I
Resuelto desde el año de 1885 a llevar adelante la empresa de hacer práctica la navegación submarina en sus aplicaciones militares, por creerla entonces, como sigo creyéndola hoy, de resultados altamente beneficiosos para la seguridad e integridad de nuestra España, ofrecí al Gobierno mis ideas sobre el asunto, sin que me guiase otro móvil, ni haya abrigado nunca otra ambición que la de contribuir al engrandecimiento de mi patria y conquistarme su honroso afecto.
Acogido en un principio mi pensamiento con verdadero entusiasmo por el que entonces era ministro de Marina el Excmo. Sr. vicealmirante Pezuela, hubiera encontrado, a no dudarlo, en este dignísimo y respetable General todo el apoyo que el caso requería; pero su breve permanencia en el poder me privó pronto de su decidida protección e inteligente ayuda. Apoyado después con eficacia discutible por los Generales que desde entonces se han sucedido en el Ministerio de Marina, no sin sostener laboriosas luchas burocráticas y aun apelando a altísimas influencias, en vista de que se pasaban años enteros sin adelantar paso y perdíamos lamentablemente el tiempo en hacer con míseros recursos, pruebas parciales innecesarias, he llegado después de una accidentada historia de cinco años, que no pretendo detallar aquí, a encontrarme privado del apoyo que necesitaba para proseguir mi obra, precisamente en los momentos en que la nación iba a recoger el fruto de mis afanes y de sus dispendios.
Ahora bien, yo me propongo evidenciar en este escrito que semejante determinación no está en modo alguno justificada, sino que el Consejo Superior de la Marina, y el ministro de Marina, y los asesores extraordinarios con que el ministro quiso robustecer ese Consejo, han cometido todos errores muy graves arrastrando al Gobierno a sancionar una determinación injusta y arbitraria, y como al adoptar estas determinaciones que toda España conoce, se han causado, en mi opinión, graves perjuicios morales y materiales al país, se han desconocido con fundamentos especiosos derechos míos personales que están amparados por las leyes vigentes, se han cometido verdaderas inconveniencias lamentables y ya irremediables y se me han inferido, pública y oficialmente, agravios, que no creo haber merecido como premio a mis modestos pero leales servicios; agravios que, por otra parte, yo hubiera sabido soportar, como he soportado otros muchos en interés de la patria; pero como he tenido la desgracia de que estos agravios, unos han precedido y otros han coincidido con el abandono de mis planes ejecutados por el más alto poder del Estado, cual es el Gobierno de S. M., no me queda otro recurso que apelar a la conciencia pública, con el doble objeto de que ésta pueda apreciar de parte de quién está la razón, y de advertir a la nación la trascendencia que tendrá forzosamente la ligereza con que se ha procedido en este asunto, sin que esté en mi mano remediarlo, puesto que, desconociéndose hasta los derechos de propiedad que yo hubiera podido asegurar, y que no porque yo no haya querido hacerlos efectivos cediéndolos en beneficio del país, debieron ser menos respetados, se me priva de los medios de realizar mis ideas por no quererme someter al camino que se me trazaba, completamente absurdo, como probaré.
Antes de proceder a demostrar todo lo que estoy afirmando en lo que llevo dicho, debo hacer constar, para evitar torcidas interpretaciones, que no me propongo por ahora aquí oponer punto por punto mis argumentos a aquellos con que no estoy conforme de los distintos documentos que han aparecido en la Gaceta, pues aparte de que esto haría este escrito excesivamente largo y desprovisto de interés verdaderamente práctico, me basta, para dar satisfacción a lo que a la nación interesa, con destruir las inexactitudes y errores que se han cometido en el dictamen del Consejo Superior de la Marina, que es el que ha servido de fundamento a las injustificadas medidas del Gobierno; y una vez dado este paso que creo es ya el último que debo a mi patria en este asunto; me ocuparé con más detenimiento en rectificar otras muchas cosas que se dicen en los citados documentos que no deben prevalecer por erróneas, pero que son ya de un interés secundario bajo el punto de vista científico e histórico.
Establecido así el verdadero objeto de este escrito, y para entrar de lleno en la cuestión, voy a allanar mi camino con una consideración sobre la conducta más o menos acertada del Consejo de la Marina. Se dice o ha podido decirse ¿cómo una Junta compuesta de hombres respetables, de indiscutible saber los unos, de larga experiencia los otros y con el deseo de acierto casi todos, puede equivocarse hasta el punto de incurrir en errores substanciales sobre un asunto que es de su natural competencia? En primer lugar va a demostrarlo el hecho presente; pero si él no bastase, yo preguntaría a mi vez: ¿pues no se equivocaron corporaciones insignes y hombres competentísimos cuando al cortar el Istmo de Suez presagiaban inmensos trastornos geológicos por el supuesto desnivel de los mares? ¿Pues no se equivocaron físicos eminentes, cuando, al tender el cable transatlántico, decían que la electricidad no llegaría a América desde Europa, por el fondo del mar, y arreciaban en sus clamores a la hora misma en que la Reina de Inglaterra y el presidente de los Estados Unidos, hincaban la rodilla y elevaban sus preces al cielo por la realización de este milagro de la ciencia? ¿Pues no se equivocó alguna academia ilustre, cuando al presentarles la teoría del fonógrafo aseguraba que aquella máquina no podía hablar, y siguió creyéndolo así hasta el momento en que la máquina le pronunció un discurso?
