Los grillos
Llevaba mucho tiempo sin ver al maestro.
La visita a aquel lugar extraño no tuvo nada que ver con nuestro distanciamiento. Había decidido esquivarlo a propósito.
Evitaba acercarme a la taberna de Satoru. Renuncié a mi paseo vespertino los fines de semana. En vez de ir al mercado viejo del centro de la ciudad, hacía la compra en un gran supermercado situado frente a la estación. Tampoco me detenía en la librería de segunda mano ni en las otras dos librerías del barrio. Sabía que, si tomaba aquellas pequeñas precauciones, no me cruzaría con el maestro. Así de sencillo.
Era tan sencillo, que si seguía así no volvería a ver al maestro nunca más. Y si no volvía a verlo, acabaría olvidándolo.
—Cada uno recoge lo que ha sembrado —solía decir mi difunta tía abuela.
A pesar de su avanzada edad era mucho más liberal que mi madre. Cuando murió su marido estuvo saliendo con varios hombres que la llevaban de excursión en coche, a comer o a jugar al criquet.
—En eso consiste el amor —repetía la mujer—. Cuando tienes un gran amor, debes cuidarlo como si fuera una planta. Debes abonarlo y protegerlo de la nieve. Es muy importante tratarlo con esmero. Si el amor es pequeño, deja que se marchite hasta que muera.
Mi tía abuela no se cansaba de recordarnos a todos su consejo, como si de un dogma se tratara.
Según ese método, si no veía al maestro durante una temporada larga, lo que sentía por él acabaría marchitándose. Por eso hacía todo lo posible por evitar el encuentro.
Si salía de mi casa, caminaba por la calle principal, tomaba la calle que llevaba al barrio residencial y seguía el río durante unos cien metros, llegaría a casa del maestro. Vivía en el tercer edificio de un callejón perpendicular al río, que se desbordaba con mucha facilidad. Hasta hace unos treinta años, cada vez que un tifón azotaba la región se inundaban los bajos de las casas. En la época del gran crecimiento económico se puso en marcha un proyecto de reparación a gran escala de los lechos de los ríos, que se ampliaron y rodearon de muros de cemento excavados a gran profundidad.
Pero antes de las obras la corriente era tan violenta que costaba distinguir si el agua era turbia o cristalina. Era muy fácil acceder al río, de modo que era un buen reclamo para los suicidas. Además había oído decir que, una vez saltabas, era imposible que te rescataran con vida.
Los sábados y domingos tenía la costumbre de ir paseando junto al río hasta el mercado de la estación. Pero cuando empecé a esquivar al maestro tuve que renunciar a esos paseos y perdí una de mis distracciones del fin de semana.
Cogía el tren para ir al cine o al centro a comprarme ropa y zapatos.
Pero no me sentía cómoda. Me costaba mucho aguantar el olor a palomitas que impregnaba las salas de los cines los fines de semana, el ambiente fresco pero viciado de los grandes almacenes en las tardes de verano y el murmullo de voces que rodeaba la caja registradora de las grandes librerías. Tenía la sensación de que me faltaba el aire.
Hacía escapadas de fin de semana en solitario. Me compré un libro titulado Viajar sin rumbo. Balnearios de los alrededores. Y así, sin rumbo, visité varios lugares. Antes se consideraba sospechoso que una mujer viajara sola, pero los tiempos han cambiado. Los empleados del hotel me acompañaban amablemente a mi dormitorio, me enseñaban amablemente el comedor y la sala de baños y me decían amablemente a qué hora tenía que dejar la habitación. Una vez me había instalado me bañaba, cenaba, me bañaba otra vez y me quedaba sin saber qué hacer. Iba a dormir, al día siguiente desalojaba la habitación y daba el viaje por terminado.
¿Por qué no conseguía sentirme a gusto conmigo misma si estaba acostumbrada a estar sola?
Pronto me cansé de viajar sin rumbo. Como tampoco podía salir a pasear junto al río al atardecer me quedaba en casa, holgazaneando y preguntándome si mi vida estaba siendo tan agradable como creía.
