Capítulo cuarto

Aquel día, 18 de julio de 1944, París deslumbraba con su brillantez estival. La ciudad se presentaba como una agradable, desnuda y ardiente mujer de singular belleza, dispuesta a levantarse para recibir el nuevo día que, como todos sus días, la satisfacía. Al menos, así le pareció a Rainer Hartmann. Puede que aquella impresión fuese originada por la correspondiente temperatura de la estación veraniega; el cielo estaba despejado y el tránsito era normal por las calles; normal en aquellas condiciones de la guerra. Un París como fue y continuará siendo, con sus interminables fachadas de pétrea magnificencia gris, gris oscuro, que, en todos los matices imaginables, parecían inmutables bajo los deslumbrantes reflejos del sol.

Eran las ocho en punto. Hartmann estaba junto al Bentley ante la entrada del Hotel Excelsior. Estaba emocionado de alegría, seguro de que se le presentaba un acontecimiento extraordinario. No le preocupaba demasiado la rocosa y escarpada inaccesibilidad del general Tanz, pues, según opinaba, el singular atractivo de aquella ciudad acabaría tarde o temprano con el mismo Tanz.

Un suboficial apareció en la puerta del hotel y se dirigió a Hartmann; su rostro aparecía pálido y llevaba una cartera en la mano, la cual sostenía con más cuidado que si contuviera un artefacto capaz de estallar al más leve movimiento. Le preguntó:

—¿Eres Hartmann? Me apellido Kopatzki. Pero puedes llamarme simplemente por mi nombre de pila, Paul. De momento, continuó siendo el asistente número uno de Tanz; pero tal vez dentro de unos minutos ya no lo sea. Esta mañana se me ha olvidado quitarles los cordones a los zapatos antes de limpiarlos. Como se dé cuenta, me quitará el destino.

—Lo siento de veras —respondió Hartmann.

—No tienes por qué sentirlo. —El suboficial esbozó una sonrisa que más bien parecía el gesto de un astuto podenco—. Eso ya tenía que haberlo hecho antes. Me echará los perros y me castigará a catorce días de mecánica en la cocina, lo cual me proporcionará una posibilidad de descansar.

Hartmann no supo qué responder; sólo comprendió que Kopatzki no parecía un individuo muy despejado. —Inquirió: —¿Es para mí esa cartera?

—¡Qué ocurrencia! Esta cartera es del general, y contiene el racionamiento correspondiente a los días que no está de servicio. —Y le tendió la cartera, fabricada de piel de cerdo oscura; brillaba suave como la pulida superficie de un espejo. En tono mordaz, continuó—: ¡Lustrada a mano! Cada día hay que pasarse un cuarto de hora frotándola hasta sacarle brillo.

Y el general tiene otras dos como ésta.

Hartmann quiso coger la cartera. Mas Paul la retiró precipitadamente de su alcance; su rostro manifestó terror:

—¿Es que quieres dejar marcadas las huellas de tu sudorosa pezuña? ¿No tienes guantes?

—¿Para qué los necesito? No soy cochero.

Paul Kopatzki se echó a reír; risa que sonó fuerte y ronca, aunque no denotaba alegría del mal ajeno:

—Me da lo mismo una cosa que otra. ¡Puedes cavarte tú mismo la fosa tan rápida y hondamente como quieras! Pero ¡no a costa mía! Soy responsable de esta cartera hasta que te largues con el general. —Luego (usaba guantes blancos) la dejó en el ángulo izquierdo del suelo del Bentley, no sin antes haberse cerciorado de la pulcritud de aquel suelo—. Parezco un tipo de mala índole; pero, la mayoría de veces, no queda otro recurso que parecerlo.

Hartmann supo que aquella cartera contenía «refrigerio»: una botella de coñac, otra de ginebra, un termo de café muy cargado (setenta granos por cada taza), y a temperatura de cuarenta grados. El otro advirtió:

—¡Un grado de diferencia, y el general tirará el líquido contra la primera pared que encuentre, o contra tu cabeza!

El semblante de Hartmann denotaba a las claras que ponía en tela de juicio las advertencias del suboficial; éste pareció lamentarse de ello, y dijo:

—¡Se ve que estás todavía en el limbo!

—¿Bebe el general?

—¡Como un tudesco! Pero no es fácil notárselo; puede echarse entre pecho y espalda una cuba entera sin que por ello se le trabe la lengua ni haga una ese siquiera. Todas las mañanas se toma sus buenos tragos y fuma como una chimenea cuando nadie le ve.

—Al fin y al cabo, es hombre y tiene nervios —dijo Hartmann, buscando una explicación—. Eso da a entender que debe de haber arriesgado muchas veces la vida.

—Pero ¡nadie piensa en cómo la hemos arriesgado nosotros!

Hartmann pronunció una oportuna frase:

—Nunca la comida se toma tan caliente como se ha guisado.

Kopatzki resolló despectivamente y previno:

—¡Por lo que veo, no tardarás en escaldarte los morros! ¡Ten presente una cosa: limpia hasta dejar pulimentado todo lo que se pueda pulir; si no, te pulirán a ti los hocicos! —Y le dio una serie de consejos, según orden recibida del teniente coronel Sandauer—: No hables si no te preguntan. Cumple sin replicar toda orden que recibas, aun cuando te parezca inoportuna o disparatada. Si el general se dispone a salir para hacer aguas o para comer, aprovecha esos momentos para alejar cualquier posible desaseo. Ten siempre la atención puesta en el cenicero, en el asiento y en el suelo del vehículo. Si careces de guantes, no toques los sitios pulimentados sino con un pañuelo o, en caso de apuro, también puedes hacerlo con un papel. Responde recia y claramente, aunque, como suele hacer, te pregunte en voz baja y una sola vez. Presta atención al color de sus libretas de apuntes.

—¡Hombre! —exclamó Hartmann, profundamente descompuesto—. ¿Es que intentas hacerte el gracioso? ¿Qué significa eso de «presta atención al color de sus libretas de apuntes»?

—Tiene dos —aclaró el suboficial, complaciente—: una con las cubiertas negras, la cual no es peligrosa para ti; en ella anota sus ideas. Pero la otra tiene las cubiertas rojas, y la usa para anotar las negligencias, las faltas, las distracciones, las desidias y los delitos de quienes le rodean. Una nota significa servicio suplementario; dos, servicio correccional; tres, compañía disciplinaria, y así sucesivamente hasta llegar a traslado correccional. Eso último puede ser una indirecta condena a muerte.

—¡No lo creo!

—Pues tienes que creerlo.

—¡Eso es una insensatez! —Hartmann se infundió aplomo—. No creas que me sorprendes con lo que acabas de decirme. En el frente ruso, estuve siete días prestando servicio en el puesto de mando del general Schbrner. ¿Hay alguien tan difícil como él?

—¿Schbrner? ¿Y consideras difícil a ése? —El suboficial Kopatzki se echó a reír—. Schbrner es una vieja y cómoda cagadera comparado con Tanz.

—¡También Tanz es un hombre como cualquier otro! Patente ejemplo de ello es que estamos aquí plantados charlando. Me he presentado a las ocho en punto, como se me ha ordenado, y son ahora exactamente las ocho y media. Eso, muy humano por cierto, lo considero un retraso.

