Capítulo segundo
Acerca del concepto de un objeto de la razón pura práctica
Por un concepto de[125] razón práctica entiendo la representación de un objeto como un efecto posible a través de la libertad. Constituir un objeto del conocimiento práctico en cuanto tal sólo denota, por lo tanto, esa relación que guarda la voluntad con aquella acción mediante la cual se vería realizado dicho objeto o su contrario, y el dictamen relativo a si algo supone o no un objeto de la razón pura práctica no estriba sino en discernir sobre la posibilidad o imposibilidad de querer aquella acción merced a la cual, de tener capacidad para ello (algo que ha de dictaminar la experiencia), sería realizado un cierto I objeto.[A 101]
Cuando el objeto es asumido como fundamento para determinar nuestra capacidad desiderativa, su posibilidad física en virtud del libre uso de nuestra fuerza tiene que preceder al dictamen de si nos hallamos o no ante un objeto de la razón práctica. En cambio, si la ley a priori puede ser considerada como el fundamento determinante de la acción y, por lo tanto, cabe considerar dicha acción como determinada por la razón pura práctica, entonces el dictamen relativo a si algo supone o no un objeto de la razón pura práctica<Ak. V, 58> es totalmente independiente \ de la confrontación con nuestra capacidad física, y la cuestión se ciñe tan sólo a si nos permitimos querer una acción orientada a la existencia de un objeto cuando éste se halle bajo nuestro control. Por consiguiente, en este último caso tiene que ir por delante la posibilidad moral de la acción, dado que aquí no es el objeto quien constituye el fundamento para determinar la acción, sino la ley de la voluntad.
Los únicos objetos de una razón práctica son, por lo tanto, los relativos al bien y al mal. Pues por lo primero se comprende un objeto necesario de la facultad de desear, y por lo segundo un objeto necesario de la capacidad de aborrecer, pero ambos con arreglo a un principio de la razón.
Si el concepto del bien no debe verse derivado de una ley práctica que le preceda, sino que más bien debe servirle de fundamento a dicha ley, entonces[A 102] sólo I puede tratarse del concepto de algo cuya existencia promete placer y determina la causalidad del sujeto para producirlo, determinando así la facultad de desear. Ahora bien, como es imposible apercibirse a priori de qué representación se verá acompañada por el placer y cuál en cambio por el displacer, entonces le incumbiría exclusivamente a la experiencia estipular lo que fuera inmediatamente bueno o malo. La única propiedad del sujeto en relación con la cual puede hacerse dicha experiencia es el sentimiento de placer y displacer, en cuanto receptividad propia del sentido interno, y así el concepto de lo que sea inmediatamente bueno sólo resultaría atribuible a cuanto se halle directamente vinculado con la sensación del deleite, mientras que el concepto de lo malo por antonomasia tan sólo habría de referirse a cuanto provoque dolor sin más.
Sin embargo, como esto se muestra de suyo contrario al uso del lenguaje, el cual distingue lo «agradable» del «bien» y lo «desagradable» del «mal», exigiendo que tanto lo bueno como lo malo sea juzgado siempre por la razón mediante conceptos que se dejan comunicar universalmente, y no mediante una simple sensación que se circunscribe a la receptividad de objetos[126] particulares, mientras que un placer o displacer no puede verse inmediatamente asociado con ninguna representación de un objeto a priori, entonces el filósofo que se creyera[A 103] forzado a poner como fundamento de su dictamen I práctico un sentimiento de placer denominaría «bueno» a lo que supone un medio para lo agradable y «malo» a lo que constituye una causa de inconvenientes o de dolor; pues el dictamen de la relación entre medios y fines pertenece ciertamente a la razón. Pero, aunque sólo la razón sea capaz de comprender el enlace de los medios con sus propósitos (de suerte que<Ak. V, 59> también cabría definir a la voluntad \ como una capacidad para fijar fines, toda vez que tales fines constituyan siempre con arreglo a principios fundamentos para determinar la capacidad desiderativa), las máximas prácticas inferidas del susodicho concepto de bien cual simples medios nunca entrañarían por sí mismas nada que supusiera un objeto de la voluntad, sino que siempre contendrían únicamente algo bueno para otra cosa; el bien se identificaría siempre simplemente con lo útil y aquello para lo cual resulta útil tendría que permanecer en todo momento al margen de la voluntad, quedando enclavado en la sensación. Y si ésta tuviera que ser distinguida cual sensación agradable del concepto de bien, entonces no se daría en parte alguna nada inmediatamente bueno, sino que lo bueno sólo habría de ser buscado en los medios destinados a conseguir alguna otra cosa relacionada con el agrado.
