EL INSECTO DIOS

Todo empezó con un insecto de bronce.

Fue Uchida quien me lo regaló. Me lo envió en una cajita del tamaño de la palma de mi mano. Cuando la abrí preguntándome qué sería, una pizca del serrín compacto que contenía se esparció en el aire. Lo aparté y apareció un insecto de bronce envuelto en papel de seda.

No había ninguna tarjeta ni nada por el estilo.

—¿Qué te ha parecido el insecto? —me preguntó Uchida por teléfono unos días más tarde.

—No sé qué pensar —reconocí.

—Me apetecía mucho regalártelo —se justificó él, brevemente.

Me quedé confusa y no supe qué decirle. Él también guardó silencio. Así fue como empezó todo. Cuando apenas habían pasado dos meses, empezamos a salir juntos y, al cabo de poco tiempo, ya no podía pasar ni una noche sin él.

Durante el día, iba a la oficina y trabajaba como siempre, y por la tarde volvía a casa, hasta que llegaba él. Mientras esperaba impaciente oír el chasquido de la llave en la cerradura de la puerta, hervía en una olla tripas con hierbas aromáticas. Uchida me había dicho que era un plato muy energético. A fuerza de cocinar la misma receta, aprendí a disimular el mal olor de las tripas. Cuando él llegaba, nos sentábamos cara a cara y comíamos solemnemente el estómago y las tripas, que estaban medio deshechos de tanto hervir. Parecíamos dos alumnos aplicados estudiando la lección.

Tal vez gracias a aquel plato tan energético, Uchida era un amante insaciable. Yo aceptaba sus retos y me esforzaba en aguantar todo lo posible.

—Es increíble —solía decir él.

—Sí, lo es —le respondía yo.

A veces me daba la sensación de que aquello tan increíble no podía durar mucho. No lo pensaba, más bien lo intuía en algún lugar de mi piel durante los breves momentos en los que no estaba ocupada hirviendo tripas ni descubriendo las zonas más recónditas de su cuerpo.

—Tengo miedo, Uchida —le confesaba entonces.

—No tengas miedo —me animaba él.

—¿Qué vamos a hacer? —le preguntaba.

—No hay nada que podamos hacer —me respondía, desafiándome de nuevo con una ligera sonrisa.

Cuando me provocaba, yo no podía evitar contraatacarlo. Nos pasábamos noches enteras atacándonos y contraatacándonos mutuamente, sin poder separarnos hasta que, agotados, nos hundíamos en un oscuro y profundo sueño.

—¿Por qué me regalaste un insecto? —le pregunté un día.

—Porque pareces un insecto.

—¡Venga ya! —susurré, y justo después me dio un beso en la boca. Fue un beso larguísimo. Mientras me besaba, recorrió mi espalda con la mano hasta el final y siguió bajando a lo largo de las piernas. Fue un beso interminable, primero superficial, luego más profundo y otra vez superficial. Yo tenía la lengua dolorida, pero Uchida no se separaba de mí. Eché un vistazo al reloj. Llevaba veinte minutos besándome. El también consultaba la hora de vez en cuando.

—Para ya —dije, cuando por fin conseguí separar los labios de los suyos.

—Quiero más —me suplicó, agarrándome la cara con ambas manos.

—Es suficiente —repetí.

—Más —insistió él, y me besó de nuevo. Cuando por fin hubo tenido bastante, habían pasado otros diez minutos.

—No tienes piedad —le dije, y Uchida esbozó aquella media sonrisa tan habitual en él.

—Me di cuenta de que tenías cara de insecto, y me gustó —me explicó entonces, todavía sonriendo—. Por esto te lo envié.

El insecto de bronce había salido de una excavación arqueológica en el extranjero, y el abuelo de Uchida lo había guardado toda la vida como un tesoro. Cuando murió, le dejó el insecto a Uchida, su nieto favorito, quien lo había guardado con mucho cuidado. Era un hecho excepcional que le hubiera costado tan poco regalármelo.

—Es un regalo demasiado valioso —protesté.

—¿Lo ves? Has vuelto a poner cara de insecto —me dijo otra vez.