Apesadumbrado, Kopatzki sacudió su fláccido rostro de podenco:

—¡Pobre diablo! Estás aquí desde las ocho por orden de Sandauer; ha sido hecho para poder iniciarte con toda tranquilidad. El general aparecerá a las nueve en punto, puedes estar seguro de ello; ahora, está desayunándose.

Hartmann retrocedió un paso como si esquivase algo, con lo que su húmeda mano rozó el guardabarros dejando una mancha opaca. Casi automáticamente sacó el pañuelo y se puso a frotar la parte manchada hasta hacerla desaparecer. Kopatzki esbozó una discreta sonrisa de asentimiento.

Luego, se presentó el teniente coronel Sandauer, a quien, como a Kopatzki, se le veía fatigado y pálido; no obstante, su mirada era escrutadora y penetrante a través de los gruesos cristales de sus lentes. Preguntó:

—¿Tiene usted guantes?

—No, mi teniente coronel, no sabía que…

—Kopatzki, vaya por un par de guantes. Lo mejor es que se dirija al conserje del hotel; le podrá ayudar en este sentido.

El suboficial salió apresurado hacia el vestíbulo del establecimiento. Y el teniente coronel se puso a revisar el Bentley y a dar vueltas alrededor de Hartmann, ocupación en la que transcurrieron cinco minutos. Ardiente y deslumbrante, el sol bañaba aquella extraordinaria escena militar en el centro de París, a la que no parecían prestar atención los pocos peatones que por allí pasaban, pues aquello transcurría en un mundo totalmente ajeno a ellos.

—No está mal, Hartmann —dijo Sandauer, al final—. Usted parece tener capacidad de adaptación. ¿Está bien preparado? Se esperan de usted proposiciones exactas y detalladas. Elija solamente lo más importante y fundamental.

—¡A la orden, mi teniente coronel!

—Como le dije, nada de tumbas o algo por el estilo, pues estamos sobrados de ellas. Por consiguiente, ni los Inválidos, ni el Arco del Triunfo, ni el Panteón. Lo que necesita el general es grandeza y belleza, ¿comprendido?

Hartmann escuchó las instrucciones que el otro le daba. Luego recibió un par de guantes, que Kopatzki le había arrebatado al conserje. Poco después, resonó la campana de un reloj.

—Son las nueve —dijo Sandauer—; el general viene.

El teniente general Tanz apareció con un traje gris claro, que lucía como si llevase uniforme. Alzó la vista al encuentro del sol; pero, al momento, la bajó para inspeccionar fugazmente a Hartmann y al Bentley, sin detener su paso uniforme.

Hartmann abrió la portezuela posterior. El general se detuvo tres segundos para revisar el estado de limpieza del interior del vehículo. Sus tres satélites, Sandauer, Kopatzki y Hartmann, no le quitaban la vista de encima y parecían haberse olvidado de respirar.

Y Tanz subió al coche sin despegar los labios. Se sentó de suerte que su espalda casi no tocaba el respaldo; así de erguido mantenía el cuerpo. Miró a través del parabrisas la columna de la plaza de Vendóme. Posiblemente le gustó, pues se ofrecía pujante, tenía grandeza y brillaba, oscuro, su bronce. ¡La columna de la Victoria!

—Primero un paseo por la ciudad —dijo Tanz, su voz sonó baja y satisfecha. Y, sin apartar la mirada de donde la tenía puesta y antes de que a Hartmann le diese tiempo de poner el motor en marcha, le dijo a Sandauer—: El suboficial Kopatzki queda relevado por haberme manchado de crema los cordones de los zapatos. ¡Catorce días de mecánica en la cocina!

—¡A la orden, mi general! —respondió Sandauer, impasible.

—En marcha —ordenó Tanz.

El general Kahlenberge estaba dispuesto a cualquier sacrificio si se le ofrecía la posibilidad de actuar sistemáticamente sobre su comandante jefe; a tal efecto, no rehusaba si la señora Von Seylitz-Gabler lo invitaba a comer. Aquellos días, prevalecía en él la idea de conseguir el objetivo único: se trataba de reforzar el enlace de la conspiración de los oficiales y, finalmente, poder unirse a uno de los grupos principales.

El momento decisivo se acercaba con la rapidez del viento. Sin embargo, Von Seylitz-Gabler aún no se había decidido.

Y no era que en aquella conspiración fuese él muy importante; lo que interesaba era su nombre y el puesto que ocupaba. Todo lo demás corría a cargo de inteligentes y activos oficiales de estado mayor. Aun así, incluir al comandante jefe era tan difícil como coger un trozo de jabón con las manos mojadas.

—Las entrevistas se suceden una tras otra —vino a decir Kahlenberge—. Diversos planes han sido elaborados detalladamente.

—Es lo que menos se podía esperar de nuestros oficiales de estado mayor. —Con esto, el general Von Seylitz-Gabler dio una de sus semielegantes evasivas. No se interesó por el contenido de dichas entrevistas ni expresó deseo de enterarse de cómo habían sido elaborados los planes. Parecía aceptar o, al menos, tolerar; pero no se decidía a entrar en aquel asunto.

—También el general Rommel se ha decidido A formar parte del grupo de conspiradores.

—Es un excelente soldado —opinó Von Seylitz-Gabler— y, aunque no sea un habilidoso estratega, fue singular su comportamiento en las batallas en el norte de África.

Pero el jefe de estado mayor veía que cada vez se hacía más difícil poder hablar a solas con el comandante jefe; de continuo, estaban presentes la secretaria Neumaier, o el asistente suboficial Lehmann. Y, cuando se trasladaban al Hotel Excelsior, el chófer iba sentado, cual una tortuga con oídos de radar, al volante.

En el hotel, Guillermina no le quitaba la vista de encima a su marido cuando oía hablar a Kahlenberge; mas éste procuraba no hacer el más remoto comentario sobre la conspiración en presencia de ella. Era mujer, y había que ser precavido.

Con todo eso, siempre se presentaba un momento favorable que Kahlenberge procuraba aprovechar. Entre los postres, tomados en el comedor, y el café, servido en el apartamento de la honorable señora, los dos generales tuvieron ocasión de hablar unos minutos en el pasillo. Y, mientras andaban juntos, Kahlenberge dijo con voz baja, pero clara:

—Parece ser que se disponen a matar al tipo ese.

Von Seylitz-Gabler no dio muestra de sorpresa; sabía que el «tipo ese» era precisamente Hitler. No obstante, mantuvo su habitual actitud y dijo:

—Pasemos a tomar café; nos sentará bien.

Ulrica había sido invitada a tomar café, pero no a la comida, porque la señora Von Seylitz-Gabler no había creído conveniente su presencia, al objeto de poder prestar más atención a los dos generales y a la conversación de los mismos relativa a cuestiones de servicio. Se interesaba por todo lo que sucedía en el cuerpo de ejército y, especialmente, entre bastidores. Para continuar la conversación, la señora Von Seylitz-Gabler eligió un tema especial: el general Tanz.

—¿Se le tratará con la debida atención? —quiso saber ella, iniciando así el tema.

Como todas las preguntas de importancia, ésta también fue dirigida a Kahlenberge, quien aseguró:

—Hemos hecho los preparativos sin perder de vista ningún detalle. Hemos puesto a su disposición un hombre, del cual se puede esperar bastante. El general Tanz estará lo suficientemente ocupado, que es lo más importante.

