Sábado…

… El guarín toma la teta de la marrana tendida, como muerta, en el claro de la trasera de la casa. Bajo el sombrajo, estruja la ropa, frota la ropa en la taja una mujer, balanceante el seno, temblorosas las nalgas. Sestea el viejo en el poyo, la gorra sobre los ojos, la cachava entre las piernas, las manos tiritando los años sobre las rodillas. La vecina que lleva y que dice y que trae, la gallina clueca, cruzan la carretera.

La carretera penetra recta en el pueblo, llega a la plaza, parte hacia los campos. La plaza está adornada para el baile de la noche. Hay un tablado para los músicos de la fiesta. De los tres bares de la plaza, sólo uno no tiene mesas de terraza. Es el bar de los mozos, donde se grita y se bebe mucho. El dueño desafía a los de los otros bares a vender más. Da el mejor vino; aguanta al ebrio; anima al que canta; olvida a los guardias cuando hay bronca; permite el juego fuerte por los fondos del bar; calla ante el blasfemo; no goza buena fama entre la gente decente y el cura y las mozas casaderas saben que es cónsul del diablo, punto maldito, llaga de mal curar.

El pueblo se abre al llano, se cubre estribado en los primeros cerros serranos. El pueblo celebra el sábado labrador de la cosecha recogida. Conserva fresca la ley del buen año: Tras Santiago, el trago.

Las primeras mozas, vestidas de domingo, hablan y burlan por los portales. Corre la risa, revuelan las faldas, saltan los nervios en los aspavientos, en los abrazos, en el dime y direte a la oreja cosquillosa. Los viejos y los niños se aburren. No es fiesta de viejos, ni de niños. Los mozos que pasan, que cruzan la plaza, gritan a las primeras mozas las sabidas bromas del pueblo, aumentadas con alguna de ciudad, forastera y difícil de entender.

—¿Qué ha dicho ése?

—No sé.

Las dos mozas encogen los hombros. Una reacciona. Vocea al mozo que se va riendo.

—Guarro, más que guarro, ¿por qué no se lo dices a tu novia?

La compañera pregunta:

—Pero ¿qué ha dicho?

Cuchicheo y risas. Luego un fruncimiento de labios, despreciativo.

—Eso es lo que sabe ése. Eso es lo que ha aprendido en Madrid.

Vuelta a empezar. La conversación alegre, trivial. Los cuerpos con unos débiles, extraños repeluznos. La risa saltarina y húmeda. La formalidad de repente. Y los viejos mirando el jolgorio con ojos de odio. Y los niños sintiendo un clima raro, de desazón de los mayores, incomprensible y absurdo.

Sebastián cruza lentamente la plaza. Entra en el bar. Al ojo bribón nada se escapa. Talla el dueño.

—Buenas tardes, amigo. ¿Una copa?

Bajo la tamba el pitafló, bajo la manta el jarro.

—Anís.

Sirve la copa el dueño con el cuidado de la corona.

—¿Qué, de paso?

—De paso.

—¿Conocía usted este pueblo?

—No es la primera vez. Otra copa.

Buen pulso el del dueño.

—Hoy se celebra la cosecha. Esta noche, baile. Se puede divertir. ¿Viene para mucho?

—No.

—Usted no es de por aquí.

—No. Otra copa.

La gota se queda en la boca de la botella.

—Aquí hay unos que viven en una calle cerca de esta plaza. ¿Viene usted a verlos?

—No.

—Vendrán por aquí más tarde.

Sebastián coge la copa como en otro tiempo. La bebe al golpe.

—Ponga dos copas. Invito —dice Sebastián.

El dueño sirve las copas hasta los bordes.

—A la salud de usted.

Sebastián hace un movimiento de cabeza agradeciendo el ofrecimiento.

—Usted, y perdone, ¿es de Madrid?

—De Talavera.

—Yo soy de Madrid, nacido en Madrid, pero hace muchos años que vivo aquí. No es mal pueblo. Se va viviendo. Ahora, que bien preferiría uno vivir en Madrid.

—Lo mismo da, ¿no?

—¡Hombre!

Talla Sebastián.

—Ponga dos copas. Invito.

—Se lo agradezco, amigo, pero…

—Ande.

El dueño muestra los dientes de oro en la sonrisa.