Hay un viejo adagio escolástico que dice así: nihil appetimus, nisi sub ratione boni; nihil aversamur, nisi subratione mali[127]. Este adagio suele tener con fre cuencia un uso correcto, pero muy a menudo también perjudicial para la filosofía, porque debido a algunas restricciones lingüísticas I las expresiones de[A 104]«bonum» y «malum» entrañan una ambigüedad que las hace susceptibles de un doble sentido, e introducen inevitablemente cierta confusión en las leyes prácticas. Al utilizar dichas expresiones la filosofía advierte muy bien esa diversidad conceptual implícita en una misma palabra, mas no sabe encontrar ningún termino especial para ello, con lo cual se ve obligada a establecer sutiles distinciones sobre las que luego no cabe ponerse de acuerdo, habida cuenta de que la diferencia en cuestión no puede quedar inmediatamente designada por una expresión adecuada[128].
El idioma alemán tiene la fortuna de albergar expresiones que no dejan pasar por alto esa diversidad.
Para lo que los latinos designan con una única palabra (v. g., «bonum») el alemán cuenta con dos conceptos muy diversos y también con dos expresiones igualmente distintas. Para la palabra «bonum», cuenta con los términos «das Gute» [«lo bueno»] y «das Wohl» [«lo provechoso»]; para la voz «malum», tiene las expresiones «das Böse» [«lo malo»] y «das Übel» [«lo perjudicial»] (o «Web») [«dañino»]. De tal ma[A 105]nera I \ que se extraen dos juicios absolutamente dis<Ak. V, 60>tintos cuando nosotros ponderamos lo bueno y lo malo inherente a una acción, o si por el contrario esta consideración gira en torno a nuestro provecho y perjuicio. De aquí se deduce que la sentencia psicológica citada hace un momento resulta cuando menos bastante dudosa si viene a traducirse así: «no deseamos nada que no se halle referido a nuestro “provecho” o “perjuicio”»; en cambio esa misma sentencia se vuelve indudablemente certera y queda expresada con suma claridad al traducirla como sigue: «conforme a las indicaciones de la razón no queremos nada salvo en tanto que lo tengamos por “bueno” o “malo”».
El provecho o el perjuicio siempre significan tan sólo una relación con nuestro estado de agrado o desagrado, de deleite y dolor, y cuando deseamos o aborrecemos por ello un objeto, tal cosa tiene lugar únicamente por cuanto dicho objeto queda relacionado con nuestra sensibilidad, así como con el sentimiento de placer y displacer que produce. Sin embargo, el bien o el mal significan siempre una relación con la voluntad en tanto que ésta se vea determinada por ley de la razón a hacer de algo un objeto suyo; porque la voluntad nunca queda inmediatamente determinada por el objeto ni su representación, sino que constituye la facultad para convertir una regla de la razón en causa motriz de una acción (mediante la cual pueda realizarse un objeto). Este bien o mal queda por lo tanto estrictamente referido a acciones, y no al estado sensitivo de la persona; I y, de haber algo absoluta[A 106]mente bueno o malo (bajo cualquier respecto y al margen de toda condición), o que sea tenido por tal, únicamente podría serlo el modo de actuar, la máxima de la voluntad y por ende la propia persona que actúa en cuanto buen o mal ser humano, mas nunca cabría calificar así a una cosa.
Siempre cabe mofarse del estoico que en medio de un agudo ataque de gota exclamaba: «¡Oh dolor!, por más que me atormentes, nunca reconoceré que seas algo malo (Boses, kakón, malum)». Pero llevaba razón. Lo que sentía era un «mal físico» (Ubel), y así lo delataban sus gritos, mas no tenía ningún motivo para conceder que merced a ello se le atribuyera un «mal moral» (Bose), pues el dolor no mermaba en lo más mínimo el valor de su persona, sino sólo el valor de su estado. Una sola mentira de la que hubiera cobrado consciencia podría haber socavado su ánimo, pero el dolor sólo le daba ocasión para levantárselo, al ser consciente de que no se había hecho acreedor del mismo mediante ninguna acción injusta, haciéndose con ello digno de castigo.
