡y qué sé más! Lo más interesante eran los continuamente cambiantes huéspedes, que en su mayoría pasaban por Berlín rápidamente en su «trip» de tres o cinco días, mientras para París reservaban siempre cuatro o cinco semanas, lo que entonces, cuando aún no conocía esta deliciosa ciudad, siempre me fastidiaba poderosamente por local-patriotismo. Por entonces se veían los personajes más extraños, a los que a menudo la señora St. conducía hasta mi mesa. Compartíamos la mesa durante un cuarto de hora frente al excelente café de costumbre, fumábamos cigarrillos extranjeros y charlábamos un rato. Recuerdo, por ejemplo, a una señora de los EE.UU.,56 una verdadera dama que, sin embargo, se había separado de su marido y que se ganaba la vida y que, por el tiempo que llevaba en esa cara pensión, debía de ganársela muy bien, únicamente saltando en paracaídas. En aquel tiempo, en 1933, el saltar en paracaídas no era algo tan conocido como lo es ahora debido a la guerra. ¡Y menos aún para una mujer! Era una mujer guapa, alrededor de los treinta, con un cuerpo maravillosamente entrenado; cuando andaba no se desplazaba, sino que flotaba. Sabía contar muy bien sus desplazamientos aventureros por los Estados Unidos, siempre de una ciudad a otra, con seis u ocho viejos aviones del ejército y unos cuantos viejos pilotos de la guerra mundial, que por dinero exhibían sus habilidades frente a los curiosos. Una especie de vida circense vagabunda, a menudo sin dinero, aunque de repente, si por algún motivo a la gente le daba por comentarlo, nadaban en la abundancia. La atracción principal era su salto en paracaídas y sabía contar bien sus sensaciones cuando daba ese salto hacia el vacío. Por entonces un paracaídas no era un objeto que funcionara con tanta seguridad como hoy en día. A menudo no se abría. Siempre había funcionado bien, pero un día... Y entonces atraía hacia sí y abrazaba a nuestro hijo, lo que a él no le gustaba. Ella también tenía un hijo de esa edad allí en los Estados Unidos y siempre pensaba en él. Como sustituto utilizaba a nuestro hijo. En esa pensión debíamos estar siempre pendientes de él y, a pesar de todo, casi siempre acabábamos buscándolo. Había tantas mujeres alojadas en la pensión que habían dejado a sus hijos en casa, que aprovechaban cualquier momento para secuestrar a nuestro hijo y jugar con él y consentirlo. No tenía remedio la cantidad de chucherías que se tragaba; ¡tuvo que tener un estómago de hierro para tragarse todo eso sin ninguna consecuencia seria! ¡Y justo enfrente de la pensión había una gran juguetería, a la que otros huéspedes arrastraban a nuestro hijo cada dos o tres días y allí le permitían comprar lo que le apeteciera, no importaba lo que costara! Yo, sin embargo, creo que sus admiradoras y admiradores le compraban preferentemente aquello con lo que ellos hubieran deseado jugar; ¡cuántas veces tuve que ir a buscar a nuestro hijo a cualquiera de esos grandes y pomposos dormitorios y lo encontraba con sus amigas, respetables madres en maravillosos pijamas, en el suelo «chillando de entusiasmo» mientras cualquier pato mecánico se tambaleaba entre ellos, o bien montando con pasión un tren eléctrico todo brillante e iluminado! Siempre tenía que luchar para poder llevármelo a nuestra mucho más tranquila habitación y mis protestas por ese insensato despilfarro en un regalo eran inútiles. No, para nuestro hijo la estancia en esa elegante pensión seguro que no era lo más indicado.
Uno de los personajes más singulares con los que me encontré en la pensión era un hombre de piel oscura y delgado de la India,57 que había residido en Rusia, donde compraba cantidades de brillantes. Adquiría las piedras seleccionadas allí para no sé qué príncipe. Tal como yo suponía lo hacía de forma ilegal y entonces pasaba las piedras de contrabando por la frontera sin pagar impuestos. Por aquel entonces, por lo menos, explicaba la forma en como lo hacía. Las llevaba envueltas en trozos de papel sucio, en bolsillos grandes y pequeños alrededor de su cuerpo. Siempre era realmente desconcertante cuando de repente, mientras hablábamos, sacaba del bolsillo de su chaleco una bolita de papel sucio y con sus dedos oscuros extraía de éste un diamante pulido y reluciente. Por entonces yo ya había descubierto que no había piedra preciosa que le quedara mejor a mi mujer que el aguamarina, esa piedra que según la luz es de color verdemar o azulmar y sobre la que en ocasiones, especialmente de día, destella un fulgor gris como la niebla matutina sobre el mar. En una ocasión le pregunté al indio por las aguamarinas. Sin decir palabra se metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un cucurucho gris, uno de esos que se utilizan para guardar media libra de azúcar o de sémola y vertió su contenido sobre la mesa. Durante un instante contuvimos la respiración, allí había aguamarinas de todos los tamaños y sombreados, ni una sola peor que la otra, unas treinta o cuarenta, todas pulidas y sueltas. Aunque entre ellas había una que no sólo llamó nuestra atención por su tamaño, sino también por su brillo sereno, fuerte y profundamente azul. Nuestro amigo lo notó en seguida. Cogió la piedra y la colocó sobre la palma de la mano abierta.
—De un icono —dijo. Nombró una ciudad rusa de la que hace tiempo que ya me he olvidado—. ¡De un icono de allí! —dijo él.
Estábamos completamente embrujados. Nunca habíamos visto una piedra preciosa como ésa y yo no he vuelto a ver nunca una piedra como aquélla. Era tan grande como el plato de un niño pequeño y sólo tenía los cantos pulidos. El hombre puso la piedra contra el cuello de mi mujer, me miró con ojos tiernos y murmuró:
—¡Sólo tres mil marcos y usted tenerla!
Tuve que mantener una dura lucha conmigo mismo. Por entonces ya habíamos decidido dejar definitivamente la villa en B. y comprarnos otra casa. Nuestro ritmo de vida había engullido mucho dinero, y además se sumaban los abogados, la indemnización a los Sp., ¡no, simplemente era imposible! Y no era el precio lo que me impedía comprarla. Quizá lo hubiera conseguido con un [adelanto de] mi editor. Lo que me lo impedía era simplemente el imponente tamaño y belleza de la piedra. En mi vida nunca he aguantado la presunción y yo pensaba que no éramos la clase de personas que llevaran una piedra como ésa y de ese tamaño. Simplemente no encajaba en nuestro estilo de vida en general. Y tampoco viviríamos felices a causa de la más espléndida de las aguamarinas y pasando estrecheces.
—No —le contesté lentamente viendo aún la piedra sobre la piel de Suse—. No, lo siento. Realmente no puede ser.
El indio sonrió melancólicamente. Devolvió la piedra de nuevo al cucurucho con su mano plana. Mientras lo hacía lo mirábamos y entonces el destello se extinguió.
—¡Le sabrá mal! —dijo el comerciante de piedras preciosas encogiéndose de hombros—. Quizá no encontrar nunca piedra como ésta. Tres mil marcos, ¡sólo por señora!
Sonrió y se fue. En ocasiones me ha sabido mal no haberla comprado, pero nunca de veras. No mucho después le compré a mi mujer un colgante con un aguamarina de una fosa sudamericana. No es ni la mitad de grande y quizá no tenga el fulgor de esa piedra, a pesar de que no fue mucho más barata. Sin embargo, la piedra encaja más con nosotros, es bonita, pero no atrae todas las miradas hacia sí. (Y en ocasiones también pienso que quizá nuestro buen indio melancólico tratante de piedras preciosas fuera un impostor que iba a la caza de pardillos con piedras falsas. Esa piedra grande y bonita era de verdad increíblemente barata. Así que mi animadversión hacia la presunción me protegió de un chasco mayúsculo.) De los huéspedes de ese caravasar sólo mencionaré de forma breve a un verdadero rajá indio,58 un hombre gordo, que apareció por allí con varias mujeres y muchos niños de piel oscura por unos cuantos días. Veíamos a pocos de ellos, la mayoría del tiempo lo pasaban en sus habitaciones, tampoco comían con nosotros. Sólo los niños armaban alboroto de vez en cuando en los pasillos, como todos los niños del mundo y de cualquier nacionalidad arman alboroto en los largos pasillos de las casas. Aunque a quien sí observé muchas veces con admiración era al cocinero, que hizo aparición con el séquito del rajá. Por motivos religiosos al rajá no le estaba permitido comer lo que nosotros comíamos, así que trasegaba en los fogones sus propias cazuelas y sartenes junto a la estupenda cocinera alemana. Era un hombre enorme y muy gordo, de una piel no muy oscura y que, además de llevar un turbante sucio, llevaba una vestimenta ancha y blanca, igualmente muy sucia, parecida a un caftán. Ya que la cocina no era excesivamente grande y para preparar las comidas para los huéspedes de la pensión se requería bastante espacio, a este gigante se le había asignado para cocinar, claro está, la ancha repisa junto al fogón, y allí se colocaba él y mezclaba, removía y espolvoreaba de pequeñas cajitas de plata polvos de colores sobre las salsas y el arroz, y nosotros, el padre y el hijo, observábamos absortos. Realmente tenía una serenidad auténticamente oriental, parecía no darse cuenta en absoluto de nuestras miradas bastante desvergonzadas, pues nunca nos miraba. Y un día nos puso un plato bajo la nariz con algo pegajoso de un color rojizo y otra cosa pegajosa de un color amarillento. El gigante hizo un gesto de invitación, durante un momento también busqué mi cuchara, pero entonces pensé: «¡Comamos pues como lo hacen los rajás!»
Con mi hijo, que prefirió la cosa roja, me puse de acuerdo con una mirada, y los dos echamos nuestros dedos en esa masa sospechosa y nos la llevamos a la boca.
¡Dios mío, era como si me hubiera tragado fuego, tanto me corroía y ardía la garganta, de golpe me quedé sin aire! Sin embargo, no tuve ni el más mínimo momento para ocuparme de mis propias sensaciones, tan estremecedor era el lloriqueo en el que rompió mi hijo. ¡Sin ninguna consideración empezó a escupir y gritar de forma terrible! A pesar de todo el cocinero estaba de nuevo frente a su repisa y espolvoreaba con su serenidad oriental los polvillos de sus cajitas. A él no le interesaban en absoluto las víctimas de su arte culinario. Nunca volvimos a ver a ese hombre malo, aunque no se pueda concluir que fuera realmente malo. Quizá trabajaba sin conocer el paladar europeo.
Nosotros éramos realmente los únicos alemanes alojados en esa pensión, sin contar con un tal profesor Nathansohn,59 que de hecho no era alemán, según los conceptos de entonces que se propagaban cada vez más, como mucho, un judío alemán. Y ése era el aspecto que tenía, el de un hombre respetable, gordo y bien alimentado, con una nariz bien aguileña 60 y unos labios muy rellenos y muy rojos, buenos modales, bonhomía y un gran sentido de la autoironía, en la que los judíos son los maestros. Tal como me informaron, el prof. N. era un hombre muy famoso, aunque yo no hubiera oído hablar nunca de él. Era el descubridor de la «Wistra», una fibra a partir de la cual se hacían las más excelentes sedas lavables. Eso no impidió que los nazis quisieran deshacerse rápidamente del profesor tras su toma del poder. El prof. N. no se inmutó mucho: todo su patrimonio estaba en el extranjero y estaba seguro de su capacidad de inventiva, así que emigró complacido y sin tristeza a Londres. Mientras tanto los nazis descubrieron que no todo iba tan bien con la «Wistra», como ellos querían, ninguno se arreglaba con ella, así que tuvieron que hacer volver al prof. N. desde Inglaterra a cambio de mucho dinero y bienintencionadas promesas. Así que ahora era el encargado de un gran laboratorio montado sólo para él, por encargo de las altas instancias oficiales, con el fin de arreglar los problemas con la «Wistra» y descubrir, además, la «Wollstra». Debo confesar que a menudo contemplaba al profesor con un gran placer, esa prueba viva de que los nazis no se tomaban tan al pie de la letra su sagrado programa del Partido cuando les convenía. Y de nuevo debo confesar que hoy no observaría al profesor con el mismo placer. Yo no soy como la mayoría de mis compatriotas, que sostienen que todo lo malo sobre esta tierra es achacable a los judíos y que el judío es el mismo diablo. Hasta 1933, yo he sido lo que hoy en día se denomina un filosemita, es decir, entre mis amigos y conocidos, de forma completamente casual, se encontraban arios y judíos. Yo no hacía ninguna diferencia, nunca me había parado a pensar en ello. La propaganda antisemita (¡la del «verdugo» Streicher «Stürmer»!) siempre me pareció repugnante. Aunque entonces, en 1933, tras la toma del poder, yo observé unas cuantas cosas que me desconcertaron. Cuando, por ejemplo, veía a ese P. N. allí con toda su bonhomía sentado comiendo asado de ganso a costa del Reich alemán, no me quedaba más remedio que decir que después de que me echaran de esa forma tan infame, yo no hubiera regresado a Alemania por mucho dinero que me ofrecieran y me hubiera esforzado por descubrir cosas en beneficio de los señores nazis. También teníamos una amiga judía,61 esa misma mujer que se había librado con éxito [de la] SA yendo de habitación en habitación cuando me detuvieron. Una de sus hijas residía en Londres, otra en Copenhague, ambas estaban casadas y a las dos les iba bien. En muchas ocasiones le rogaron a su madre, que vivía en Berlín, le imploraron finalmente que se fuera a vivir con una de ellas, y que no siguiera soportando más las humillaciones y persecuciones de los nazis. Sin embargo, la madre permanecía año tras año en Berlín, hasta que finalmente casi fue demasiado tarde para escapar. ¿Y por qué aguantaba todo esto? Ella recibía una pensión muy pequeña por su marido muerto hacía tiempo, no eran ni cien marcos mensuales, y exclamaba indignada:
—¡No voy a regalar este dinero a esta banda! ¡Nunca me transferirían el dinero a Londres! ¡No, conseguiré que me paguen hasta el último marco!
Así que descubrí que los judíos tenían una actitud frente al dinero diferente a la mía y era una actitud que personalmente a mí no me gustaba, que incluso me era francamente antipática. Uno vino por dinero y la otra no se fue por dinero y, sin embargo, ambos se dejaban humillar por dinero, voluntariamente, se dejaban humillar conscientemente.62
Y después sufrí otra experiencia que realmente me asustó. En la editorial trabajaba un lector, Paulchen M.[ayer],63 un pequeño judío de Colonia, con manos y pies de niño, uno de esos productos frágiles como la porcelana de interminable procreación sanguínea, en los que el cuerpo apenas parece viable. ¡Aunque vaya cabeza tenía ese hombrecito! ¡De ninguna manera una cabeza nada bonita, pero cómo chisporroteaba esta cabeza espíritu y fuego! ¡Nuestro Paulchen lo había leído todo, lo sabía todo, lo cubría todo! ¡Una vida eterna florecía en ese cráneo estrecho y de frente elevada! Y era insobornable. El gran y lleno de vida Rowohlt era un hombre al que en sus buenos momentos sólo se le podía contradecir teniendo mucho cuidado con lo que se decía. ¡En seguida bramaba como un volcán en erupción! Sin embargo, Paulchen lo contradecía, a Paulchen no le preocupaban esas amenazadoras oleadas de lava, Paulchen le repetía una y otra vez a R. que la novela sobre Rathenau del señor v.S.,64 por muy bien escrita que estuviera, constituía un oportunismo indigno por parte de la editorial. Rowohlt hubiera querido golpear con las puertas, hacer callar con su sobrepeso de 110 kilos a Paulchen, que sólo pesaba 35 kilos, juntaba los dedos y con cada dedo indicaba una prueba irrefutable. Al final siempre ganaba Paulchen. En la teoría y en la práctica R. no hacía caso a los informes de lectura de sus lectores, sino que publicaba exactamente los libros que a él le parecía. Así que al final el vencido Rowohlt cogía a su Paulchen en brazos y llevaba al hombrecito por toda la editorial, haciéndole mimos y diciéndole tonterías. Paulchen M., nuestro lector, la buena conciencia de la editorial, el amigo y consejero de todos, insobornable, fiel, también era eso: nada más que un pequeño y degenerado judío de apenas 35 kilos de peso y grotescamente feo.
