XI

Mrs. Percival resultó ser muy bella. Es más elegante comenzar primero por esta declaración en lugar de decir que resultó ser muy insulsa. Las dos damas de Posillipo sólo necesitaron un día para concluir que era estúpida, si bien sospechaban que únicamente habían bordeado sus límites incluso después de que hubiera transcurrido una semana. Kate Theory, después de haber pasado media hora en su compañía, dio un ligero y privado suspiro de alivio. Sentía que una situación que había prometido ser comprometedora resultaba entonces bastante clara; era incluso de una simplicidad primitiva. En el futuro, pasaría con su cuñada una semana al año; eso era todo lo que sería moralmente posible. Resultaba una bendición que se pudiera ver exactamente lo que ella era, pues de esa manera la cuestión quedaba zanjada. Habría sido mucho más cansado si Agnes hubiera resultado un poco menos obvia; entonces habría tenido que dudar, considerar y sopesar una cosa contra otra. Mrs. Theory era hermosa y estúpida tan claramente como amarillo y redondo es un limón; y a Kate le era tan difícil imaginar que su cuñada fuera capaz de hacer del futuro algo interesante como que una naranja pudiera constituir una suculenta cena. Mrs. Percival viajaba con la esperanza de encontrarse con sus amistades americanas o de establecer nuevos lazos con los compatriotas que iba conociendo, así como con el propósito de comprar recuerdos para sus parientes. Ampliaba continuamente su repertorio de objetos hechos de caparazones de tortuga, de nácar, de madera de olivo, de marfil, de filigrana, de tartán lacado y de mosaico; y tenía una colección de pañuelos romanos y de cuentas venecianas que examinaba exhaustivamente cada noche antes de irse a la cama. Su conversación versaba principalmente sobre la manera en que pretendía disponer de estas colecciones y cambiaba constantemente entre unos y otros respecto a las personas a quienes iba a ofrecerlos. En Roma, una de las primeras cosas que le dijo a su esposo tras entrar en el Coliseo había sido: «¡Supongo que le daré el costurero de marfil a Bessie y las perlas romanas a la tía Harriet!». Estaba siempre pendiente del libro de visitas del hotel, y hacía que se lo entregaran junto con una taza de chocolate tan pronto como llegaba. Buscaba en sus páginas el nombre mágico de Nueva York, y elaboraba infinitas conjeturas respecto a quién era la gente —el nombre era en ocasiones sólo una pista parcial— que se había inscrito allí. Lo que más echaba de menos en Europa y de lo que disfrutaba en mayor grado eran los neoyorquinos. Cuando se encontraba con ellos hablaba sobre la gente que se había «mudado» en su ciudad natal y las calles a las que lo habían hecho. «Oh, sí, los Draper se van a la parte alta de la ciudad, a la calle Veinticuatro, y los Vanderdecken van a trasladarse a la calle Veintitrés, justo detrás de ellos. Mi tío, Mr. Henry Platt, está pensando en construir por esa zona». Mrs. Percival Theory era capaz de repetir afirmaciones de este tipo más de treinta veces y de detenerse en ese tema durante horas. Hablaba mucho sobre sí misma, sobre sus tíos y tías, así como sobre su ropa —pasada, presente y por venir. Estos artículos, en especial, llenaban su horizonte; los consideraba con una complacencia que podía haber llevado a uno a suponer que era ella quien había inventado la costumbre de cubrir el cuerpo humano. Su principal interés en Nápoles era la compra de coral, y durante todo el tiempo que estuvo allí la palabra «conjunto» —la utilizaba como si todo el mundo la entendiera— caía con su voz bajita, monótona y común sobre los oídos de sus cuñadas, quienes no tenían conjuntos de nada. Poco le importaban los cuadros y las montañas; en los Alpes y los Apeninos no abundaban los neoyorquinos, y era difícil interesarse en Madonnas que florecían en periodos en los que aparentemente no existía moda alguna, o en todo caso, ningún adorno.