Aquello que debemos llamar «bueno» ha de suponer un objeto de la capacidad desiderativa \ a juicio<Ak. V, 61> de cualquier ser humano razonable, y lo «malo» tiene que constituir un objeto aborrecible ante los ojos de cada cual; por consiguiente, para este dictamen se precisa de la razón más que del I sentido. Así sucede[A 107] con la veracidad en contraposición a la mentira, con la justicia en oposición a la violencia, etc. Pero podemos calificar como «malo» (übel) algo que al mismo tiempo cualquiera ha de considerar «bueno» (gut) ya sea mediata o inmediatamente. Quien se somete a una operación quirúrgica la siente sin duda como un mal físico, pero tanto él como cualquier otro lo consideraran algo bueno merced a la razón. Pero si quien gusta de hostigar e intranquilizar a los amantes de la paz tropieza finalmente con alguien que le propina una buena tunda, tal cosa supone desde luego un mal físico, pero cualquiera le concederá su asentimiento y lo tendrá por algo bueno de suyo, aun cuando no se derivara nada más de ahí; e incluso el propio apaleado ha de reconocer en su razón que se le ha hecho justicia, al ver aquí ejecutada con exactitud aquella proporción entre bienestar y buen comportamiento que la razón le presenta inevitablemente.
Sin duda, nuestro provecho y perjuicio cuentan sobremanera en el dictamen de nuestra razón práctica, y por cuanto concierne a nuestra naturaleza como seres sensibles nuestra felicidad lo es todo, si tal como exige preferentemente la razón dicha felicidad es juzgada, no con arreglo a una sensación pasajera, sino conforme al influjo ejercido por esta contingencia sobre toda nuestra existencia y el contento con la mis[A 108]ma; I sin embargo, todo en general no estriba en la felicidad. El ser humano es un ente menesteroso en cuanto perteneciente al mundo sensible y, en esa medida, su razón tiene un cometido indeclinable con respecto a la sensibilidad, cual es el velar por sus intereses otorgándose máximas prácticas también con vistas a la felicidad en esta vida e igualmente para una posible vida futura. Sin embargo, no es tan enteramente animal como para resultarle indiferente cuanto le diga la razón por sí misma y utilizar ésta simplemente como un instrumento para satisfacer su menesterosidad en cuanto ser sensible. Pues en absoluto elevaría su valor por encima de la mera animalidad el que posea una razón, si ésta sólo debe servirle para lo mismo que lleva a cabo el instinto entre los animales; la razón supondría entonces tan sólo una peculiar manera de la cual se habría servido la naturaleza para equipar al ser humano en orden a un fin similar al que ha determinado para los animales, sin destinarle a él mismo \ hacia un fin más alto. Desde<Ak. V, 62> luego, conforme a lo dispuesto con él por la naturaleza, el ser humano necesita la razón para tener presente a cada momento su provecho y su perjuicio, pero la tiene además para una misión más alta, consistente no sólo en reflexionar también acerca de lo que sea bueno o malo en sí, y sobre lo cual únicamente puede juzgar la razón pura al margen de cualquier interés sensible, sino asimismo para distinguir I por comple[A 109]to este juicio respecto de aquel otro y convertirlo en la suprema condición del mismo.
Para enjuiciar lo que de suyo sea bueno y malo, diferenciándolo de lo que sólo puede ser llamado así con respecto a lo provechoso o perjudicial, conviene tener en cuenta lo siguiente. O bien un principio racional es ya pensado como si fuera de suyo el fundamento para determinar la voluntad, sin tomar en consideración posibles objetos de la capacidad desiderativa (por lo tanto, simplemente merced a la forma legal de la máxima); con lo cual ese principio supone una ley práctica a priori y se admite que la razón pura es práctica de suyo. En tal caso la ley determina inmediatamente a la voluntad, la acción que se ajusta a ella es buena de suyo y una voluntad cuya máxima siempre resulta conforme con esa ley es absolutamente buena bajo cualquier respecto, constituyendo asimismo la suprema condición de todo bien. O bien un fundamento para determinar la capacidad desiderativa precede a la máxima de la voluntad presuponiendo un objeto de placer y displacer, con lo cual algo que complace o duele, así como la máxima de la razón empeñada en propiciar lo primero y eludir lo segundo, determina las acciones en tanto que sólo son buenas mediatamente con respecto a nuestra inclinación (en consideración de algún otro fin para el cual son medios), y entonces tales máximas nunca pueden llamarse «leyes» pese a ser prescripciones racionales de orden[A 110] práctico. El propio I fin, el deleite que buscamos, no supone en este último caso un bien, sino un provecho, no constituye un concepto de la razón, sino un concepto empírico de un objeto de la sensación; sólo el uso del medio para lograr tal fin, o sea, la acción (dado que para esto se requiere una reflexión racional), es calificada como «buena», mas no sin más, sino sólo con respecto a nuestra sensibilidad y más concretamente con respecto a su sentimiento de placer o displacer; pero la voluntad cuya máxima se ve afectada por tal sentimiento no es una voluntad pura, pues ésta sólo se orienta hacia lo único en donde la razón pura puede ser práctica por sí misma.