Y después teníamos un segundo empleado judío en la editorial, es decir, no era realmente un verdadero empleado, era un señor, un señor voluntario o señor socio, como se quisiera llamar. O como él quería que le llamaran. Leopold U.[llstein] 65era hijo de la famosa casa editorial, la más grande por entonces en Alemania, y él lo sabía muy bien. En realidad sólo era el nieto. La vieja generación, que había levantado todo ese imperio, vivía escondida tras las bambalinas y movía los hilos en silencio e imperceptiblemente. Constituía la generación adquiriente. A ella le siguieron sus hijos, gente de negocios trabajadora e inteligente, no especialmente genial, aunque acertada en la elección de sus colaboradores y generosa a la hora de pagar: fue la generación consolidante. Y a ella le siguieron los nietos, la generación del esparcimiento, los derrochadores. Ya trabajaban en la casa, claro está siempre que quisieran trabajar (y se contaban historias divertidas y terribles sobre ellos). De todos estos nietos, sin embargo, el peor era este Leopold U. Era tan terrible que incluso la preocupación de su poderoso padre y la intercesión de su todopoderoso abuelo habían podido conseguirle un puesto de trabajo en su propio gran negocio. Aunque esta gente rica también tenía intereses monetarios en las editoriales Ro. y el peso que les confería esta participación lo utilizaban directamente para asegurar a su descendencia descastada un puestecito en la empresa. Ahí estaba él y pronto nos dimos cuenta de qué tipo de persona era. La persona más arrogante, grosera e incómoda que uno se pueda imaginar era difícil que lo superara. Por suerte el hombre no se tomaba muy en serio el horario de oficina, así que a menudo aparecía hacia el mediodía, repasaba algunos papeles con la nariz alta, entregaba un dictamen que carecía de todo conocimiento de causa y volvía a desaparecer. Si nosotros no podíamos aguantar a ese señor L. U., también él y nuestro «Paulchen» se odiaban con toda el alma. No podía ser de otra manera: constituían las antípodas, ese vividor superficial de malos modos y ese pequeño judío de aspecto cuidado.
Y entonces llegaron los días del golpe de Estado y todo cambió. Entonces Paulchen y Leopold U. estaban siempre juntos, siempre tenían algo que comentar y cuando uno de nosotros entraba en la habitación donde se encontraban, callaban. Eran los judíos y nosotros éramos los goyim, ellos se pertenecían y nosotros éramos los marginados. Durante esas semanas comprendí que para los judíos en la hora del peligro el judío más opuesto, el más difícil, le era más cercano que el amigo más fiel pero de otra sangre. Me di cuenta de que los mismos judíos habían puesto estas barreras entre ellos y los demás pueblos, que nosotros no queríamos creer a los nazis, que son los mismos judíos los que sienten y mantienen esta diferencia de sangre, y ante la cual nosotros siempre habíamos sonreído. Al llegar a esta conclusión no me he convertido en un antisemita. Sin embargo he aprendido ha pensar de forma diferente sobre los judíos. Muy a pesar mío, pero no lo puedo remediar.66 Sí, me sabe terriblemente mal, pero no lo puedo remediar.
Naturalmente que una vez en Berlín intenté en seguida arreglar mis asuntos con los Sp. ¡No estaba dispuesto a tolerar sin más esas desvergonzadas pretensiones! Yo me había comprometido a dar unas prestaciones a cambio de otra prestación, en contra del consentimiento a la ejecución forzosa y, como ahora se habían negado a ello, mis contraprestaciones también habían caducado. La objeción de que yo me aprovechaba de la situación apurada de un compatriota con el fin de hacerme con la casa era ridícula. La casa ya no le pertenecía a ese hombre y lo que yo quería era remediar en parte la situación de apuro de ese hombre. Yo sentía que toda la razón estaba de mi parte y toda la arbitrariedad en la otra parte, así que me dirigí inmediatamente al gran abogado que me había sacado con tal rapidez de la prisión preventiva. Sin embargo, allí me recibieron de una forma que no me esperaba. En cuanto le conté de forma abreviada y sencilla la historia de mis nuevas diferencias con mis patronos y la SA local, el gran abogado 67 se puso fuera de sí:
—¡Usted es idiota! ¡Y pensar que he sacado a un imbécil como éste de la cárcel! ¡Mejor que se hubiera quedado usted allí, así no hubiera dicho ni pío, pero ahora el idiota empieza a armar bronca! ¡Salga usted inmediatamente de mi oficina! ¡Tendría usted que pudrirse en la cárcel bajo prisión preventiva! ¡No quiero volver a verlo nunca más! ¡Fuera de aquí!
Yo ya me había ido. Estaba indignado con ese hombre. Aún no llegaba a entender los tiempos que corrían. ¿Así que uno no podía defender sus derechos, sólo porque casualmente un jefe de la agrupación local fuera amigo de mi patrono? ¡Ya verían si tenían razón o no! ¡Había otros abogados en Berlín! Me fui a ver a uno de ellos. Sin embargo, hice el extraño descubrimiento de que ninguno de ellos estaba dispuesto a hacerse cargo de mi caso. La mayoría rechazaba la oferta bruscamente, ya fueran del Partido o no. Los más educados opinaban que el Derecho estaba sin duda alguna de mi parte, pero que en estos tiempos no era aconsejable defender un derecho frente al Partido. El Partido había sufrido durante tanto tiempo la injusticia que ahora debía permitírsele cierta «libertad excesiva»... De alguna manera una indemnización... Yo debía esperar a que llegaran tiempos más tranquilos, ésa fue la contestación que recibí en todas partes. Ahora entendía mejor al bueno de mi padre, que en su momento había ejercido como juez. En ocasiones me había burlado en mi presunción juvenil cuando se aferraba casi con verbalismo al texto de cada una de las leyes. Y entonces, con sus ojos indulgentes y sagaces, me decía mirándome largamente:
—Hans, aprende, hijo mío, que el Derecho es un bien sagrado. El juez debe procurar que ni siquiera una pequeña astilla del mismo se dañe, ¡pues con la fuga más pequeña se viene abajo todo el dique!
Sin embargo, ahora [ellos] mismos resquebrajaron [este dique], crearon un nuevo derecho, uno para el Partido y otro para aquellos que no estaban afiliados al Partido. Finalmente, durante la guerra, cuando hacía tiempo que se había extinguido cualquier sentido verdadero de la justicia y cualquier creencia en el Derecho, crearon la «opinión pública», tras la cual sólo le quedaba tomar una decisión al juez. Ya que no eran cristianos, nunca habían leído en la Biblia cómo el pueblo gritaba «¡Crucificadlo, crucificadlo!», tras lo cual Cristo fue crucificado según el dictamen de la opinión pública. Sin embargo, Pilatos fue allí, se lavó las manos y preguntó: ¿Qué es la verdad?

 

28.9.44. Bien, ya he dicho que no encontré a nadie que sintiera vocación por su profesión. Esos días no me iba muy bien, dormía demasiado poco y bebía demasiado. Por primera vez en mi vida había sufrido una injusticia evidente, sí, me habían chantajeado de la forma más vil y no encontraba la forma de ponerle remedio. Me tragaba la rabia, la furia y la amargura, y lo que me habían hecho un puñado de camisas pardas se lo atribuía a todos los camisas pardas, desde el Führer hasta el más joven de las Juventudes Hitlerianas, y cuando los veía con sus estandartes y oía las canciones, que habían robado a los socialdemócratas, y sus fanfarrias, que provenían de los comunistas, entonces sí que me entraban arcadas. Y ello ha sido así hasta el día de hoy, todavía ahora, después de once años, no he podido acostumbrarme a esos uniformes pardos y esos morros de bulldog que los visten. Ese asco es insuperable. Existe un rostro típicamente nazi. En una ocasión un amigo mío me regaló una pequeña lámina de Honoré Daumier, uno de sus retratos de parlamentarios astutos y brutales, como Daumier había dibujado a cientos. La lámina lleva la para mí indescifrable firma de «Pot-de-Naz»,68 que yo he traducido sin más como «jeta de nazi». ¡Cuántos insultos no habré yo acumulado ya sobre esta lámina! Cuántas veces no habré mirado en las horas de la amargura este rostro gordo con su barbilla brutal y sus ojos de cerdo listo hundidos en esos michelines de grasa y me habré dicho: ése es el aspecto que tienen, unos más que otros, los ilustres de la nación, los señores Ley, Funk y Streicher.69 Hablan tanto del gansterismo que ahora disfruta de tanto éxito en los Estados Unidos... ¡En Alemania no hace falta que ascienda! ¡Aquí ya está instalado en los más altos ministerios y cargos, ya han elegido para ello bien a sus gánsteres! Un rostro como ése, por debajo bien decorado con pardo, rojo y oro también lo encontré en la plataforma trasera de un tranvía de Berlín, ahora en guerra, cuando la joven revisora ayudó atentamente a un viejo y delicado señor a bajarse del vagón y respondiendo a su agradecimiento le dijo toda amistosa: «¡Hasta la vista!», y el bien uniformado nazi la reprendió con la siguiente observación:
—¡Se ha olvidado de decir usted H.H., señorita!
La joven y guapa revisora sólo se volvió a medias y también miró la gorda «jeta nazi» sólo por encima:
—¡Y usted —observó fríamente— usted hace tres años que se ha olvidado de relevar a mi marido en el frente!
A lo que el saco de grasa se fue de allí rojo como un tomate, eso sí, sin abrir la boca, mientras todos los rostros de la plataforma trasera miraban, también mudos, tontamente, para evitar reír.
Así que durante esas semanas a mí no me iba nada bien y a mi mujer tampoco le iba muy bien. Ella no estaba bien, porque yo no estaba bien, porque con los pretextos más evidentes desaparecía en cualquier momento por poco tiempo de la pensión (para dar cuenta rápidamente de un aguardiente) y porque cada día me pasaba hasta bien entrada la noche por ahí. A una buena mujer no le hace ilusión cuando el hombre empieza a beber y además en secreto y sin compañía alguna, que de todas las formas de empinar el codo es la peor. Sin embargo, ella no podía acompañarme, porque los gemelos que esperaba ya la atormentaban seriamente y porque las consecuencias del esfuerzo, de la preocupación y de la excitación de los últimos tiempos se hacían ahora muy evidentes. Así que llevábamos una vida bastante lamentable y realmente no sé qué hubiera sido de nosotros, o por lo menos de mí (ya que yo me iba hundiendo cada vez más en mis fantasías severas y sinsentido de lo que era justo), si no hubiera aparecido un salvador en la necesidad, un verdadero y servicial amigo, que no sólo encauzó nuestra vida aportando más tranquilidad, sino que me insufló más valor que todos los abogados de Berlín, pues con sus negociaciones personales logró que la historia perdida con la casa en el pueblo B. por lo menos terminara de una forma no tan desastrosa para nosotros, aunque en todo caso consiguió finiquitar el asunto. Este hombre, de nombre Peter S.[uhrkamp],70 era verdaderamente una de esas figuras crepusculares de nuestro tiempo con las mismas fuerzas tanto para lo bueno como para lo malo, con muchas virtudes brillantes, pero poseído por la locura de esos tiempos de medrar a cualquier precio. Era un hombre grande y muy delgado con una figura imponente y un rostro casi del color de la ceniza, que con los años iba convirtiéndose cada vez más en una calavera recubierta de piel. Hace unas ocho semanas, cuando aún vivía fuera en libertad, oí que este exitoso y precavido hombre había sido alcanzado por el destino general de los alemanes: fue detenido por traición a la patria. También él dijo demasiado en un momento de ligereza, mostró parte de su corazón, dejó notar algo de su odio que late en todos nosotros. Quizá en el momento en el que escribo estas palabras él ya no esté vivo, aunque quizá el que es superior, el que tiene presencia de ánimo, ha conseguido acabar con los métodos de interrogatorio de la Gestapo. Se lo deseo de todo corazón. La vida hace tiempo que nos ha distanciado, no dejábamos de ser personas muy diferentes; hace años que no sé de su vida por él mismo.
Peter S. era hijo único de un campesino de Oldenburg y ése es un género duro, lacónico, fuerte y tenaz como una raíz. A una edad temprana se peleó con su padre, que había determinado que fuera su hijo el que heredara la pequeña finca. Sin embargo, el hijo notaba que estaba predestinado para algo diferente, más elevado que trabajar como peón en una pequeña y deprimente finca en los pantanos: cuando cuidaba de las ovejas oía una voz en su propio pecho que le decía que él estaba predestinado a ser un poeta. Tenía un pequeño libro con las historias de calendario de Johann Peter Hebel, y esas sencillas historias contadas tan magistralmente fueron determinantes para todas sus pretensiones: quería convertirse en un poeta del pueblo, quería escribir unos versos muy sencillos, sobre la vida sencilla, pero para toda una nación. Así es como soñaba junto a sus ovejas. Cuando contaba con catorce años y ya había acabado los estudios en la escuela del pueblo de una sola aula, cuando su padre se negó terminantemente a cumplir con su deseo de proseguir los estudios y quiso convertirlo en el peón de labranza de la finca, él se escapó de casa. El padre aún tenía la patria potestad sobre el hijo y podría haber hecho que volviera, pero era igual de tozudo que su hijo: lo borró de su vida como si nunca hubiera existido. Nunca más volvió a cruzar una palabra con él, nunca más volvió a pronunciar una palabra sobre él, le prohibió a su madre que lo mencionara: nunca habían tenido un hijo, ahora eran un matrimonio sin hijos que se hacía mayor.
El hijo lo tuvo difícil a sus catorce años en la ciudad cercana de Oldenburg a la que fue a parar. Era duro como el hierro, necesitaba tan poco para vivir, ¡aunque cuán difícil se le hizo conseguir ese poco! Trabajaba todo el día y por las noches estudiaba: en un momento dado decidió convertirse en maestro. Ya encontraría la forma. Pasaba mucha hambre, pero se endureció como un viejo roble, nada podía afectarle. En completo secreto en ocasiones la madre le enviaba algo de pan y leche, en ocasiones incluso llegaba a verlo y vertía lágrimas por su hijo perdido. Él no era capaz de llorar, nunca más en su vida consiguió llorar, de lo duro que se hizo. Tenía un objetivo: ¡convertirse en un gran poeta del pueblo y para ello estaba dispuesto a pagar cualquier precio!
Por entonces ya empezó a descubrir los clásicos de la literatura, ¡en la biblioteca de esa pequeña ciudad que era Oldenburg el mundo le absorbía con toda su grandeza y magnificencia! ¡Tras las sencillas historias de calendario sobre los Alamanes llegó el ingente pandemonio de los libros y él los devoraba cuantos más mejor! Le poseía una fiebre, temblaba por una insaciabilidad no satisfecha, quería conocerlo todo, saberlo todo, disfrutarlo todo, todo lo que existiera, ¡y después se pondría a escribir!
Cuando estalló la Primera Guerra Mundial volvió, siendo aún un joven, a la finca paterna y dirigió, en ausencia de su padre, que estaba en el campo de batalla, la finca para su madre, que se había quedado sola. Con apenas dieciséis años se sentaba sobre la cortadora de hierba y en las pausas leía sus libros, mecido por el viento, que él no notaba, el cielo azul sobre él y el barullo de las alondras, que él no oía.
