CUARTO CAPÍTULO
TERCER MOVIMIENTO

Allegro vivace

1

Cuando terminaron de comer, como habían acordado por la mañana, las parejas se reunieron para decidir los detalles del recital de aquella noche.

Furuta y Noriko, que se llevaban fatal, se sentaron juntos mirando cada uno en una dirección.

Al verlos, Mari no pudo contenerse.

—Por favor, solo quedan tres días. Vamos a intentar ser agradables los unos con los otros.

—Mientras este siga aquí, no puedo ser agradable. Me amarga la existencia —dijo Noriko.

—Vaya, qué sorpresa. Yo pensaba que eras una amargada porque estás mal follada —replicó Furuta.

—¿Qué has dicho?

—Basta ya —los interrumpió Katayama—. Mirad, todos están intentando disfrutar del recital de esta noche. Haced también vosotros un pequeño esfuerzo.

—Ya lo sé —contestó Furuta—. Yo, mientras Noriko no haga nada raro, estoy dispuesto a colaborar.

—¿Algo raro? ¿Cómo te atreves a decir…?

—¡Tsuji! —la interrumpió Mari—. Por favor, decidid al menos qué pieza vais a tocar, ¿vale? Hacedlo por mí.

Noriko se encogió de hombros.

—Me da igual.

—A mí tampoco me importa cuál sea.

—Ah, se me ocurre una muy adecuada para ti. ¿Qué te parece Campanita del lugar?

—Qué graciosa eres. Como tu mayor virtud es tener un violín caro, ¿por qué no hacemos la versión violín de El Precio Justo?

—¡Muy bien!

Afortunadamente, se callaron y se fueron arriba.

En el resto de grupos (el de Machiko y Maruyama y el de Kazumi y Ōkubo) se oían risas.

—Nosotros también debemos ponernos de acuerdo —dijo Mari.

—Está bien. ¿Podemos hablar en tu habitación?

—En mi habitación… Me parece bien —asintió Mari, abrumada.

Los dos subieron las escaleras.

—¿Dónde está la gatita? —le preguntó Mari.

—Se ha marchado por un asunto oficial.

—¡Qué gracia! —exclamó la muchacha, riéndose—. Aquí es. Entra, por favor.

Mari abrió la pesada puerta.

La habitación era espaciosa y había sido redecorada. Era muy agradable.

Había una cama doble, un escritorio y un atril en el centro de la habitación. Por iniciativa de Asakura, sobre el escritorio había un radiocasete con el que podía grabar sus ensayos para escucharlos después.

—Esta habitación es muy bonita —dijo Katayama con admiración.

—¿Verdad que sí? Es un lugar ideal —contestó Mari, sentándose en la cama—. Pero me ha hecho darme cuenta de que soy muy caprichosa. En mi habitación, aunque es mucho más pequeña e incómoda, practicaba más.

—¿Estás avanzando con la pieza nueva?

—No puedes preguntar esas cosas. Voy a tener que denunciarte por violar las reglas.

—No te preocupes. A mí no me interesa el concurso, y además no sé nada de música —replicó Katayama, riéndose.

—¿Por qué querías hablar aquí?

—En realidad quería registrar el dormitorio por si hubiera algún micrófono, ya que se me escapó el culpable.

—Ah, ¿sí?

Katayama le contó cómo se había escapado el responsable.

—Lo bueno es que ya sé que tú no eres la culpable.

—Tienes razón. Yo sabía que tú estarías vigilando, así que habría sido una idiotez entrar a recuperar el reproductor.

—Así es. Además, como el responsable ya sabe que lo he descubierto y no tiene sentido seguir esperando, he pensado en buscar el resto de micrófonos. Pero temo que el descubrimiento os afecte psicológicamente.

—Ya. Estamos bastante nerviosos.

—Por eso quiero empezar por esta habitación. Supongo que estarán todos en el mismo lugar, así que, si encuentro uno, el resto no será difícil.

—Pero ¿cuándo crees que podrás quitarlos? Pasamos casi todo el día en nuestro cuarto.

—A la hora de la cena. Nadie sospechará aunque yo no esté.

—Ah, eres más listo de lo que pensaba.

Katayama se quedó pensando; no sabía si alegrarse o no.

—Bueno, manos a la obra. No debieron tener mucho tiempo para colocarlos. A ver… ¿Dónde estará?

—¡Qué interesante! Yo también quiero ayudar.

—Sí, por favor. En realidad me habría venido muy bien que estuviese ella…

—¿A quién te refieres?

—A mi ayudante.

Aunque se enfadaría conmigo si me oyese decir eso, pensó Katayama.

Registraron minuciosamente la habitación: debajo de la cama, detrás del escritorio, sobre la lámpara, detrás de un marco colgado en la pared…

—¡Mierda! —exclamó Katayama.

—No es fácil de encontrar.

—No creo que lo hayan quitado. No han tenido tiempo para hacerlo.

—En la hora de la comida…

—No creo. Nadie ha faltado tanto tiempo. He estado observándolos a todos. Algunos se ausentaron, pero para ir al baño y cosas así —dijo Katayama, ladeando la cabeza.

—Como ya no están utilizándolos, los micrófonos no son un problema, ¿verdad? No hemos conseguido encontrarlo a pesar de haber buscado tanto, así que no creo que nadie lo encuentre por casualidad.

—Tienes razón. —Para él era así de fácil tirar la toalla—. Bueno, me marcho ya. No quiero molestarte más.

—Pero ¿no vamos a hablar del recital de esta noche?

—Ah, es verdad. Yo no entiendo de música. Decídelo tú todo.

—¡No te escaquees!

Mari se sentó en la cama, bajó la cabeza y se puso a llorar.

Katayama se quedó sin palabras.

Hasta hace un momento ha estado riéndose…, pensó. Por esto me cuesta tanto entender a las mujeres. Deberían llorar solo cuando hay algún motivo y después de que se les note en la cara que tienen ganas de llorar, para que me dé tiempo a marcharme antes de que empiecen.

