Las siete princesas de Nezāmi
Pertenecer a una civilización poligámica y no monogámica seguramente cambia muchas cosas. Por lo menos en la estructura narrativa (único campo en el que creo poder opinar) se abren muchas posibilidades que Occidente ignora.
Por ejemplo, un motivo muy difundido en los cuentos populares occidentales: el héroe que ve un retrato de la bella, e instantáneamente se enamora, lo encontramos también en Oriente, pero multiplicado. En un poema persa del siglo XII el rey Bahram ve siete retratos de siete princesas y se enamora de las siete a la vez. Cada una de ellas es hija de un soberano de uno de los siete continentes; Bahram les pide a uno por uno la mano de sus hijas. Después manda levantar siete pabellones, cada uno de un color diferente y «construidos según la naturaleza de los siete planetas». A cada una de las princesas de los siete continentes corresponderá un pabellón, un color, un planeta y un día de la semana; el rey hará una visita semanal a cada una de las esposas y escuchará el relato que le cuenten. Los vestidos del rey serán del color del planeta del día y las historias narradas por las esposas estarán igualmente a tono con el color y las virtudes del respectivo planeta.
Esos siete relatos son fábulas llenas de maravillas del tipo de Las mil y una noches, pero cada uno tiene una finalidad ética (aunque no siempre sea reconocible bajo su cubierta simbólica), con lo cual el ciclo semanal del rey esposo es un reconocimiento de las virtudes morales como correlato humano de las propiedades del cosmos. (Poligamia carnal y espiritual del único varón rey con sus muchas esposas servidoras; en la tradición el papel de los sexos es irreversible y en este sentido no hay que esperar ninguna sorpresa). Los siete relatos comprenden a su vez aventuras amorosas que se presentan en forma multiplicada con respecto a los modelos occidentales.
Por ejemplo, el esquema típico del relato de iniciación quiere que el héroe pase por varias pruebas para merecer la mano de la doncella amada y un trono real. En Occidente este esquema exige que las bodas se reserven para el final, o bien, si ocurren durante el relato, que precedan nuevas vicisitudes, persecuciones o encantamientos, en los cuales la prometida (o el prometido) se pierde primero y después se encuentra. En cambio aquí leemos una historia en la que el héroe en cada prueba que supera gana una nueva esposa, más importante que la precedente; y esas sucesivas esposas no se excluyen mutuamente sino que se suman como los tesoros de experiencia y sabiduría acumulados durante la vida.
Me estoy refiriendo a un clásico de la literatura persa medieval: Nezāmi, Las siete princesas. Acercarse a las obras maestras de la literatura oriental las más de las veces sigue siendo para nosotros, los profanos, una experiencia aproximativa, porque ya es mucho que a través de las traducciones y las adaptaciones nos llegue un lejano perfume, y siempre resulta arduo situar una obra en un contexto que no conocemos; este poema en particular es sin duda un texto por lo menos complejo por su factura estilística y sus implicaciones espirituales. Pero la traducción italiana de Bausani (que parece meticulosamente adherida al espeso tejido de metáforas y no retrocede ni siquiera ante los juegos de palabras, poniendo entre paréntesis los vocablos persas), las copiosas notas, la introducción (y también el conjunto esencial de ilustraciones), nos dan, creo, algo más que la ilusión de entender qué es este libro y nos permiten saborear los encantos poéticos, al menos la parte que una traducción en prosa puede transmitir.
Tenemos pues la rara fortuna de agregar a nuestro anaquel de obras maestras de la literatura mundial una obra muy deleitable y sustanciosa. Digo rara fortuna porque esta ocasión es un privilegio de nosotros los italianos entre todos los lectores occidentales, si es cierto lo que dice la bibliografía del volumen: que la única traducción inglesa completa de 1924 es incorrecta, la alemana un arreglo parcial y libre, y la francesa no existe.
Nezāmi (1141-1204), nacido y muerto en Ganjè (en el Azerbaiyán ahora soviético, que vivió pues en un territorio donde se funden las estirpes irania, curda y turca), musulmán sunní (en aquella época los chiítas aún no prevalecían en Irán), cuenta en Las siete princesas (Haft Peikar, literalmente Las siete efigies, fechable en torno al 1200, uno de los cinco poemas que escribió) la historia de un soberano del siglo V, Bahram V, de la dinastía sasánida. Nezāmi evoca en clave de mística islámica el pasado de la Persia zoroastriana: su poema celebra al mismo tiempo la voluntad divina a la que el hombre debe remitirse enteramente y las diversas potencialidades del mundo terrenal, con resonancias paganas y gnósticas (y también cristianas: se recuerda al gran taumaturgo Isu, o sea Jesús).