—Lo importante —enmendó la señora Von Seylitz-Gabler, amable— es que el general Tanz pase unos días agradables y distraídos; nadie más que él los tiene tan bien merecidos.

—Nadie los necesita tanto como él —respondió Kahlenberge.

—Y también los necesita para emborracharse a escondidas —intervino Ulrica.

—¿De dónde sacas tú eso? —inquirió la señora Von Seylitz-Gabler, en tono severo.

—Así me lo han contado.

—¿Quién ha sido?

—Una persona.

—Ulrica, no debe interesarte lo que pueda decir otra persona —dijo su madre, lanzando una mirada escrutadora—. La persona de carácter detesta la malévola calumnia. —Su escudriñadora mirada se detuvo en Kahlenberge—. ¿No es así?

El interpelado contestó afirmativamente, tras lo cual hizo una serie de aclaraciones adicionales, diciendo que un general bebía, pero no se emborrachaba, cosa que todos acostumbraban hacer con mayor o menor frecuencia, pues en la guerra no se podía remediar, debido al cansancio, a la tensión, etcétera.

—¿Y por qué no debe hacerse de vez en cuando? —subrayó la señora Von Seylitz-Gabler—. Siempre que se tenga un estómago fuerte. Por desgracia, tú no lo tienes fuerte Herbert. ¿Cómo se encuentra usted en este sentido, Kahlenberge?

Con aquel monótono tema transcurría la conversación en torno a las tazas de café. La señora Von Seylitz-Gabler se hizo con el tema del discurso, el cual era como una corona de laurel para Tanz. Los otros circunstantes sabían por qué hablaba así.

—Pienso invitar a Tanz a cenar —dijo ella—. ¿No te alegra, Ulrica?

—No —contestó a secas la hija del general, evidentemente aconsejada por alguien.

Guillermina tomó aquella reacción por una broma.

Von Seylitz-Gabler habló de la obligación de alternar en las reuniones sociales. Y Kahlenberge barruntaba en la terca negativa de Ulrica una causa, utilizable en aquellas circunstancias. Cortésmente inquirió:

—¿Es que ha visto algún mal ejemplo?

—La gente del general Tanz no tiene modales; son unos groseros, importunos y descarados. Eso es muy significativo, ¿no?

Inmediatamente, Kahlenberge continuó persiguiendo su fin:

—¿Habla usted en general, distinguida señorita? ¿O se trata de un caso aislado?

—¿Conoce usted a un sargento mayor apellidado Stoss?

—¿Qué significa eso? —La señora Von Seylitz-Gabler se dispuso a cortar inmediatamente el hilo de la conversación—. El señor Kahlenberge tiene otras preocupaciones mayores que conocer a un sargento mayor.

—Un sargento mayor llamado Stoss —respondió Kahlenberge, atento—, que, si mal no recuerdo, es el chófer preferido del general Tanz.

—¡Típica sociedad! —exclamó Ulrica. Su belicoso comportamiento ante la taza de café tenía sus motivos fundamentales: intentaba a todo trance que se la excluyese de aquella embarazosa cena; manera de poder llegar a tiempo al Mocambo-Bar, único sitio donde estaban sus intereses privados.

Pero a su madre no se le podía ir con aquella clase de juegos. Si veía humo, quería también ver su correspondiente fuego. Y, con severidad, preguntó:

—Ulrica, ¿cómo has llegado a establecer amistad con esa clase de gente? ¿Cómo, dónde y cuándo ha sucedido eso? Te ruego que me contestes.

Ulrica se negó rotundamente. Von Seylitz-Gabler apeló a la confianza que su hija debía tener con sus padres. Kahlenberge saboreaba el contenido de su taza, mientras de reojo miraba a Ulrica.

Con todo eso, la hija del general continuó en su rotunda negativa; no tenía otra salida, pues cualquier información podía traer consecuencias desagradables. Si su madre se hubiera enterado de que se relacionaba con el ambiente masculino y frecuentaba locales de dudosa virtud, habrían sido contadas sus horas de permanencia en París, y se hubiera cernido sobre ella una existencia provinciana en Allenstein (Prusia Oriental) o en Stargard (Pomerania) o en Chemitz (Sajonia). Por lo tanto, era necesario guardar silencio.

—De todos modos, ya conocemos el nombre de uno —dijo la señora Von Seylitz-Gabler—. Es un punto de partida. ¿Puedo permitirme pedirle que me haga una indagación respecto al caso, señor Kahlenberge?

—Siempre a su disposición, señora —contestó Kahlenberge, sin vacilar—. Aunque el señor general y yo tenemos numerosos y apremiantes asuntos que resolver, siempre queda tiempo para satisfacer los deseos particulares de usted, respetable señora. Tanto usted como su esposo pueden confiar en mí.

El cabo Hartmann paseaba al general Tanz por las calles de París. La misión era: «Orientación general». Y la orden de marcha: «Velocidad máxima cincuenta kilómetros por hora. Velocidad mínima treinta kilómetros, si se pasaba por delante de monumentos y de edificios notables, además de las correspondientes y resumidas explicaciones de los mismos».

Hartmann tenía puestas las manos, calzadas con los guantes grises del conserje del hotel, y mantenía ligeramente inclinada atrás la cabeza, para que no se le escapase ninguna orden del general, que llevaba una hora sin decir palabra; sólo oía unos ruidos (el motor del Bentley no hacía más ruido que un reloj); mas no osaba volver atrás la mirada.

Aquellos ruidos que causaba el general, eran los siguientes: el sonar de un vaso; el sordo chasquido al descorchar una botella; el gorgoteo del líquido; la frotación de una cerilla contra el rascador. Eso era lo único que se oía. El cuerpo del general permanecía casi inmóvil en todas aquellas operaciones.

Hartmann tomó la Isla de la Cité como centro de aquel viaje de orientación. Daba dilatadas vueltas cuando pasaba por delante de notables monumentos del interior de París; decía sus nombres y daba breves explicaciones de los mismos. No sabía si el general prestaba atención a sus palabras.

Al torcer una calle, Hartmann miró el espejo y vio a Tanz casi en la misma postura de cuando había subido al coche; sólo advirtió que sostenía un cigarrillo en la mano derecha y un vaso grande lleno de un líquido de color castaño en la izquierda: era coñac. Su rostro, rígido como tallado en piedra, se sacudía cual si estuviese conectado a una corriente eléctrica; aquello le ocurría sólo en la parte derecha, donde se le formaban profundos surcos desde la comisura de los labios hasta la oreja. La frente le quedaba lisa como el tablero pulimentado de una mesa.

—¡Alto! —dijo el general.

Hartmann presionó cuidadosamente el freno con el pie y detuvo el Bentley a la derecha. Esperó. Se encontraban en mitad del puente de Alejandro III, bajo cuyo arco se deslizaba perezosa la grisácea superficie del Sena.

—Dígame cuáles son los monumentos más importantes —dijo el general Tanz—. Haga proposiciones, Hartmann.

Hartmann estaba preparado en este sentido. Sin pensarlo mucho, respondió:

—Antes de mediodía, visita a Notre-Dame. Comer en «Quasimodo». A primera hora de la tarde, visita al Louvre.

—¡Nada de cosas viejas, Hartmann!

—A primera hora de la tarde, se pueden ver las pinturas impresionistas en el Louvre. Luego, una escapada a Versalles, para ver el palacio, la escalinata y los jardines.