—Oye, llorar no es bueno para la salud —le dijo, pensando en su propio corazón. No sabía cómo consolarla—. Tranquila… Cálmate. Vas a perder líquido y sales.

Soy penoso. ¿Por qué no puedo decir algo más considerado?

Reconocía que se sentía incómodo con las mujeres. De no sufrir acrofobia, preferiría tirarse por la ventana a estar en una habitación cerrada con una chica llorando.

Mari seguía llorando. Katayama también tenía ganas de llorar.

Y de repente, Mari levantó la cabeza y sonrió.

Katayama se quedó sin palabras.

—¿Qué te parece? Soy buena actriz, ¿verdad?

—Madre mía, qué susto me has dado. Estaba pensando en pedir una ambulancia.

—Pero no le digas a nadie que se me da bien fingir que lloro. Nadie lo sabe.

—Ah, entiendo.

Katayama también sonrió.

—De pequeña lo hacía a menudo —le contó—. Los ensayos eran muy duros para mí, tenía que practicar durante horas y horas. Y cuando estaba cansada, fingía que lloraba. Mi madre nunca me consentía, pero por lo menos me dejaba descansar.

Katayama se sentó y le preguntó:

—¿Tan dura era tu madre?

—Sí. Es la típica madre que obliga a su hija a cumplir el sueño que ella no consiguió realizar. Pero ¿qué hay de los sueños de la hija? Cuando era muy pequeña, yo soñaba con ser azafata de vuelo o enfermera. Pero desde muy pronto no hubo nada para mí salvo violín, solo violín.

—Ya. Pero tú has llegado hasta aquí porque tienes un don.

—Eso creo. Pero pienso que cada uno tiene un límite y que por mucho que ensayes es imposible superarlo. Es como tener una caja: puedes desarrollarte hasta donde te permite su capacidad, pero no más allá. Si la fuerzas, la caja empieza a deformarse.

—¿Crees que has llegado a tu límite?

—No lo sé. Hasta ahora nunca lo había pensado, se me ha ocurrido estando aquí —dijo con una sonrisa—. He venido para competir y no hago más que pensar en mis límites.

—Ya. Pero eso es porque normalmente nunca estamos solos.

—Así es. Hasta ahora, en mis ensayos siempre había estado acompañada por mis profesores o por mi madre. Aunque practicaba sola, era consciente de la mirada de mi madre. Ahora han desaparecido sus ojos por primera vez en mi vida. Solo estamos mi violín y yo.

Mari se levantó y agarró el violín. Lo sujetó con la barbilla, movió el arco ligeramente y giró las clavijas de afinación. El violín parecía formar parte de su cuerpo.

—¿Quieres que toque algo?

—¿Te apetece?

—Sí, claro. No pasa nada por tocar una obra que no sea la de la final. Con suerte, encontraremos la pieza para el recital de esta noche.

—Muchas gracias. Pues quiero que toques… No sé, algo fácil.

Incluso Katayama tenía sensibilidad para saber que una melodía era hermosa, aunque no la conociera.

Unos acordes melancólicos llenaron la habitación.

No parecía que las cuerdas emitieran el sonido; era como si el violín entero, o más bien la propia Mari, produjera unas ondas musicales que resonaban y vibraban en la habitación. Sus dedos largos y blancos se movieron sobre el diapasón y el arco subió y bajó en movimientos naturales como si estuviera respirando.

Katayama la escuchó atentamente. La melodía envolvió su cuerpo, como si lo poseyera.

Y, poco a poco, la música desapareció con un vibrato. Su reverberación permaneció en la habitación como una espiral invisible…

—¡Qué bonito! —exclamó Katayama, aplaudiendo. Mari bajó la cabeza como si estuviera en un escenario—. ¡Seguro que eres la ganadora!

Mari se echó a reír.

—Todo el mundo toca así —respondió, ruborizada y contenta—. Pero es bonito tocar para alguien. Nunca había sentido nada parecido.

—¿Para alguien?

—Sí, para alguien en concreto, alguien que está escuchándote de verdad.

—Me alegra mucho oír eso —dijo Katayama con una sonrisa. De repente, esta se congeló en su rostro.

Mari dejó el violín y el arco y se acercó al detective.

Katayama tuvo un mal presentimiento y una luz roja parpadeó en su cabeza. Había tenido una experiencia parecida antes.

El paso, la velocidad a la que se acercaba y su mirada… Era extraño, pero siempre había indicios que se repetían. Si lo analizara bien, puede que el estudio le permitiera llegar a alguna conclusión sorprendente.

Normalmente daba un paso atrás, porque de lo contrario, al acercarse uno y quedarse el otro inmóvil, no sería posible evitar la colisión a menos que sus cabezas se cruzaran.

Pero esta vez no fue posible porque estaba sentado en una silla cuyo respaldo le impedía retroceder.

En ese momento se produjo el impacto. Mari se inclinó y lo besó en los labios.

Katayama pensó que iba a desmayarse. Mari lo abrazó. Debía rodearla con los brazos, pero no lo hizo porque la silla se volcó en ese momento y ambos cayeron al suelo. La alfombra de pelo largo evitó que se hicieran daño.

Se levantaron y se miraron fijamente.

—Lo siento —dijo Mari con una sonrisa.

Katayama se sintió aliviado.

—No, no pasa nada… Sé que todos estáis nerviosos.

—No es eso —dijo Mari con seguridad—. Yo no soy como Hase. Me sentí atraída por ti desde el primer día.

Si Harumi hubiera visto esto, cambiaría su opinión sobre mí, pensó él.

—No soy más que un detective de casi treinta años. No distingo una blanca de una redonda. No sé nada de música…

Sus palabras no tenían lógica, pero las relaciones entre hombres y mujeres solían ser así; lo sabía por experiencia propia, ya que lo habían dejado varias chicas.

—No estoy diciendo que quiera casarme contigo.

Mari se sentó en la cama. Katayama se quedó de pie.

