Yo no estaba en el despacho, pero más o
menos debió de transcurrir así la conversación. Y así es como nos
volvimos a ver, nosotros dos nos mirábamos. El guardián Stahlhelm
dijo casi amenazador:
—Ya sabe usted que no puede hablar sobre su
caso ni una sola palabra. ¡Les dejo como máximo cinco
minutos!
Nos miró amenazador y de repente se volvió y
se dirigió hacia la otra punta del pasillo y fijó la mirada con
mucho interés hacia la calle dándonos su ancha espalda.
Nosotros, sin embargo, nos abalanzamos el
uno sobre el otro, nos abrazamos y nos besamos y lloramos un poco
de emoción y alegría y nuestro hijo también estaba entre nosotros
dos y preguntó:
—Papá, ¿por qué ya no vives con nosotros?
Papá, ¿por qué vives en esta casa tan horrible? Papá, ¿a partir de
ahora tendremos que vivir siempre en esta casa tan horrible?
Pero dentro de esos momentos de alborozo y
alegría llegó el momento en que mi mujer lanzó una precavida mirada
sobre los hombros del vigilante —él seguía dándonos la espalda— y
entonces me susurró una palabra remarcándola bien, y esa palabra
era el apellido de nuestros patronos, traidores y Judas: «¡Sp.!» Y
entonces nos embarcamos en una larga historia, es decir, Suse la
contaba, pues yo apenas tenía nada que contar sobre mi monótona
vida. Esa visita que no tuvo lugar seguramente se alargó más de
cinco minutos, quizá quince, quizá incluso cincuenta minutos, el
tiempo se nos iba entre las manos... Hasta que finalmente el
vigilante se dio la vuelta y dijo:
—¡Ahora sí que definitivamente deberían
acabar!
Y ante nuestra mirada de amargura:
—¡Bueno, por mí que sean dos minutos más!
¡Pero ahora sí que sólo serán dos minutos!
Y finalmente nos separamos, mi mujer se
dirigió hacia la libertad allá fuera, yo sin embargo volví a mi
celda, con el pecho agitado por los sentimientos. Repasé
mentalmente todo lo que me acababa de contar y casi me dominaron la
ira y el odio por tantas profundas infamias. Mi oscuro sentimiento
no me había engañado en la memoria; yo había observado
acertadamente: en esa mirada de la reina destronada había odio, ese
infame odio que el asesino abriga contra su víctima, y esa mujer no
era mucho mejor que una asesina, sólo le faltaba la valentía para
asesinar con sus propias manos, era tan cobarde que confiaba la
tarea a otros.
Cuando me detuvieron y Suse se quedó sola en
casa con el niño, lo primero que quiso hacer fue telefonear a mi
editor, pero la centralita no atendía sus llamadas y la situación
se repitió en los días posteriores: habían cortado la línea.
También el cartero sólo repartía el correo a los patronos del piso
de abajo, a ella no le había llevado ni la prensa. También había
intentado alcanzar la calle pasando junto al centinela, pero éste
le dijo bruscamente que no le estaba permitido abandonar la casa y
que si intentaba huir tendrían que disparar contra ella. Y a su
pregunta de cómo conseguiría los víveres para ella y para su hijo,
él simplemente le contestó que eso era cosa suya. Quizá la señora
Sp. le haría el favor de hacerle la compra, aunque de ella no podía
esperar demasiado, teniendo en cuenta que su marido era un canalla
traidor que pretendía atentar contra la vida del Führer. Ésa fue la
primera señal silenciosa, que le hizo pensar que quizá la señora
Sp. estaba del otro lado, era prácticamente imperceptible, pero
hizo que mi mujer recelara.
Hubiera estado bien si la amiga judía
hubiese seguido en casa, hubiera podido enviar un mensaje a Berlín
con ella, pero ya durante la última fase del registro se había
escapado y ni se había enterado de mi detención. Mi mujer
permanecía en casa muy intranquila. «¿Adónde se han llevado a mi
marido? —se preguntaba—. ¿Cuándo volverá?»
Gracias a Dios no le vino a la memoria ese
titular en letra gruesa «¡Abatido cuando huía!», ella no se
preocupaba por mi vida, sólo por nuestra separación. Pero siempre
había sido una persona paciente, que sin quejarse sabía
arreglárselas en las situaciones más difíciles que le deparara el
destino, ella tenía su trabajo y al niño y así trabajó y alejó esos
turbios pensamientos. Le asombró un poco que los Sp. no se hubieran
pasado por su casa después de ese acontecimiento y revolución y
cuando empezó a anochecer, bajó a casa de ellos para pedirles que
le compraran leche fresca y verdura para el niño. Encontró a los
dos viejos en una habitación prácticamente a oscuras, sentados
mudos como muertos, la reina hacía encaje de bolillos con su fina
aguja sin ver nada, como le gustaba hacer, y el viejo dormitaba un
poco con su rostro de actor, como también a él le gustaba
hacer.
Fue recibida con bastante amabilidad y
colmada de esa compasión y pena repleta de palabras que Suse tanto
odiaba, pero que ahora debía escuchar pacientemente, y le
preguntaron qué es lo que había pasado y qué es lo que yo debía de
haber hecho.
El que mi mujer les asegurara que yo no
había hecho nada, que debía tratarse de una equivocación que se
aclararía rápidamente, fue recibido con un silencio frío y rechazo,
y cuando ella, algo alterada, añadió que quizá todo estaba
relacionado con la visita del señor von S., que quizá por su
apellido habían tomado por un judío, pero que era de origen francés
y descendiente de la aristocracia renana, también se topó con un
frío rechazo. Esa noche la señora Sp. ya fue tan lejos como para
afirmar que ella conocía a la SA y a su Führer tan bien que nunca
se producían abusos de ningún tipo. Como ocurría con frecuencia,
seguramente el hombre hacía de las suyas sin que la mujer lo
supiera y después era ella la que tenía que cargar con las peores
consecuencias. Estaba demasiado oscuro para saber a quién estaba
mirando la señora Sp. cuando decía estas palabras, si a mi mujer o
a su propio marido, aunque en cualquier caso el señor Sponar
suspiró profundamente. La reina destronada añadió además que
conocía, sí, era buena amiga del Ortsgruppenleiter, el líder del
grupo local del Partido, un contratista de apellido Gr.[öschke]; al
día siguiente le preguntaría de qué acusaban realmente al señor
Fallada y ella informaría con gusto a mi mujer, siempre que se lo
permitieran.
A mi mujer no le gustaron ni el tono ni las
palabras de nuestra patrona, les pidió rápidamente si le podían
hacer la compra y quiso marcharse. Aunque no pudo deshacerse de
ellos tan rápidamente, pues los Sp. [empezaron] a quejarse de mi
imprudencia, que también ponía en peligro su futuro. Habían llegado
a un acuerdo en firme sobre una renta que les iba a abonar y sobre
su derecho a vivir en esa casa mientras vivieran, ¿cómo estaba el
tema? ¿Había adquirido por lo menos ya las hipotecas? A mi mujer le
desagradaron estas quejas, pues parecía, y llamaba la atención, que
ya no se podía contar conmigo. Se puso en pie y dijo brevemente que
nosotros cumpliríamos con nuestras obligaciones, era lo mismo si
era el marido o la mujer la que se ocupaba de ello; oyó extrañada
un profundo suspiro de alivio y se fue.
No quiero extenderme aquí en cómo a mi mujer
se le fueron abriendo los ojos paulatinamente ante la perfidia de
los Sp., cómo día a día fue reconociendo cada vez más que el miedo
a tener que sufrir una vejez en la pobreza había convertido a estos
dos patronos en unos criminales sin escrúpulos. La mayoría de
noticias las recibía a través de una viejecita, que repartía la
prensa y el pan, y que se había compadecido de todo corazón de esa
mujer sola y con un embarazo muy adelantado. A pesar de lo aislada
que estaba nuestra casa, el pueblo permanecía bien atento, sabía
mucho y sospechaba aún más.
Esa noche en la que yo les hice a los Sp.
esa propuesta tan generosa, según mi punto de vista, de ocuparme de
su vejez impidiendo que dieran el consentimiento a la subasta de su
casa, no se lo pensaron tal como me habían dicho, sino que fueron a
pedir consejo a un amigo, el contratista Gröschke, el líder del
grupo local del Partido. Yo mismo no puedo decir que conociera bien
a este hombre, sólo lo vi en una ocasión mucho más tarde, un hombre
delgado con una cabeza extrañamente pequeña y un rostro duro. Como
muchos otros maestros en su profesión tuvo que declararse en
bancarrota durante los terribles años de la falta de trabajo,
probablemente no por falta de capacidad, sino por la necesidad
general de esos tiempos o porque se afilió al Partido o por las
tres razones juntas. Así que estuvo en bancarrota y no es difícil
de imaginar la vida miserable que debió de llevar un pequeño hombre
arruinado en un pueblo de campesinos, duro y orgulloso de sus
propiedades. Pero ahora el Führer se había hecho con el timón y con
él diez mil pequeñas vidas en bancarrota, firmemente decididas a
recibir ahora su parte de poder y propiedades. De la noche al día
se convirtieron en señores de la vida y de la muerte, y si no
llegaron a tanto, sí de la felicidad y desgracia de sus
compatriotas, y si antes alguien se había comportado duramente con
ellos, ahora estaban decididos a tratar a sus conciudadanos mucho
más duramente.
¿Qué consejo le podía dar un hombre como él
a su buen amigo Sp. cuando le expuso mi-su caso? ¿A su amigo, del
que sabía que vivía de una miserable renta de la seguridad social y
que residía en una casa que en cualquier día le podían incautar?
Seguramente debió de decir algo así: «Ese hombre es escritor y no
está afiliado al Partido y, por los chistes que ha permitido que su
visita judía le cuente, sabemos que está en contra del Partido. Ya
sólo por eso podríamos detenerlo. Aunque eso no serviría de mucho,
pues en medio año o en un año estaría de nuevo en la calle, y
nosotros seguiríamos igual. No, debemos acusarlo de algo muy grave
y para ello llevaremos a cabo un registro de su casa, seguramente
encontremos algo. Y si no encontramos nada, si realmente es así,
entonces lo detenemos por esa grave acusación y como tampoco lo
interrogaremos, no podrá justificarse. Naturalmente, lo mejor sería
que intentara escapar, pues entonces nos desharíamos de él para
siempre.
»Aunque naturalmente todo eso lo haremos
cuando haya liquidado las hipotecas y se haya convertido
prácticamente en el dueño de la casa. Tú di que sí a su propuesta,
aunque sin dar tu consentimiento a la ejecución de la subasta.
Conozco a esta gente de la ciudad, no pueden esperar, nada es lo
suficientemente rápido para ellos, comprará en cuanto se lo digas.
Entonces se convertirá en el dueño y en cuanto lo apartemos de en
medio será un juego de niños negociar con su mujer. Ella no podrá
subastar sin tu consentimiento y para ella vivir allí se convertirá
en un verdadero tormento, ya sé cómo hacer para que sea así. Aunque
no dejaremos que se mude hasta que haya pagado el alquiler por el
máximo tiempo posible y, sobre todo, hasta que te haya pagado la
renta prometida para el resto de tus días y de los de tu mujer, ¡y
te puedo jurar, Sp. que tú y tu mujer viviréis aún muchos años!»
Ésas debieron de ser más o menos las palabras del viejo curtido en
mil batallas y vapuleado como el cuero duro en muchas peleas de
salón, naturalmente que no lo planteó todo de una vez, sino que
cada pequeño plan debía de ir surgiendo del anterior, hasta que
juntos hubieron pergeñado toda esa fascinante vileza. Sin embargo,
para evitar los remordimientos de conciencia, los tres argüirían
muy satisfechos que yo era un enemigo del Partido. Con esa bonita
excusa, en los siguientes diez años se cometieron tantas vilezas en
Alemania que la que he recordado aquí me parece muy pequeña,
inocente e inofensiva.
Mi mujer se enteró de ello sólo poco a poco;
por aquí una observación hecha por los Sp., por allí una palabra
oída en boca de la señora de limpieza. Ya está bien que ese
chaparrón no se le viniera encima de una sola vez, hubiera sido
demasiado para ella. Pero el cuerpo se acostumbra a los más
terribles venenos, sólo que deben añadirse poco a poco. Mientras
tanto los días pasaban uno tras otro, había un centinela apostado
en la calle, otro centinela detrás junto al Spree, y no pasaba
nada. Si ella hubiera sabido dónde estaba yo, entonces hubiera
intentado antes escapar de esa cárcel, pero no sabía nada. (El
bueno del médico naturalmente no pudo llevarle ningún mensaje, para
evitar eso habían colocado al centinela.) Finalmente fue la señora
mayor la que le informó de que en el pueblo se contaba que yo
estaba en la cárcel cercana de Fürstenwalde. Nada más recibir esa
señal mi mujer ya había tomado la decisión. Esperó a última hora de
la tarde, tras la comida, hasta que oscureciera. Entonces, con el
fin de confundir a los malvados Sp., dejó correr el agua de la
bañera al máximo, puso la radio a un volumen alto y sacó al niño
que dormía en la cama y lo vistió. Con el niño en los brazos,
dejando todas nuestras pertenencias, bajó en calcetines hasta el
jardín, se calzó los zapatos y caminó sigilosamente hasta el portón
de entrada. Hacía tiempo que ya había observado que los centinelas,
especialmente de noche, aún seguían haciendo la guardia, pero que,
ya cansados de tantas horas de vigilancia, no se la tomaban tan en
serio: a menudo recorrían la calle de arriba abajo. Ella esperó a
ese momento en el que el miembro de la SA se había alejado unos
ochenta o cien pasos, cruzó la calle hacia las oscuras ramas de los
pinos y se adentró sin rumbo al oscuro bosque. Lo más difícil de
todo era cargar con el niño en brazos que, muy excitado, no quería
volver a dormirse y no dejaba de hacer preguntas todo el rato. Sin
embargo, finalmente consiguió tranquilizarlo (y también a sí misma)
contándole pequeñas historias en voz baja. Prosiguió avanzando por
el bosque oscuro y sin camino, se golpeó contra ramas que no veía,
tropezó con raíces, en alguna ocasión cayó al suelo, pero firme en
su propósito su voluntad la impulsó hacia delante. Tenía la
estación de tren lo suficientemente cerca, pero temía acercarse
hasta allí. Ahora ya se había convencido de que nuestros enemigos
eran capaces de todo. Quizá habían enviado su descripción a la
estación, un retrato fácilmente reconocible: una mujer con un
embarazo muy avanzado. Así estuvo tanteando por el bosque, siempre
adelante, hasta que hubo dejado atrás el pueblo. Entonces buscó la
carretera y la encontró y prosiguió por ella algo más cómoda, la
misma carretera por la que yo había pasado en aquella «cafetera»
unas semanas atrás. También ella pasó por donde ellos quisieron que
yo me apeara y donde luché por mi vida. Yo vi ese sitio soleado y
siempre lo recordaré bañado por el sol, con esas ramas de pino
resecas. Ella pasó por ahí de noche, el lugar por donde pasaba no
le decía nada, los latidos de su corazón no se aceleraron por ello.
Vivimos en un extraño planeta, y los que están más cerca aún siguen
viviendo muy alejados los unos de los otros.
Nuestro pequeño pueblo no se encuentra tan
lejos de la ciudad de Fürstenwalde, no está ni a diez kilómetros,
pero para una mujer con un embarazo tan avanzado y con un niño de
tres años en los brazos se convierte en un camino muy largo.
Durante semanas había permanecido en casa sin moverse y ahora no
paraba de andar y de andar. En ocasiones el niño iba andando junto
a ella, entonces ella se volvía a sentar en un mojón y descansaba
durante un rato. Ella naturalmente pensaba en los dos niños que
llevaba dentro y se decía que no podía ser bueno para ellos toda
esa excitación y esa preocupación y todo ese agotamiento, que todo
ello no ayudaba. Y que cada kilómetro se hacía largo como una milla
y que el dolor de sus pies hinchados la torturaba, tampoco eso
ayudaba. Y tampoco el que pensara con incertidumbre y preocupación
en mí y en nuestro futuro, eso tampoco ayudaba. Su voluntad era la
que la hacía seguir adelante, ella seguía por el camino que debía,
ya fuera liso o impracticable, no tenía elección. La noche la
rodeaba, y quizá las estrellas estaban sobre ella, y la acompañaba
una brisa. Pero mientras hacía eso también pensaba en aquellos
cuyas acciones habían provocado todo eso, el que tuviera que
desplazarse de noche con sigilo por caminos ocultos como una
vagabunda. Pensaba en aquellos que se habían hecho con el régimen
en Alemania y de golpe habían aniquilado la más pequeña libertad
personal y habían abierto las puertas a toda arbitrariedad y
espíritu pendenciero. Ese pensamiento sí que la ayudó. Pues ayudó a
que ese corazón bondadoso e indulgente aprendiera a odiar, hizo que
esos ojos, que normalmente siempre sólo habían sabido ver la bondad
en la vida, se volvieran clarividentes, y nunca, ni durante un
segundo, ha vacilado en su odio durante los siguientes diez años.
Sabía que esas personas eran malas y que querían lo peor. Puede ser
que en su camino hicieran alguna cosa bien aquí o allá, pero como
lo que quieren es lo peor, eso no cuenta y ellos se vendrán abajo.
Lo peor no puede vencer. Lo obtenido por el mal camino no puede
durar. ¡Y esperemos que pronto toda esta maldad se derrumbe!
Llegó a Fürstenwalde, ya había amanecido, y
se dirigió a la estación de tren. Se lavó, también al niño, y
desayunaron un poco. Entonces fueron a verme, me vio de nuevo, sano
y de buen humor, y los dos nos quitamos un peso de encima. Para más
adelante sólo pude darle el siguiente consejo: «Ve a ver a Rowohlt,
al padrecito, ¡él sabrá cómo salir de esto!»
Así que ella fue a verlo, a ese salvador de
sus autores en todas sus necesidades del cuerpo y del alma y él
supo darle consejo. «Uno debe acudir siempre a las más altas
instancias», dijo Row. y telefoneó a un famoso abogado,51
un hombre que había defendido del Partido al incendiario del
Reichstag, que en todo caso finalmente fue ejecutado. Vinieron
juntos: el famoso abogado, el famoso editor Rowohlt y la mujer del
escritor. Mi mujer estaba algo indignada porque se dio cuenta de
que el abogado, dicho sea de paso un señor muy grosero y un viejo
miembro del Partido, no sólo no encontró nada emocionante en su
historia, pues le pareció un caso entre los demás, sino que además
el abogado dijo muy complacido:
—¡Eso encaja excelentemente, estimada
señora! El jefe del distrito de Lebus es un antiguo compañero de
colegio mío. Ahora mismo cogemos un automóvil y nos vamos a verle,
¡y le apuesto lo que quiera a que en media hora a su marido lo
ponen en libertad!
Esa nunca esperada perspectiva de mi puesta
en libertad desterró en mi mujer toda la indignación por la
indiferencia con la que él recibió un caso tan escandalosamente
injusto, se subió toda alegre a un automóvil con el abogado, saludó
con la mano de nuevo al editor e iniciaron el viaje. No tenemos ni
idea de qué pudo hablar el abogado con el jefe de distrito, quizá
sobre conspiraciones contra la persona del Führer o sobre chistes
políticos buenos y malos y el señor von S. Aún seguimos siendo
gente completamente apolítica y algo así no significa nada para
nosotros. En todo caso el abogado entró corriendo en la antesala
donde estaba mi mujer, que esperaba con el corazón en un puño, le
puso una hoja de papel en la mano y le dijo:
—¡Coja usted el automóvil y vaya lo más
rápido posible hasta Fürstenwalde! ¡Ésta es la orden de libertad
inmediata de su marido, pero hoy es domingo, y a partir de las doce
del mediodía ninguna cárcel de Juzgado alemana deja salir a un
preso hasta el día siguiente, lunes! ¡Así que póngase en camino,
quizá lo consiga usted!
Y ella realmente lo consiguió, cinco minutos
antes del mediodía interrumpió al polvoriento escribano del Juzgado
mientras éste mordía su portaplumas y a las doce y cinco los dos ya
estábamos de nuevo juntos en la calle, ¡tan felices!
Naturalmente que lo primero que hicimos fue
ir a Berlín a ver a mi editor, le dimos las gracias por su acertada
mediación y celebramos con una gran comida nuestra victoria
(¡consideramos mi puesta en libertad como una victoria definitiva
sobre nuestros enemigos!), recogimos a nuestro hijo y volvimos a
casa, debo confesar, henchidos de sentimientos de triunfo y
venganza.