La explicación de lo que en estos casos sucede, es bien sencilla. El hombre, por entendido que sea y por estudioso que se conserve hasta llegar a cierta posición, no sigue al tanto de los progresos científicos en todas sus partes, como lo sigue en cualquier ramo especial el que dedica su existencia a una invención o un descubrimiento. Desliza, pues, con poca seguridad una teoría que ya está desechada o un principio mal comprobado, y desde que hace pública su afirmación, un sentimiento de amor propio le impide rectificarla; antes por el contrario, busca razones en su apoyo, busca adeptos que le amparen en su parecer, procura persuadir a otros menos ilustrados de que la ciencia está con ellos, y de ahí que una reunión de inteligencias, doctos cada cual de por sí, incurran por tenacidad o por espíritu de cuerpo en errores de tanto bulto como en la ocasión presente se ha incurrido.
Y analicemos la cuestión punto por punto.
Si no estuviera ya plenamente convencida, como lo está la opinión pública, de la refinada saña y encono con que el Consejo Superior de la Marina se ha cebado en mi invento del submarino, y en la personalidad del inventor, bastaría para evidenciarlo el marcadísimo afán con que pretende en su dictamen (aunque sin conseguirlo), no sólo el negarme hasta la paternidad de mi invento, sino el de desprestigiar hasta en sus menores detalles todas mis ideas y el uso que he hecho, más o menos ingenioso de mi conocimiento de las ciencias, achacando a invenciones extranjeras, lo que ya iré demostrando que se ha hecho en el extranjero después de haberlo yo hecho, con cuya conducta se ha conquistado el citado Consejo Superior el triste privilegio, poco envidiable por cierto, de dar, por primera vez en la historia de la humanidad, el deplorable espectáculo de que correspondiendo legítimamente a la nación española la gloria de este invento, sea precisamente un puñado de españoles el que quiera arrebatarla a su país, achacándola a cualquier nación extranjera como si les mortificase el que fuese unida a esa gloria un nombre español. Y no han dejado ya de aprovecharse en el extranjero de esta debilidad, o lo que sea, del Consejo de la Marina, pues según leo en los periódicos franceses, París, Le XIX Siecle y otros que tengo a la vista, se apresuraban ya a decir a sus conciudadanos a falta de otros argumentos: «Vean Uds. si tenemos nosotros indisputable derecho a esta gloria cuando oficialmente se nos concede por conducto de la Gaceta (journal officiel de Madrid), en España, en la patria misma del émulo y rival de Gaubet», pero ya que en Francia no conocen por lo visto el consabido refrán español sobre la Gaceta, quedará y subsistirá para formar la historia de este asunto el documento que hoy tengo el honor de ofrecer al público y los notabilísimos e irrefutables artículos que sobre este asunto ha escrito en distintos periódicos mi ilustre y sabio amigo Sr. D. José de Echegaray, de una manera espontánea y con la sinceridad y lealtad que le caracterizan.
Pero donde resalta más que en parte alguna, no ya la saña y el encono, sino una verdadera furia desplegada contra mí por el delito de haber dado lugar al justificado entusiasmo que sintió la nación entera por el resultado de las pruebas, es en el documento número 41, publicado en la Gaceta. Es de advertir que cuatro de los Generales que componen el Consejo, se habían también entusiasmado ostensiblemente, y demostraron su entusiasmo sin recato en el Senado, según consta en los Diarios de Sesiones, y hasta hubo alguno de ellos que reclamaba para sí algo de gloria en el asunto; pero por lo visto esos señores querían entusiasmase sólo ellos, y disputarle al pueblo español, en su afán de disputarlo todo, hasta el derecho de sentir lo que ellos expusieron en el Senado, y el de manifestarlo en el único Senado que tiene el pueblo para celebrar sus glorias, esto es, en la plaza pública.
