67

Ana rozó el hombro de Daggart con la mano y él se despertó sobresaltado. Echó un vistazo al reloj. Eran pasadas las doce. La lluvia seguía aporreando el lateral de la casa. Miró a Ana y ella señaló la puerta.

Daggart se levantó en camiseta y calzoncillos y se sacudió las telarañas de la cabeza. Se arrodilló y sacó la caja de zapatos del pequeño bolso de viaje de Ana. La abrió. Dentro, el revólver de su hermano, el del calibre 38 con las cachas de nogal, reposaba entre las hojas de un periódico enrollado. Daggart abrió el tambor para comprobar que estaba cargado. Lo estaba. Se acercó a la puerta y pegó el oído a su fresca superficie. No oyó nada, sólo el silencio amortiguado de una casa en reposo, el zumbido lejano de un frigorífico y la lluvia fuera.

Y pasos.

En la planta baja, al parecer.

Le indicó a Ana con una seña que le esperara allí y salió antes de que ella tuviera tiempo de protestar.

El dormitorio de Héctor estaba justo al otro lado del pasillo, con la puerta entornada. La habitación estaba envuelta en oscuridad. Daggart se acercó a ella pegándose a la pared, con la pistola en alto. La tarima crujió bajo sus pies. Aquel ruido, aunque pequeño, pareció resonar violentamente en la quietud de la medianoche. Dejó pasar un momento y siguió avanzando de puntillas. Se asomó lentamente por el marco de la puerta y miró dentro del cuarto como una tortuga que sacara la cabeza del caparazón.

La cama estaba deshecha, las mantas echadas hacia atrás. Daggart tuvo que escudriñar las negras sombras para ver si Héctor estaba o no en la habitación. No estaba. Daggart supuso que estaba abajo. Seguramente le costaba dormir y estaba trasteando en la cocina, preparándose un vaso de leche caliente.

Daggart bajó las escaleras. La luz de la cocina se derramaba sobre el suelo del cuarto de estar.

—¿Héctor? —dijo desde la base de la escalera. Su voz rebotó en las paredes del cuarto—. ¿No podías dormir?

Héctor no respondió y Daggart titubeó. Desde donde estaba veía el fogón, un trozo de encimera, una pequeña geometría de baldosas.

—¿Héctor? —preguntó de nuevo alzando la voz.

No hubo respuesta. El frigorífico zumbaba insistentemente. Un reloj de pared marcaba los segundos. Daggart pensó en darse la vuelta. En subir corriendo las escaleras y avisar a Ana de que algo iba mal. Pero le detuvo la imagen de un fino reguero de sangre. Rojo fuerte sobre el linóleo blanco. Avanzó hasta que vio el cuerpo de Héctor Muchado tendido de espadas, con los brazos en cruz y los ojos abiertos de par en par y llenos de asombro. Un tajo en su cuello bombeaba cintas de sangre carmesí; el líquido manaba fresco de su cuerpo y se vertía sobre el suelo de la cocina, donde formaba un arroyo sinuoso.

Daggart volvió la cabeza y gritó hacia la planta de arriba:

—¡Ana, sal de la casa!

—Demasiado tarde —dijo con calma una voz de hombre, y Daggart reconoció la voz antes de ver la cara. De la cocina salió Goliat, el gigante al que había dado esquinazo en el ferry. Un cuchillo de carnicero colgaba de su mano. La sangre goteaba de su hoja reluciente, manchando el suelo.

Daggart levantó el revólver de forma que el cilindro plateado de su cañón quedara al nivel de un punto intermedio entre los ojos del gigante. A Goliat pareció no importarle.

—Era un anciano —dijo Daggart—. No te habría hecho daño.

El gigante se encogió de hombros con indiferencia, y Daggart deseó más que nada en el mundo borrarle de un sopapo la sonrisa satisfecha de la cara.

—Imagino que sabía cosas que no debía saber —dijo el gigante.

—Y por eso le has matado.

—Eso parece, ¿no? —Sonrió con una mueca torcida y bobalicona. Daggart tuvo que hacer un esfuerzo para no apretar el gatillo.

—¿Para quién trabajas? —preguntó.

—Para alguien a quien no conoce.

—¿Los cruzoob? ¿Right América?

—Lo siento —dijo el gigante—. No me suenan de nada.

—Estás mintiendo.

—De acuerdo. Piense lo que quiera.

Había algo tan auténticamente estúpido en su reacción que Daggart se sintió tentado de creerle.

—¿Y el Cocodrilo? —preguntó—. ¿Por qué quiere matarme?

—Porque sabe cosas.