Aún era de día cuando llegamos a nuestro
pueblecito. Desde la estación de tren anduvimos por el estrecho
camino a través del bosque hasta nuestra casa. El centinela había
desaparecido de la calle, aunque casualmente el señor Sp. estaba en
el jardín y nos miraba absorto a los tres, absorto... Pasamos junto
a él sin saludarlo y subimos a nuestra casa. Ay, si yo hubiera
tenido más conocimiento del mundo y hubiera sido algo más
diplomático no hubiera hecho nada, sino que hubiera dejado
tranquilamente que los Sp. hicieran conjeturas y cavilaran junto
con su Gr., lo suficientemente seguro con la orden de puesta en
libertad del jefe de distrito que llevaba en el bolsillo. Con el
tiempo todo hubiera vuelto a su cauce, yo hubiera actuado como si
no supiera nada de las vilezas de los Sp., de alguna manera me
hubiera deshecho de esos peligrosos enemigos y así poco a poco
hubiera conseguido la villa.
¡Sin embargo no podía esperar, no podía
callarme, no estaba dispuesto a hacer concesiones! Me senté a la
máquina de escribir y redacté una carta para el señor Sp.:
«Apreciado señor Sp. 1. Rescindo inmediatamente el alquiler de esta
vivienda. 2. Retiro mi oferta de tal y cual por el derecho de
vivienda y renta en vida. 3..., 4....» Era una lista de este tipo
de puntos vengativos. Metí la carta en un sobre, la dejé en la mesa
del recibidor y me metí en la bañera, bañando mi cuerpo en el agua
caliente, bañando mi alma en los sentimientos de venganza.
¿Y qué es lo que conseguí? ¡Pues una segunda
visita de la SA! A la mañana siguiente —apenas habíamos terminado
de desayunar— ya estaban de nuevo allí. Esta vez sólo tres hombres
altos con su Führer, que yo aún no conocía, no tan recubierto de
oro, pero, en todo caso, allí estaban decididos a no menos que sus
antecesores. En vano les remití a mi orden de puesta en libertad, a
mis derechos como ciudadano de anular un contrato. Me explicó que
había intentado aprovecharme de la situación de apuro de un
Volksgenosse, un compatriota y buen
alemán, con el fin de beneficiarme personalmente. Eso iba en contra
de un principio básico n. y él estaba en
su derecho de sólo por ello volver a encerrarme. Yo no tenía
derecho a perjudicar al viejo Sp. por la villa, sólo porque yo era
un gordo ricachón. ¡O bien me declaraba dispuesto ahora mismo a
considerar esa carta como si nunca se hubiera escrito y cumplir con
todo a lo que me había comprometido o podía atenerme a las
consecuencias! Hizo un gesto significativo. ¡Y, añadió, en esta
ocasión procurarían que yo fuera a parar a un lugar de donde mi
astuto abogado no pudiera sacarme!
Era la primera vez en mi vida que me
enfrentaba a un intento de extorsión n.
como ése y debo confesar que la desvergüenza con la que me la
presentaron me dejó estupefacto a más no poder.
—Pero por lo menos me dejarán que rescinda
mi alquiler de esta casa —le contesté escandalizado—. ¡No quiero
seguir viviendo aquí!
—No se le permite a usted rescindir el
alquiler de esta casa —me contestó— pues así aumentaría usted la
situación crítica de este compatriota. ¡Evidentemente, usted puede
vivir donde le plazca, pero usted deberá seguir pagando el alquiler
de esta casa! Naturalmente que el señor Sp. intentará, si usted así
lo desea, encontrar otro inquilino que abone lo mismo, al mismo
coste, por supuesto. Si lo consigue podrá hacer lo que le plazca.
Como puede usted ver, siempre saldremos a su encuentro. Bien, ¿qué
decide usted? ¿Viene usted con nosotros o cumplirá con sus
obligaciones?
¿Qué salida tenía? Me conformé, furioso por
dentro. Quizá el jefe leyó algo de mis sentimientos en mi rostro,
pues dijo:
—Y le sugiero que se comporte de la manera
más amable con los Sp. ¡A la menor grosería será castigado
severamente por nosotros!
Y entonces se marcharon.
27.IX.44. ¡Estábamos sentados allí y
habíamos perdido todas las oportunidades! Yo concretamente no me
atrevía a mirar a mi mujer, pues ya me había dado cuenta de todo el
daño que nos había hecho de nuevo mi irreflexivo arrebato de
cólera. Ninguno de nosotros quería decir palabra. Finalmente, yo
dije poniéndome en pie:
—¡Ya sé que he vuelto a hacer una estupidez,
me doy cuenta, no hace falta que me mires así, Suse! Pero por esta
razón no quiero quedarme a vivir aquí; no puedo volver a ver a esos
dos falsos hipócritas; y si tuviera que verlos todos los días estoy
seguro de que haría más estupideces. Ahora me voy a ir al pueblo y
voy a intentar conseguir un automóvil que nos lleve a Berlín,
mientras tú empieza a hacer las maletas. Coge sólo lo necesario
para un largo viaje. ¡Y coge también el gran baúl, Suse! ¡Tengo la
sensación de que no volveremos a vivir aquí!
Dicho esto lancé una larga y algo
melancólica mirada hacia mi estudio grande y lleno de luz, la
primera estancia que pudimos amueblar a nuestro gusto con un
carpintero aún enamorado de su profesión. Suse siguió mi mirada y
seguramente se sentía también algo nostálgica, aunque dijo toda
valiente:
—Seguro que lo mejor es que nos alejemos de
esta gente falsa, yo tampoco puedo volver a verlos, sobre todo a la
mujer. Él es sólo un pobre hombre y con su chaqueta de terciopelo
siempre me recuerda a un conejo. Pero ¿será ahora mismo Berlín lo
más conveniente para nosotros? Se acerca el verano y para el niño
seguro que sería mejor el verde y el agua, tal como lo teníamos
aquí. Y también para mí. Y para ti segurísimo.
(Ahora, lo sabía yo, se refería a los bares
de Berlín.)
—¡Qué va! —dije yo, de repente muy animado
por el pensamiento de iniciar un cambio completo de lugar y de
personas. Ya había descubierto que después de las pasadas semanas
plenas de excitación me sería totalmente imposible estar sentado en
la campiña—. Qué va, primero nos mudaremos a la pensión
St.[össinger],52
ahora mismo voy a llamar a ver si tienen disponible una habitación
grande para nosotros. Y lo que venga ya veremos. Con los tiempos
que corren uno no puede hacer ningún plan. ¡Ya lo ves, todo sale
completamente diferente a lo que uno había pensado!
Después de encomendar todo nuestro futuro a
la pura casualidad, empecé a preparar nuestra mudanza, lo que mi
hijo y yo encontramos suficientemente entretenido. Para mí sólo se
produjo un momento de incomodidad, cuando llamé abajo a la puerta
de los Sp. y entré con un recibo y billetes en la mano, con el fin
de pagar por adelantado el alquiler y su renta de los siguientes
tres meses. Él no pudo esconder su agitación y fue de un lado para
otro en busca de pluma y tinta y apenas pudo garabatear su firma,
por otra parte de tan altos vuelos. Sin embargo, la reina se
encontraba junto a la ventana muy envarada, como si se hubiera
tragado una escobilla, y no dejaba de hacer encaje de bolillos, lo
que sonaba seco y malvado. Sus ojos oscuros pasaban continuamente
de su marido a mí, de repente dejó caer las agujas, alargó la mano
y le dijo a su marido de forma imperiosa:
—¡Sponar, enséñame eso!
Él lo hizo a toda prisa, ella empezó a
contar y leyó repetidas veces lo que había escrito en el recibo y
entonces me lo alargó cogiéndolo con las puntas de dos dedos y me
dijo con maldad:
—¡Sin embargo, los muebles y todas las cosas
se quedarán aquí como fianza por todo a lo que tenemos derecho! ¡No
se llevarán nada más!
A eso podría haberle replicado con algunas
palabras, pero lo que necesitábamos con más urgencia ya lo habíamos
cargado en el automóvil que esperaba frente a la entrada del
jardín, pues yo había dejado para el último minuto esa incómoda
visita de despedida e incluso Suse y el niño ya se habían subido.
Por otra parte, había recibido mi primera reprimenda por
precipitarme demasiado y una reprimenda de este tipo hasta a mí me
duraba unas cuantas horas. Así que no moví ni un músculo de mi
rostro, que según todos los libros de aventuras es la señal de un
autocontrol importante en una situación de trepidante peligro y me
dirigí mudo hacia la puerta. Entonces la reina sentenció con su voz
profunda y malvada:
—¡Le deseo a su mujer un parto de lo más
feliz!
¡Y ese deseo sonó tan malvado e infame, que
por mí me hubiera dado la vuelta y hubiera estrangulado a esa mujer
malísima con mis propias manos!
Aunque de nuevo me reprimí y me di toda la
prisa posible para no tener que oír ni una palabra más. Respirando
de nuevo me subí al automóvil junto con mi gente querida y le dije
al chófer:
—¡Vámonos! ¡Vámonos!
Aún tenía miedo de que fueran detrás de
nosotros. Mi mujer me preguntó preocupada:
—¿Ha pasado algo más? ¡Estás completamente
pálido!
—No —le contesté yo—. Todo ha ido como la
seda. Y a partir de ahora no pensaremos en todo esto.
Y despidiéndome vi de camino hacia el pueblo
una casa que ostentaba la inscripción «Contratista Karl Gröschke»,
llamé la atención de Suse sobre ello y se la enseñé, qué casa más
fea era, ideada por la simple fantasía de un albañil en esa tierra
arenosa. Y yo empecé a entusiasmarme con las bonitas construcciones
del sur de Alemania, donde la casa más sencilla incluye una parte
de belleza, ya sea sólo por su distribución o su estructura, y
donde también el más sencillo trabajador de la madera es en sí un
artista, aunque ello sólo se vea en la forma en la que talla una
cuchara de madera con su cuchillo. Así me olvidé pronto del
pueblecito B. y de sus habitantes y entonces llegamos a Berlín y a
la pensión St., y nuestra vida se llenó de experiencias nuevas, de
forma que todo por lo que habíamos pasado se enterró un poco. Ya
habíamos vivido en una ocasión en la pensión St., que se encuentra
en la vieja parte oeste de la ciudad, en una calle tranquila y
todavía arbolada, aunque entonces por poco tiempo. Sin embargo, nos
gustó mucho. Era una pensión muy elegante, pero no muy grande,
debía disponer de no más de quince o como mucho veinte
habitaciones. La dueña 53 era una vieja y muy inteligente judía que
mi mujer y yo apreciábamos mucho, y que era muy exacta con los
asuntos del dinero y no muy justa con sus facturas. Aunque ella
sabía muy bien separar eso de lo humano, y seguía siendo, a pesar
de que era la dueña de la pensión, una señora de la cabeza a los
pies. No, señora es la palabra equivocada, era una mujer de gran
cultura y muy maternal, que siempre estaba dispuesta a prestarle a
alguien todo su apoyo. Había aprendido a pasar por alto, muy
sonriente, las miles de particularidades de un grupo de huéspedes
internacional y variopinto. Seguro que en su casa también residían
personajes sospechosos, estafadores internacionales, pero ello no
la incomodaba, siempre que en su casa no cometieran ninguna
estupidez y pagaran sus cuentas puntualmente. Es verdad que no se
producía ninguna cosa sucia, allí no se llevaban mujeres de dudosa
reputación y no se flirteaba con las muy guapas sirvientas de la
casa. En ese caso los ojos de esa pequeña, vieja y redonda mujer
judía refulgían, ¡y al huésped, por muy solvente que fuera, sólo le
quedaba una salida: marcharse! Si uno llegaba en alguna ocasión
borracho a casa y armaba jaleo a pesar de la hora, ella lo pasaba
por alto con una sonrisa. Aunque en lo que se refiere a la limpieza
era implacable, tanto frente a sus huéspedes como frente a sus
chicas del servicio, que no [podían] limpiar a fondo con la
frecuencia deseada esas habitaciones tan enormes.
Naturalmente era típico del escritor Hans
Fallada que sólo cinco minutos tras la toma del poder se buscara
una pensión judía internacional como residencia y que, con total
alegría, enviara su correspondencia desde allí. ¡Lo estúpidamente
inocente que he llegado a ser! Por entonces ya estaba en curso, por
ejemplo, mi solicitud para que me aceptaran en el Sindicato de
Escritores del Reich,54
y esa solicitud era una cuestión primordial para nosotros. Ya que
al escritor al que le hubieran rechazado una vez su petición ya no
le estaba permitido desde ese momento publicar ni una sola línea
más, ya fuera en forma de libro o en un periódico o revista. Así
que yo tenía motivos para ser precavido, pues mi situación ya era
lo suficientemente comprometida, tal como he contado. Aunque yo no
pensaba en la precaución. A aquellos que me advertían y reprochaban
que vivir en una pensión judía era como suicidarse, un hecho que
ante la siempre en aumento cantidad de soplones y delatores —¡otro
resultado del régimen n.!— no podía pasar
inadvertido, yo les contestaba de forma arrogante:
—¡Pero si me gusta vivir allí! En cuanto se
les prohíba a los arios vivir en pensiones judías entonces me
mudaré. ¡Hasta entonces permaneceré allí!
Dicho sea de paso mi solicitud de aceptación
en el Sindicato de Escritores tuvo un destino extraño, a pesar de
algunas alegaciones por mi parte y de mi abogado: nunca la
contestaron. Nunca fui miembro del Reichsschrifttumskammer, simplemente me dejaron
seguir trabajando «provisionalmente», ya que mi petición nunca fue
rechazada; es decir, que no fue tramitada. Aún a día de hoy, once
años después de la toma del poder, sigue siendo así. Para los
señores del R.S.K. esta reglamentación tiene la ventaja de que no
tienen que excluir a aquel autor que se ha vuelto totalmente
impopular: ¡si nunca ha sido miembro! Además, en su estado de
incertidumbre este autor será aun más valiente que uno que está
afiliado, al cual siempre pueden procesar para ser excluido. (Yo
ciertamente no fui más obediente por esa razón, sino que para esos
señores fui fuente de alguna que otra preocupación.) En los
primeros años le pregunté en alguna ocasión a mi abogado cómo iba
el asunto de la afiliación, a lo que él sólo contestaba con una
señal:
—¡Oh, no remueva, no remueva el asunto! ¡Ni
me lo recuerde! ¡Mientras su petición no haya sido rechazada le
está permitido seguir trabajando! ¡Así que adelante!
A pesar de que aún nos encontramos de forma
provisional en la pensión extranjera St., no puedo abstenerme de
informar aquí de la gran torpeza en la que incurrí justamente por
esos tiempos. Recibí una carta del Ministerio de Ilustración
pública y Propaganda, firmada por el mismo señor G.[oebbels], que
decía así: «Apreciado señor F., le llamo la atención de que la
editorial Bonnier publica en lengua sueca su obra, editorial que es
una de las principales difamadoras de Alemania. Le ruego que en el
futuro lo tenga en cuenta, p.p. Dr. G.»
Con este escrito me dirigí a mi buen R.
Pensamos que para ser una carta de un ministro tenía un estilo
inusualmente bueno, especialmente nos gustó la frase final, que
conectaba tan líricamente con su precursor. Aunque esa alegría no
alejó la preocupación de tener que responder y, sobre todo, a lo de
que «en el futuro lo tenga en cuenta», a lo que no estábamos del
todo dispuestos. Finalmente conseguimos redactar el siguiente
escrito: «Apreciado señor ministro, cuando firmé hace años mis
contratos con la editorial Bonnier yo no sabía que se dedicaba a
difamar a Alemania. Sí que sabía que las memorias del presidente
del Reich von Hindenburg55
fueron publicadas por esta editorial y aún lo son. ¡Heil Hitler!
Hans Fallada.» ¡Y efectivamente le envió este maravilloso escrito
al ministro! No, realmente ninguno de los dos podemos maravillarnos
que esta semilla de insensatez e irreflexión germinara un día en
maldad, que a mí personalmente no me afectó tanto, pero que el
pobre de R. tuvo que pagar muy caro de una u otra forma y de lo que
quizá tenga que hablar más adelante.
Así que en la pensión St. nos encontrábamos
muy a gusto. No sólo por la comida, que de verdad era inusualmente
buena y de la que mi mujer aprendió mucho. No sólo aprendió a hacer
postres austriacos, desde el strudel de
manzana hasta los Kaiserschmarren, no,
sino que también conocimos y apreciamos platos coloniales como
pollo con arroz al curry, pimientos rellenos, ¡y qué sé más! Lo más
interesante eran los continuamente cambiantes huéspedes, que en su
mayoría pasaban por Berlín rápidamente en su «trip» de tres o cinco
días, mientras para París reservaban siempre cuatro o cinco
semanas, lo que entonces, cuando aún no conocía esta deliciosa
ciudad, siempre me fastidiaba poderosamente por local-patriotismo.
Por entonces se veían los personajes más extraños, a los que a
menudo la señora St. conducía hasta mi mesa. Compartíamos la mesa
durante un cuarto de hora frente al excelente café de costumbre,
fumábamos cigarrillos extranjeros y charlábamos un rato. Recuerdo,
por ejemplo, a una señora de los EE.UU.,56 una verdadera dama que, sin embargo, se
había separado de su marido y que se ganaba la vida y que, por el
tiempo que llevaba en esa cara pensión, debía de ganársela muy
bien, únicamente saltando en paracaídas. En aquel tiempo, en 1933,
el saltar en paracaídas no era algo tan conocido como lo es ahora
debido a la guerra. ¡Y menos aún para una mujer! Era una mujer
guapa, alrededor de los treinta, con un cuerpo maravillosamente
entrenado; cuando andaba no se desplazaba, sino que flotaba. Sabía
contar muy bien sus desplazamientos aventureros por los Estados
Unidos, siempre de una ciudad a otra, con seis u ocho viejos
aviones del ejército y unos cuantos viejos pilotos de la guerra
mundial, que por dinero exhibían sus habilidades frente a los
curiosos. Una especie de vida circense vagabunda, a menudo sin
dinero, aunque de repente, si por algún motivo a la gente le daba
por comentarlo, nadaban en la abundancia. La atracción principal
era su salto en paracaídas y sabía contar bien sus sensaciones
cuando daba ese salto hacia el vacío. Por entonces un paracaídas no
era un objeto que funcionara con tanta seguridad como hoy en día. A
menudo no se abría. Siempre había funcionado bien, pero un día... Y
entonces atraía hacia sí y abrazaba a nuestro hijo, lo que a él no
le gustaba. Ella también tenía un hijo de esa edad allí en los
Estados Unidos y siempre pensaba en él. Como sustituto utilizaba a
nuestro hijo. En esa pensión debíamos estar siempre pendientes de
él y, a pesar de todo, casi siempre acabábamos buscándolo. Había
tantas mujeres alojadas en la pensión que habían dejado a sus hijos
en casa, que aprovechaban cualquier momento para secuestrar a
nuestro hijo y jugar con él y consentirlo. No tenía remedio la
cantidad de chucherías que se tragaba; ¡tuvo que tener un estómago
de hierro para tragarse todo eso sin ninguna consecuencia seria! ¡Y
justo enfrente de la pensión había una gran juguetería, a la que
otros huéspedes arrastraban a nuestro hijo cada dos o tres días y
allí le permitían comprar lo que le apeteciera, no importaba lo que
costara! Yo, sin embargo, creo que sus admiradoras y admiradores le
compraban preferentemente aquello con lo que ellos hubieran deseado
jugar; ¡cuántas veces tuve que ir a buscar a nuestro hijo a
cualquiera de esos grandes y pomposos dormitorios y lo encontraba
con sus amigas, respetables madres en maravillosos pijamas, en el
suelo «chillando de entusiasmo» mientras cualquier pato mecánico se
tambaleaba entre ellos, o bien montando con pasión un tren
eléctrico todo brillante e iluminado! Siempre tenía que luchar para
poder llevármelo a nuestra mucho más tranquila habitación y mis
protestas por ese insensato despilfarro en un regalo eran inútiles.
No, para nuestro hijo la estancia en esa elegante pensión seguro
que no era lo más indicado.
Uno de los personajes más singulares con los
que me encontré en la pensión era un hombre de piel oscura y
delgado de la India,57 que había residido en Rusia, donde compraba
cantidades de brillantes. Adquiría las piedras seleccionadas allí
para no sé qué príncipe. Tal como yo suponía lo hacía de forma
ilegal y entonces pasaba las piedras de contrabando por la frontera
sin pagar impuestos. Por aquel entonces, por lo menos, explicaba la
forma en como lo hacía. Las llevaba envueltas en trozos de papel
sucio, en bolsillos grandes y pequeños alrededor de su cuerpo.
Siempre era realmente desconcertante cuando de repente, mientras
hablábamos, sacaba del bolsillo de su chaleco una bolita de papel
sucio y con sus dedos oscuros extraía de éste un diamante pulido y
reluciente. Por entonces yo ya había descubierto que no había
piedra preciosa que le quedara mejor a mi mujer que el aguamarina,
esa piedra que según la luz es de color verdemar o azulmar y sobre
la que en ocasiones, especialmente de día, destella un fulgor gris
como la niebla matutina sobre el mar. En una ocasión le pregunté al
indio por las aguamarinas. Sin decir palabra se metió la mano en el
bolsillo del pantalón y sacó un cucurucho gris, uno de esos que se
utilizan para guardar media libra de azúcar o de sémola y vertió su
contenido sobre la mesa. Durante un instante contuvimos la
respiración, allí había aguamarinas de todos los tamaños y
sombreados, ni una sola peor que la otra, unas treinta o cuarenta,
todas pulidas y sueltas. Aunque entre ellas había una que no sólo
llamó nuestra atención por su tamaño, sino también por su brillo
sereno, fuerte y profundamente azul. Nuestro amigo lo notó en
seguida. Cogió la piedra y la colocó sobre la palma de la mano
abierta.