Ha llegado el momento de explicar la paradoja del método suscitada en una Crítica de la razón práctica, a saber: que el concepto de\lo bueno y lo malo no ha<Ak. V, 63>bría de quedar determinado antes de la ley moral (aun cuando conforme a las apariencias tendría que haber sido colocado incluso como fundamento de la misma), sino que tal concepto (como también sucede aquí) sólo habría de verse determinado tras contar con esa ley e igualmente ser determinado por la ley misma. Incluso si no supiéramos que el principio de la moralidad es una ley pura y que determina a priori la voluntad, para no asumir principios enteramente de balde (gratis), tendríamos que dejar en suspenso, cuando menos al comienzo, la cuestión de si la voluntad tenga tan sólo fundamentos determinantes empíricos o si también posee fundamentos de determinación a priori; pues atenta contra todas las reglas básicas del procedimiento filosófico el I admitir como ya resuelto de antemano[A 111] aquello que ha de resolverse a continuación.
Suponiendo ahora que quisiéramos partir del concepto de lo bueno para inferir desde ahí las leyes de la voluntad, este concepto de un objeto (en cuanto algo bueno) brindaría al mismo tiempo dicho objeto como el único fundamento para determinar la voluntad. Y, comoquiera que este concepto no tendría ninguna ley práctica a priori a modo de pauta, entonces no cabría poner la piedra de toque de lo bueno o lo malo sino en la coincidencia del objeto con nuestro sentimiento de placer o displacer, con lo cual el uso de la razón sólo podría consistir en determinar, por una parte, la conexión global de este placer o displacer con todas las sensaciones de mi existencia, así como en determinar, por otra parte, los medios para procurarme dicho objeto. Ahora bien, como lo que sea conforme al sentimiento del placer sólo puede ser decidido por la experiencia, pero la ley práctica debe fundamentarse como condición con arreglo a esos datos, quedaría clausurada entonces la posibilidad de leyes prácticas a priori, porque se creería necesario encontrar previamente para la voluntad un objeto cuyo concepto, en tanto que concepto de un objeto bueno, tendría que constituir el fundamento de determinación universal, pese a ser empírico, de la voluntad. Pero primero se hacía preciso indagar si no existe también un fundamento a priori para determi[A 112]nar la voluntad (el cual I nunca hubiera sido encontrado por ninguna otra parte salvo en una pura ley práctica y, ciertamente, por cuanto ésta prescribe a las máximas la mera forma legal sin considerar objeto alguno). Como en la base de toda ley práctica se colocaba ya un objeto según los conceptos de bueno y malo, pero al no verse precedido por una ley, ese objeto sólo podía ser pensado con arreglo a conceptos empíricos, quedaba suprimida de antemano la posibilidad incluso de pensar una pura ley práctica; mientras que<Ak. V, 64> por el contrario, si se \ hubiera buscado analíticamente dicha ley con anterioridad, se habría descubierto que no es el concepto de bien, en cuanto objeto, el que determina y hace posible la ley moral, sino que bien al contrario es la ley moral quien por primera vez determina y posibilita el concepto de bien, en la medida en que éste merece sin más tal nombre.