Para evidenciar lo que acabo de decir bastará citar textualmente algunas de las frases (injuriosas las más de ellas) que contiene tan notable documento. Dícese en el párrafo 3.º que «al reunirse el Consejo, todos deseaban felicitar al que se presentaba, si bien con la aureola de inconsciente aplauso con un éxito discutido, etc.». Hablan luego en el párrafo 6.º de mi pomposa oferta de 1885, y agregan que «era de esperar en mí algo menor de presunción y algo más de acatamiento ante el imparcial criterio de la alta Corporación de la Armada». Paso por alto varias inexactitudes que siguen a estas palabras, pues sería interminable el refutar todo lo refutable. En el párrafo siguiente muestran una extraordinaria extrañeza, porque yo traté de hacer prevalecer mi particular criterio en un invento mío, y a esto dicen que «El Consejo condena esta arrogancia ajena siempre al verdadero mérito del hombre científico, que generalmente es modesto y enemigo de exhibirse y, sobre todo, completamente impropio del militar que se dirige al ministro…, que le habla en nombre de S. M.» (si esto último no es proclamar la dictadura del Poder sobre la razón y la ciencia, se le parece mucho); y siguen así en todo el documento ¿razonando? por este estilo los señores consejeros, que al decir esto último, prueban plenamente que habían equivocado su papel, olvidándose de que no se ventilaba aquí un asunto de milicia, sino de ciencia, contra la cual es impotente la milicia y todos los poderes de la tierra, como así lo entendió el Gobierno al disponer que se me consultara si quería encargarme de la nueva construcción con determinadas condiciones. Si era esta una cuestión de milicia ¿por qué no se me dieron órdenes en vez de consultarme? Pues simplemente porque la más ligera noción del buen sentido hizo entender al Gobierno, acertadamente, que no se me podían dar órdenes en este asunto, y ¿pretende el señor ministro tener él sólo más autoridad que el Gobierno todo? ¿Quién es el que resulta por aquí arrogante y presuntuoso?
Pero no es en esto sólo en lo que se habían equivocado los señores consejeros al interpretar cuál era su misión, sino en algo que es más grave, pues la ceguedad de la ira les ha llevado a hacer que las cañas que quisieron clavarme se vuelvan lanzas contra ellos, como les voy a probar. Si esos señores creen que mi conducta es impropia de un militar por querer sostener mis ideas contra ellos en el lenguaje sumiso y cortés que empleé en mis comunicaciones (documentos 38 y 40 de la Gaceta), díganme esos señores si es propio de sus respetables canas y de las elevadas jerarquías de que disfrutan en la milicia, el entretenerse en propinarme la notable colección de escogidas frases que dejo subrayadas en el párrafo anterior; ¿creen acaso esos señores que el Estado les paga sus sueldos para entretenerse horas enteras en rebuscar denuestos con que mortificar a Peral por el delito de sostener un criterio fijo en sus ideas, o es que la Marina está tan sobrada de bienandanzas que no tienen cosa más importante en que ocuparse? Yo deseo que se me diga, en vista de todo esto, qué conducta es la que resulta aquí más correcta, si la de los generales del Consejo estampando en la Gaceta todos los calificativos que ya he citado, o la de Peral, que se quita su uniforme, entre otras razones que ya aparecerán, porque estando acostumbrado a ostentarlo siempre con honor y dignidad, no puede avenirse a llevarlo con las manchas que han pretendido arrojar sobre él sus propios generales.
Yo siento tener que insistir aún un poco más sobre este enojoso tema; pero lo creo así necesario, pues del mismo modo que los señores consejeros empezaron por pretender negar que en lo del submarino había invento, para que esta negación infundada, como les ha demostrado el Sr. Echegaray, les sirviera de fundamento ficticio, para que resultasen aparentemente justificadas todas las demás tropelías que ya iré enumerando, del mismo modo yo necesito que quede probado hasta la saciedad el apasionamiento con que dichos señores se han conducido, porque sólo así se encuentra una mediana explicación a los enormes errores científicos y profesionales que cometen cuando en su dictamen quieren desvirtuar hasta lo que es más evidente, aun para los profanos, del resultado positivo e innegable de las pruebas. Esta es, pues, la razón de que yo no me canse de aducir argumentos para demostrar la parcialidad de la conducta de los señores consejeros, y por esto es por lo que voy a hacer un análisis de los detalles del notable documento número 41.
Cuando el público en general haya leído que yo me presentaba ante el Consejo Superior de la Marina con la aureola de inconsciente aplauso, no habrá quien ponga en tela de juicio que yo me he presentado alguna vez, o cuando menos me habían invitado alguna vez, a presentarme ante ese Consejo, siquiera fuese como reo, a defender ante ellos mi maltrecho submarino, pues no señor, ni con aureolas ni sin ellas se dignó el Consejo admitirme ni una sola vez a exponer ante ellos mis razones, cosa que todavía no he podido explicarme ni teniendo en cuenta su encono ni de ningún modo, pues parece natural que hubiera ocurrido lo contrario oyéndome siquiera una vez; y si se sentían tan fuertes en sus razones ¿por qué no me citaron allí, al terreno de la razón, aunque no hubiera sido más que para cubrir las formas de rigor en un caso de esta índole? Y no sólo ha ocurrido esto, sino lo que es más fuerte e inconcebible, que al presentarme al ministro, a mi vuelta de París, pretendió que yo me comprometiera a presentar un proyecto de