Reaccioné a su provocación atacándolo de nuevo. Lo empujé hasta tumbarlo, me senté encima de él con las piernas abiertas y le arranqué la ropa. Él no me lo impidió, seguía sonriendo ligeramente. No actuaba para satisfacerlo sino por puro egoísmo, buscando mi propio placer. Debajo de mí, Uchida empezó a arrugar la frente. Cerró los ojos y puso cara de desesperación. Mientras lo contemplaba, me invadió una oleada de afecto, y tuve ganas de ser muy cariñosa con él.

—Deja de llamarme insecto —lo regañé suavemente.

—Sigue, sigue, así —me respondió con una dulce voz.

Seguí sin parar. Sólo de vez en cuando me preguntaba a mí misma qué estaba haciendo. En algún lugar de mi piel, intuía que había un motivo que justificara aquellos extraños arrebatos de pasión con un hombre que, en mitad de la noche, me comparaba con un insecto.

El cuerpo y la mente son inseparables, una misma cosa.

Lo aprendí cuando Uchida y yo empezamos a acostarnos juntos. Al principio estaba convencida de que nuestra relación sólo estaba basada en lo físico. Fue entonces cuando dejé escapar un «te quiero» como un caramelo que salió rodando de mi boca. Se me había escapado sin querer, justo antes de alcanzar el orgasmo. Aunque no estaba del todo segura del significado de las palabras «te quiero», me salieron con naturalidad. Dentro de mi cabeza, mi otro yo se sorprendía de haberlas dicho. Sin embargo, mi boca ya las había pronunciado.

—Muy bien, muy bien —me respondió él distraídamente mientras exploraba todos los rincones de mi cuerpo. Su boca no dejó escapar ningún «te quiero». Parecía completamente concentrado en lo que hacía. Tenía el brazo alrededor de mi cuello y llevaba el reloj en la muñeca, como siempre.

—Uchida, oigo el tictac de tu reloj —le dije, pero estaba tan ensimismado que no me oyó. El tictac del reloj marcando los segundos me entristecía. Me hacía sentir como si no estuviéramos juntos, aunque no fuera cierto—. Uchida —lo llamé, y él abrió los ojos—. Todo pasa —le dije. Él me miró, estupefacto.

—¿Qué quieres decir con «todo»?

—Me refiero a este momento.

—Sí, el tiempo pasa.

Uchida y yo manteníamos esta conversación en una postura un poco ridícula. Me tranquilizaba hablar con él porque me confirmaba que estábamos juntos de verdad.

—Cuando haya pasado, ya no volverá.

—Pero viviremos otros momentos como éste.

—Tal vez no.

—Pues viviremos otras cosas.

—No quiero vivir otras cosas.

—También estarán bien, ya lo verás. Y ahora déjate llevar, anda, anda, tienes ganas de dejarte llevar, ¿verdad?

Uchida se concentró de nuevo. Volvía a tratarme sin piedad, como si estuviera utilizándome para vengarse de algo. Yo me dejaba llevar. Nos hundíamos juntos, como una sola persona.

Cuanto más nos uníamos, más separados estábamos. Hacíamos el amor, pero cada uno por su cuenta. Como una figura de metal fundido. Para fabricar una figura con la forma del espacio que quedaba entre los dos, había que verter el metal fundido, que era yo, en el molde, que era él. ¿O era al revés? En cualquier caso, la figura resultante no era ni él ni yo, sino una forma abstracta. Podría ser un insecto de bronce, por ejemplo, aunque dudo que tuviera una forma tan definida. Los dos nos complementábamos para formar una figura de aspecto indefinido, pero cada uno iba por su cuenta.

—Oigo el tictac de tu reloj.

—Déjate llevar. ¿No era eso lo que querías? —me dijo Uchida en un tono pragmático.

—¿Adónde quieres que vaya?

—Adonde tú ya sabes, a un lugar que no está cerca ni lejos.

—Te quiero, Uchida.

Y me dejé llevar. Reuní fuerzas, saqué todas mis energías y me dejé llevar, pero no llegué «adonde ya sabía».