—Aprisa bebe usted.

—Aprisa va la vida.

Sebastián brinda por el dueño:

—Salud y pesetas.

El dueño agradece simplemente:

—Eso.

Bate el platillo el músico chepa; suena el bombo a trueno lejano. El cornetín chilla y el músico flaco se pone colorado y se resiente de la hernia. El que toca el saxófono tiene el pelo ondulado y se camela a una moza, guiño va, guiño viene, hasta que su mozo se la lleva escamado al oscuro.

Al terminar la pieza, los músicos beben de un porrón que se les ofrece. El músico flaco se mete la mano en el bolsillo del pantalón y maniobra. Luego se queja:

—Esto un día me da un disgusto, te lo digo.

El del pelo ondulado recomienda:

—Opérate, hombre, y te arreglas para siempre. Si yo tuviera una cosa así…

—¿Y perras? ¿Quién me da las perras?

El músico chepa tiene el natural triste, la pierna larga, el tronco corto y una cabecilla lombrosiana de rata fisgona, que repugna. Su voz de niño calofría.

—Cuídate de la hernia, Jacobo.

Jacobo alimenta malamente familia numerosa. Sonríe amargo.

El músico chepa da la señal de empezar otra pieza. Unas muchachas se acercan. Van cogidas del brazo. Tienen vergüenza. Una casi se oculta tras la compañera. Se ríen. Por fin se ponen serias.

—¿Qué queréis, preciosas? —pregunta el músico del saxófono.

—Que si ustedes fueran tan amables de tocar el… ¿Cómo se llama, Enriqueta?

Un cuchicheo.

—Que si quisieran tocar el fox que empieza así: Toda una vida me estaría contigo.

El músico chepa adelanta la cabecilla.

—¿Cómo?

Las chicas le repiten la letra. El músico chepa no está dispuesto a complacerlas.

—Eso no lo tenemos. Ahora vamos a tocar un tango y después un pasodoble.

Las muchachas se marchan haciendo mohínes de disgusto. Al llegar a la terraza donde la familia ha establecido su campamento, comentan:

—¡Vaya músicos estos!

—Eso lo tocan todos los días por la radio, es más sabido que La Parrala. Y dicen que no lo tienen.

En el tablado el músico chepa da tres golpes de bombo y comienzan la pieza. Las parejas se animan a salir unas a otras. En el baile lo difícil es comenzar. En cuanto una pareja se decide, haciendo un gesto heroico la hembra, la plaza se puebla de danzantes. Los chiquillos corren entre las parejas, jugando.

Sebastián bebe vino. Habla con dos mozos.

—¡Tú me vas a decir, tú me vas a enseñar!

—Cuando yo estuve en Madrid era así —dice uno de los mozos—. Era así, porque lo he visto yo.

—Pero, bueno… En Madrid, como aquí como donde sea, eso no puede ser así.

El mozo bebe su vaso lentamente. Su compañero escucha atento y calla. Todo lo que sabe de Madrid lo sabe por el amigo. No puede discutir. Sebastián se dirige a él.

—En Madrid las cierran a las dos y media. A las dos y media te ponen en la calle. Es una orden que cumplen. No digo que alguna cierre un poco más tarde. En Talavera la Carola cierra a las tres, pero es porque es la Carola.

El mozo que sabe la noche de Madrid insiste:

—Yo he ido a las cuatro y media y me han abierto.

—Imposible.

Sebastián llama al dueño del bar.

—Ponnos unos vasos, Domingo, que estamos secos.

—Ahora va. Calma, que bebéis muy de prisa.

El dueño atiende el mostrador, donde los mozos tronados, que presumen de conocer la vida, hacen historia de su pasado, inventan aventuras en el pueblo, beben el vino de la mala compañía.

—Por la calle de San Marcos, me acuerdo que un sargento nos decía…

Sebastián le interrumpió:

—En la calle de San Marcos. En la calle de San Marcos he estado yo. ¿Tú conoces el bar de Eduardo?

—No, iba a decir que el sargento…

—En el bar de Eduardo está uno que le llaman el Marquesito, otro que le llaman el Viajero. Me vas a decir. Ahí, aquí menda, ha trajelao vino de embuten. Ahí he bebido yo…, bueno, para qué decirte…

Los mozos se asombraban ante la sabiduría de Sebastián. Iban perdiendo posiciones. Pactaban.