—Si se enterara, mi madre me mataría. O te mataría a ti.

—Eres joven todavía y tienes un futuro maravilloso en la música.

—¿Sabes? Creo que es la primera vez que me gusta alguien… —dijo, mirando el suelo—. Hasta ahora no había tenido tiempo de hacer amigos. Para mí, los días estaban llenos de ensayo, ensayo y más ensayo.

—Pero a partir de ahora tendrás más ocasiones.

Mari se quedó un momento en silencio.

—Recibí una clase del maestro Stanwix, el hombre que da nombre al concurso. Es un hombre muy grande, no solo físicamente sino también de corazón. Después de oírme tocar, me dijo: «Tú todavía no conoces el amor. Hasta que no lo conozcas, no conseguirás sonidos auténticos. No conseguirás que el violín solloce, ni que cante».

—Entonces, espero ayudarte —dijo Katayama con una sonrisa.

—Qué buena persona eres. ¿No quieres acostarte conmigo?

Katayama casi saltó por la sorpresa.

—¿Qué? No, es que… Yo… A ver, no digo que no me gusten las mujeres, y eres atractiva, pero… No sé, son cosas diferentes.

—Vaya. Eres más clásico de lo que parecías.

—Sí. Mi hermana siempre me está chinchando con eso…

—¿Harumi? Claro, teniendo una hermana tan guapa como ella, es normal que seas exigente.

—Puede ser —dijo Katayama. Entonces sonó su busca—. Me llaman. Tengo que irme.

—No te preocupes por lo de esta noche.

—De acuerdo, gracias.

Tras salir de la habitación de Mari, Katayama inhaló profundamente.


—¡Hermano!

Era Harumi.

—Hola. ¿Qué pasa?

Harumi le explicó lo que había sucedido.

—Me cabrea que no vayan a investigarlo porque no ha sido un asesinato —se quejó—. Oye, ¿ahí no se han cargado a nadie todavía?

—No digas tonterías.

—¿No ha pasado nada nuevo?

—No, nada. Estamos como siempre.

—¿Como siempre?

—Sí. Seguro que esta vez también me dejarán.

—¿De qué estás hablando?

—Nada, cosas mías. Uhm… Un momento.

Katayama prestó atención. Se oían unos ruidos muy fuertes.

—Creo que ha pasado algo. Luego te llamo, ¿vale?

Colgó el teléfono y corrió al pasillo.

Una tras otra, las cabezas de los finalistas aparecieron en sus puertas.

—¿De dónde salen esos ruidos? —preguntó Kazumi.

—De la habitación de Ōkubo —dijo Mari.

Era la única puerta que estaba cerrada.

Katayama abrió la puerta rápidamente. El interior era un caos: la mesa estaba en el suelo, habían estrellado el radiocasete contra la pared, habían volcado el atril y las partituras estaban esparcidas por toda la habitación.

Para colmo, el violín estaba destrozado.

Ōkubo no estaba allí.

—¡Ōkubo! —gritó el detective. Si no estaba allí, solo podía estar en el cuarto de baño. Abrió la puerta rápidamente.

Ōkubo se dio la vuelta. Estaba despeinado y tenía la mirada vacía y los ojos demasiado abiertos.

Ōkubo, ¿estás bien? No, no. ¡Para! —gritó Katayama al ver que tenía una cuchilla de afeitar junto a la muñeca izquierda—. Dámela.

Extendió la mano y, en ese momento, el muchacho deslizó la cuchilla por su muñeca. La sangre manó y unas gotas cayeron al suelo.

—¡Idiota! ¿Qué coño estás haciendo?

El policía se lanzó a por la mano en la que tenía la cuchilla. Furuta y Maruyama se acercaron corriendo.

—Hay que detener la hemorragia. ¡Apretadle el brazo! —gritó Katayama mientras intentaba que soltara la cuchilla.

Maruyama, que tenía mucha fuerza, inmovilizó a Ōkubo. Furuta agarró una toalla y se la ató en el antebrazo. De repente, Ōkubo se derrumbó, inconsciente. Katayama, que estaba forcejeando con el chico, perdió el equilibrio y se cayó de cabeza en la bañera llena de agua.

2

La sirena de la ambulancia se alejaba. Katayama, con la ropa mojada, se quedó mirándola hasta que desapareció. Estornudó y decidió entrar.

En el salón estaban todos excepto Machiko Ueda.

Nadie hablaba; todos parecían llevar sobre sus hombros una pesada carga.

—Detective, ¿no tienes frío? —le preguntó Furuta—. Ven, acércate. Voy a encender la estufa.

—Ah, gracias.

Era una estufa eléctrica. No tenía mucha potencia, pero era mejor que nada.

—¿No tienes ropa para cambiarte? —le preguntó Mari con preocupación.

—No te preocupes. Ahora me la traerá mi hermana.

—Ah, vale.

El detective respiró profundamente.

—No ha podido resistir la presión —dijo Furuta.

—Lo siento mucho por él —replicó Maruyama, asintiendo con la cabeza—. Parecía muy sensible.

—Yo lo conocía de antes —dijo Noriko en un tono bajo que no era habitual en ella—. Lo había visto en algún concurso. Es muy trabajador, pero su familia es pobre y no le permite seguir tocando el violín. Para poder seguir, tenía que ganar el concurso. Creo que esta era su última oportunidad.

—Cuando empiezas a pensar eso, te agobias —afirmó Kazumi—. Te sientes como si estuvieras por detrás de los demás, aunque todos estemos igual…

—Deberías haber sido tú —le dijo Noriko a Furuta.

Furuta no se inmutó.

—Absolutamente. Llevas razón —asintió.

—Pero no lo entiendo —dijo Mari en voz baja—. ¿Tan importante es la música de Beethoven o de Mozart? ¿Para qué sirve la música? ¿Para quién? Morir por la música es una equivocación.