—De un icono —dijo. Nombró una ciudad rusa
de la que hace tiempo que ya me he olvidado—. ¡De un icono de allí!
—dijo él.
Estábamos completamente embrujados. Nunca
habíamos visto una piedra preciosa como ésa y yo no he vuelto a ver
nunca una piedra como aquélla. Era tan grande como el plato de un
niño pequeño y sólo tenía los cantos pulidos. El hombre puso la
piedra contra el cuello de mi mujer, me miró con ojos tiernos y
murmuró:
—¡Sólo tres mil marcos y usted
tenerla!
Tuve que mantener una dura lucha conmigo
mismo. Por entonces ya habíamos decidido dejar definitivamente la
villa en B. y comprarnos otra casa. Nuestro ritmo de vida había
engullido mucho dinero, y además se sumaban los abogados, la
indemnización a los Sp., ¡no, simplemente era imposible! Y no era
el precio lo que me impedía comprarla. Quizá lo hubiera conseguido
con un [adelanto de] mi editor. Lo que me lo impedía era
simplemente el imponente tamaño y belleza de la piedra. En mi vida
nunca he aguantado la presunción y yo pensaba que no éramos la
clase de personas que llevaran una piedra como ésa y de ese tamaño.
Simplemente no encajaba en nuestro estilo de vida en general. Y
tampoco viviríamos felices a causa de la más espléndida de las
aguamarinas y pasando estrecheces.
—No —le contesté lentamente viendo aún la
piedra sobre la piel de Suse—. No, lo siento. Realmente no puede
ser.
El indio sonrió melancólicamente. Devolvió
la piedra de nuevo al cucurucho con su mano plana. Mientras lo
hacía lo mirábamos y entonces el destello se extinguió.
—¡Le sabrá mal! —dijo el comerciante de
piedras preciosas encogiéndose de hombros—. Quizá no encontrar
nunca piedra como ésta. Tres mil marcos, ¡sólo por señora!
Sonrió y se fue. En ocasiones me ha sabido
mal no haberla comprado, pero nunca de veras. No mucho después le
compré a mi mujer un colgante con un aguamarina de una fosa
sudamericana. No es ni la mitad de grande y quizá no tenga el
fulgor de esa piedra, a pesar de que no fue mucho más barata. Sin
embargo, la piedra encaja más con nosotros, es bonita, pero no
atrae todas las miradas hacia sí. (Y en ocasiones también pienso
que quizá nuestro buen indio melancólico tratante de piedras
preciosas fuera un impostor que iba a la caza de pardillos con
piedras falsas. Esa piedra grande y bonita era de verdad
increíblemente barata. Así que mi animadversión hacia la presunción
me protegió de un chasco mayúsculo.) De los huéspedes de ese
caravasar sólo mencionaré de forma breve a un verdadero rajá
indio,58 un hombre gordo, que apareció por allí con
varias mujeres y muchos niños de piel oscura por unos cuantos días.
Veíamos a pocos de ellos, la mayoría del tiempo lo pasaban en sus
habitaciones, tampoco comían con nosotros. Sólo los niños armaban
alboroto de vez en cuando en los pasillos, como todos los niños del
mundo y de cualquier nacionalidad arman alboroto en los largos
pasillos de las casas. Aunque a quien sí observé muchas veces con
admiración era al cocinero, que hizo aparición con el séquito del
rajá. Por motivos religiosos al rajá no le estaba permitido comer
lo que nosotros comíamos, así que trasegaba en los fogones sus
propias cazuelas y sartenes junto a la estupenda cocinera alemana.
Era un hombre enorme y muy gordo, de una piel no muy oscura y que,
además de llevar un turbante sucio, llevaba una vestimenta ancha y
blanca, igualmente muy sucia, parecida a un caftán. Ya que la
cocina no era excesivamente grande y para preparar las comidas para
los huéspedes de la pensión se requería bastante espacio, a este
gigante se le había asignado para cocinar, claro está, la ancha
repisa junto al fogón, y allí se colocaba él y mezclaba, removía y
espolvoreaba de pequeñas cajitas de plata polvos de colores sobre
las salsas y el arroz, y nosotros, el padre y el hijo, observábamos
absortos. Realmente tenía una serenidad auténticamente oriental,
parecía no darse cuenta en absoluto de nuestras miradas bastante
desvergonzadas, pues nunca nos miraba. Y un día nos puso un plato
bajo la nariz con algo pegajoso de un color rojizo y otra cosa
pegajosa de un color amarillento. El gigante hizo un gesto de
invitación, durante un momento también busqué mi cuchara, pero
entonces pensé: «¡Comamos pues como lo hacen los rajás!»
Con mi hijo, que prefirió la cosa roja, me
puse de acuerdo con una mirada, y los dos echamos nuestros dedos en
esa masa sospechosa y nos la llevamos a la boca.
¡Dios mío, era como si me hubiera tragado
fuego, tanto me corroía y ardía la garganta, de golpe me quedé sin
aire! Sin embargo, no tuve ni el más mínimo momento para ocuparme
de mis propias sensaciones, tan estremecedor era el lloriqueo en el
que rompió mi hijo. ¡Sin ninguna consideración empezó a escupir y
gritar de forma terrible! A pesar de todo el cocinero estaba de
nuevo frente a su repisa y espolvoreaba con su serenidad oriental
los polvillos de sus cajitas. A él no le interesaban en absoluto
las víctimas de su arte culinario. Nunca volvimos a ver a ese
hombre malo, aunque no se pueda concluir que fuera realmente malo.
Quizá trabajaba sin conocer el paladar europeo.
Nosotros éramos realmente los únicos
alemanes alojados en esa pensión, sin contar con un tal profesor
Nathansohn,59
que de hecho no era alemán, según los conceptos de entonces que se
propagaban cada vez más, como mucho, un judío alemán. Y ése era el
aspecto que tenía, el de un hombre respetable, gordo y bien
alimentado, con una nariz bien aguileña
60 y unos labios muy rellenos y muy
rojos, buenos modales, bonhomía y un gran sentido de la autoironía,
en la que los judíos son los maestros. Tal como me informaron, el
prof. N. era un hombre muy famoso, aunque
yo no hubiera oído hablar nunca de él. Era el descubridor de la
«Wistra», una fibra a partir de la cual se hacían las más
excelentes sedas lavables. Eso no impidió que los nazis quisieran
deshacerse rápidamente del profesor tras su toma del poder. El
prof. N. no se inmutó mucho: todo su
patrimonio estaba en el extranjero y estaba seguro de su capacidad
de inventiva, así que emigró complacido y sin tristeza a Londres.
Mientras tanto los nazis descubrieron que no todo iba tan bien con
la «Wistra», como ellos querían, ninguno se arreglaba con ella, así
que tuvieron que hacer volver al prof. N.
desde Inglaterra a cambio de mucho dinero y bienintencionadas
promesas. Así que ahora era el encargado de un gran laboratorio
montado sólo para él, por encargo de las altas instancias
oficiales, con el fin de arreglar los problemas con la «Wistra» y
descubrir, además, la «Wollstra». Debo confesar que a menudo
contemplaba al profesor con un gran placer, esa prueba viva de que
los nazis no se tomaban tan al pie de la letra su sagrado programa
del Partido cuando les convenía. Y de nuevo debo confesar que hoy
no observaría al profesor con el mismo placer. Yo no soy como la
mayoría de mis compatriotas, que sostienen que todo lo malo sobre
esta tierra es achacable a los judíos y que el judío es el mismo
diablo. Hasta 1933, yo he sido lo que hoy en día se denomina un
filosemita, es decir, entre mis amigos y conocidos, de forma
completamente casual, se encontraban arios y judíos. Yo no hacía
ninguna diferencia, nunca me había parado a pensar en ello. La
propaganda antisemita (¡la del «verdugo» Streicher «Stürmer»!)
siempre me pareció repugnante. Aunque entonces, en 1933, tras la
toma del poder, yo observé unas cuantas cosas que me
desconcertaron. Cuando, por ejemplo, veía a ese P. N. allí con toda
su bonhomía sentado comiendo asado de ganso a costa del Reich
alemán, no me quedaba más remedio que decir que después de que me
echaran de esa forma tan infame, yo no hubiera regresado a Alemania
por mucho dinero que me ofrecieran y me hubiera esforzado por
descubrir cosas en beneficio de los señores nazis. También teníamos
una amiga judía,61
esa misma mujer que se había librado con éxito [de la] SA yendo de
habitación en habitación cuando me detuvieron. Una de sus hijas
residía en Londres, otra en Copenhague, ambas estaban casadas y a
las dos les iba bien. En muchas ocasiones le rogaron a su madre,
que vivía en Berlín, le imploraron finalmente que se fuera a vivir
con una de ellas, y que no siguiera soportando más las
humillaciones y persecuciones de los nazis. Sin embargo, la madre
permanecía año tras año en Berlín, hasta que finalmente casi fue
demasiado tarde para escapar. ¿Y por qué aguantaba todo esto? Ella
recibía una pensión muy pequeña por su marido muerto hacía tiempo,
no eran ni cien marcos mensuales, y exclamaba indignada:
—¡No voy a regalar este dinero a esta banda!
¡Nunca me transferirían el dinero a Londres! ¡No, conseguiré que me
paguen hasta el último marco!
Así que descubrí que los judíos tenían una
actitud frente al dinero diferente a la mía y era una actitud que
personalmente a mí no me gustaba, que incluso me era francamente
antipática. Uno vino por dinero y la otra no se fue por dinero y,
sin embargo, ambos se dejaban humillar por dinero, voluntariamente,
se dejaban humillar conscientemente.62
Y después sufrí otra experiencia que
realmente me asustó. En la editorial trabajaba un lector, Paulchen
M.[ayer],63
un pequeño judío de Colonia, con manos y pies de niño, uno de esos
productos frágiles como la porcelana de interminable procreación
sanguínea, en los que el cuerpo apenas parece viable. ¡Aunque vaya
cabeza tenía ese hombrecito! ¡De ninguna manera una cabeza nada
bonita, pero cómo chisporroteaba esta cabeza espíritu y fuego!
¡Nuestro Paulchen lo había leído todo, lo sabía todo, lo cubría
todo! ¡Una vida eterna florecía en ese cráneo estrecho y de frente
elevada! Y era insobornable. El gran y lleno de vida Rowohlt era un
hombre al que en sus buenos momentos sólo se le podía contradecir
teniendo mucho cuidado con lo que se decía. ¡En seguida bramaba
como un volcán en erupción! Sin embargo, Paulchen lo contradecía, a
Paulchen no le preocupaban esas amenazadoras oleadas de lava,
Paulchen le repetía una y otra vez a R. que la novela sobre
Rathenau del señor v.S.,64
por muy bien escrita que estuviera, constituía un oportunismo
indigno por parte de la editorial. Rowohlt hubiera querido golpear
con las puertas, hacer callar con su sobrepeso de 110 kilos a
Paulchen, que sólo pesaba 35 kilos, juntaba los dedos y con cada
dedo indicaba una prueba irrefutable. Al final siempre ganaba
Paulchen. En la teoría y en la práctica R. no hacía caso a los
informes de lectura de sus lectores, sino que publicaba exactamente
los libros que a él le parecía. Así que al final el vencido Rowohlt
cogía a su Paulchen en brazos y llevaba al hombrecito por toda la
editorial, haciéndole mimos y diciéndole tonterías. Paulchen M.,
nuestro lector, la buena conciencia de la editorial, el amigo y
consejero de todos, insobornable, fiel, también era eso: nada más
que un pequeño y degenerado judío de apenas 35 kilos de peso y
grotescamente feo.
Y después teníamos un segundo empleado judío
en la editorial, es decir, no era realmente un verdadero empleado,
era un señor, un señor voluntario o señor socio, como se quisiera
llamar. O como él quería que le llamaran. Leopold U.[llstein]
65era hijo de la famosa casa
editorial, la más grande por entonces en Alemania, y él lo sabía
muy bien. En realidad sólo era el nieto. La vieja generación, que
había levantado todo ese imperio, vivía escondida tras las
bambalinas y movía los hilos en silencio e imperceptiblemente.
Constituía la generación adquiriente. A ella le siguieron sus
hijos, gente de negocios trabajadora e inteligente, no
especialmente genial, aunque acertada en la elección de sus
colaboradores y generosa a la hora de pagar: fue la generación
consolidante. Y a ella le siguieron los nietos, la generación del
esparcimiento, los derrochadores. Ya trabajaban en la casa, claro
está siempre que quisieran trabajar (y se contaban historias
divertidas y terribles sobre ellos). De todos estos nietos, sin
embargo, el peor era este Leopold U. Era
tan terrible que incluso la preocupación de su poderoso padre y la
intercesión de su todopoderoso abuelo habían podido conseguirle un
puesto de trabajo en su propio gran negocio. Aunque esta gente rica
también tenía intereses monetarios en las editoriales Ro. y el peso
que les confería esta participación lo utilizaban directamente para
asegurar a su descendencia descastada un puestecito en la empresa.
Ahí estaba él y pronto nos dimos cuenta de qué tipo de persona era.
La persona más arrogante, grosera e incómoda que uno se pueda
imaginar era difícil que lo superara. Por suerte el hombre no se
tomaba muy en serio el horario de oficina, así que a menudo
aparecía hacia el mediodía, repasaba algunos papeles con la nariz
alta, entregaba un dictamen que carecía de todo conocimiento de
causa y volvía a desaparecer. Si nosotros no podíamos aguantar a
ese señor L. U., también él y nuestro
«Paulchen» se odiaban con toda el alma. No podía ser de otra
manera: constituían las antípodas, ese vividor superficial de malos
modos y ese pequeño judío de aspecto cuidado.
Y entonces llegaron los días del golpe de
Estado y todo cambió. Entonces Paulchen y Leopold U. estaban siempre juntos, siempre tenían algo que
comentar y cuando uno de nosotros entraba en la habitación donde se
encontraban, callaban. Eran los judíos y nosotros éramos los goyim,
ellos se pertenecían y nosotros éramos los marginados. Durante esas
semanas comprendí que para los judíos en la hora del peligro el
judío más opuesto, el más difícil, le era más cercano que el amigo
más fiel pero de otra sangre. Me di cuenta de que los mismos judíos
habían puesto estas barreras entre ellos y los demás pueblos, que
nosotros no queríamos creer a los nazis, que son los mismos judíos
los que sienten y mantienen esta diferencia de sangre, y ante la
cual nosotros siempre habíamos sonreído. Al llegar a esta
conclusión no me he convertido en un antisemita. Sin embargo he
aprendido ha pensar de forma diferente sobre los judíos. Muy a
pesar mío, pero no lo puedo remediar.66
Sí, me sabe terriblemente mal, pero no lo puedo remediar.
Naturalmente que una vez en Berlín intenté
en seguida arreglar mis asuntos con los Sp. ¡No estaba dispuesto a
tolerar sin más esas desvergonzadas pretensiones! Yo me había
comprometido a dar unas prestaciones a cambio de otra prestación,
en contra del consentimiento a la ejecución forzosa y, como ahora
se habían negado a ello, mis contraprestaciones también habían
caducado. La objeción de que yo me aprovechaba de la situación
apurada de un compatriota con el fin de hacerme con la casa era
ridícula. La casa ya no le pertenecía a ese hombre y lo que yo
quería era remediar en parte la situación de apuro de ese hombre.
Yo sentía que toda la razón estaba de mi parte y toda la
arbitrariedad en la otra parte, así que me dirigí inmediatamente al
gran abogado que me había sacado con tal rapidez de la prisión
preventiva. Sin embargo, allí me recibieron de una forma que no me
esperaba. En cuanto le conté de forma abreviada y sencilla la
historia de mis nuevas diferencias con mis patronos y la SA local,
el gran abogado 67 se puso fuera de sí:
—¡Usted es idiota! ¡Y pensar que he sacado a
un imbécil como éste de la cárcel! ¡Mejor que se hubiera quedado
usted allí, así no hubiera dicho ni pío, pero ahora el idiota
empieza a armar bronca! ¡Salga usted inmediatamente de mi oficina!
¡Tendría usted que pudrirse en la cárcel bajo prisión preventiva!
¡No quiero volver a verlo nunca más! ¡Fuera de aquí!
Yo ya me había ido. Estaba indignado con ese
hombre. Aún no llegaba a entender los tiempos que corrían. ¿Así que
uno no podía defender sus derechos, sólo porque casualmente un jefe
de la agrupación local fuera amigo de mi patrono? ¡Ya verían si
tenían razón o no! ¡Había otros abogados en Berlín! Me fui a ver a
uno de ellos. Sin embargo, hice el extraño descubrimiento de que
ninguno de ellos estaba dispuesto a hacerse cargo de mi caso. La
mayoría rechazaba la oferta bruscamente, ya fueran del Partido o
no. Los más educados opinaban que el Derecho estaba sin duda alguna
de mi parte, pero que en estos tiempos no era aconsejable defender
un derecho frente al Partido. El Partido había sufrido durante
tanto tiempo la injusticia que ahora debía permitírsele cierta
«libertad excesiva»... De alguna manera una indemnización... Yo
debía esperar a que llegaran tiempos más tranquilos, ésa fue la
contestación que recibí en todas partes. Ahora entendía mejor al
bueno de mi padre, que en su momento había ejercido como juez. En
ocasiones me había burlado en mi presunción juvenil cuando se
aferraba casi con verbalismo al texto de cada una de las leyes. Y
entonces, con sus ojos indulgentes y sagaces, me decía mirándome
largamente:
—Hans, aprende, hijo mío, que el Derecho es
un bien sagrado. El juez debe procurar que ni siquiera una pequeña
astilla del mismo se dañe, ¡pues con la fuga más pequeña se viene
abajo todo el dique!
Sin embargo, ahora [ellos] mismos
resquebrajaron [este dique], crearon un nuevo derecho, uno para el
Partido y otro para aquellos que no estaban afiliados al Partido.
Finalmente, durante la guerra, cuando hacía tiempo que se había
extinguido cualquier sentido verdadero de la justicia y cualquier
creencia en el Derecho, crearon la «opinión pública», tras la cual
sólo le quedaba tomar una decisión al juez. Ya que no eran
cristianos, nunca habían leído en la Biblia cómo el pueblo gritaba
«¡Crucificadlo, crucificadlo!», tras lo cual Cristo fue crucificado
según el dictamen de la opinión pública. Sin embargo, Pilatos fue
allí, se lavó las manos y preguntó: ¿Qué es la verdad?
28.9.44. Bien, ya he dicho que no encontré a
nadie que sintiera vocación por su profesión. Esos días no me iba
muy bien, dormía demasiado poco y bebía demasiado. Por primera vez
en mi vida había sufrido una injusticia evidente, sí, me habían
chantajeado de la forma más vil y no encontraba la forma de ponerle
remedio. Me tragaba la rabia, la furia y la amargura, y lo que me
habían hecho un puñado de camisas pardas se lo atribuía a todos los
camisas pardas, desde el Führer hasta el más joven de las
Juventudes Hitlerianas, y cuando los veía con sus estandartes y oía
las canciones, que habían robado a los socialdemócratas, y sus
fanfarrias, que provenían de los comunistas, entonces sí que me
entraban arcadas. Y ello ha sido así hasta el día de hoy, todavía
ahora, después de once años, no he podido acostumbrarme a esos
uniformes pardos y esos morros de bulldog que los visten. Ese asco
es insuperable. Existe un rostro típicamente nazi. En una ocasión
un amigo mío me regaló una pequeña lámina de Honoré Daumier, uno de
sus retratos de parlamentarios astutos y brutales, como Daumier
había dibujado a cientos. La lámina lleva la para mí indescifrable
firma de «Pot-de-Naz»,68
que yo he traducido sin más como «jeta de nazi». ¡Cuántos insultos
no habré yo acumulado ya sobre esta lámina! Cuántas veces no habré
mirado en las horas de la amargura este rostro gordo con su
barbilla brutal y sus ojos de cerdo listo hundidos en esos
michelines de grasa y me habré dicho: ése es el aspecto que tienen,
unos más que otros, los ilustres de la nación, los señores Ley,
Funk y Streicher.69
Hablan tanto del gansterismo que ahora disfruta de tanto éxito en
los Estados Unidos... ¡En Alemania no hace falta que ascienda!