—Bueno, yo cuando estuve en Madrid fue hace cuatro años. Las cosas han podido cambiar…

Sebastián ya no le escuchaba.

—Mira, hombre, yo tenía una gachí en Talavera, de olé. Yo de gachises bandera —Sebastián apiñaba los dedos de la mano derecha—, así. Bueno…

Los mozos se retiraban a sus posiciones de conocimiento.

—En este pueblo —dijo el que sabía la noche de Madrid— también las hay buenas. Sin comparar, claro, porque Madrid es Madrid. Pero en este pueblo, que lo diga éste —le dio con el dorso de la mano a su compañero—. En este pueblo no está tan mal la cosa, como dicen por aquí.

—No pidas, ¿qué vas a pedir? Que vaya la niña a casa y se traiga unos chorizos. No seas tonto. Aquí te lo van a dar malo y caro.

La mujer agarra del brazo a su marido, que insiste rumboso en sacar tapas para el familión. La mujer defiende el dinero del hogar, tiene un pobre sentido de la fiesta, valora la mercancía por el precio, no por la alegría. El marido tiene que resignarse, aunque le hubiera gustado invitar a la familia a tapas de bar.

—Pero, Pilar, si es una sola vez al año. Pero, Pilar…

La mujer no atiende la queja, casi tristeza, de su marido. Da órdenes:

—Mari, vete y tráete unos chorizos. Cógelos de los buenos, sí. De los que guardamos en el arca grande.

El marido llama al camarero. Éste se acerca. La mujer pone mal gesto. Ya han bebido sus cervezas, sus gaseosas, sus granadinas. No hay por qué pedir más. El marido extiende la mano generosamente.

—¿Qué queréis beber?

La vieja niega con la cabeza. La mujer dice que la gaseosa sabía mal. El viejo pide una cerveza porque limpia el riñón. Y el niño quiere repetir la granadina y pedir una para su hermana.

—Mari querrá otra.

—Cuando venga —dice la madre—. No sé cómo os puede gustar esa porquería. Eso es un jarabe que sólo Dios sabe con qué estará hecho. Igual cogéis el tifus.

El camarero tercia:

—Señora, es la mejor granadina que se puede traer.

—Sí, sí, vaya usted a saber…

El padre pide para todos, excepto para la vieja. La madre levanta su sentido del ahorro.

—Para mí no, Teófilo; yo, en todo caso, beberé un poco de tu vaso.

El marido suspira profundamente y hace el inventario de lo que debe traer.

—Dos granadinas, dos cervezas…

Duda. Añade:

—Y unas anchoas.

—Muy bien.

La mujer se crispa.

—Pero si Mari ha ido por unos chorizos… Pero ¿para qué las anchoas si a nadie nos gustan?

—A mí, sí —dice el niño.

—Tú te callas. No sabes más que gastar, Teófilo.

El marido se estira en la silla de mimbre y comienza a hablar con el viejo.

—Padre, este año se le ha sacado a la tierra de la vera más que ningún año. Este año ha dado a razón de doce medidas por medida.

Se levanta el polvo de la plaza. Los bailarines tienen las manos sudadas, pringosas. El músico chepa marca el ritmo con el bombo y el platillo, y es bastante. El músico flaco sopla con mesura. El músico del pelo ondulado está ocupado en cortejar a una muchacha pizpireta que siente verdadera atracción por los forasteros. Ha crecido la masa de parejas en la plaza. Se oye entre el bombo, el platillo y el cornetín, el ruido uniforme del arrastrar de los pies.

—¿Me quieres, Carmen?

—Sí.

—¿Me juras que me quieres?

—Te lo juro.

—No vamos a reñir más, ¿sabes?

—Bueno.

—Cuando vayamos a reñir, tú me dices que me acuerde de hoy.

—Bueno.

Un último golpe del platillo acaba con la pieza. La masa se desintegra hacia los lados. Las terrazas de los bares se pueblan de voces, de saludos, de besos entre las mujeres.

—¿Cómo no ha venido tu madre?

—Está sentada en el otro bar con la señora Teresa.

—Dile que luego iré a verla.

—Se lo diré, doña Josefa.

—Dile que de aquello que me habló, que sí.