Cuando su padre cayó abatido en Hartmannsweilerkopf, él vendió la finca, con lo que cobró consiguió para su madre una renta de por vida y con el dinero sobrante se pagó sus estudios. Se convirtió en maestro, impartía clases en una pequeña escuela de pueblo, ¿aunque qué era eso? ¿Para ello tanto esfuerzo y sacrificio? ¡Aún no había conseguido nada y ya tenía diecinueve años! Las horas que libraba las dedicaba a preparar el examen de bachillerato, lo aprobó, dejó de impartir clases, se dedicó a estudiar en la universidad, de nuevo sin dinero. De nuevo más hambre, frío, trabajo, trabajos duros por poco dinero, de día apisonaba el asfalto sobre las calles y al contacto del pesado mazo de hierro escandía los hexámetros de Homero. ¿Hacía una pausa y miraba hacia atrás? ¿Recordaba quizá al joven que cuidaba de las ovejas en la finca de su padre sobre el páramo, que llevaba un pequeño tomo gastado con historias del calendario en el bolsillo y en el pecho el sueño de convertirse en poeta? Lo ignoro. Fue años después cuando en un momento de confidencias me mostró unas cuantas hojas, quizá eran unas diez o doce. Estaban cubiertas de una letra microscópica, que parecía muy clara.
—El principio de mi novela —dijo de forma curiosa, impetuosa e interrumpida—. Llevo años trabajando en ella, la reescribo una y otra vez. Es tan difícil. Hay tanto que todavía ignoro. Usted lo recuerda, alguien dijo en una ocasión, que uno debería haber leído en su vida todos los libros del mundo y olvidarlos de nuevo para poder escribir un buen libro. Y entonces Flaubert, ya lo sabe usted, trabajó en su Salambó durante años, en su Tentación años, en la Bovary años.71 ¡Uno nunca pone el fin...! Volvió a reunir precipitadamente las hojas, casi lleno de miedo de que yo pudiera leer una línea, una palabra. ¡Todo enterrado, todo lo de la tierna juventud olvidado y enterrado, y él ni lo intuía!
De nuevo volvió a ejercer de maestro, dio clases en un instituto de bachillerato, en una escuela para guardas forestales, pero todo ello seguía sin satisfacer sus necesidades. Una vez más rompió todos los puentes tras él y de nuevo se fue prácticamente sin dinero a la gran ciudad de Berlín. Conoció la penosa espera en las antesalas de las redacciones, la caza de un artículo, la escritura miserablemente mala, el comportamiento despreciable de los triunfadores, su terco boicot hacia el hombre en el que veían a un posible competidor. No salió adelante con algunos escasos articulillos, nunca le concedían una oportunidad. Pasaba más hambre que nunca, su mejor traje ya estaba astroso, las suelas de sus zapatos hacia tiempo que no tenían grosor.
Y entonces llegó la suerte, él la llamaba realmente suerte: consiguió meter un pie en el peldaño más bajo, se convirtió en el segundo redactor de una gran revista. Las revistas, aún se recuerda, fueron durante mucho tiempo en Alemania la gran moda importada de América. Las había de todos los tipos y precios, para las niñas pequeñas y para las señoras elegantes, aunque todas tenían en común que solían empezar con una historia de amor larga y la mayoría de las veces frívola, y que más adelante se regodeaba con el esnobismo y un erotismo más o menos encubierto. Y todas llevaban muchas ilustraciones, bonitos paisajes y bonitas muchachas, éstas más o menos vestidas, la mayoría de las veces menos.
Ésta fue la fortuna que alcanzó, convertirse en el segundo redactor de una revista de ese tipo, tras veinte años de lucha, hambre y estudio. Por lo menos era la publicación en Alemania que se esforzaba en mejorar su nivel como revista: no se especulaba con lo erótico y lo obsceno, sino que publicaba buenos y entretenidos relatos cortos de gente famosa, preferían entretener que ser obscenos y al esnobismo le concedían sólo aquel espacio necesario para que la revista conservara a sus compradores. Conocí a Peter S. durante los años que trabajaba como redactor y me escribió una carta en la que me hacía un encargo. Era cuando se iniciaba mi carrera, yo aún era tierno y estaba hambriento de trabajo, cualquier propuesta me interesaba. El primer encargo lo efectué a su entera satisfacción, así que siguieron muchos otros. Me convertí en colaborador fijo de la revista, algunos de mis mejores relatos 72 —una forma que no frecuento mucho por mi afición a la larga distancia— han sido publicados allí. Alguna cosa funcionó, alguna cosa también fracasó. Aun siendo escritor siguió ejerciendo como maestro y tenía una manera objetiva, nunca hiriente, de mostrarme los puntos débiles de mis historias. Siempre era así, como si el profesor le devolviera a uno su redacción en alemán corregida. Y esa actitud se mantuvo entre nosotros: él era el profesor, yo era el alumno. Él siempre tenía la supremacía y eso se reforzó cuando se convirtió en nuestro salvador y consejero en nuestra historia con los Sp. Pero cómo consiguió él solucionarla quiero contarlo más adelante, primero quisiera proseguir con el informe de la asombrosa vida de este hombre. Naturalmente que mi mujer también lo conoció por aquel entonces y llegó a apreciarlo. En ocasiones venía por las noches a visitarnos a nuestro exótico caravasar, incluso preferíamos visitarlo a él. Vivía en el sexto piso de una gran casa de alquiler en las afueras del oeste de Berlín para jóvenes solteros; a menudo nos asomábamos desde su balcón y observábamos la ciudad que destellaba con las luces, desde donde la torre de radiodifusión parecía lanzar sus brazos de luz a través de la noche, ¡mientras que hoy en día todo esto son escombros, luto y ceniza, igual que nuestra amistad se ha convertido en ceniza, ¡permanece en silencio, corazón mío! Sin embargo, por aquel entonces, charlábamos y nos reíamos, el mundo nos parecía maravilloso, nos encontrábamos al comienzo, estábamos por llegar, las oportunidades que nos brindaba la vida nos parecían inagotables. Fumábamos gran cantidad de cigarrillos, bebíamos vino o whisky (que a él no le afectaban, seguía del mismo color de la ceniza e igual de frío, nunca detecté ni la más mínima traza de borrachera en él, tras tantos años de privaciones su cuerpo se había como extinguido, era todo cuero y huesos) y nos gritábamos: «¿Ha leído usted esto? ¿Y eso?» Pegábamos un salto y arrancábamos el libro de la estantería, buscábamos un párrafo... Por aquel entonces P. S. también había descubierto ya a las mujeres, el segundo gran descubrimiento de su vida, aunque mucho menos importante que el primero. Creo que cuando lo conocí ya había estado casado una vez y ahora estaba separado, no estoy del todo seguro. Con él vivía por entonces una mujer guapa, de extremidades delgadas y vivaz, redactora de no sé qué periódico y activa participante en nuestras conversaciones, también una muy capaz bebedora, mientras que mi querida mujer nunca había podido superar un rechazo innato al alcohol, incluso al mejor de los vinos. La señora Sch.[ubring] 73odiaba como todos nosotros con fanatismo a los n., aunque más tarde siguió otro camino. Se separó de su amigo P. S. y se casó con un hombre mucho más joven, también un hombre con una manera de pensar completamente distinta, que escribía libros patrióticos apegados a la tierra y con aroma a ésta 74 y que contaba con gran reputación entre los n., lo que tan acertadamente el actor E.[mil] J.[annings],75 del que aún tengo que hablar, llamaba «un patán nacionalsocialista». Bajo la influencia de este hombre la señora Sch., ahora una condesa de alta alcurnia, derribó todos los dioses que antes había venerado, se convirtió en una salvaje n. y persiguió a sus amigos de entonces, especialmente cuando triunfaban, echando sapos y culebras, siempre celosa de los pequeños y mezquinos éxitos de su propio marido.
Aunque por entonces gracias a Dios no era así, a menudo su carácter vivo, perspicaz, pero siempre tierno y dependiente del marido me alegraba mucho, y sus realmente extraordinarias bonitas piernas, a las que sabía darles un uso fascinante. P. S. había conseguido colocar, sin duda alguna con su puesto de segundo redactor de una gran revista, el pie en el último escalón y alejar las preocupaciones más inmediatas por el dinero, pero su futuro no estaba asegurado, pues había un primer redactor, de cuya benevolencia dependía completamente. Este primer redactor, un tal señor K.[roner], 76era un judío rubio como el trigo, siempre hecho un figurín y además una de las personas más locas que haya ocupado nunca una redacción. Si afirmo que más de la mitad de su sacrosanta redacción estaba completamente ocupada con un tren eléctrico de seis u ocho niveles no exagero. Al señor K. le gustaba jugar durante las horas de trabajo con ese tren, que disponía de todos los refinamientos con puestos de enclavamiento eléctricos, cabañas de montaña, estaciones, túneles, armarios, cambios de aguja y docenas de trenes. Ponía en marcha y detenía los trenes, cambiaba a distancia las agujas, evitaba colisiones en el último momento, hacía que los trenes fueran lenta o rápidamente y revelaba con exactitud a su oyente ya algo irritado qué es lo que se imaginaba para el siguiente número de su revista. El señor K. siempre se imaginaba algo, el trabajo en sí lo hacía entonces su segundo redactor P. S. No, ese jugar con los trenes no se lo tengo muy en cuenta, se trataba simplemente de una pose estudiada, con el fin de hacerse algo más importante. Sin embargo, el señor K. también tenía sus extrañas costumbres. Por ejemplo, en una ocasión me preguntó por qué tenía un aspecto tan deprimido. Le dije que me había enfadado y de eso habían derivado preocupaciones, a lo que el señor K. me contestó:
—¡Déjese de preocupaciones! ¡Sólo usted es el que se crea preocupaciones! ¡Váyase usted a cortar el pelo y ya verá cómo se siente! ¡No piense más en las preocupaciones!
O me obligaba a acompañarle a una tienda de ropa para hombre en la calle Leipzig con el fin de comprarme una nueva corbata, que a mí me disgustaba intensamente. Sin embargo, tenía que hacerme el nudo en la misma tienda.
—¡Ya puede usted tirar tranquilamente sus otras corbatas! ¡Con una corbata como la que lleva ahora nunca podrá escribir usted un buen cuento! ¡Créame! ¡Sin embargo, con esta corbata todo le saldrá bien!
Uno puede entender fácilmente que llegara un día en el que dos naturalezas tan diferentes como el señor K. y su segundo redactor P. S. colisionaran. El señor K. tuvo una idea, asumo que era un despropósito, aunque esta vez no referida a la forma de vestir de sus autores, sino a su revista. Esa idea se tenía que aplicar y el señor P. S. se negó a hacerlo. Incluso se negó a hacerlo cuando le amenazó con despedirlo inmediatamente. Y así fue. De nuevo estaba en la calle y, por supuesto, no disponía de ahorros. Whisky, mujeres y libros, el sueldo de un segundo redactor nunca ha sido demasiado bueno. Aunque de nuevo tuvo suerte. Una editorial respetada, una de las más grandes y respetadas de Alemania, publicaba una revista mensual gruesa, cuyo contenido se componía, por una parte, de relatos y, por otra, de artículos críticos. Los autores más respetados habían dado a conocer a menudo sus trabajos en esta revista. Decenios antes, esta revista había sido una publicación joven y vital, poco a poco su plantilla fue cumpliendo años y el sereno fulgor de la senectud se posó sobre sus páginas; en pocas palabras, a pesar de la gran reputación con la que seguía contando, se había vuelto un poco aburrida. Así que se decidió a inyectarle sangre fresca con la contratación de un nuevo redactor jefe y mi amigo P. S. fue el elegido para desempeñar esta tarea. Fue realmente una gran suerte, pues para ese puesto había cientos de candidatos. ¡Como mínimo había avanzado seis o diez escalones! Hace muy poco era el segundo redactor de una voluble revista de entretenimiento y ahora se convertía en redactor jefe de una revista que escogía a sus colaboradores de entre los mejores de la nación y que podía pedirle a cualquier ministro una colaboración sin vergüenza. P. S. ocupó ese nuevo puesto pocos meses antes de la toma del poder. Yo me alegré por él. ¡Por fin contaba con la posibilidad de hacer realidad sus propios planes de trabajo! Pensé en esas diez, doce hojas que en una ocasión me enseñó brevemente, también podría publicar en su propia revista y se haría conocido por ello, yo estaba celoso de su gloria. Lo que, sin embargo, se publicó después de muchos meses, cuando nuestra relación ya se había cortado, fueron los artículos precavidos y tanteadores de un hombre que buscaba el camino hacia el n. En esos textos se podía notar cómo ese hombre se esforzaba por descubrir los aspectos buenos de algo malo, cómo se obligaba a pensar de otra forma a la que estaba habituado. ¡Vaya cambio! ¿Qué había ocurrido con él? Por lo que me contó gente que por ese tiempo lo frecuentaba casi diariamente, había vislumbrado su gran posibilidad, y con el corazón de hielo que tenía, estaba decidido a aprovecharla. El fundador, el dueño y todavía el director de la gran editorial 77 era un viejo judío, un hombre viejo e inteligente, con ese instinto por la calidad del que disponen tantos judíos. Había descubierto jóvenes talentos, los había alentado, ayudado a evolucionar, promocionado y también, que es lo más grande que puede llegar a conseguir un editor, había sabido mantenerlos a su lado en sus días de gloria. Por ello su editorial había crecido mucho y el pequeño, viejo y medio enfermo judío continuaba al frente de su gran casa editora manejando todos los hilos. De entre todos sus colaboradores lo había sabido todo desde el principio, conocía como ninguno las caras débiles de los autores que debía proteger, sus vanidades, sus engreimientos, sabía a los que debía ofrecerles mucho dinero en mano y a los que, la mayoría, podía ofrecer una y otra vez pequeñas cantidades. Así había dirigido con inteligencia y sabiamente las capacidades de su gran casa editorial hasta el día en que se produjo la toma del poder, que lo cambió todo. Pues entonces en la vida de ese viejo hombre se introdujo algo que él no podía entender. Naturalmente que había oído hablar del n., su revista había publicado artículos sobre ello, un partido político, uno entre doce, uno entre treinta y seis. Y ciertamente el antisemitismo también era conocido, ya se empezaba a notar, como uno empieza a notar muchas cosas en la vida, buenas y malas. Sin embargo, esto que llegaba ahora era algo diferente. Esta gente que estaba ahora al mando del timón no representaba a un partido político al que se pudiera pertenecer o que uno pudiera repudiar, no, ellos apuntaron sencillamente hacia el viejo hombre, a su corazón, su vida, su obra. Sostenían que era un hombre inferior, un hombre malo por nacimiento, que todo lo que había hecho lo había hecho sólo por motivos malos, era un mérito exterminarlo a él y a sus congéneres. ¿Cómo podía ese viejo hombre entenderlo? ¡Era imposible! «Mirad —se dice quizá para sí mismo—, mi catálogo incluye a cien autores, quizá ciento cincuenta, o doscientos, qué más da. Y de todos estos autores ni un cuarto son judíos, tres cuartas partes son cristianos, o tal como lo queréis denominar hoy en día, arios. Y de entre estas tres cuartas partes están las más grandes plumas que hoy en día escriben en Alemania. Eran jóvenes e inseguros cuando llegaron a mí, han crecido bajo mi protección, yo he aportado mi granito de arena para que se hayan hecho grandes. ¿Y todo el trabajo que he desarrollado durante muchos decenios está mal? ¿Ahora deben exterminarme y mi trabajo ser despreciado? Sin embargo, ¿no escupís sobre la obra, sobre estos hombres que se hicieron grandes gracias a mí, a ellos los honráis, ellos que forman parte de mi obra? ¿Y a mí me queréis exterminar?» Alrededor de ello daban vueltas sus pensamientos una y otra vez, desamparado y abrumado por el miedo. Sí, él tenía miedo, el viejo hombre, tenía un miedo visceral a los golpes y maltratos. No dejaba de vivir en medio del mundo, el teléfono sonaba en su despacho y alguien le informaba de una nueva detención con golpes y puntapiés en el cuerpo. Entonces el viejo hombre se ponía a temblar. Y cuando se asomaba por la ventana y miraba hacia la calle entonces siempre llegaba el momento en el que sonaba la banda, ondeaban los estandartes, resonaban los pasos del desfile y él veía desfilar las filas pardas y observaba de nuevo estos jóvenes rostros, ay, tan faltos de pensamientos y crudos, rostros completamente diferentes a los que había visto a lo largo de su vida, rostros despiadados, rostros sin compasión. Y cuando entonaban una canción y él escuchaba un verso sobre la sangre de los judíos, que debe fluir del cuchillo, entonces todo su cuerpo temblaba y gritaba y corría la cortina y se imbuía en la oscuridad, como si pudiera aislarse del nuevo mundo con un par de metros de tela que se alzaba tan sombrío. Y él seguía gritando su miedo, el viejo judío, debían llevarse el teléfono de su despacho, no quería oír nada más, y resultaba muy difícil tranquilizarle.