—Aceptado —dijo el general.

Hartmann llevó a Tanz por el puente de Alejandro III, a lo largo del Sena, por delante del Louvre hacia Notre-Dame. El Bentley se detuvo en la plaza, ante la Catedral. Hartmann se apeó, dio vuelta por detrás del vehículo y abrió la portezuela de la derecha. El general descendió comedidamente y dijo:

—Dígame los datos más importantes.

Hartmann echó por la boca todo lo que sabía: Notre-Dame había sido construida entre 1163 y 1250. Era desconocido el nombre del genial constructor que había hecho los planos. Superficie del edificio, cinco mil metros cuadrados; longitud interior, ciento treinta metros. La imagen de María, ante la columna del arco crucero, pertenece al siglo XIV, se llamaba Nuestra Señora de París. En la tesorería, se guardaban trozos de madera de la Cruz y parte de la corona de espinas.

—Muy bien —dijo Tanz—; espéreme aquí.

Y se encaminó hacia la Catedral. Su traje gris claro casi no denotaba arrugas. La decorativa rigidez de su cuerpo no carecía de cierta majestuosidad.

Hartmann se apoyó ligeramente contra el Bentley. Hasta entonces, el general Tanz no le había hecho ninguna advertencia, ni un gesto que condujese a tal conclusión. Era un hombre inaccesible. Revisó el interior del vehículo allí donde Tanz había ido sentado, y vio ceniza y puntas de cigarrillo en gran cantidad. Se acordó de lo que le había dicho el suboficial Kopatzki, que hasta aquella mañana había sido el asistente número uno del general Tanz: «¡Ante todo, limpieza!». Luego sacó una escobilla y un cogedor, como los que tenía su madre para recoger la basura de la cocina, y se puso a limpiar la parte posterior del coche. Después, cogió uno de los numerosos trapos, con el cual limpió el vaso que el otro había usado para tomarse el coñac. También les sacó brillo a los pasamanos y a los cristales de la portezuela.

Una vez hubo terminado, se encaminó a la Catedral, donde vio de pie a su general, quien contemplaba las imágenes «des Travaux des Mois», lienzos pertenecientes al siglo XIII. Aquello le hizo reflexionar al cabo Hartmann: «He ahí un hombre excepcional de nuestro tiempo aprisionado entre obras de arte inmortales. Intenta olvidar lo que predomina en su atribulada vida cotidiana, ¡y yo tengo que guiarlo, llevarlo de un sitio a otro…! ¡Es una misión totalmente sensata!». Tras lo cual se acordó de que se había olvidado de limpiar el cenicero del interior del coche. Inmediatamente reparó aquel escurridizo descuido.

Transcurridos cincuenta minutos, apareció de nuevo el general Tanz; se encaminó hacia el Bentley dando la sensación de como si viese por primera vez a Hartmann y al coche. Se detuvo unos segundos; luego, dio una vuelta en torno del vehículo: nada escapaba a su examinadora mirada. Dijo:

—El cenicero.

Hartmann se lo mostró: estaba limpio. Tanz asintió con un gesto y levantó la alfombra: también el suelo estaba limpio. Dijo:

—Sus manos.

Hartmann se quitó los guantes del conserje del hotel y tendió las manos al general, quien tampoco tuvo nada que alegar; acto seguido, ordenó:

—Haremos un descanso para comer. Después de la comida, es posible que pase revista al motor.

El cabo Hartmann condujo a su general al «Restaurant Quasimodo», que estaba a unos doscientos metros del lugar. La especialidad de la casa era pato con naranja y champaña. Tanz comió y bebió. Mientras, el otro le sacaba brillo al bloque del motor y, entretanto, iba comiendo un bocadillo de carne de ave y bebiendo agua mineral. En aquella operación gastó dos trapos y un burujo de desperdicios de algodón.

Sobre las dos, el general volvió a su coche; parecía estar bien comido y bien bebido y pareció como que esbozaba una sonrisa:

—Levante la cubierta del motor.

Hartmann cumplió la orden. El otro se inclinó levemente, sacó un pañuelo rojo cereza pálido, con que se puso a frotar la tapa de la magneto. La prenda cambió de color, por lo que el general dijo:

—No me gusta meter mis pañuelos en la porquería que mis subordinados descuidan de limpiar. Es mi primera advertencia. Le recomiendo que no dé lugar a una segunda. ¿Cuál es el siguiente punto de nuestro programa?

—Los impresionistas del Louvre, mi general.

—Pues ¡en marcha! —Satisfecho, Tanz se dejó acompañar hasta el asiento posterior del Bentley—. Tenga presente una cosa: durante nuestra excursión, deseo que no me trate de general en presencia de terceras personas. No olvide que hemos dejado de ser militares mientras estemos de paseo.

Hartmann hizo detenerse el vehículo en la plaza de la Concordia; en el sitio donde, en la linde del jardín de las Tullerías, y separado del Louvre, surgía un pabellón, albergue de los impresionistas, con el nombre singular de «Jeu de Paume». Allí, como dijo Hartmann bastante entusiasmado, se encontraban casi todas las importantes obras de arte pictórico que Francia había ofrecido al mundo del siglo pasado: Monet, Manet y Cézanne, Van Gogh, Renoir y Gauguin, además de Degas, Toulouse-Lautrec y Rousseau.

Tanz estaba ante aquellos lienzos y le pedía explicaciones a Hartmann, que lo hacía con comedido entusiasmo. Empañada la voz, hablaba de la explosiva fuerza de Van Gogh, del esplendoroso colorido de Renoir, de los imperantes temas naturalistas de Cézanne. El general parecía poner atención a lo que su acompañante le decía, y aun repetía murmurando algunos datos que le parecían interesantes como Degas, Edgar, «Mujer peinándose», pastel, 0,80 por 0,57, pintado entre 1880 y 1885.

Examinaba cuadro tras cuadro como si resolviese un problema de matemáticas, empleando exactamente el mismo tiempo en cada uno de ellos. No parecía valorar unos más que otros; pasaba por delante de los lienzos como si lo hiciese ante una formación militar. Entretanto, Hartmann iba siguiéndolo, hojeando el catálogo y murmurando datos y nombres.

A uno de los lienzos le dedicó más tiempo de lo habitual: Vincent Van Gogh, «Autorretrato» al óleo, 0,65 por 0,54, llamado asimismo «Vincent con el alma encendida». En el catálogo se leía: «La excitación a causa de aquel rompimiento, atestigua el esfuerzo de Vincent por adueñarse de la fogosidad espiritual. Ello es una expresión de sumo equilibrio en el borde del precipicio».

Por su parte, Hartmann se limitaba a leer por encima los escasos datos del catálogo, pues disponía de muy poco tiempo. En aquel momento, quiso proseguir mecánicamente hacia el cuadro siguiente, pero se encontró con que el general Tanz continuaba parado ante «Vincent con el alma encendida» más tiempo de lo corriente. Su superior estaba suspenso y con la vista fija, así lo parecía, en el cuadro. Se acercó con prudente cuidado y vio cómo empezaba a darle sacudidas su brazo derecho; su mano subió convulsiva hacia la frente, a la que se agarró como una grapa. La figura del general, rígida y gris como una construcción de acero hasta aquel momento, amenazó perder el equilibrio y desplomarse.