El viaje fue fácil. Tendría que haber estado feliz, pero de pronto aparecieron las palabras «te quiero». Me sentí triste porque cada uno de nosotros actuaba por su cuenta, y porque el presente se escapaba. Sentí un torbellino de sentimientos negativos. Era curioso.

—¿Cómo es este momento? —le pregunté a Uchida mientras me abrazaba.

—No tiene nada especial.

—¿No es especial?

—No lo sé.

—¿De verdad no lo sabes?

Las piernas y las caderas me dolían de tanto moverme. Teníamos las piernas entrelazadas. Le dije de nuevo «te quiero», pero seguía sin saber qué significaba. Él se estaba quedando dormido.

—Uchida, despierta —le dije mientras le tocaba el miembro, que se endureció un poco. Pero se fue deshinchando rápidamente, al compás de su respiración. Antes de quedarme dormida, me sentí impotente e irritada a partes iguales.

Los días iban pasando.

No me importaba que pasaran los días, pero cuando contenían unas horas intensas con Uchida, era más consciente del paso del tiempo.

Tenía un compañero de trabajo llamado Tsubaki. Habíamos sido amantes hacía un tiempo, pero la cosa no había ido más allá. Tsubaki era un aficionado a las antigüedades. Un día le mencioné sin querer el insecto de bronce, y me expresó su deseo de verlo. A pesar de que era un regalo de Uchida, yo no lo consideraba mío y no quería enseñárselo a nadie sin su permiso. Además, tampoco habría sabido explicarle nada sobre su origen. Así fue como Uchida, Tsubaki y yo quedamos para cenar con el pretexto del insecto de bronce. Al principio no me apetecía demasiado porque me parecía una situación más bien incómoda, pero Tsubaki insistió tanto que no pude negarme.

Uchida y yo entramos en el restaurante donde Tsubaki nos había citado, subimos la empinada escalera que llevaba al primer piso y lo encontramos de piernas cruzadas, con una botella de cerveza abierta, fumando un cigarrillo y con el nudo de la corbata suelto.

«Disculpa el retraso», «Encantado de conocerte», dijimos Uchida y yo simultáneamente. Tsubaki juntó las rodillas e inclinó ligeramente la cabeza. En un tono de voz familiar, le pidió al amo del restaurante una botella de sake y algo para picar. Cuando nos sirvieron el sashimi y los platos calientes, Uchida y Tsubaki ya habían simpatizado y hablaban entre ellos como si yo no estuviera. Nosotros dos estábamos sentados de lado, y Tsubaki estaba enfrente de Uchida. Tsubaki hablaba del bronce y Uchida lo escuchaba con interés. Luego examinó el insecto de arriba abajo mientras Uchida lo ponía al corriente de su origen. Yo me limitaba a beber. Todo empezó a dar vueltas a mi alrededor.

—¿Es un escarabajo? —le preguntó Tsubaki.

—No lo sé —repuso Uchida.

—Hablando de insectos… —empezó Tsubaki, tras humedecerse los labios con la punta de la lengua. El sake se había apoderado de mi cuerpo y me costaba respirar. La voz de Tsubaki llegaba a mis oídos como si viniera de muy lejos. El tiempo avanzaba y retrocedía—. ¿Habéis oído hablar del insecto dios?

—¿El insecto dios? —repitió Uchida.

—Es un insecto gigante con ocho patas.

La voz de Tsubaki me llegaba exageradamente amplificada, y al cabo de un momento me parecía casi inaudible y tenía que esforzarme para oír lo que decía. Esto fue lo que Tsubaki nos explicó sobre el insecto dios.

En un lugar cualquiera de las montañas del sur vive un insecto que se alimenta de ogros. En cada una de sus ocho patas tiene unas largas garras. Le sirven para cazar a los ogros, a los que devora empezando por la cabeza. Por la mañana caza tres mil ogros, y por la noche se come trescientos más. Cuando abre su bocaza, muestra una hilera de dientes afilados por los que gotea la sangre de los ogros que se ha comido, de modo que siempre tiene los contornos de la boca manchados de rojo.