—Se lo diré.

—Que luego le contaré cómo fue la cosa.

—Se lo diré.

La muchacha, acompañada de su novio formal, se va a la terraza donde está su madre con la señora Teresa.

—Ya vienen —dice la señora Teresa.

—Carmen es muy formal y él también. Él es uno de los chicos mejores de aquí, ya se lo tengo dicho a mi Carmen. Pero lo que somos, ¿verdad?, no sé, se le ha metido que no le quiere, que no le quiere, que si es soso…

—Es que las mujeres de hoy…

—No sé, parecen que saben más y, sin embargo, son más chiquillas. No miran el porvenir. Se casan, se lo digo a usted, con cualquier pelanas.

—Lo que quieren es salir de aquí. Mire usted: prefieren las chicas casarse con un hombre de ciudad antes que con uno de pueblo, aunque el de pueblo tenga más posibles.

Carmen se acercó con su novio a la mesa de su madre y la señora Teresa. Se derrumbó sobre una silla.

—Estoy muerta de los pies.

El novio se quedó de pie respetuosamente.

Sebastián enjaretaba la parla golfante a los mozos in albis.

—En el tayón del Tripa nos daba la niebla privando peñascaró. El Tripa es sage pocho, chanela de usía. El Tripa tiene el usía bien merecido.

Domingo, el dueño, atendía el capricho de Sebastián.

—Nos vas a poner para los amigos de eso y de eso.

—Eso es muy fuerte.

—Te digo que nos vas a poner de eso y de eso.

Domingo, el dueño, encogía los hombros.

—Allá vosotros.

Vertió en unos vasos grandes licores de dos botellas. Sebastián dirigía la combinación.

—Van a beber éstos lo que beben los hombres. Van a aprender a beber.

Sebastián tenía una borrachera desesperada.

—Y tú, Domingo, también tienes que beber. Esto es para hombres.

Los mozos callaban. Sebastián les hacía el alarde chulón.

—De capón se bebe. No pongáis esa jeta.

—A mí me da la basca con esto. Es que he bebido mucho —decía uno.

Sebastián los animaba.

—Hay que bebérselo todo al trago. Así.

Domingo, el dueño, explicaba en la otra punta del mostrador:

—Es un gitano chalao que ha caído por aquí, de qué sé yo dónde, y está bebiendo desde la tarde.

Se arremolinaba expectante, conturbada, la flor de los mozos vividos.

Domingo recordaba tiempos.

—Nos va a salir como el Juanón de los trigos, que nadie le tumbaba.

La flor de los mozos vividos sintió el aire de los desafíos. Uno dio la voz del reto.

—Que le pongas de beber de mi parte. Lo que pida.

Domingo se fue a Sebastián.

—Por parte de aquella peña, que bebáis lo que queráis.

Sebastián se volvió a contemplarlos.

—Que no bebo más que lo que pido y pago.

Domingo ya no tallaba.

—Les diré que no quieres, que se lo agradeces, pero que no bebes.

Sebastián se puso terne.

—Que no bebo más que cuando me da la gana. Que lo entiendan.

Domingo mudó la cara. Ya no sonreía, ya no enseñaba los dientes de oro.

—En Talavera —dijo Sebastián— una noche que íbamos bebiendo, llevando el cante chico de un amigo hasta la madrugada, tuvimos un mal encuentro.

Los mozos escuchaban. En la punta del mostrador se revolvía la mala sangre del jaque del pueblo.

—Ése se va a beber lo que yo le diga.

Se encaramaba.

—Ése ahora mismo, que lo digo yo, se bebe lo que Domingo le ponga delante.

Domingo recomendaba:

—Ten cuidado, que estos gitanos desataos son mala cosa. Que éste no te conoce.

El jaque se fue hacia Sebastián. Se calmaba.

—Te he invitado.

Sebastián volvió la cabeza.

—Ya.

—Te he invitado, por las buenas.

—Ya.

—Tú no has querido beber.

—Yo no bebo más que cuando tengo sed. Ahora no la tengo.

—Tú te vas a beber lo que te ponga Domingo.

—Na.

Sebastián estaba plantado, el compás de las piernas abierto. De la punta del mostrador surgieron voces de paz.

—Déjalo ya, Diego, déjalo ya.

