4. Pares y nones

Acaba de ocurrirme algo desconcertante. De ordinario me resulta poco difícil hallar asunto para estos capítulos. Se me ocurre un tema interesante y en seguida trazo una determinada línea de desarrollo, desde un cierto principio a un cierto fin, y ya estoy en marcha.

Mas hoy, habiendo decidido tratar de la asimetría (en más de un capítulo, probablemente), y terminar en la vida y la anti-vida, sucedió que se me ocurrieron dos posibles modos de empezar. De ordinario en ese caso, uno de ellos me parece tan preferible al otro, que lo elijo tras bien corta duda.

Pero esta vez, la cuestión era si partiría de los números impares o de la doble refracción, y los motivos para lo uno o lo otro que bullían en mi cabeza estaban tan equilibrados, que no pude decidirme. Dos horas pasé ante mi mesa, comparando ambas posibilidades, con creciente mal humor.

Me di cuenta, por cierto, de la desagradable semejanza de mi caso con el del asno de Buridan.

Me refiero a un tal Buridan, filósofo francés del siglo XIV, quien dicen que afirmó lo siguiente: un asno hambriento, puesto entre dos sacos de pienso exactamente iguales en todo, se morirá de hambre, porque no verá motivo para decidirse por uno, y no por el otro.

En realidad, es claro que hay aquí un sofisma, pues la afirmación no tiene en cuenta el factor azar. El burro, que no es un lógico, pondrá casualmente la cabeza de modo que vea uno de los sacos mejor que el otro; torcerá casualmente las patas, de modo que un saco le quede más cerca, e irá a parar al saco mejor visto, o más próximo.

De antemano no podemos decir cuál de los dos sacos será. Si pusiésemos mil asnos entre sendos pares de sacos exactamente idénticos, sería de esperar que una mitad de los jumentos se volverían hacia la derecha y la otra hacia la izquierda. Pero la conducta de cada animal seguirá siendo impredecible.

Del mismo modo, es imposible predecir si una honrada moneda, honradamente lanzada, caerá en un cierto caso en cara o en cruz; pero podemos predecir con confianza que un gran número de monedas, lanzadas simultáneamente, o una misma moneda lanzada muchas veces, nos darán cara (o cruz), aproximadamente en la mitad de los casos.

Y por eso, aunque la probabilidad de las «caras» es exactamente igual a la de las «cruces», ello no nos impide llamar al azar en nuestra ayuda, al tomar una decisión, lanzando una sola vez una moneda.

¿Empezamos por los números pares, amable lector?

Sospecho que algún filósofo prehistórico sería quien decretó que hay dos clases de números: los pacíficos y los belicosos. Los pacíficos eran los del tipo 2, 4, 6, 8; mientras que los intermedios eran los belicosos.

Si tenemos ocho hachas de piedra y hay dos individuos con igual derecho, será fácil darle cuatro a cada uno, y en paz. Pero si las hachas son siete, habrá que darle tres a cada uno, y luego, o tirar la restante, con clara pérdida de un valioso objeto, o hacer que los disputantes riñan por ella.

Que la cualidad primitiva que caracterizó a los números que llamamos pares y nones, venía a ser de esa índole, está indicado por los mismos nombres que les damos.

La palabra «par» sugiere fundamentalmente regularidad y lisura, sin desigualdades imprevistas[6]. Un número par de monedas idénticas, por ejemplo, puede repartirse en dos pilas de altura exactamente igual.

Las pilas «emparejan» en altura, y por eso se llama par el número. Par el número que tiene la propiedad de repartirse con igualdad.

Por el contrario, «non», no niega esa posibilidad. Si repartimos un número «non» de monedas en dos pilas, lo más iguales posible, una de ellas se alzará sobre la otra la altura de una moneda. Los números nones poseen la propiedad de partirse desigualmente; y también su otro nombre «impares» afirma la falta de igualdad del reparto.

Por eso, por permitir igualdad de reparto, se dice que los números pares tienen paridad, de una palabra latina que significa igual. Inicialmente se aplicaba esta palabra sólo a los números pares, como exige la lógica; pero los matemáticos hallaron cómodo decir que dos números, ambos pares o ambos nones, eran en los dos casos de «igual paridad». Uno par y uno impar son, en cambio, «de paridad diferente». Para apreciar las ventajas de este convenio, consideremos que:

Si se suman dos números pares, la suma es siempre que dos pares pueden escribirse 2m y 2n, en que m y n son números enteros; y la suma 2m + 2n sigue siendo claramente divisible por 2. Pero usted y yo somos amigos, y estoy seguro de que puedo excusar el razonamiento matemático, porque le encontraré a usted dispuesto a aceptar mi palabra de honor y de caballero, en estas materias. Además, busque usted enhorabuena dos pares cuya suma no sea par.