¡Aquí ya está instalado en los más altos ministerios y cargos, ya
han elegido para ello bien a sus gánsteres! Un rostro como ése, por
debajo bien decorado con pardo, rojo y oro también lo encontré en
la plataforma trasera de un tranvía de Berlín, ahora en guerra,
cuando la joven revisora ayudó atentamente a un viejo y delicado
señor a bajarse del vagón y respondiendo a su agradecimiento le
dijo toda amistosa: «¡Hasta la vista!», y el bien uniformado nazi
la reprendió con la siguiente observación:
—¡Se ha olvidado de decir usted H.H.,
señorita!
La joven y guapa revisora sólo se volvió a
medias y también miró la gorda «jeta nazi» sólo por encima:
—¡Y usted —observó fríamente— usted hace
tres años que se ha olvidado de relevar a mi marido en el
frente!
A lo que el saco de grasa se fue de allí
rojo como un tomate, eso sí, sin abrir la boca, mientras todos los
rostros de la plataforma trasera miraban, también mudos,
tontamente, para evitar reír.
Así que durante esas semanas a mí no me iba
nada bien y a mi mujer tampoco le iba muy bien. Ella no estaba
bien, porque yo no estaba bien, porque con los pretextos más
evidentes desaparecía en cualquier momento por poco tiempo de la
pensión (para dar cuenta rápidamente de un aguardiente) y porque
cada día me pasaba hasta bien entrada la noche por ahí. A una buena
mujer no le hace ilusión cuando el hombre empieza a beber y además
en secreto y sin compañía alguna, que de todas las formas de
empinar el codo es la peor. Sin embargo, ella no podía acompañarme,
porque los gemelos que esperaba ya la atormentaban seriamente y
porque las consecuencias del esfuerzo, de la preocupación y de la
excitación de los últimos tiempos se hacían ahora muy evidentes.
Así que llevábamos una vida bastante lamentable y realmente no sé
qué hubiera sido de nosotros, o por lo menos de mí (ya que yo me
iba hundiendo cada vez más en mis fantasías severas y sinsentido de
lo que era justo), si no hubiera aparecido un salvador en la
necesidad, un verdadero y servicial amigo, que no sólo encauzó
nuestra vida aportando más tranquilidad, sino que me insufló más
valor que todos los abogados de Berlín, pues con sus negociaciones
personales logró que la historia perdida con la casa en el pueblo
B. por lo menos terminara de una forma no tan desastrosa para
nosotros, aunque en todo caso consiguió finiquitar el asunto. Este
hombre, de nombre Peter S.[uhrkamp],70
era verdaderamente una de esas figuras crepusculares de nuestro
tiempo con las mismas fuerzas tanto para lo bueno como para lo
malo, con muchas virtudes brillantes, pero poseído por la locura de
esos tiempos de medrar a cualquier precio. Era un hombre grande y
muy delgado con una figura imponente y un rostro casi del color de
la ceniza, que con los años iba convirtiéndose cada vez más en una
calavera recubierta de piel. Hace unas ocho semanas, cuando aún
vivía fuera en libertad, oí que este exitoso y precavido hombre
había sido alcanzado por el destino general de los alemanes: fue
detenido por traición a la patria. También él dijo demasiado en un
momento de ligereza, mostró parte de su corazón, dejó notar algo de
su odio que late en todos nosotros. Quizá en el momento en el que
escribo estas palabras él ya no esté vivo, aunque quizá el que es
superior, el que tiene presencia de ánimo, ha conseguido acabar con
los métodos de interrogatorio de la Gestapo. Se lo deseo de todo
corazón. La vida hace tiempo que nos ha distanciado, no dejábamos
de ser personas muy diferentes; hace años que no sé de su vida por
él mismo.
Peter S. era hijo único de un campesino de
Oldenburg y ése es un género duro, lacónico, fuerte y tenaz como
una raíz. A una edad temprana se peleó con su padre, que había
determinado que fuera su hijo el que heredara la pequeña finca. Sin
embargo, el hijo notaba que estaba predestinado para algo
diferente, más elevado que trabajar como peón en una pequeña y
deprimente finca en los pantanos: cuando cuidaba de las ovejas oía
una voz en su propio pecho que le decía que él estaba predestinado
a ser un poeta. Tenía un pequeño libro con las historias de
calendario de Johann Peter Hebel, y esas sencillas historias
contadas tan magistralmente fueron determinantes para todas sus
pretensiones: quería convertirse en un poeta del pueblo, quería
escribir unos versos muy sencillos, sobre la vida sencilla, pero
para toda una nación. Así es como soñaba junto a sus ovejas. Cuando
contaba con catorce años y ya había acabado los estudios en la
escuela del pueblo de una sola aula, cuando su padre se negó
terminantemente a cumplir con su deseo de proseguir los estudios y
quiso convertirlo en el peón de labranza de la finca, él se escapó
de casa. El padre aún tenía la patria potestad sobre el hijo y
podría haber hecho que volviera, pero era igual de tozudo que su
hijo: lo borró de su vida como si nunca hubiera existido. Nunca más
volvió a cruzar una palabra con él, nunca más volvió a pronunciar
una palabra sobre él, le prohibió a su madre que lo mencionara:
nunca habían tenido un hijo, ahora eran un matrimonio sin hijos que
se hacía mayor.
El hijo lo tuvo difícil a sus catorce años
en la ciudad cercana de Oldenburg a la que fue a parar. Era duro
como el hierro, necesitaba tan poco para vivir, ¡aunque cuán
difícil se le hizo conseguir ese poco! Trabajaba todo el día y por
las noches estudiaba: en un momento dado decidió convertirse en
maestro. Ya encontraría la forma. Pasaba mucha hambre, pero se
endureció como un viejo roble, nada podía afectarle. En completo
secreto en ocasiones la madre le enviaba algo de pan y leche, en
ocasiones incluso llegaba a verlo y vertía lágrimas por su hijo
perdido. Él no era capaz de llorar, nunca más en su vida consiguió
llorar, de lo duro que se hizo. Tenía un objetivo: ¡convertirse en
un gran poeta del pueblo y para ello estaba dispuesto a pagar
cualquier precio!
Por entonces ya empezó a descubrir los
clásicos de la literatura, ¡en la biblioteca de esa pequeña ciudad
que era Oldenburg el mundo le absorbía con toda su grandeza y
magnificencia! ¡Tras las sencillas historias de calendario sobre
los Alamanes llegó el ingente pandemonio de los libros y él los
devoraba cuantos más mejor! Le poseía una fiebre, temblaba por una
insaciabilidad no satisfecha, quería conocerlo todo, saberlo todo,
disfrutarlo todo, todo lo que existiera, ¡y después se pondría a
escribir!
Cuando estalló la Primera Guerra Mundial
volvió, siendo aún un joven, a la finca paterna y dirigió, en
ausencia de su padre, que estaba en el campo de batalla, la finca
para su madre, que se había quedado sola. Con apenas dieciséis años
se sentaba sobre la cortadora de hierba y en las pausas leía sus
libros, mecido por el viento, que él no notaba, el cielo azul sobre
él y el barullo de las alondras, que él no oía.
Cuando su padre cayó abatido en
Hartmannsweilerkopf, él vendió la finca, con lo que cobró consiguió
para su madre una renta de por vida y con el dinero sobrante se
pagó sus estudios. Se convirtió en maestro, impartía clases en una
pequeña escuela de pueblo, ¿aunque qué era eso? ¿Para ello tanto
esfuerzo y sacrificio? ¡Aún no había conseguido nada y ya tenía
diecinueve años! Las horas que libraba las dedicaba a preparar el
examen de bachillerato, lo aprobó, dejó de impartir clases, se
dedicó a estudiar en la universidad, de nuevo sin dinero. De nuevo
más hambre, frío, trabajo, trabajos duros por poco dinero, de día
apisonaba el asfalto sobre las calles y al contacto del pesado mazo
de hierro escandía los hexámetros de Homero. ¿Hacía una pausa y
miraba hacia atrás? ¿Recordaba quizá al joven que cuidaba de las
ovejas en la finca de su padre sobre el páramo, que llevaba un
pequeño tomo gastado con historias del calendario en el bolsillo y
en el pecho el sueño de convertirse en poeta? Lo ignoro. Fue años
después cuando en un momento de confidencias me mostró unas cuantas
hojas, quizá eran unas diez o doce. Estaban cubiertas de una letra
microscópica, que parecía muy clara.
—El principio de mi novela —dijo de forma
curiosa, impetuosa e interrumpida—. Llevo años trabajando en ella,
la reescribo una y otra vez. Es tan difícil. Hay tanto que todavía
ignoro. Usted lo recuerda, alguien dijo en una ocasión, que uno
debería haber leído en su vida todos los libros del mundo y
olvidarlos de nuevo para poder escribir un buen libro. Y entonces
Flaubert, ya lo sabe usted, trabajó en su Salambó durante años, en
su Tentación años, en la Bovary años.71
¡Uno nunca pone el fin...! Volvió a reunir precipitadamente las
hojas, casi lleno de miedo de que yo pudiera leer una línea, una
palabra. ¡Todo enterrado, todo lo de la tierna juventud olvidado y
enterrado, y él ni lo intuía!
De nuevo volvió a ejercer de maestro, dio
clases en un instituto de bachillerato, en una escuela para guardas
forestales, pero todo ello seguía sin satisfacer sus necesidades.
Una vez más rompió todos los puentes tras él y de nuevo se fue
prácticamente sin dinero a la gran ciudad de Berlín. Conoció la
penosa espera en las antesalas de las redacciones, la caza de un
artículo, la escritura miserablemente mala, el comportamiento
despreciable de los triunfadores, su terco boicot hacia el hombre
en el que veían a un posible competidor. No salió adelante con
algunos escasos articulillos, nunca le concedían una oportunidad.
Pasaba más hambre que nunca, su mejor traje ya estaba astroso, las
suelas de sus zapatos hacia tiempo que no tenían grosor.
Y entonces llegó la suerte, él la llamaba
realmente suerte: consiguió meter un pie en el peldaño más bajo, se
convirtió en el segundo redactor de una gran revista. Las revistas,
aún se recuerda, fueron durante mucho tiempo en Alemania la gran
moda importada de América. Las había de todos los tipos y precios,
para las niñas pequeñas y para las señoras elegantes, aunque todas
tenían en común que solían empezar con una historia de amor larga y
la mayoría de las veces frívola, y que más adelante se regodeaba
con el esnobismo y un erotismo más o menos encubierto. Y todas
llevaban muchas ilustraciones, bonitos paisajes y bonitas
muchachas, éstas más o menos vestidas, la mayoría de las veces
menos.
Ésta fue la fortuna que alcanzó, convertirse
en el segundo redactor de una revista de ese tipo, tras veinte años
de lucha, hambre y estudio. Por lo menos era la publicación en
Alemania que se esforzaba en mejorar su nivel como revista: no se
especulaba con lo erótico y lo obsceno, sino que publicaba buenos y
entretenidos relatos cortos de gente famosa, preferían entretener
que ser obscenos y al esnobismo le concedían sólo aquel espacio
necesario para que la revista conservara a sus compradores. Conocí
a Peter S. durante los años que trabajaba como redactor y me
escribió una carta en la que me hacía un encargo. Era cuando se
iniciaba mi carrera, yo aún era tierno y estaba hambriento de
trabajo, cualquier propuesta me interesaba. El primer encargo lo
efectué a su entera satisfacción, así que siguieron muchos otros.
Me convertí en colaborador fijo de la revista, algunos de mis
mejores relatos
72 —una forma que no frecuento
mucho por mi afición a la larga distancia— han sido publicados
allí. Alguna cosa funcionó, alguna cosa también fracasó. Aun siendo
escritor siguió ejerciendo como maestro y tenía una manera
objetiva, nunca hiriente, de mostrarme los puntos débiles de mis
historias. Siempre era así, como si el profesor le devolviera a uno
su redacción en alemán corregida. Y esa actitud se mantuvo entre
nosotros: él era el profesor, yo era el alumno. Él siempre tenía la
supremacía y eso se reforzó cuando se convirtió en nuestro salvador
y consejero en nuestra historia con los Sp. Pero cómo consiguió él
solucionarla quiero contarlo más adelante, primero quisiera
proseguir con el informe de la asombrosa vida de este hombre.
Naturalmente que mi mujer también lo conoció por aquel entonces y
llegó a apreciarlo. En ocasiones venía por las noches a visitarnos
a nuestro exótico caravasar, incluso preferíamos visitarlo a él.
Vivía en el sexto piso de una gran casa de alquiler en las afueras
del oeste de Berlín para jóvenes solteros; a menudo nos asomábamos
desde su balcón y observábamos la ciudad que destellaba con las
luces, desde donde la torre de radiodifusión parecía lanzar sus
brazos de luz a través de la noche, ¡mientras que hoy en día todo
esto son escombros, luto y ceniza, igual que nuestra amistad se ha
convertido en ceniza, ¡permanece en silencio, corazón mío! Sin
embargo, por aquel entonces, charlábamos y nos reíamos, el mundo
nos parecía maravilloso, nos encontrábamos al comienzo, estábamos
por llegar, las oportunidades que nos brindaba la vida nos parecían
inagotables. Fumábamos gran cantidad de cigarrillos, bebíamos vino
o whisky (que a él no le afectaban, seguía del mismo color de la
ceniza e igual de frío, nunca detecté ni la más mínima traza de
borrachera en él, tras tantos años de privaciones su cuerpo se
había como extinguido, era todo cuero y huesos) y nos gritábamos:
«¿Ha leído usted esto? ¿Y eso?» Pegábamos un salto y arrancábamos
el libro de la estantería, buscábamos un párrafo... Por aquel
entonces P. S. también había descubierto ya a las mujeres, el
segundo gran descubrimiento de su vida, aunque mucho menos
importante que el primero. Creo que cuando lo conocí ya había
estado casado una vez y ahora estaba separado, no estoy del todo
seguro. Con él vivía por entonces una mujer guapa, de extremidades
delgadas y vivaz, redactora de no sé qué periódico y activa
participante en nuestras conversaciones, también una muy capaz
bebedora, mientras que mi querida mujer nunca había podido superar
un rechazo innato al alcohol, incluso al mejor de los vinos. La
señora Sch.[ubring]
73odiaba como todos nosotros con
fanatismo a los n., aunque más tarde
siguió otro camino. Se separó de su amigo P. S. y se casó con un
hombre mucho más joven, también un hombre con una manera de pensar
completamente distinta, que escribía libros patrióticos apegados a
la tierra y con aroma a ésta
74 y que contaba con gran
reputación entre los n., lo que tan
acertadamente el actor E.[mil] J.[annings],75
del que aún tengo que hablar, llamaba «un patán
nacionalsocialista». Bajo la influencia de este hombre la señora
Sch., ahora una condesa de alta alcurnia, derribó todos los dioses
que antes había venerado, se convirtió en una salvaje n. y persiguió a sus amigos de entonces,
especialmente cuando triunfaban, echando sapos y culebras, siempre
celosa de los pequeños y mezquinos éxitos de su propio
marido.
Aunque por entonces gracias a Dios no era
así, a menudo su carácter vivo, perspicaz, pero siempre tierno y
dependiente del marido me alegraba mucho, y sus realmente
extraordinarias bonitas piernas, a las que sabía darles un uso
fascinante. P. S. había conseguido colocar, sin duda alguna con su
puesto de segundo redactor de una gran revista, el pie en el último
escalón y alejar las preocupaciones más inmediatas por el dinero,
pero su futuro no estaba asegurado, pues había un primer redactor,
de cuya benevolencia dependía completamente. Este primer redactor,
un tal señor K.[roner], 76era un judío rubio como el trigo, siempre
hecho un figurín y además una de las personas más locas que haya
ocupado nunca una redacción. Si afirmo que más de la mitad de su
sacrosanta redacción estaba completamente ocupada con un tren
eléctrico de seis u ocho niveles no exagero. Al señor K. le gustaba
jugar durante las horas de trabajo con ese tren, que disponía de
todos los refinamientos con puestos de enclavamiento eléctricos,
cabañas de montaña, estaciones, túneles, armarios, cambios de aguja
y docenas de trenes. Ponía en marcha y detenía los trenes, cambiaba
a distancia las agujas, evitaba colisiones en el último momento,
hacía que los trenes fueran lenta o rápidamente y revelaba con
exactitud a su oyente ya algo irritado qué es lo que se imaginaba
para el siguiente número de su revista. El señor K. siempre se
imaginaba algo, el trabajo en sí lo hacía entonces su segundo
redactor P. S. No, ese jugar con los trenes no se lo tengo muy en
cuenta, se trataba simplemente de una pose estudiada, con el fin de
hacerse algo más importante. Sin embargo, el señor K. también tenía
sus extrañas costumbres. Por ejemplo, en una ocasión me preguntó
por qué tenía un aspecto tan deprimido. Le dije que me había
enfadado y de eso habían derivado preocupaciones, a lo que el señor
K. me contestó:
—¡Déjese de preocupaciones! ¡Sólo usted es
el que se crea preocupaciones! ¡Váyase usted a cortar el pelo y ya
verá cómo se siente! ¡No piense más en las preocupaciones!
O me obligaba a acompañarle a una tienda de
ropa para hombre en la calle Leipzig con el fin de comprarme una
nueva corbata, que a mí me disgustaba intensamente. Sin embargo,
tenía que hacerme el nudo en la misma tienda.
—¡Ya puede usted tirar tranquilamente sus
otras corbatas! ¡Con una corbata como la que lleva ahora nunca
podrá escribir usted un buen cuento! ¡Créame! ¡Sin embargo, con
esta corbata todo le saldrá bien!
Uno puede entender fácilmente que llegara un
día en el que dos naturalezas tan diferentes como el señor K. y su
segundo redactor P. S. colisionaran. El señor K. tuvo una idea,
asumo que era un despropósito, aunque esta vez no referida a la
forma de vestir de sus autores, sino a su revista. Esa idea se
tenía que aplicar y el señor P. S. se negó a hacerlo. Incluso se
negó a hacerlo cuando le amenazó con despedirlo inmediatamente. Y
así fue. De nuevo estaba en la calle y, por supuesto, no disponía
de ahorros. Whisky, mujeres y libros, el sueldo de un segundo
redactor nunca ha sido demasiado bueno. Aunque de nuevo tuvo
suerte. Una editorial respetada, una de las más grandes y
respetadas de Alemania, publicaba una revista mensual gruesa, cuyo
contenido se componía, por una parte, de relatos y, por otra, de
artículos críticos. Los autores más respetados habían dado a
conocer a menudo sus trabajos en esta revista. Decenios antes, esta
revista había sido una publicación joven y vital, poco a poco su
plantilla fue cumpliendo años y el sereno fulgor de la senectud se
posó sobre sus páginas; en pocas palabras, a pesar de la gran
reputación con la que seguía contando, se había vuelto un poco
aburrida. Así que se decidió a inyectarle sangre fresca con la
contratación de un nuevo redactor jefe y mi amigo P. S. fue el
elegido para desempeñar esta tarea. Fue realmente una gran suerte,
pues para ese puesto había cientos de candidatos. ¡Como mínimo
había avanzado seis o diez escalones! Hace muy poco era el segundo
redactor de una voluble revista de entretenimiento y ahora se
convertía en redactor jefe de una revista que escogía a sus
colaboradores de entre los mejores de la nación y que podía pedirle
a cualquier ministro una colaboración sin vergüenza. P. S. ocupó
ese nuevo puesto pocos meses antes de la toma del poder. Yo me
alegré por él. ¡Por fin contaba con la posibilidad de hacer
realidad sus propios planes de trabajo! Pensé en esas diez, doce
hojas que en una ocasión me enseñó brevemente, también podría
publicar en su propia revista y se haría conocido por ello, yo
estaba celoso de su gloria. Lo que, sin embargo, se publicó después
de muchos meses, cuando nuestra relación ya se había cortado,
fueron los artículos precavidos y tanteadores de un hombre que
buscaba el camino hacia el n. En esos
textos se podía notar cómo ese hombre se esforzaba por descubrir
los aspectos buenos de algo malo, cómo se obligaba a pensar de otra
forma a la que estaba habituado. ¡Vaya cambio! ¿Qué había ocurrido
con él? Por lo que me contó gente que por ese tiempo lo frecuentaba
casi diariamente, había vislumbrado su gran posibilidad, y con el
corazón de hielo que tenía, estaba decidido a aprovecharla. El
fundador, el dueño y todavía el director de la gran editorial
77 era un viejo judío, un hombre
viejo e inteligente, con ese instinto por la calidad del que
disponen tantos judíos. Había descubierto jóvenes talentos, los
había alentado, ayudado a evolucionar, promocionado y también, que
es lo más grande que puede llegar a conseguir un editor, había
sabido mantenerlos a su lado en sus días de gloria. Por ello su
editorial había crecido mucho y el pequeño, viejo y medio enfermo
judío continuaba al frente de su gran casa editora manejando todos
los hilos. De entre todos sus colaboradores lo había sabido todo
desde el principio, conocía como ninguno las caras débiles de los
autores que debía proteger, sus vanidades, sus engreimientos, sabía
a los que debía ofrecerles mucho dinero en mano y a los que, la
mayoría, podía ofrecer una y otra vez pequeñas cantidades. Así
había dirigido con inteligencia y sabiamente las capacidades de su
gran casa editorial hasta el día en que se produjo la toma del
poder, que lo cambió todo. Pues entonces en la vida de ese viejo
hombre se introdujo algo que él no podía entender. Naturalmente que
había oído hablar del n., su revista
había publicado artículos sobre ello, un partido político, uno
entre doce, uno entre treinta y seis. Y ciertamente el
antisemitismo también era conocido, ya se empezaba a notar, como
uno empieza a notar muchas cosas en la vida, buenas y malas. Sin
embargo, esto que llegaba ahora era algo diferente. Esta gente que
estaba ahora al mando del timón no representaba a un partido
político al que se pudiera pertenecer o que uno pudiera repudiar,
no, ellos apuntaron sencillamente hacia el viejo hombre, a su
corazón, su vida, su obra. Sostenían que era un hombre inferior, un
hombre malo por nacimiento, que todo lo que había hecho lo había
hecho sólo por motivos malos, era un mérito exterminarlo a él y a
sus congéneres. ¿Cómo podía ese viejo hombre entenderlo? ¡Era
imposible! «Mirad —se dice quizá para sí mismo—, mi catálogo
incluye a cien autores, quizá ciento cincuenta, o doscientos, qué
más da. Y de todos estos autores ni un cuarto son judíos, tres
cuartas partes son cristianos, o tal como lo queréis denominar hoy
en día, arios. Y de entre estas tres cuartas partes están las más
grandes plumas que hoy en día escriben en Alemania. Eran jóvenes e
inseguros cuando llegaron a mí, han crecido bajo mi protección, yo
he aportado mi granito de arena para que se hayan hecho grandes. ¿Y
todo el trabajo que he desarrollado durante muchos decenios está
mal? ¿Ahora deben exterminarme y mi trabajo ser despreciado? Sin
embargo, ¿no escupís sobre la obra, sobre estos hombres que se
hicieron grandes gracias a mí, a ellos los honráis, ellos que
forman parte de mi obra? ¿Y a mí me queréis exterminar?» Alrededor
de ello daban vueltas sus pensamientos una y otra vez, desamparado
y abrumado por el miedo. Sí, él tenía miedo, el viejo hombre, tenía
un miedo visceral a los golpes y maltratos. No dejaba de vivir en
medio del mundo, el teléfono sonaba en su despacho y alguien le
informaba de una nueva detención con golpes y puntapiés en el
cuerpo. Entonces el viejo hombre se ponía a temblar. Y cuando se
asomaba por la ventana y miraba hacia la calle entonces siempre
llegaba el momento en el que sonaba la banda, ondeaban los
estandartes, resonaban los pasos del desfile y él veía desfilar las
filas pardas y observaba de nuevo estos jóvenes rostros, ay, tan
faltos de pensamientos y crudos, rostros completamente diferentes a
los que había visto a lo largo de su vida, rostros despiadados,
rostros sin compasión. Y cuando entonaban una canción y él
escuchaba un verso sobre la sangre de los judíos, que debe fluir
del cuchillo, entonces todo su cuerpo temblaba y gritaba y corría
la cortina y se imbuía en la oscuridad, como si pudiera aislarse
del nuevo mundo con un par de metros de tela que se alzaba tan
sombrío. Y él seguía gritando su miedo, el viejo judío, debían
llevarse el teléfono de su despacho, no quería oír nada más, y
resultaba muy difícil tranquilizarle.
