VIII

Según resultó, no hacía falta tal cosa, pues tres horas después, cuando había terminado de cenar, apareció la sobrina de la señorita Bordereau, sin hacerse anunciar, en la puerta abierta del cuarto donde me servían mis sencillas comidas. Recuerdo bien que no sentí sorpresa al verla, lo que no es prueba de que no creyera en su timidez. Esta era inmensa, pero en un caso en que hubiera particular motivo para la osadía, jamás la habría impedido correr a mis habitaciones. Vi que ahora estaba muy llena de una razón especial, que la impulsaba adelante, y la hizo agarrarme del brazo, cuando me levanté a recibirla.

—¡Mi tía está muy mal; creo que se muere!

—Jamás —respondí, con amargura—, ¡no tenga miedo!

—Vaya a buscar un médico, ¡vaya, vaya! Olimpia ha ido a buscar al que tenemos siempre, pero no vuelve: no sé qué le ha pasado. Le dije que si no estaba en casa, que fuera a buscarle donde estuviera, pero por lo visto le está siguiendo por toda Venecia. No sé qué hacer; parece como si se estuviera hundiendo.

—¿Puedo verla, puedo juzgar? —pregunté—. Por supuesto que me encantará traer un médico, pero, ¿no sería mejor que fuera mi criado, para que yo me quede con ustedes?

La señorita Tita asintió a eso y despaché a mi criado a buscar al mejor médico de por allí. Yo me apresuré escaleras abajo con ella, y por el camino me dijo que una hora después que las dejé, por la tarde, la señorita Bordereau había tenido un ataque de «opresión» una terrible dificultad para respirar. Eso había disminuido, pero la había dejado tan agotada que no podía recobrarse; parecía completamente agotada. Repetí que no se había acabado, que todavía no se acabaría, ante lo cual la señorita Tita me lanzó una mirada de soslayo más brusca que nunca y dijo:

—Realmente, ¿qué quiere decir? ¡Supongo que no la acusará de fingir!

No recuerdo qué respuesta di a esto, pero confieso que en mi corazón pensé que la anciana era capaz de cualquier maniobra extraña. La señorita Tita quería saber qué le había hecho yo; su tía le había dicho que la había irritado mucho. Declaré que nada: había tenido mucho cuidado, a lo que mi acompañante replicó que la señorita Bordereau le había asegurado que había tenido conmigo una escena, una escena que la había transtornado. Contesté un tanto ofendido que la escena la había hecho ella; que no podía imaginar por qué estaba irritada conmigo, a no ser porque no veía yo cómo darle mil libras por el retrato de Jeffrey Aspern.

—¿Y se lo enseñó a usted? ¡Ah, válgame Dios! —gimió la señorita Tita, que parecía sentir que la situación se escapaba a su dominio y que los elementos de su destino empezaban a apretarse a su alrededor. Dije que yo daría cualquier cosa por poseerlo, sólo que no tenía mil libras, pero me detuve cuando llegué al cuarto de la señorita Bordereau. Sentía una inmensa curiosidad por entrar, pero me creí obligado a indicar a la señorita Tita que, si yo irritaba a la inválida, quizá ella preferiría no tener que verme.

—¿Verle a usted? ¿Cree que puede ver? —preguntó mi acompañante, casi con indignación. Yo lo creía así, pero no quise decirlo, y seguí suavemente a mi guía.

Recuerdo que lo que le dije cuando me quedé un momento parado junto a la anciana fue:

—Entonces, ¿ella no le enseña nunca los ojos a usted? ¿No los ha visto nunca?

A la señorita Bordereau la habían despojado de su velo verde, pero (no tuve la fortuna de observar a Juliana en gorro de dormir) la mitad superior de su cara estaba cubierta por un trozo de ajada muselina como de encaje, una especie de capucha improvisada que, ceñida en torno a la cabeza, bajaba hasta el final de la nariz, no dejando visibles más que sus blancas mejillas marchitas y su boca arrugada, cerrada fuerte, casi como conscientemente. La señorita Tita me lanzó una mirada de sorpresa, evidentemente no viendo razón para mi inquietud.