Esta observación, que atañe al método de las más altas indagaciones morales, tiene su importancia. Ella explica por fin el motivo que ha dado pie a cuantos errores han cometido los filósofos en torno al supremo principio de la moral. Pues los filósofos buscaban un objeto de la voluntad para convertirlo en materia y fundamento de una ley (que por lo tanto no debía constituir inmediatamente el fundamento para determinar la voluntad, sino por la mediación de aquel objeto colocado en el sentimiento del placer y displacer), I cuando deberían haber comenzado por[A 113] cerciorarse de si había una ley que, al determinar a priori e inmediatamente la voluntad, determinase luego un objeto conforme a ella. Dondequiera que colocasen ese objeto del placer destinado a suministrar el supremo concepto de bien, ya fuera en la felicidad, en la perfección, en el sentimiento[129] moral o en la voluntad de Dios, su principio siempre resultaba heterónomo, al tropezar inevitablemente con las condiciones empíricas de la ley moral, porque dichos filósofos no podían calificar de «bueno» o «malo» su objeto, en cuanto fundamento para determinar inmediatamente a la voluntad, sino a través de su directo comportamiento con respecto al sentimiento, el cual es siempre empírico. Sólo una ley formal, o sea, una ley tal que no prescriba a la razón sino la forma de su legislación universal como suprema condición para las máximas, puede suponer a priori un fundamento para determinar la razón práctica.
Los antiguos denunciaron con toda franqueza este defecto al centrar su indagación moral sobre la determinación del concepto de sumo bien, es decir, de un objeto que luego pensaban convertir en ley moral como fundamento para determinar la voluntad. Sin embargo, se trata de un asunto que sólo mucho más adelante, una vez que la ley moral se acredita de suyo y queda justificada como fundamento para determinar inmediatamente a la voluntad, puede ser presen[A 114]tado como I objeto a la voluntad determinada según su forma a priori, siendo ésta una empresa que nos proponemos emprender en la dialéctica de la razón pura práctica. Los modernos, entre quienes la cuestión acerca del sumo bien parece haber caído en desuso o cuando menos haberse convertido en un tema secundario, ocultan el susodicho defecto (como en<Ak. V, 65> muchos otros casos) tras un vocabulario impreciso, \ aunque no por ello deje de traslucirse en sus sistemas, donde se delata por doquier esa heteronomía de la razón práctica a partir de la cual nunca puede surgir una ley moral que ordene universalmente a priori.
Ahora bien, dado que los conceptos de lo bueno y lo malo como corolarios de la determinación a priori de la voluntad presuponen también un principio práctico puro, o sea, una causalidad de la razón práctica, entonces no se refieren originariamente (cual si fueran determinaciones de la unidad sintética de lo diverso ante intuiciones dadas en una consciencia) a objetos, tal como los conceptos del entendimiento puro o las categorías de la razón usada teóricamente los presuponen más bien como dados, sino que son en suma modos de una única categoría, cual es la de causalidad, por cuanto el fundamento determinante de la misma consiste en la representación racional de una ley que, como ley de la libertad, se otorga la razón a sí misma, mostrándose por ello como práctica a priori. Sin embargo, I como por un lado las ac[A 115]ciones se hallan ciertamente bajo una ley que no es una ley de la naturaleza, sino una ley de la libertad, y por consiguiente son propias de un ser inteligible, pero por otro lado, en cuanto acontecimientos acaecidos en el mundo sensible, quedan también adscritas a los fenómenos, entonces las determinaciones de una razón práctica sólo podrían tener lugar en relación con los fenómenos y, por lo tanto, con arreglo a las categorías del entendimiento, si bien no con vistas a un uso teórico del mismo, para traer a priori lo diverso de la intuición (sensible) bajo una consciencia, sino sólo para someter a priori lo variado de los deseos a la unidad de la consciencia de una razón práctica, que manda en la ley moral, o de una voluntad pura.