En un momento así de pánico inútil el nuevo
empleado estaba con él en la habitación. Cogió al viejo hombre del
brazo y lo llevó hasta un sofá, se sentó junto a él y le enseñó lo
fuerte que era, le contó que era un joven campesino de Oldenburg,
al que los nuevos amos no le podían hacer nada, que incluso era uno
de aquellos que ellos querían. Así tranquilizó P. S. al viejo
hombre y cuando sonó el teléfono se puso él en lugar del viejo
judío y habló por él. Se hizo cargo de una pesada negociación con
no sé qué administración y la llevó a buen puerto, tal como solía
hacer, de manera inteligente y clarividente. Desde entonces el
viejo editor empezó a llamar al redactor jefe de su revista
mensual, primero en las horas del desaliento, después también
cuando se enfrentaba a negociaciones difíciles, pues de repente les
tenía más confianza a los que acababan de llegar que a sus viejos
colaboradores, a los que ya conocía desde hacía tiempo y hacían la
vista gorda. En primer lugar lo hacía llamar, pero había un largo
camino que recorrer desde la otra ala y piso de las oficinas: así
que hizo que dispusieran su despacho junto al suyo. Finalmente
determinó que todas las llamadas de teléfono dirigidas a él las
atendiera primero su joven ayudante, que se encargaba de solucionar
lo más difícil y apremiante, como P. S. también sabía recibir a
todos los visitantes. Por fin hizo incluso que el nuevo consejero
elegido le acompañara por las noches en su gran limusina a casa y
ya que la villa en un gran parque le pareció de repente tan
solitaria y peligrosa, P. S. tuvo que hacerle compañía también
durante las noches y, finalmente, incluso tuvo que pasar las noches
allí. Al viejo hombre le quitaba un peso del corazón, había
encontrado una ayuda, fuerzas para sus débiles brazos y paz para su
corazón.
En las habitaciones de la redacción de la
gran ciudad tienen, sin embargo, unos finos oídos, allí pueden oír
más que sólo crecer la hierba, y rápidamente se extendió la
fabulosa noticia del pequeño y desconocido e insignificante editor
de una ridícula revista, que de un día para otro se había
convertido en la mano derecha de una casa millonaria. Y no poco
después emergió el feo nombre del que P. S. nunca pudo
desprenderse: el cazafortunas. Sí, así lo llamaban y así se
llamaba: P. S. el cazafortunas.78
Y es muy posible que al principio P. S.
hiciera todas estas cosas con la mejor voluntad, sólo con la
intención de ayudar, pues era, tal como yo había podido
experimentar, un hombre dispuesto a ayudar, un buen camarada entre
los hombres. Pero entonces se hizo inevitable que él percibiera las
miradas desconfiadas con que lo miraban, y tampoco debieron de
faltar los chismosos que le hicieran llegar el odioso apodo de
«cazafortunas». Yo ya lo he dicho muchas veces y aquí lo vuelvo a
repetir: era un hombre duro. Y cuando vio que todos sólo se creían
lo peor de él y nadie confiaba en la honestidad de sus intenciones,
entonces dijo: si eso es lo que creéis, así será. Sí, quiero
convertirme en el heredero, por ello no le irá peor al viejo hombre
y tampoco a la herencia.
Sin embargo, soñando, aunque soñando un
sueño muy diferente al que tuvo en sus días de juventud, vio la
gran casa editorial con sus muchos autores famosos prácticamente en
sus manos, vislumbró el poder, que ahora permanecía tan silenciosa
e insignificantemente en las débiles manos del viejo y enfermo
judío, en sus propias y fuertes manos, ¡y ahora lo utilizaría para
su propia gloria! En sus pensamientos borró el apellido del judío
de la cabecera de la empresa y colocó su propio apellido.
El sueño que soñó fue inmenso: él, el
insignificante y desconocido pobre redactor quería convertirse en
dueño y director de una de las más grandes casas editoriales,
quería mandar sobre el espíritu y el genio. Sí, eso era, se dijo
orgulloso, ¡en efecto, mil veces más que aquello que había soñado
entonces junto a sus ovejas, con las sencillas historias de
calendario del viejo Johann Peter Hebel! ¡Si llegaba a conseguirlo!
Cazafortunas, como quieran, ¡ya lo verán y realizarán una profunda
reverencia frente al cazafortunas!
Ya había tomado la decisión y también era el
hombre que le sucedería, que desde ahora negociaría incorruptible
tras él. Empezó a escribir unos artículos precavidos, prudentes,
sin duda alguna algo lánguidos, en los que un hombre descubre el
n., hace su ideario como propio, paso a
paso avanza desde el observador precavido hasta el seguidor, el
admirador. Si hasta entonces sólo se había ocupado de las
negociaciones con los puestos competentes del Reich y del Partido
cuando se lo pedían, tras ello aspiró a ocuparse de todas ellas, él
sólo se ocupó de cara al exterior y en poco tiempo de todas las
negociaciones pertinentes de la gran casa editorial. Naturalmente
ello no se produjo sin unas violentas luchas internas; dentro de la
casa se odiaba a ese advenedizo, a ese cazafortunas: «Vivo entre un
montón de asesinos», dijo en una ocasión durante esos tiempos. Sin
embargo, se había ganado vivir entre asesinos, era un fajador y un
matón, podía ser tajante y brutal, no le tenía miedo a nadie. Y
entonces: tenía al viejo hombre a su merced, lo necesitaba, ya no
podía vivir sin él. Cuando P. S. lo supo, cuando reconoció cuán
dependiente de él era el viejo judío, utilizó su poder sin
consideración, también en contra del viejo hombre. Existen informes
que son realmente escalofriantes, informes de torturas insensatas,
no sé qué es lo que debo creerme. Más tarde ocurrieron tantas cosas
horribles en Alemania, en los últimos años nos hemos vuelto tan
insensibles frente a la crueldad: bajo un gobierno como éste, que
sólo cuenta con lo malo de las personas, todo es posible.
Lo veo ahí sentado, a P. S., largo, siempre
vestido con camisas muy elegantes y siempre con trajes oscuros, lo
veo sentado en su despacho frente a la santidad protegida con miedo
del viejo judío. Está malhumorado, ha tenido que luchar todo el día
con las intrigas y difamaciones de los colegas, ¡y ahora el viejo
hombre se ha puesto también en su contra referente a una importante
cuestión! Durante un rato sigue reflexionando sobre ello, duda, y
entonces coge el teléfono y llama al viejo judío. Cambia el tono de
su voz y áspero y rudo le comunica al viejo judío que al día
siguiente debe acudir a un interrogatorio de la Gestapo. Vuelve a
colgar rápidamente y se inclina sobre sus papeles. La puerta del
despacho de al lado se abre bruscamente, el viejo hombre está allí
de pie, el hombre se arranca los cabellos, está completamente
desesperado, ya se ve ajusticiado. Implora ayuda a su joven amigo,
pero éste está malhumorado, le deja entrever al viejo hombre que ha
obrado mal tomando una decisión en su contra. ¡Cómo lo tortura!
¡Cómo deja gemir a este pobre y enfermo ser! Y entonces cede, le
promete arreglarlo todo, pedir un aplazamiento; ¡consigue hacer
realidad el milagro, la Gestapo, la autoridad más implacable de
toda Alemania, renuncia a realizar el interrogatorio!
Y eso no ocurrió una sola vez, sino que más
de una vez, muchas, hasta que el viejo hombre ya sólo se convirtió
en un pelele, que a todo decía que sí y amén. A todo lo que quería
P. S. Y mientras tanto iba consolidando su posición, lo hacía poco
a poco, consultaba a los acreedores: lo que llegaba ahora era sólo
una cuestión del astuto guión. Fue astuto cuando finalmente el
viejo hombre estaba allí muerto, a salvo para siempre de todas las
torturas, entonces él era el heredero. Primero fue sólo el director
interino y entonces se convirtió también por su nombre en el
verdadero director, adquirió participaciones, se casó con una mujer
rica (que era mayor que él y bebía, pero eso no importaba); los
años pasaron y llegó el día en que se extinguió el nombre del
editor judío muerto, ya que pusieron su nombre en lugar del otro:
el sueño se había hecho realidad, el hambriento estudiante
mendicante se había convertido en un hombre poderoso, el señor
sobre millones. Aunque había olvidado por completo el sueño que
había soñado cuando cuidaba de las ovejas de su padre en el páramo,
llevando las sencillas historias de calendario de Hebel en la
cartera, esas historias que eran tan sencillas como los versos de
las canciones: «Sé siempre fiel y honesto»
79 ¡...! ¿Había olvidado todo eso?
El sueño no lo había olvidado a él y se puso en su contra. Al fin y
al cabo no era más que un joven campesino de Oldenburg y estaba
hecho de otra pasta que los señores que ahora gobernaban. Los había
lisonjeado, cuando sus propósitos lo requerían se convirtió en un
n. fiable, ya que de otra manera no podía
prosperar, se dedicó a echar de su editorial a los autores judíos y
simpatizantes de los judíos, se había convertido en el modelo de un
n. Y sobre todo ello había aprendido a
odiar a esos n. como ningún otro. Había
comido con ellos y había bebido y reído con ellos, sí, con sus
chistes sin gracia, había reído con su aburrido baladroneo y lo
había alabado. Con ellos había exterminado vidas sin pestañear y
por deseo de ellos había convertido sus aburridos garabatos en un
dios con el esplendor de Apolo. Sin embargo, en su casa, en una
esquina escondida, tenía diez, doce páginas con su pequeña y muy
nítida caligrafía y éstas se pusieron en su contra. Que en una
ocasión hubiera deseado eso se había convertido en algo más
importante que todo éxito que hubiera alcanzado. ¡Ay, qué asco le
daban, qué ilusión le hubiera hecho después poder escupir a sus
rostros estúpidos y aburridos y gritarles por una vez a la cara qué
es lo que pensaba en realidad de sus frases aburridas! Pero él
sabía callar, no por nada su rostro era como una calavera, en su
cráneo había mucho enterrado.
¿Cómo se llegó entonces a que en un momento
dado llegara a decir [algo] en voz alta? Quizá estaba borracho o
quizá también necesitaba por una vez a alguien en quien poder
confiar para abrirle su corazón y mostrarle todo el odio que
sentía. Y entonces la persona en quien confió le delató. No lo sé.
Yo sólo he oído que ha soltado la lengua, que le han detenido por
traición a la patria, quizá a esta hora ya esté muerto. Colgado de
una soga. ¡En vano el pasar hambre, el largo y gris camino, la
lucha, las humillaciones en contra del viejo judío, todo en vano!
En vano la traición a sus propias creencias, ¿pues de qué le
servirá al hombre
80 ganar el mundo entero si arruina
su alma? ¡Ay, si aún siguiera cuidando de las ovejas en el páramo
de su padre!
Y éste era el mismo hombre, para hablar
aunque sea brevemente de este aspecto de su persona, que poco
después de la toma del poder vino a mí y me dijo:
—Escuche usted, B.[ertolt] B.[recht] está
escondido en mi casa;
81esta noche tengo que ayudarle a
pasar la frontera con Checoslovaquia, estamos recaudando dinero
para él. ¿Cuánto puede usted aportar? Seguramente nunca le será
devuelto.
B. B. consiguió escapar de su detención
milagrosamente. Se sabe que el autor del libreto de la Ópera de Tres Centavos era especialmente odiado por
estos señores. Pero, como todos nosotros, él aún no tenía ni idea
de cuán cerca estaba amenazado por el peligro. Durmió bien, se tomó
su café y salió a la calle, tal como era él, sin abrigo ni
sombrero, con la intención de ir al barbero. Cuando salió del
barbero ya había aparcado un automóvil frente a su casa, uno de
esos bonitos y grandes coches de la policía. Y frente a la casa
había centinelas apostados. Se trataba de un edificio de cinco
plantas de viviendas de alquiler, en el que vivían muchos colegas,
aunque B. B. tenía la firme sensación de que esa visita matutina
era por su causa. Observó durante un instante el automóvil y a los
centinelas y después dio la vuelta y se alejó de allí pensativo,
enfrentándose a un futuro muy incierto, sin sombrero ni abrigo y
sólo con unas cuantas monedas en el bolsillo. Finalmente aterrizó
en casa de P. S. y él era justamente la persona indicada para
llevar tal aventura a buen puerto. Diseñó un plan de viaje, reunió
dinero, consiguió un viejo vehículo y él mismo se fue con B. B.
Ignoro cómo lo hizo, pero consiguió pasarlo sano y salvo por la
frontera. Así arriesgó su puesto de trabajo, sus perspectivas de
futuro, incluso su vida, con el fin de ayudar a un hombre, que
personalmente no le era cercano y que según sus opiniones no podía
tener en mucha estima sus logros literarios. Así era P. S. el
cazafortunas, no era peor, pero tampoco era mejor. Y no muy
diferente a todos nosotros.
Es mejor que relate esta última acción
conciliadora de P. S. antes de volver a contar mis propias
vivencias. No me alegra que el fluir de la narración me haya
conducido a contar primero el ascenso de P. S. Para nosotros fue
entonces el amigo salvador. Lo admirábamos, lo tratábamos con
confianza. Y lo que hacía por nosotros valía realmente toda
confianza y agradecimiento. En primer lugar consiguió sacarnos a
ambos de nuestra elegante pensión, nos expidió a un pequeño
sanatorio rural de Brandemburgo, donde encontramos la tranquilidad,
el sol, el verdor, donde el pequeño pudo volver a jugar a sus
anchas y donde nosotros no sólo matábamos el día de forma absurda,
sino que hacíamos curas de descanso en el parque y de vez en cuando
nos tomábamos un trago, con el convencimiento de que conseguiríamos
unos nervios de acero. Y entonces me hizo un encargo, cuando
durante esos meses de desgarro interior era completamente imposible
escribir: me envió a ver villas, casas de campo y pequeñas granjas.
Debía comprarme algo diferente, disponer de un sitio donde pudiera
escribir, un lugar que para nosotros fuera imprescindible. Yo
protesté en vano, alegando que ya no tenía dinero, que en primer
lugar debía arreglar el asunto con los Sp. Él se mantuvo
inflexible. Me pidió que comprara algo y así lo hice yo. De ello ya
hablé en otro de mis libros.82
Y él arregló el asunto con los Sp., incluso consiguió obtener algo
de beneficio. Su acción, en la que ni yo ni mi abogado habíamos
pensado, era muy sencilla: se marchó y vendió de nuevo mis
hipotecas. Está claro que yo perdía dinero, y no poco, pero ya no
estaba ligado a esa odiada posesión. Para los Sp. esa venta tuvo
una consecuencia muy incómoda: hasta entonces naturalmente no
habían pensado en pagarme intereses por las hipotecas, me cobraban
el alquiler y se dedicaban a vivir: tonto de mí, estaba indefenso.
Pero incluso bajo el régimen nazi un gran banco no está indefenso,
así que éste exigió todos los intereses, los actuales y los
retroactivos y para ello se quedó con todo mi alquiler.
Mientras tanto nacieron las niñas y la más
joven de ellas murió pocas horas después de ver la luz. Ello tuvo
una razón determinada, pero nada que ver con los sobresaltos y
fatigas durante el embarazo, y a pesar de ello nunca he podido
liberar mi corazón de los pensamientos de que los Sp. también
tenían su parte de culpa en esta desgracia, los Sp. y todo lo que
tenía que ver con ellos, toda la odiada guardia parda y la prisión
preventiva y el largo camino nocturno de mi mujer hasta la pequeña
ciudad de Fürstenwalde. Es injusto, no puedo aportar pruebas, pero
lo vuelvo a repetir: también ellos son culpables de esto. Ese hecho
no se hubiera producido, nuestra pequeña hija aún viviría, si
entonces nosotros hubiéramos podido vivir felices y en paz, ¡si no
se hubiera producido ese odiado golpe de Estado!
Mientras tanto habíamos encontrado también
la casa en el campo,83
una tranquila casa a orillas de un lago, en la que queríamos
empezar a vivir y ahora de lo que se trataba era de recuperar
nuestros muebles y nuestras cosas, que aún se retenían como
«fianza» por los derechos de los Sp. También en este caso nuestro
amigo P. S. fue nuestro salvador. Se atrevió a ir hasta nuestro
antiguo domicilio y negociar, pero no se dirigió al pobre camarada
al que yo había perjudicado tanto, sino que se fue directamente a
ver al que realmente podía decidir, al contratista Gr. ¡Ése fue un
día emocionante para nosotros! No tuvimos un minuto de respiro, yo
por lo menos iba de un lado a otro, no podía estarme quieto,
agobiaba a mi mujer enferma y cansada con miles de temores. Ya veía
a nuestro mediador detenido, ¡podía imaginarme tan bien a ese
monstruo de Gr., que debía de estar especialmente fuera de sí por
la pérfida venta de las hipotecas! ¡Ay, fue un tiempo de espera
horroroso!
Entonces nuestro amigo volvió y tal como era
su forma de hacer las cosas al principio no nos contó nada, sino
que no dejó de reprendernos, sobre todo a mí. ¡De su hermana ya
había oído que yo había estado muy inquieto, de cómo había
atormentado a mi mujer, que había vuelto a beber algo de alcohol y
encima ahora me reprendía! Durante toda su vida siguió siendo un
maestro y un educador, ¡y en su papel podía ser terrible, podía
tener una maldita capacidad de herir! En ocasiones yo me peleaba
con él; ¡a mí realmente no me parecía de recibo que a un hombre de
cuarenta años como yo le echaran una bronca como si fuera un
escolar! Aunque en esta ocasión yo me quedé bien calladito, si le
hubiera contradicho hubiera retrasado el informe sobre lo que había
conseguido. Sólo después de que nos hubiera echado un buen
rapapolvo, y de que nos hubiera dejado por los suelos, llegó por
fin el informe.