—¿Pregunta si siempre lleva algo puesto? Lo hace para preservarlos.

—¿Porque son muy hermosos?

—¡Ah, hoy día, hoy día! —Y la señorita Tita movió la cabeza, hablando muy bajo—. ¡Pero eran magníficos!

—Sí, desde luego, tenemos la palabra de Aspern de que era así.

Y al volver a mirar los envoltorios de la anciana, pude imaginar que ella no había deseado permitir a la gente un motivo para decir que el gran poeta había exagerado. Pero no desperdicié mi tiempo en considerar a la señorita Bordereau, en quien la apariencia de respiración era tan ligera que sugería que ninguna atención humana podría ayudarla nunca más. Volví los ojos por todo el cuarto, enredando con ellos en los armarios, los aparadores con cajones, las mesas. La señorita Tita salió a su encuentro rápidamente y leyó, creo, lo que había en ellos, pero no respondió, apartándose con inquietud y ansiedad, de modo que me sentí reprendido, con razón, por una preocupación que era casi profana en presencia de nuestra compañera agonizante. Al mismo tiempo lancé otra mirada, tratando de elegir mentalmente el primer sitio en que hubiera de probar quien quisiera poner mano en los papeles de la señorita Bordereau inmediatamente después de su muerte. El cuarto estaba en lamentable confusión; parecía el cuarto de una vieja actriz. Había trajes colgados en sillas, envoltorios desastrados y de aspecto raro, acá y allá, y varias cajas de cartón amontonadas, maltratadas, abultadas y descoloridas, que podrían tener cincuenta años. La señorita Tita, al cabo de un momento, volvió a notar la dirección de mis ojos y, como si adivinara mi opinión sobre el aire de aquel sitio (olvidando que yo no tenía por qué tener opinión en absoluto) dijo, quizá para defenderse de la imputación de ser cómplice de tal desarreglo:

—A ella le gusta así: no podemos cambiar de sitio nada. Hay viejas sombrereras que las ha tenido casi toda su vida. —Luego añadió, casi compadeciéndose de mi verdadero pensamiento—: Esas cosas estaban ahí.

Y señaló un pequeño cofre bajo, metido debajo de un sofá donde apenas había sitio para él. Parecía un extraño cofre anticuado, de madera pintada, con asas complicadas y correas arrugadas y el color muy borrado (al final, había tenido una mano de verde claro). Evidentemente había viajado con Juliana en tiempos viejos; en los días de sus aventuras, que el cofre había compartido. Habría parecido extraño para llegar a un hotel moderno.

—Estaban ahí… ¿ya no están? —pregunté, sobresaltado por la implicación de la señorita Tita.