—Estoy de acuerdo —dijo Furuta, asintiendo con la cabeza—. El poder purificador de la música es limitado: hasta los nazis se emocionaban con Beethoven. Los principales beneficiarios de la música son los dueños de las escuelas musicales.

Katayama se sorprendió al escucharlo. No imaginaba que Furuta fuera un nihilista.

—Pero eso es deprimente —dijo Mari—. Entonces, ¿qué estamos haciendo?

—Esto es el mundo real. Solo los que ganan consiguen tocar ante el público —comentó Noriko—. Aunque lo siento mucho por Ōkubo.

De repente, una voz los interrumpió.

—Qué buenos sois todos —dijo Machiko desde la entrada—. Yo solo pienso que ahora somos uno menos.

—Machiko… —dijo Mari con sorpresa—. ¿Lo dices en serio?

—Lo cierto es que sí. Y vosotros también lo pensáis. Os alegráis de que seamos uno menos.

Un silencio llenó el aire.

—Estoy seguro de que vas a ganar tú —dijo Maruyama.

—Gracias, eso pretendo —contestó Machiko.

Entonces apareció Tomoko Ichimura.

—Señor detective, ha llegado su hermana.

Harumi estaba en el vestíbulo, con Holmes. Traía un obsequio… aunque era bastante grande.

—¿Qué? ¿Tú también has venido?

—Buenas noches —le dijo Ishidzu con una sonrisa—. Harumi me pidió que la acompañara.

—Sé que fuiste tú quien quiso venir con ella.

—Hermano, ya basta. Cámbiate, vas a resfriarte.

Harumi le dio la bolsa de la ropa.

—De acuerdo. Ah, señora Ichimura, llévelos a la biblioteca y sírvales algo caliente.

—De acuerdo. Pueden cenar aquí.

—No es necesario… —comenzó Katayama.

—Genial —lo interrumpió Ishidzu—. ¡Tengo muchísima hambre!


Katayama se cambió de ropa y fue a la biblioteca. Mari estaba hablando con Harumi.

—Hermano, si hubieses llegado un poco antes habrías escuchado la historia tan interesante que me ha contado.

—¿Qué historia?

—Al parecer, un donjuán ha intentado ligarse a Mari.

—¿Qué? —Katayama sonrió forzadamente y cambió de tema—. ¿Dónde está Ishidzu?

—Habrá ido al baño.

—¿También ha venido tu novio? —le preguntó Mari.

—Sí, siempre la sigue como un perrito —apuntó Katayama.

—Y mi hermano siempre me vigila como si fuera mi padre —replicó Harumi.

En ese momento, Ishidzu abrió la puerta.

—¡Esta casa es enorme! He tenido que caminar un kilómetro hasta el baño —exageró. Entonces vio a Mari—. Ah, hola…

—Muchas gracias por acompañarme el otro día cuando salí a correr —dijo Mari, inclinando la cabeza.

—No hay de qué. Me alegro de que no le pasara nada a tu madre —comentó.

A Mari le cambió la cara.

—¿Mi madre? ¿Es que ha ocurrido algo?

—Ah, nada, no ha sido nada. Nada grave, al menos.

Estaba empeorándolo.

—Cuéntamelo, por favor. ¿Qué ha pasado?

—Tranquila, Mari —dijo Harumi—. Tu madre se cayó al lago.

—¿Al lago? ¿El lago del parque?

—Así es —dijo Ishidzu—. Estaba dando un paseo y se cayó sin querer.

—Imposible. Mi madre… Eso es imposible.

Katayama decidió que lo mejor para que no se preocupara era contarle la verdad.

—Mira, todo apunta a que la empujó alguien —le dijo—, pero tu madre insiste en que se cayó sola. Por lo visto, no quiere preocuparte. Nos pidió que no te contáramos nada sobre lo ocurrido.

—Lo siento —dijo Ishidzu, tocándose la cabeza—. Se me ha escapado.

—No pasa nada. No te preocupes —dijo Mari en voz baja. Ya se había tranquilizado—. Gracias por contármelo. Yo también tengo que contaros algo. Creo que sé quién la empujó al lago.

—¿Lo sabes?

Ishidzu sacó un cuaderno.

—Seguramente fue mi madre.

Katayama, Harumi e Ishidzu se miraron unos a otros.

—Una mujer que dice ser mi madre biológica, en realidad.

—¿Tu madre biológica? —le preguntó Harumi, sorprendida—. Entonces tu madre…

—Mi madre dice que esa mujer está loca. Apareció hace tres meses, diciendo que yo soy su hija…

—Ahora lo entiendo —dijo Harumi, recordando una cosa—. ¿Era la mujer que apareció en el restaurante aquel día?

—Sí. ¿Tú la viste?

—Recuerdo que me pareció un poco rara.

—Llama a mi madre a menudo y merodea por nuestra casa. Imagino que ella la empujó. Si no, diría quién lo ha hecho. Creo que no lo ha dicho porque no quiere preocuparme.

—Entonces tendremos que asignarle un agente —dijo Katayama—. Ishidzu, ¿te ocupas tú? Llama para pedir que pase un coche patrulla por su casa.

—De acuerdo. ¿Dónde está el teléfono?

—Ah, tienes que subir a mi cuarto. Toma la llave. Bueno, mejor iré contigo.

Katayama subió con Ishidzu para llamar a la comisaría de Meguro y después volvieron a la biblioteca. Harumi ya no estaba y Mari se había sentado en el sofá.

—Harumi ha ido a buscar a la gatita…

—Ah, vale. Iré a buscarla —dijo Ishidzu.

Katayama cerró la puerta.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Sí, un poco cansada.

—Es comprensible, pero no te preocupes. A partir de ahora, tu madre estará protegida.

—Gracias.

—No es nada. Lo que tienes que hacer es tocar muy bien en la final.

—Ya, pero ahora no me apetece nada —dijo Mari, bajando los ojos—. Después de lo de Ōkubo y lo de mi madre… Esa mujer extraña apareció cuando me inscribí en el concurso. Creo que podría estar relacionado.