Antes y después de los siete cuentos narrados en los siete pabellones, el poema ilustra la vida del príncipe, su educación, sus cacerías (del león, del onagro, del dragón), sus guerras contra los chinos del Gran Kan, la construcción del castillo, sus fiestas y borracheras, sus amores, incluso los ancilares. El poema es ante todo el retrato del soberano ideal en el que se funden, como dice Bausani, la antigua tradición irania del «rey sagrado» y la islámica del piadoso sultán, sometido a la ley divina.
Un soberano ideal —pensamos nosotros— debería tener un reino próspero y súbditos felices. ¡Ni en sueños! Estos son prejuicios de nuestra mentalidad pedestre. Que un rey sea un prodigio de todas las perfecciones no excluye que su reino sufra las más crueles injusticias en manos de ministros pérfidos y ávidos. Pero como el rey goza de la gracia celestial, llegará el momento en que la triste realidad de su reinado se revele a sus ojos. Entonces castigará al visir infame y dará satisfacción a quienquiera que vaya a contarle las injusticias sufridas: éstas son pues las «historias de los ofendidos», también siete, pero sin duda menos atrayentes que las otras.
Restablecida la justicia en el reino, Bahram puede reorganizar el ejército y derrotar al Gran Kan de la China. Cumplido así su destino, no le queda sino desaparecer: en realidad desaparece literalmente en una caverna donde se había metido a caballo siguiendo a un onagro para cazarlo. El rey es en suma, dice Bausani, «el Hombre por excelencia»: lo que cuenta es la armonía cósmica que en él se encarna, armonía que en cierta medida se reflejará también en su reino y en sus súbditos, pero que reside sobre todo en su persona. (También hoy, por lo demás, hay regímenes que pretenden ser loables en sí y por sí, independientemente del hecho de que la gente viva muy mal).
En Las siete princesas se funden pues dos tipos de relatos orientales «maravillosos»: el épico celebrativo del Libro de los reyes, de Firdūsi (el poeta persa del siglo X que es el punto de partida de Nezāmi) y el de los cuentos que desde las antiguas recopilaciones indias llegará a Las mil y una noches. Es cierto que nuestro placer de lectores se ve más recompensado por esa segunda vena (aconsejamos por ello empezar por los siete cuentos para después pasar al marco), pero también el marco abunda en encantos fantásticos y en finezas eróticas (muy apreciadas, por ejemplo, las caricias con el pie: «En el flanco de aquella rompecorazones el pie del rey se insinuaba entre la seda y el brocado»), así como en los cuentos el sentimiento cósmico religioso alcanza puntos muy altos (como en la historia del viaje que emprenden juntos un hombre que se somete a la voluntad de Dios y un hombre que quiere explicar racionalmente todos los fenómenos: la caracterización psicológica de los dos es tan convincente que es imposible no estar con el primero, siempre atento a la complejidad del todo, mientras que el segundo es un sabihondo malévolo y mezquino; la moraleja que podemos extraer es que, más que la posición filosófica, cuenta el modo de vivir en armonía con la propia verdad).
Separar sin embargo las diversas tradiciones que convergen en Las siete princesas es imposible porque el vertiginoso lenguaje figurado de Nezāmi las absorbe en su crisol y extiende sobre cada página una lámina dorada cuajada de metáforas que se engarzan la una en la otra como piedras preciosas de un suntuoso collar. Con lo cual la unidad estilística del libro resulta uniforme y se extiende también a las partes introductorias sapienciales y místicas. (Recordaré entre estas últimas la visión de Mahoma subiendo al cielo montado en un caballo ángel, hasta el punto en que las tres dimensiones desaparecen y «el Profeta vio a Dios sin espacio, oyó palabras sin labios y sin sonido»).
Las «fiorituras» de este tapiz verbal son tan exuberantes que nuestros paralelos con las literaturas occidentales, más allá de las analogías de la temática medieval y pasando a través de la plena fantasía renacentista de Ariosto y Shakespeare, se establecen naturalmente con el barroco más cargado; pero hasta el Adonis de Marino y el Pentamerón de Basile parecen de una lacónica sobriedad comparados con la proliferación de metáforas que cubre apretadamente el relato de Nezāmi, desarrollando un núcleo de relatos en cada imagen.