Ella iba a contestar, pero en ese momento entró el doctor; el médico que la criadita había ido a buscar y al que por fin había alcanzado. Mi criado, yendo a su propio recado, la había encontrado con su acompañante a remolque, y, con el sociable espíritu veneciano, volviendo sobre sus pasos con ellos, también había llegado al umbral del cuarto de la señorita Bordereau, donde le vi atisbar por encima del hombro del médico. Le hice un gesto de que se fuera, con mayor rapidez porque el ver su cara curiosa me recordó que yo tenía poco más derecho a estar allí que él, una admonición confirmada por el modo de mirarme del pequeño doctor, al parecer tomándome por un rival que había ocupado el terreno antes que él. Era un caballero bajo, gordo y vivaz que llevaba el sombrero alto de su profesión y parecía mirarlo todo menos a su paciente. Especialmente me miraba a mí como si le diera la impresión de que no me vendría mal una medicina, así que me despedí con una inclinación y bajé a fumar un cigarro en el jardín. Estaba nervioso; no podía ir más allá; no podía dejar el sitio. No sé exactamente qué creía que podía pasar, pero me parecía importante estar allí. Di vueltas por los senderos —había llegado la cálida noche— fumando cigarro tras cigarro y mirando la luz de las ventanas de la señorita Bordereau. Ahora estaban abiertas, lo veía; la situación era diferente. A veces la luz se movía, pero no de prisa: no sugería la prisa de una crisis. ¿Se estaba muriendo la anciana o estaba ya muerta? ¿Había dicho el doctor que no había nada que hacer, ante su extremada vejez, sino dejarla desfallecer tranquilamente; o sencillamente había anunciado con una cara más convencional que había llegado el fin de los fines? Las otras dos mujeres que se movían alrededor, ¿iban a realizar los deberes que corresponden en tal caso? Me ponía incómodo no estar más cerca, como si creyera que el mismo doctor se iba a llevar los papeles. ¡Mordí mi cigarro al volvérseme a ocurrir que quizá ya no había papeles que llevarse!

Di vueltas alrededor de una hora; hora y media. Busqué con la mirada a la señorita Tita en una de las ventanas, teniendo la vaga idea de que podría asomarse a darme una señal. ¿No vería la punta roja de mi cigarro dando vueltas por la oscuridad y comprendería que tenía muchos deseos de saber qué había dicho el doctor? Me temo que es prueba de que mis ansiedades me habían vuelto un grosero el hecho de que diera casi por descontado que a tal hora, y en medio del mayor cambio que podía ocurrir en su vida, esas ansiedades fueran también dominantes en el ánimo de la pobre señorita Tita. Mi criado bajó a hablar conmigo; no sabía nada sino que el médico se había ido, después de una visita de hora y cuarto. Si se hubiera quedado media hora, entonces la señorita Bordereau estaría todavía viva; no podría haber llevado tanto tiempo el declarar lo contrario. Mandé a mi criado fuera de casa: había momentos en que su curiosidad me molestaba y ése era uno de ellos. Él sí que había estado observando la punta de mi cigarrillo desde una ventana de arriba, si es que no la señorita Tita; no podía saber qué pasaba luego y yo no sabía decírselo, aunque me daba cuenta de que él tenía fantásticas teorías particulares sobre mí que le parecían estupendas y que, si yo las hubiera sabido, me habrían parecido ofensivas.

Subí las escaleras al fin pero no llegué más arriba de la sala. La puerta de las habitaciones de la señorita Bordereau estaba abierta, mostrando desde el gabinete la escasa luz de una pobre vela. Me acerqué pisando suave y en ese mismo momento apareció la señorita Tita y se me quedó mirando mientras yo me acercaba:

—Está mejor, está mejor —dijo, aun antes de que preguntara—. El médico le ha dado algo; se despertó, volvió a la vida mientras él estaba ahí. Dice que no hay peligro inmediato.

—¿No hay peligro inmediato? ¡Seguro que le parece extraño su estado!

—Sí, porque ella se ha excitado. Eso la afecta terriblemente.

—Volverá a pasar entonces, porque se excita ella misma. Lo hizo así esta tarde.

—Sí; no debe salir más —dijo la señorita Tita, con una de sus recaídas en una placidez más profunda.

—¿De qué sirve decir eso si usted empieza a traerla y llevarla por ahí la primera vez que se lo pida?

—No lo haré, no lo haré más.

—Debe aprender a resistirla —seguí.

—Ah, sí, lo haré; lo haré mejor si usted me dice que está bien.

—No debe hacerlo por mí; debe hacerlo por usted misma. Todo es cuestión de usted, si usted se asusta.

—Bueno, ahora no estoy asustada —dijo la señorita Tita, animosa—. Ella está muy tranquila.

—¿Ha vuelto a tener conciencia? ¿Habla?