submarino a gusto del Consejo, pero prohibiéndome conocer las opiniones del Consejo sobre el tal proyecto. Esto que parecerá inverosímil, voy a referirlo con la mejor de las pruebas posibles, cual es la de apelar a la lealtad del ministro de Marina y del Sr. presidente del Consejo de Ministros, en la parte que cada uno tomó en el suceso: me presenté, como digo, al ministro de Marina, y me comunica éste el acuerdo del Gobierno, de consultarme si aceptaba el encargo de formular un nuevo proyecto que naturalmente había de ser introduciendo las mejoras que exigían la Junta técnica y el Consejo de la Marina; la contestación mía la adivinará todo el mundo: déjeme Ud. conocer, señor ministro, los informes de la Junta técnica y del Consejo de la Marina, para saber las condiciones que piden para el nuevo barco, y entonces contestaré a Ud. si puedo adquirir ese compromiso; pero, lo que no adivina nadie es que el ministro me contestase, como lo hizo, interpelándome si iba yo a tener la pretensión de hacer observaciones ni réplicas a lo que el Consejo había acordado, y al replicarle yo que mi única pretensión, por el momento, era conocer los mencionados informes, condición sin la cual yo no podía aceptar un compromiso cuya extensión ignoraba en absoluto, me despachó el ministro como suele decirse, con cajas destempladas, diciéndome que aquellos documentos yo no los conocería hasta que aparecieran en la Gaceta. Yo tenía muchas ganas de hacer nuevas reflexiones al ministro para hacerle entrar en razón, pero como en la milicia quien manda, manda, y hay que meter la cartuchera en el cañón, me fui a mi casa haciendo por el camino las más profundas meditaciones sobre si sería un sueño lo que me acababa de pasar o si se buscaba un pretexto para hacerme decir que no aceptaba el encargo de hacer un nuevo submarino. Hacía un cuarto de hora que estaba yo en mi casa embebido en estas reflexiones cuando vino a buscarme un hijo del ministro, ayudante suyo, para llevarme en un carruaje al Ministerio, donde su padre me aguardaba, y apenas entré en el despacho de aquél, me dijo: «he telefoneado con el Sr. presidente del Consejo de Ministros, exponiéndole la pretensión de Ud., y me ha contestado el Sr. Cánovas que Ud. tiene perfecto derecho a conocer esos documentos antes que nadie» (¡naturalmente! dije yo para mis adentros) y, al fin pude leerlos, pero con la prohibición expresa del ministro, de contestar ni una sola palabra a lo que allí leyese, prohibición que me recordó varias veces en sucesivas entrevistas. ¿Es verdad, Sr. ministro de Marina, que no he exagerado nada en mi relato? Yo no sé lo que hubiera ocurrido sin la feliz intervención del Sr. Cánovas, pero lo que si sé es que el incidente mismo no prueba que animase al ministro los mejores deseos respecto a mí.
Continuando en el análisis del documento núm. 41, sigue en el orden de las frases notables, la de mi pomposa oferta de 1885; pero esta es cuestión bastante importante y merece que la dedique capítulo separado; vienen luego las frases en que se me tacha de presuntuoso y arrogante, y como estos dicterios voy a demostrar muy en breve con argumentos científicos y profesionales que cuadran muy bien a todos los señores del Consejo, los suelto por ahora y voy a hacerme cargo de la acusación que se me hace de que soy amigo de exhibirme.
Calculo yo, porque no cabe pensar otra cosa, que esta censura se refiere a los aplausos inconscientes (según los califican los señores del Consejo), que me hizo el honor de tributarme a raíz de las pruebas la nación entera sin que queden exceptuados ni aun los señores del Consejo, y a las cariñosas manifestaciones de entusiasmo que recibí en muchas poblaciones de España, y que fueron consecuencia lógica y natural de aquellos aplausos. Ahora bien, si yo demuestro con pruebas que los primeros aplaudidores conscientes o inconscientes fueron los mismísimos señores del Consejo, quedará lógicamente demostrado también no sólo que la censura de los aplausos se vuelve contra ellos, sino que no han debido acusarme de ser amigo de exhibirme, puesto que esas exhibiciones ellos me las prepararon y ellos atizaron el incendio a que siempre está dispuesto, en honor de sus glorias, el nobilísimo corazón del pueblo español.
Para demostrar esto, tengo que recurrir al Diario de Sesiones del Senado del día 9 de Junio de este año, e importa que se lean con detenimiento los trozos que voy a extractar de los discursos que se pronunciaron en aquella memorable sesión, advirtiendo que no he escogido los párrafos que más pudieran interesarme personalmente, sino los necesarios para justificar lo que acabo de decir y algunos que tienen un interés especial por otras razones.
Para proceder metódicamente conviene citar, primero las palabras del que es hoy ministro de Marina, a pesar de que fue de los últimos que hablaron sobre este asunto en dicho día.
El Sr. Beránger: «Señores senadores, como almirante de la Armada y cuando el Senado hacía una manifestación y se trataba de conceder un honor a uno de los más ilustres hijos y servidores del referido cuerpo, yo entendía que debía de hablar primero el Sr. ministro de Marina, el jefe de ese mismo cuerpo, su representante.
»Nada tengo que decir en elogio del distinguido teniente de navío Sr. Peral, después de lo que han dicho mis amigos los Sres. Ortiz de Pinedo, Marqués del Pazo de la Merced, vicealmirante Pezuela y todos los demás señores que han hablado. Sólo he de expresar que me adhiero por completo a las manifestaciones hechas por estos distinguidos senadores, y doy las gracias a todos por ello.