Si se suman dos números impares, la suma es también infaliblemente par.

Mas si sumamos un par con un impar, el resultado es infaliblemente impar.

Expresemos esto, más abreviadamente, en símbolos, designando por P el par y por N el non:

P + P = P

N + N = P

P + N = N

N + P = N

Si nos referimos sólo a parejas de sumandos, el concepto de paridad nos permite decir esto en dos proposiciones, en vez de cuatro:

Paridades iguales dan suma par.

Paridades distintas la dan non.

Esto es muy parecido a lo que sucede con el producto, si puede haber factores positivos (+) y negativos (-). El producto de dos positivos es siempre positivo. El de dos negativos, también siempre positivo.

El de uno positivo por uno negativo, siempre negativo.

Usando símbolos:

+ x + = +

– x – = +

+ x – = –

– x + = –

O si consideramos que los positivos tienen una cierta paridad, y los negativos la opuesta, podemos decir respecto a productos de dos factores:

Paridades iguales dan producto positivo.

Paridades opuestas lo dan negativo.

El concepto de paridad, es decir, la agrupación de todos los objetos de una cierta clase en dos subclases, y el hallar resultados opuestos, según operemos con objetos de la misma o de distinta subclase, es aplicable a fenómenos físicos.

Por ejemplo, todas las partículas electrizadas pueden dividirse en dos clases; con carga positiva y con carga negativa. También todos los imanes poseen dos puntos de magnetismo concentrado, de propiedades opuestas:

un polo Norte y uno Sur. Designémoslos, pues, por

+, – , N y S.

Resulta que

+ con + o N con N = repulsión

–con – o S con S = repulsión

+ con – o N con S = atracción

–con + o S con N = atracción

También aquí podemos formular dos proposiciones:

Cargas eléctricas o polos magnéticos iguales se repelen.

Cargas o polos opuestos se atraen.

La analogía formal con la suma o el producto de «pares» e «impares» es obvia.

Cuando, entre entes cualesquiera, paridades iguales dan siempre un resultado y paridades distintas dan siempre el opuesto, diremos que «se conserva la paridad». Si algunas veces dos pares diesen suma impar; o si un número positivo, multiplicado por uno negativo diese producto positivo; o si un polo magnético Norte repeliese a uno Sur, diríamos que se «quebrantaba la ley de conservación de la paridad».

Cierto que entre números y entre cargas eléctricas o magnéticas nadie ha observado jamás que falle la «ley de conservación de la paridad», ni espera en serio observarlo en el futuro.

Pero ¿y en otros casos?

Veréis: El electromagnetismo constituye un «campo»; es decir, toda carga eléctrica o magnética está rodeada de un espacio, dentro del cual se manifiestan sus acciones sobre otras cargas de la misma naturaleza. Por eso se habla de una «interacción electromagnética», entre pares de objetos que poseen cargas eléctricas o polos magnéticos.

Hasta los primeros años del siglo XX, la única interacción distinta era la gravitatoria.

A primera vista nos parece fácil introducir la paridad en la gravitación. No hay modo de dividir los objetos en dos grupos de propiedades gravitatorias opuestas.

Todos los objetos de una masa determinada poseen la misma intensidad de interacción gravitatoria de la misma clase. Dos objetos cualquiera con masa se atraen. No parece existir la «repulsión gravitatoria» (y según la teoría general de la gravitación de Einstein, no puede haber tal cosa). Es como si en gravitación, sólo pudiera decirse P + P = P, ó + x + = +.

Cierto que es posible que en el campo de la física subatómica haya objetos con masa que posean las propiedades gravitatorias corrientes; y otros objetos con masa que posean propiedades gravitatorias de naturaleza opuesta (antigravedad). En ese caso, lo probable sería que dos objetos antigrávidos se atrajesen, como dos grávidos; pero que uno grávido y otro antigrávido se repeliesen.

La situación sería opuesta a la del caso electromagnético (atracción entre grávidos iguales y repulsión entre grávidos opuestos); pero fuera de esa inversión, seguiría conservándose la paridad.

Pero lo malo es que la interacción gravitatoria es tan insignificante frente a la electromagnética, que hasta ahora resulta imposible medir la acción gravitatoria entre los corpúsculos subatómicos, ni distinguir si es atractiva o repulsiva. Así, pues, la cuestión de la paridad del campo gravitatorio queda pendiente.