—No, no habla, pero me toma la mano. La aprieta fuerte.

—Sí —asentí—, veo la fuerza que tiene todavía, por el modo como agarró ese retrato esta tarde. Pero si la agarra a usted, ¿cómo es que usted está aquí?

La señorita Tita vaciló un momento; aunque tenía la cara en una profunda sombra (estaba de espalda a la luz en el gabinete y yo había dejado mi vela bien lejos, junto a la puerta de la sala), creí ver su ingenua sonrisa:

—Vine a propósito: oí sus pasos.

—Bueno, yo venía de puntillas, tan inaudible como podía.

—Pues le oí —dijo la señorita Tita.

—¿Y está ahora sola su tía?

—Ah, no: Olimpia está sentada ahí.

Por mi parte, vacilé:

—¿Entramos, entonces?

Y moví la cabeza hacia el gabinete; quería cada vez más estar en el sitio.

—No podemos hablar ahí; nos oirá ella.

Estaba a punto de replicar que en ese caso nos sentaríamos callados, pero me daba demasiada cuenta de que no serviría, porque había algo que tenía unos inmensos deseos de preguntarle. Así le propuse que diéramos unas vueltas por la sala, manteniéndonos más en el otro extremo, donde no molestaríamos a la anciana. La señorita Tita asintió incondicionalmente; el médico iba a volver, dijo, y ella estaría allí para recibirle a la puerta. Nos paseamos por el hermoso y superfluo salón, en cuyo suelo de mármol —sobre todo porque al principio no decíamos nada— nuestros pasos eran más audibles de lo que yo había esperado. Cuando llegamos al otro lado —la ancha ventana, perpetuamente cerrada, que daba al balcón sobre el canal— sugerí que nos quedásemos allí, porque así ella vería aún mejor al médico cuando llegara. Abrí los cristales y salimos al balcón. El aire del canal parecía aún más pesado y más caliente que el de la sala. El sitio estaba silencioso y vacío; la tranquila vecindad se había ido a dormir. Un farol, acá y allá, sobre la estrecha agua negra, se reflejaba doblemente; la voz de un hombre que volvía a casa cantando, la chaqueta al hombro y el sombrero ladeado, nos llegaba desde lejos. Eso no impedía que la escena fuera muy comm’il faut, según la llamó la señorita Bordereau la primera vez que la vi. Al fin, una góndola pasó por el canal con su lento chasquido rítmico, y, escuchando, la observamos en silencio. No se detuvo, no traía al médico, y después que se fue, dije a la señorita Tita:

—¿Y dónde están ahora… las cosas que estaban en el cofre?

—¿En el cofre?

—La caja verde que usted me señaló en su cuarto. Dijo usted que sus papeles habían estado allí; pareció implicar que los había trasladado.

—Ah, sí; no están en el cofre —dijo la señorita Tita.

—¿Puedo preguntar si ha mirado usted?

—Sí, he mirado… para usted.

—¿Cómo para mí, querida señorita Tita? ¿Quiere decir que usted me los habría dado si los hubiera encontrado? —pregunté, casi temblando.

Ella se retardó en contestar y yo aguardé. De repente prorrumpió:

—¡No sé qué haría… qué no haría!

—¿Volvería a mirar otra vez… en otro sitio?

Ella había hablado con una extraña emoción inesperada, y siguió en el mismo tono:

—No puedo… no puedo… mientras ella esté allí tendida. No es decente.

—No, no es decente —contesté, gravemente—. Que descanse en paz la pobre señora.

Y esas palabras, en mis labios, no eran hipócritas, pues notaba haber recibido una reprimenda que me había avergonzado. La señorita Tita añadió un momento después, como si lo adivinara y lo sintiera por mí, pero al mismo tiempo deseara explicar que yo la estaba arrastrando, o por lo menos que me empeñaba demasiado:

—No puedo engañarla así. No puedo engañarla… quizá en su lecho de muerte.