En un momento así de pánico inútil el nuevo empleado estaba con él en la habitación. Cogió al viejo hombre del brazo y lo llevó hasta un sofá, se sentó junto a él y le enseñó lo fuerte que era, le contó que era un joven campesino de Oldenburg, al que los nuevos amos no le podían hacer nada, que incluso era uno de aquellos que ellos querían. Así tranquilizó P. S. al viejo hombre y cuando sonó el teléfono se puso él en lugar del viejo judío y habló por él. Se hizo cargo de una pesada negociación con no sé qué administración y la llevó a buen puerto, tal como solía hacer, de manera inteligente y clarividente. Desde entonces el viejo editor empezó a llamar al redactor jefe de su revista mensual, primero en las horas del desaliento, después también cuando se enfrentaba a negociaciones difíciles, pues de repente les tenía más confianza a los que acababan de llegar que a sus viejos colaboradores, a los que ya conocía desde hacía tiempo y hacían la vista gorda. En primer lugar lo hacía llamar, pero había un largo camino que recorrer desde la otra ala y piso de las oficinas: así que hizo que dispusieran su despacho junto al suyo. Finalmente determinó que todas las llamadas de teléfono dirigidas a él las atendiera primero su joven ayudante, que se encargaba de solucionar lo más difícil y apremiante, como P. S. también sabía recibir a todos los visitantes. Por fin hizo incluso que el nuevo consejero elegido le acompañara por las noches en su gran limusina a casa y ya que la villa en un gran parque le pareció de repente tan solitaria y peligrosa, P. S. tuvo que hacerle compañía también durante las noches y, finalmente, incluso tuvo que pasar las noches allí. Al viejo hombre le quitaba un peso del corazón, había encontrado una ayuda, fuerzas para sus débiles brazos y paz para su corazón.
En las habitaciones de la redacción de la gran ciudad tienen, sin embargo, unos finos oídos, allí pueden oír más que sólo crecer la hierba, y rápidamente se extendió la fabulosa noticia del pequeño y desconocido e insignificante editor de una ridícula revista, que de un día para otro se había convertido en la mano derecha de una casa millonaria. Y no poco después emergió el feo nombre del que P. S. nunca pudo desprenderse: el cazafortunas. Sí, así lo llamaban y así se llamaba: P. S. el cazafortunas.78
Y es muy posible que al principio P. S. hiciera todas estas cosas con la mejor voluntad, sólo con la intención de ayudar, pues era, tal como yo había podido experimentar, un hombre dispuesto a ayudar, un buen camarada entre los hombres. Pero entonces se hizo inevitable que él percibiera las miradas desconfiadas con que lo miraban, y tampoco debieron de faltar los chismosos que le hicieran llegar el odioso apodo de «cazafortunas». Yo ya lo he dicho muchas veces y aquí lo vuelvo a repetir: era un hombre duro. Y cuando vio que todos sólo se creían lo peor de él y nadie confiaba en la honestidad de sus intenciones, entonces dijo: si eso es lo que creéis, así será. Sí, quiero convertirme en el heredero, por ello no le irá peor al viejo hombre y tampoco a la herencia.
Sin embargo, soñando, aunque soñando un sueño muy diferente al que tuvo en sus días de juventud, vio la gran casa editorial con sus muchos autores famosos prácticamente en sus manos, vislumbró el poder, que ahora permanecía tan silenciosa e insignificantemente en las débiles manos del viejo y enfermo judío, en sus propias y fuertes manos, ¡y ahora lo utilizaría para su propia gloria! En sus pensamientos borró el apellido del judío de la cabecera de la empresa y colocó su propio apellido.
El sueño que soñó fue inmenso: él, el insignificante y desconocido pobre redactor quería convertirse en dueño y director de una de las más grandes casas editoriales, quería mandar sobre el espíritu y el genio. Sí, eso era, se dijo orgulloso, ¡en efecto, mil veces más que aquello que había soñado entonces junto a sus ovejas, con las sencillas historias de calendario del viejo Johann Peter Hebel! ¡Si llegaba a conseguirlo! Cazafortunas, como quieran, ¡ya lo verán y realizarán una profunda reverencia frente al cazafortunas!
Ya había tomado la decisión y también era el hombre que le sucedería, que desde ahora negociaría incorruptible tras él. Empezó a escribir unos artículos precavidos, prudentes, sin duda alguna algo lánguidos, en los que un hombre descubre el n., hace su ideario como propio, paso a paso avanza desde el observador precavido hasta el seguidor, el admirador. Si hasta entonces sólo se había ocupado de las negociaciones con los puestos competentes del Reich y del Partido cuando se lo pedían, tras ello aspiró a ocuparse de todas ellas, él sólo se ocupó de cara al exterior y en poco tiempo de todas las negociaciones pertinentes de la gran casa editorial. Naturalmente ello no se produjo sin unas violentas luchas internas; dentro de la casa se odiaba a ese advenedizo, a ese cazafortunas: «Vivo entre un montón de asesinos», dijo en una ocasión durante esos tiempos. Sin embargo, se había ganado vivir entre asesinos, era un fajador y un matón, podía ser tajante y brutal, no le tenía miedo a nadie. Y entonces: tenía al viejo hombre a su merced, lo necesitaba, ya no podía vivir sin él. Cuando P. S. lo supo, cuando reconoció cuán dependiente de él era el viejo judío, utilizó su poder sin consideración, también en contra del viejo hombre. Existen informes que son realmente escalofriantes, informes de torturas insensatas, no sé qué es lo que debo creerme. Más tarde ocurrieron tantas cosas horribles en Alemania, en los últimos años nos hemos vuelto tan insensibles frente a la crueldad: bajo un gobierno como éste, que sólo cuenta con lo malo de las personas, todo es posible.
Lo veo ahí sentado, a P. S., largo, siempre vestido con camisas muy elegantes y siempre con trajes oscuros, lo veo sentado en su despacho frente a la santidad protegida con miedo del viejo judío. Está malhumorado, ha tenido que luchar todo el día con las intrigas y difamaciones de los colegas, ¡y ahora el viejo hombre se ha puesto también en su contra referente a una importante cuestión! Durante un rato sigue reflexionando sobre ello, duda, y entonces coge el teléfono y llama al viejo judío. Cambia el tono de su voz y áspero y rudo le comunica al viejo judío que al día siguiente debe acudir a un interrogatorio de la Gestapo. Vuelve a colgar rápidamente y se inclina sobre sus papeles. La puerta del despacho de al lado se abre bruscamente, el viejo hombre está allí de pie, el hombre se arranca los cabellos, está completamente desesperado, ya se ve ajusticiado. Implora ayuda a su joven amigo, pero éste está malhumorado, le deja entrever al viejo hombre que ha obrado mal tomando una decisión en su contra. ¡Cómo lo tortura! ¡Cómo deja gemir a este pobre y enfermo ser! Y entonces cede, le promete arreglarlo todo, pedir un aplazamiento; ¡consigue hacer realidad el milagro, la Gestapo, la autoridad más implacable de toda Alemania, renuncia a realizar el interrogatorio!
Y eso no ocurrió una sola vez, sino que más de una vez, muchas, hasta que el viejo hombre ya sólo se convirtió en un pelele, que a todo decía que sí y amén. A todo lo que quería P. S. Y mientras tanto iba consolidando su posición, lo hacía poco a poco, consultaba a los acreedores: lo que llegaba ahora era sólo una cuestión del astuto guión. Fue astuto cuando finalmente el viejo hombre estaba allí muerto, a salvo para siempre de todas las torturas, entonces él era el heredero. Primero fue sólo el director interino y entonces se convirtió también por su nombre en el verdadero director, adquirió participaciones, se casó con una mujer rica (que era mayor que él y bebía, pero eso no importaba); los años pasaron y llegó el día en que se extinguió el nombre del editor judío muerto, ya que pusieron su nombre en lugar del otro: el sueño se había hecho realidad, el hambriento estudiante mendicante se había convertido en un hombre poderoso, el señor sobre millones. Aunque había olvidado por completo el sueño que había soñado cuando cuidaba de las ovejas de su padre en el páramo, llevando las sencillas historias de calendario de Hebel en la cartera, esas historias que eran tan sencillas como los versos de las canciones: «Sé siempre fiel y honesto» 79 ¡...! ¿Había olvidado todo eso? El sueño no lo había olvidado a él y se puso en su contra. Al fin y al cabo no era más que un joven campesino de Oldenburg y estaba hecho de otra pasta que los señores que ahora gobernaban. Los había lisonjeado, cuando sus propósitos lo requerían se convirtió en un n. fiable, ya que de otra manera no podía prosperar, se dedicó a echar de su editorial a los autores judíos y simpatizantes de los judíos, se había convertido en el modelo de un n. Y sobre todo ello había aprendido a odiar a esos n. como ningún otro. Había comido con ellos y había bebido y reído con ellos, sí, con sus chistes sin gracia, había reído con su aburrido baladroneo y lo había alabado. Con ellos había exterminado vidas sin pestañear y por deseo de ellos había convertido sus aburridos garabatos en un dios con el esplendor de Apolo. Sin embargo, en su casa, en una esquina escondida, tenía diez, doce páginas con su pequeña y muy nítida caligrafía y éstas se pusieron en su contra. Que en una ocasión hubiera deseado eso se había convertido en algo más importante que todo éxito que hubiera alcanzado. ¡Ay, qué asco le daban, qué ilusión le hubiera hecho después poder escupir a sus rostros estúpidos y aburridos y gritarles por una vez a la cara qué es lo que pensaba en realidad de sus frases aburridas! Pero él sabía callar, no por nada su rostro era como una calavera, en su cráneo había mucho enterrado.
¿Cómo se llegó entonces a que en un momento dado llegara a decir [algo] en voz alta? Quizá estaba borracho o quizá también necesitaba por una vez a alguien en quien poder confiar para abrirle su corazón y mostrarle todo el odio que sentía. Y entonces la persona en quien confió le delató. No lo sé. Yo sólo he oído que ha soltado la lengua, que le han detenido por traición a la patria, quizá a esta hora ya esté muerto. Colgado de una soga. ¡En vano el pasar hambre, el largo y gris camino, la lucha, las humillaciones en contra del viejo judío, todo en vano! En vano la traición a sus propias creencias, ¿pues de qué le servirá al hombre 80 ganar el mundo entero si arruina su alma? ¡Ay, si aún siguiera cuidando de las ovejas en el páramo de su padre!
Y éste era el mismo hombre, para hablar aunque sea brevemente de este aspecto de su persona, que poco después de la toma del poder vino a mí y me dijo:
—Escuche usted, B.[ertolt] B.[recht] está escondido en mi casa; 81esta noche tengo que ayudarle a pasar la frontera con Checoslovaquia, estamos recaudando dinero para él. ¿Cuánto puede usted aportar? Seguramente nunca le será devuelto.
B. B. consiguió escapar de su detención milagrosamente. Se sabe que el autor del libreto de la Ópera de Tres Centavos era especialmente odiado por estos señores. Pero, como todos nosotros, él aún no tenía ni idea de cuán cerca estaba amenazado por el peligro. Durmió bien, se tomó su café y salió a la calle, tal como era él, sin abrigo ni sombrero, con la intención de ir al barbero. Cuando salió del barbero ya había aparcado un automóvil frente a su casa, uno de esos bonitos y grandes coches de la policía. Y frente a la casa había centinelas apostados. Se trataba de un edificio de cinco plantas de viviendas de alquiler, en el que vivían muchos colegas, aunque B. B. tenía la firme sensación de que esa visita matutina era por su causa. Observó durante un instante el automóvil y a los centinelas y después dio la vuelta y se alejó de allí pensativo, enfrentándose a un futuro muy incierto, sin sombrero ni abrigo y sólo con unas cuantas monedas en el bolsillo. Finalmente aterrizó en casa de P. S. y él era justamente la persona indicada para llevar tal aventura a buen puerto. Diseñó un plan de viaje, reunió dinero, consiguió un viejo vehículo y él mismo se fue con B. B. Ignoro cómo lo hizo, pero consiguió pasarlo sano y salvo por la frontera. Así arriesgó su puesto de trabajo, sus perspectivas de futuro, incluso su vida, con el fin de ayudar a un hombre, que personalmente no le era cercano y que según sus opiniones no podía tener en mucha estima sus logros literarios. Así era P. S. el cazafortunas, no era peor, pero tampoco era mejor. Y no muy diferente a todos nosotros.
Es mejor que relate esta última acción conciliadora de P. S. antes de volver a contar mis propias vivencias. No me alegra que el fluir de la narración me haya conducido a contar primero el ascenso de P. S. Para nosotros fue entonces el amigo salvador. Lo admirábamos, lo tratábamos con confianza. Y lo que hacía por nosotros valía realmente toda confianza y agradecimiento. En primer lugar consiguió sacarnos a ambos de nuestra elegante pensión, nos expidió a un pequeño sanatorio rural de Brandemburgo, donde encontramos la tranquilidad, el sol, el verdor, donde el pequeño pudo volver a jugar a sus anchas y donde nosotros no sólo matábamos el día de forma absurda, sino que hacíamos curas de descanso en el parque y de vez en cuando nos tomábamos un trago, con el convencimiento de que conseguiríamos unos nervios de acero. Y entonces me hizo un encargo, cuando durante esos meses de desgarro interior era completamente imposible escribir: me envió a ver villas, casas de campo y pequeñas granjas. Debía comprarme algo diferente, disponer de un sitio donde pudiera escribir, un lugar que para nosotros fuera imprescindible. Yo protesté en vano, alegando que ya no tenía dinero, que en primer lugar debía arreglar el asunto con los Sp. Él se mantuvo inflexible. Me pidió que comprara algo y así lo hice yo. De ello ya hablé en otro de mis libros.82 Y él arregló el asunto con los Sp., incluso consiguió obtener algo de beneficio. Su acción, en la que ni yo ni mi abogado habíamos pensado, era muy sencilla: se marchó y vendió de nuevo mis hipotecas. Está claro que yo perdía dinero, y no poco, pero ya no estaba ligado a esa odiada posesión. Para los Sp. esa venta tuvo una consecuencia muy incómoda: hasta entonces naturalmente no habían pensado en pagarme intereses por las hipotecas, me cobraban el alquiler y se dedicaban a vivir: tonto de mí, estaba indefenso. Pero incluso bajo el régimen nazi un gran banco no está indefenso, así que éste exigió todos los intereses, los actuales y los retroactivos y para ello se quedó con todo mi alquiler.