Un amigo se acercó y lo cogió del brazo. El jaque apuntó:

—Que me dejes.

Sebastián llamó a Domingo.

—Ponme de beber, que tengo sed.

El jaque y sus amigos se asombraron ante tanta chulería. Se lo llevaron para la punta del mostrador. Aconsejaban.

—No merece la pena… Tú has empezado… Él no se metía con nadie… Déjalo, que hay que divertirse.

—Ése me las paga.

—No te busques un disgusto por un gitano.

Domingo corrió al mostrador.

—Llevaos a éste. A ése ya se le pasará; dentro de nada está listo.

Sebastián explica a los dos mozos:

—… tuvimos un mal encuentro, como iba diciendo…

Hizo una pausa. Llamó a Domingo:

—Pon de beber a estos amigos, que solamente me has servido a mí.

El jaque y la flor de los mozos vividos cambiaron de bar. Domingo volvió a sonreír enseñando el capitalazo de sus dientes.

—Hay que retirarse, ya se va haciendo tarde.

—¿Tan pronto se van ustedes?

—Mañana tiene que madrugar éste.

El matrimonio estaba de pie. Bostezaba el marido más de aburrimiento que de sueño.

—Mañana tiene que salir en el autobús a primera hora.

La mujer explicaba a la amiga los trabajos dominicales de su marido.

—Todos los domingos va a Madrid. Tiene que resolver los asuntos el domingo porque los demás días de la semana no puede…

El bostezo del marido se comunicaba. Bostezó la amiga, bostezó el esposo de la amiga.

—Va ya para seis meses que todos los domingos, ¿verdad, Luis?, vas a Madrid. Tiene cosas que resolver.

La mujer bobalicona creía que su marido tenía que resolver asuntos en Madrid; no sabía de qué naturaleza eran los asuntos que tenía que resolver su bostezante marido; no entendía siquiera por qué bostezaba tanto su marido.

—Buenas noches.

—Buenas noches, y buen viaje.

Los amigos guardaron silencio hasta que los vieron a una prudente distancia por el perfil de la danza. La mujer comentó:

—¿Qué asuntos tendrá que resolver Luis en Madrid que no pueda resolverlos aquí?

El marido contestó con desgana:

—¡Quién sabe!

—Para mí, que tiene una querindonga.

—No levantes calumnias, Ana. ¿Qué sabes tú si tiene asuntos? Aunque con una mujer así no me extrañaría que el hombre tuviera un apaño.

La mujer hizo moraleja barata.

—Todos sois iguales. Todos os tapáis los unos a los otros. Todos, en cuanto se os deja, os hacéis unos perdidos. Y menos mal que ése no tiene hijos. Pero ¿tú serías capas de engañarme? Tú no piensas en tus hijos.

—Sí, Ana, claro que pienso en los hijos. En los hijos, en ti, en los negocios. ¿Te parece que tengo pocas cosas en que pensar?

La mujer se sintió de pronto muy afligida.

—Una tiene que pelear con la casa, con los chiquillos. Una… Lo que me he destrozado estos últimos años, ¿verdad?

—No. Estás como siempre.

—¿Tú crees?

—Sí, mujer, como siempre.

Se hizo un silencio entre los dos. El marido llamó al camarero.

—Oiga, tráigame otra copa de coñac.

Derrengado, el músico flaco estaba sentado en la silla plegable mientras sus compañeros hacían el chuchún de la danza. El músico chepa era infatigable. El músico ondulado había quedado para después del baile con la moza pizpireta y trabajaba.

Algunas parejas habían abandonado la danza y tomaban refrescos en las barras de los bares con terraza. Un grupo de mozas de tacón y vestido de fiesta ciudadana —orgullosas, retrasadas de moda, melindrosas— bebía ginebra con sifón, acompañadas por mozos de corbata, de cigarrillo rubio y de viaje mensual a Madrid.

—Melines, ayer en Madrid vi a tu amigo Octavio con su novia. Me dio recuerdos para ti. Me dijo que el verano que vino lo había pasado muy bien aquí.

Melines tenía un papá rico y muy mala educación.

—El desgraciado ese… Me lo vi venir. Que si abogado, que si veraneante. No tiene un real. Vaya y que se case en buena hora.

Una de las mozas propuso la diversión al tanto por ciento.