—¡No quiera Dios que yo se lo pida, aunque yo mismo he sido culpable!

—¿Ha sido usted culpable?

—He navegado bajo bandera falsa.

Ahora me parecía que debía contarle que le había dicho un nombre inventado, por mi temor a que su tía hubiera oído hablar de mí y rehusara aceptarme. Le expliqué eso y también que realmente había tenido parte en la carta que les escribió John Cumnor hacía meses.

Me escuchó con gran atención, mirándome con la boca medio abierta, y cuando terminé mi confesión, dijo:

—Entonces su verdadero nombre, ¿cuál es?

Lo repitió dos veces cuando se lo dije, acompañándolo con la exclamación: «¡Estupendo, estupendo!» Y luego añadió:

—Me gusta más el suyo.

—A mí también —dije, riéndome—. ¡Uf!, es un alivio quitarme de encima el otro.

—¿Así que fue un verdadero complot… una especie de conspiración?

—Bueno, una conspiración… sólo éramos dos —repliqué dejando fuera, por supuesto, a la señora Prest.

Ella vaciló; creo que quizá iba a decir que yo había sido muy bajo. Pero al cabo de un momento, observó, de un modo franco y reflexivo:

—¡Cuánto debe querer esos papeles!

—¡Ah, sí, apasionadamente! —concedí, sonriendo. Y esa oportunidad me hizo seguir adelante, olvidando mi compunción de un momento antes—: ¿Cómo es posible que ella misma los haya cambiado de sitio? ¿Cómo puede andar? ¿Cómo puede llegar a tal esfuerzo muscular? ¿Cómo puede levantar y transportar cosas?

—¡Ah, cuando una quiere y cuando una tiene tanta voluntad! —dijo la señorita Tita, como si ya hubiera considerado ella misma la cuestión y no tuviera sencillamente más alternativa que esa respuesta: la idea de que, en plena noche, o en algún momento en que no había riesgo de nadie, la anciana había sido capaz de un esfuerzo milagroso.

—¿Ha preguntado a Olimpia? ¿No la ha ayudado ella: no lo ha hecho por orden de ella? —pregunté: a lo que la señorita Tita contestó en seguida y con seguridad que la criada no tenía nada que ver con el asunto, aunque sin admitir definidamente haber hablado con ella. Era como si estuviera un poco tímida, un poco avergonzada de dejarme ver cuánto había penetrado en mi intranquilidad y me tenía en su ánimo. De repente me dijo, sin venir a cuento:

—Siento como si fuera usted una nueva persona, ahora que tiene un nuevo nombre.

—¡No es nuevo, es muy viejo, gracias a Dios!

Ella me miró un momento:

—Me gusta más.

—Ah, ¡si no le gustara, yo casi seguiría con el otro!

—¿De veras?

Volví a reír, pero por toda respuesta a esa pregunta, dije:

—Claro que si ella puede enredar de ese modo, puede haberlos quemado perfectamente.

—Debe usted esperar; debe usted esperar —moralizó lúgubremente la señorita Tita; y su acento contribuyó poco a mi paciencia, pues parecía aceptar, después de todo, esa desgraciada posibilidad.

Yo procuraría esperar, declaré sin embargo; en primer lugar, porque no podía hacer otra cosa, y en segundo lugar, porque tenía su promesa, que me había dado la otra noche, de que me ayudaría.

—Claro que si han desaparecido los papeles, eso no sirve —dijo, no como si deseara echarse atrás, sino sólo para ser concienzuda.

—Naturalmente. Pero, ¡si por lo menos pudiera averiguar! —gemí, temblando otra vez.

—Me pareció que dijo que esperaría.

—Ah, ¿quiere decir esperar incluso para eso?

—¿Para qué entonces?