»De la propia manera me declaro conforme con lo manifestado por el Sr. ministro de Marina; que si por la ley no se le puede dar la recompensa que tan merecida tiene, aquí vendrá un proyecto de ley que le conceda esa recompensa, y entonces el Senado podrá decidir lo que crea oportuno, conforme al mérito tan distinguido de este ilustre teniente de navío».
Veamos ahora todo el alcance que tienen las palabras del Sr. Beránger, que acabo de transcribir y qué manifestaciones eran esas a las que dicho señor se adhirió por completo. Para ello es necesario transcribir, como he dicho antes, algunos párrafos de los discursos que se pronunciaron aquel día en el Senado, pero antes quiero hacer esta advertencia; como estoy seguro de que no ha de faltar quien trate de aprovechar en mi daño todo aquello que pueda prestarse a dobles interpretaciones, deseo declarar aquí terminantemente que al citar las palabras de algunos Sres. senadores, lo hago con todo el respeto y alta consideración que me merecen, y con todo el agradecimiento que les debo por el honor que me dispensaron al ocuparse de mí; que me tomo la libertad (que ruego me perdonen) de aludirlos aquí, obligado por las necesidades de mi argumentación, y que las censuras que luego voy a pronunciar, no sólo estoy muy lejos de dirigirlas a ellos en lo más mínimo, sino que al contrario voy a demostrar luego que sus palabras de aquel día estaban plenamente justificadas y a defender por tanto, aquellas palabras que han sido calificadas de inconscientes por el Consejo Superior de la Marina.
Hecha esta salvedad, he aquí ahora, repito, las manifestaciones a que se adhirió por complejo el actual Sr. ministro de Marina, empezando por los telegramas con cuya lectura se inició la sesión:
«San Femando 7.— Capitán general del Departamento de Cádiz, al ministro.— Sin prejuzgar lo que en su día puedan merecer del Gobierno de S. M. los laboriosos estudios del teniente de navío Peral, la prueba de navegación sumergida que a mi presencia ha efectuado hoy, fue perfecta y completa, y de tal manera resuelta una parte, acaso la más importante del problema que se persigue, que por este solo hecho le considero acreedor a la honorífica y excepcional distinción de la cruz de segunda clase del Mérito naval, con distintivo rojo dentro del reglamento, haciéndolo extensivo a sus tripulantes con arreglo a sus respectivos empleos.— Ruego a V. E. empeñadamente que eleve esta propuesta a la consideración de S. M., inclinando su Real y noble ánimo a la favorable resolución de ella, rogándole así mismo se digne V. E. hacerme saber telegráficamente su resultado».
«Madrid 8.— El ministro al capitán general del Departamento de Cádiz.— Recibo en este momento el telegrama de V. E. de anoche. Le anticipo desde luego la aprobación de la propuesta de merecidas recompensas, que someteré hoy mismo a la aprobación de S. M.— Sírvase V. E. en mi nombre, y en el de todos los almirantes, jefes y oficiales, felicitar calurosamente a Peral y tripulantes».
«Madrid 8.— Ministro de Marina al capitán general de Cádiz.— En nombre de S. M. a quien acabo de tener la honra de comunicar el telegrama de V. E. de anoche, le participo queda aprobada la propuesta de gracias. Al mismo tiempo me encarga, se sirva V. E. felicitar en su Real nombre a Peral por su invento, que S. M. espera contribuir al engrandecimiento y prosperidad de la patria».
El Sr. Ortiz de Pinedo: Ya lo habéis oído, señores senadores; el presidente de la Comisión técnica, general Montojo, participa que las pruebas efectuadas a su presencia por el submarino Peral, han tenido un resultado completo y satisfactorio, tanto que el problema que se persigue lo considera resuelto tal vez en su parte principal.
Cuando esto nos dice el presidente de la Comisión científica; cuando Cádiz, la ciudad de los Gigantes, ha presenciado en masa las pruebas y unánimemente aclama el nombre de Peral, bien podemos creer lo que Cádiz nos dice: es que el triunfo del inventor es concluyente, definitivo…
¿Cómo es posible que el Senado español deje pasar este grandioso acontecimiento sin celebrarle? No; el Senado no puede permanecer insensible al júbilo que embarga todos los ánimos, y que pide para el hijo esclarecido de la patria la gratitud nacional…
No escatimemos en nada nuestro entusiasmo, y no dudemos que el Gobierno cuidará también de dar a Peral una recompensa, aunque nunca será la que corresponde a la que han ganado el insigne marino y sus intrépidos compañeros…
El Sr. Dabán.— He pedido la palabra para adherirme en un todo a lo manifestado por el Sr. Ortiz de Pinedo, mi querido amigo.
En el telegrama que ha leído el señor ministro de Marina he oído que se concede como recompensa al Sr. Peral, la cruz del Mérito naval de segunda clase.