Hartmann no vaciló en asistirlo, por lo que agarró el brazo del general; tan fuerte lo tenía cogido, que sus dedos percibieron su musculosa carne. Al instante, los músculos cobraron cuerpo; el brazo, cual un vástago de émbolo, se desasió y empujó a Hartmann, que se bamboleó; y sus ojos, de mirada infantil, manifestaron una asombrada imposibilidad de comprender lo que sucedía.

A poco, apareció ante sus ojos el general, impenetrable cual una roca, como lo viera en uno de los campos de batalla en Rusia. Sus ojos miraban fijos como los de un ofidio, y, en voz baja, dijo:

—¿Cómo se atreve a cogerme a mí por el brazo?

—Perdóneme, mi general, pero creía…

—¡No debe cogerse a ningún general! —Se volvió y continuó hacia el cuadro siguiente. Hartmann iba tras él y aunque había agotado las reservas de su cerebro, tenía la posibilidad de sacar material del catálogo.

El general caminaba como si nada hubiese sucedido. Impasible, iba contemplando los lienzos; sólo hubo uno al cual miró sin detenerse, «Las bañistas», de Renoir, que resaltaba por su sinfonía de claros tonos rosados, lo cual pareció que hiciese envararse aún más el cogote del general.

Ya en el vestíbulo del edificio, Tanz eligió un montón de tarjetas postales, aunque sin hacer diferencias a tal o cual pintor; se encontraba en un estado de sumo retraimiento. Antes de meter las postales elegidas en su cartera, le hizo a Hartmann una seña para que hiciese efectivo el importe de las mismas.

La siguiente etapa de aquella excursión fue Versalles. El palacio… Tanz caminaba contemplándolo en actitud despreocupada, casi despectiva, pues le repugnaba la sobresaliente pompa que emanaba de todos sus rincones; en cambio, contempló con aprobación los jardines, la correcta decoración de los cuales tal vez le hiciera pensar en ideales planes de organización. Luego, ¡la escalinata! Con lento y firme andar, el general subió y bajó dos veces por ella.

Sobre las siete y media de la tarde, se dieron por terminadas las visitas de aquel primer día de excursión. Hartmann condujo el Bentley hasta la puerta del Hotel Excelsior, descendió del vehículo y le abrió la portezuela al general.

—Estoy satisfecho —le dijo Tanz, lo cual parecía un alto reconocimiento—. Dentro de media hora, llame por teléfono al teniente coronel Sandauer, quien le dará ulteriores instrucciones. Mientras, cuide del coche.

El general se metió en el hotel. Hartmann condujo el vehículo hacia una calle contigua donde había un garaje de las tropas alemanes. Allí se puso a limpiar el coche; durante aquella ocupación, encontró la cartera de mano del general, la abrió para ver lo que contenía: dos paquetes vacíos de cigarrillos, así como la botella de coñac.

Se encontraban en un reservado del segundo piso. El restaurante en el Quai des Grands-Augustins, no era famoso sólo por sus precios elevados, sino también por su insuperable poulet docteur y crépes Mona.

—¿Quién de nosotros pagará la cuenta? —preguntó el teniente coronel Grau.

—Usted se encuentra en París —contestó monsieur Prévert—. Considérese invitado mío: por lo menos, en este caso.

La comida empezó comiendo langosta y bebiendo chablis. Monsieur Prévert decía tener el honor de ser amigo del jefe de cocina del establecimiento, lo cual no sólo se notaba en la cuenta, sino también en los platos: les sirvieron lo mejor de la cocina y de la despensa.

Aquella vez se habían encontrado en terreno neutral. Un hecho divertido había antecedido a aquel encuentro: después de haber concertado el lugar y tiempo donde debían encontrarse, cada uno de los dos había invitado a uno de sus agentes de confianza para que inspeccionase la estancia por si había instalado ocultamente algún micrófono. Los dos se temían, ponían serio el rostro y pronto se dieron cuenta de que no tenían por qué recelar el uno del otro.

—¿Desconfía usted de mí? —inquirió Grau en tono festivo.

—Sólo soy prudente, como lo es usted —contestó monsieur Prévert, mientras trinchaba cuidadosamente la langosta—. En tiempos así, la prudencia debe ser extremada, pues, hablando con franqueza, señor Grau, nadie me garantiza que mis conversaciones no sean escuchadas por cualquiera de mi gente.

—Tampoco a mí —respondió Grau. Y fijó la mirada en el gran espejo que, entre unas finas cortinas de damasco, casi cubría el reducido tabique de la estancia. Era uno de aquellos espejos en que había grabadas cifras y letras: posiblemente, encantadoras jóvenes habrían grabado con los diamantes de sus sortijas las fechas de dulces y deleitosas veladas allí pasadas en el curso del siglo. La mayoría de les salons particuliers de aquel establecimiento, eran reservados para los amantes. Y la conversación que sostenían los dos hombres en cuestión también exigía suma discreción. Luego preguntó—: ¿Puede usted presentarme pruebas?

Monsieur Prévert hizo un gesto afirmativo como dirigido a su copa de chablis:

—Dos generales, un coronel y toda una banasta llena de pescado menudo.

—¿Está entre ellos Kahlenberge?

Prévert asintió de nuevo. Sus ojos miraron confusos, pues veía que aquel discurso malograba la exquisita comida puesta en la mesa. Conversaciones así prefería no empezarlas antes de tomar el café.

No obstante, Grau insistió:

—¿De qué delito se trata?

—De lo que entre ustedes se llama alta traición.

—¿Y nada más que eso? Me decepciona. ¿No tiene usted alguna otra cosa fuera de eso? Digamos un homicidio o algo por el estilo.

—Precisamente —contestó monsieur Prévert, sin advertir lo que el otro pretendía con aquella pregunta—. Quizá se trate de un delito de alta traición con homicidio o, por lo menos, de complicidad. ¿Le gusta más así?

Grau arrugó la frente, echó mano de la copa y, de un trago, se tomó casi su contenido:

—¿Lleva usted consigo los datos correspondientes al caso?

Monsieur Prévert asintió de nuevo como un joyero corrobora el deseo de un prestigioso cliente. Luego dijo que podían ya pedir el plato siguiente. El jefe de cocina había recomendado canard colette; sus recomendaciones eran ley para los amigos de su cocina; a esto hacía servir Chateau Laffitte 1908.

Prévert olfateó el vino de Borgoña; su rostro resplandeció de felicidad. Todo ello, después de haber sido servido, no impidió que Grau insistiese sobre los datos. Por lo que Prévert, mientras trinchaba atentamente la carne de pato, respondió:

—Como le he dicho, los llevo conmigo. Y ¿qué ha sido de mi lista?

—La he aceptado. Ya he hecho los preparativos correspondientes. —Y, cuando apareció el camarero, un hombre viejo con aspecto de primer ministro retirado, le dijo a éste—: En el restaurante hay comiendo un señor apellidado Engel; dígale que necesito verle.

A poco, estaba Engel ante el teniente coronel; su rostro vertía una sonrosada y brillante jovialidad y su esplendorosa sonrisa parecía contagiosa.

—Los tres nombres que encabezan la lista —le ordenó Grau— deberán estar en el lugar determinado y a la hora prevista.