Al avanzar el siglo XX, se reconoció que las interacciones gravitatorias y electromagnéticas no son las únicas que existen. Las partículas subatómicas ejercían otras.

Cierto que los electrones, con su carga negativa, y los protones, con su carga positiva, se sujetaban a las leyes del electromagnetismo. Pero en el mundo subatómico había otros fenómenos que no obedecían a ellas. Había, por ejemplo, una cierta interacción entre partículas, cargadas o no, que se manifestaba sólo a las distancias ínfimas, que se encuentran dentro del núcleo atómico.

Esta interacción nuclear ¿muestra paridad?

Toda partícula subatómica tiene una cierta propiedad mecano-cuántica, que puede expresarse en función de tres cantidades x, y y z. En algunos casos es posible cambiar el signo de las tres, sin que se altere el signo de la expresión en conjunto. Las partículas en que se verifica eso se dice que tienen paridad par. En otros casos, al cambiar de signo x, y y z, cambia el de la expresión, y la partícula en que ocurre eso se dice que tiene paridad impar.

¿Por qué par e impar? Pues bien, una partícula de paridad par puede partirse en dos de paridad par, o en dos de paridad impar, pero nunca en una de paridad par y otra de paridad impar. Por su parte, una partícula impar puede escindirse en una par y otra impar, pero nunca en dos partículas pares o en dos impares. Esto es análogo a cómo un número par puede descomponerse en suma de dos pares o dos impares, pero nunca en suma de un par con un impar; mientras que un número impar se descompone en suma de un par con un impar, pero nunca en suma de dos pares o dos impares.

Mas he aquí que se descubrió la partícula llamada «mesón K». Era inestable y en seguida se dividía en dos «mesones pi». Algunos mesones K no daban dos «mesones pi», sino tres, al dividirse, y esto era bien desconcertante. Si un mesón K hacía lo uno, no debiera poder hacer lo otro. Así un número par puede ser suma de dos impares (10 = 3 + 7) y un número impar suma de tres impares (11 = 3 + 7 + 1); pero no hay número que sea unas veces suma de dos impares, y otras veces de tres. Eso sería como esperar que un número fuese a la vez par e impar. En una palabra, representaría quebrantar la ley de conservación de la paridad.

Los físicos, por tanto, pensaron que tenía que haber dos clases de mesones K: el de paridad par (mesón theta), que se dividía en dos mesones pi; y el de paridad impar (mesón tau), que se dividía en tres mesones pi.

Esa solución no resultó del todo satisfactoria, pues no parecía posible distinguir entre el mesón theta y el mesón tau, fuera del número de mesones pi en que se descomponía. Inventar una diferencia de paridad entre dos partículas, idénticas en todo lo demás, parecía un sistema poco afortunado.

Hacia 1956 unos cuantos físicos habían comenzado a sospechar que quizá fuese posible que falle en ciertos casos la ley de conservación de la paridad. Entonces ya no sería necesario distinguir entre el mesón theta y el mesón tau.

Esa idea despertó el interés de dos jóvenes físicos chino-americanos de la Universidad de Columbia: Chen Ning Yang y Tsung Dao Lee, que tuvieron en cuenta lo siguiente:

Es un hecho reconocido que no hay más que dos interacciones nucleares: la que mantiene ligados los protones y los neutrones en el núcleo es sumamente fuerte, unas 130 veces mayor que la interacción electromagnética. Por eso se llama la «interacción nuclear fuerte».

Hay una segunda «interacción nuclear débil», que sólo vale la cienbillonésima parte de la fuerte, pero todavía es como un millón de trillones más intensa que la inconcebiblemente pequeña interacción gravitatoria.

Esto significaba que había cuatro tipos de interacción en el Universo (y hay ciertos motivos teóricos para creer que no puede existir un quinto tipo, aunque yo me guardaré de responder de ello). 1.º Nuclear fuerte; 2.º electromagnético; 3.º nuclear débil, y 4° gravitatorio.

De la acción gravitatoria podéis prescindir por los motivos ya expuestos. De las otras tres, en 1956 estaba bien establecido que la nuclear fuerte y la electromagnética conservan la paridad. Se conocían numerosos casos de tal conservación y el asunto parecía dirimido.

Pero nadie había estudiado nunca sistemáticamente la interacción nuclear débil, respecto a su paridad; y la ruptura del mesón K entrañaba una interacción nuclear débil. Desde luego, todos los físicos suponían que la paridad se conservaba en dicha interacción, pero era sólo un supuesto.