Hablo aquí no sólo de la impresión que Mrs. Theory causó sobre las ansiosas hermanas de su marido, sino del juicio que Raymond Benyon se formó sobre ella (llegó hasta ese punto, aunque no era obvio cuánto le importaba el asunto). Y esto me hace dar un salto (confieso que uno muy pequeño) al hecho de que el joven, después de todo, sí que regresó a Posillipo. Estuvo ausente durante nueve días, y al final de este tiempo Percival Theory le visitó para agradecerle la cortesía que había mostrado hacia sus hermanas. Benyon acudió al hotel de este caballero para devolverle la visita, y allí, en el salón de su hermano, encontró a Miss Kate. La muchacha había establecido una cita desde la villa y en compañía de su hermano y de su cuñada se disponía a visitar el palacio real, que todavía no había tenido oportunidad de inspeccionar. Se propuso (no fue Kate quien lo hizo) y se estableció en aquel momento que el capitán Benyon les acompañara; de este modo, se paseó por suelos de mármol durante media hora intercambiando deliberados tópicos con la mujer que amaba. En efecto, esta verdad se había confirmado durante aquellos nueve días de ausencia; el joven descubrió que no había nada particularmente dulce en su vida una vez que Kate Theory había sido excluida de esta. Se había mantenido alejado para evitar enamorarse de ella; pero este recurso había sido esclarecedor, pues advirtió que, de acuerdo con el dicho popular, estaba cerrando la puerta del establo después de que hubiesen robado el caballo. Mientras caminaba por la cubierta de su barco y observaba Posillipo, su ternura cristalizó; la gruesa y humeante llama de un sentimiento que sabía que le estaba prohibido y ante el que se sentía enojado, danzaba ahora sobre el combustible de sus buenos propósitos. Estos últimos, debe decirse, se resistían y declinaban ser consumidos. Benyon decidió que vería a Kate Theory de nuevo el tiempo suficiente para decirle adiós y añadir una pequeña explicación. Pensó en esta exposición muy cuidadosamente, pero no es de extrañar que el lector no la considere como una feliz inspiración. Un hombre práctico y en control de sus sentimientos se despediría de la muchacha seca y abruptamente, sin aludir a lo que podía haber dicho en caso en que todo hubiera sido diferente; esto sería una demostración de sabiduría y virtud. Pero esta cualidad resultaba terriblemente desagradecida e incluso demasiado austera para una persona que presumía de haberse enseñado estoicismo a sí misma. El menor lujo le tentaba de forma irresistible ya que el más grande —aquel del amor feliz— se le negaba; el lujo de hacer saber a la muchacha que el que no se volvieran a ver no sería en absoluto un accidente. Era muy probable que ella pensara que lo era, lo que sin duda no le haría daño. Pero esto no le daría a Benyon el gusto y la satisfacción platónica de expresarle a la joven tanto su creencia de que podían haberse hecho felices mutuamente, como la necesidad de su renuncia. Seguramente eso tampoco le dolería, pues la muchacha no le había dado ninguna prueba en absoluto de que él significara algo para ella. Lo más cerca que había estado de ello era la manera en la que caminaba a su lado entonces, dulce y silenciosa, sin hacer la más mínima referencia a que él no hubiese regresado a la villa.

El lugar era frío y oscuro, las cortinas estaban corridas para evitar la luz y el ruido, y el pequeño grupo se paseó sin rumbo por los amplios salones donde preciosos mármoles, junto con el brillo del oro y del raso, emitían destellos en la profunda penumbra. El cicerone, en pantuflas y con familiaridad napolitana, iba abriendo contraventanas aquí y allá para mostrar un cuadro o un tapiz y se paseaba con Percival Theory y su esposa, mientras esta última, desfalleciendo en silencio del brazo de su marido conforme paseaban, comprobaba el tejido de las cortinas y los sofás. Cuando el cicerone la descubrió haciendo estos experimentos, unió sus manos y enarcó las cejas con expresivo desprecio; a lo que Mrs. Theory dijo a su esposo, «¡Oh, maldito sea su viejo rey!». Al capitán Benyon no le sorprendía que Percival Theory se hubiera casado con la sobrina de Mr. Henry Platt. Era menos interesante que sus hermanas —un joven tranquilo, frío y correcto, que a menudo cogía un lápiz para hacer pequeños cálculos en el reverso de una carta. En ocasiones, a pesar de su corrección, mascaba un mondadientes y extrañaba los periódicos americanos, que solía pedir en los lugares más inverosímiles. Era un bostoniano convertido en neoyorquino; un tipo muy especial.