29.IX.44. Realmente todo había ido sobre
ruedas. La venta de las hipotecas y la posterior pérdida de los
alquileres no había crispado el ambiente, tal como yo me temía,
sino que había generado preocupación. Estaban dispuestos a rescatar
lo que se pudiera rescatar, estaban dispuestos a negociar.
Negociaron, finalmente acordaron una suma, mediante la cual todas
las reclamaciones de los Sp. quedaban saldadas para siempre y mis
muebles quedaban a mi disposición. Seguía constituyendo un
chantaje, seguía estando en contra de cualquier derecho, tampoco se
trataba de una suma pequeña, pero era algo a lo que uno podía
resignarse; en cierto modo la penalización por una gran
tontería.
Y entonces veo frente a mí esa mañana de
verano clara y radiante: el balanceo de los pinos, a través de los
que una vez mi mujer huyó de noche, desprende poco a poco el olor a
resina. En el camino cubierto de grava marrón frente a la villa se
detienen los dos camiones de colores de la mudanza. Los operarios
sacan las diferentes piezas de la casa. Dentro está trabajando el
embalador, se trata de una mudanza como otras miles, no hay nadie
que denote su historial. No hay ni huella de los Sp. Allí yo soy
completamente superfluo, pero mi amigo P. S. ha insistido en que
vaya, para que me vieran en persona allí, no sólo por la gente,
sino también por mí. Siempre seguirá siendo un maestro, uno tiene
que hacer los deberes que le pone, aunque sean desagradables. Mis
deberes consistían en dejarme ver por allí una vez más. ¡Ahora
llega lo más desagradable de todo, lo más odioso! Me coge del
hombro y me dice:
—¡Vámonos ya!
—¡De acuerdo! —digo yo arrojando el
cigarrillo fumado a medias y a continuación me enciendo uno
nuevo.
Nos vamos.
—Esté tranquilo —dice P. S.—. ¡No volverán a
aplicarle la prisión preventiva!
—No, no —le respondo—. Naturalmente que
no.
Nos metemos en una casa construida con la
fantasía de un albañil. Entramos en una habitación, que es tanto un
cuarto con muebles tapizados como un despacho con postigos. Me
presentan a ese hombre larguirucho con esa extraña cabeza pequeña y
dura. Me saluda efusivo con un H.H. Respondo al saludo rápidamente.
El señor Gr. está en mangas de camisa, en las mangas de camisa de
su camisa parda.
—Cuente usted el dinero en efectivo, Fallada
—dice P. S. Y dirigiéndose al Ortsgruppenleiter, al líder del grupo local:
—Todo ha resultado algo diferente a lo que
usted esperaba, señor Gr.
Ésa es una provocación en toda regla, pero
Gr. responde impasible:
—En el primer piso y en la planta
construiremos pequeñas viviendas, así con la casa haremos frente a
los intereses.
—Y usted tendrá un buen pedido —respondió P.
S. sonriendo.
Durante un instante ambos se miran, después
los dos se ponen a reír. Como viejos agoreros.
—Oh —dice el señor Gr.—. ¡Con un
amigo...!
Cuenta rápidamente los billetes, afirma con
la cabeza y los mete en una pequeña caja. De forma algo sorpresiva
prosigue:
—¿Por qué no puede hacer uno en alguna
ocasión un negocio con un amigo?
De nuevo vuelven a reír; estoy completamente
convencido de que los Sp. no verán mucho de lo que he pagado. Pero
así era él. Éste era el hombre que ordenó que me dispararan en mi
huida, el que nos había procurado tantas preocupaciones, el que
había disminuido nuestra fuerza vital durante un tiempo. Así era
él. Una especie de buitre, con una cabeza pequeña y chupada y un
cuello largo, fino y arrugado.
—¿Qué, ha sido tan terrible? —me pregunta P.
S. cuando ya estamos en la calle al sol—. ¿Era necesario quedarse
en casa? ¡Se hubiera arrepentido durante toda su vida,
Fallada!
Me callo.
Aún vemos cómo cargan los carros de mudanza
de colores, el firme está blando, aún deben procurarse un remolque.
Pero entonces ya circulan por la calzada hacia Fürstenwalde, para
descargar en Mahlendorf.84
El pueblecito de B. con los Sp. y su SA ha quedado definitivamente
a mis espaldas. Y en Mahlendorf empezaremos de forma completamente
diferente. ¡Allí estaremos a buenas desde el primer día con las
cabezas visibles de la población, con lo más florido del Partido!
(¡Cómo nos daríamos cuenta de lo contrario a su debido
tiempo!)
Y los meses pasan y nosotros ya vivimos en
Mahlendorf, y pasa un año, y nos adentramos ya bien en un segundo,
y aún seguimos viviendo en Mahlendorf, casi siempre felices...
Prácticamente nos hemos olvidado del pueblecito de B. y de los Sp.
En ocasiones, cuando lo vuelvo a recordar, durante mis largas
caminatas con los perros, casi me parece algo de fábula el que en
una ocasión viviéramos en una casa a orillas del Spree, de que bajo
nuestras ventanas hicieran sonar su bocina los barcos de vapor. Mi
hijo hace tiempo que se ha olvidado de ello. Y entonces hacen que
lo recordemos todo. Con el correo llega una carta con un reborde
negro, y mira tú por dónde, se trata de una esquela. Emil Sp. ha
muerto a sus ochenta años, etc., etc. «Felices los que tienen el
corazón puro, porque verán a Dios.» Con honda tristeza, Friederike
Sp.
No, esta noticia ya no viene desde el
pueblecito de B., nos alcanza desde la ciudad de Berlín, de su
parte este, de una de esas largas calles superpobladas, que están a
rebosar como una colmena de abejas durante el verano. Es correcto,
se ha levantado la suspensión de la ejecución, los Sp. ya no han
podido seguir viviendo a costa de sus acreedores en una agradable
villa, han tenido que mudarse allí donde uno debe convivir
apretado, como vivían en sus viejos tiempos. ¿Hay que compadecerse
de ellos, hay que hacerlo? La carta fue a parar a la papelera, los
Sp. se han vuelto indiferentes para nosotros. En un momento dado
nos hicieron mucho daño, pero ya lo hemos olvidado. ¡En esta vida
uno debe olvidar tantas cosas! ¡Descansa en paz, viejo
hombre!
Vuelven a pasar de nuevo cuatro semanas y
otra vez llega a nuestra casa una carta con el reborde negro. ¿Tan
rápido le ha seguido la reina los pasos a su marido? No, está viva,
incluso nos escribe; nos escribe con una letra muy grande y firme.
La hemos irritado. «Durante semanas he esperado unas palabras de
condolencia por el fallecimiento de mi querido marido... Fue un
buen hombre, tuvo buenas intenciones con ustedes. Lo que hizo fue
consecuencia de su deber como fiel seguidor del Führer...»
—¡A la papelera, Suse! —digo yo—. ¿Por qué
te irritas? Esta mujer debe de estar loca, ¡piensa en sus ojos! No,
ni una palabra, no hay nada como la papelera.
De nuevo vuelven a pasar las semanas, de
nuevo nos olvidamos de los Sp. ¿Qué motivo tenemos para tener que
pensar en una mujer empobrecida y envejecida, que rememora con odio
y rabia su vida equivocada? ¡Nosotros tenemos nuestras propias
preocupaciones! Y de nuevo vuelve a llegar una carta suya, esta vez
sin reborde negro, esta vez sin incluir ni una palabra, aunque sí
una fotografía, la foto de nuestro hijo mayor, que quizá en una
ocasión él les regaló a los Sp. Suse, o que quizá olvidamos en casa
cuando nos mudamos. Sólo la fotografía, ¡nos devuelve los regalos!
¡Observo la fotografía y veo que le ha sacado los ojos al niño con
una aguja!
Espero que mi memoria no me confunda: Suse
no vio nunca esa imagen mancillada, a sus espaldas logré lanzarla
al fuego. Hace tanto tiempo de eso, en cualquier caso nunca
hablamos una palabra sobre ello: nunca volvimos a mencionar el
apellido Sp. Aunque es curioso que hoy día casi me alegre de que
esa mujer cometiera esa última y gran vileza. Y es que con ese acto
justificó todos los sentimientos de odio que yo abrigaba hacia ella
y su marido, por adelantado ya justificó las palabras que he
escrito aquí sobre ella. Quizá cuando se publique este libro aún
viva, viejísima; desearía que lo pudiera leer con comprensión.
¡Ésta es la necrológica que le dedico a ella y a su marido! De esta
forma despido a ambos de mi vida, ahora sí por fin agua pasada para
mí, ¡¡más allá del amor, del odio y del perdón!!
En las páginas anteriores he relatado la
vida de mi amigo P. S., al que no he visto durante muchos años, en
la medida que la conocía. Ahora quisiera contar algo de mi buen
editor R., que también en su momento fue nuestro mejor amigo, sin
que pudiéramos recurrir el uno al otro durante estos largos y
difíciles años, mientras que ahora por lo menos le vemos de vez en
cuando. También a él las olas lo han zarandeado a base de bien, al
igual que ninguno de nosotros consiguió salir indemne de la marea
parda. En ocasiones uno casi dudaba que este hombre, que siempre se
ha descrito como un dominguillo, volvería a andar sobre sus
piernas, pero: ¡todavía vive! Si no estoy mal informado a día de
hoy vagabundea por el bonito pueblecito de Kampen en la isla de
Sylt, deja que la buena brisa marina le sople tras las orejas y en
plena guerra no hace nada.
Ya lo he contado aquí, era tan imprudente y
miedoso como yo. Pero como cada día se tenía que ver con por lo
menos una docena de personas, con las que hacía negocios, charlaba
e intercambiaba negocios (¡y qué otras noticias podía haber en esos
primeros años que sobre los n.!), así que
fue inevitable que pasara por peligros mucho más grandes que yo,
que vivía tranquilamente en el campo y a menudo durante diez días
no veía ni un alma. De esos días hay muchas historias sobre él y es
imposible poder contarlas todas. Sin embargo, una de ellas muestra
claramente cómo le gustaba al viejo jugador, que durante toda su
vida jugó cada uno de sus libros como una carta, jugar también con
fuego. En los primeros tiempos tras la toma del poder, cuando había
tanto que derribar y volver a organizar, el Sindicato de Escritores
del Reich
85 emitió una disposición según la
cual los autores y traductores judíos podían seguir trabajando sólo
cuando estuvieran en disposición de un así denominado «permiso de
trabajo», emitido por el mismo Sindicato. Esta disposición fue
emitida transitoriamente con el fin de que los editores, que aún
estaban trabajando en muchos de esos títulos, no incurrieran en
grandes pérdidas. En la editorial trabajaba un traductor judío de
nombre F.[ranz] F.[ein],86
cuyas traducciones eran sobresalientes, por ejemplo, casi todas las
traducciones de Sinclair Lewis
87 eran suyas. El viejo R. siempre
se mantuvo fiel, ni se le pasó por la cabeza despedir a su F. F.,
así que dejó que siguiera traduciendo tranquilamente. Una semana
después llegó una carta del Sindicato, que con tono exhortatorio
informaba que la editorial R. seguía teniendo bajo contrato al
traductor F. F., que no disponía de un permiso de trabajo, y que en
el futuro debían prescindir de él. R. tiró esa carta de apremio en
lo que él llamaba su «montón de abono» a donde iban a parar todas
las cartas que él prefería no contestar, y siguió dándole trabajo a
F. F. La siguiente carta del Sindicato ya era más severa: la
editorial R. recibiría una multa de tantos y tantos marcos por
seguir facilitándole trabajo al traductor judío F. F., que no
disponía de un permiso de trabajo. También esta carta fue a parar
al montón de abono y F. F. siguió trabajando. La siguiente carta
del Sindicato ya era terrible: les ponían una multa y R. debía
comparecer ante el Tribunal de honor de los editores alemanes.
Ahora sí que R. decidió contestar. La respuesta consistía en una
única frase: «Al traductor F. F. le está permitido trabajar según
el permiso de trabajo n.º 796. H.H.» Cuando escribieron sus cartas
en el Sindicato se habían mirado sólo por encima el propio archivo.
Naturalmente que nosotros celebrábamos por todo lo alto estos
«triunfos», hablábamos por todas partes de ellos, aunque —como en
el caso de mi carta ya mencionada al Dr. Goebbels— pagamos caro por
ello. No se olvidaban de nada, todo se anotaba, ¡y de las muchas
pequeñas bolas de nieve nació un destructivo y enorme alud!
En una ocasión R. evitó una derrota antes de
tiempo sólo por la inusual urbanidad de un funcionario de la
Gestapo. De nuevo se emitió un decreto que exhortaba a enviar sin
dilación, sin solicitar el examen de nadie, toda carta anónima o
firmada, pasquín, etc. que llegara a su poder y que incluyera un
contenido provocador, junto con el sobre al Sindicato de Escritores
o al puesto más próximo de la Gestapo. Durante los primeros años
los autores y editores más destacados recibieron efectivamente
muchas de estas cartas, más tarde dejaron de llegar por completo, y
sólo un hombre, en apariencia del sur de Alemania, no dejaba de
enviar todo intrépido estas filípicas en contra del doctor G. En sí
este hombre estaba completamente de acuerdo con los n., sólo el doctor G. había despertado su
particular ira y [él] le acusaba de cosas terribles: por ejemplo,
el chapucero empobrecimiento de la lengua alemana. Sin embargo,
aparte de estos locos, los que escribieron las cartas se dieron
cuenta un día de que sus misivas no tenían prácticamente sentido.
Seguro que era muy hermoso invitarnos a los escritores alemanes
desde París o Praga a participar en una resistencia activa en
contra de los n.: «¡Negarles la
obediencia! ¡Sabotead sus medidas! ¡Llamad al pueblo a las armas!
¡En vuestras manos está el destino de Europa, vosotros sois el
espíritu de Europa!» ¡Y cómo sonaban estas tonterías escritas sobre
el papel desde un puerto seguro! Tal como ya he dicho todo sonaba
muy bonito, aunque el suicidio estimulado por los emigrantes me
parecía algo sin sentido. Así que sin remordimiento alguno enviaba
siempre todo eso tan valiente al Sindicato. Nunca caí en la
tentación de mostrárselo a nadie, por muy tonto que fuera. El bueno
de R. procedía con esas cartas de forma más negligente, también es
verdad que recibía también escritos diferentes, con más sustancia.
Un día le anunciaron la visita de un señor de la Gestapo. Aquellos
tiempos en los que una visita como esa provocaba terror ya habían
pasado. Los señores de la Gestapo ya habían registrado la editorial
por los motivos más diversos: con el fin de buscar ejemplares de
Schlimme Botschaft de Einstein,88
con el fin de llevarse la obra de Emil Ludwig, con el fin de
limpiar los poemas de Joachim Ringelnatz,
89¡qué sé yo! Así que ya no suponía
ningún susto de muerte; aunque sí que seguía suponiendo un suave
sobresalto, como si uno fuera precavido: qué es lo que pasa ahora.
El señor se sentó muy amable frente a R. y le preguntó si conocía
la disposición sobre las cartas anónimas de contenido difamatorio,
etc., etc. R. era todo buena voluntad, todo comprensión.
Naturalmente que sabía, naturalmente que había reenviado todo
infame panfleto de este tipo inmediatamente, etc., etc.
—¿Y la Encíclica del Papa sobre la Ley de la
Salud Hereditaria que recibió usted hace una semana? —preguntó
suavemente el funcionario.
El bueno de R. se puso rojo. Gracias a Dios
no fue tan tonto como para mentir diciendo que no la había
recibido.
—¡Dios mío! —dijo él—. ¿No la remití? ¡Qué
despistado que soy! Deje que lo compruebe de nuevo...
Empezó a remover en el montón de abono. (Su
desconcierto iba cada vez más en aumento por el hecho de saber que
esa encíclica, que buscaba con tanto ahínco sin encontrarla, la
llevaba en el bolsillo delantero, ¡pues debía comunicar tal buena
nueva a sus amigos!)
—¿O quizá —prosiguió— haya tirado a la
papelera ese papel por lo enfadado que estaba?
E hizo el gesto de ponerse la papelera sobre
la cabeza.
—¡Déjelo estar! ¡Déjelo estar! —denegó con
señas el funcionario, que había observado su quehacer con un
interés despreocupado—. Se lo advierto, señor R., es mi último
aviso. Le aconsejo que tenga el máximo cuidado.
Se quedó mirando al enorme y sonrojado
editor con una sonrisa en los labios. Añadió ingenuamente:
—De vez en cuando enviamos estas cosas como
experimento, para separar las ovejas negras del rebaño.
Y se marchó.
—¡A partir de ahora sólo seré una oveja
blanca! —juró R. por enésima vez—. ¡Estos tipos son demasiado
listos para mí!
Sin embargo, esas palabras sobraban. Ambos
no teníamos remedio. Así se fue juntado una bola de nieve con la
otra —el alud ya era imponente— y nosotros no sospechábamos nada.
No, quizá algo sí. Realmente nos asombraba que dejaran seguir
existiendo a la editorial, que simplemente no la prohibieran.
Estaba lo suficientemente en entredicho, no sólo era filosemítica,
sino que era claramente antin.
¡Editorial! Yo creo que lo que la mantenía con vida era la
consideración que disfrutaba en el extranjero. R. siempre había
conseguido inusuales grandes éxitos con los contratos en el
extranjero. Su fama en el extranjero era en realidad mucho mayor de
lo que venía a significar en su propio país. Aquí nunca perteneció
90 a los editores más destacados.
Para ello su director editorial era demasiado veleidoso, lo acabo
de decir; en su editorial no seguía una línea concreta, como hacía
tan ejemplarmente el Dr. Kippenberg
91 en su editorial Insel; no, para
el jugador Rowohlt cada libro que publicaba suponía una nueva carta
que jugaba y cuyo éxito siempre esperaba con renovada expectación.
Así que yo creo realmente que lo dejaban hacer porque frente al
extranjero simplemente temían deshacerse de él. (Durante esos
primeros tiempos el n. aún se preocupaba
por los sentimientos del extranjero cuando se trataba de asuntos no
tan importantes.) Y entonces se dijeron: «La editorial acabará
cerrando por sí misma.» Se habían llevado a la mayoría de sus
autores, entre ellos algunos tan leídos como Emil Ludwig. Y
continuamente les ponían en aprietos. La editorial iría cediendo
poco a poco. Se durmió tiernamente por falta de fuerzas, eso
pondría en su esquela. Es trágico, para mí es especialmente trágico
que en el ultimísimo final Rowohlt no haya fracasado por su
imprudencia, sino por su autor Fallada. Desde la toma del poder yo
había escrito una serie de libros. Ninguno fue un éxito especial,
quizá aparte de la Escudilla de hojalata,
que tenía materia para convertirse en un éxito, sino hubieran
prohibido su reimpresión. En el Tercer Reich no estaba permitido
pensar y escribir humanamente sobre personas condenadas a presidio.
Pero entonces yo escribí Lobo entre
lobos,92
de nuevo me había agarrado el viejo fuego, y escribí sin ver,
escribí también sin mirar alrededor, ni a la derecha ni a la
izquierda. ¡Éste era el material, éstas eran las personas, que me
tuvieron cautivo durante meses!
Recuerdo aún muy bien los consejos que se
dieron antes de la publicación del libro. La gran cuestión que nos
ocupaba era la siguiente: «¿Nos podemos atrever a publicar este
libro o no debemos atrevernos?» En el Tercer Reich el asunto estaba
organizado de tal forma que no existía una censura previa. Se
permitía publicarlo todo, pero el autor y el editor respondían con
su cabeza que el libro gustara. Que gustara o no gustara era
imprevisible. Existían tantas instancias y todo dependía de cuál de
estas instancias emitía primero su veredicto. Si el Völkische Beobachter publicaba la primera reseña y
ésta era negativa, ¡entonces los señores del M.[inisterio] de
P.[ropaganda] (o como lo llamábamos nosotros, del Propami) ya no
pensarían tan positivamente sobre el libro, el Partido se
inclinaría a pensar negativamente y ya no se podría hacer
nada!
Sin embargo, era completamente imprevisible
saber cómo se tomarían «arriba» la mención del Ejército
negro,93
la descripción de tantos personajes amenazadores,94
entre ellos un asesino sexual.
Dudamos mucho tiempo y la decisión la
decantó finalmente el informe de un hombre valiente, el lector
F.[riedo] L.[ampe],95
el digno sucesor de Paulchen, un informe que decía lo siguiente:
«¡Si la editorial se hunde por este libro, entonces se habrá
hundido por algo por lo que vale la pena hundirse!» Lobo entre lobos se publicó y se convirtió en un
gran éxito, incluso también en la prensa del Partido. De nuevo
había ocurrido lo más inesperado. Sin embargo, para la editorial
Rowohlt supuso su condena. Todos esos señores, que durante
demasiado tiempo habían esperado su desaparición, vieron de repente
cómo se aseguraba su existencia. Ello era sin embargo intolerable.
