Álvaro soltó una carcajada y la siguió. En el auto no lo dejó en paz, lo tocaba, lo besaba, lo volvía loco. Lo acarició por encima del pantalón.
—Sofía, mi amor…
En cuanto llegaron al parqueadero de los dormitorios, la besó con destemplanza. Un beso apasionado, enamorado, desesperado, con sabor a dulce, a vino, a amor. Ella arqueó la espalda cuando él empezó a acariciar sus pechos.
—Vamos o tendremos problemas con la policía —dijo él en un susurro ronco, después de un suspiro.
Tomados de la mano y casi corriendo llegaron hasta el departamento. La besó de nuevo antes de entrar. Ni siquiera se molestaron en encender la luz.
—¿Y Greg? —preguntó Sofía. Tampoco se trataba de dar un espectáculo ante el joven.
—Estará fuera esta noche y mañana.
—Vaya, vaya, lo tenías todo fríamente calculado.
Álvaro le regaló una de sus matadoras sonrisas.
—Sí.
La ayudó a desvestirse, solo le dejó el tanga y las medias, jadeaba y respiraba rápido, mientras se quitaba la chaqueta, la camisa y la corbata.
—Quiero follarte duro, mi amor.
Sacó su miembro, ya erecto, del pantalón.
—He estado así toda la jodida noche por culpa de esas medias.
Contempló largamente las piernas envueltas en las medias de seda. Tocó la vena delgada. Sofía soltó la carcajada, pero se puso seria de repente cuando Álvaro llevó los dedos a su sexo por entre la tanga y empezó a acariciarla fuerte.
—¿Te gusta?
—Sí.
Dejó de acariciarla.
—No te escucho.
—Álvaro, por favor…
El hombre volvió a acariciarla con fuerza y ritmo. Sofía estaba derretida de deseo y amor.
—Lo que mi mujer quiera yo se lo daré.
Le bajó la ropa interior dejando su sexo expuesto.
—Joder —dijo en español—. Eres lo más hermoso que he visto en mi vida.
Le buscó los labios con desesperación, enredó su lengua en la de ella como si nunca más la fuera a saborear y se fundió en su aliento para sentirla suya, solo suya. La jaló hasta ponerla en la orilla de la cama donde le dobló las piernas, la aferró de las nalgas y la penetró.
Sofía respondió con un gemido de satisfacción. Él empezó a embestir con violencia dentro de ella. El cuarto se llenó de gemidos, palabras sucias y respiraciones aceleradas. Sus cuerpos cubiertos de sudor resbalaban uno sobre otro. Cada movimiento lo empujaba más profundo.
—No voy a tener bastante de esto nunca.
Estaba cerca y necesitaba aguantar. Iba a estar lejos de ella más de una semana y la iba a extrañar, Sofía lo había marcado a fuego y sin ningún remordimiento. Los gritos y suspiros de la mujer subieron de intensidad, estaba muy caliente y húmeda, lo aferró con las piernas, la sintió tensarse.
Sofía se arqueó contra el pecho de él. Empezó a respirar de forma entrecortada mientras la piel se le ruborizaba, signos de que en segundos llegaría la culminación. Tras sus párpados cerrados, una luz multicolor iba y venía al vaivén de sus movimientos. Álvaro movió las caderas con golpes largos hasta que ella se corrió.
—Te quiero así todos los días de mi vida, mi amor. Así, en el suelo, en la mesa, quiero que me la chupes —recitó en español, con tono de voz ronco y afilado.
—Me excita que me hables así. Me gusta, aunque no entendí mucho.
Bajó sobre ella otra vez, riéndose contra su cuello.
—Quiero saber qué dijiste —insistió ella.
Los empujes disminuyeron, Álvaro le aferró el rostro con las manos, el cabello parecía una manta oscura sobre la almohada. Le repitió las palabras en inglés para que las entendiera.
—Quiero complacerte —dijo ella, resuelta.
—Ya lo haces, mi amor.
—Quiero chuparte, así como tú haces conmigo.
Salió de debajo de él al ver la acogida por parte de Álvaro a su propuesta. Se besaron con exceso, luego él se puso de pie, ella se arrodilló y sin dejar de admirarlo, lo tomó en su boca, sabía a sexo, a colonia y a su aroma inconfundible. Él cerró los ojos y gimió mientras agarraba su cabello y empujaba más dentro de sus labios. Escuchó sus gemidos, levantó la mirada, él estudiaba su expresión con gesto ardiente.
La experiencia de Sofía en esas lides era poca, pero su amor, entusiasmo y la respuesta de Álvaro le dieron la confianza necesaria para brindarle un momento memorable. Después de tragarse su orgasmo, en medio de gruñidos bruscos y palabras en español que Sofía no entendió, se acomodaron en la cama.
—Fue bestial —dijo él, mientras la aferraba por la cintura y se acomodaba contra su espalda. Le acarició los pechos—. Estos pechos alimentarán mis hijos.