—¡Se cumplirá! —Engel pronunció estas palabras como si acabase de concertar un negocio. Infló sus carrillos; a nadie le hubiera extrañado que se hubiese retirado de allí silbando.

Monsieur Prévert apartó su afligida mirada de la carne de pato, dorada como las hojas de un tulipán de Virginia después de haber caído la primera helada, y la fijó en Grau:

—Espero que nos hayamos entendido. Luego le entregaré los susodichos datos. Se trata de un material inmejorable. Pero ¿y si luego no puede o no quiere usted aplicarlo?

También Grau dejó el cuchillo y el tenedor.

—¿Por qué admite esa posibilidad?

—Porque usted no es nazi. —Monsieur Prévert hizo esta afirmación con gran seguridad, algo así como si hubiese dicho que el jefe de cocina era un gran maestro en su oficio—. Pero ¡eso no es suficiente! Usted le da mucha importancia al entremetimiento en el ministerio de los altos oficiales. ¿Por qué?

—Avise que nos sirvan el plato siguiente —contestó Grau.

Reinó de nuevo el silencio. Las luces reverberaban festivas en la vieja superficie del espejo. El hombre que los servía daba evidentes muestras de querer revelar algo. Las oscuras colgaduras, que habrían oído tanta susurrante ternura como dichosas sonrisas, cobijaban también a aquellos dos cazahombres con indulgente tolerancia.

—Lo que le he ofrecido con los datos —dijo Prévert, sacando unos papeles del bolsillo—, es una conspiración de generales y oficiales contra Hitler, con evidente intención de quitarlo de en medio; caso de que usted quiera oírlo.

Grau cogió los papeles y se dispuso, ejecutiva y bruscamente, a captar lo más importante. Tenía el rostro colorado por la excitación. Y, decidido, dijo:

—Trato es trato. Le entregaré tres individuos de su gente, con quienes usted puede hacer lo que quiera. Y así haré yo: usted me entrega tres hombres, de quienes haré lo que me parezca, caso que haga algo.

—Ahora nos servirán champaña —dijo Prévert—. Ya encargué que lo pusiesen en hielo. Es una botella de Mumm rosé 1933, si le parece bien.

Sirvieron el champaña. Era imponente: se había concertado un pacto sumamente original. Los dos comensales vaciaron la copa de un trago.

—Nosotros dos quizá seamos los hombres más heterogéneos del mundo —dijo Grau—. Todo y con eso, tengo el presentimiento de que somos como hermanos.

—¡Naturalmente! Existe una fraternidad que no se ajusta al accidente consanguíneo, que nada tiene que ver con el sentimiento gregario de los conformistas: es la fraternidad de los juiciosos.

—Mi pueblo —dijo Grau, después de la tercera copa de rosé, que absorbía como la tierra reseca absorbe una lluvia primaveral—, o sea el pueblo al que pertenezco, se encuentra en un prolongado estado de embriaguez como si hubiese sido producida por una ingente cantidad de cerveza y de aguardiente de inferior calidad. Y no sólo el pueblo, sino también, ¡y eso es horrible para mí!, una considerable parte de aquellos que por ningún concepto deberían ser una narcotizante conciencia para ese pueblo.

—¡Ya sé; usted se refiere a los generales!

—¡A eso llama usted generales! —exclamó Grau, sin trabas—. ¡Hacen ver que saben lo que es la tradición germano-prusiana! En cambio, entre ellos hay muchos que son unos miserables y unos mendaces, y hacen creer a los soldados que ellos ven en Hitler la continuación de esas tradiciones. De ese modo, se han convertido en lacayos y aduladores.

—¿Qué significa un general? Existen millares de ellos. ¿Espera usted encontrar verdaderos genios o héroes acaso?

—Hay generales que no son más que unos bestias; medran en todos los sitios imaginables. Si cae uno, Beck o Hoeppner, por ejemplo, salen apresuradamente una docena a ocupar su sitio. Hoy, en Alemania, da la impresión de que no hay cosa más fácil que encontrarle sustituto a un general. Se cuadran ante una «infecta rata de cloaca», y dicen: «¡A sus órdenes!». Nunca me habían dado tanto asco.

Monsieur Prévert estaba ocupado con un plato de queso y parecía estar concentrado en el queso de oveja; le gustaban los sabores fuertes, pues era oriundo de un paraje al sur de Pau. Atento, dijo:

—Pero entre esos generales los hay que parecen decididos a cargar con las últimas consecuencias. ¿No le impone eso?

—¡Es demasiado tarde! —Como si estuviese fatigado, Grau se recostó en el respaldo de la silla—. En estas circunstancias, asesinar a Hitler es como matar un cadáver, pues su derrota es inevitable. Dos o tres años atrás, o al estallar la guerra, la resistencia de los oficiales habría sido un hecho histórico; ahora no es más que legítima defensa.

—Pero usted los ayudará, ¿no es así? —Y, sin esperar respuesta, Prévert continuó—: Sea cual fuere su decisión, no olvide esto: en este mundo parece haber muy poco por lo que valga la pena morir, y hay muchísimo que merece ser vivido.

A la hora indicada, el cabo Rainer Hartmann se dispuso a llamar por teléfono al teniente coronel Sandauer, y lo hizo en la creencia de que no alcanzaría al jefe de la sección 1 a de la división Tanz, o de que no se dignaría hablar distanciadamente con un cabo. Mas sucedió todo lo contrario: el teniente coronel estaba pendiente de aquella llamada.

—Hartmann —dijo Sandauer, sin preámbulos—, el general ha quedado satisfecho de usted; considérelo como una distinción especial.

Aquellas palabras no dejaron de causar en Hartmann el efecto propuesto, pues se veía honrado y apreciado; pero lo consideraba una friolera porque no las había oído del propio Tanz, sino de Sandauer, que solamente era un ingeniero militar y como tal sabía cuándo y cómo necesitaba ser engrasada su máquina.

—El teniente general Tanz —continuó diciendo como si estuviese leyéndolo en un papel— desea destinarlo a las funciones de chófer suplementario, o sea ponerlo de cicerone y asistente número uno. Eso supone depositar confianza en una persona, y creo que usted sabrá hacerse merecedor de ella. Su unidad ha sido informada al respecto. El general Kahlenberge ha dado su conformidad.

Hartmann no oía el ruido de la línea interurbana, pues el ambiente no le causaba sensación, sino que escuchaba la fría voz de gramófono que sonaba en su oído. Sólo registraba las advertencias y órdenes que el otro le daba; no meditaba sobre las mismas porque no tenía tiempo para ello. Le parecía estar flotando en una corriente, ya en una balsa, ya en un cinturón, salvavidas; no lo sabía de cierto.

Sandauer continuaba informándole:

—Con objeto de estar siempre a disposición del general, usted se alojará en el Hotel Excelsior; ya le ha sido reservada una habitación; el conserje le entregará la llave. Trasládese inmediatamente allí. Desde las veinte horas hasta las veintitrés, el general Tanz cenará con el general Von Seylitz-Gabler; durante ese tiempo, queda usted libre de servicio. Pero, a partir de las veintidós, deberá permanecer en su habitación, pues no queda excluida la posibilidad de que se le necesite. ¿Está claro?

Lo estaba. Hartmann corroboraba las disposiciones recibidas. Aumentó el ruido en la línea interurbana. Los dos interlocutores empezaron a gruñir uno al otro.