Divertida. Dolorosa. Agradable. Dulce. Amarga. Salada. Cosquillosa. Picante. Fría. Caliente. Tibia.
¿Qué clase de vida había llevado hasta entonces?
Mientras estaba tumbada, ensimismada en mis pensamientos, los párpados empezaron a pesarme. Me recosté en la almohada doblada en dos y me quedé dormida. La ligera brisa que entraba a través de la tela metálica de la ventana me acariciaba el cuerpo. A lo lejos oía el canto de los grillos.
A medio camino entre el sueño y la vigilia, en ese sopor en que uno no sabe si está soñando o divagando, me pregunté por qué estaba esquivando al maestro. Soñé que andaba por un camino blanco y polvoriento. Avanzaba buscando al maestro, mientras los grillos cantaban desde algún lugar, por encima de mí.
Pero no encontraba al maestro.
De repente, recordé que había decidido encerrarlo en una caja. Lo había envuelto en un paño de seda y lo había guardado en un rincón del armario empotrado de madera de paulonia.
El armario era demasiado grande para recuperarlo. El envoltorio de seda era tan fresco, que el maestro no quería salir de ahí. El interior de la caja era oscuro, para que pudiera dormir tranquilo. Mientras pensaba en el maestro acostado dentro de la caja, con los ojos abiertos, seguía caminando sin descanso por el camino blanco. Los grillos enloquecidos cantaban por encima de mi cabeza.
Un día, después de mucho tiempo, quedé con Takashi Kojima, que había estado de viaje de negocios durante un mes. Me dio un cascanueces metálico muy pesado y me dijo que era un regalo.
—¿Dónde has estado? —le pregunté mientras jugueteaba con el cascanueces.
—Por ahí, en el oeste de América —me respondió.
—¿Cómo que por ahí? —inquirí riendo.
Takashi también rió.
—Es una ciudad que no conoces, cielo.
Fingí no darme por aludida con aquello de «cielo».
—¿Y qué has estado haciendo en esa ciudad que no conozco?
—Trabajando.
Tenía los brazos bronceados.
—El sol americano te ha sentado bien —observé.
Takashi afirmó con la cabeza.
—Bien mirado, el sol americano y el sol japonés son un único sol.
Mientras abría y cerraba el cascanueces, contemplaba distraídamente los brazos de Takashi Kojima. Sólo hay un sol. Me dejé llevar por la belleza de aquellas palabras y estuve a punto de ponerme sentimental, pero pude contener a tiempo mis sentimientos.
—¿Sabes qué? —empecé.
—¿Qué?
—Este verano he estado viajando.
—¿De veras?
—Sin rumbo fijo. De un lado a otro.
—¡Qué lujo! Qué envidia me das —exclamó Takashi.
—Un auténtico lujo —le respondí.
El cascanueces brillaba pobremente bajo la suave luz del Bar Maeda. Takashi Kojima y yo tomamos dos vasos de Bourbon con soda cada uno. Pagamos la cuenta y subimos las escaleras del bar. En cuanto pisamos la calle, nos dimos un apretón de manos formal y un beso también formal.
—Te veo distraída —observó Takashi.
—Es que llevo tiempo viajando sin rumbo —repliqué.
Él arrugó la frente.
—¿A qué te refieres, cielo?
—Eso de «cielo» no va conmigo.
—Yo creo que sí —insistió Takashi.
—Pues a mí me parece que no —repetí.
Takashi rió.
—El verano ya se acaba.
—Sí, ya se acaba.
Entonces, nos estrechamos las manos de nuevo y nos despedimos.
—¡Cuánto tiempo sin verte, Tsukiko! —me saludó Satoru.
Eran más de las diez. Satoru estaba a punto de cerrar. Llevaba dos meses sin aparecer por allí. Había ido a la fiesta de despedida de uno de mis jefes, que estaba a punto de jubilarse. Había bebido más de la cuenta y me envalentoné. Pensé que después de dos meses ya lo habría superado.