Había acabado de tener uno de los orgasmos más intensos de su vida y aún seguía listo para continuar. Nada ni nadie lo había hecho sentirse tan bien, nadie le había hecho perder el control, o volverse loco posesivo como ella, su Sofía.
—¿Cuántos hijos quieres?
—No sé, no le he pensado, pero dos o tres estaría bien.
—Buenos números —dijo ella, acariciándole el brazo, soñolienta.
—Te amo, Sofía, quiero todo contigo, caminar, reírnos, ir de compras. —Ella sonrió, era alérgica a las compras—. Y abrazados, siempre abrazados, poderte mirar mientras pintas.
Lo sintió tenso y excitado otra vez, se dio la vuelta para besarlo, le acarició el contorno de la barbilla, el anillo brilló en medio de la oscuridad.
—Yo solo quiero que estemos juntos siempre, amore mio.
—Lo que necesites, me avisas a estos teléfonos —dijo Álvaro al bajarse del taxi que los llevó al aeropuerto—. Quiero que hablemos todos los días.
Sus miradas se encontraron. Ella asintió con la cabeza.
—Estaré bien, pero voy a echarte mucho de menos.
Apenas habían dormido, a Sofía le dolía el cuerpo, él la había tomado tres veces más, y antes de salir del departamento, en la pared de la entrada, se había venido fuera de ella y le había masajeado el semen por el sexo y el abdomen, un acto sucio de posesión que le encantó al ver el brillo satisfecho en su mirada. La había marcado, como si lo necesitara. Ella también lo había marcado, llevaba un chupetón arriba del pecho, hecho con toda intención.
—El tiempo pasará volando, mi amor.
Él la tomó de la mano y caminó con ella por la terminal.
—Cuando vuelvas podremos ir a algún lado.
—Lo haremos, claro que lo haremos —dijo él, mirándola largamente.
La atrajo hacia sí y le acarició el cabello. Apenas había amanecido y ella había insistido en acompañarlo, todavía llevaba su vestido de fiesta y sus medias negras, el chal lo había reemplazado por un suéter de él que le quedaba algo grande. No quería despedirse, era una sensación muy extraña, volvería en pocos días, pero al ver su rostro pálido y con ligeras ojeras culpa de los desmanes de la noche anterior, sintió como si un puño le apretara el corazón.
—Ojalá no tuviera que marcharme —dijo, antes de entrar al área internacional.
—Sí —contestó Sofía con voz que quería ser animosa, pero dejaba traslucir la nostalgia por la despedida—. Ritorna da me, amore mio[12].
—Siempre.
Se dieron un largo beso. Álvaro caminó hasta la fila, Sofía se negaba a moverse, lo último que vio de él fue su caminar pausado mientras atravesaba los controles.
Álvaro volteó el rostro una vez más y la saludó con la mano, Sofía le devolvió el saludo, rígida, como una estatua cubierta de sombría tristeza, parecía un cachorro abandonado en medio de una multitud. Tuvo el impulso de devolverse, de no separarse de ella y de nuevo una extraña sensación lo asaltó, como si su mente le pidiera que no dejara de mirarla, se reprendió por imbécil y no sin esfuerzo, se concentró en seguir su camino.
Manuel García, un administrativo de la oficina de puertos de Newark, conocía muy bien al dueño de la empresa Sonostía Maritime Transport, era el mismo hombre que por medio de testaferros poseía media docena de empresas más, un par de ellas en la mira del FBI. El hombre con rostro de granito le inspiraba miedo. Había hablado en un par de ocasiones con él y sabía que estaba ante una persona a la que no le temblaría la mano al descerrajarle un tiro si algo salía mal con este cargamento mixto en particular. Aunque su cuenta había aumentado varios miles de dólares en ese tiempo, la adrenalina le había ocasionado una úlcera estomacal del tamaño de un cráter. Pero tenía que hacerlo, al fin y al cabo sostener a un hijo en la universidad y a una amante mucho más joven no resultaba barato.
El Agustine tocaría puerto esa misma noche, ya el barco estaba fondeado, y esperaba su turno para la inspección y la emisión de los permisos para entrar al país, por la suma de dinero que había recibido sabía que estaba ante un cargamento de los grandes, armas, y hasta el maldito polvo blanco que tanto había jodido a ese país. Ya había untado las manos que tenía que untar, solo restaba esperar.
Lo que no iba con él era lo que había visto la última vez y que lo tuvo vomitando un buen rato. Personas hacinadas como ratones en una caja. Entes transfigurados, pálidos y ojerosos, que hacían parte de la trata mundial de personas. Sabía que por más que se confesara estaba condenado.
Ivanova se levantó antes de que amaneciera, no había pasado la noche con Sergei, esperaba que el hombre la llamara para desayunar juntos. Necesitaba hacer el cambio hoy, caviló, mordiéndose la uña del pulgar, mientras caminaba de lado a lado de la habitación. Era ahora o nunca, no podría seguir viviendo con la zozobra un día más.