El verdadero motivo, el éxito del lobo, no se podía nombrar, así
que debían esgrimir un pretexto con el fin de masacrar a ese
inquebrantable, ese verdadero siete vidas de Rowohlt. Incluso
dieron con dos pretextos. La editorial había publicado una
biografía de Stifter
96 de un tal Urban Roedl, un hombre
de Austria, un hombre con un auténtico apellido ario, ¡y este U. R.
se suponía que era un judío disfrazado! Y R. debía estar informado
de ello. Por supuesto que él lo negó por lo más sagrado, pero
entonces llegó el segundo asunto, y estaba claro que eso no se
podía negar ni ocultar, por muy humanamente disculpable que fuera.
Sin embargo, de humanidad no andaba sobrado un cargo n. Desde hacía tiempo existía la determinación de
excluir a los judíos de la administración y de la responsabilidad
de los bienes culturales alemanes, una determinación, por cierto,
tan extensible que incluso apoyándose en ella les quitaron a los
judíos los negocios de antigüedades. Todas las editoriales habían
sido conminadas por ello a despedir a sus empleados judíos. También
R. tuvo que hacerlo. En nuestra editorial trabajaba desde hacía
muchos años una judía entrada en años, que simplemente llamábamos
la Plosch, una mujer que sólo vivía de su sueldo y que además
ayudaba a no sé qué pariente pobre. R. debía despedir a la
Plosch,97
y así lo hizo, pero además hizo algo típicamente rowohltiano:
empleó a la despedida en un pequeño anexo trasero como auxiliar sin
nombre. Naturalmente que apareció el denunciante de siempre,
advirtieron a R. y también se acabó la labor de auxiliar. Sin
embargo, por entonces la Plosch se encontraba en una situación
terrible: su hermano, desesperado por la situación de los judíos en
Alemania, se había suicidado. Si la mujer se quedaba justo en ese
momento sin trabajo y sin la posibilidad de encontrarlo no
significaba otra cosa que predestinarla a lo mismo. R. encontró la
salida dictándole cartas por las noches, una vez cerraba la
oficina, y los domingos. Aunque por muy en secreto que fueran a
trabajar, el soplón n. fue incluso más
precavido. Mi editor tuvo que enfrentarse al Tribunal de honor y
fue expulsado del gremio de los editores alemanes ignominiosamente.
Se le privó indefinidamente del derecho de administrar bienes
culturales alemanes. «¡Usted ha manchado de excrementos el honor
del editor alemán!» ¡Esto es lo que escribió el perro del Dr.
Goebbels en la orden de expulsión; el mismo señor que durante toda
su vida no tuvo escrúpulos a la hora de ensuciar la honra de todo
hombre y mujer, siempre que fuera en beneficio de sus objetivos e
intereses! Yo, sin embargo, había perdido al más fiel amigo y
consejero. Está claro que he vuelto a encontrar buenos editores.
Aún tengo que hablar de ellos, pero nunca volveré a abrir con la
misma alegría y excitación las cartas de mis editores como
entonces, cuando me llegaban de parte del buen y viejo padrecito
Row. ¡Cómo declamaba ese hombre cada línea, con esa fuerza vital
tan bestial, su optimismo inquebrantable, con su audacia a prueba
de bombas! ¡Tan gracioso, su compasión, su presencia de espíritu,
ay, todo ello desapareció de nuestra vida, para siempre pasado!
Nosotros nos habíamos hecho más mayores, uno ya no encontraba
nuevos amigos y los viejos desaparecían cada vez con más
frecuencia, cuántos perderíamos aún en los años venideros. También
en este sentido el n. empobrecía todas
nuestras vidas. ¡Oh, de qué manera nos empobrecieron! ¡De qué
manera nos quitaron toda alegría, toda felicidad, toda sonrisa,
toda amistad! Y después nos abocaron a la más funesta de todas las
guerras, procedieron a sus victoriosas guerras relámpago (la nueva
obra de Hitler: «Treinta años de guerra relámpago»), destruyeron
nuestras ciudades, destruyeron nuestras familias; realmente han
sido y son los fieles valedores del patrimonio cultural alemán.
Naturalmente, tras esta sentencia aniquiladora para R. no existía
aún la necesidad de abandonar Alemania. Podía hacer lo que
quisiera, siempre que se mantuviera lejos de nuestro patrimonio
cultural alemán. Podía dedicarse a vender harina o elefantes o
incluso papel, o simplemente se podía dedicar a la vida privada, y
seguro que haría una de estas cosas. Pero allí estaba su mujer y
entonces tuvo lugar la Noche de los cristales rotos. La mujer de
R., su tercer Reich, era nacida en Alemania pero de origen
brasileño, la mayor parte de su familia aún vivía en el Brasil. Era
esa señora, que tras la toma del poder, con el fin de equilibrar la
mala impresión que causaba su marido, saludaba con tanta fruición
con el saludo alemán; aunque ciertamente su hijita frustraba por
completo sus planes. Pero también la madre se hartó pronto del
saludo, no era ninguna actriz y «la banda», de cuyos hechos oía
cada día de su marido, le producía arcadas, como decía ella. Fue
atacada por una enfermedad anti-n. de alto grado. Ya no podía ver
ni oler a esa gente. En ocasiones le gritaba a su marido: era una
vergüenza todo lo que se dejaba rogar por esos tipos; le pedía que
terminaran con eso y que se marcharan al Brasil, a un país decente,
con pantanos decentes y con cerdos y monos decentes. ¡Así es como
gritaba en ocasiones esa pequeña persona de 50 kilos! ¡Aunque
insobornable! Y entonces llegó el día de los cristales rotos. De
entre los diversos estallidos de «indignación popular espontánea»,
mediante los que se distinguió el Tercer Reich, éste quizá ya se
haya medio olvidado. En las altas esferas descubrieron —y
naturalmente el pueblo también lo descubrió— que habían sido
demasiado indulgentes tratando mal a los judíos, que con los judíos
hacía tiempo que las cosas iban demasiado lentas. Quizá querían
demostrarle al extranjero lo que el pueblo alemán pensaba de los
judíos, así que un bonito domingo rompieron diez mil escaparates de
negocios y cristales de casas judíos: ¡el día de los cristales
rotos del Reich!98
Realmente se trató de una encantadora escenificación del estallido
de la ira popular, y sólo fue una gran pena que los judíos ya
supieran de ello una semana antes. Por ejemplo, el antiguo asesor
jurídico de la editorial opinaba que su domicilio en el viejo oeste
de la ciudad corría demasiado peligro, así que dejó las persianas
bajadas y se fue con la mujer y el hijo a la casa de un amigo judío
en Nikolassee, que tenía una villa en una tranquila calle entre
villas completamente arias: allí pensaba que estaría más seguro.
Desgraciadamente fue de mal en peor, a su casa del viejo oeste
apenas le pasó nada, sin embargo la villa judía de Nikolassee
despertó curiosidad: ya que era una de las pocas que había por la
zona, no sólo fue atacada, sino también desvalijada en parte, y sus
habitantes fueron arrastrados hasta el presidio de la policía en la
«Alex»99
acusados de «conspiradores», de la que sólo pudieron volver
bastante tiempo después.
Donde vivían los Rowohlt, asimismo «fuera»,
aunque en el este de Berlín, también en una zona residencial, la
bullente alma del pueblo no se ocupó rompiendo cristales ni
desvalijando, simplemente se dedicaron a incendiar directamente un
poco las casas con el fin de tener gratis fuegos artificiales. El
bueno de Rowohlt, que además de todos los demás atributos era un
manitas, el bueno de Rowohlt no pudo quedarse en casa, sino que
tuvo que asistir al espectáculo entre las masas. Y allí es donde
ocurrió que la pequeña y tierna señora Rowohlt ya no pudo disimular
su indignación ante esos viles actos, y entre toda esa masa expresó
en voz bien alta y clara lo que opinaba de esa destrucción y esos
fuegos de artificio. Row. se llevó rápidamente a su mujer, la gente
sólo se la miraba muda, pero fueron demasiados los que escucharon
esa erupción de odio: por entonces, cuando en Alemania se juntaban
tres personas, segurísimo que entre ellas había un delator. Aún de
noche empezaron a hacer las maletas, ya iba siendo hora, pues el
campo de concentración les hacía señas. Sin duda alguna ya iba
siendo hora: ya a la mañana siguiente varios del Partido les
hicieron una visita, les preguntaron esto y aquello, en esta
ocasión sin embargo se fueron. En la siguiente ocasión no se irían
con las manos vacías. R. se trasladó a Berlín, pero esa misma noche
ya querían viajar a Suiza, ya se habían procurado un pasaporte por
si las moscas. ¡Y ahora viene algo muy conmovedor, una verdadera
muestra de amistad de la que debo informar, una medalla más a la
gloria en la corona de este editor único: entre todo el follón de
los preparativos del viaje, con la preocupación por la propia vida,
con una mujer y dos hijas, ocho horas antes de viajar hacia un
futuro tan incierto, ¡el viejo Rowohlt piensa en su autor Fallada,
que aún no cuenta con un nuevo editor! Rowohlt no puede abandonar
Alemania, primero tiene que arreglar un asunto, aún no está en
disposición de viajar. En Berlín da con la persona que él considera
idónea para convertirse en mi futuro editor,100
lo obliga a subirse a un automóvil, y lo conduce hasta Mahlendorf
para hablar conmigo. Yo no sospecho nada, yo no sé nada, los dos
hombres están sentados junto a mí. Estudiamos el nuevo contrato y
el astuto y viejo R. procura que sea esencialmente más ventajoso
que el antiguo: en esta ocasión no es él quien tiene que apoquinar.
Ruego a los señores que se queden a cenar. Ro. encoge los
hombros:
—Lo siento, no es posible, querido Fallada.
Cojo el tren de las diez a Suiza, con la mujer y las niñas, ¡quizá
ya no volvamos a vernos!
Y con unas cuantas palabras nos informa de
lo que ha pasado.
Nos despedimos, mi mujer llora, yo también
tengo los ojos llorosos. Los intermitentes rojos del vehículo se
iluminan de nuevo y desaparecen. Yo digo:
—Seguro que llega para coger el tren.
Y Suse:
—Espero que puedan cruzar la frontera sin
problemas.
Volvemos a casa. Allí están aún las tazas de
café, la carpeta abierta con los contratos; están todos, desde el
de la primera e inencontrable novela,101
que en 1918 entregué a Rowohlt, hasta Lobo. Todos llevan la firma de E. R. ¡Pero el más
fiel de entre los fieles ha abandonado nuestras vidas, el nuevo
contrato que está encima lleva una firma diferente, pasado,
pasado!
¿Qué noticias llegan de él? Una postal desde
Suiza escrita con buen humor y de nuevo otra postal desde
Suiza.
—No tiene prisa —nos decimos—. Quizá no
viajen a Brasil, quizá esperen en Suiza a que pasen los mil
años.
Sin embargo, más adelante nos enteramos de
que está en Brasil viviendo en casa del hermano de su mujer y
después ya no oímos más de él. Los años pasan y en ocasiones
hablamos de él. El nuevo editor es bueno, no hay nada que decir en
su contra, muy al contrario; sin embargo echo de menos las viejas
cartas verdes,102
echo de menos al viejo amigo. ¡Tenía una maravillosa capacidad de
infundirte valor, el optimista inquebrantable! ¡Pero algo así sólo
nos pasa una vez en la vida! ¡Ya es pasado!
Llega la guerra, celebramos las primeras
Navidades de guerra; la de 1939
103 aún con muchos regalos. Entre
el jaleo de los niños suena el teléfono. ¿Quién tiene tal falta de
tacto para llamar por cuestiones de negocios durante la celebración
de la Navidad?
—Tiene usted una llamada desde
Bremen...
—¡Suse! ¡Llaman desde Bremen! ¡Callaos de
una vez, chicos! ¿Quién puede llamarme desde Bremen? ¡Si no conozco
a nadie allí!
Me habla una voz cambiada:
—Adivine usted quién le está llamando.
Por un momento permanezco sorprendido y
después grito:
—¡Rowohlt! ¡Pero hombre, padrecito! ¿Cómo es
posible? ¡Es totalmente imposible! ¡Pero si está usted en Brasil!
¡Rowohlt, no sabe usted cómo me alegro! ¡Tiene usted que venir a
vernos inmediatamente, tenemos que celebrarlo por todo lo alto! No,
aún no me lo puedo creer.
—He conseguido romper el bloqueo —me dice
él—. Ayer llegué a Burdeos. La semana que viene me dejaré caer por
ahí. Naturalmente que tengo que alistarme inmediatamente. ¡Volveré
a llamar!
Fueron realmente unas Navidades muy locas,
Suse y yo aún no nos lo creíamos del todo. ¡Que se hubiera atrevido
a volver, el que había huido de Alemania como emigrante! ¡Que fuera
él que quisiera participar en esta guerra, él, que en Alemania la
había injuriado! No entendíamos nada. Tampoco lo entendimos mejor
cuando nos encontramos. Estaba muy moreno, pero por lo demás seguía
siendo el viejo jugador, el aventurero, que debía estar siempre
allí donde ardía.
—Está claro que Alemania perderá esta guerra
—volvió a repetir—. Pero yo ya participé en algo así, entre 1914 y
1918. Sin embargo, no puedo permanecer tranquilo en ese país de
monos mientras mis viejos camaradas pelean aquí. Naturalmente que
hubo follón con mi mujer; ella no quería dejarme ir por nada del
mundo; odia a los nazis más que antes, si es que ello es posible.
Seguramente nos separaremos, pero bueno, ¡entonces llegará el
cuarto Reich!
Inagotable, inquebrantable, la vieja fuerza
vital, la inextinguible alegría por la existencia, que siempre es
bonita aunque en ocasiones te dé una paliza. Lo importante es que
uno esté vivo.
Entonces nos contó su travesía. Cómo en Río
pidió ser admitido como marinero en un barco alemán; tras
emborracharse con el capitán lo consiguió y se quedó con el título
de «marinero» como pretexto para las autoridades portuarias. Y cómo
un día después de zarpar le pusieron un bote de pintura en la mano
y cómo para su sorpresa realmente tuvo que prestar servicios de
marinero durante toda la travesía, y ello dieciocho horas al día y
en ocasiones aún más. Cómo disfrazaron el barco de «inglés» y cómo
estuvieron buscando durante dos días en alta mar un crucero de
ayuda alemán hasta que dieron con él y le entregaron toda su carga
de aceite y carbón y víveres, mientras ellos se hacían con su
carga: más de trescientos prisioneros de las tripulaciones de
barcos enemigos hundidos. Cómo tras ello prosiguieron la travesía
por rutas distantes hacia Europa, con más de trescientos presos
obstinados a bordo, ¡cuando toda la tripulación no era de más de
treinta y cinco hombres! Cómo tuvieron que hacer guardia día y
noche y en cubierta no podía haber más de seis hombres. Lo veo
frente a mí, el enorme R., cómo en el oscuro camarote del barco
grita:
—¡Cantad, holandeses, cantad, que esta tarde
habrá una batalla de regalo!
Y cómo entonces llegaron a la altura de
Burdeos, sanos y salvos alcanzaron esa ciudad, y ahora debían
esperar al barco que les pilotara entre el campo de minas. Ya han
avisado de su llegada, pero han tenido el viento a favor y han
llegado antes de lo que se les esperaba. Se encuentran frente al
campo de minas, a la vista de la costa inglesa, y los prisioneros
se sublevan cada vez más y poco a poco empiezan a perder los
nervios, que durante unas semanas difíciles habían conseguido
mantener a raya. Pasan diez horas y no llega ningún barco piloto, y
pasan quince horas y aún permanecen a vista de la costa inglesa, en
cualquier momento el inglés los puede descubrir. Finalmente el
capitán alemán dice:
—¡Si en tres horas no viene nadie pilotaré
el barco a través del campo de minas sin barco piloto y si saltamos
por los aires, pues qué le vamos a hacer!
Así que los nervios están tensos como
alambres. Pero entonces un avión alemán los sobrevuela y poco
después los conducen hasta el puerto de Burdeos, tres días antes de
la Navidad.
—Y ahora disfruto de dos semanas de
vacaciones —dice el viejo filibustero—. Y además he llegado en el
momento oportuno para cobrar una herencia, que ya me está
esperando. ¡Primero disfrutaré un poco de la vida y después me
alistaré como teniente de la Primera Guerra Mundial!
Incluso llegó a ser capitán y luchó en
Crimea... Pero todo ello no lo ayudó, nada lo ayudó. Pensó que su
retorno a la guerra, su alistamiento voluntario le eximiría de los
pecados del pasado, aunque no había contado con la implacabilidad
de sus oponentes.
30.IX.44. En Berlín me encontré una y otra
vez con gente que opinaba que era una desvergüenza increíble que él
hubiera vuelto a Alemania. Esta gente parecía no poseer ninguna
sensibilidad por el valor y también por la capacidad de perdonar y
de olvidar que contenía este retorno. Si yo les reprochaba a ellos
esto, que iban de un lado a otro por tierra firme sin ser soldados,
entonces me contestaban: «Qué va, el bribón abrirá su viejo negocio
de nuevo tras la guerra», algo en lo que el belicoso de R. seguro
que no pensaba para nada en esos momentos. Esos oponentes, que
básicamente vivían de la literatura o pululaban a su alrededor,
sabían que R. disponía de un poderoso protector en el ejército, así
que con las acusaciones tan ridículas que entonces le llevaron
hasta el tribunal de honor, y posteriormente a su expulsión del
Gremio de editores, aquí no podían hacer nada. Ya desde la Primera
Guerra Mundial, en la que R. desempeñó en último lugar la actividad
de avistador de aviones, contaba con poderosos amigos, sobre todo
en el Ministerio de Aviación, entre ellos el general Udet.104
Pero ocurrió que al general Udet le sorprendió el destino como a
tantos otros prominentes señores durante la guerra: su avión
«sufrió un accidente» y murió. Y ocurrió que los enemigos de R.,
esas ratas que rabiaban en secreto, desenterraron una petición del
año 1922 105 en la que rogaba que se conmutara la pena
de muerte de Max Hölz 106 por la cadena perpetua. M. H. era sin
embargo el líder de una banda común que durante los años 1921-22
cubrió a los industriales de Sajonia con impuestos revolucionarios
y que incendiaba sus villas cuando éstos se negaban a pagar. Sus
oponentes desenterraron la petición a favor de este hombre, tenía
unos veinte años de antigüedad, pero qué más daba: el apellido
Rowohlt estaba entre los firmantes. Algo así era inadmisible para
el Ejército alemán; ¡el apellido de un capitán alemán en una
petición de clemencia a favor de un incendiario comunista! A estos
oponentes no les molestó para nada que esa petición estuviera
firmada también por otra gente que hoy mismo disfrutaba de altos
cargos y prebendas, y que a pesar de haber firmado esa petición no
se verían privados de sus cargos y prebendas. Por ejemplo, el
profesor Carl Froelich,107
que incluso en el pasado había sido miembro del Partido Comunista,
había firmado esta petición, y a pesar de eso se convirtió en
presidente de la Academia del Cine del Reich. Siempre constituirá
uno de los más incomprensibles milagros del gobierno n. lo que eran capaces de perdonar y lo que no. A
muchos no les dejaban pasar ni una, con unos pocos hacían la vista
gorda. O, como se supone que afirmó en una ocasión G.[öring]: «¡Yo decido quién es judío!» Y de esta
forma convirtió una leche judía,108
la de Milch, en un general de aviación alemán. ¡En todo caso a R.
no le dejaron pasar ni una y de la noche a la mañana lo despidieron
del mundo de la forma más sencilla, con una indemnización de sólo
50 marcos!
Supuso un duro golpe para él; ¿para eso
había vuelto de Brasil, dejando a su mujer y sus hijos y la
seguridad, para ser expulsado por un caso tan cogido de los pelos
como ése? Sin embargo, no perdió el coraje; se dirigió al
Ministerio de Aviación. Udet estaba muerto, pero él contaba con
otros amigos allí, quizá no tan influyentes, pero siempre le podían
ser de utilidad. También lo querían, le dijeron:
—Viejo amigo Rowohlt, naturalmente que le
buscaremos una solución a este desaguisado. ¡Se han comportado
cochinamente contigo! Aunque en esta ocasión conseguiremos que
ningún hijo de puta se acerque a ti. Reúne toda la documentación,
naturalmente los originales, los de la Primera Guerra Mundial y los
actuales. Pasado mañana uno de nosotros volará al cuartel general
del Führer. Él se ocupará de que ningún perrito faldero de ésos se
atreva a mear a tu lado. ¡Tú espera, ya verás cómo acabarás
ascendiendo a mayor!
Rowohlt hizo lo que le dijeron, el avión
partió con sus documentos originales, con sus esperanzas, R.
esperó. Entonces llegó la noticia: ¡el avión se había estrellado y
había ardido, los tripulantes estaban muertos, los documentos
insustituibles habían ardido, las esperanzas se habían
desvanecido!