—Sí, ha pasado mucho tiempo —respondí, con la voz más aguda que de costumbre.
—¿Qué tomarás? —me preguntó Satoru, levantando la vista de la tabla de cortar.
—Una botella de sake frío y unos brotes de soja verde.
—Marchando —dijo Satoru, y agachó de nuevo la cabeza.
La barra estaba vacía. En una de las mesas había un hombre y una mujer sentados frente a frente, en silencio. No había nadie más.
Bebí un sorbo de sake. Satoru no me dijo nada. La radio anunciaba los resultados de los partidos de béisbol.
—Los Giants han dado la vuelta al marcador en el último momento —murmuró el tabernero, hablando consigo mismo.
Recorrí con la mirada el interior del local. En un paragüero había unos cuantos paraguas olvidados. Últimamente no había llovido.
De repente, oí un «cri-cri» procedente del suelo. Al principio pensé que sería la radio, pero parecía el canto de un insecto. El «cri-cri» se prolongó durante un rato más y se interrumpió, pero volvió a empezar casi de inmediato.
—Creo que hay un bicho por aquí —anuncié a Satoru, cuando me sirvió un plato humeante de brotes de soja verde.
—Será un grillo. Ha entrado esta mañana y sigue ahí desde entonces —me respondió el tabernero.
—¿Dentro de la taberna?
—Sí, en el desagüe.
El grillo reanudó su canto, como si quisiera confirmar las palabras de Satoru.
—El maestro me dijo que estaba resfriado. Espero que se encuentre bien.
—¿Eh?
—La semana pasada vino un par de días, por la tarde. Tenía mucha tos. Desde entonces no he vuelto a verlo —me informó Satoru. El cuchillo de cortar golpeaba la tabla y producía un ruido tosco.
—¿No ha venido ni un solo día? —le pregunté. Mi voz sonó demasiado estridente, como si fuera la de otra persona.
—No.
El grillo seguía cantando. Oía mis latidos y el zumbido del torrente sanguíneo circulando por mis venas. Mi corazón latía cada vez más acelerado.
—Espero que se encuentre bien —repitió Satoru, dirigiéndome una mirada interrogante.
Evité responderle y guardé silencio.
El grillo cantaba. Al cabo de un rato, se quedó en silencio. Mi corazón seguía latiendo acelerado, y notaba las pulsaciones por todo el cuerpo.
El cuchillo de cocina de Satoru chocaba contra la tabla de cortar. El grillo empezó a cantar de nuevo.
Llamé a la puerta.
Llevaba más de diez minutos dudando frente a la casa del maestro, hasta que por fin decidí llamar.
Había intentado pulsar el timbre, pero el dedo se me quedó paralizado. Rodeé el jardín y traté de asomar la cabeza al balcón, pero la puerta corrediza estaba cerrada. Escuché atentamente y no oí nada. Al dar la vuelta a la casa, me di cuenta de que había luz en la cocina y me sentí más aliviada.
—Maestro —lo llamé desde el otro lado de la puerta.
Como era de esperar, no respondió. No había gritado lo suficiente. Lo llamé unas cuantas veces más. Mi voz se perdió en la oscuridad de la noche. Entonces decidí llamar a la puerta.
Oí unos ruidos de pasos que se acercaban por el pasillo.
—¿Quién es? —preguntó una voz ronca.
—Soy yo.
—¿Cómo voy a saber quién es «yo», Tsukiko?
—Pues lo ha sabido.
Mientras hablábamos, el maestro abrió la puerta. Llevaba un pantalón de pijama rayado y una camiseta de manga corta con la inscripción «I ♥ NY».
—¿Qué haces aquí? —me preguntó con voz tranquila.
—Es que…
—No son horas de que una señorita visite a un hombre en su casa.
Seguía siendo el mismo de siempre. En cuanto le vi la cara, las fuerzas me abandonaron y las rodillas me flaquearon.
—¿Cómo que no? Cuando ha bebido, es usted mismo quien me invita a entrar.