Señores senadores: Teniendo en cuenta la importancia del invento del Sr. Peral y los grandes estudios que ha hecho, me parece muy poca recompensa la que el Gobierno de S. M. le concede, y creo por otra parte, que el Gobierno, dada la categoría del ilustre marino, no puede conceder otra; por lo cual ruego al Gobierno de S. M. que traiga un proyecto al Senado para otorgar al Sr. Peral una recompensa digna de tan asombroso descubrimiento.
El Sr Marqués del Pazo de la Merced: Después de las palabras pronunciadas por los que me han precedido, el Sr. ministro de Marina y bastantes amigos míos, comprenderán que yo no podía permanecer en silencio. Precisamente anteayer, tuve el honor de recibir una carta del Sr. Peral, en que abriéndome su corazón, entregado a la esperanza, pero sintiendo los dolores que estaba pasando en aquellos momentos, dejaba a mi libre voluntad el que hiciera yo, en obsequio suyo, todo aquello que creyera que podía hacer, después de haber tenido ocasión de conocer su notabilísimo invento…
Si el Sr. Peral había ofrecido que podría sumergirse y elevarse a la superficie de las aguas a voluntad, así como marchar debajo de ellas, y eso lo había realizado a juicio de todos aquellos que presenciaban las experiencias, bastaba esto para los efectos y resultados apetecidos, sin crearle dificultades que hubieran podido comprometer indudablemente la invención de que se trata.
Pero en fin, sufriendo muchísimos disgustos, padeciendo lo que os podéis imaginar, se ha llegado a los resultados que vemos…
Pues bien, señores senadores, en las pocas palabras que pronuncio, mi objeto es adherirme a las dignísimas de los que me han precedido. El señor ministro de Marina ha manifestado el más completo asentimiento por parte del Gobierno a dar al Sr. Peral una prueba de la gratitud de la nación por la honra que recibe con este invento…
El Sr. Maluquer.— Me adhiero con entusiasmo a las palabras del Sr. Ortiz de Pinedo, y creo que el invento del Sr. Peral ha de dar días de gloria a la patria española…
El Sr. Vivar.— Hoy es un día de alegría, y es preciso hacer justicia a la digna autoridad del Departamento de Cádiz que en los primeros momentos hizo lo único que podía hacer, que era ver de qué modo y manera podía expresar el júbilo que tenía y darlo a conocer en obsequio de Peral…
El Sr. Fuenmayor.— Señores senadores, no conozco al insigne Peral; no me unen a él relaciones de ningún género; no vengo aquí a hacer cargos de ninguna especie por las contrariedades que este ilustre marino haya podido sufrir hasta darnos pruebas evidentes de que su invento no era producto de la fantasía de su imaginación. ¿Qué invento no ha tenido contrariedades? En todos, absolutamente en todos, cuanto más grande han sido y cuantos más beneficios han reportado a la humanidad, parece que el sino de sus autores les ha llevado a aquilatar su paciencia de modo tal, que siempre se ha considerado que la humanidad ha ido en contra de todo progreso; pero éste tiene tal fuerza, que al fin se impone, que es lo que ha sucedido al Sr. Peral…
No he de regatear la forma, el modo con que al señor Peral se le ha de honrar; pero como el señor Ortiz de Pinedo ha propuesto al Senado, en mi entender, la mayor honra que puede recibir, creo que el Senado está en el caso de otorgársela. Pide el señor Ortiz de Pinedo que esta Cámara declare haber visto con satisfacción las pruebas verificadas; y, por tanto, toda otra recompensa la juzgo yo muy pequeña, para el Sr. Peral al lado de esta.
Podrá tener más o menos medios de subsistencia; podrá pagar o no las contestaciones a los telegramas de felicitación que se le dirigen; podrá pasar todos los apuros que quiera; podrá recibir después cuantas gracias el Gobierno le otorgue; pero estoy completamente seguro, aun sin conocerle, que allá en su conciencia y en su corazón ha de agradecer mucho más la felicitación que le envíe el Senado español, porque al fin y al cabo nosotros somos aquí los representantes de la nación española; y si la nación española tiene un hijo preclaro que se ha distinguido en tan alto grado, como el Sr. Peral, creo yo que la obligación del Senado es rendirle este tributo…
El Sr. Pezuela (D. Manuel de la).— Señores senadores: llegué precisamente cuando principiaba a hablar con gran acierto y con gran elocuencia mi amigo el señor Ortiz de Pinedo. Lo escuché con muchísimo gusto, porque, aunque el entusiasmo mío en esta cuestión raya hasta donde puede rayar, las palabras que S. S. pronunció fueron tan elocuentes, tan expresivas y tan decididamente entusiastas del invento realizado, que yo necesitaría mucho valor para añadir una palabra más… y no faltará más, sino que el Gobierno se decida a hacer pruebas con buques mayores, y a que Peral, con sus compañeros, arrostren el peligro de su vida con submarinos mayores y más perfeccionados otras cuantas veces, porque, señores senadores, habéis de saber que ha estado para perder la vida una porción de veces, una de ellas antes de ayer.