Mientras tanto nacieron las niñas y la más joven de ellas murió pocas horas después de ver la luz. Ello tuvo una razón determinada, pero nada que ver con los sobresaltos y fatigas durante el embarazo, y a pesar de ello nunca he podido liberar mi corazón de los pensamientos de que los Sp. también tenían su parte de culpa en esta desgracia, los Sp. y todo lo que tenía que ver con ellos, toda la odiada guardia parda y la prisión preventiva y el largo camino nocturno de mi mujer hasta la pequeña ciudad de Fürstenwalde. Es injusto, no puedo aportar pruebas, pero lo vuelvo a repetir: también ellos son culpables de esto. Ese hecho no se hubiera producido, nuestra pequeña hija aún viviría, si entonces nosotros hubiéramos podido vivir felices y en paz, ¡si no se hubiera producido ese odiado golpe de Estado!
Mientras tanto habíamos encontrado también la casa en el campo,83 una tranquila casa a orillas de un lago, en la que queríamos empezar a vivir y ahora de lo que se trataba era de recuperar nuestros muebles y nuestras cosas, que aún se retenían como «fianza» por los derechos de los Sp. También en este caso nuestro amigo P. S. fue nuestro salvador. Se atrevió a ir hasta nuestro antiguo domicilio y negociar, pero no se dirigió al pobre camarada al que yo había perjudicado tanto, sino que se fue directamente a ver al que realmente podía decidir, al contratista Gr. ¡Ése fue un día emocionante para nosotros! No tuvimos un minuto de respiro, yo por lo menos iba de un lado a otro, no podía estarme quieto, agobiaba a mi mujer enferma y cansada con miles de temores. Ya veía a nuestro mediador detenido, ¡podía imaginarme tan bien a ese monstruo de Gr., que debía de estar especialmente fuera de sí por la pérfida venta de las hipotecas! ¡Ay, fue un tiempo de espera horroroso!
Entonces nuestro amigo volvió y tal como era su forma de hacer las cosas al principio no nos contó nada, sino que no dejó de reprendernos, sobre todo a mí. ¡De su hermana ya había oído que yo había estado muy inquieto, de cómo había atormentado a mi mujer, que había vuelto a beber algo de alcohol y encima ahora me reprendía! Durante toda su vida siguió siendo un maestro y un educador, ¡y en su papel podía ser terrible, podía tener una maldita capacidad de herir! En ocasiones yo me peleaba con él; ¡a mí realmente no me parecía de recibo que a un hombre de cuarenta años como yo le echaran una bronca como si fuera un escolar! Aunque en esta ocasión yo me quedé bien calladito, si le hubiera contradicho hubiera retrasado el informe sobre lo que había conseguido. Sólo después de que nos hubiera echado un buen rapapolvo, y de que nos hubiera dejado por los suelos, llegó por fin el informe.

 

29.IX.44. Realmente todo había ido sobre ruedas. La venta de las hipotecas y la posterior pérdida de los alquileres no había crispado el ambiente, tal como yo me temía, sino que había generado preocupación. Estaban dispuestos a rescatar lo que se pudiera rescatar, estaban dispuestos a negociar. Negociaron, finalmente acordaron una suma, mediante la cual todas las reclamaciones de los Sp. quedaban saldadas para siempre y mis muebles quedaban a mi disposición. Seguía constituyendo un chantaje, seguía estando en contra de cualquier derecho, tampoco se trataba de una suma pequeña, pero era algo a lo que uno podía resignarse; en cierto modo la penalización por una gran tontería.
Y entonces veo frente a mí esa mañana de verano clara y radiante: el balanceo de los pinos, a través de los que una vez mi mujer huyó de noche, desprende poco a poco el olor a resina. En el camino cubierto de grava marrón frente a la villa se detienen los dos camiones de colores de la mudanza. Los operarios sacan las diferentes piezas de la casa. Dentro está trabajando el embalador, se trata de una mudanza como otras miles, no hay nadie que denote su historial. No hay ni huella de los Sp. Allí yo soy completamente superfluo, pero mi amigo P. S. ha insistido en que vaya, para que me vieran en persona allí, no sólo por la gente, sino también por mí. Siempre seguirá siendo un maestro, uno tiene que hacer los deberes que le pone, aunque sean desagradables. Mis deberes consistían en dejarme ver por allí una vez más. ¡Ahora llega lo más desagradable de todo, lo más odioso! Me coge del hombro y me dice:
—¡Vámonos ya!
—¡De acuerdo! —digo yo arrojando el cigarrillo fumado a medias y a continuación me enciendo uno nuevo.
Nos vamos.
—Esté tranquilo —dice P. S.—. ¡No volverán a aplicarle la prisión preventiva!
—No, no —le respondo—. Naturalmente que no.
Nos metemos en una casa construida con la fantasía de un albañil. Entramos en una habitación, que es tanto un cuarto con muebles tapizados como un despacho con postigos. Me presentan a ese hombre larguirucho con esa extraña cabeza pequeña y dura. Me saluda efusivo con un H.H. Respondo al saludo rápidamente. El señor Gr. está en mangas de camisa, en las mangas de camisa de su camisa parda.
—Cuente usted el dinero en efectivo, Fallada —dice P. S. Y dirigiéndose al Ortsgruppenleiter, al líder del grupo local:
—Todo ha resultado algo diferente a lo que usted esperaba, señor Gr.
Ésa es una provocación en toda regla, pero Gr. responde impasible:
—En el primer piso y en la planta construiremos pequeñas viviendas, así con la casa haremos frente a los intereses.
—Y usted tendrá un buen pedido —respondió P. S. sonriendo.
Durante un instante ambos se miran, después los dos se ponen a reír. Como viejos agoreros.
—Oh —dice el señor Gr.—. ¡Con un amigo...!
Cuenta rápidamente los billetes, afirma con la cabeza y los mete en una pequeña caja. De forma algo sorpresiva prosigue:
—¿Por qué no puede hacer uno en alguna ocasión un negocio con un amigo?
De nuevo vuelven a reír; estoy completamente convencido de que los Sp. no verán mucho de lo que he pagado. Pero así era él. Éste era el hombre que ordenó que me dispararan en mi huida, el que nos había procurado tantas preocupaciones, el que había disminuido nuestra fuerza vital durante un tiempo. Así era él. Una especie de buitre, con una cabeza pequeña y chupada y un cuello largo, fino y arrugado.
—¿Qué, ha sido tan terrible? —me pregunta P. S. cuando ya estamos en la calle al sol—. ¿Era necesario quedarse en casa? ¡Se hubiera arrepentido durante toda su vida, Fallada!
Me callo.
Aún vemos cómo cargan los carros de mudanza de colores, el firme está blando, aún deben procurarse un remolque. Pero entonces ya circulan por la calzada hacia Fürstenwalde, para descargar en Mahlendorf.84 El pueblecito de B. con los Sp. y su SA ha quedado definitivamente a mis espaldas. Y en Mahlendorf empezaremos de forma completamente diferente. ¡Allí estaremos a buenas desde el primer día con las cabezas visibles de la población, con lo más florido del Partido! (¡Cómo nos daríamos cuenta de lo contrario a su debido tiempo!)
Y los meses pasan y nosotros ya vivimos en Mahlendorf, y pasa un año, y nos adentramos ya bien en un segundo, y aún seguimos viviendo en Mahlendorf, casi siempre felices... Prácticamente nos hemos olvidado del pueblecito de B. y de los Sp. En ocasiones, cuando lo vuelvo a recordar, durante mis largas caminatas con los perros, casi me parece algo de fábula el que en una ocasión viviéramos en una casa a orillas del Spree, de que bajo nuestras ventanas hicieran sonar su bocina los barcos de vapor. Mi hijo hace tiempo que se ha olvidado de ello. Y entonces hacen que lo recordemos todo. Con el correo llega una carta con un reborde negro, y mira tú por dónde, se trata de una esquela. Emil Sp. ha muerto a sus ochenta años, etc., etc. «Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios.» Con honda tristeza, Friederike Sp.
No, esta noticia ya no viene desde el pueblecito de B., nos alcanza desde la ciudad de Berlín, de su parte este, de una de esas largas calles superpobladas, que están a rebosar como una colmena de abejas durante el verano. Es correcto, se ha levantado la suspensión de la ejecución, los Sp. ya no han podido seguir viviendo a costa de sus acreedores en una agradable villa, han tenido que mudarse allí donde uno debe convivir apretado, como vivían en sus viejos tiempos. ¿Hay que compadecerse de ellos, hay que hacerlo? La carta fue a parar a la papelera, los Sp. se han vuelto indiferentes para nosotros. En un momento dado nos hicieron mucho daño, pero ya lo hemos olvidado. ¡En esta vida uno debe olvidar tantas cosas! ¡Descansa en paz, viejo hombre!
Vuelven a pasar de nuevo cuatro semanas y otra vez llega a nuestra casa una carta con el reborde negro. ¿Tan rápido le ha seguido la reina los pasos a su marido? No, está viva, incluso nos escribe; nos escribe con una letra muy grande y firme. La hemos irritado. «Durante semanas he esperado unas palabras de condolencia por el fallecimiento de mi querido marido... Fue un buen hombre, tuvo buenas intenciones con ustedes. Lo que hizo fue consecuencia de su deber como fiel seguidor del Führer...»
—¡A la papelera, Suse! —digo yo—. ¿Por qué te irritas? Esta mujer debe de estar loca, ¡piensa en sus ojos! No, ni una palabra, no hay nada como la papelera.
De nuevo vuelven a pasar las semanas, de nuevo nos olvidamos de los Sp. ¿Qué motivo tenemos para tener que pensar en una mujer empobrecida y envejecida, que rememora con odio y rabia su vida equivocada? ¡Nosotros tenemos nuestras propias preocupaciones! Y de nuevo vuelve a llegar una carta suya, esta vez sin reborde negro, esta vez sin incluir ni una palabra, aunque sí una fotografía, la foto de nuestro hijo mayor, que quizá en una ocasión él les regaló a los Sp. Suse, o que quizá olvidamos en casa cuando nos mudamos. Sólo la fotografía, ¡nos devuelve los regalos! ¡Observo la fotografía y veo que le ha sacado los ojos al niño con una aguja!
Espero que mi memoria no me confunda: Suse no vio nunca esa imagen mancillada, a sus espaldas logré lanzarla al fuego. Hace tanto tiempo de eso, en cualquier caso nunca hablamos una palabra sobre ello: nunca volvimos a mencionar el apellido Sp. Aunque es curioso que hoy día casi me alegre de que esa mujer cometiera esa última y gran vileza. Y es que con ese acto justificó todos los sentimientos de odio que yo abrigaba hacia ella y su marido, por adelantado ya justificó las palabras que he escrito aquí sobre ella. Quizá cuando se publique este libro aún viva, viejísima; desearía que lo pudiera leer con comprensión. ¡Ésta es la necrológica que le dedico a ella y a su marido! De esta forma despido a ambos de mi vida, ahora sí por fin agua pasada para mí, ¡¡más allá del amor, del odio y del perdón!!
En las páginas anteriores he relatado la vida de mi amigo P. S., al que no he visto durante muchos años, en la medida que la conocía. Ahora quisiera contar algo de mi buen editor R., que también en su momento fue nuestro mejor amigo, sin que pudiéramos recurrir el uno al otro durante estos largos y difíciles años, mientras que ahora por lo menos le vemos de vez en cuando. También a él las olas lo han zarandeado a base de bien, al igual que ninguno de nosotros consiguió salir indemne de la marea parda. En ocasiones uno casi dudaba que este hombre, que siempre se ha descrito como un dominguillo, volvería a andar sobre sus piernas, pero: ¡todavía vive! Si no estoy mal informado a día de hoy vagabundea por el bonito pueblecito de Kampen en la isla de Sylt, deja que la buena brisa marina le sople tras las orejas y en plena guerra no hace nada.
Ya lo he contado aquí, era tan imprudente y miedoso como yo. Pero como cada día se tenía que ver con por lo menos una docena de personas, con las que hacía negocios, charlaba e intercambiaba negocios (¡y qué otras noticias podía haber en esos primeros años que sobre los n.!), así que fue inevitable que pasara por peligros mucho más grandes que yo, que vivía tranquilamente en el campo y a menudo durante diez días no veía ni un alma. De esos días hay muchas historias sobre él y es imposible poder contarlas todas. Sin embargo, una de ellas muestra claramente cómo le gustaba al viejo jugador, que durante toda su vida jugó cada uno de sus libros como una carta, jugar también con fuego. En los primeros tiempos tras la toma del poder, cuando había tanto que derribar y volver a organizar, el Sindicato de Escritores del Reich 85 emitió una disposición según la cual los autores y traductores judíos podían seguir trabajando sólo cuando estuvieran en disposición de un así denominado «permiso de trabajo», emitido por el mismo Sindicato. Esta disposición fue emitida transitoriamente con el fin de que los editores, que aún estaban trabajando en muchos de esos títulos, no incurrieran en grandes pérdidas. En la editorial trabajaba un traductor judío de nombre F.[ranz] F.[ein],86 cuyas traducciones eran sobresalientes, por ejemplo, casi todas las traducciones de Sinclair Lewis 87 eran suyas. El viejo R. siempre se mantuvo fiel, ni se le pasó por la cabeza despedir a su F. F., así que dejó que siguiera traduciendo tranquilamente. Una semana después llegó una carta del Sindicato, que con tono exhortatorio informaba que la editorial R. seguía teniendo bajo contrato al traductor F. F., que no disponía de un permiso de trabajo, y que en el futuro debían prescindir de él. R. tiró esa carta de apremio en lo que él llamaba su «montón de abono» a donde iban a parar todas las cartas que él prefería no contestar, y siguió dándole trabajo a F. F. La siguiente carta del Sindicato ya era más severa: la editorial R. recibiría una multa de tantos y tantos marcos por seguir facilitándole trabajo al traductor judío F. F., que no disponía de un permiso de trabajo. También esta carta fue a parar al montón de abono y F. F. siguió trabajando. La siguiente carta del Sindicato ya era terrible: les ponían una multa y R. debía comparecer ante el Tribunal de honor de los editores alemanes. Ahora sí que R. decidió contestar. La respuesta consistía en una única frase: «Al traductor F. F. le está permitido trabajar según el permiso de trabajo n.º 796. H.H.» Cuando escribieron sus cartas en el Sindicato se habían mirado sólo por encima el propio archivo. Naturalmente que nosotros celebrábamos por todo lo alto estos «triunfos», hablábamos por todas partes de ellos, aunque —como en el caso de mi carta ya mencionada al Dr. Goebbels— pagamos caro por ello. No se olvidaban de nada, todo se anotaba, ¡y de las muchas pequeñas bolas de nieve nació un destructivo y enorme alud!
En una ocasión R. evitó una derrota antes de tiempo sólo por la inusual urbanidad de un funcionario de la Gestapo. De nuevo se emitió un decreto que exhortaba a enviar sin dilación, sin solicitar el examen de nadie, toda carta anónima o firmada, pasquín, etc. que llegara a su poder y que incluyera un contenido provocador, junto con el sobre al Sindicato de Escritores o al puesto más próximo de la Gestapo. Durante los primeros años los autores y editores más destacados recibieron efectivamente muchas de estas cartas, más tarde dejaron de llegar por completo, y sólo un hombre, en apariencia del sur de Alemania, no dejaba de enviar todo intrépido estas filípicas en contra del doctor G. En sí este hombre estaba completamente de acuerdo con los n., sólo el doctor G. había despertado su particular ira y [él] le acusaba de cosas terribles: por ejemplo, el chapucero empobrecimiento de la lengua alemana. Sin embargo, aparte de estos locos, los que escribieron las cartas se dieron cuenta un día de que sus misivas no tenían prácticamente sentido. Seguro que era muy hermoso invitarnos a los escritores alemanes desde París o Praga a participar en una resistencia activa en contra de los n.: «¡Negarles la obediencia! ¡Sabotead sus medidas! ¡Llamad al pueblo a las armas! ¡En vuestras manos está el destino de Europa, vosotros sois el espíritu de Europa!» ¡Y cómo sonaban estas tonterías escritas sobre el papel desde un puerto seguro! Tal como ya he dicho todo sonaba muy bonito, aunque el suicidio estimulado por los emigrantes me parecía algo sin sentido. Así que sin remordimiento alguno enviaba siempre todo eso tan valiente al Sindicato. Nunca caí en la tentación de mostrárselo a nadie, por muy tonto que fuera. El bueno de R. procedía con esas cartas de forma más negligente, también es verdad que recibía también escritos diferentes, con más sustancia. Un día le anunciaron la visita de un señor de la Gestapo. Aquellos tiempos en los que una visita como esa provocaba terror ya habían pasado. Los señores de la Gestapo ya habían registrado la editorial por los motivos más diversos: con el fin de buscar ejemplares de Schlimme Botschaft de Einstein,88 con el fin de llevarse la obra de Emil Ludwig, con el fin de limpiar los poemas de Joachim Ringelnatz, 89¡qué sé yo! Así que ya no suponía ningún susto de muerte; aunque sí que seguía suponiendo un suave sobresalto, como si uno fuera precavido: qué es lo que pasa ahora. El señor se sentó muy amable frente a R. y le preguntó si conocía la disposición sobre las cartas anónimas de contenido difamatorio, etc., etc. R. era todo buena voluntad, todo comprensión. Naturalmente que sabía, naturalmente que había reenviado todo infame panfleto de este tipo inmediatamente, etc., etc.