—¿Piensas que es una treta para alterarte?

—Pero ¿tanto desea alguien ganar que no le importa hacernos daño a los demás? —se preguntó la joven—. Estoy muy confundida. Aunque gane, ¿qué pesará más? ¿Lo que gane o lo que habré perdido?

Se le escapó una lágrima, y no era fingida.


Katayama estaba profundamente dormido.

Solía dormir bien por las noches, aunque esa no fuera una característica deseable en un vigilante.

No obstante, tenía un despertador magnífico: Holmes. Ella se despertaba con el ruido más leve, o si sentía algún movimiento cerca.

Katayama confiaba en ella y eso lo ayudaba a dormir a pierna suelta.

Era la cuarta noche, pasada la medianoche, aproximadamente a las dos de la madrugada.

Katayama notó algo frío en la mejilla.

—No me beses… —dijo, medio dormido. Oyó un maullido—. ¿Eres tú, Holmes? ¿Ya es por la mañana? —Se desperezó y bostezó; miró el reloj—. Pero si todavía son las dos… ¿Por qué me has despertado?

Holmes miró hacia la puerta y maulló.

—¿Qué pasa? ¿Hay alguien ahí?

Katayama se puso una bata encima del pijama.

—¡Qué frío! Aquí baja la temperatura por la noche.

Abrió la puerta.

El pasillo estaba oscuro y no se veía bien, pero al acostumbrarse a la luz consiguió ver algo en movimiento.

¡Ahí hay alguien! El detective se tensó. La incertidumbre del momento lo despejó por completo.

Negó con la cabeza y oteó la oscuridad… Poco a poco empezó a distinguir la silueta de una persona.

Era bastante gruesa.

¿Hay alguien tan gordo aquí?, pensó.

De repente, su cabeza se dividió en dos.

En realidad eran dos personas, unidas excepto por la cabeza.

Se trataba de una pareja abrazándose. De vez en cuando, sus cabezas se fusionaban, entregados a la ceremonia de unión de sus labios a la que los humanos se dedicaban desde el nacimiento de la humanidad.

Pero ¿quiénes son? Katayama sentía curiosidad, aunque no tanta como habría mostrado su hermana Harumi. Sin embargo, la curiosidad no mejoraba su visión.

Él tiene que ser Furuta o Maruyama, ya que Ōkubo no está. Y ella… Machiko Ueda está obsesionada con el violín, así que debe ser Kazumi Hase o Noriko Tsuji… O Mari Sakurai. No, no puede ser. No soy su novio, pero no me gustaría que fuese ella. Soy bastante egoísta.

Katayama se sentía inquieto, pero no se atrevía acercarse.

Soy un caballero. Debería cerrar la puerta.

—Oye, Holmes —dijo cuando cerró la puerta—. Eres tan curiosa como una mujer. En serio, no vuelvas a despertarme por algo así. ¿Entiendes?

Y volvió a meterse en la cama.

Holmes se encogió de hombros (no lo hizo, pero parecía desearlo) con una expresión que decía: «Haz lo que te dé la gana». Se subió a la cama y se acurrucó a los pies de Katayama. A veces se movía mucho y la tiraba de la cama, pero aquella noche durmió muy bien.

En la oscuridad solo se oía el susurro del viento. La enorme casa parecía haberse quedado dormida.

Y poco después amaneció.

A las cinco de la madrugada descubrieron el crimen.

Katayama se despertó sobresaltado por unos fuertes golpes en la puerta y los maullidos de la gata.

—¡Detective! ¡Abra la puerta, detective!

Era Tomoko Ichimura.

Katayama salió de la cama y se puso la bata antes de abrir la puerta.

—¿Qué pasa?

—¡Oh, Dios mío! En la biblioteca… Una mujer… muerta.

Katayama entendió la situación y corrió al pasillo. Holmes lo siguió. Bajaron las escaleras y se dirigieron a la biblioteca. La puerta estaba entreabierta.

El detective entró e hizo una mueca. Dentro hacía un calor húmedo.

—¡Qué calor! ¿Qué coño es esto?

Había una mujer en el suelo.

La víctima tenía alrededor de cincuenta años, quizá un poco menos, y llevaba un abrigo puesto. Era obvio que estaba muerta; no había mucha gente que pudiera seguir viva con un cuchillo clavado justo en el corazón.

Pero lo que sorprendió a Katayama no fue el cadáver, porque ya sabía que lo encontraría, sino la fuente de aquel insoportable calor: cuatro estufas eléctricas.

No aguantó más y salió de la biblioteca.

—¿Qué hacemos? —le preguntó Tomoko Ichimura.

—Quédese aquí, por favor.

—Sí.

—No deje que entre nadie.

—Entendido. ¿Y usted qué…?

—Tengo que llamar a comisaría.

—Ah, sí. Claro.

Holmes, quédate aquí.

Katayama subió corriendo las escaleras.

—¿Ha pasado algo? —le preguntó Furuta, saliendo de su dormitorio en bata—. He oído mucho ruido.

—Sí. Un crimen —dijo Katayama—. Un asesinato.

—¿Un asesinato? —Furuta abrió los ojos de par en par—. ¿A quién han matado?

—Se trata de una desconocida. Por favor, quédate en tu habitación. Luego os informaré de todo.

Katayama entró en su dormitorio y levantó el teléfono.

Puf. Al final se ha producido un asesinato, pensó. Y yo que creí que aquí podría relajarme…

Hizo la llamada y se vistió. Al salir al pasillo, encontró a Furuta y a todos los que este había despertado.

—Detective, ¿a quién han asesinado?

—¿Cómo lo han hecho? ¿Con un cuchillo o una pistola?

—¿Es un hombre o una mujer?

—¿Y el asesino?

Todos hacían preguntas a la vez.

—Todavía no sé nada. Mantened los ojos abiertos hasta que venga la policía.

Mientras bajaba las escaleras, Machiko le preguntó:

—El certamen no se suspenderá, ¿verdad?