—¿Qué cosas? —Daggart amartilló el revólver y estalló de rabia. Ver a Héctor Muchado le había devuelto la imagen de Susan y un tropel de emociones. Sentimientos de ira y sed de venganza, de odio total—. ¿Qué es lo que sé?

—Eso tendrá que preguntárselo al Cocodrilo —respondió el hombre con sencillez.

—¿Y si no quiero hablar con él?

El otro mostró su sonrisa dentuda.

—No le quedará más remedio. El Cocodrilo puede ser muy persuasivo.

Daggart no entendía su audacia. Aunque el gigante empuñaba un cuchillo de proporciones considerables, era él quien tenía el revólver. Él quien podía acabar con su vida en una milésima de segundo, si quería. Y sin embargo aquel necio se comportaba como si tuviera la sartén por el mango.

Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Daggart cuando de pronto comprendió el porqué.

Se volvió para subir corriendo las escaleras y se quedó helado. Otro hombre (uno al que no había visto nunca) estaba obligando a Ana, envuelta en un fino camisón blanco, a bajar las escaleras. Le rodeaba el cuello con el brazo y apretaba una pistola contra su sien. Daggart vio un miedo descarnado en los ojos de Ana.

—Suéltala —ordenó. Apuntaba alternativamente con la pistola al gigante y al hombre que sujetaba a Ana—. Ella no sabe nada. —Mientras hablaba se dio cuenta de la trampa en la que había caído. El otro hombre sin duda se había escondido en el cuarto de baño de arriba, esperando a que Daggart bajara. Cuando él se quitó de en medio y Ana estuvo desarmada, apoderarse de ella fue pan comido.

—Muy conmovedor —dijo Goliat—, pero no.

—Ella no sabe nada.

—Eso dice usted, pero las órdenes son las órdenes. Nosotros hacemos lo que nos dicen. Y si no, el Cocodrilo se enfada. —El gigante se acercó tajando el aire con su cuchillo como si estuviera calentando para una competición olímpica. Daggart retrocedió para apartarse del avance de Goliat y sus estocadas—. El otro día me hizo quedar muy mal, profesor. Muy mal. El Cocodrilo se enfadó conmigo y por eso yo estoy enfadado con usted. Pero puede que esta vez no intente ninguna tontería. A no ser que quiera ver a su bella señorita sin media cara. —El gigante se rio de su sugerencia y el de la pistola también sonrió.

—Está bien —dijo Daggart, y alargó la mano libre como para detener el avance del gigante. Arrojó la pistola al sofá, donde aterrizó con un golpe suave. Abrió las manos en un gesto de rendición. El gigante siguió acercándose; cada uno de sus pasos retumbaba en la quietud de la casa. Con el cuchillo extendido, avanzó hacia Daggart hasta que estuvo a medio metro de él. Presionó el cuello de Daggart con la punta del cuchillo. La punta afilada hizo brotar una pizca de sangre.

—Dejad que Ana se vaya, ¿de acuerdo?

—Así que Ana, ¿eh? Usted y la señorita se conocen muy bien, ¿verdad? Viajan juntos por México. Incluso comparten habitación…

—Basta ya.

Goliat no hizo caso.

—¿También se la está tirando? ¿Eh? Y dígame, ¿no le da miedo lo que pueda pegarle ese coñito mexicano? No sabe dónde habrá estado, aunque me juego algo a que puedo adivinarlo.

El gigante sonrió, burlón. El otro soltó una risilla.

La ira nubló la visión de Daggart.

«Relájate. Respira».

—Scott… —murmuró Ana, intentando calmarle.

Daggart miró el cuchillo que pinchaba su cuello. Cuando volvió a hablar, su voz sonó baja como un siseo.

—Yo no lo haría, si fuera tú.

—No me digas —dijo Goliat. Clavó un poco más el cuchillo en la piel de Daggart. Un hilillo de sangre corrió por su cuello.

Decir únicamente que el brigada Scott Daggart era un antiguo piloto del ejército habría sido engañoso. Daggart era mucho más que eso. Y durante sus primeros tiempos en el ejército había aprendido que el mejor modo de mantenerse con vida era adquirir tantas habilidades como fuera posible. No podría haber pasado seis meses en Somalia, en un cuartel atestado de miembros de los grupos Delta, sin aprender algún que otro truco. Los chicos Delta se mantenían apartados del resto de las fuerzas especiales. A fin de cuentas, eran la elite de la elite. No tenían tiempo para los Rangers, y menos aún para los soldados del montón. A los pilotos casi ni los miraban.