Estas «categorías de la libertad», pues así queremos llamarlas para distinguirlas de los conceptos teóricos que son categorías de la naturaleza, cuentan con una evidente ventaja sobre estas últimas, las cuales no son sino formas del pensamiento que mediante conceptos universales designan indeterminadamente un objeto en general por cada intuición posible para nosotros, mientras que por contra las primeras, al encaminarse hacia la determinación de un libre albedrío (para el cual no cabe desde luego ninguna intuición que le corresponda cabalmente, pero tiene como fundamento a priori una pura ley práctica, siendo esto algo que no tiene lugar para ningún concepto del[A 116] uso teórico de nuestra I capacidad cognoscitiva), tienen en su base como conceptos elementales prácticos, en lugar de esa forma de la intuición (espacio y tiempo) que no tiene su sede en la razón misma, sino<Ak. V, 66> que ha de ser tomada de otra parte, \ cual es la sensibilidad, la forma de una voluntad pura como dada en la razón y, por lo tanto, en la propia capacidad de pensar. De ahí que, como en todos los preceptos de la razón pura práctica se trata únicamente de la determinación de la voluntad, y no de las condiciones naturales (de la capacidad práctica) de la ejecución de su propósito, los conceptos prácticos a priori relativos al principio supremo de la libertad se tornan conocimientos de inmediato, y no precisan aguardar a la intuición para cobrar significado, por el curioso motivo de que ellos mismos producen la realidad a la cual se refieren (los designios de la voluntad), siendo esto algo que para nada ocurre en el caso de los conceptos teóricos. Ha de insistirse en que estas categorías conciernen únicamente a la razón práctica en general, y su clasificación parte de las que se hallan todavía moralmente indeterminadas, así como sensiblemente condicionadas, para pasar luego a las que se ven sensiblemente incondicionadas al estar determinadas tan sólo por la ley moral. I
Como se advertirá en seguida, en esta tabla la liber<Ak. V, 67>tad es considerada como un tipo de causalidad que,[A 118] atendiendo a las acciones posibles por su mediación como fenómenos en el mundo sensible, no se halla sometida a fundamentos de determinación empíricos; por lo tanto, si bien se refiere a las categorías de su posibilidad natural, cada categoría es tomada tan universalmente que el fundamento para determinar tal causalidad puede ser emplazado también, al margen del mundo sensible, en la libertad como atributo de un ser inteligible, hasta que las categorías de la modalidad introducen el tránsito de los principios prácticos a los de la moralidad, aun cuando sólo verifican dicho tránsito problemáticamente, cupiendo luego ser presentados dogmáticamente por la ley moral.
No añado nada más para explicar la presente tabla, ya que resulta suficientemente comprensible de suyo. Semejante clasificación con arreglo a principios es harto provechosa para cualquier ciencia, tanto para su exactitud como para su claridad. Así, por ejemplo, a partir de la susodicha tabla y desde el comienzo de la misma, uno sabe en seguida por dónde ha de comenzar en las consideraciones prácticas, a saber, por las máximas que cada cual funda en su inclinación, pasando luego a las prescripciones que valen para una especie de seres racionales, en cuanto coinciden con ciertas inclinaciones, y llegar finalmente a la ley[A 119] que vale para todos al margen de sus I inclinaciones, etc. De este modo se tiene una visión panorámica sobre el conjunto del plan que se ha de llevar a cabo, así como de cada cuestión de la filosofía práctica a la que se ha de responder y del orden que ha de seguirse para ello.
Sobre la típica de la capacidad de juzgar pura práctica
Los conceptos de lo bueno y lo malo determinan en primer lugar un objeto para la voluntad. Sin embargo, ellos mismos se hallan bajo una regla práctica de la razón que, si es razón pura, determina la voluntad a priori al considerar su objeto. A la capacidad judicativa le compete decidir si una acción posible para nosotros en la sensibilidad cae o no bajo una regla, y si aquello que fuera dicho en la regla universalmente (in abstracto) se aplica in concreto en la acción. Ahora bien, como una regla práctica de la razón pura l.°) se ve concernida por la existencia de un objeto (al ser práctica) y 2.°) comporta una necesidad con respecto a la existencia del acto (en cuanto regla práctica de la razón pura), constituyendo por lo tanto una ley práctica, y no \ ciertamente una ley natural mediada por<Ak. V, 68> fundamentos empíricos de determinación, sino una ley de libertad conforme a la que debe resultar determinable la voluntad al margen de cualquier elemento empírico (sólo mediante la representación de una ley en general y I la forma de dicha ley), aun cuando por[A 120] otra parte todos los eventuales casos de acciones posibles únicamente pueden ser empíricos, o sea, no pueden sino quedar adscritos a los ámbitos de la experiencia y la naturaleza, parece absurdo pretender encontrar en el mundo sensible un caso que, al hallarse siempre bajo la ley natural, se preste a que le sea aplicada una ley de la libertad y con ello quede concretizada en él la idea suprasensible del bien moral.