Con todo, a Hartmann le pareció oír, con profunda curiosidad, la pesada respiración de Sandauer, —quien preguntó: —¿Enterado, Hartmann? ¿O tiene algo que objetar?

Hartmann pensó si debía contestar a la pregunta y cómo hacerlo. Para ello necesitó cuatro o cinco segundos; pero, antes de que llegase a una conclusión, oyó de nuevo la impersonal voz del jefe de la sección una voz que, aunque monótona, denotaba cierto alivio.

—Enterado, Hartmann. Eso es todo lo que quería saber. Bueno, ¡que le vaya bien!

Hartmann no sabía si alegrarse, admirarse o enojarse; finalmente, se encogió de hombros desistiendo de pensar en ello. Se dirigió al Hotel Excelsior. La habitación a él destinada en el quinto piso tenía sólo una ventana que daba a un angosto patio, por la que penetraban los olores de los cubos de desperdicios, de los inodoros y de la cocina. Si se asomaba sacando mucho el cuerpo, lograba ver un trozo de cielo azul entre los aleros de los tejados.

En su libreta de apuntes, escribió:

También me alojo en este hotel. ¿Qué dice usted a esto? Ocupo la habitación número 548. Hasta las diez podré estar en nuestro local. Me satisfaría volver a verla.

Su… R. H.

Arrancó la hoja escrita, la dobló a modo de telegrama, descendió al vestíbulo y le dijo al conserje:

—Para la señorita Von Seylitz-Gabler. Le ruego que se la entregue personalmente y a solas.

—Comprendido —respondió el conserje. Y recogió la nota que le entregaba Hartmann, y lo hizo con tal discreción, que pareció como si soplase una mota de polvo del tablero de su mesa.

Este hecho llevó a Hartmann a un estado de feliz esperanza; tanto era así, que estaba por preguntar: ¿Qué cuesta el mundo? O mejor todavía: ¿Qué cuesta París? Pues todo lo que pudiese costar la vida aquel día iba a cuenta del fondo de gastos de la división: permiso especial dado por el general Tanz.

Rainer Hartmann subió al Bentley; el motor ronroneaba apacible: los cien caballos de fuerza no hacían más ruido que tres gatos ronroneando. Pisó el acelerador, hizo unos osados virajes, se dirigió al Mocambo-Bar y detuvo el vehículo allí donde la lámpara de entrada alumbraba por detrás de unos cristales blancos y azules.

Entró en aquel establecimiento, que él llamaba el local de su tertulia, con la misma actitud señorial con que el general Tanz había andado por la escalinata del palacio de Versalles aquella tarde. Pero dio un traspié, pues olvidó que el último peldaño de los que conducían a aquel sótano estaba roto y desgastado.

Lo primero que advirtió fue a Raymonde con una botella y un vaso alzados en ademán de salutación. Luego vio un hombre con uniforme de suboficial, que, desmañada y entusiásticamente, bailaba con dos muchachas a la vez, y su rostro aparecía colorado como un tomate. ¡Asombrado, Hartmann reconoció en aquel desenfrenado hombre a Kopatzki! El suboficial Kopatzki, que hasta aquella mañana había sido asistente número uno del general Tanz, parecía convertido en hombre.

Paul Kopatzki dejó a sus dos parejas, se dirigió dando traspiés hacia Hartmann y se echó sobre él para darle un afectuoso abrazo. Olía como una bodega. Sus manos, cordiales y entorpecidas, daban palmadas a Hartmann en los hombros. Su voz sonaba como graznidos de cuervos hambrientos; la sensación de infinita felicidad parecía sofocarlo. Exclamó eufórico:

—¿Qué quieres beber? Todo va por mi cuenta. Hoy festejo el día de mi resurrección. ¡Eso gracias a ti! ¿Quieres tomar champaña? Por mí, puedes beberlo a cubos.

Y, con incontenible júbilo, abrazó de nuevo a Hartmann. Parecía tener tantos brazos como tentáculos un pulpo. Se llevó al refractario Hartmann a su mesa, a la que ya estaba sentado el sargento mayor Stoss, que, sonriente de satisfacción, dijo:

—¿Todavía está vivo, muchacho?

—¡Quizá sea un superviviente! —dijo Kopatzki—. Mas puede que mañana ya esté en el encabezamiento de la lista de liquidación. De todos modos, debemos estarle más que agradecidos. ¿No es así, Stoss?

El sargento mayor asintió significativamente con un gesto y se apartó para hacerle sitio a Hartmann, que tomó asiento seguido de Kopatzki. Los dos superiores lo rodearon como un seto espinoso.

—Es bueno que me haya encontrado contigo —le dijo Hartmann a Kopatzki—. Tengo que redimirte del general Tanz. Entonces ¿por qué he de tener cuidado?

—¿Que por qué, dices? —Kopatzki se rió tan fuerte que parecía iba a ahogarse—. Tienes que andarte con mucho cuidado, a fin de que no te la claven, ¿estamos?

—Mata al Tanz ese si quieres quedarte tranquilo —recomendó Stoss, lacónico—. No puedo darte otro consejo mejor.

—A veces, suceden milagros —dijo Paul Kopatzki, y se bebió el contenido de todos los vasos que estaban a su alcance—. ¿Sabes cuál es el mayor milagro para mí? Pues el que no haya habido nadie que le metiese una cuchillada en el vientre o le partiese el cráneo con una parpalina. Pero quizá seas tú el único hombre capaz de hacerlo.

—¡Estáis borrachos! —dijo Hartmann.

—Por fortuna —respondió Kopatzki, con voz pesada como el plomo—. Un día sin Tanz es como un día de sol. Y estar borracho es media felicidad. Todo ha sido posible gracias a ti, y te estamos tan agradecidos, que iremos con mucho gusto a tu entierro.

Hartmann se marchó al mostrador, donde Raymonde le cogió una mano, mientras con la otra llenaba una copa de coñac para él, que le contemplaba los senos, cual dos mullidos cojines y pensaba en sus muslos, que no podía ver, pero que conocía de memoria. Dijo:

—Si pudiera, me gustaría pasar la noche contigo.

—¿Hay algo que te lo impida? —inquirió Raymonde.

—Un general.

—¿Desde cuándo un general es más importante que una mujer?

—¡Desde que estamos en guerra!

—Y ¿no se puede intentar dar al traste con esa guerra?

—Bueno; tal vez mañana pueda quedarme contigo.

—Cuando quieras.

Se tomó la copa de coñac y consultó su reloj: Ulrica no aparecía por allí. Tenía a Raymonde cogida de la mano y pensaba en el general y en Ulrica, en el hotel y en el Bentley. «¡Tal vez no llueva! ¡Es imposible adivinar si me necesitará o no!».

—Ya sabes mi casa —dijo Raymonde, mientras descorchaba una botella de vino blanco—; también sabes dónde encontrar la llave y dónde tu pijama.

De nuevo, Hartmann consultó su reloj. Se atrajo a la muchacha y la besó, a lo que ninguno de los circunstantes prestó atención. Aspiró la fragancia del cutis de ella y pensó en su cama, pero abandonó el local. Montó en el Bentley, se dirigió al Excelsior y se retiró a su habitación.