—Pero hoy no he bebido suficiente.
Me hablaba con naturalidad, como si nos hubiéramos visto recientemente. Aquellos dos meses que había pasado intentado alejarme de él se borraron de mi memoria.
—Satoru me ha dicho que estaba enfermo.
—Cogí un resfriado, pero ya me encuentro mejor.
—¿Por qué lleva esa camiseta tan rara?
—Me la dio mi nieto.
Nos miramos a los ojos. No se había afeitado. Llevaba una barba de dos días.
—Por cierto, Tsukiko, cuánto tiempo sin vernos.
Intenté aguantarle la mirada. Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro. Se la devolví torpemente.
—Maestro.
—Dime, Tsukiko.
—¿Se encuentra bien?
—¿Creías que estaba muerto?
—Reconozco que he llegado a pensarlo.
Soltó una carcajada. Yo también reí, pero la risa se me quedó atascada en la garganta. Quería pedirle al maestro que no volviera a mencionar la muerte. Pero me habría respondido algo como: «La gente muere, Tsukiko. Además yo ya soy mayor, y tengo muchas más probabilidades de morir que tú. Es ley de vida».
La muerte siempre flotaba a nuestro alrededor.
—Entra. ¿Te apetece una taza de té? —me ofreció mientras se adentraba en la casa.
En la parte trasera de la camiseta también había una inscripción de «I ♥ NY», pero era más pequeña. Me quité los zapatos murmurando: «I love New York».
—Maestro, ¿por qué lleva un pijama en vez de un camisón? —le pregunté en un susurro mientras lo seguía por el pasillo.
Él se volvió.
—¿Tienes alguna queja sobre mi estilo, Tsukiko?
—En absoluto —le aseguré.
—Estupendo —dijo él.
En la casa reinaban el silencio y la humedad. En la sala había un futón extendido. El maestro preparó el té y lo sirvió despacio. Yo intenté beber a pequeños sorbos, para que me durara más.
—Maestro.
—Dime —me respondió, pero yo me quedé callada. Lo intenté un par de veces más, pero cada vez que me respondía guardaba silencio. No sabía qué decir.
Cuando hube terminado mi taza de té, me despedí.
—Que se mejore —le deseé educadamente desde el recibidor, inclinando la cabeza.
—Tsukiko.
En esa ocasión fue él quien me llamó a mí.
—¿Sí? —inquirí yo, levantando la cabeza y mirándolo a los ojos. Tenía las mejillas rasposas y el pelo enmarañado.
—Cuídate —dijo, tras una breve pausa.
—No se preocupe —lo tranquilicé.
El maestro quería acompañarme al recibidor, pero se lo impedí y cerré la puerta yo misma. Era una noche de media luna. El jardín estaba lleno de cantos de insectos.
—No lo sé —murmuré, mientras me alejaba de su casa—. Pero da igual. No importa si es amor o no. ¡Qué más da!
La verdad es que me daba igual. Nada tenía importancia mientras el maestro estuviera bien.
—Ya no importa. No quiero nada con el maestro —me decía a mí misma, mientras caminaba junto al río.
El agua fluía en silencio rumbo al mar. Probablemente el maestro estuviera acurrucado en el futón, con su pantalón de pijama y su camiseta de manga corta. ¿Habría cerrado la puerta con llave? ¿Habría apagado la luz de la cocina? ¿Habría comprobado que el gas estuviera apagado?
—Maestro… —suspiré—. Maestro.
Un frescor otoñal ascendía desde el río. «Buenas noches, maestro. La camiseta de “I ♥ NY” le sienta muy bien. Cuando esté del todo recuperado iremos juntos a tomar algo. Como ya empieza a hacer frío, le pediremos a Satoru alguna cosa caliente y beberemos juntos».
Hacía un buen rato que había dejado atrás la casa del maestro, pero seguía dirigiéndome a él como si estuviera a mi lado. Caminaba despacio, siguiendo el curso del río. Parecía que estuviera hablando con la luna.