—¿Y la Encíclica del Papa sobre la Ley de la Salud Hereditaria que recibió usted hace una semana? —preguntó suavemente el funcionario.
El bueno de R. se puso rojo. Gracias a Dios no fue tan tonto como para mentir diciendo que no la había recibido.
—¡Dios mío! —dijo él—. ¿No la remití? ¡Qué despistado que soy! Deje que lo compruebe de nuevo...
Empezó a remover en el montón de abono. (Su desconcierto iba cada vez más en aumento por el hecho de saber que esa encíclica, que buscaba con tanto ahínco sin encontrarla, la llevaba en el bolsillo delantero, ¡pues debía comunicar tal buena nueva a sus amigos!)
—¿O quizá —prosiguió— haya tirado a la papelera ese papel por lo enfadado que estaba?
E hizo el gesto de ponerse la papelera sobre la cabeza.
—¡Déjelo estar! ¡Déjelo estar! —denegó con señas el funcionario, que había observado su quehacer con un interés despreocupado—. Se lo advierto, señor R., es mi último aviso. Le aconsejo que tenga el máximo cuidado.
Se quedó mirando al enorme y sonrojado editor con una sonrisa en los labios. Añadió ingenuamente:
—De vez en cuando enviamos estas cosas como experimento, para separar las ovejas negras del rebaño.
Y se marchó.
—¡A partir de ahora sólo seré una oveja blanca! —juró R. por enésima vez—. ¡Estos tipos son demasiado listos para mí!
Sin embargo, esas palabras sobraban. Ambos no teníamos remedio. Así se fue juntado una bola de nieve con la otra —el alud ya era imponente— y nosotros no sospechábamos nada. No, quizá algo sí. Realmente nos asombraba que dejaran seguir existiendo a la editorial, que simplemente no la prohibieran. Estaba lo suficientemente en entredicho, no sólo era filosemítica, sino que era claramente antin. ¡Editorial! Yo creo que lo que la mantenía con vida era la consideración que disfrutaba en el extranjero. R. siempre había conseguido inusuales grandes éxitos con los contratos en el extranjero. Su fama en el extranjero era en realidad mucho mayor de lo que venía a significar en su propio país. Aquí nunca perteneció 90 a los editores más destacados. Para ello su director editorial era demasiado veleidoso, lo acabo de decir; en su editorial no seguía una línea concreta, como hacía tan ejemplarmente el Dr. Kippenberg 91 en su editorial Insel; no, para el jugador Rowohlt cada libro que publicaba suponía una nueva carta que jugaba y cuyo éxito siempre esperaba con renovada expectación. Así que yo creo realmente que lo dejaban hacer porque frente al extranjero simplemente temían deshacerse de él. (Durante esos primeros tiempos el n. aún se preocupaba por los sentimientos del extranjero cuando se trataba de asuntos no tan importantes.) Y entonces se dijeron: «La editorial acabará cerrando por sí misma.» Se habían llevado a la mayoría de sus autores, entre ellos algunos tan leídos como Emil Ludwig. Y continuamente les ponían en aprietos. La editorial iría cediendo poco a poco. Se durmió tiernamente por falta de fuerzas, eso pondría en su esquela. Es trágico, para mí es especialmente trágico que en el ultimísimo final Rowohlt no haya fracasado por su imprudencia, sino por su autor Fallada. Desde la toma del poder yo había escrito una serie de libros. Ninguno fue un éxito especial, quizá aparte de la Escudilla de hojalata, que tenía materia para convertirse en un éxito, sino hubieran prohibido su reimpresión. En el Tercer Reich no estaba permitido pensar y escribir humanamente sobre personas condenadas a presidio. Pero entonces yo escribí Lobo entre lobos,92 de nuevo me había agarrado el viejo fuego, y escribí sin ver, escribí también sin mirar alrededor, ni a la derecha ni a la izquierda. ¡Éste era el material, éstas eran las personas, que me tuvieron cautivo durante meses!
Recuerdo aún muy bien los consejos que se dieron antes de la publicación del libro. La gran cuestión que nos ocupaba era la siguiente: «¿Nos podemos atrever a publicar este libro o no debemos atrevernos?» En el Tercer Reich el asunto estaba organizado de tal forma que no existía una censura previa. Se permitía publicarlo todo, pero el autor y el editor respondían con su cabeza que el libro gustara. Que gustara o no gustara era imprevisible. Existían tantas instancias y todo dependía de cuál de estas instancias emitía primero su veredicto. Si el Völkische Beobachter publicaba la primera reseña y ésta era negativa, ¡entonces los señores del M.[inisterio] de P.[ropaganda] (o como lo llamábamos nosotros, del Propami) ya no pensarían tan positivamente sobre el libro, el Partido se inclinaría a pensar negativamente y ya no se podría hacer nada!
Sin embargo, era completamente imprevisible saber cómo se tomarían «arriba» la mención del Ejército negro,93 la descripción de tantos personajes amenazadores,94 entre ellos un asesino sexual.
Dudamos mucho tiempo y la decisión la decantó finalmente el informe de un hombre valiente, el lector F.[riedo] L.[ampe],95 el digno sucesor de Paulchen, un informe que decía lo siguiente: «¡Si la editorial se hunde por este libro, entonces se habrá hundido por algo por lo que vale la pena hundirse!» Lobo entre lobos se publicó y se convirtió en un gran éxito, incluso también en la prensa del Partido. De nuevo había ocurrido lo más inesperado. Sin embargo, para la editorial Rowohlt supuso su condena. Todos esos señores, que durante demasiado tiempo habían esperado su desaparición, vieron de repente cómo se aseguraba su existencia. Ello era sin embargo intolerable. El verdadero motivo, el éxito del lobo, no se podía nombrar, así que debían esgrimir un pretexto con el fin de masacrar a ese inquebrantable, ese verdadero siete vidas de Rowohlt. Incluso dieron con dos pretextos. La editorial había publicado una biografía de Stifter 96 de un tal Urban Roedl, un hombre de Austria, un hombre con un auténtico apellido ario, ¡y este U. R. se suponía que era un judío disfrazado! Y R. debía estar informado de ello. Por supuesto que él lo negó por lo más sagrado, pero entonces llegó el segundo asunto, y estaba claro que eso no se podía negar ni ocultar, por muy humanamente disculpable que fuera. Sin embargo, de humanidad no andaba sobrado un cargo n. Desde hacía tiempo existía la determinación de excluir a los judíos de la administración y de la responsabilidad de los bienes culturales alemanes, una determinación, por cierto, tan extensible que incluso apoyándose en ella les quitaron a los judíos los negocios de antigüedades. Todas las editoriales habían sido conminadas por ello a despedir a sus empleados judíos. También R. tuvo que hacerlo. En nuestra editorial trabajaba desde hacía muchos años una judía entrada en años, que simplemente llamábamos la Plosch, una mujer que sólo vivía de su sueldo y que además ayudaba a no sé qué pariente pobre. R. debía despedir a la Plosch,97 y así lo hizo, pero además hizo algo típicamente rowohltiano: empleó a la despedida en un pequeño anexo trasero como auxiliar sin nombre. Naturalmente que apareció el denunciante de siempre, advirtieron a R. y también se acabó la labor de auxiliar. Sin embargo, por entonces la Plosch se encontraba en una situación terrible: su hermano, desesperado por la situación de los judíos en Alemania, se había suicidado. Si la mujer se quedaba justo en ese momento sin trabajo y sin la posibilidad de encontrarlo no significaba otra cosa que predestinarla a lo mismo. R. encontró la salida dictándole cartas por las noches, una vez cerraba la oficina, y los domingos. Aunque por muy en secreto que fueran a trabajar, el soplón n. fue incluso más precavido. Mi editor tuvo que enfrentarse al Tribunal de honor y fue expulsado del gremio de los editores alemanes ignominiosamente. Se le privó indefinidamente del derecho de administrar bienes culturales alemanes. «¡Usted ha manchado de excrementos el honor del editor alemán!» ¡Esto es lo que escribió el perro del Dr. Goebbels en la orden de expulsión; el mismo señor que durante toda su vida no tuvo escrúpulos a la hora de ensuciar la honra de todo hombre y mujer, siempre que fuera en beneficio de sus objetivos e intereses! Yo, sin embargo, había perdido al más fiel amigo y consejero. Está claro que he vuelto a encontrar buenos editores. Aún tengo que hablar de ellos, pero nunca volveré a abrir con la misma alegría y excitación las cartas de mis editores como entonces, cuando me llegaban de parte del buen y viejo padrecito Row. ¡Cómo declamaba ese hombre cada línea, con esa fuerza vital tan bestial, su optimismo inquebrantable, con su audacia a prueba de bombas! ¡Tan gracioso, su compasión, su presencia de espíritu, ay, todo ello desapareció de nuestra vida, para siempre pasado! Nosotros nos habíamos hecho más mayores, uno ya no encontraba nuevos amigos y los viejos desaparecían cada vez con más frecuencia, cuántos perderíamos aún en los años venideros. También en este sentido el n. empobrecía todas nuestras vidas. ¡Oh, de qué manera nos empobrecieron! ¡De qué manera nos quitaron toda alegría, toda felicidad, toda sonrisa, toda amistad! Y después nos abocaron a la más funesta de todas las guerras, procedieron a sus victoriosas guerras relámpago (la nueva obra de Hitler: «Treinta años de guerra relámpago»), destruyeron nuestras ciudades, destruyeron nuestras familias; realmente han sido y son los fieles valedores del patrimonio cultural alemán. Naturalmente, tras esta sentencia aniquiladora para R. no existía aún la necesidad de abandonar Alemania. Podía hacer lo que quisiera, siempre que se mantuviera lejos de nuestro patrimonio cultural alemán. Podía dedicarse a vender harina o elefantes o incluso papel, o simplemente se podía dedicar a la vida privada, y seguro que haría una de estas cosas. Pero allí estaba su mujer y entonces tuvo lugar la Noche de los cristales rotos. La mujer de R., su tercer Reich, era nacida en Alemania pero de origen brasileño, la mayor parte de su familia aún vivía en el Brasil. Era esa señora, que tras la toma del poder, con el fin de equilibrar la mala impresión que causaba su marido, saludaba con tanta fruición con el saludo alemán; aunque ciertamente su hijita frustraba por completo sus planes. Pero también la madre se hartó pronto del saludo, no era ninguna actriz y «la banda», de cuyos hechos oía cada día de su marido, le producía arcadas, como decía ella. Fue atacada por una enfermedad anti-n. de alto grado. Ya no podía ver ni oler a esa gente. En ocasiones le gritaba a su marido: era una vergüenza todo lo que se dejaba rogar por esos tipos; le pedía que terminaran con eso y que se marcharan al Brasil, a un país decente, con pantanos decentes y con cerdos y monos decentes. ¡Así es como gritaba en ocasiones esa pequeña persona de 50 kilos! ¡Aunque insobornable! Y entonces llegó el día de los cristales rotos. De entre los diversos estallidos de «indignación popular espontánea», mediante los que se distinguió el Tercer Reich, éste quizá ya se haya medio olvidado. En las altas esferas descubrieron —y naturalmente el pueblo también lo descubrió— que habían sido demasiado indulgentes tratando mal a los judíos, que con los judíos hacía tiempo que las cosas iban demasiado lentas. Quizá querían demostrarle al extranjero lo que el pueblo alemán pensaba de los judíos, así que un bonito domingo rompieron diez mil escaparates de negocios y cristales de casas judíos: ¡el día de los cristales rotos del Reich!98 Realmente se trató de una encantadora escenificación del estallido de la ira popular, y sólo fue una gran pena que los judíos ya supieran de ello una semana antes. Por ejemplo, el antiguo asesor jurídico de la editorial opinaba que su domicilio en el viejo oeste de la ciudad corría demasiado peligro, así que dejó las persianas bajadas y se fue con la mujer y el hijo a la casa de un amigo judío en Nikolassee, que tenía una villa en una tranquila calle entre villas completamente arias: allí pensaba que estaría más seguro. Desgraciadamente fue de mal en peor, a su casa del viejo oeste apenas le pasó nada, sin embargo la villa judía de Nikolassee despertó curiosidad: ya que era una de las pocas que había por la zona, no sólo fue atacada, sino también desvalijada en parte, y sus habitantes fueron arrastrados hasta el presidio de la policía en la «Alex»99 acusados de «conspiradores», de la que sólo pudieron volver bastante tiempo después.
Donde vivían los Rowohlt, asimismo «fuera», aunque en el este de Berlín, también en una zona residencial, la bullente alma del pueblo no se ocupó rompiendo cristales ni desvalijando, simplemente se dedicaron a incendiar directamente un poco las casas con el fin de tener gratis fuegos artificiales. El bueno de Rowohlt, que además de todos los demás atributos era un manitas, el bueno de Rowohlt no pudo quedarse en casa, sino que tuvo que asistir al espectáculo entre las masas. Y allí es donde ocurrió que la pequeña y tierna señora Rowohlt ya no pudo disimular su indignación ante esos viles actos, y entre toda esa masa expresó en voz bien alta y clara lo que opinaba de esa destrucción y esos fuegos de artificio. Row. se llevó rápidamente a su mujer, la gente sólo se la miraba muda, pero fueron demasiados los que escucharon esa erupción de odio: por entonces, cuando en Alemania se juntaban tres personas, segurísimo que entre ellas había un delator. Aún de noche empezaron a hacer las maletas, ya iba siendo hora, pues el campo de concentración les hacía señas. Sin duda alguna ya iba siendo hora: ya a la mañana siguiente varios del Partido les hicieron una visita, les preguntaron esto y aquello, en esta ocasión sin embargo se fueron. En la siguiente ocasión no se irían con las manos vacías. R. se trasladó a Berlín, pero esa misma noche ya querían viajar a Suiza, ya se habían procurado un pasaporte por si las moscas. ¡Y ahora viene algo muy conmovedor, una verdadera muestra de amistad de la que debo informar, una medalla más a la gloria en la corona de este editor único: entre todo el follón de los preparativos del viaje, con la preocupación por la propia vida, con una mujer y dos hijas, ocho horas antes de viajar hacia un futuro tan incierto, ¡el viejo Rowohlt piensa en su autor Fallada, que aún no cuenta con un nuevo editor! Rowohlt no puede abandonar Alemania, primero tiene que arreglar un asunto, aún no está en disposición de viajar. En Berlín da con la persona que él considera idónea para convertirse en mi futuro editor,100 lo obliga a subirse a un automóvil, y lo conduce hasta Mahlendorf para hablar conmigo. Yo no sospecho nada, yo no sé nada, los dos hombres están sentados junto a mí. Estudiamos el nuevo contrato y el astuto y viejo R. procura que sea esencialmente más ventajoso que el antiguo: en esta ocasión no es él quien tiene que apoquinar. Ruego a los señores que se queden a cenar. Ro. encoge los hombros:
—Lo siento, no es posible, querido Fallada. Cojo el tren de las diez a Suiza, con la mujer y las niñas, ¡quizá ya no volvamos a vernos!