—Bueno, nada —repliqué, más bien estúpidamente, avergonzado de decirle lo que implicaba mi resignación a la espera: mi idea de que ella haría algo más que simplemente averiguar. No sé si lo adivinó; en todo caso pareció darse cuenta de la necesidad de ser un poco más rígida.

—No prometí engañar, ¿verdad? Creo que no.

—¡No importa mucho si prometió o no, puesto que no podía!

Creo que la señorita Tita no habría discutido esto aun cuando no la hubiera distraído el ver que la góndola del médico entraba disparada en el canal y se acercaba a la casa. Noté que venía tan de prisa como si temiera que la señorita Bordereau estuviera aún en peligro. Le miramos desde arriba mientras desembarcaba y luego volvimos a la sala a recibirle. Cuando él subió, sin embargo, yo dejé a la señorita Tita que fuera con él sola, naturalmente, pidiéndole sólo que volviera luego con noticias.

Salí de la casa y di un largo paseo, hasta la Piazza, donde mi inquietud se negó a abandonarme. Fui incapaz de sentarme (era ya muy tarde, pero todavía había gente en las mesitas delante de los cafés): sólo pude dar vueltas y vueltas, y lo hice así una docena de veces. Estaba incómodo, pero me daba cierto placer haber dicho a la señorita Tita quién era yo realmente. Por fin, me encaminé otra vez a casa, poco a poco perdiéndome inexorablemente, como me pasaba siempre que salía por Venecia: de modo que era bastante más de medianoche cuando llegué a mi puerta. La sala, en el piso de arriba, estaba oscura como de costumbre, y mi lámpara, al cruzarla, no encontró nada convincente que mostrarme. Me decepcionó, porque había informado a la señorita Tita de que volvería para pedir noticias, y pensé que podría haber dejado allí una luz como señal. La puerta de las habitaciones de las señoras estaba cerrada, lo que parecía indicar que mi vacilante amiga se había ido a la cama, cansada de esperarme. Me quedé quieto en medio del sitio, reflexionando, con esperanzas de que me oyera y quizá se asomara, y diciéndome que nunca se acostaría si su tía se encontraba en estado tan crítico: se quedaría sentada velándola; estaría en una butaca, en su cuarto. Me acerqué a la puerta; me detuve allí y escuché. No oí nada, y al fin golpeé suavemente. No hubo respuesta y al cabo de otro momento di vuelta al pestillo. No había luz en el cuarto; eso debería haberme impedido entrar, pero no tuvo tal efecto. He contado francamente las inoportunidades, las indelicadezas de que me había hecho capaz mi deseo de poseer los papeles de Jeffrey Aspern, y no hace falta que me retraiga de contar esta última indiscreción. Creo que fue lo peor que hice; pero había circunstancias atenuantes. Estaba profunda, aunque no desinteresadamente ansioso de noticias de la anciana, y la señorita Tita había aceptado de mí, como quien dice, una cita a la que podría haber sido para mí punto de honor acudir. Cabe decir que el que ella dejara el sitio oscuro era señal positiva de que me liberaba de la cita, y a eso yo sólo podía replicar que no deseaba ser liberado.