—Cada uno cuenta un chiste, y el que sea menos gracioso paga una ronda y así…

—Por mí, bien.

—¿A ti qué te parece, Melines?

—Yo no bebo más. Si bebo, me voy a poner borracha.

—¡Qué cosas tiene esta Melines!

—De verdad que si bebo otro mejunje me emborracho.

—No digas eso, Melines…

Cansados de bailar, los bailarines se sacudían los zapatos llenos de polvo y buscaban asiento en los claros que las familias habían ido dejando en las terrazas.

—El año pasado estuvo esto más divertido.

—El año pasado me aburrí como una ostra.

—Pues a mí me parece que estuvo más animado.

—Yo me estoy divirtiendo mucho.

La música cada vez se apagaba más.

—¿A qué hora acaba esto?

—A las dos.

—Hay que quedarse hasta que acabe.

—Mañana es domingo y se puede dormir hasta tarde.

—Mañana hay que ir a misa. Menos mal que hay una a las doce. Ha venido el padre Rodríguez.

—Menos mal.

El músico chepa comunicó a sus compañeros:

—Esto hay que ir pensando en dejarlo. A las dos en punto, fuera.

El músico del pelo ondulado consultó su reloj y sonrió. El músico flaco comentó:

—Tengo ganas de coger la cama. Y que no tenga chinches, porque si encima tiene chinches y me tengo que pasar la noche dándoles zapatillazos…

Sebastián se tambaleaba. Los mozos le habían dejado. Domingo le aconsejaba:

—Vete a dormir.

—No.

—Estás ya muy cargado.

—Cuando beba un poco más.

—Ya no vas a poder beber.

—Sí. Ponme un vaso de cualquier cosa.

Entraron dos gitanos, mesurados, silenciosos. Domingo se acercó a ellos.

—Ahí tenéis a un gitano que está completamente curda. No es de aquí. Mirad a ver si le conocéis.

Uno de los gitanos se acercó. Sonrió.

—Buenas noches, compadre, ¿estamos celebrándolo?

Sebastián le miró turbiamente.

—Sí, ¿tomas algo?

—Gracias, compadre, tengo allí lo mío.

—Tienes que tomar algo.

El gitano volvió la cabeza en consulta con su compañero.

—Bueno, por no despreciar, una copilla.

Sebastián, agarrado a la barra del bar, se acercó hacia el que estaba en la punta del mostrador.

—Te conozco.

—No.

—Te conozco.

—No creo.

—Tú eres Zafra.

—Sí.

—Yo soy Sebastián Vázquez.

—¿De dónde?

—De Talavera. Ponnos de beber, Domingo.

El dueño, prudentemente, contestó:

—Ya está puesto.

Sebastián apenas veía.

—Ponnos de beber aquí.

—Ya va, hombre.

Sebastián se colgó de Zafra.

—Vamos a beber por la salud.

—Bien.

Sebastián insistió:

—Yo a ti te conozco, tú eres Zafra. Tú has conocido a mi bato.

Zafra ponía el pie derecho de punta. Zafra esperaba.

—Vázquez, de Talavera.

—Hace años conocí a un Vázquez. No le he vuelto a ver.

—Yo soy hijo suyo.

Los gitanos se consultaban con el gesto. Zafra dijo:

—Has privao mucho.

Domingo le explicó:

—Está aquí desde la tarde. No ha salido de aquí. Bebiendo todo el tiempo.

Zafra preguntó a Sebastián:

—¿Tienes piltra para esta noche?

—Na.

—Ahora la última, y te vienes.

—Na. Domingo, ponnos de beber.

—Que ya es bastante, hombre, que estás con una juma que no te tienes.

Sebastián hablaba confusamente de Talavera, de los amigos, de la familia, de su madre. Mezclaba el recuerdo con el presente.

—Otra copa… El Langó se ha pirao… El Langó es un cabra… Venga mollate… Estoy girao… Maño, pon otra… La bata me ha largao… Lupe, me tienes que querer… Que nos pongan otras… Estoy girao, girao, girao…

—Anda, que nos najamos —dijo Zafra.

Sebastián no le oía.