—¡Es extraordinario! —exclamó Uchida, que tenía los ojos abiertos de par en par y parecía impresionado.

—Menudo insecto, ¿verdad? —dijo Tsubaki, notablemente animado.

—Eso sí que es un insecto útil —opinó Uchida.

—Sin duda, pero es incluso más peligroso que los ogros —apuntó Tsubaki.

Por debajo de la mesa, Uchida puso la mano encima de mis rodillas y me sobresalté. En vez de apartar la mano, él me apretó las piernas. Como no podía quitármelo de encima sin que se notara demasiado, opté por ignorarlo. Mientras tanto, Tsubaki siguió explicando la historia del insecto dios.

Aunque el insecto dios devora una gran cantidad de ogros, nunca se extinguen porque no puede comérselos todos. Siguen apareciendo uno tras otro. Todos los días, el insecto dios tiene que capturar miles de ogros con sus afiladas garras y devorarlos. Nunca se cansa, nunca se aburre, está solo en medio de la montaña. Es un tormento para los ogros, pero para él también se trata de una tarea muy dura.

—¿Es inmortal? —preguntó Uchida. Su mano se había colado entre mis rodillas. Intenté librarme de ella un par de veces, pero era pegajosa e insistente.

—A lo mejor no es de este planeta —le respondió Tsubaki, y clavó la mirada en un punto de la mesa que resultó ser precisamente el lugar donde la mano de Uchida reposaba entre mis rodillas. La mirada de Tsubaki no se apartó de ese punto, como si pudiera ver a través de la madera.

—¿Qué les pasa a los ogros que se come? —preguntó Uchida animadamente. Yo tenía la piel de gallina, pero no sabía si era de miedo o de placer.

—Alrededor del insecto dios hay un montón de cráneos y huesos resecos y envejecidos —explicó Tsubaki, y sorbió un poco de sake.

—Pero es una criatura pura, ¿no? —le preguntó Uchida mientras, por fin, apartaba la mano de mis rodillas para coger su vaso.

—¿Pura? —repitió Tsubaki, ligeramente sorprendido, y dio un trago.

A mí no me parecía pura. Era una historia horrible.

—Es escalofriante —dije, tras un breve momento de silencio.

—¿Escalofriante? ¿Por qué? —me preguntó Uchida, sonriente. Estuve a punto de pedirle que volviéramos a casa, pero al final me contuve.

—¿No te ha dado miedo?

—En absoluto.

—Seguro que a mí ese insecto me comería.

—Sí, nos devoraría en un periquete —corroboró Uchida dirigiéndose a Tsubaki con una mirada expectante, como si esperase su confirmación. Tsubaki asintió moviendo la cabeza de arriba abajo.

—No me gustaría morir devorada por ese bicho.

—No pasaría nada, es una criatura pura —insistió Uchida. Ambos se echaron a reír. Sus carcajadas hicieron vibrar el aire como si estuviera cargado de electricidad. El insecto de bronce reposaba encima de la mesa. Tsubaki lo acariciaba de vez en cuando, delicadamente.

—Me encantaría comprarte este insecto —dijo Tsubaki. Yo volvía a notar los efectos del alcohol y el corazón me latía rápidamente.

—Ni hablar —rechazó Uchida, sin perder la sonrisa.

—Es que me encanta —insistió Tsubaki, muy despacio. Acto seguido me acarició la rodilla con el pie, en el mismo lugar donde poco antes había estado la mano de Uchida. A Tsubaki nunca le había dicho que lo quería. Nos habíamos acostado juntos un par de veces, sin prisas, tranquilamente y en silencio. Sin aspavientos. Cogí discretamente la mano de Uchida y la conduje hacia mis rodillas. Tsubaki se dio cuenta enseguida y apartó el pie. Su expresión cambió inmediatamente. Parecía rebosante de un sentimiento a punto de derramarse, como una jarra llena de agua hasta el borde. Pero no se derramó. Por eso al final no supe si aquel sentimiento era rabia, miedo, tristeza o satisfacción.