Estuvo en un tris que el Peral no desapareciera para siempre. No es posible desplegar mayor valor, mayor saber y mayor decisión que los desplegados por el teniente de navío Peral (que sólo cuenta con 45 duros mensuales de sueldo), sin haber pedido nada a nadie, ni rogado que se le dé, y cuando se le ha enviado algo, señores senadores (y siento decirlo), ha sido de fuera, de lo cual, por cierto, no ha querido hacer uso mientras las pruebas no se realicen por completo. Por consiguiente, a mí me parece imposible que exista español que haya hecho más por su patria que lo verificado por Peral para lograr su invento, que, una vez demostrado, ha de ser de unos resultados sublimes…
El Sr. ministro de Marina (Romero Moreno): Pocas veces, señores senadores, me he encontrado en situación tan difícil como hoy. Después de haber usado de la palabra los señores senadores que han hablado con tanta elocuencia, empleando frases tan decididamente entusiastas para el Sr. Peral, jamás he lamentado como hoy, no ser orador, a fin de corresponder dignamente a las frases aquí pronunciadas…
Decía el Sr. marqués del Pazo de la Merced que las Memorias hechas por Peral, resuelven el problema. He manifestado antes que por ahora no entraba a ocuparme de ese punto, y únicamente digo a S. S. que no tenga cuidado; esas Memorias no están hoy en el Ministerio de Marina, sino en el Departamento de Cádiz; y cuando vengan, con el informe de la Junta técnica, se resolverá todo…
El Sr. Beránger.— (Véase su discurso copiado anteriormente).
El Sr. Rodríguez Arias: Señores senadores, yo, que tuve la honra, siendo ministro de Marina, de someter a la aprobación de S. M. la Reina el decreto autorizando la construcción del submarino Peral, y que tengo entre mis recuerdos más gratos el no haber omitido nada, absolutamente nada para la terminación de esa obra, habiéndole facilitado cuanto ha sido posible, y anhelando el día en que los resultados satisfactorios dieran prueba del fundamento con que el Gobierno entonces sometió a la aprobación de S. M. ese Real decreto; yo, como senador y como general de Marina, he de asociarme a cualquier demostración que el Senado y la nación entera tengan a bien hacer, dentro de la ley, al inventor del submarino y a todos los heroicos oficiales que le acompañan en sus pruebas.
El Sr. Marques de Arlanza: …
Yo me he levantado exclusivamente para dirigir una felicitación cariñosa y sincera a toda la Marina española. Nuestra Marina de guerra ha demostrado, en las pruebas que está realizando el Sr. Peral, que si su valor y su pericia no tienen límite cuando se trata de defender la integridad de la patria, en el terreno pacífico de la ciencia, su inteligencia, su ilustración, su laboriosidad, pueden también luchar con esperanzas de gloria, con el saber y la competencia de todas las marinas del mundo…
El Sr. Chacón: Señores, he pedido la palabra para hacer presente la sinceridad con que me asocio a todas las manifestaciones patrióticas de que acaba de dar prueba la Cámara. Todo cuanto pudiera decir lo han dicho, y mejor que yo y con más elocuencia, los dignísimos señores senadores que me han precedido en el uso de la palabra; y sólo quiero que conste que mi entusiasmo no es ni un ápice menos que el que aquí se ha demostrado por todos en favor del ilustre teniente de navío D. Isaac Peral.
El Sr. Pavía y Pavía: …
Por consiguiente, yo uno mi ruego al que han expuesto aquí los señores senadores que me han precedido en el uso de la palabra, y con especialidad mi amigo y compañero el Sr. Marqués del Pazo de la Merced, y suplico al señor ministro de Marina que tenga en cuenta al Sr. Peral para la recompensa que justamente merece ese digno oficial de la Armada. (Muy bien; muy bien).
El Sr. presidente: Después de la demostración unánime de la Cámara, haciendo justicia a los eminentes servicios prestados por el señor oficial de Marina D. Isaac Peral y sus intrépidos subordinados, la presidencia entiende que pudiera declarar el Senado que ha oído con toda satisfacción y orgullo el resultado que han alcanzado las pruebas del invento del Sr. Peral.
Creo, pues, que debe hacerse constar en el acta de este día, que los señores senadores se asocian unánimemente a las palabras pronunciadas por el Sr. Ortiz de Pinedo y demás señores senadores que han tomado parte en esta manifestación, declarando que consideran que el Sr. D. Isaac Peral y los oficiales subordinados que a sus órdenes están, han dado tales pruebas de valor, saber y patriotismo, que merecen gratitud de la patria, y por consiguiente que el Senado les dedique esta prueba. Si la Cámara autoriza al presidente, dirigirá un telegrama al Sr. Peral, dándole cuenta del acuerdo del Senado.
Formulada la correspondiente pregunta por el señor secretario, Marqués de Mondéjar, acerca de lo propuesto por el señor presidente, el acuerdo de la Cámara fue afirmativo por unanimidad.
He aquí el telegrama:
«El presidente del Senado al Sr. D. Isaac Peral.