La puerta del cuarto de la señorita Bordereau estaba abierta y yo veía más allá de ella la débil luz de una vela. No había ruidos; mis pasos no hicieron moverse a nadie. Avancé más por el cuarto: me demoré allí, lámpara en mano. Quería dar a la señorita Tita una oportunidad de acercárseme si estaba con su tía, como debía estar. No hice ruido para llamarla; sólo quería ver si se daba cuenta de mi luz. No se la dio, y yo me expliqué eso (y luego encontré que tenía razón) pensando que se había quedado dormida. Si se había quedado dormida, no le preocupaba su tía, y mi explicación debía haberme llevado a salir como había entrado. Debo repetir que no fue así, pues me encontré en ese mismo momento pensando en otra cosa. No tenía ningún propósito definido, ninguna mala intención, pero me sentí retenido en el sitio por un agudo, aunque absurdo, sentido de la oportunidad. De qué, no sabría decir, ya que no pensaba que pudiera cometer un robo. Aunque lo pensara, me encontré con el hecho evidente de que la señorita Bordereau no dejaba abiertos de par en par su secreter, su armario y los cajones de sus mesas. Yo no tenía llaves, ni herramientas ni ambición de destrozar su mobiliario. Sin embargo, me di cuenta de que ahora estaba quizá solo, sin molestias de nadie, a la hora de la tentación y el secreto, más cerca que nunca de mi atormentador tesoro. Levanté mi lámpara e hice brillar la luz sobre los diferentes objetos como si la luz me pudiera decir algo. Sin embargo, ningún movimiento llegó del otro cuarto. Si la señorita Tita dormía, dormía con un sueño sano. ¿Lo hacía así —generosa criatura— a propósito para dejarme libre el campo? ¿Sabía que yo estaba allí y no hacía más que quedarse quieta a ver qué hacía yo; qué podía hacer yo, llegado hasta ahí? Ella misma sabía mejor que yo qué poco.

Me detuve delante del secreter, mirándolo estúpidamente, pues, ¿qué tenía que decirme, después de todo? En primer lugar, estaba cerrado, y en segundo lugar, casi seguramente no contenía nada que me interesara. Diez a una que los papeles habían sido destruidos; y aunque no lo hubieran sido, la anciana no los habría puesto en tal sitio después de quitarlos del cofre verde; no los habría trasladado, si tenía en su mente la idea de la seguridad, del mejor escondrijo al peor. El secreter era más visible, más accesible, en un cuarto en que ella ya no podía montar la guardia. Se abría con una llave, pero había también un pequeño mango de latón, como un botón: lo vi al proyectar mi lámpara hacia él. Hice algo más que eso en ese momento: capté un atisbo de la posibilidad de que la señorita Tita deseara realmente que yo entendiera. Si no deseaba que yo entendiera, si deseaba mantenerme fuera, ¿por qué no había cerrado con llave la puerta de comunicación entre el gabinete y la sala? Eso habría sido una clara señal de que yo debía dejarlas en paz. Si no las dejaba en paz, ella pretendía que yo fuera, por un propósito —un propósito ahora indicado por la rápida idea fantástica de que, para servirme, había dejado el secreter sin cerrar con llave—. No había dejado la llave, pero la tapa se movería probablemente si tocaba el botón. Esa teoría me fascinó, y me inclinó mucho para juzgarlo. No me proponía hacer nada, ni siquiera —ni en lo más mínimo— bajar la tapa; sólo quería poner a prueba mi teoría, ver si la tapa se movía. Toqué el botón con la mano: un simple toque me lo diría; y al hacerlo así (es embarazoso para mí relatarlo) miré atrás sobre el hombro. Fue una casualidad, un instinto, pues no había oído nada. Casi dejé caer mi luz y me eché atrás, irguiéndome ante lo que vi. La señorita Bordereau estaba allí de pie, en su vestimenta nocturna, en la puerta de su cuarto, observándome: había elevado las manos, había levantado la eterna cortina que le cubría media cara, y por primera vez, última y única vez, observé sus extraordinarios ojos. Fulguraban hacia mí, me avergonzaban terriblemente. Nunca olvidaré su extraña figurilla encorvada, blanca y vacilante, con la cabeza levantada, ni su actitud y su expresión; ni olvidaré el tono con que, al volverme a mirarla, siseó con furia apasionada:

—¡Ah, bribón publicador!

No sé qué balbucí para excusarme, para explicar; pero me incliné hacia ella para decirle que no tenía malas intenciones. Ella me ahuyentó con sus viejas manos, retirándose con horror delante de mí; e inmediatamente vi que había caído, con un rápido espasmo, como si la muerte hubiera descendido sobre ella, en los brazos de la señorita Tita.