Por lo tanto la capacidad judicativa de la razón pura práctica se halla sometida a las mismas dificultades que la capacidad judicativa de la razón pura teórica, si bien esta segunda disponía de un medio para sortearlas, dado que sobre las intuiciones del uso teórico (relativas únicamente a los objetos de los sentidos) sí podían aplicarse a priori conceptos del entendimiento puro, cupiendo que cuanto concierne a la conexión de lo diverso en tales intuiciones fuese dado a priori (como esquemas) según los conceptos del entendimiento puro. En cambio, el bien moral supone algo suprasensible conforme al objeto, no pudiendo encontrarse nada que le corresponda en una intuición sensible, y la capacidad judicativa bajo leyes de la razón pura práctica parece quedar sometida por ello a singulares dificultades, al deber aplicarse una[A 121] ley de la libertad I sobre acciones que tienen lugar en el mundo sensible como acontecimientos y, en cuanto tales, quedan adscritos a la naturaleza.
Mas aquí se abre de nuevo una perspectiva favorable para la capacidad judicativa pura práctica. Al subsumir una acción posible para mí en el mundo sensible bajo una pura ley práctica, esto no tiene que ver con la posibilidad de la acción considerada como un acontecimiento en el mundo sensible, pues dicha posibilidad obedece al dictamen del uso teórico de la razón según la ley de la causalidad, siendo propia de un concepto del entendimiento puro para el que la razón cuenta con un esquema en la intuición sensible. La causalidad física, o aquella condición bajo la cual tiene lugar ésta, forma parte de esos conceptos de la naturaleza cuyo esquema es bosquejado por la imaginación transcendental. Pero aquí no se trata del esquema de un caso conforme a leyes, sino del «esquema» (si esta palabra es pertinente aquí) de la propia ley; porque la determinación de la voluntad \ (no de la<Ak. V, 69> acción con respecto a su éxito), al margen de cualquier otro fundamento determinante, vincula tan sólo mediante la ley al concepto de causalidad con unas condiciones completamente distintas de las que constituyen la conexión natural.
A la ley natural, como ley a la que se ven sometidos los objetos de intuición sensible en cuanto I tal, ha de[A 122] corresponderle un esquema, o sea, un procedimiento universal de la imaginación (presentar a priori a los sentidos el concepto del entendimiento puro que determina la ley). Pero a la ley de la libertad (al tratarse de una causalidad que no está condicionada sensiblemente) o al concepto del bien incondicional no cabe atribuirle intuición alguna ni, por lo tanto, tampoco un esquema para su aplicación concreta. Por consiguiente, para gestionar su aplicación sobre los objetos naturales, la ley moral no cuenta con ninguna otra capacidad cognoscitiva mediadora (no la imaginación), el cual no puede colocar bajo una idea de la razón un esquema de la sensibilidad sino una ley natural, pero una tal que sólo con arreglo a su forma pueda ser presentada in concreto en los objetos de los sentidos ante la capacidad judicativa y a la que por ello podemos denominarla el tipo de la ley moral.
La regla de la capacidad judicativa bajo leyes de la razón pura práctica es ésta: «Pregúntate si esa acción que tienes proyectada podrías considerarla posible merced a tu voluntad, aun cuando debiera ocurrir según una ley de la naturaleza en donde tú mismo estuvieras integrado». Conforme a esa regla cualquiera juzga de hecho si las acciones son buenas o malas. Así[A 123] uno se dice: «si cada cual I se permitiera engañar al creer conseguir su beneficio, se sintiese autorizado para abreviar su vida tan pronto como quedase hastiado de ella o contemplara los apuros ajenos con una total indiferencia, y tú te vieses involucrado en semejante orden de cosas, ¿cuán de acuerdo se mostraría tu voluntad con pertenecer al mismo?». Bien sabe cualquiera que, aun cuando él se permita en secreto algún engaño, no justamente por eso lo hace también todo el mundo ni que, si se muestra poco amable sin advertirlo, en seguida los demás harían otro tanto con él; por eso esta comparación de la máxima de sus acciones con una ley universal de la naturaleza tampoco supone el fundamento para determinar su voluntad. Sin embargo, esta ley constituye para la máxima un tipo de dictamen conforme a principios morales. Si la máxima de la acción no supera esta<Ak. V, 70> prueba de confrontarse con la forma \ de una ley de la naturaleza en general, entonces es moralmente imposible. Así lo dictamina el entendimiento más común, puesto que la ley natural se halla siempre en la base de sus juicios más habituales, incluidos los juicios de experiencia. Por lo tanto, siempre tiene a mano dicha ley, sólo que en aquellos casos donde la causalidad debe ser enjuiciada por libertad simplemente hace de esa ley de la naturaleza el tipo de una ley de la libertad, habida cuenta de que, sin tener a mano algo que pudiera convertir en un ejemplo para los casos empíricos, no podría suministrar a la ley de una razón pura práctica el uso para su aplicación. I
Así pues, también cabe utilizar la naturaleza del[A 124]mundo sensible como tipo de una naturaleza inteligible, mientras yo no traslade a ésta las intuiciones y cuanto depende de ellas, limitándome simplemente a referirle la forma de una conformidad con la ley en general (cuyo concepto también tiene lugar en el uso más ordinario[130] de la razón, mas no puede reconocerse como determinado a priori sino en el uso puro práctico de la razón). Pues las leyes en cuanto tales son idénticas a ese respecto, al margen de donde tomen sus fundamentos determinantes.