Allí se tendió en la cama; cogió un libro de Fallada, pero no consiguió concentrarse en su lectura. Esperaba algo, aunque no sabía exactamente de lo que se trataba. Luego sonó el teléfono. Diligente, se puso al aparato con la esperanza de oír la voz de Ulrica; mas resultó ser la del general.

—Prepare el coche, no se trata de ir muy lejos —le ordenó Tanz.

Hartmann detuvo el vehículo ante la puerta del hotel. El general subió al coche. Azul oscuro, brillaba el cielo sobre París. Dócil e indolente, la ciudad parecía lucir un fino vestido de noche.

—A cualquier local —dijo el general.

Hartmann también estaba preparado para tales casos. Se dirigió a la rué Fromentin, en Montmartre, e hizo detenerse el automóvil ante un establecimiento llamado «Don Juan». Su interior estaba adornado con muebles de estilo español antiguo y valiosos lienzos, y su música era adecuada al ambiente.

Con su traje gris, el general descendió del coche y entró en el edificio. Hartmann se quedó sentado al volante en actitud de espera, la cual no duró más de media hora.

El general salió, se dejó caer en el asiento, y, despectivamente, dijo:

—¡No quiero locales de tertulia familiar! ¿Comprendido?

Hartmann creyó haber comprendido. Puso el coche en marcha y se detuvo dos bocacalles más arriba; esta vez lo hizo ante un letrero con la inscripción «Eve discreteo». Tanz entró en el establecimiento como si atravesase una pared de algodón. Durante unos segundos, Hartmann pudo ver unos hombros para los que no existían obstáculos.

Tuvo que esperar tres horas.

Luego apareció el general. Daba la impresión de un bloque de acero al que lo empujasen sobre rodillos. Su rostro era grisáceo como la piedra desgastada por la acción atmosférica. No despegó los labios. Se dejó caer en el asiento como si lo hiciese en la cama. Mientras Hartmann conducía, se cayó a un lado. En el siguiente viraje volvió a enderezarse. A Hartmann le pareció llevar una estatua en lugar de un viajero.

Pero aquella estatua empezó a moverse cuando llegaron al hotel. El bloque de acero se despegó del asiento, descendió y se encaminó hacia la puerta, por donde desapareció, inalterable como una roca. El sofocante olor a alcohol quedaba en el interior del vehículo.

Rainer Hartmann se retiró a su habitación. Se encontró con que su cama estaba revuelta: Ulrica estaba tendida en ella.

Informe complementario

Datos de diversa procedencia

Extracto del diario de la señora Von Seylitz-Gabler:

Soy contraria a la opinión de que París no es un sitio de categoría y rango. Aquí, se considera la pompa como una grandeza; un puro pasado, mezclado con una inmortal historia; la holganza, considerada como la alegría del vivir. Para todos los de índole frívola, esta ciudad es un elemento relajador. Bajo esta verdad padece también Herbert. A la hora de comer, me ha dicho: «¡Aquí se diluyen los espíritus!».

¡Qué verdad, Herbert, qué verdad! Nunca he visto al honorable Tanz sentir tan profundamente el espíritu prusiano como en este ambiente. También él sufre, aunque no lo demuestre. Nadie se lo nota. Sólo lo comprendo yo con mi instinto femenino.

Como madre percibo que a Ulrica se la ve divertida. ¡Y con qué íntimo gesto de simpatía ha aceptado las delicadezas que Tanz le ha ofrecido en nuestra cena íntima! He mirado a Herbert y él me ha mirado a mí. ¡De pronto, ha sonado un vaso! He mirado a la derecha: ¡Cómo le tiembla la mano al general Tanz! ¡Ulrica ha provocado una simpática confusión en el firme héroe de muchas batallas!

Todavía ahora, que escribo estas líneas, estoy conmovida de alegría. Es casi medianoche. Siento una imperiosa necesidad de ir a la habitación de mi pequeña Ulrica. Seguro que ella desea hablar confidencialmente de mujer a mujer.

De un intercambio de correspondencia con el ex teniente coronel Sandauer, ex jefe de la sección 1 a de la división «Nibelungen»:

Me pregunta usted si noté algunas particularidades en el general Tanz. Y en una carta me habló usted de ciertas «rarezas» en él. Además está interesado en saber acerca de determinados detalles como temblores de manos, espasmos, dolores en la región temporal, abuso del tabaco y también del alcohol, etcétera.

Antes de contestarle, quiero ponerle en antecedentes:

1) En la batalla de Leningrado (noviembre y diciembre de 1941), el general estuvo copado tres días con sus respectivas noches, junto con un pequeño grupo; durante ese tiempo, no durmió un solo minuto; del grupo, únicamente regresaron cuatro hombres, de los trece que eran.

2) En la lucha para dominar la rebelión en Varsovia, el coche del general dio con una mina; él fue despedido al aire, por lo que estuvo sin recobrar el conocimiento y perdió el sentido auditivo, que recuperó veinticuatro horas después.

3) Al formar una cabeza de puente en el Don, se rompieron los pontones; el general se cayó al agua, fue arrastrado chocando contra las piedras más de un quilómetro por el cauce y, aunque no sufrió heridas de consideración, perdió el conocimiento.

De ello pudo resultar lesionado su sistema nervioso. Únicamente puedo asegurar que el general tenía mucho dominio de sí mismo.

Sin duda, no renunciaba a la bebida; pero nunca bebió estando de servicio, y en las reuniones lo hacía comedidamente. Solía hacer uso de las bebidas alcohólicas si estaba fuera de servicio; mas no puedo decir si abusaba de ellas, pues nunca estuve presente.

Está usted en un error si cree saber que yo tuviese conversaciones telefónicas con algunos de mis subordinados respecto a esta cuestión. Por este medio de comunicación sólo tuve contacto con aquellos que estaban al servicio personal de Tanz. Comoquiera que fuese, se trataba del comandante de la división, y mi deber era velar por él. Estos eran los motivos…

Informe de un amigo francés sobre su encuentro y conversaciones con madame Raymonde Gautrer. Dicho informe es muy extenso, por lo que sólo damos un breve extracto.

Lugar: Hossegor, población al norte de Biarritz.

Tiempo: Última semana de agosto de 1961.

En el cruce de una de las calles de Hossegor, estaba yo esperando a que el policía de tráfico diese la señal de preferencia a los peatones. A mi lado había una mujer con una clara sonrisa en los labios, lo cual hizo que me fijase en ella; su rostro me recordó una cara conocida. En efecto: ¡era Raymonde, la joven que había servido en el mostrador del Mocambo-Bar! Le pregunté: «Usted se llama Raymonde, ¿no es cierto?». La respuesta fue afirmativa.

Le dije que tendría mucho gusto en volver a reunimos y recordar tiempos pasados, a lo que ella accedió. Después de varios encuentros, le pregunté: «¿Se acuerda usted de un tal Rainer Hartmann, que frecuentaba aquel local?». La mujer contestó: «¡Ya lo creo! Era un joven muy atractivo».

Y fue muy halagüeño todo lo que dijo respecto a Hartmann; ello evidenciaba que había estado muy enamorada de él, sin importarle que fuese alemán. Si Hartmann hubiese sido más listo, no se hubiera dejado perder aquella mujer de cualidades tan extraordinarias como era Raymonde. Continuó diciendo: «Entonces pensaba yo que no había nada más importante que el amor. Aún no comprendía que todo es posible en este mundo. Aquello fue un sueño que ya no volverá».