¡Ostras! ¡Qué fuerte!, pensó Katayama.

—¿Cómo es la mujer? —le preguntó Mari.

—Tiene unos cincuenta años. Lleva puesto un abrigo.

—¿Puedo verle la cara?

Katayama se lo pensó.

—Está muerta. No será agradable.

—No me importa. Quiero verla.

—De acuerdo, ven a la biblioteca.

—¿Va a venir la policía?

—Sí, enseguida.

El detective abrió la puerta con un pañuelo en la mano. Hizo una mueca por el calor y rodeó el cadáver para apagar las estufas.

—¡Qué calor! Esto es increíble —dijo, negando con la cabeza—. Vamos a dejar la puerta abierta.

Mari entró con temor y miró a la mujer muerta.

—¡Es ella!

—¿La conoces?

—Es esa mujer… La que decía ser mi madre.

—¿Ella?

—Sí. Estoy segura.

—Pero ¿cómo sabía que estabas aquí? ¿Y por qué la asesinaron? ¿Y por qué estaban encendidas todas las estufas?, pensó.

3

—Al final ha pasado… —dijo Kurihara en la escena del crimen. Intentó poner cara de lástima, pero no lo consiguió—. ¿Por qué hay tantas estufas? ¿Estaban rebajadas o qué?

Katayama se lo explicó y Kurihara asintió con la cabeza.

—Intentaban que nos equivocáramos al calcular la hora de la muerte. Está clarísimo.

Katayama había pensado lo mismo.

—Pero entonces, ¿por qué dejaron las estufas?

—Se olvidarían de ellas —razonó Kurihara, seguramente influido por la lectura de novelas de misterio—. Todavía hace calor aquí.

—Sí. Al principio hacía un calor tremendo, como si estuviéramos a mediodía en verano.

—Hay cuatro… ¿Estaban todas aquí?

—No lo sé… ¡Señora Ichimura! —llamó Katayama.

—Sí, estaban guardadas en aquel armario —dijo la cocinera—. En esta época, baja la temperatura por las noches.

—Cuéntenos cómo la encontró, por favor —le pidió Kurihara.

—Sí. Me levanté a las cinco.

—¿Como siempre?

—No. Suelo levantarme a las seis.

—¿Y por qué madrugó hoy?

—Pensaba preparar algo especial para desayunar. Todos los días preparo lo mismo y me apetecía variar.

—De acuerdo. Se levantó a las cinco. ¿Y después?

—A las cinco y media, fui a buscar las tazas y los platos que los chicos suelen dejar en el salón —le contó la mujer. Tosió ligeramente y continuó—: En el salón no había nada, así que volví a la cocina y entonces me pareció ver una luz encendida en la biblioteca. Pensé que alguien la habría dejado encendida, así que abrí la puerta…

Se detuvo.

—De acuerdo —dijo Kurihara, asintiendo con la cabeza—. ¿Las puertas se cierran por la noche?

—Sí, y yo las reviso antes de irme a la cama.

—¿A qué hora?

—Sobre las once de la noche. A veces un poco más tarde, pero siempre antes de las once y media.

—¿Y las comprueba por la mañana?

—No. Por la mañana no lo hago.

—Es lógico. Esto no es una cárcel —bromeó Kurihara, pero delante de un cadáver quedaba fuera de lugar e Ichimura intentó sonreír pero no lo consiguió—. ¿Había visto alguna vez a esta mujer?

—No me suena.

—Muy bien. Eso es todo. Muchas gracias.

—De acuerdo. —Tomoko Ichimura dio un par de pasos, se giró y preguntó—: ¿Puedo servir el desayuno?

—Sí, claro.

—¿Es posible que se anule el concurso debido al asesinato?

—No sé qué decirle. Intentaremos evitarlo.

—Sí, por favor. Los chicos se están esforzando mucho. Sería una lástima que fuera para nada.

Cuando Ichimura se marchó, Kurihara observó el cadáver mientras se acariciaba la barbilla.

—¿Usted qué cree, jefe? —le preguntó Katayama.

—¿Qué?

—¿Afectará al concurso?

—No tengo ni idea —contestó Kurihara, negando con la cabeza—. Si alguno de los finalistas es sospechoso, la situación se complicará.

Tenía razón. Hasta que encontraran al asesino, el concurso tendría que ser aplazado.

Pero parecía imposible poner una nueva fecha para la final y prepararlo todo de nuevo.

—Oye, ¿no ha llegado Minamida todavía? —le preguntó Kurihara. Justo en ese instante entró el forense.

—¿Me llamabas?

—¿Estabas jugando al escondite?

—No te burles. Siempre estoy de trabajo hasta las orejas; ¿crees que puedo salir cuando me apetece? —le contestó Minamida, tan quejumbroso e irónico como siempre.

—Ya basta. Date prisa, por favor.

—Vale, vale —dijo el forense, refunfuñando—. ¿Ese es el cadáver? ¿Solo hay uno?

—No quiero tener más.

—¿No hace demasiado calor aquí?

Katayama le explicó cómo estaba todo cuando descubrió el cadáver y Minamida asintió.

—No entiendo por qué seguían encendidas las estufas.

—Yo creo que el asesino pensaba guardarlas antes de que llegara la señora Ichimura, pero como ella se levantó una hora antes de lo habitual…

—Comprendo. Tuvo que cambiar de plan.

—¿Será difícil calcular la hora de la muerte? —le preguntó Kurihara con preocupación.

—¡Qué va! La temperatura apenas cambia nada. Ahora hay muchas maneras de calcular el momento de la muerte.

Minamida empezó a examinar el cadáver.

Mientras Katayama y Kurihara lo observaban, apareció Holmes y se acercó al cadáver.

—¡Oye, tú! Siempre apareces donde hay un cadáver —dijo Minamida con una sonrisa. Holmes rodeó el cuerpo, se detuvo de repente y maulló.

—¿Qué pasa?

Minamida se acercó a la gata.

—Uhm… Polvo.

