7. CHANCHULLO N.° 18.735

Estoy de vuelta —por fin— en mi ciudad natal. Un viaje en ferrocarril que otrora duraba cuatro horas y media ahora dura siete. ¡Toma progreso y modernización, pero por el culo! Y los precios suben en correlación directa con el incremento en la duración del puto viaje. Meto el paquete dirigido a Begbie en el buzón de la estación. Menéatela con eso, oye. Cojo un taxi hasta el principio de Leith Walk; la espléndida vía pública tiene más o menos el mismo aspecto de siempre. El Walk es como una vieja y prohibitiva alfombra Axminster. Puede que esté un poco sucia y descolorida, pero sigue teniendo calidad suficiente para absorber los inevitables vertidos de la sociedad. Apeándome delante del queo de Paula, pago al taxista-humorista los honorarios de su latrocinio y paso de largo frente al desvencijado portero automático, subiendo por la escalera con olor a meados.

Paula me abraza, me hace pasar y me hace tomar asiento en su acogedor cuarto de estar con un té y unas galletas integrales. Está en vena, diré eso en su favor, aunque sigue teniendo el aspecto de un accidente de carretera montado en unas patas de piano. Pero no vamos a demorarnos demasiado tiempo aquí, ni vamos a ir al bar de Paula, el célebre Port Sunshine Tavern. Para ella se parecería demasiado a ir a trabajar. No, vamos al Spey Lounge a tomar una copa; al no ver caras conocidas, me encuentro eufórico y desilusionado a la vez.

Paula juguetea con su copa, y no puede evitar que se le dibuje una sonrisa autosatisfecha en ese rostro grande y fláccido. «La verdad es que he pasado demasiado tiempo en ese sitio. Ahora tengo vida propia, hijo», me cuenta. «Verás, es que he conocido a un hombre».

Miro a Paula fijamente a los ojos, y sé que se me arquea involuntariamente una ceja al estilo del presentador televisivo Leslie Phillips, pero me veo impotente para impedirlo. No obstante, apenas tengo que animarla para que vaya directa al grano. Paula siempre fue un poco comehombres. Uno de los recuerdos más angustiosos de mi adolescencia fue la vez que me puse a bailar lentos con ella en la boda de mi hermana; me tenía cogido del culo mientras Bryan Ferry cantaba «Slave to Love».

«Es español; un tío encantador. Tiene su propio garito en Alicante. He ido a verlo. Quiere que me vaya a vivir allí con él. A tomar el sol y a que me cepillen los bajos de forma regular», dice mientras aprieta los muslos y desenrolla el labio inferior como si fuera una alfombra roja, «eso es vida, Simon. Aquí me dice todo el mundo», cuenta ella con una risotada despectiva que abarca por lo menos a la totalidad del puerto de Leith, «“Paula, vives en Babia, no durará”. No me malinterpretes, no me hago ilusiones, si no dura, no dura. ¿Acaso hay algo que dure? En estos momentos cualquier paraíso me parece bien», dice, apurando la copa y llevándose la rodaja de limón a la boca, masticándola entre esos piños falsos y succionando hasta la última gota antes de volver a escupirla, destrozada, dentro de la copa vacía.

No hace falta tener demasiada imaginación para ver en esa triste viruta de limón la cola de un español aterrado.

Paula se anticipa a todas mis objeciones, y tampoco soy tan aguafiestas como para intentar plantearle ninguna. Su fe en mí me conmueve: mis embustes acerca de mi éxito en la industria londinense del entretenimiento la han impresionado. Quiere que me haga cargo del Port Sunshine. El problema de que ella quiera veinte de los grandes por el tugurio queda resuelto de forma sorprendentemente fácil, ya que sugiere que se lo vaya pagando según el bar vaya arrojando beneficios. Hasta entonces, ella será mi socio capitalista.

El sitio es una mina en potencia; sólo le hace falta una renovación. Se siente la subida del precio de las viviendas provocada por el avance del saneamiento urbano desde el Shore, y ya oigo el ruido de la caja registradora mientras le doy al Port Sunshine un lifting que lo haga pasar del nivel Bolinga Central al nivel sociedad de café New Leith. Lo tiene todo: la gran sala de ceremonias al fondo y el viejo bar en la parte de arriba, cerrado desde hace ya tiempo y empleado como almacén.