Yang y Lee publicaron un artículo indicando esto, y proponiendo experimentos para comprobar si las interacciones nucleares débiles conservan la paridad o no. Tales experimentos fueron prontamente realizados, y la suposición de Yang-Lee de que no se conservaría la paridad se demostró que era acertada. Poco tardó en concedérsele participación en el premio Nóbel de física de 1957, contando Yang treinta y cuatro años y Lee treinta y uno.

Claro que podríais preguntarme por qué ha de conservarse la paridad en ciertas interacciones y no en otras; y que podríais no contentaros con la respuesta: «Porque el Universo es así».

En verdad, fijándose demasiado en los casos en que la paridad se conserva, se puede adquirir la idea de que es imposible, inconcebible, incomprensible, encontrar casos en que no se conserve. Si luego se demuestra que en ciertos casos no rige la conservación de la paridad, nos parece que eso es una tremenda revolución, que sume toda la estructura de la ciencia en un estado de colapso.

Pero nada de eso.

La paridad no es una característica tan esencial de todo lo que existe que tenga que conservarse en todas partes y en todos los momentos y condiciones. ¿Por qué no ha de haber circunstancias en que no se conserve, como en el caso de la interacción gravitatoria, en que podría no existir siquiera?

Es también importante comprender que el descubrimiento del hecho de que la paridad no se conserva en las interacciones nucleares débiles no «echa abajo» la ley de conservación de la paridad, aunque así lo dijeron los periódicos y hasta algunos científicos. La ley de conservación de la paridad subsistió y sigue en pleno vigor, en aquellos casos en que su validez estaba acreditada por los experimentos.

En cambio, afecta sólo a las interacciones nucleares débiles, en que la conservación de la paridad nunca se había puesto a prueba antes de 1956, pero se había supuesto válida, un tanto gratuitamente. El experimento final se limitó a demostrar que los físicos habían hecho una suposición, sin verdadero derecho a hacerla; y la ley de conservación de la paridad sólo resultó derogada donde nunca se había demostrado que rigiese.

Acaso sea útil que presentemos un caso familiar, de experiencia diaria, en que rige la conservación de la paridad; y luego otro, en que, por analogía, la suponemos válida sin serlo. Comprenderemos así lo que pasó en la física, y cómo el echar abajo una ley que en realidad no estaba vigente fortalece la estructura de la ciencia, en vez de dañarla.

Los seres humanos son de dos clases: varones (V) y mujeres (M). Ni dos varones por sí, ni dos mujeres pueden tener hijos (H). Pero un hombre y una mujer pueden tenerlos. Escribiremos, pues:

V y V = no H

M y M = no H

V y M = H

M y V = H

He aquí, pues, la familiar situación de paridad:

Sexos iguales no dan hijos.

Sexos opuestos pueden darlos.

Claro que hay individuos sexualmente inmaduros, mujeres estériles y hombres impotentes, etc.; pero eso son detalles que no alteran la situación general. En cuanto a los sexos y los hijos, podemos decir que la especie humana —y ciertamente otras muchas— conserva la paridad.

Por conservar la especie humana la paridad sexual, respecto al nacimiento de los hijos, es fácil presuponer que la conservará también respecto al amor, de suerte que se concibe la idea de que el amor sexual debe existir sólo entre hombre y mujer. Sin embargo, lo cierto es que, en ese aspecto, no se conserva la paridad; que la homosexualidad masculina y femenina existen y han existido siempre. La suposición de que debía conservarse la paridad donde en realidad no se conserva ha hecho que mucha gente encuentre la homosexualidad inmoral, perversa, aborrecible, y ha creado mares de dolor a través de la historia.

Además, en las culturas occidentales la institución del matrimonio está íntimamente relacionada con la descendencia, y por tanto observa estrictamente la ley de conservación de la paridad, que rige para el nacimiento de hijos. El matrimonio sólo pueden contraerlo un hombre y una mujer, porque, idealmente, es el sistema más sencillo que hace posible tener descendencia.

Ahora, sin embargo, hay una creciente comprensión de que la paridad, que se conserva rígidamente respecto a la descendencia, no se conserva necesariamente respecto a las inclinaciones sexuales. Cada vez se va tratando la homosexualidad no como un pecado o un crimen, sino como una desgracia.

En nuestra sociedad va lentamente madurando la convicción de que las inclinaciones sexuales no están sujetas todas al rígido imperativo de la conservación de paridad.

La anticuada institución de la poligamia es un ejemplo de una especie de matrimonio, gozada por muchos de los hombres dignos del Antiguo Testamento, en la que no se conservaba la paridad sexual.

En el capítulo siguiente explicaremos la naturaleza del experimento que estableció la no conservación de la paridad en la interacción nuclear débil, y estudiaremos lo que ocurrió después.