Como ya he dicho, R. se marcha entonces a la
isla de Sylt a pasear y deja que la brisa salada le sople tras las
orejas. Apenas oigo ya de él, en realidad nada. Era como si
estuviera esperando en un país extranjero; si estuviera en Brasil
no habría estado más lejos de mí. Él, el viejo optimista, el
esperanzado, vive ahora en el gran país de la desesperanza. ¿O
quizá aún espera algo? ¡Yo realmente pienso, lo creo, que tiene
puestas sus esperanzas en aquello que todos nosotros esperamos en
este último otoño de guerra de 1944!
Y también hay un hombre de nuestro círculo
que ahora se ha ido allí, ¿hará ya unos dos años de ello? Lo
conocimos tarde, pero se ganó nuestro cariño, un gran hombre de
ojos inteligentes y alegres tras unas gafas de concha oscuras, con
una espesa cabellera morena, que se peinaba hacia atrás a partir de
una frente alta y bien formada. Sas,109
así se llamaba él, siempre sólo Sas, nunca se hacía llamar por el
apellido, tampoco la amiga más querida lo llamaba de otra forma;
Sas procedía de una familia alemana de los Sudetes, su familia
sigue regentando allí una pastelería. Él mismo era maestro, maestro
de escuela en una ciudad sajona, una de esas ciudades industriales
repletas de gente, en las que el hambre y la necesidad tienen su
cuartel permanente. Pronto descubrió el comunismo, era un comunista
de espíritu y de corazón; su corazón le llevaba hacia los pobres de
esta tierra, su compasión profunda y sentida tapaba todos los
errores que ellos escondían tras el manto del sufrimiento. Aún lo
veo sentado en un gran cuarto de trabajo sobre la tierra, a su
alrededor miembros de las Juventudes Hitlerianas y de la Asociación
de Jóvenes Alemanas, comentando con él el programa de partido del
Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán. Con qué inteligencia lo
hacía, cómo sabía avivar en estas jóvenes cabezas, a las que
sistemáticamente les desacostumbraban a pensar por su cuenta y que
día tras día llenaban con estupendas frases hechas, el destello de
la duda, cómo iluminaba los ojos de esos jóvenes con la alegría de
sus hipotéticos propios descubrimientos, cómo de repente atisbaban
una luz, un camino, ¡realmente era algo maravilloso de ver! Nunca
dejó de ser un niño, era feliz con niños a su alrededor, desde los
más pequeños hasta los ya adultos, aquellos que nunca se harán
viejos; yo disfrutaba tanto sentado sobre la alfombra, escuchándole
en silencio, viendo con una dulce alegría esa luz en sus ojos, que
por sí solos encendían el simple espíritu. Su partido tenía
previsto convertirlo en ministro de Cultura, pero entonces se
produjo la toma del poder y, en lugar de ello, se convirtió en
trabajador forzoso en un campo de concentración. Estuvo detenido
allí largo tiempo, pero sobrevivió: con el espíritu y el cuerpo
inquebrantables volvió al mundo. ¿Qué podía hacer? No podía ejercer
su profesión, aquel que en alguna ocasión hubiera sido comunista
durante el resto de sus días ya no era apropiado para educar a la
juventud. Se mudó a Berlín, siempre había abrigado un gran amor por
la música, así que ahora quería enseñar piano y canto y algo de
ritmo. ¿Pero se lo permitirían? Parecía tan difícil y, sin embargo,
lo consiguió, inexplicablemente hicieron la vista gorda y le
aceptaron como miembro del Conservatorio de Música del Reich. Tenía
alumnos suficientes, encontró a una mujer
110 a la que aprendió a querer; su vida era plena y rica.
Se aisló de todo lo malo que estaba ocurriendo en el mundo. Durante
los amargos años en el campo de concentración aprendió que la
rebelión abierta resultaba inútil, que uno sólo conseguía dañarse a
sí mismo. Era mejor actuar en silencio, preservarse uno mismo hasta
que llegara el día en que saliera el sol. Ya no lo vivió, una
pequeña tontería le hizo caer en la trampa, una negligencia, un
descuido que cualquiera de nosotros podría haber cometido. En una
calle de Berlín se encuentra con un hombre, que conoce desde hace
años, por entonces ambos eran miembros del mismo Partido. Se dan
los buenos días, cada uno de ellos pregunta por la vida del otro,
¡oh, el otro! Sigue siendo el mismo de antes, sigue trabajando
clandestinamente para el viejo Partido, ¡a él no lo cogerán tan
fácilmente! ¿Y qué es de su vida, Sas? ¡Es imposible que él se haya
rendido, uno de los más entusiastas! Sin embargo, Sas es precavido,
tal como se ha aprendido en Alemania a ser precavido. Cualquiera
puede ser un soplón, aquí vive el fraticida. No, él ya no está en
ello, se ha convertido en un profesor de música para niños. Le hace
mucha ilusión, ya no quiere saber más de lo otro. El camarada de
entonces está confundido, se lo queda mirando: ¿éstos son entonces
los fieles? ¡Oh, por todos los diablos! Sigue dudando durante un
momento, están a punto de despedirse, pero entonces él dice:
—No pasa nada, no nos pelearemos por eso,
¡tú sigue tu camino y yo seguiré el mío! ¡Pero hazme un favor!
Llevo esta maleta condenadamente pesada. En dos días volveré a
Berlín e iré a buscarla. ¿Me la guardarás hasta entonces?
Y Sas, el amistoso, el que siempre está
dispuesto a hacer favores, coge la maleta y se la lleva a casa, la
deja allí y se olvida de ella. Pasan semanas y entonces se da
cuenta de que la maleta sigue allí, molestando. «Mira —piensa—. El
camarada aún no ha venido a buscarla. ¿Quizá el viejo zorro ha
caído en manos de sus enemigos?» Realmente esa maleta molesta ahí
en medio, así que la deja apartada en el suelo. Y se vuelve a
olvidar de ella completamente. La vida continúa, tocando el piano,
practicando pequeñas canciones, con la danza rítmica. ¡Ah, estos
niños, son invencibles, son la fuerza y la belleza, el puro brillo
de las estrellas, traídos a esta Tierra enfangada! ¡Con ellos uno
se puede olvidar de este mundo cada vez más odioso! Y entonces está
el amor por una mujer, amor y camaradería, sí, camarada, somos
cortos de miras, no sabemos lo que nos traerá el mañana. En este
Tercer Reich la vida no está asegurada de ninguna de las maneras.
¡Aunque seguimos viviendo! ¡Sigamos nuestro camino, hacia el sol,
que volverá a salir!
Y entonces un día de tiempo sereno es
detenido; el camarada de entonces también ha sido detenido, y
lamentablemente ha facilitado el nombre de no menos de treinta y
cinco personas, hombres, mujeres y muchachas, a los que conoce.
Entre ellos Sas, ¡ésta es la venganza al camarada de Partido
inactivo! La amiga, que no vive con él, se entera en seguida de la
detención; aún dispone de tiempo para registrar el piso de su amigo
con el fin de buscar material sospechoso antes de que lo haga la
Gestapo, no encuentra nada, él ha sido tan cuidadoso que sólo vivía
de la música. No piensa en el desván, no sabe nada de la maleta.
(¡Oh, más adelante qué reproches más terribles, castigadores,
desgarradores!) Encuentran la maleta, en ella hay una pequeña
copiadora, que se utilizó para imprimir pasquines comun. Hay algunas muestras. Sin embargo, tampoco
ahora está todo perdido, las acusaciones en su contra no son
graves, a pesar de la denuncia cursada por el antiguo camarada del
Partido. La maleta está, tal como han podido comprobar los
funcionarios que realizan el registro, cubierta de una espesa capa
de polvo, el aceite de la copiadora se ha endurecido, hace tiempo
que no se utiliza. La declaración de Sas lleva el sello de la
credibilidad: el juez instructor se resiste a emitir una orden de
detención, Sas es puesto en libertad. ¿Todo bien? ¡Al contrario!
¡Mucho, mucho peor! Y es que ahora tenemos dos gobiernos en
Alemania, de arriba abajo contamos con dos instituciones: la
estatal y la del Partido. Las autoridades de Justicia del Reich
dejan en libertad a Sas, pero en las mismas puertas de la Alex los
cancerberos de Himmler lo detienen: es devuelto a la misma celda,
que acababa de habitar como detenido de la administración de
Justicia, pero ahora es un detenido de la SS, fuera de toda
competencia de cualquier juez, privado de todo derecho, puesto en
manos del más incierto de los destinos. Sin embargo, los comisarios
que lo interrogan consuelan a la amiga: quizá le caigan unos
cuantos años en el campo de concentración, ¿qué supone eso? ¿Hoy en
día en Alemania, donde decenas de miles habitan los campos de
concentración? No hay que perder los ánimos, ¡si en realidad no ha
hecho nada! Por lo menos no mucho, ¡nada que no se pueda redimir
con unos cuantos años en un campo de concentración! Naturalmente
que después de haberse topado con ese conocido com. debería haber avisado en seguida a la Gestapo,
debería haber entregado la maleta, ¡no debería haberla dejado en el
desván! ¡Tendrá que pagar por ello con unos cuantos años en un
campo de concentración, en el Reich a. delitos como ése no tienen
más castigo! En ocasiones le dejan visitar a su amigo durante unos
minutos. Lo ve tras las rejas, con los ojos hundidos, sin afeitar,
sobre él baila el uniforme azul de la cárcel. Les permiten
intercambiar unas cuantas palabras insignificantes, pero cada vez
ella vuelve a casa fortalecida: su espíritu es inquebrantable, el
viejo amor es más fuerte que nunca, ella se ha convertido ahora en
el contenido de su vida, todos sus pensamientos giran alrededor de
su amiga. Ella no puede hacer nada por él, en la cárcel la comida
es desastrosamente mala y totalmente insuficiente, pero no le
permiten llevarle nada de comer. Todo lo que a él le podría aliviar
la vida a ella le está prohibido. Sí, puede lavar su ropa interior,
pero no porque beneficie al preso, sino a la administración de la
cárcel, que así ahorra en jabón, ropa y trabajo.
Entonces durante largas, largas semanas no
le está permitido visitarlo; se entera de que en la cárcel causa
estragos el tifus y termina con la vida de los presos a cientos.
Mejor así, de esta forma tienen menos trabajo, un proceso que
conduce rápidamente a la muerte, ¡mejor así! Y durante este tiempo
de miedo, del temblar y de la confianza más profunda, del más
grande de los amores, recibe la llamada de un abogado completamente
desconocido: ¡debe ir a verlo inmediatamente, guarda relación con
el caso de su amigo!
Se va corriendo a ver al abogado, en el
rótulo de la puerta ve que el abogado pertenece a la Asociación de
Juristas nacionalsocialistas, así que el hombre que tiene enfrente
luce la insignia de miembro del Partido. El abogado le comunica con
unas pocas y áridas palabras que su amigo puede ser puesto en
libertad el siguiente viernes si en un plazo de 48 horas le pagan
5.000 marcos. No puede hacerle ninguna pregunta. De esta forma se
despide de ella y se encuentra en la calle con el pecho agitado. Al
aspecto moral del asunto no le dedicó ciertamente ni un solo
pensamiento. Vivía desde hacía años en el Reich alemán y había oído
y visto demasiado para asombrarse por cualquier marranada o para
indignarse por ello. Pero ¿qué podía decir, dicho llanamente, qué
podía hacer? Vivía de dar clases privadas, no era rica, nunca
podría reunir sola una suma de 5.000 marcos. Pero tenía amigos, y
Sas tenía amigos, quizá fuera posible reunir esa suma. Aunque
¿debía hacerlo? ¿No se quedarían simplemente con el dinero y él
seguiría en prisión? ¿Cómo podía ni siquiera confiar un poco en la
honradez de un abogado que le había hecho esa propuesta? ¿Qué debía
hacer? ¿No llegaría un día en que se haría los más terribles
reproches si no entregaba el dinero y su amigo pasaba años y años
encarcelado? No se tendría que decir para siempre: ¿quizá lo
hubieran puesto en libertad? Por ese «quizás» tomó la decisión.
También vino a nosotros y debo admitir que fui lo suficientemente
duro para decir que «no». No quería regalarles mi dinero a esos
delincuentes. Estaba convencido de que todo era una mentira, un
engaño, estaba todo planeado para tenderle una trampa a una mujer
necesitada. Ella consiguió reunir el dinero también sin mi ayuda,
se lo entregó al abogado. Llegó el viernes, desde primera hora de
la mañana ella estaba frente al portón del Alex, dudando,
desesperada y de nuevo esperanzada, con unos pequeños y locos
destellos de esperanza en el pecho de que por una vez el enemigo
podría ser por lo menos decente. Y el portón se abrió y el amigo
salió. Su alegría no tenía fin, estaba dispuesta a bendecir a sus
enemigos. Así que se quedó un día con él en Berlín, para que se
adecentara un poco, y entonces se marcharon juntos a un pequeño
pueblo de los Sudetes, a casa de sus familiares los pasteleros, con
el fin de que el hambriento se hartara de comer. Al llegar a su
pueblo natal, la SS detuvo de nuevo a Sas, eran gente de honor. Por
5.000 marcos habían mantenido su palabra. El viernes fue puesto en
libertad, nunca dijeron por cuánto tiempo. Nunca más volvió a
verlo. Lo transportaron en un estrecho vehículo penitenciario hasta
el campo de concentración de Oranienburg. Allí tuvo que trabajar,
mes tras mes; se había convertido en albañil, sus manos de músico
se estropearon para siempre. Aunque le permitieron escribirle una
vez al mes, de vez en cuando podía enviarle un paquete de víveres,
alimentos que ahorraba privándose ella misma de ellos. Sin embargo,
siempre podía abrigar esperanzas... Debía llegar el día... Entonces
supo que él estaba de nuevo en Berlín. Se había librado de la
custodia de la SS, ahora debía comparecer frente a un tribunal, a
pesar de que en una ocasión el juez instructor se había negado a
emitir una orden de detención en su contra, debía comparecer frente
a la mal afamada Corte Suprema. Iban a procesar a ese comunista con
el que Sas se encontró en una ocasión en la calle, a él y a otros
treinta y cinco acusados, entre ellos Sas. El abogado defensor
contaba con una pena de cárcel no muy prolongada. Ella volvió a
tener esperanzas y esta vez con más convencimiento. Eso era mejor
que un campo de concentración, aquí determinarían una condena para
un tiempo preciso, el tiempo en un campo de concentración era
indefinido, atemporal, la condena podía ser perpetua o de tres
meses, ¡siempre bajo la tortura de la incertidumbre! No, comparecer
frente a la Corte Suprema era mejor. ¡Era realmente muy bueno, este
instrumento de Himmler trabajaba de forma extraordinaria, todos los
acusados fueron condenados a muerte! Fueron acusados de transportar
una maleta y de haberla guardado... condenados a morir ahorcados...
¡en nombre del pueblo alemán! ¿Nada más? ¿No habían terminado con
ese destino de tortura y martirio, ese destino promedio no tan
inusual en los gloriosos días del Tercer Reich, bajo la égida de
nuestro querido Führer, que quiere tanto a los niños, que es tan
sensible, que incluso ha promulgado una ley para proteger a los
animales, que contiene decenas de delicadas prescripciones para el
sacrificio de animales y que entretanto ha olvidado del todo tener
aunque sea un poco de humanidad durante el sacrificio de personas?
¡No, ni mucho menos ha acabado esto! En la «Plötze», en las celdas
de la cárcel de Plötzensee hay docenas, quizá cientos de personas
condenadas a muerte, y a las que se les permite esperar su muerte.
En ocasiones las llaves tintinean por la mañana a una determinada
hora y entonces en todas las celdas ya saben que de nuevo uno de
ellos será conducido hasta el verdugo y la libertad. Pero durante
muchos días las llaves no se oyen. Los que han sido condenados a
muerte disponen de tiempo, deberían alegrarse de que les hayan
regalado un día más y de nuevo una semana y ahora incluso un mes y
otro más. Mientras tanto los parientes realizan visitas y presentan
peticiones de clemencia, se humillan frente a los peces gordos del
Partido, se dejan insultar, porque tienen un corazón tan podrido
que aún sigue apegado a un traidor a la patria. ¡Corren y suplican
y en lo más profundo de su interior saben que estas deidades del
Partido están sordas, que no quieren oír, que cualquier destello de
humanidad en ellos hace tiempo que ha fenecido, y ellos no se
arriesgan a dejar las carreras y los ruegos! ¡Quizá aún exista una
oportunidad! Debe existir algún motivo por el que aún no lo hayan
ejecutado. ¡Seguro que al final acaban por indultarlo, aunque lo
condenen a cadena perpetua! ¡Mejor eso! Y seguro que el médico
descubre que desde la Primera Guerra Mundial Sas tiene una lesión
en el cráneo. Seguro que desde entonces sufre por ello, debía estar
trastornado cuando se llevó esa maleta y la guardó. ¡No deben
colgarlo, deben internarlo en un manicomio! ¡Nuevas visitas!
¡Nuevas carreras! ¡Nuevos ruegos!
Y entonces ocurre y a ella sólo le llega una
última carta suya. En su interior todo es fiesta y paz. Ahora llega
la paz a ella, igual que le llegó a él. Así decía la carta,111
escrita en el [cuarto] año de guerra bajo la amenaza del verdugo,
bajo el gobierno de Adolf H. Así dice la carta: «... No es
suficiente. Este caso es uno entre muchos, puedo contar más. Todo
esto nosotros lo hemos vivido y sufrido y cada hora hemos tenido
que temblar por nuestra querida vida y por la propia vida, y así
llevamos ya once años. ¡Once años sin tranquilidad, sin paz! Y allá
en el extranjero hay ilusos
112 que viven bien cómodamente y
sin peligro y que nos insultan llamándonos advenedizos, mercenarios
de los nazis, ¡censuran nuestras debilidades, nuestra incapacidad,
nuestra falta de fuerza para presentar oposición! Sin embargo,
nosotros lo hemos soportado y ellos no, y nosotros hemos pasado
miedo a diario y ellos no, nosotros hemos realizado nuestro
trabajo, hemos arado nuestros campos, hemos criado a nuestros
hijos, bajo una amenaza continua de nuestras vidas, y hemos dicho
una palabra aquí y otra allá, nos hemos apoyado mutuamente, hemos
aguantado, aunque teníamos miedo, ¡y ellos no!»
Otra más. Éste es un hombre al que el mundo
conoce, es el dibujante E. O. Plauen,113
su apellido verdadero es Ohser, nació en la ciudad sajona de
Plauen, donde hay tantos telares. Un hombre como un niño, un
elefante que sabía bailar en la cuerda floja; quizá lo que lo hizo
más famoso fueron sus mordientes caricaturas en el semanario
Das Reich, aunque inolvidable para todos
los corazones de niños y padres por sus historietas ilustradas del
padre y el hijo: es él mismo, el gran y pesado hombre, que reía de
forma tan deliciosamente jovial y su chico, su único hijo, un ser
de rostro afilado, espabilado y sonriente. (Cuando uno habla de
Plauen siempre le viene a la pluma la palabra «risa», la risa era
su elemento primario, para él reír era tan importante como
respirar, yo creo que no pasó ni un día de su vida en que no se
riera.) Era un hombre delicioso, porque era como un niño, aún en
posesión de todos los paraísos de un niño. Yo llegué a conocerlo ya
tarde; la editorial planeaba incluir en mi libro de recuerdos
Heute bei uns zu Haus una caricatura mía.
Se la encargaron a Plauen. Fui a verlo a su estudio de la calle
Budapest, con vistas a los árboles del zoológico. Rápidamente
entramos en calor. Era un anfitrión extraordinario, en seguida fue
a por agua e hizo en medio de la guerra, cuando cada uno preservaba
con miedo cada grano, un delicioso café. Al momento descubrió mi
predilección por las bebidas fuertes y de la nada sacó una
botellita de vodka, lo suficiente como para inocularme vida y no
tanto como para aturdirme. Tenía unos cigarrillos increíblemente
buenos. Charlamos, teníamos las mismas opiniones. En aquellos
tiempos uno ya se olía quién era un tipo del mismo espíritu y con
Plauen uno no tenía el más mínimo miedo a que fuera un delator; uno
notaba que ese hombre era auténtico. Le pregunté, albergando él el
mismo vivo odio que yo por los nazis, con el mismo convencimiento
firme como una roca de que ellos nunca podrían ganar esta guerra,
porque a la larga algo malo nunca puede vencer, le pregunté cómo
podía obligarse a publicar cada semana caricaturas políticas en el
periódico del Dr. Goebbels.114
Sonrió y dijo:
—Bueno, ellos no dejan de ser ahora nuestros
enemigos, los Churchill, Roosevelt y Stalin, no resulta inmoral
luchar contra un enemigo. No hago otra cosa que lo que ellos hacen
con nosotros. Aunque una cosa sí que no haré: nunca dibujaré una
caricatura antisemita, en esas cerdadas sí que no participo.