Y con unas cuantas palabras nos informa de lo que ha pasado.
Nos despedimos, mi mujer llora, yo también tengo los ojos llorosos. Los intermitentes rojos del vehículo se iluminan de nuevo y desaparecen. Yo digo:
—Seguro que llega para coger el tren.
Y Suse:
—Espero que puedan cruzar la frontera sin problemas.
Volvemos a casa. Allí están aún las tazas de café, la carpeta abierta con los contratos; están todos, desde el de la primera e inencontrable novela,101 que en 1918 entregué a Rowohlt, hasta Lobo. Todos llevan la firma de E. R. ¡Pero el más fiel de entre los fieles ha abandonado nuestras vidas, el nuevo contrato que está encima lleva una firma diferente, pasado, pasado!
¿Qué noticias llegan de él? Una postal desde Suiza escrita con buen humor y de nuevo otra postal desde Suiza.
—No tiene prisa —nos decimos—. Quizá no viajen a Brasil, quizá esperen en Suiza a que pasen los mil años.
Sin embargo, más adelante nos enteramos de que está en Brasil viviendo en casa del hermano de su mujer y después ya no oímos más de él. Los años pasan y en ocasiones hablamos de él. El nuevo editor es bueno, no hay nada que decir en su contra, muy al contrario; sin embargo echo de menos las viejas cartas verdes,102 echo de menos al viejo amigo. ¡Tenía una maravillosa capacidad de infundirte valor, el optimista inquebrantable! ¡Pero algo así sólo nos pasa una vez en la vida! ¡Ya es pasado!
Llega la guerra, celebramos las primeras Navidades de guerra; la de 1939 103 aún con muchos regalos. Entre el jaleo de los niños suena el teléfono. ¿Quién tiene tal falta de tacto para llamar por cuestiones de negocios durante la celebración de la Navidad?
—Tiene usted una llamada desde Bremen...
—¡Suse! ¡Llaman desde Bremen! ¡Callaos de una vez, chicos! ¿Quién puede llamarme desde Bremen? ¡Si no conozco a nadie allí!
Me habla una voz cambiada:
—Adivine usted quién le está llamando.
Por un momento permanezco sorprendido y después grito:
—¡Rowohlt! ¡Pero hombre, padrecito! ¿Cómo es posible? ¡Es totalmente imposible! ¡Pero si está usted en Brasil! ¡Rowohlt, no sabe usted cómo me alegro! ¡Tiene usted que venir a vernos inmediatamente, tenemos que celebrarlo por todo lo alto! No, aún no me lo puedo creer.
—He conseguido romper el bloqueo —me dice él—. Ayer llegué a Burdeos. La semana que viene me dejaré caer por ahí. Naturalmente que tengo que alistarme inmediatamente. ¡Volveré a llamar!
Fueron realmente unas Navidades muy locas, Suse y yo aún no nos lo creíamos del todo. ¡Que se hubiera atrevido a volver, el que había huido de Alemania como emigrante! ¡Que fuera él que quisiera participar en esta guerra, él, que en Alemania la había injuriado! No entendíamos nada. Tampoco lo entendimos mejor cuando nos encontramos. Estaba muy moreno, pero por lo demás seguía siendo el viejo jugador, el aventurero, que debía estar siempre allí donde ardía.
—Está claro que Alemania perderá esta guerra —volvió a repetir—. Pero yo ya participé en algo así, entre 1914 y 1918. Sin embargo, no puedo permanecer tranquilo en ese país de monos mientras mis viejos camaradas pelean aquí. Naturalmente que hubo follón con mi mujer; ella no quería dejarme ir por nada del mundo; odia a los nazis más que antes, si es que ello es posible. Seguramente nos separaremos, pero bueno, ¡entonces llegará el cuarto Reich!
Inagotable, inquebrantable, la vieja fuerza vital, la inextinguible alegría por la existencia, que siempre es bonita aunque en ocasiones te dé una paliza. Lo importante es que uno esté vivo.
Entonces nos contó su travesía. Cómo en Río pidió ser admitido como marinero en un barco alemán; tras emborracharse con el capitán lo consiguió y se quedó con el título de «marinero» como pretexto para las autoridades portuarias. Y cómo un día después de zarpar le pusieron un bote de pintura en la mano y cómo para su sorpresa realmente tuvo que prestar servicios de marinero durante toda la travesía, y ello dieciocho horas al día y en ocasiones aún más. Cómo disfrazaron el barco de «inglés» y cómo estuvieron buscando durante dos días en alta mar un crucero de ayuda alemán hasta que dieron con él y le entregaron toda su carga de aceite y carbón y víveres, mientras ellos se hacían con su carga: más de trescientos prisioneros de las tripulaciones de barcos enemigos hundidos. Cómo tras ello prosiguieron la travesía por rutas distantes hacia Europa, con más de trescientos presos obstinados a bordo, ¡cuando toda la tripulación no era de más de treinta y cinco hombres! Cómo tuvieron que hacer guardia día y noche y en cubierta no podía haber más de seis hombres. Lo veo frente a mí, el enorme R., cómo en el oscuro camarote del barco grita:
—¡Cantad, holandeses, cantad, que esta tarde habrá una batalla de regalo!
Y cómo entonces llegaron a la altura de Burdeos, sanos y salvos alcanzaron esa ciudad, y ahora debían esperar al barco que les pilotara entre el campo de minas. Ya han avisado de su llegada, pero han tenido el viento a favor y han llegado antes de lo que se les esperaba. Se encuentran frente al campo de minas, a la vista de la costa inglesa, y los prisioneros se sublevan cada vez más y poco a poco empiezan a perder los nervios, que durante unas semanas difíciles habían conseguido mantener a raya. Pasan diez horas y no llega ningún barco piloto, y pasan quince horas y aún permanecen a vista de la costa inglesa, en cualquier momento el inglés los puede descubrir. Finalmente el capitán alemán dice:
—¡Si en tres horas no viene nadie pilotaré el barco a través del campo de minas sin barco piloto y si saltamos por los aires, pues qué le vamos a hacer!
Así que los nervios están tensos como alambres. Pero entonces un avión alemán los sobrevuela y poco después los conducen hasta el puerto de Burdeos, tres días antes de la Navidad.
—Y ahora disfruto de dos semanas de vacaciones —dice el viejo filibustero—. Y además he llegado en el momento oportuno para cobrar una herencia, que ya me está esperando. ¡Primero disfrutaré un poco de la vida y después me alistaré como teniente de la Primera Guerra Mundial!
Incluso llegó a ser capitán y luchó en Crimea... Pero todo ello no lo ayudó, nada lo ayudó. Pensó que su retorno a la guerra, su alistamiento voluntario le eximiría de los pecados del pasado, aunque no había contado con la implacabilidad de sus oponentes.

 

30.IX.44. En Berlín me encontré una y otra vez con gente que opinaba que era una desvergüenza increíble que él hubiera vuelto a Alemania. Esta gente parecía no poseer ninguna sensibilidad por el valor y también por la capacidad de perdonar y de olvidar que contenía este retorno. Si yo les reprochaba a ellos esto, que iban de un lado a otro por tierra firme sin ser soldados, entonces me contestaban: «Qué va, el bribón abrirá su viejo negocio de nuevo tras la guerra», algo en lo que el belicoso de R. seguro que no pensaba para nada en esos momentos. Esos oponentes, que básicamente vivían de la literatura o pululaban a su alrededor, sabían que R. disponía de un poderoso protector en el ejército, así que con las acusaciones tan ridículas que entonces le llevaron hasta el tribunal de honor, y posteriormente a su expulsión del Gremio de editores, aquí no podían hacer nada. Ya desde la Primera Guerra Mundial, en la que R. desempeñó en último lugar la actividad de avistador de aviones, contaba con poderosos amigos, sobre todo en el Ministerio de Aviación, entre ellos el general Udet.104 Pero ocurrió que al general Udet le sorprendió el destino como a tantos otros prominentes señores durante la guerra: su avión «sufrió un accidente» y murió. Y ocurrió que los enemigos de R., esas ratas que rabiaban en secreto, desenterraron una petición del año 1922 105 en la que rogaba que se conmutara la pena de muerte de Max Hölz 106 por la cadena perpetua. M. H. era sin embargo el líder de una banda común que durante los años 1921-22 cubrió a los industriales de Sajonia con impuestos revolucionarios y que incendiaba sus villas cuando éstos se negaban a pagar. Sus oponentes desenterraron la petición a favor de este hombre, tenía unos veinte años de antigüedad, pero qué más daba: el apellido Rowohlt estaba entre los firmantes. Algo así era inadmisible para el Ejército alemán; ¡el apellido de un capitán alemán en una petición de clemencia a favor de un incendiario comunista! A estos oponentes no les molestó para nada que esa petición estuviera firmada también por otra gente que hoy mismo disfrutaba de altos cargos y prebendas, y que a pesar de haber firmado esa petición no se verían privados de sus cargos y prebendas. Por ejemplo, el profesor Carl Froelich,107 que incluso en el pasado había sido miembro del Partido Comunista, había firmado esta petición, y a pesar de eso se convirtió en presidente de la Academia del Cine del Reich. Siempre constituirá uno de los más incomprensibles milagros del gobierno n. lo que eran capaces de perdonar y lo que no. A muchos no les dejaban pasar ni una, con unos pocos hacían la vista gorda. O, como se supone que afirmó en una ocasión G.[öring]: «¡Yo decido quién es judío!» Y de esta forma convirtió una leche judía,108 la de Milch, en un general de aviación alemán. ¡En todo caso a R. no le dejaron pasar ni una y de la noche a la mañana lo despidieron del mundo de la forma más sencilla, con una indemnización de sólo 50 marcos!
Supuso un duro golpe para él; ¿para eso había vuelto de Brasil, dejando a su mujer y sus hijos y la seguridad, para ser expulsado por un caso tan cogido de los pelos como ése? Sin embargo, no perdió el coraje; se dirigió al Ministerio de Aviación. Udet estaba muerto, pero él contaba con otros amigos allí, quizá no tan influyentes, pero siempre le podían ser de utilidad. También lo querían, le dijeron:
—Viejo amigo Rowohlt, naturalmente que le buscaremos una solución a este desaguisado. ¡Se han comportado cochinamente contigo! Aunque en esta ocasión conseguiremos que ningún hijo de puta se acerque a ti. Reúne toda la documentación, naturalmente los originales, los de la Primera Guerra Mundial y los actuales. Pasado mañana uno de nosotros volará al cuartel general del Führer. Él se ocupará de que ningún perrito faldero de ésos se atreva a mear a tu lado. ¡Tú espera, ya verás cómo acabarás ascendiendo a mayor!
Rowohlt hizo lo que le dijeron, el avión partió con sus documentos originales, con sus esperanzas, R. esperó. Entonces llegó la noticia: ¡el avión se había estrellado y había ardido, los tripulantes estaban muertos, los documentos insustituibles habían ardido, las esperanzas se habían desvanecido!
Como ya he dicho, R. se marcha entonces a la isla de Sylt a pasear y deja que la brisa salada le sople tras las orejas. Apenas oigo ya de él, en realidad nada. Era como si estuviera esperando en un país extranjero; si estuviera en Brasil no habría estado más lejos de mí. Él, el viejo optimista, el esperanzado, vive ahora en el gran país de la desesperanza. ¿O quizá aún espera algo? ¡Yo realmente pienso, lo creo, que tiene puestas sus esperanzas en aquello que todos nosotros esperamos en este último otoño de guerra de 1944!
Y también hay un hombre de nuestro círculo que ahora se ha ido allí, ¿hará ya unos dos años de ello? Lo conocimos tarde, pero se ganó nuestro cariño, un gran hombre de ojos inteligentes y alegres tras unas gafas de concha oscuras, con una espesa cabellera morena, que se peinaba hacia atrás a partir de una frente alta y bien formada. Sas,109 así se llamaba él, siempre sólo Sas, nunca se hacía llamar por el apellido, tampoco la amiga más querida lo llamaba de otra forma; Sas procedía de una familia alemana de los Sudetes, su familia sigue regentando allí una pastelería. Él mismo era maestro, maestro de escuela en una ciudad sajona, una de esas ciudades industriales repletas de gente, en las que el hambre y la necesidad tienen su cuartel permanente. Pronto descubrió el comunismo, era un comunista de espíritu y de corazón; su corazón le llevaba hacia los pobres de esta tierra, su compasión profunda y sentida tapaba todos los errores que ellos escondían tras el manto del sufrimiento. Aún lo veo sentado en un gran cuarto de trabajo sobre la tierra, a su alrededor miembros de las Juventudes Hitlerianas y de la Asociación de Jóvenes Alemanas, comentando con él el programa de partido del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán. Con qué inteligencia lo hacía, cómo sabía avivar en estas jóvenes cabezas, a las que sistemáticamente les desacostumbraban a pensar por su cuenta y que día tras día llenaban con estupendas frases hechas, el destello de la duda, cómo iluminaba los ojos de esos jóvenes con la alegría de sus hipotéticos propios descubrimientos, cómo de repente atisbaban una luz, un camino, ¡realmente era algo maravilloso de ver! Nunca dejó de ser un niño, era feliz con niños a su alrededor, desde los más pequeños hasta los ya adultos, aquellos que nunca se harán viejos; yo disfrutaba tanto sentado sobre la alfombra, escuchándole en silencio, viendo con una dulce alegría esa luz en sus ojos, que por sí solos encendían el simple espíritu. Su partido tenía previsto convertirlo en ministro de Cultura, pero entonces se produjo la toma del poder y, en lugar de ello, se convirtió en trabajador forzoso en un campo de concentración. Estuvo detenido allí largo tiempo, pero sobrevivió: con el espíritu y el cuerpo inquebrantables volvió al mundo. ¿Qué podía hacer? No podía ejercer su profesión, aquel que en alguna ocasión hubiera sido comunista durante el resto de sus días ya no era apropiado para educar a la juventud. Se mudó a Berlín, siempre había abrigado un gran amor por la música, así que ahora quería enseñar piano y canto y algo de ritmo. ¿Pero se lo permitirían? Parecía tan difícil y, sin embargo, lo consiguió, inexplicablemente hicieron la vista gorda y le aceptaron como miembro del Conservatorio de Música del Reich. Tenía alumnos suficientes, encontró a una mujer 110 a la que aprendió a querer; su vida era plena y rica. Se aisló de todo lo malo que estaba ocurriendo en el mundo. Durante los amargos años en el campo de concentración aprendió que la rebelión abierta resultaba inútil, que uno sólo conseguía dañarse a sí mismo. Era mejor actuar en silencio, preservarse uno mismo hasta que llegara el día en que saliera el sol. Ya no lo vivió, una pequeña tontería le hizo caer en la trampa, una negligencia, un descuido que cualquiera de nosotros podría haber cometido. En una calle de Berlín se encuentra con un hombre, que conoce desde hace años, por entonces ambos eran miembros del mismo Partido. Se dan los buenos días, cada uno de ellos pregunta por la vida del otro, ¡oh, el otro! Sigue siendo el mismo de antes, sigue trabajando clandestinamente para el viejo Partido, ¡a él no lo cogerán tan fácilmente! ¿Y qué es de su vida, Sas? ¡Es imposible que él se haya rendido, uno de los más entusiastas! Sin embargo, Sas es precavido, tal como se ha aprendido en Alemania a ser precavido. Cualquiera puede ser un soplón, aquí vive el fraticida. No, él ya no está en ello, se ha convertido en un profesor de música para niños. Le hace mucha ilusión, ya no quiere saber más de lo otro. El camarada de entonces está confundido, se lo queda mirando: ¿éstos son entonces los fieles? ¡Oh, por todos los diablos! Sigue dudando durante un momento, están a punto de despedirse, pero entonces él dice:
—No pasa nada, no nos pelearemos por eso, ¡tú sigue tu camino y yo seguiré el mío! ¡Pero hazme un favor! Llevo esta maleta condenadamente pesada. En dos días volveré a Berlín e iré a buscarla. ¿Me la guardarás hasta entonces?