Por otra parte, como entre todo lo inteligible no hay absolutamente nada que tenga realidad para nosotros salvo la libertad (mediante la ley moral), y ello sólo en tanto que dicha libertad constituye una suposición inseparable de la ley moral, siendo así además que todos los objetos inteligibles, hacia los cuales quisiera conducirnos la razón al aplicar esa ley, tampoco poseen a su vez ninguna realidad para nosotros sino en relación con esa misma ley y el uso de la razón práctica, pero ésta se ve habilitada, e incluso obligada, a emplear la naturaleza (conforme a su forma del entendimiento puro) como tipo de la capacidad judicativa, entonces la presente observación sirve para evitar que, cuanto pertenece simplemente a la típica de los conceptos, no sea contado entre los conceptos mismos. Dicha observación, en cuanto típica de la capacidad judicativa, nos preserva de ese empi[A 125]rismo de la razón práctica que coloca I los conceptos prácticos de lo bueno y lo malo simplemente en las consecuencias de la experiencia (en lo que se denomina «felicidad»), pues aun cuando el sinfín de consecuencias útiles de una voluntad determinada por el amor propio, si tal voluntad se autoconstituyese al mismo tiempo en ley universal de la naturaleza, pueda en efecto servir como tipo enteramente adecuado para el bien moral, sin embargo no puede identificarse con él. Esta típica nos salvaguarda asimismo del misticismo de la razón práctica, el cual convierte en<Ak. V, 71>esquema lo que sólo servía como símbolo, \ es decir, sustenta la aplicación de los conceptos morales sobre intuiciones reales, y sin embargo no sensibles (relativas a un reino invisible de Dios), extraviándose en lo transcendente. Lo único que se ajusta al uso de los conceptos morales es el racionalismo de la capacidad judicativa, el cual no toma de la naturaleza sensible nada más allá de lo que también pueda pensar por sí misma la razón pura, es decir, la conformidad con la ley, y no se adentra para nada en lo suprasensible, sino que por el contrario se deja presentar dentro del mundo sensible mediante acciones según la regla formal de una ley de la naturaleza en general.
Con todo, resulta mucho más aconsejable e importante salvaguardarse contra el empirismo de la razón práctica, dado que por lo menos el misticismo se compadece con la pureza y sublimidad de la ley moral, además de que no cuadra con el modo de pensar ordinario desplegar su I imaginación hasta intuicio[A 126]nes suprasensibles, con lo que por este lado el peligro no es tan general. En cambio, el empirismo extirpa de raíz la moralidad en las intenciones (pues es en éstas, y no en las simples acciones, donde estriba el alto valor que la humanidad puede y debe procurarse a través de la moralidad), sustituyendo al deber por algo completamente distinto, cual es un interés empírico con el que las inclinaciones en general comercian entre sí. Ahora bien, como cualesquiera inclinaciones (sea cual fuere su hechura) degradan a la humanidad cuando son elevadas a la dignidad de un supremo principio práctico y, sin embargo, el sentir de todos se muestra extraordinariamente proclive a hacerlo así, el empirismo viene a resultar por esa causa mucho más peligroso que cualquier fanatismo, pues éste nunca puede constituir un estado duradero en muchas personas a la vez.