—¿Polvo?

—Sí. Es blanco, pero hay muy poco.

—No me digas… —dijo Kurihara, acercándose.

—Esperas que sea heroína o algo así, ¿verdad? Siempre buscando delitos… Estás muy mal acostumbrado.

—¿Qué otra cosa podría ser? —replicó Kurihara, cruzando los brazos.

—Yo qué sé. Podrían ser polvos de maquillaje, o tal vez caspa. O restos de un medicamento, o de tiza…

—No me tomes el pelo.

—No lo sabremos hasta que lo analicemos. Es muy poca cantidad…

Minamida metió el polvo en un sobrecito.

—¿Puedes decirme ya una hora estimada?

—Relájate. No soy adivino, no tengo una bola de cristal.

—¡No me digas! ¿Seguro que no tienes? —le preguntó Kurihara con seriedad.

—Si la tuviera, ya te la habría tirado a la cara —le contestó.

Mientras tanto, Holmes estaba oliendo el lugar que había ocupado el cadáver antes de que Minamida lo moviera. La alfombra era de pelo largo, por lo que el cuerpo había dejado su marca en ella.

—¡Jefe! —exclamó Katayama, parpadeando.

—¿Por qué gritas?

—Mire: el cadáver está ensangrentado, pero en la alfombra no hay ni una sola mancha.

—Ya veo… Eso significa que no fue asesinada aquí.

—Estáis de broma, ¿no? ¿No os habíais dado cuenta hasta ahora? —preguntó Minamida, mirándolos con sorpresa—. Yo estaba seguro de que lo sabíais.

—Es que, si no dejamos el cadáver donde estaba, luego algunos se quejan —contestó Kurihara.

—Teniendo en cuenta el calor de las estufas, seguramente murió alrededor de las dos de la madrugada.

—Desde las dos, tuvieron tiempo de sobra para traerla aquí después de asesinarla, ¿verdad?

—¿No sería posible que hubieran limpiado la sangre después? —preguntó Katayama a Minamida.

—Por muy bien que la limpiaran… Mira esta alfombra. Si la sangre hubiese manchado el pelo, sería imposible que no se notara.

—Ya.

—Es mucho más bonita que la alfombra de mi salón.

Minamida parecía impresionado.

—¿Crees que murió rápidamente?

—Imagino que tardó menos de un minuto en morir. Se quedó inconsciente y… fin.

—Cualquiera diría que estuviste presente.

—Llevo muchos años haciendo este trabajo. Bueno, el resto nos lo dirá la autopsia.

—Muy bien. Buen trabajo.

—Qué raro que me digas eso —comentó Minamida con una sonrisa.

—Pero, si el asesinato fue en otro lugar, ¿por qué la trajeron aquí? —preguntó Katayama—. ¿Intentarían ganar tiempo? Aquí no suele venir nadie hasta después del desayuno.

—Puede ser… Pero no parece que quisieran esconderla —contestó Kurihara, negando con la cabeza—. De todos modos, todavía tenemos que identificarla. Oye, Katayama, ¿y el arma? ¿Lo habías visto antes?

—No.

—¿No decías que había desaparecido un cuchillo?

—Sí, pero se trataba de un cuchillo de fruta. Este no lo es.

—Ya. El caso es complicado. ¿Quién es la hija de esta mujer?

—Mari Sakurai.

—La joven a la que amenazaron. Interesante.

—Pero ella no tiene motivos.

—No estoy diciendo que ella sea la asesina, pero el asesinato podría estar relacionado con ella.

—Entiendo.

Katayama coincidía con él. No podía creer que esa mujer hubiera sido asesinada y la hubieran llevado hasta allí por casualidad.

—Entonces, ¿vamos a hablar con Mari Sakurai?

—Sí, pero más tarde.

—Parece que no quieres que la interrogue —le dijo Kurihara.

—No, no es eso. Para ella… Bueno, y para los otros cinco, este es un momento muy importante. Están muy nerviosos por el asesinato y si creen que sospechamos de ellos se volverán locos.

—Me han dicho que uno de ellos sufrió una crisis.

—Sí, Yasuto Ōkubo. Los otros, de momento, están bien… Pero muy alterados.

—¿Y tú? ¿Nadie te ha atacado todavía?

—¿A mí? No, eh… No, jefe.

—Bueno, bueno. Si te pones tan nervioso, va a costarme creerte.

Katayama recordó algo de repente.

—Por cierto. A las dos de la madrugada…

—¿Qué pasa?

Katayama le contó que había visto una pareja dándose el lote en el pasillo. Kurihara asintió.

—El director Asakura me contó que estas cosas son habituales. Tengo que informarle también a él de lo ocurrido.

—¿Vamos a interrogarlos a todos?

—Primero iremos a ver a la madre de Mari Sakurai para confirmar la identidad de la mujer. Después, empezaremos con las preguntas.

—De acuerdo.

Holmes maulló.

—¿Qué te pasa?

La gata estaba mirando la parte superior de la estantería, pero Katayama no encontró nada inusual en ella.

—¿Qué hay?

Holmes siguió maullando, mirando a Katayama con expresión desesperada. Al final, saltó al estante central y maulló mirando hacia arriba.

—¿Más arriba? ¿Dónde?

Katayama se aupó a las baldas. Junto al lugar donde antes estaba el radiocasete, había unas enciclopedias.

Justo después del terremoto colocó todos los tomos rápidamente, pero después pensó que llamaría la atención que no estuvieran ordenados alfabéticamente y los recolocó. Pero…

—No lo entiendo.

—¿Qué pasa?

—La enciclopedia está desordenada. —Katayama ladeó la cabeza—. ¡Qué raro! Yo la dejé bien colocada, en orden alfabético.

—Alguien habrá volcado la estantería. No debe ser muy estable estando encima de esta alfombra.

—Pero eso es imposible —dijo Katayama, bajando—. La estantería está anclada a la pared. No puede caerse.

—¿Entonces?