Pero Scott Daggart era otra cosa. En él sí confiaban. Uno de ellos en particular, Maceo Abbott, vio en Daggart a alguien que asumía voluntariamente los mismos riesgos calculados que ellos y que poseía habilidades parecidas. Maceo, un afroamericano grandullón, con músculos más imponentes aún que su voz de James Earl Jones[6], le acogió encantado bajo su ala y le enseñó algunos trucos. Daggart le devolvió el favor metiéndoles y sacándoles con regularidad de los puntos más calientes de Mogadiscio, entre las granadas autopropulsadas y el tableteo de los AK-47 que el enemigo disparaba desde las azoteas.

Maceo siempre hacía hincapié en la concentración. Relajarse. Respirar. Ver con claridad el mundo que te rodea. Eliminar las cosas innecesarias; ver sólo lo que era preciso ver. Desentenderse de lo superfluo, concentrarse en lo esencial. Con el tiempo y la práctica, Daggart llegó a perfeccionar esa capacidad. De ahí que tuviera tanto éxito como piloto de helicópteros. Era capaz de esquivar el fuego enemigo porque podía ubicar su procedencia exacta. En el entorno arenoso y urbano de la capital de Somalia, vaciaba su mente de imágenes irrelevantes como si borrara fotografías digitales. Se centraba en lo fundamental.

Allí parado, en medio de la sencilla casa de dos plantas que Héctor Muchado tenía en Mérida, Daggart vio de pronto el mundo que lo rodeaba con claridad, nítidamente, sin nimiedad alguna. Se concentró en lo pertinente; desdeñó el resto. El cuerpo despatarrado de Héctor. El reguero de sangre sobre el linóleo blanco. La sonrisa burlona del gigante y su mal aliento. La punta afilada del cuchillo clavada en su cuello. El leve olor del metal. La expresión confiada y al mismo tiempo vacilante del hombre que agarraba a Ana. Los ojos de Ana abiertos de par en par.

Veía otra cosa, además: una cosa que ni siquiera estaba en la habitación. Aquellos dos hombres no eran los únicos de los que tenía que preocuparse. Había otra persona cerca: el Cocodrilo. De pronto comprendió que el cometido de aquellos dos hombres consistía en atraparlos a Ana y a él y llevárselos al Cocodrilo. O convocado a él.

«Relájate. Respira».

«Paciencia. Perseverancia».

Levantó las manos como un rayo, agarró la muñeca y el codo del gigante y de un tirón los golpeó contra su rodilla, rompiéndole el brazo como una rama. Pareció oírse el chasquido de una vara al quebrarse. El cuchillo giró en el aire una, dos veces, y antes de que el gigante tuviera tiempo de gritar de dolor y caer retorciéndose al suelo, antes de que el tipo que agarraba a Ana pudiera asimilar lo que estaba viendo, Daggart cogió el cuchillo al vuelo, se volvió y lo lanzó hacia el otro lado de la habitación como un artista circense. El cuchillo reluciente y plateado se clavó con un horrendo golpe seco en el cuello del otro. El hombre soltó la pistola y ésta cayó al suelo con estrépito. Acercó las manos al mango del cuchillo para intentar sacárselo, como una especie de aspaventoso Arturo y su Excalibur. Cayó hacia atrás, la sangre chorreándole por las manos, las muñecas y los brazos, y al golpear contra la tarima su cabeza produjo un tremendo crujido.

Daggart corrió a atrapar el arma, que seguía girando en el suelo como una botella loca. Comprobó que el cargador estaba lleno.

—¿Estás bien? —le preguntó a Ana.

Ella asintió con la cabeza, aturdida, y se dejó caer en su hombro. Daggart la rodeó con el brazo y la estrechó contra sí.

Al otro lado de la habitación, el gigante gemía y se retorcía en el suelo, sujetándose el brazo roto como si pudiera curárselo sólo con ejercer presión. Una pequeña astilla de hueso asomaba por la piel. Daggart dejó a Ana y se acercó al gigante caído. Le cacheó y encontró una pistola sujeta a su pierna. La lanzó por el suelo, hacia Ana.

Ella la recogió.

—¿Qué hacemos?

Daggart recogió del sofá el revólver de Javier, se lo guardó en el bolsillo y desapareció en la cocina; regresó un momento después, con un rollo de cinta de embalar. Ató las muñecas y los tobillos de Goliat con la velocidad y la maña de un campeón de rodeo y le puso de propina una tira sobre la boca.

Miró a Ana. Ella temblaba de miedo. Se acercó a ella y le frotó los brazos desnudos.

—Vamos a vestirnos y a salir de aquí —dijo—. Ya se nos ocurrirá qué hacer cuando estemos de camino.

El Quinto Codice Maya
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