»Al dar cuenta el Sr. ministro de Marina en la sesión de hoy del brillante resultado que Ud. obtuvo en las pruebas oficiales practicadas por el buque que Ud. invento, el Senado ha expresado unánimemente su satisfacción y acordó que por telégrafo felicite a Ud. y a los dignos compañeros que le secundan, por el valor, la inteligencia y el patriotismo de que han dado, y usted el primero, tan gallarda muestra. A cuyas manifestaciones se asoció también el Gobierno de S. M.— Y tengo la mayor satisfacción en comunicarlo a Ud.».
Ahora bien; si el Sr. ministro de Marina se adhirió por completo a todos los aplausos que se acaban de leer y a muchos más que no he copiado porque se refieren a la extraordinaria recompensa que entre todos buscaban para mí; si además del ministro actual, hay tres señores generales del Consejo, que como senadores me tributaron aquel día sus incondicionales aplausos; si hay otro Sr. general del Consejo, que si no me aplaudió como Senador, me envió como Capitán general de Cartagena una comunicación oficial, que conservo, tan entusiasta como los discursos del Senado; y en una palabra, si todos los demás vocales me enviaron también su entusiasta aplauso, puesto que oficialmente dijo al Capitán general de Cádiz el ministro, como jefe y representante del Cuerpo:— «Sírvase V. E. en mi nombre y en el de todos los almirantes, jefes y oficiales felicitar calurosamente a Peral y tripulantes» ¿no es verdad que no eran estos Sres. los llamados a calificar de inconscientes los aplausos que ellos mismos me habían tributado y los que vinieron después como consecuencia natural y lógica de los suyos?
¿No es verdad que no eran ellos los llamados a ridiculizar al hombre que ellos mismos habían ensalzado por encima de toda ponderación, sino que, al menos, debieran tener la prudencia de callarse ciertas censuras? ¿No es verdad que no han debido decirme que soy inmodesto y amigo de exhibirme, cuando todas las manifestaciones que yo he recibido en las calles puedo decir que me las han proporcionado ellos, pues lo que la nación ha hecho no ha sido más que sancionar sus manifestaciones del Senado? Y en último extremo, supongamos por un momento que esos aplausos no estén justificados por el resultado de las pruebas, y que todas las manifestaciones de entusiasmo sean censurables, ¿por qué me han de censurará a mí esos señores del Consejo en vez de presentarse ellos como verdaderos merecedores de las censuras? ¿Pedí yo acaso el telegrama que el Capitán general de Cádiz envió al ministro el día de la prueba de inmersión? ¿Pedí yo los discursos del Senado? ¿Pedí yo la cruz que me concedió el Gobierno de S. M., ni el sable de honor que me envió S. M. por consejo de su Gobierno, como en de suponer, en premio de aquellas pruebas? ¿Hacía yo otra cosa en San Fernando que poner de mi parte lo que podía para obedecer las órdenes de la Junta técnica y cumplir su programa de pruebas poniendo a contribución todas mis fuerzas y toda mi inteligencia, para que no resultasen infructuosos los sacrificios hechos hasta entonces?
Un periódico ha planteado al Consejo de la Marina una cuestión que con toda su sabiduría no ha resuelto aún ni resolverá nunca, es, a saber, ¿cuándo debe dar crédito la nación a esos señores, cuando se entusiasman en el Senado o cuando se enfadan en la Gaceta con Peral, porque el pueblo ha tomado en serio sus entusiasmos? Pero yo tengo que decir aun algo más a la nación; yo tengo que invocar sus sentimientos de justicia para que me digan todos los españoles, sin distinción de clases ni partidos, si un ciudadano que no ha cometido más delito que tratar de acudir a la defensa de su patria como mejor sabía hacerlo, en un día en que la nación sentía terrible angustia, y que ante esta idea no vaciló en arriesgar su crédito y la tranquilidad de su obscura vida anterior, y que después no ha hecho otra cosa que ceder generosamente a su patria el fruto de todos sus desvelos y de toda una vida de estudios, y comprometer su vida para demostrar con un barco defectuoso que era verdad lo que podía haber probado pidiendo a la nación nuevos gastos, yo pregunto si este hombre merece ser ultrajado con una solemnidad tal como jamás se ha hecho con ningún hombre honrado ni criminal, esto es, por conducto de la Gaceta, el periódico oficial del Estado que pone mi nombre a la vergüenza, no ya de España sino del mundo entero.
Yo protesto de que mis quejas no tienen por objeto buscar una compensación a los perjuicios materiales que acabo de sufrir, pues sé que mi deber como ciudadano español es sacrificarme por mi patria, y si he trocado en incierto y obscuro el porvenir que tenía asegurado con mi carrera, tengo en cambio la satisfacción inmensa de decir por esto una vez más, he cumplido con mi país como debía. Yo ya se o supongo que el criterio sustentado en la Gaceta, no es el de la mayoría de la nación, pero ello es que esas acusaciones están en pie, y si no se hace nada para borrarlas tendré derecho a decir: Mirad españoles, que lo que hacéis conmigo por error o por indiferencia es una gran injusticia y al par un gran escarmiento para que nadie más vuelva a dedicar su inteligencia en beneficio de su patria, y a lo menos a que tiene derecho el que tal hace es a que no se le ultraje oficial y públicamente.