—No lo entiendo —contestó con sinceridad. Katayama era así.


Mitsuko Sakurai asintió con la cabeza.

—Sí, es ella.

—Y esta es la persona que la empujó al lago, ¿verdad? —le preguntó Kurihara, quitándole de la mano la polaroid con el rostro de la mujer muerta.

Mitsuko se movió en su asiento.

—No puedo asegurárselo.

—Pero…

—No le vi la cara. Es verdad que salí de casa porque ella me llamó, y lo lógico habría sido que ella me empujara, pero no puedo saberlo con seguridad.

—Entiendo.

—Siento no haberle hablado de ella, pero no quería que el asunto terminara en la prensa. No quería que Mari llegase a enterarse de lo ocurrido.

—Es comprensible.

—Pero ¿por qué la han matado? No lo entiendo.

—Empecemos por el principio. ¿Cómo se llamaba?

—Yo no la conocía —dijo Mitsuko, encogiéndose de hombros—. Es la verdad, no sé nada sobre ella, ni siquiera su nombre. Apareció de repente hace tres meses diciendo que Mari era su hija.

—Siento preguntar, pero…

Kurihara no terminó la frase, pensando que Mitsuko lo entendería.

—Es mentira —dijo con rotundidad—. Mari es hija mía. Puedo enseñarle el certificado de nacimiento, si quiere… —añadió mientras se levantaba.

—No, no hace falta, señora —dijo Kurihara—. ¿Por qué decía eso?

—No tengo ni idea. Tal vez… No sé, puede que Mari se pareciera a su hija fallecida o algo así. Era una mujer extraña. Perdóneme por no lamentar su muerte, pero nos hizo la vida imposible —dijo, enfadada.

—¿Y Mari? ¿Qué pensaba ella?

—Pues… Al principio le resultaba molesta. Después se concentró en el concurso y dejó de prestarle atención.

—Comprendo.

Mitsuko levantó la mirada.

—No sospecharán de ella, ¿verdad?

—No. Es posible que fuera asesinada en otro sitio y que trasladaran el cadáver a la residencia más tarde.

—Menos mal —dijo sin pensar, y añadió con expresión compungida—: ¿Están seguros de que fue asesinada?

—La prioridad ahora es averiguar su identidad —repitió Kurihara—. La noticia saldrá en los periódicos. Habrá reacciones.

—Pero no afectará al concurso, ¿verdad?

Lo que más preocupaba a Mitsuko era ese tema.

—Ahora iré a hablar con el señor Asakura. Por nosotros, pueden seguir adelante con el concurso. Así tendremos localizados a todos los implicados.

—Menos mal. Si no, tanto esfuerzo se irá por el desagüe.

Parecía que en su cabeza solo cabía el concurso.


—Entonces, ¿la mujer fue asesinada en otra parte? —preguntó Asakura después de escuchar a Kurihara.

—No estamos cien por cien seguros, pero parece posible.

—Espero que esto no afecte al concurso. A estas alturas no podemos dar marcha atrás.

—Sí, lo entendemos. Salvo que pasase algo muy grave, no haría falta cancelarlo —dijo Kurihara—. Pero tendremos que hacer algunas preguntas a los finalistas.

—Por supuesto.

—Lo haremos con mucho tacto.

—Por cierto, ¿cómo va lo de Suda?

—Al parecer no fue asesinado, así que no podemos hacer mucho más… —contestó Kurihara con ambigüedad.

—Estamos teniendo problemas sin Suda. El hombre no tenía ni idea de música, pero era muy bueno con las cuentas. En cambio, a mí se me dan muy mal.

—Usted es un artista, así que…

Asakura sonrió.

—Para dedicarse al arte, hace falta dinero.


Los seis se reunieron en el salón. No sabían qué hacer.

—Espero que no nos molesten demasiado —se quejó Machiko.

—Harán su trabajo con mucho cuidado —dijo Katayama, para consolarlos.

Estaban registrando las habitaciones por si la mujer había sido asesinada en el interior de la residencia.

Mientras tanto, nadie podía practicar. Aunque tenían sus violines, se negaban a tocar delante de sus rivales.

—¿Cuánto tardarán? —preguntó Kazumi.

—No creo que tarden demasiado.

—Pero no podemos ensayar mientras…

Parecía fastidiada.

—¿Ya domináis la nueva pieza? —les preguntó Maruyama—. Si os soy sincero, yo no.

—Yo tampoco —contestó Kazumi—. La toco, pero poco más. Estoy preocupada.

—Yo tampoco —añadió Noriko.

—Bueno, ¡qué humildes sois! Sed sinceros —exclamó Machiko—. Ya sabéis más o menos cómo es, pero todavía no habéis conseguido ver el conjunto, su estructura general. Estáis en ese punto, ¿verdad?

—Yo no —dijo Mari.

—Sí, claro. Es imposible que a ti no te salga bien.

—De verdad que no. Soy incapaz de estructurarla. Estoy desesperada.

—Tened cuidado con ella. Se le dan mejor las piezas desconocidas que los clásicos.

—¡Déjalo ya! —gritó, algo raro en Mari. Habían asesinado a una persona relacionada con ella. Era normal que no pudiera concentrarse en los ensayos.

—Por cierto… —dijo Katayama, recordando una cosa—. Os preguntarán si habéis visto algo raro, o cosas así. Por favor, contestad con sinceridad. Es muy importante para la investigación.

—Pero ¿quién iba a estar despierto a las dos de la madrugada? —preguntó Furuta.

—Al parecer sí había alguien.

Katayama les contó que había visto una pareja en el pasillo.

—Pero ¿quiénes eran? —preguntó Machiko con curiosidad.

—No pude verlos bien porque estaba oscuro.

—¡Qué intriga! —exclamó Kazumi—. ¿Quiénes serían? Seguro que uno de ellos era Furuta.

—No soy tan ligón —contestó el muchacho con una sonrisa.

Ya han pasado cinco días, pensó Katayama. El tiempo pasaba volando.