Se acercó al vestidor: cientos de trajes, vestidos, faldas, zapatos, carteras. Le había hecho creer a Sergei que esos trapos eran su vida. No, su vida habitaba en el corazón de su pequeña hija y en el alma del hombre que hoy la despreciaba. Ahogó un gemido angustiado, se reprendió, furiosa, no era el momento de ponerse sensible.
Se dio una ducha rápida y se puso un vestido veraniego de flores por arriba de la rodilla con sandalias de tacón bajo. Se cepilló el cabello y con las manos entrelazadas, esperó la llamada de Sergei.
El hombre llegó al comedor y dejó la chaqueta acomodada en el espaldar de una silla. Ya la memoria debía estar allí, en el bolsillo donde siempre la colocaba. Una ágil empleada le sirvió lo mismo que desayunaba todos los días, frutas, huevos con beicon y café. Ivanova rogó porque un ataque al corazón se lo llevara ese día por las altas dosis de colesterol que consumía.
—No estás comiendo, milaya —dijo, mirándola con algo parecido a la preocupación.
—Ayer comí unos pastelillos en la cena, hoy voy a hacer dieta. ¿No querrás que engorde?
—No —contestó con la boca llena—, por supuesto que no.
Cerdo y mil veces cerdo. Se obligó a bajar la vista, no quería que se le notara el odio en la mirada. Dio dos sorbos a su té.
Pasaron los minutos e Ivanova empezó a sudar frío, necesitaba calmarse. Pensar en Natasha y en que pronto estaría con ella le alivió la angustia. Sergei terminó de desayunar, se le acababa el tiempo. Se levantó y se acomodó detrás de él. Le acarició el pecho con una mano, y segundos después con la otra.
—Te voy a extrañar hoy, deberíamos irnos de viaje. Tomar unas vacaciones.
Sergei soltó una risotada.
—No nos vamos a ir a ningún lado, milaya, tengo mucho trabajo estos días.
Ella nunca se quejaba, era parte de su arreglo, su idea había sido una osadía, lo sabía. No tenía derecho a vacaciones y si él las tomaba lo haría solo o con una mujer más joven que ella.
—Pensé que podríamos hacerlo.
—Sal de compras, diviértete.
Sergei se levantó de la mesa y se puso la chaqueta. Ivanova puso las manos debajo de la mesa para disimular el temblor que le ocasionaba tener el futuro en sus manos.
Le regaló una falsa sonrisa y cuando Sergei salió, ella salió detrás como si el tiempo se le escurriera de las manos, pero se obligó a ralentizar sus pasos, para no alertar a los hombres que pululaban por allí.
Ya en la habitación, tomó su bolso y antes de abrir la puerta, echó una mirada a lo que estaba dejando atrás. Estaba segura de que no había nada comprometedor, ropa tirada en el piso, una toalla en una silla. No había ni una sola cosa que quisiese llevar con ella. No extrañaría nada de aquello. No tenía acceso a las joyas, Sergei las guardaba en una caja de seguridad, en cambio, sí tenía dinero ahorrado. Eso y la USB, eran sus pasaportes a la libertad.
En el departamento de Brooklyn tenía escondido un celular desechable que le había dado Alexander. Tan pronto marcara el número que estaba guardado en la memoria del aparato, sería libre. Ojalá hubiera podido guardar esas cosas en su cuarto, pero los empleados de Sergei lo revisaban cada pocos días y era mejor no arriesgarse.
Llamó y pidió la limusina, no podía salir por sus propios medios, eso sería alertarlos. El viejo Nikitin la esperaba en el lugar de siempre. Supo que había sido buena su idea de hacerlo hoy, porque solo el chofer la acompañaría y eso solo ocurría cuando había un negocio importante: una carga de mujeres, niños, drogas o lo que fuera que alimentara la codicia de Sergei en ese momento.
Miró por la ventanilla. La ciudad, los autos y la gente se perdían a medida que avanzaba a la meta. En un intento de calmarse, empezó a susurrar una melodía que le cantaba a Natasha antes de dormir, el rostro de su niña se apareció ante sus ojos. Tan pronto hiciera la llamada, un equipo sacaría a su madre y a su hija de la casa donde vivían. No le había pedido a Nikitin que cerrara el vidrio por si recibía una llamada de Sergei.
Llegó a los pocos minutos a Brooklyn, y subió la escalera con celeridad. Entró al apartamento con algo de temor, saldría en menos de dos minutos por la escalera de incendios.
Se acercó a una esquina del cuarto, y trepada en una silla, movió una tableta del techo y sacó un maletín que contenía una sudadera y el teléfono desechable. Marcó el número que había memorizado. Sacó otro bolso pequeño donde guardaba el dinero ahorrado.
—Ya la tengo —susurró a la voz que le contestó al otro lado de la línea.
—Vaya a la avenida quinta con tercera, aprenda el número de la placa del auto. Monovolumen negro. —Ella lo hizo—. Nos vemos allí en el término de la distancia. No hablé con nadie.
Bajó la escalera con celeridad, cuando vio a la pintora en medio de la sala.
—¡Sofía!
Maldita la hora en que se le había ocurrido darle llaves.