«¿Qué estamos haciendo aquí?», pensé de repente. No tenía nada claro. No sabía dónde estaba, quién era Uchida ni qué había pasado con Tsubaki. Debía de ser por el alcohol.

—¿Nos vamos? —propuse, y tanto Uchida como Tsubaki asintieron despacio. Mientras bajábamos las escaleras, Tsubaki me susurró al oído:

—Quiero hacer un trío.

Levanté la vista, sorprendida, pero él se hizo el loco. Se limitó a adelantarme como si nada hubiera pasado y siguió bajando a paso rápido sin decir palabra. Una vez en la calle, cuando ya nos habíamos despedido de Tsubaki, me arrimé al cuerpo de Uchida.

—Tengo miedo —le dije otra vez.

—¿De qué? —me preguntó él sin inmutarse. En vez de responderle, lo abracé con más fuerza—. Todo irá bien —me consoló.

—¿Y si no va bien? —le pregunté.

—Pues si no va bien, ya lo veremos —repuso.

—Te quiero, Uchida —le dije, y él se echó a reír.

—Volveremos a casa y haremos el amor —dijo.

—Haremos el amor —coreé.

Estaba completamente borracha. Ni siquiera recuerdo cómo llegamos a casa.

«Quiero hacer un trío».

De vez en cuando recordaba las palabras de Tsubaki. Mi relación con Uchida seguía siendo igual de apasionada. Nuestros cuerpos se conocían mejor, nos amábamos profundamente, me parecía natural. A veces pensaba que no podía durar mucho, pero justo después me sentía como si tuviera que continuar para siempre.

Cuando Uchida me proponía que probáramos algo nuevo, no sólo se lo permitía, sino que colaboraba con él. Ya no tenía la sensación de que cada uno actuaba por su cuenta. Por otro lado, tampoco me sentía como si fuéramos dos. No sabría decir si era un paso adelante, un paso atrás o ambas cosas, pero apenas era consciente de ello. Sólo sé que, de vez en cuando, oía aquella voz diciéndome: «Quiero hacer un trío». Aquella idea me inquietaba. Si se lo proponía a Uchida, cabía la posibilidad de que aceptara sin pensárselo dos veces.

Me daba miedo que estuviera de acuerdo. Si decía que sí, nos acostaríamos los tres juntos. Me preocupaba hacer un trío con alguien al que por fin había sido capaz de decirle «te quiero». No lo soportaría. A pesar de mis temores, un día decidí explicarle lo que Tsubaki me había propuesto.

—¿Un trío? —exclamó Uchida con los ojos más abiertos que de costumbre.

—Perdona —me disculpé rápidamente—. No fue idea mía.

Uchida no dijo nada. Su silencio era inquietante. Oí un ruido procedente de la calle, como si alguien arrastrara un objeto pesado.

—Sólo te digo lo que me dijo Tsubaki —balbuceé.

—Eres igual que un insecto —me reprochó con una voz terrible que no sabía de dónde salía. Lo había subestimado—. Los insectos no hacen tríos.

Era una excusa muy rara. Ni siquiera era una excusa.

Quise decirle que lo quería, pero no pude. ¿Por qué no era capaz de decírselo en un momento tan importante? Las palabras «te quiero» me llenaban, no era un «te quiero» demasiado alegre pero sí muy tierno. No obstante, se derrumbaron y desaparecieron de mi vista.

—Creía que no te importaría.

—¿Por qué lo creías?

—Porque todo es muy fácil entre nosotros.

—No seas idiota.

Creía que iba a pegarme, pero no me tocó.

—Ahora entiendo por qué tienes esa cara de insecto —dijo sin inmutarse.

El ruido que venía de la calle sonaba más fuerte. Oí el grito de un pájaro. Imaginé que sería un cuervo arrastrando algún objeto pesado. De repente, pensé en el cuerpo de Tsubaki. Cuando me había susurrado al oído que quería hacer un trío, no se me había ocurrido pensar en su cuerpo, pero las crudas palabras de Uchida me obligaron a recordarlo con nitidez. Me sentí avergonzada. A veces lo que hacíamos Uchida y yo me parecía vergonzoso, pero me equivocaba. Amarse solemnemente no era vergonzoso. En cambio, decir «te quiero» sí lo era. Yo era como un recipiente que derramaba aquellas palabras sin ningún pudor.