Y Sas, el amistoso, el que siempre está dispuesto a hacer favores, coge la maleta y se la lleva a casa, la deja allí y se olvida de ella. Pasan semanas y entonces se da cuenta de que la maleta sigue allí, molestando. «Mira —piensa—. El camarada aún no ha venido a buscarla. ¿Quizá el viejo zorro ha caído en manos de sus enemigos?» Realmente esa maleta molesta ahí en medio, así que la deja apartada en el suelo. Y se vuelve a olvidar de ella completamente. La vida continúa, tocando el piano, practicando pequeñas canciones, con la danza rítmica. ¡Ah, estos niños, son invencibles, son la fuerza y la belleza, el puro brillo de las estrellas, traídos a esta Tierra enfangada! ¡Con ellos uno se puede olvidar de este mundo cada vez más odioso! Y entonces está el amor por una mujer, amor y camaradería, sí, camarada, somos cortos de miras, no sabemos lo que nos traerá el mañana. En este Tercer Reich la vida no está asegurada de ninguna de las maneras. ¡Aunque seguimos viviendo! ¡Sigamos nuestro camino, hacia el sol, que volverá a salir!
Y entonces un día de tiempo sereno es detenido; el camarada de entonces también ha sido detenido, y lamentablemente ha facilitado el nombre de no menos de treinta y cinco personas, hombres, mujeres y muchachas, a los que conoce. Entre ellos Sas, ¡ésta es la venganza al camarada de Partido inactivo! La amiga, que no vive con él, se entera en seguida de la detención; aún dispone de tiempo para registrar el piso de su amigo con el fin de buscar material sospechoso antes de que lo haga la Gestapo, no encuentra nada, él ha sido tan cuidadoso que sólo vivía de la música. No piensa en el desván, no sabe nada de la maleta. (¡Oh, más adelante qué reproches más terribles, castigadores, desgarradores!) Encuentran la maleta, en ella hay una pequeña copiadora, que se utilizó para imprimir pasquines comun. Hay algunas muestras. Sin embargo, tampoco ahora está todo perdido, las acusaciones en su contra no son graves, a pesar de la denuncia cursada por el antiguo camarada del Partido. La maleta está, tal como han podido comprobar los funcionarios que realizan el registro, cubierta de una espesa capa de polvo, el aceite de la copiadora se ha endurecido, hace tiempo que no se utiliza. La declaración de Sas lleva el sello de la credibilidad: el juez instructor se resiste a emitir una orden de detención, Sas es puesto en libertad. ¿Todo bien? ¡Al contrario! ¡Mucho, mucho peor! Y es que ahora tenemos dos gobiernos en Alemania, de arriba abajo contamos con dos instituciones: la estatal y la del Partido. Las autoridades de Justicia del Reich dejan en libertad a Sas, pero en las mismas puertas de la Alex los cancerberos de Himmler lo detienen: es devuelto a la misma celda, que acababa de habitar como detenido de la administración de Justicia, pero ahora es un detenido de la SS, fuera de toda competencia de cualquier juez, privado de todo derecho, puesto en manos del más incierto de los destinos. Sin embargo, los comisarios que lo interrogan consuelan a la amiga: quizá le caigan unos cuantos años en el campo de concentración, ¿qué supone eso? ¿Hoy en día en Alemania, donde decenas de miles habitan los campos de concentración? No hay que perder los ánimos, ¡si en realidad no ha hecho nada! Por lo menos no mucho, ¡nada que no se pueda redimir con unos cuantos años en un campo de concentración! Naturalmente que después de haberse topado con ese conocido com. debería haber avisado en seguida a la Gestapo, debería haber entregado la maleta, ¡no debería haberla dejado en el desván! ¡Tendrá que pagar por ello con unos cuantos años en un campo de concentración, en el Reich a. delitos como ése no tienen más castigo! En ocasiones le dejan visitar a su amigo durante unos minutos. Lo ve tras las rejas, con los ojos hundidos, sin afeitar, sobre él baila el uniforme azul de la cárcel. Les permiten intercambiar unas cuantas palabras insignificantes, pero cada vez ella vuelve a casa fortalecida: su espíritu es inquebrantable, el viejo amor es más fuerte que nunca, ella se ha convertido ahora en el contenido de su vida, todos sus pensamientos giran alrededor de su amiga. Ella no puede hacer nada por él, en la cárcel la comida es desastrosamente mala y totalmente insuficiente, pero no le permiten llevarle nada de comer. Todo lo que a él le podría aliviar la vida a ella le está prohibido. Sí, puede lavar su ropa interior, pero no porque beneficie al preso, sino a la administración de la cárcel, que así ahorra en jabón, ropa y trabajo.
Entonces durante largas, largas semanas no le está permitido visitarlo; se entera de que en la cárcel causa estragos el tifus y termina con la vida de los presos a cientos. Mejor así, de esta forma tienen menos trabajo, un proceso que conduce rápidamente a la muerte, ¡mejor así! Y durante este tiempo de miedo, del temblar y de la confianza más profunda, del más grande de los amores, recibe la llamada de un abogado completamente desconocido: ¡debe ir a verlo inmediatamente, guarda relación con el caso de su amigo!
Se va corriendo a ver al abogado, en el rótulo de la puerta ve que el abogado pertenece a la Asociación de Juristas nacionalsocialistas, así que el hombre que tiene enfrente luce la insignia de miembro del Partido. El abogado le comunica con unas pocas y áridas palabras que su amigo puede ser puesto en libertad el siguiente viernes si en un plazo de 48 horas le pagan 5.000 marcos. No puede hacerle ninguna pregunta. De esta forma se despide de ella y se encuentra en la calle con el pecho agitado. Al aspecto moral del asunto no le dedicó ciertamente ni un solo pensamiento. Vivía desde hacía años en el Reich alemán y había oído y visto demasiado para asombrarse por cualquier marranada o para indignarse por ello. Pero ¿qué podía decir, dicho llanamente, qué podía hacer? Vivía de dar clases privadas, no era rica, nunca podría reunir sola una suma de 5.000 marcos. Pero tenía amigos, y Sas tenía amigos, quizá fuera posible reunir esa suma. Aunque ¿debía hacerlo? ¿No se quedarían simplemente con el dinero y él seguiría en prisión? ¿Cómo podía ni siquiera confiar un poco en la honradez de un abogado que le había hecho esa propuesta? ¿Qué debía hacer? ¿No llegaría un día en que se haría los más terribles reproches si no entregaba el dinero y su amigo pasaba años y años encarcelado? No se tendría que decir para siempre: ¿quizá lo hubieran puesto en libertad? Por ese «quizás» tomó la decisión. También vino a nosotros y debo admitir que fui lo suficientemente duro para decir que «no». No quería regalarles mi dinero a esos delincuentes. Estaba convencido de que todo era una mentira, un engaño, estaba todo planeado para tenderle una trampa a una mujer necesitada. Ella consiguió reunir el dinero también sin mi ayuda, se lo entregó al abogado. Llegó el viernes, desde primera hora de la mañana ella estaba frente al portón del Alex, dudando, desesperada y de nuevo esperanzada, con unos pequeños y locos destellos de esperanza en el pecho de que por una vez el enemigo podría ser por lo menos decente. Y el portón se abrió y el amigo salió. Su alegría no tenía fin, estaba dispuesta a bendecir a sus enemigos. Así que se quedó un día con él en Berlín, para que se adecentara un poco, y entonces se marcharon juntos a un pequeño pueblo de los Sudetes, a casa de sus familiares los pasteleros, con el fin de que el hambriento se hartara de comer. Al llegar a su pueblo natal, la SS detuvo de nuevo a Sas, eran gente de honor. Por 5.000 marcos habían mantenido su palabra. El viernes fue puesto en libertad, nunca dijeron por cuánto tiempo. Nunca más volvió a verlo. Lo transportaron en un estrecho vehículo penitenciario hasta el campo de concentración de Oranienburg. Allí tuvo que trabajar, mes tras mes; se había convertido en albañil, sus manos de músico se estropearon para siempre. Aunque le permitieron escribirle una vez al mes, de vez en cuando podía enviarle un paquete de víveres, alimentos que ahorraba privándose ella misma de ellos. Sin embargo, siempre podía abrigar esperanzas... Debía llegar el día... Entonces supo que él estaba de nuevo en Berlín. Se había librado de la custodia de la SS, ahora debía comparecer frente a un tribunal, a pesar de que en una ocasión el juez instructor se había negado a emitir una orden de detención en su contra, debía comparecer frente a la mal afamada Corte Suprema. Iban a procesar a ese comunista con el que Sas se encontró en una ocasión en la calle, a él y a otros treinta y cinco acusados, entre ellos Sas. El abogado defensor contaba con una pena de cárcel no muy prolongada. Ella volvió a tener esperanzas y esta vez con más convencimiento. Eso era mejor que un campo de concentración, aquí determinarían una condena para un tiempo preciso, el tiempo en un campo de concentración era indefinido, atemporal, la condena podía ser perpetua o de tres meses, ¡siempre bajo la tortura de la incertidumbre! No, comparecer frente a la Corte Suprema era mejor. ¡Era realmente muy bueno, este instrumento de Himmler trabajaba de forma extraordinaria, todos los acusados fueron condenados a muerte! Fueron acusados de transportar una maleta y de haberla guardado... condenados a morir ahorcados... ¡en nombre del pueblo alemán! ¿Nada más? ¿No habían terminado con ese destino de tortura y martirio, ese destino promedio no tan inusual en los gloriosos días del Tercer Reich, bajo la égida de nuestro querido Führer, que quiere tanto a los niños, que es tan sensible, que incluso ha promulgado una ley para proteger a los animales, que contiene decenas de delicadas prescripciones para el sacrificio de animales y que entretanto ha olvidado del todo tener aunque sea un poco de humanidad durante el sacrificio de personas? ¡No, ni mucho menos ha acabado esto! En la «Plötze», en las celdas de la cárcel de Plötzensee hay docenas, quizá cientos de personas condenadas a muerte, y a las que se les permite esperar su muerte. En ocasiones las llaves tintinean por la mañana a una determinada hora y entonces en todas las celdas ya saben que de nuevo uno de ellos será conducido hasta el verdugo y la libertad. Pero durante muchos días las llaves no se oyen. Los que han sido condenados a muerte disponen de tiempo, deberían alegrarse de que les hayan regalado un día más y de nuevo una semana y ahora incluso un mes y otro más. Mientras tanto los parientes realizan visitas y presentan peticiones de clemencia, se humillan frente a los peces gordos del Partido, se dejan insultar, porque tienen un corazón tan podrido que aún sigue apegado a un traidor a la patria. ¡Corren y suplican y en lo más profundo de su interior saben que estas deidades del Partido están sordas, que no quieren oír, que cualquier destello de humanidad en ellos hace tiempo que ha fenecido, y ellos no se arriesgan a dejar las carreras y los ruegos! ¡Quizá aún exista una oportunidad! Debe existir algún motivo por el que aún no lo hayan ejecutado. ¡Seguro que al final acaban por indultarlo, aunque lo condenen a cadena perpetua! ¡Mejor eso! Y seguro que el médico descubre que desde la Primera Guerra Mundial Sas tiene una lesión en el cráneo. Seguro que desde entonces sufre por ello, debía estar trastornado cuando se llevó esa maleta y la guardó. ¡No deben colgarlo, deben internarlo en un manicomio! ¡Nuevas visitas! ¡Nuevas carreras! ¡Nuevos ruegos!
Y entonces ocurre y a ella sólo le llega una última carta suya. En su interior todo es fiesta y paz. Ahora llega la paz a ella, igual que le llegó a él. Así decía la carta,111 escrita en el [cuarto] año de guerra bajo la amenaza del verdugo, bajo el gobierno de Adolf H. Así dice la carta: «... No es suficiente. Este caso es uno entre muchos, puedo contar más. Todo esto nosotros lo hemos vivido y sufrido y cada hora hemos tenido que temblar por nuestra querida vida y por la propia vida, y así llevamos ya once años. ¡Once años sin tranquilidad, sin paz! Y allá en el extranjero hay ilusos 112 que viven bien cómodamente y sin peligro y que nos insultan llamándonos advenedizos, mercenarios de los nazis, ¡censuran nuestras debilidades, nuestra incapacidad, nuestra falta de fuerza para presentar oposición! Sin embargo, nosotros lo hemos soportado y ellos no, y nosotros hemos pasado miedo a diario y ellos no, nosotros hemos realizado nuestro trabajo, hemos arado nuestros campos, hemos criado a nuestros hijos, bajo una amenaza continua de nuestras vidas, y hemos dicho una palabra aquí y otra allá, nos hemos apoyado mutuamente, hemos aguantado, aunque teníamos miedo, ¡y ellos no!»
Otra más. Éste es un hombre al que el mundo conoce, es el dibujante E. O. Plauen,113 su apellido verdadero es Ohser, nació en la ciudad sajona de Plauen, donde hay tantos telares. Un hombre como un niño, un elefante que sabía bailar en la cuerda floja; quizá lo que lo hizo más famoso fueron sus mordientes caricaturas en el semanario Das Reich, aunque inolvidable para todos los corazones de niños y padres por sus historietas ilustradas del padre y el hijo: es él mismo, el gran y pesado hombre, que reía de forma tan deliciosamente jovial y su chico, su único hijo, un ser de rostro afilado, espabilado y sonriente. (Cuando uno habla de Plauen siempre le viene a la pluma la palabra «risa», la risa era su elemento primario, para él reír era tan importante como respirar, yo creo que no pasó ni un día de su vida en que no se riera.) Era un hombre delicioso, porque era como un niño, aún en posesión de todos los paraísos de un niño. Yo llegué a conocerlo ya tarde; la editorial planeaba incluir en mi libro de recuerdos Heute bei uns zu Haus una caricatura mía. Se la encargaron a Plauen. Fui a verlo a su estudio de la calle Budapest, con vistas a los árboles del zoológico. Rápidamente entramos en calor. Era un anfitrión extraordinario, en seguida fue a por agua e hizo en medio de la guerra, cuando cada uno preservaba con miedo cada grano, un delicioso café. Al momento descubrió mi predilección por las bebidas fuertes y de la nada sacó una botellita de vodka, lo suficiente como para inocularme vida y no tanto como para aturdirme. Tenía unos cigarrillos increíblemente buenos. Charlamos, teníamos las mismas opiniones. En aquellos tiempos uno ya se olía quién era un tipo del mismo espíritu y con Plauen uno no tenía el más mínimo miedo a que fuera un delator; uno notaba que ese hombre era auténtico. Le pregunté, albergando él el mismo vivo odio que yo por los nazis, con el mismo convencimiento firme como una roca de que ellos nunca podrían ganar esta guerra, porque a la larga algo malo nunca puede vencer, le pregunté cómo podía obligarse a publicar cada semana caricaturas políticas en el periódico del Dr. Goebbels.114 Sonrió y dijo:
—Bueno, ellos no dejan de ser ahora nuestros enemigos, los Churchill, Roosevelt y Stalin, no resulta inmoral luchar contra un enemigo. No hago otra cosa que lo que ellos hacen con nosotros. Aunque una cosa sí que no haré: nunca dibujaré una caricatura antisemita, en esas cerdadas sí que no participo.