Este universo metafórico tiene características y constantes propias. El onagro, asno salvaje del altiplano iranio —que, visto en la enciclopedia y, si recuerdo bien, en el zoo, tiene todo el aire de un modesto borrico—, en los versos de Nezāmi adquiere la dignidad de los más nobles animales heráldicos, y aparece, puede decirse, en todas las páginas. En las cacerías del príncipe Bahram los onagros son la prenda más codiciada y difícil, citados a menudo junto a los leones como adversarios con los cuales el cazador mide su fuerza y destreza. En las metáforas el onagro es imagen de fuerza, incluso de fuerza sexual viril, pero asimismo de presa amorosa (el onagro presa del león) y de belleza femenina y en general de juventud. Y como resulta tener también una carne apreciada, he aquí que «doncellas con ojos de onagro asaban en el fuego carne de onagro».
Otro elemento de metáfora polivalente es el ciprés: evocado para indicar robustez viril y naturalmente también símbolo fálico, lo encontramos asimismo como modelo de belleza femenina (la estatura es siempre muy apreciada), y asociado a la cabellera de la mujer, pero también a las aguas que fluyen y al sol de la mañana. Casi todas las funciones metafóricas del ciprés valen también para la vela encendida, y muchas otras cosas. En una palabra, el delirio de las similitudes es tal que cualquier cosa puede querer decir cualquier cosa.
Entre las proezas estilísticas consistentes en metáforas continuadas, se recuerda una descripción del invierno, en la que a una serie de imágenes gélidas («El ímpetu del frío había mudado el agua en espada y la espada en agua»; la nota explica: las espadas de los rayos solares se convierten en lluvia y la lluvia se convierte en espadas de rayos; y aunque la explicación no fuera cierta, sigue siendo una bella imagen) sucede una apoteosis del fuego y una descripción simétrica de la primavera, toda animación vegetal, del tipo de «la brisa tomó en prenda a la albahaca».
Catalizadores de metáforas son también los colores, que dominan en las siete historias. ¿Cómo es posible narrar un cuento todo de un color? El sistema más simple consiste en vestir de ese color a los personajes, como en el cuento negro en el que se habla de una señora que se vestía siempre de negro por haber servido a un rey que se vestía siempre de negro porque había encontrado a un forastero vestido de negro que le había contado de un país de la China donde todos se vestían de negro…
En otras partes el vínculo es sólo simbólico, basado en los significados atribuidos a cada color: el amarillo es el color del sol y por lo tanto de los reyes; por eso el relato amarillo hablará de un rey y culminará en una seducción, comparada con la violación de un estuche que contiene oro.
El cuento blanco es inesperadamente el más erótico de todos, inmerso en una luz láctea en la que vemos moverse «doncellas de pechos de jacinto y piernas de plata». Pero es también el relato de la castidad, como trataré de explicar, aunque en el resumen todo se pierda. Un joven que, entre varios rasgos de perfección tiene el de ser casto, ve su jardín invadido por doncellas bellísimas que bailan. Dos de ellas, después de fustigarlo creyéndolo un ladrón (no se excluye cierta complacencia masoquista), lo reconocen como amo, le besan manos y pies y lo invitan a escoger entre ellas la que más le agrade. Él espía a las muchachas mientras se bañan, hace su elección y (siempre con ayuda de sus guardianas o «policías» que en todo el relato dirigirán sus movimientos) se encuentra solo con la favorita. Pero en este encuentro y en los siguientes siempre sucede algo en el momento culminante, con lo que el abrazo se frustra: o se hunde el pavimento del recinto, o un gato, por atrapar a un pájaro, cae sobre los dos amantes abrazados, o un ratón roe el tronco de una calabaza y el ruido de la calabaza al caer hace perder al jovencito la inspiración amorosa. Y así sucesivamente hasta la conclusión edificante: el joven comprende que antes debe desposar a la muchacha porque Alá no quiere que peque.
Este motivo del abrazo repetidamente interrumpido está presente también en el cuento popular occidental, pero siempre en clave grotesca: en un cuento de Basile los imprevistos que se suceden se parecen mucho a los de Nezāmi, pero el resultado es un cuadro infernal de miseria humana, sexofobia y escatología. El de Nezāmi en cambio es un mundo visionario de tensión y temblor erótico sublimado y al mismo tiempo rico en claroscuros psicológicos, donde el sueño poligámico de un paraíso de huríes se alterna con la realidad íntima de una pareja, y la licencia desencadenada del lenguaje figurado sirve de introducción a las turbaciones de la inexperiencia juvenil.
[1982]