—¿Cuánto hace que te acuestas con Tsubaki?

—Te equivocas.

Uchida me había malinterpretado. Traté de explicarle que no había nada entre Tsubaki y yo, y que antes tampoco había habido nada especial, pero no fui capaz. Ni siquiera pude decirle «te quiero».

Por una parte, pensé que nuestra historia estaba a punto de terminar, pero, por otra, estaba convencida de que eso era imposible, y me tranquilicé. Igual que un insecto. Uchida tenía razón.

—No hay nada entre Tsubaki y yo —conseguí decir al fin. Acto seguido me pregunté si de verdad Tsubaki me había propuesto hacer un trío. A lo mejor aquellas palabras habían salido de mí misma.

El ruido que venía de la calle era cada vez más fuerte.

—¿Oyes ese ruido? —susurré, y Uchida abrió la cortina.

—Ahí no hay nada, yo no oigo ningún ruido. No había nada bajo la ventana, ni un triste cuervo. No pasaban coches. No se veía a nadie. Los postes de la luz y el asfalto de la calle se recortaban contra el cielo encapotado. A pesar de que no había nada, yo seguía oyendo ruido. Me sentí como si hubiera caído en una trampa. ¿Era Tsubaki quien me la había tendido? No. ¿Era Uchida, entonces? No. ¿Había caído en mi propia trampa? No.

—¿Quieres hacer el amor? —le propuse al final.

Estaba segura de que él no aceptaría, y me sentí como si me adentrara aún más en aquella trampa. Uchida no me respondió. Se había refugiado en un hosco silencio, y no parecía el mismo hombre que me explicaba, hacía unos meses, que las tripas eran un plato muy energético.

—El insecto dios escupe los huesos de los ogros, pero ¿adónde va a parar la carne? —preguntó en voz baja al cabo de un rato.

—No lo sé.

—A lo mejor la expulsa con los excrementos.

—Ni idea.

Recordé aquel día en que, mientras yo lamentaba el paso del tiempo, le pregunté cómo se sentía y me respondió que no lo sabía. No nos entendimos. Ahora era yo quien le respondía con aquellas palabras.

El ruido de la calle era muy fuerte. Quizá era el insecto dios, que cazaba los ogros de un manotazo con sus afiladas garras y los devoraba empezando por la cabeza.

—Uchida —lo llamé, pero él no se volvió. Seguía de espaldas a mí. Me puse delante de él, le bajé el pantalón y los calzoncillos y, como no opuso resistencia, empecé a acariciarlo. Al contrario que aquel día, no lo hacía para mi propia satisfacción, sino que me esforzaba en darle placer.

Aunque estuviera enfadado, su cuerpo reaccionó con más intensidad que nunca. El también parecía un insecto. No un insecto dios, sino un simple insecto de bronce, pensé, con un ligero escalofrío. Sin embargo, aquella idea me alivió un poco y me dio miedo a la vez. Tenía miedo, pero no me importaba.

Mientras lo acariciaba apasionadamente para darle placer, pensaba que tanto Uchida como yo, y quizá también Tsubaki, parecíamos insectos. No como el insecto dios, sino simples insectos de los que son devorados por los ogros antes de que el insecto dios los capture.

—Todo empezó con el insecto de bronce —dije mientras lo acariciaba, y él sonrió ligeramente.

—Fue el principio de todo —añadió, y rio un poco a regañadientes. Lo apreciaba. Lo amaba. Y todo lo demás no importaba.

Estaba triste. Muy triste. Tendría que hervir todavía más tripas con especias, tendría que preparar el mismo plato todas las noches. A partir de entonces, pasara lo que pasara, tendría que hacerlo siempre.

Ocupada con aquellos pensamientos, me senté encima de él con las piernas abiertas para darle aún más placer. En la calle, el insecto dios hacía mucho ruido mientras se comía tres mil ogros. Los devoraba con pureza, concentrado en lo que hacía.