—¿Ya han decidido cuándo se marcharán de Nápoles? —preguntó Benyon a Kate Theory.

—Eso creo; el veinticuatro. Mi hermano ha sido muy amable; nos ha prestado su coche, que es uno de los grandes, para que Mildred pueda tumbarse. Él y Agnes cogerán otro; pero naturalmente viajaremos juntos.

—¡Ojalá pudiera ir con ustedes! —dijo el capitán Benyon. Le había dado a la muchacha la oportunidad de responder, pero ella no la aprovechó y se limitó a observar con una ligera risa que evidentemente no podía llevar su barco por los Apeninos.

—Sí, siempre está mi barco —continuó él—. Me temo que en el futuro me llevará lejos de ustedes.

Se encontraban solos en uno de los apartamentos reales; sus acompañantes habían pasado, por delante de ellos, a la habitación contigua. Benyon y su compatriota se habían detenido bajo uno de los inmensos candelabros de cristal, cuyas titilantes lágrimas caían de una ornamentada bóveda en la clara y coloreada penumbra a través de la que se sentía palpitar la potente luz italiana del exterior. Miraron a su alrededor confundidos y avergonzados momentáneamente por el comentario de Benyon, que había tenido un cariz más serio que cualquier otra cosa que se hubieran dicho hasta entonces, y contemplaron los escasos muebles, cubiertos por sábanas blancas, y el suelo de escayola sobre el que el gran conjunto de colgantes de cristal parecía brillar de nuevo.

—Usted es dueño de su barco… ¿no puede navegar cuando guste? —preguntó Kate Theory con una sonrisa.

—No soy dueño de nada. No hay un hombre en el mundo menos libre que yo. Soy un esclavo. Una víctima.

Ella le miró con ojos amables; algo en su voz le hizo abandonar repentinamente toda consideración de los aires defensivos que una muchacha se espera que asuma en ciertas situaciones. Percibía que él deseaba hacerle entender algo, y entonces su único deseo era ayudarle a decirlo.

—Usted no es feliz —murmuró ella sencillamente, mientras su voz se atenuaba en una especie de asombro ante esta realidad.

El suave contacto de sus palabras —era como si la mano de la joven hubiera acariciado su mejilla— le pareció a Benyon lo más dulce que había conocido nunca.

—No, no soy feliz, porque no soy libre. Si lo fuera… si lo fuera, renunciaría a mi barco y a todo para seguirla. No puedo explicarlo; eso es parte de la dificultad de todo ello. Sólo quiero que sepa que si ciertas cosas fueran diferentes, si todo fuera diferente, le diría que creo que tengo derecho a hablar con usted. Quizás esto cambie algún día; pero probablemente entonces sea demasiado tarde. Mientras tanto, no tengo ningún derecho de ningún tipo. No quiero crearle problemas y no le pido… ¡nada! Sólo deseaba haber hablado una vez. Sé que no me hago entender, y me temo que debo parecerle un bruto, quizás incluso un farsante. No piense en ello ahora; no intente comprender. Pero algún día, en el futuro, recuerde lo que le he dicho y cómo estuvimos aquí, de pie y a solas, en este extraño y viejo lugar. Tal vez le dará algo de consuelo.

Kate Theory comenzó escuchándole con un visible interés; pero en un momento dado apartó sus ojos.

—Lo siento mucho por usted —dijo seriamente.

—Entonces, ¿comprende lo suficiente?

—Pensaré en lo que ha dicho… en el futuro.

Los labios de Benyon articularon el principio de una palabra de cariño, que reprimió instantáneamente; y en un tono distinto, con una amarga sonrisa y un triste movimiento de cabeza, levantó sus brazos un momento y dejándolos caer, replicó:

—¡No hará daño a nadie el que usted recuerde esto!

—No sé a quién se refiere.

Y la muchacha emprendió el paso repentinamente hacia el fondo de la habitación. Benyon no intentó decirle a quién se refería, y continuaron juntos en silencio hasta que alcanzaron a sus acompañantes.