Necesito presentar una solicitud de licencia, así que en cuanto dejo a Paula, me voy a las cámaras municipales a recoger los formularios. Después, me doy el gusto de tomarme un cappuccino (sorprendentemente bueno para ser made in Escocia) y una galleta de avena en la patisserie que hay a la vuelta de la esquina. Echo un vistazo a los papeles municipales y, al acordarme de la habitación amueblada de Hackney, empiezo a currarme la documentación. Leith está en alza. El metro llegará antes allí que a Hackney.

Más tarde, me dirijo a la casa de mis padres en el South Side. Mi madre está encantada de verme; me propina un abrazo de esos que rompen las costillas y rompe a sollozar. «Mira, Davie», le dice al viejo, que apenas puede apartarse de la tele, «¡mi chiquillo ha vuelto! ¡Ay hijo, cuánto te quiero!».

«Venga, ma… mamá», digo yo, levemente abochornado.

«¡Espera a que te vea Carlotta! ¡Y Louisa!».

«El caso es que tengo que volver pronto…».

«Ay hijo, hijo, hijo…, no…».

«Sí, pero el caso es, mamá, que volveré a subir enseguida. ¡Para siempre!».

Mi madre estalla en lágrimas. «¡Davie! ¿Has oído eso? ¡Voy a tener a mi chiquillo de vuelta!».

«Así es, Paula ha dicho que puedo hacerme cargo del Port Sunshine».

Mi viejo se da la vuelta en la silla y enarca dubitativamente una ceja.

«¡A ti qué mosca te ha picado!», dice mi madre.

«¿El Port Sunshine? No iría allí ni muerto. Está lleno de putas y cantantes cómicos», se mofa mi padre. El viejo hijo de puta parece cansado, sentado ahí con su moreno de albañil. Es como si el semiborrachín hubiera reconocido que ya no puede joder a mi madre o ella le echará a la puta calle, ahora que está demasiado debilitado para encontrar a otra bobalicona que le haga de chacha, sobre todo una que sepa hacer pasta como ella.

Haciendo una concesión a sus deseos de reunión familiar, decido quedarme una noche más. Mi hermanita Carlotta aparece y chilla de emoción, plantándome un besazo en cada mejilla, y llamando a Louisa por el móvil. Yo estoy ahí sentado con una hermana a cada lado, haciéndome mimos sin parar, mientras el viejo gruñe y me lanza miradas amargas. De vez en cuando mi madre arranca a Carlotta o a Louisa del sofá y grita: «Venga, arriba. Quiero que ese chiquillo mío me dé un abrazo como mandan los cánones. ¡No puedo creerlo, mi chiquillo de vuelta! ¡Y para siempre, además!».

Satisfecho con la forma en que están saliendo las cosas, me voy cuesta abajo, a Sun City. Voy dando botes por el Walk, respirando el aire marino a medida que la escoria que es Edimburgo cede el sitio a mi hermoso puerto natal. Después voy al bar, donde Paula está tras la barra, y sufro un bajón inmediato. El bar en sí es un desastre de cuidado: viejas baldosas rojas, mesas con cubierta de fórmica, paredes y techo manchados de nicotina, pero lo que me mata es la clientela. Son como una aglomeración de zombis de una película de George A. Romero, pudriéndose bajo la áspera luz de los fluorescentes, que magnifica la masa de pecados. He visto antros craqueros en las barriadas de Hackney e Islington que parecen putos palacios en comparación con este cagadero.

¿Leith? Me pegué años tratando de salir de aquí. ¿Cómo pude volver a poner los pies en este lugar? Ahora que la vieja se ha trasladado al South Side, no hay absolutamente ninguna necesidad. Estoy en la barra bebiéndome un whisky, observando como Paula y su amiga Moira, que es un clon total de Paula, le sirven comidas a estos viejos quejicas y desdentados, como si esto fuera un comedor de beneficencia. Al otro lado del otro bar, donde varios jóvenes esqueléticos husmean, dan respingos y miran fijamente, se oye música dance procedente de la gramola a un volumen incongruente. Ya siento ansias de alejarme del pub, de Paula y de Leith. El tren con destino a Londres me llama.

Presento mis excusas y me adentro más en el nuevo Leith: el Royal Yacht Britannia, el Scottish Office, los muelles renovados, bares de postín, restaurantes, queos yupis. Esto es el futuro, y a sólo dos manzanas. El año que viene, quizá el siguiente, a sólo una. Y después… ¡bingo!

Lo único que tengo que hacer es tragarme el orgullo y poner buena cara durante un tiempo. Entretanto, me dedicaré a unos cuantos chanchullos de nivel; los nativos se asemejan en exceso a los paletos para poder seguir el ritmo de un aventurero metropolitano como Simon David Williamson.

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