—… otra copa… El Langó se ha dao el lique… A Lupe le voy a sacudir… Lupe, que me tienes que querer… mira que me tienes que querer… Girao, girao… Pon otras… no tenéis sangre, sangre… Eso es lo que no tenéis… Ninguno, ni tú, ni tus hijos… Mala muerte para todos… para todos…

Domingo habló por los bajinis a Zafra.

—Le ha debido de dar un ataque. Es que ha bebido mucho. Durmiendo puede que se le pase.

Los dos gitanos cogieron a Sebastián por los brazos.

—Anda, vamos.

Zafra preguntó:

—¿Te ha pagado?

—Me pagó antes. Ahora no se debe más que esto, que lo invito yo.

—Gracias, Domingo.

Sebastián se dejó sacar mansamente a la calle. En la plaza no quedaban ya más que los retrasados de la fiesta. Sebastián se espabiló momentáneamente.

—Llevadme a los guardias, llevadme a los guardias… —dijo.

—Pero ¿qué garbas, qué chaladura te ha dado?

Sebastián se estiró.

—Decidme dónde están los guardias. Llevadme a los guardias.

Los dos gitanos apretaron fuerte de los brazos de Sebastián, caminaron cruzando la plaza.

Sebastián tuvo una náusea. Abrió las piernas. Vomitó. Quedó balanceándose.

—Por la salud de los tuyos, llévame a los guardias, Zafra.

—¿Qué quieres de los guardias?

—Llévame, Zafra; te lo pido por lo que más quieras.

Iban por una calle estrecha y mal alumbrada. Pasaron tapias, portaladas, cantones. Pasaron una plazuela, con arbolillos y fuente. Acercaron a Sebastián.

—Remójate la chola, para que se te pase.

Sebastián puso la cabeza al chorro. Se apoyó en la fuente. Se incorporó.

—Llévame a los guardias, Zafra, llévame.

Los dos gitanos acompañaron a Sebastián hasta cerca de la salida del pueblo.

—Ahí tienes los guardias.

Sebastián avanzó un poco. Zafra preguntó:

—¿Te esperamos?

Sebastián volvió hacia ellos. Se estiró balanceante. Balbuceó:

—Decid que habéis conocido a Sebastián Vázquez, de Talavera. Decid que lo habéis conocido.

Apoyándose en la pared, llegó hasta la puerta de entrada de la Casa Cuartel. Golpeó violentamente con las manos.

—Abran. Abran.

Zafra y su compañero desaparecieron por una calle oscura. Sebastián golpeó de nuevo la puerta.

—Abran. Abran.

Se abrió una mirilla.

—¿Qué pasa?

—Abran. Abran.

—¿Qué le ocurre?

—Vengo a entregarme.

La puerta crujió. El guardia tenía la guerrera desabotonada, los ojos de sueño, el pelo revuelto. Por la cara de Sebastián lagrimeaba el agua de la fuente.

El sargento del puesto dio la orden.

—Tráiganlo.

El sargento pasaba la punta de su lapicero por la periferia de España. Tenía la costumbre de repintar el perfil de España en el mapa de su carpeta de hule.

Tosió. Estaba nervioso. Llamó a un guardia.

—¿Por qué no lo traen de una vez? Que se den prisa.

Volvió a pasar la punta de su lapicero por la periferia de España.

Sebastián estaba tumbado sobre una colchoneta cuando llegaron a buscarlo.

—¡Arriba!

Sebastián se levantó trabajosamente.

—¡Anda delante!

Sebastián sentía que no podía gobernar su cuerpo.

—Por aquí.

Sebastián tenía la boca amarga y el estómago ardiendo.

—Sube.

Sebastián subió con esfuerzo la escalera. Le deslumbró la luz, venía de la penumbra y del sueño. Uno de los guardias dijo:

—¿Da usted su permiso?

Sebastián estaba delante del sargento. El sargento ordenó a un guardia:

—Siéntese usted ahí y vaya tomándole la filiación.

El sargento se levantó. El guardia preguntaba:

—¿Nombre?

—Sebastián Vázquez.

—¿Edad?

—Veintinueve años.

—Lugar de nacimiento.

—Talavera.

—Fecha.

Sebastián respondió mecánicamente a las preguntas de ordenanza. El guardia lo miró de arriba abajo. Fue rellenando las casillas. Pelo negro. Ojos al pelo. Estatura regular…

De la calle, por la ventana, ascendía un rumor de domingo.